Chapter 1: |SINOPSIS Y ADVERTENCIAS|
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|Sinopsis|
"Algunos lazos se sirven sin prisa, como el café de la mañana que siempre despierta."
2023;
Lee Félix, un soñador empedernido con las manos siempre temblando entre teclas y tazas vacías, encuentra en internet un refugio donde el amor parece tan fácil como escribir un mensaje. Entre risas digitales y promesas que saben a madrugada, su corazón comienza a latir por alguien a quien aún no ha visto, pero que siente tan cercano como la primera calada de café caliente en invierno. Lo que nadie sabe es que detrás de su dulzura se esconde la urgencia: necesita ganar un puesto en la empresa para costear el tratamiento de su hermano menor.
Hwang Hyunjin, orgulloso y competitivo, nunca pensó que terminaría perdiéndose en charlas sin fin con un desconocido. En la oficina, su vida es una batalla constante, no por elección propia, sino por la presión de unos padres que insisten en verlo triunfar en un mundo que nunca quiso. Detrás de la pantalla, en cambio, se permite ser vulnerable, incluso tierno.
Sin embargo, lo que ninguno imagina es que esas madrugadas compartidas y esos mensajes que parecen sostenerlos pertenecen al mismo enemigo con el que compiten día a día. Y cuando la verdad se revela, el café se convierte en un shot de espresso: breve, amargo, ardiente... imposible de olvidar.
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|Advertencias|
Contenido +21. Esta obra no está destinada a menores de edad. Contiene temas sensibles como actos sexuales.
Esta obra contiene exceso de ternura y cliché.
Esta obra está reflejada desde el punto de vista de dos adultos los cuales están en un constante cambio y descubrimiento, tanto físico como emocional. Sean respetuosos a la hora de comentar escenas de sexo y todos los sentimientos que ellos experimentan desde el inicio a fin de cada una de las actividades (vergüenza, angustia, etc.).
Esta obra contiene escenas sexuales explícitas.
Esta obra incluye material delicado que algunas personas podrían encontrar vulgar, molesto o inmoral.
Esta obra no está destinada a ser utilizada como un recurso para la educación sexual, o como guía informativa sobre sexo (no pretendo representar expectativas realistas de BDSM o actividades relacionadas con fetiches).
En esta obra los capítulos con contenido de índole sexual NO serán separados de la narración central. Leer con moderación.
Esta obra está destinada únicamente a ser una fantasía ficticia, los lugares, personajes y sucesos son sacados de mi mente y no representan la vida real.
Es de suma importancia que esto sea leído y tenido en cuenta a lo largo de la obra, de lo contrario me veré en la obligación de borrar comentarios inapropiados que no respetan la lectura.
Como autor de esta obra no romantizo ni justifico los hechos de este escrito.
Ahora sí; por favor,proceda con precaución.
Chapter 2: |PRÓLOGO|
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|Prólogo|
2 de marzo de 2022;
En la pantalla brillaba un hilo más, uno de tantos en aquel foro anónimo sobre café y bebidas. El título era simple, casi banal: «¿Cuál es la mejor manera de tomar café?». Había docenas de respuestas, algunas extensas y otras apenas frases rápidas, pero entre la multitud apareció una que destacaba por su brevedad tajante:
BlackVelvet: Fuerte, frío y rápido. Si no me despierta de golpe, ¿para qué perder el tiempo?
El comentario no llevaba adornos ni justificaciones. Era un trago seco lanzado en medio de la conversación, como si la voz detrás de ese nombre solo tuviera tiempo para enunciar una verdad sin matices. La respuesta no buscaba caer bien ni convencer a nadie; simplemente estaba ahí, cortante, sólida.
Unos minutos después, otro usuario decidió replicar. La firma, casi en contraste, era luminosa:
HoneyCup: Caliente, suave y despacio. Cada sorbo es un momento para disfrutar, no para apurarse.
La réplica fue un contraste perfecto, no solo en contenido sino en tono. Donde el primero era filo, el segundo era calma; donde había prisa, había pausa. Era la primera colisión entre dos formas de entender lo mismo: un café, un instante, quizá una filosofía de vida.
No pasó mucho antes de que llegara la contrarrespuesta.
BlackVelvet: Jajaja, eso suena a que tu café es casi un abrazo. No sé si quiero abrazos antes de mi primer café.
El sarcasmo estaba allí, apenas disimulado por la risa inicial. Un muro disfrazado de broma. Pero, sin embargo, en aquel 2 de marzo quedó trazada la primera línea invisible que, sin que ninguno de los dos lo sospechara, iba a repetirse una y otra vez hasta formar un rito.
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12 de marzo de 2022;
Diez días después, el foro volvió a reunirlos en un hilo que no prometía demasiado: alguien había subido una ilustración de una taza con espuma trabajada, un dibujo prolijo, lleno de luces y sombras. Los comentarios se acumulaban con felicitaciones rápidas y frases de aliento. Entre ellos, apareció de nuevo el mismo nombre:
BlackVelvet: La espuma se ve perfecta, pero le falta fuerza. Igual, bonito.
Era un juicio directo, sin intención de halagar más de lo necesario. El tono volvía a ser seco, como quien observa desde lejos y solo deja caer una sentencia que no admite discusión.
Un par de minutos después, la respuesta del desconocido surgió con la misma suavidad que en aquella primera ocasión:
HoneyCup: Sí… bueno, a mí me gusta suave, que la espuma abrace el paladar, no que me golpee. Muy lindo dibujo <3
La diferencia volvió a hacerse evidente: fuerza contra abrazo, filo contra calma. No se trataba ya de una simple discrepancia, sino de un patrón que empezaba a repetirse. Dos formas de mirar lo mismo, de sostenerlo con palabras, que se oponían sin llegar a chocar del todo.
El resto de los usuarios apenas notó el intercambio, perdido entre decenas de comentarios. Pero entre ellos se instaló algo sutil: un gesto de reconocimiento. No era casualidad que volvieran a coincidir. No era azar que uno respondiera donde estaba el otro.
La segunda interacción era la confirmación de que ambos empezaban a seguirse con la mirada, aunque ninguno lo admitiera. Cada respuesta llevaba consigo la huella de la anterior, como si en medio de la multitud hubieran empezado a buscarse sin querer.
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25 de marzo de 2022
El hilo aquella noche hablaba de algo aparentemente inofensivo: «Música para acompañar el café». Una pregunta simple que se llenó rápido de recomendaciones, desde listas de reproducción de lo-fi, hasta clásicos instrumentales. En medio de todas esas respuestas previsibles, destacó una línea breve.
BlackVelvet: Jazz fuerte. Nada de melodías suaves que me hagan bostezar.
Era un comentario pequeño, casi un murmullo entre tantas voces, pero con la misma contundencia que lo caracterizaba: seco, decidido, como si su opinión fuera más un veredicto que una sugerencia.
No tardó mucho en aparecer el eco que parecía inevitable. HoneyCup respondió con la misma cadencia ligera de siempre:
HoneyCup: Oh… aunque suave también tiene su encanto. Pero jaja, entiendo tu punto.
Lo que empezó como una diferencia de gustos se estiró en una cadena breve de mensajes: él castaño insistiendo en la intensidad, en la necesidad de que la música golpeara tanto como el café; el rubio defendiendo el encanto de la calma, la importancia de la suavidad para acompañar los desvelos.
Poco después, en un hilo distinto sobre «pequeños hábitos para relajarse», volvieron a encontrarse. Fue HoneyCup quien dejó caer una confesión mínima, disfrazada de costumbre trivial:
HoneyCup: Tomarme un café despacio mientras leo algo ligero… eso me salva la madrugada.
La respuesta de BlackVelvet apareció minutos después, en el mismo tono irónico de siempre, pero con una atención que ya empezaba a notarse distinta:
BlackVelvet: Suena aburrido, pero… lo respeto :)
Un comentario tan breve no debería significar nada, y, sin embargo, en el trasfondo se insinuaba algo más. Era apenas un gesto, una grieta mínima en su fachada de dureza.
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10 de abril de 2022
El foro no siempre se mantenía serio. Entre recetas, recomendaciones de cafeterías y discusiones sobre granos y métodos de filtrado, aparecían hilos de humor ligero: compilaciones de memes, chistes que giraban en torno a la obsesión compartida por el café. Aquella noche, uno de esos hilos se volvió el escenario de un nuevo cruce.
HoneyCup publicó una imagen que llevaba tiempo guardada en su galería: dos gatos peleando de manera cómica por una taza de café. Era un chiste sencillo, pero llevaba implícita una intención. No era un meme lanzado al azar, sino un mensaje dirigido con precisión, disfrazado de broma pública.
HoneyCup: Esto me recordó a nuestra discusión, Velvet… aunque tú eres más como el gato que se lo bebe de un solo trago.
La frase era juguetona, casi inocente, pero detrás de ese guiño estaba la afirmación de algo mayor: ya no eran simples desconocidos que coincidían en hilos al azar, sino dos presencias que se registraban mutuamente, que se buscaban entre la multitud de publicaciones.
La respuesta de BlackVelvet llegó con la rapidez de quien no quiere dejar pasar demasiado tiempo:
BlackVelvet: Y tú eres el que lo huele tres veces antes de probarlo jaja :p
La carcajada, los emojis, la réplica burlona: todo tenía un matiz diferente. Era la primera vez que el sarcasmo habitual se teñía de complicidad. El muro no desapareció, pero empezó a mostrar grietas claras.
El intercambio pasó desapercibido para la mayoría de los usuarios, perdido en la vorágine de imágenes graciosas. Para ellos, sin embargo, significó un cambio. No era solo un cruce de opiniones sobre café o música; era el inicio de un lenguaje simultáneo, un código pequeño y secreto que, aunque aún se mantuviera público, ya empezaba a pertenecer únicamente a los dos.
Esa noche, entre risas virtuales y un meme de gatos, se abrió un nuevo espacio. Algo tan trivial como una imagen editada se transformó en el primer gesto de confianza, en la primera chispa de un juego que se repetiría muchas veces después.
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28 de mayo de 2022
Para entonces, los intercambios entre BlackVelvet y HoneyCup habían dejado de ser esporádicos. La frecuencia era constante, casi una costumbre: un mensaje al despertar, un comentario rápido durante el día, otro antes de dormir. Cada interacción llevaba la huella de las anteriores, como si cada palabra fuera una pieza más de un rompecabezas que solo ellos podían armar.
Esa noche, el foro no ofrecía un hilo particularmente llamativo. Sin embargo, como era habitual, ambos coincidieron en un post sobre «tips para mejorar la rutina mañanera con café». Las respuestas que flotaban alrededor eran genéricas, casi automáticas, pero los comentarios de ellos dos destacaban por su familiaridad:
HoneyCup: Si no dejo reposar mi café mientras leo un par de páginas, no siento que la mañana haya empezado.
BlackVelvet: Suena innecesariamente delicado… pero bueno, cada quién con su ritual.
Más que la opinión, lo que importaba era el ritmo, la cadencia de ese intercambio. Ya no se trataba de convencer al otro, sino de compartir un espacio de mutuo. Las palabras se entrelazaban con risas discretas, guiños invisibles, y un juego de observación: quién contestaba primero, qué emoji usaba, qué detalle mínimo podía revelar sin romper el anonimato.
Con cada comentario, la distancia entre ellos se acortaba sin que nadie más lo notara. Lo que comenzó como sarcasmo y respuestas ligeras se transformó en un compañerismo marcado por el humor interno, pequeñas confesiones disfrazadas de rutina y la sensación constante de que el otro estaba allí, siempre presente.
Al cerrar el día, mientras el foro se llenaba de nuevos hilos y notificaciones que ellos ignoraban, cada uno se retiró con la misma certeza: la interacción ya era necesaria.
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3 de junio de 2022
El hábito ya estaba instaurado. Cada mensaje, cada comentario en los hilos sobre café, música o hábitos nocturnos, se había convertido en parte de su día. La frecuencia de sus encuentros digitales había alcanzado un ritmo casi automático: un mensaje temprano, un intercambio durante la tarde, un último comentario antes de dormir. Pero aquel 3 de junio algo era distinto; las palabras empezaban a deslizar emociones que antes se escondían detrás de emojis y sarcasmo.
En un hilo titulado «Canciones que acompañan tus tardes con café», HoneyCup compartió una lista personal, incluyendo temas suaves, instrumentales, algunos incluso desconocidos en el foro. No solo se trataba de música; era una ventana a su mundo, una invitación sutil a acercarse.
HoneyCup: Estos son los que me ayudan a desconectar. Si alguna te llama la atención, quizá entendamos mejor los silencios del otro.
La respuesta de BlackVelvet llegó con su habitual mezcla de ironía y atención, pero había un matiz distinto: curiosidad genuina, interés por ese pequeño fragmento que HoneyCup había mostrado.
BlackVelvet: No sé si los llamaría relajantes… pero entiendo lo que dices. Hay algo en la manera que eliges la música, que dice más de lo que escribes.
No era un cumplido directo ni una confesión; era un gesto que solo alguien que realmente presta atención podría percibir. Entre líneas, en el ritmo de las palabras, se podía sentir la complicidad creciendo.
Más tarde, en otro hilo, HoneyCup compartió un detalle mínimo de su rutina nocturna:
HoneyCup: Antes de dormir, siempre dejo que la luz del balcón me alcance un minuto. Me ayuda a cerrar el día.
BlackVelvet respondió con un emoji, breve, casi imperceptible, pero lleno de presencia:“<3”. Nada más. Nada necesitaba decirse; la comprensión estaba implícita.
Ese 3 de junio marcó un nuevo nivel: ya no eran solo compañeros de intercambio público, sino dos personas que, a través de mensajes cuidadosamente medidos, habían comenzado a conocer y cuidar la rutina del otro.
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1 de enero de 2023
El reloj marcaba el inicio de un nuevo año, y el mundo parecía moverse al ritmo de celebraciones lejanas, luces parpadeantes y promesas susurradas al viento. En un rincón silencioso de internet, en la ventana de mensajes privados que habían construido durante meses, BlackVelvet y HoneyCup intercambiaban palabras cargadas de años de costumbre, de risas, de complicidad.
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| Mensaje de texto; HoneyCup.
| Feliz año nuevo, Velvet…
| No puedo creer que estemos aquí otra vez.
| Aunque sea a través de la pantalla.
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| Mensaje de texto; BlackVelvet
| Feliz año… contigo.
| Y sí, otra vez, pero de algún modo parece que no podríamos dejar de hablar.
| Aunque quisiéramos…
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El intercambio parecía simple, pero era mucho más que eso. Cada palabra llevaba consigo la memoria de meses de mensajes: noches en vela, comentarios breves, risas, pequeños secretos compartidos bajo el anonimato seguro del foro. Lo que antes era rutina ahora era emoción pura, y los sentimientos que habían escalado sin aviso se hacían imposibles de ignorar.
Hubo un instante de silencio, de esas pausas que no se notan en el chat pero que pesan en el corazón, y luego ambos escribieron casi al mismo tiempo, como si el deseo hubiera esperado el mismo momento:
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| Mensaje de texto; HoneyCup.
| Que la vida haga por nosotros lo que nosotros hicimos en nuestro chat… unirnos, así como nos unimos virtualmente <3
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| Mensaje de texto; BlackVelvet
| Eso mismo iba a escribir, Honey…
| Que no haya pantalla ni distancia que nos separe, que podamos ser tan cercanos en la realidad como lo somos aquí.
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No hubo más palabras, solo la seguridad que flotaba entre los mensajes. La pantalla era un hilo que los conectaba, pero el deseo de traspasarlo al mundo real se volvió tangible, intenso, irremediable. La connivencia, el cuidado, la risa y la ternura almacenada durante meses se condensaban en una sola petición simultánea: que la vida los pusiera cara a cara, igual que el destino los había unido detrás de un teclado.
El 1 de enero de 2023 no era solo el inicio de un año; era el punto en que el lazo virtual se convirtió en promesa, en deseo y en certeza de que lo que habían construido detrás de las palabras debía existir también en el mundo que los esperaba más allá de la pantalla.
Chapter 3: |I: AMERICANO|
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|Hyunjin|
La oficina respiraba un aire que olía a café rancio y a papeles recién impresos. Cada teclado que golpeaba un pasante, cada susurro sigiloso entre escritorios, cada carcajada que se filtraba desde la sala de reuniones parecía chocar con el espacio que Hwang Hyunjin ocupaba, creando un ruido constante que él aprendió a ignorar. Sus ojos recorrían las hojas de los informes con una precisión automática, como si cada número tuviera vida propia, como si interpretarlos fuera la única forma de mantener la cabeza fría ante el caos que lo rodeaba.
El reciente sol después de una tormenta entraba filtrado por las persianas, dibujando líneas rectas sobre la madera pulida del escritorio. Se reflejaban en su piel pálida, iluminando las imperfecciones mínimas que él conocía mejor que nadie: un pequeño corte en la mano izquierda, restos de óleo seco en los nudillos, la marca de una pincelada reciente que no había podido borrar. Todo en él parecía medido, estudiado; la imagen de seguridad que proyectaba al mundo no tenía grietas, y, aun así, dentro de cada gesto había tensión, un hilo invisible que vibraba con cada mirada ajena que se posaba sobre él.
Sus padres lo habían empujado hasta allí con la fuerza de la certeza: un artista no puede dejar que la creatividad lo arrastre sin rumbo, decían. Debía probarse, demostrar que podía alcanzar la perfección que ellos esperaban, que podía dominar un mundo estructurado sin perder la esencia. Y él obedecía, aunque con cada acto de cumplimiento sentía que su verdadera identidad se deslizaba hacia un rincón secreto que nadie vería jamás. Era un juego de equilibrio: afuera, seguridad; adentro, un desborde de sensibilidad implícita, como un lienzo que todavía no se atrevía a mostrar su color.
Los otros pasantes se movían con seguridad, con sonrisas que parecían diseñadas para encajar, y él los observaba como un espectador distante. Cada saludo, cada comentario superficial, cada gesto forzado era un recordatorio de lo diferente que se sentía allí. No porque se creyera superior, sino porque la forma en que vivía el mundo no podía medirse en métricas ni cumplirse con etiquetas corporativas. Sus compañeros ignoraban cómo su mirada registraba cada detalle: la tensión en las manos de un colega, el leve temblor de alguien que intentaba mantener la calma, la forma en que los pies golpeaban el suelo con impaciencia. Todo se registraba, todo se archivaba en su memoria sin que se viera.
Se levantó para estirarse, sintiendo cómo la espalda crujía en un aviso de que su cuerpo también estaba sujeto a presión, aunque de otra manera. Rozó la madera del escritorio con los dedos manchados de pintura, consciente que había algo suyo que no podía ser cuantificado, una pequeña grieta de libertad que le pertenecía y que nadie podía invadir. En un cajón, guardaba bocetos a lápiz y acuarela que jamás mostraría en la oficina, escenas que nadie entendería, emociones que solo se permitía sentir cuando estaba solo. Allí estaba su verdad: trazos imperfectos que hablaban más alto que cualquier cumplimiento de meta o informe entregado.
La presión de sus padres era constante, un murmullo persistente que se filtraba incluso cuando no estaban presentes. «Debes lograrlo», decían las voces en su cabeza, la misma que le recordaba con puntualidad cómo cada gesto debía ser ejecutado, cómo cada error podía interpretarse como fracaso. Y, aun así, mientras todo a su alrededor se movía con ruido y prisa, él encontraba pequeños respiros, momentos casi imperceptibles en los que el mundo corporativo desaparecía y solo quedaba él, su respiración y la madera fría del escritorio. Allí podía permitirse pensar, imaginar, perderse un instante en un color, una forma, una idea que no tenía que encajar en ningún estándar.
Cada día repetía el mismo guion: correcciones, tareas repetidas, observaciones superficiales de supervisores, rostros conocidos con los que no se permitía confianza real. Todo medido, todo automatizado. Y, aun así, bajo esa fachada de seguridad y frialdad, había un río de emociones ocultas: sensibilidad, frustración, curiosidad y una melancolía que se filtraba en los momentos de soledad. Era un juego silencioso, una danza entre la máscara que mostraba al mundo y el ser que habitaba en secreto en cada pausa, en cada trazo de pintura que nadie vería, en cada mirada que se perdía más allá del vidrio de la ventana del octavo piso.
El tiempo pasaba de manera distinta en su mundo interno. Lo que para los demás era aburrimiento o rutina, para él era un laboratorio de observación, un espacio donde podía analizar comportamientos, estudiar reacciones, absorber detalles que ningún otro notaba. Cada sonido se volvía relevante: el leve clic de un bolígrafo, el zumbido del aire acondicionado, el roce de zapatos sobre la alfombra. Todo podía convertirse en inspiración, en registro, en energía acumulada que, tarde o temprano, encontraría su salida en un trazo, en un boceto, en un gesto que nadie vería pero que significaba todo para él.
Allí, atrapado en ese mundo rígido y exigente, Hwang Hyunjin sentía la presión de cada informe, de cada reunión, como si los muros de la oficina se cerraran sobre él. El zumbido constante de los fluorescentes, el roce de papeles y teclados, todo lo ahogaba, y cada minuto se arrastraba hasta que pudiera escapar. Su mirada se perdía en los documentos mientras contaba los segundos para abandonar aquel espacio y refugiarse en su taller, donde los lienzos, los colores y el silencio le devolvían la respiración. En ese lugar–el suyo–podía ser él mismo, hablar sin máscaras, mover las manos sobre el papel y sentir que el mundo se acomodaba a su ritmo. Y más que nada, esperaba sumergirse en las conversaciones nocturnas con aquel chico del foro anónimo, cuyo nombre real no conocía, pero cuya presencia virtual se había vuelto un hilo constante en su rutina desde hacía meses, un pequeño alivio en medio de la asfixia diaria.
El reloj marcó las seis y el aire dentro de la oficina pareció volverse más denso, cargado de pasos apresurados y susurros que se mezclaban con el arrastre metálico de sillas y el eco de teclados que ya habían callado. Hyunjin se quedó un instante más, apoyado en el respaldo de su silla, observando cómo sus compañeros se precipitaban hacia la salida, como si cada gesto fuera una carrera contra el tiempo. La presión acumulada durante todo el día se le pegaba a la piel, un peso que le recordaba lo sofocante que resultaba aquel lugar. Y mientras contaba los segundos que le separaban de la libertad, su mente ya se proyectaba hacia el taller: el olor a pintura, el contacto del pincel sobre el lienzo, el silencio que lo abrazaba y la rutina nocturna que se había convertido en su único respiro real.
Cuando finalmente se levantó, su chaqueta colgaba pesada sobre los hombros, y el clic metálico del cierre del cajón resonó como un tambor en su cabeza. Caminó hacia el ascensor, cada paso que lo acercaba a las puertas automáticas era un pequeño alivio, un recordatorio de que fuera de aquel espacio rígido existía un mundo donde podía ser él mismo, sin máscaras, sin exigencias, donde sus pensamientos podían fluir y su ansiedad encontrar un lugar donde disiparse. Su respiración lenta intentaba bloquear el murmullo del mundo a su alrededor. Y entonces lo vio.
Lee Félix estaba allí, con esa urgencia constante que parecía marcar cada uno de sus movimientos. La bolsa de papel se tambaleaba entre sus manos, los hombros curvados como si cargara algo más pesado que cualquier documento, y la mirada esquiva evitaba el contacto visual, aunque en su torpeza habitual no lograba ocultar del todo la presencia ajena. El rubio tropezó con la alfombra del vestíbulo, casi rozando los pies de Hyunjin, y murmuró un «buenas tardes» apenas audible, que se perdió entre el zumbido del ascensor que llegaba desde el otro extremo del pasillo.
Hyunjin sintió una punzada de irritación, un calor incómodo que le subió por la espalda hasta la nuca. Era imposible soportar a ese chico: siempre apresurado, siempre torpe, siempre haciendo que cada interacción se sintiera un poco fuera de control. Cada gesto de Lee Félix parecía gritar desorden y fragilidad, como si todo en él fuera un constante tropiezo contra el mundo. Sin embargo… a pesar de todo, había algo que lo hacía hervir de frustración: junto a los demás pasantes, esos que caminaban con arrogancia fingida y sonrisas que pretendían llenar huecos vacíos, Félix parecía… perfecto. Como si su torpeza y su dulzura lo aislaran, lo convirtieran en un punto de luz entre tanta mediocridad humana.
Hyunjin apretó los labios, negando con la cabeza, intentando convencer a su orgullo de que esa sensación era absurda, irracional. Lo odiaba. Lo odiaba por su torpeza, por la manera en que parecía perturbar su orden interno, por esa mezcla de fragilidad y persistencia que hacía que Hyunjin se cuestionara su propia rigidez. Pero no podía negar lo que ardía dentro de él: había algo en Lee Félix que lo destacaba, algo que se rebelaba contra cada regla silenciosa que él mismo se imponía. Y eso le molestaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.
El ascensor llegó con un ding robótico que hizo vibrar el piso bajo sus pies. Félix entró primero, apretando el botón del último piso, y el espacio reducido lo obligó a Hyunjin a sentir cada gesto, cada leve movimiento del rubio. El aroma a café mezclado con el de su shampoo de vainilla se coló en el ascensor, y aunque trató de ignorarlo, no pudo evitar que el olfato le devolviera recuerdos de la perfección inadvertida que Lee Félix parecía irradiar. Su torpeza habitual–el ligero roce de la bolsa contra su pierna, el titubeo al mantener el equilibrio–se combinaba con una gracia inconsciente, como si el mundo exterior no pudiera contener su presencia.
Hyunjin fijó la vista en el panel de botones, contando con la mirada cada número, cada luz, intentando sostener su compostura. Su corazón latía con un ritmo que le parecía demasiado alto, demasiado rápido, y cada respiración que se reservaba le recordaba lo absurdo de la situación. No podía entender cómo alguien que le caía mal, alguien que lo irritaba con solo existir, podía tener esa cualidad casi etérea que hacía que los demás se vieran grises a su lado. Lo odiaba y, al mismo tiempo, le resultaba imposible ignorar la fascinación que provocaba.
Félix levantó la mirada, apenas un instante, y sus ojos café se cruzaron con los de Hyunjin. Fue suficiente para que un cosquilleo incómodo le recorriera la espalda, un aviso de que odiar no siempre bastaba para eliminar la sugestión. Hyunjin respiró hondo, contuvo un suspiro y miró nuevamente el panel de botones, concentrándose en lo mecánico, en lo tangible, en todo excepto en el chico frente a él. Pero la incomodidad persistió, palpable, visible, como si cada fibra de su cuerpo supiera que aquel encuentro, breve y rutinario, era mucho más que un simple cruce en el ascensor.
Cuando las puertas se cerraron, el ding final quedó resonando como un golpe seco, Hyunjin se quedó de pie, sintiendo que la jornada no había terminado realmente. No por los informes, ni por los plazos, ni por la presión familiar. Sino por ese momento, por Lee Félix, por la mezcla de irritación y fascinación que lo perseguiría hasta el taller, hasta el silencio de sus lienzos, hasta la rutina nocturna de conversaciones que, aunque anónimas, se habían vuelto un hilo vital en medio de su mundo asfixiante.
Hwang salió del edificio y la ciudad lo golpeó de inmediato con su ritmo incesante. Las bocinas de los autos, el zumbido lejano del metro, el murmullo de las conversaciones mezcladas en la acera: todo era un caos que, paradójicamente, empezaba a resultarle liberador. Cada sonido parecía borrar un poco la presión acumulada, los papeles y los informes que todavía pesaban en su espalda, y el estruendo del tráfico actuaba como un colchón que amortiguaba la irritación que Félix le había provocado unos minutos antes. Avanzaba con paso firme, pero no mecánico; su respiración se mezclaba con la brisa fresca que traía consigo aromas distintos en cada bocanada: café recién molido, pan horneado, tierra húmeda por la reciente lluvia. La ciudad, con toda su brutalidad y prisa, se convertía en un preámbulo al amparo que lo esperaba.
Cruzó la calle con cuidado, notando el reflejo de los semáforos en los charcos que la lluvia había dejado, y por un instante permitió que su mente vagara, imaginando los lienzos que lo esperaban, las mezclas de colores sobre la paleta, el tacto de la pintura sobre sus dedos. Cada paso sobre la acera era una indicación de que estaba dejando atrás la rigidez de la oficina, los horarios y la presión familiar. Sus hombros, que habían estado tensos todo el día, comenzaban a soltarse lentamente, y un leve cosquilleo de alivio le subía por la espalda.
Cuando llegó a la parada del transporte, se unió al flujo de pasajeros, pero se mantenía en silencio, aislado del bullicio que lo rodeaba. Observó rostros concentrados en sus teléfonos, manos que hojeaban libros con precisión casi reverente, ojos que parecían recorrer un mundo que él no compartía. Sintió cierta desconexión con ellos; eran figuras que vivían en burbujas tan predecibles como los informes de su oficina, mientras que él llevaba consigo la sensación de un mundo interno que nadie podía tocar. Cada parada lo acercaba más a la libertad, y aunque el viaje era rutinario, cada instante se sentía cargado de anticipación, como si el tiempo se alargara solo para él.
Al bajarse, la densidad de la ciudad comenzó a diluirse. Las calles de su barrio eran más silenciosas; el tráfico se había reducido a un murmullo constante, los pájaros se mezclaban con el soplo del viento y el roce de las hojas caídas en la vereda. Cada paso hacia su edificio disminuía el peso que sentía desde la mañana, y al abrir la puerta del hall, el sonido del timbre y el eco de sus pasos sobre el piso lo acompañaron mientras subía las escaleras. Cada peldaño era una liberación más, un desprenderse de la presión que lo había acompañado todo el día.
Al llegar a su piso y girar la llave en la cerradura, un olor familiar lo envolvió: pintura, madera, y un dejo de solvente que hablaba de horas pasadas frente a un lienzo. El taller lo esperaba en silencio, con las ventanas abiertas dejando entrar la brisa nocturna y el sonido distante de la ciudad amortiguado por las paredes. Se quitó la chaqueta, la colgó con cuidado, y se permitió respirar profundamente, inhalando la mezcla de colores y polvo de carbón que siempre le daba la sensación de regresar a sí mismo.
Se acercó al escritorio, encendió la lámpara y dejó que la luz cálida iluminara la paleta y los pinceles alineados con cuidado. Cada objeto de esa superficie le devolvía la tranquilidad que la oficina le había arrebatado. Se sentó frente a la computadora, y por un momento cerró los ojos, dejando que el silencio lo abrazara, hasta que el sonido familiar del navegador abriéndose le recordó que alguien estaba allí, en algún lugar del mundo, esperando como siempre. La pantalla brilló, y con ella, la oferta de una conversación que ya se había vuelto tan necesaria como el aire que respiraba: un hilo constante de calma, risas y compañía que sostenía a Hwang Hyunjin cuando todo lo demás parecía demasiado pesado.
El destello frío en medio de la penumbra del taller hizo que el peso del día empezara a diluirse. La luz del monitor lo arrancaba de golpe del eco gris de la oficina, de los pasillos saturados de murmullos, de la rigidez de los informes acumulados sobre su escritorio, y lo devolvía a un espacio que podía llamar suyo. Allí, entre las paredes salpicadas de pintura seca, con los lienzos apilados en un rincón y el olor persistente del aceite de lino mezclado con el polvo, el mundo recuperaba una forma habitable. Un lugar secreto, apartado, donde nadie esperaba nada de él. El cursor titilaba en el recuadro del chat, paciente, aguardando, con ese parpadeo hipnótico que parecía medir el tiempo de otra manera, no en minutos de oficina ni en deadlines familiares, sino en segundos íntimos, dedicados únicamente a él.
Hyunjin apoyó los codos sobre la mesa manchada de pigmentos, dejando que el borde áspero de la madera se marcara en sus brazos, y entrelazó los dedos frente a la boca. Se quedó quieto unos segundos, observando la ventana abierta como si necesitara asegurarse de que realmente estaba allí, intacta, esperándolo, como cada noche. No importaba lo que hubiese pasado durante el día–la tensión en los hombros, las miradas evaluadoras de los superiores, el ruido insoportable del ascensor compartido–, siempre encontraba esa seguridad: el user iluminando la lista de contactos. Una presencia mínima en apariencia, apenas un ícono acompañado de letras simples, y a la vez inmensa, lo suficientemente poderosa para transformar el silencio del taller en algo menos hostil, menos opresivo.
Sus dedos finalmente se movieron sobre el teclado.
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| Mensaje de texto;
| Hola…
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Tecleó un saludo breve, casi automático, un simple «hola» que cualquiera podría haber enviado sin pensar. Pero él sabía que en esa palabra se escondía mucho más: un alivio que jamás admitiría en voz alta, la necesidad de que alguien lo recibiera al final del día sin exigirle explicaciones ni resultados. Apenas presionó enter, el corazón le dio un salto absurdo, como si hubiese arrojado una botella al mar y esperara comprobar que había alguien dispuesto a recogerla.
La respuesta no tardó en llegar, como siempre.
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| Mensaje de texto; HoneyCup.
| ¿Día agotado?
| Te contaría el mío, pero uf…
| La he pasado fatal, Velvet.
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Las letras aparecieron con rapidez, ágiles, vivas, y en ellas se leía la familiaridad de quien también aguardaba ese momento. Hyunjin percibía la costumbre, el reflejo de alguien que había hecho de ese intercambio un hábito tan vital como respirar. Y en esa inmediatez había algo cálido, casi íntimo: el reconocimiento de que no estaba solo en la necesidad de refugiarse.
La tensión en sus hombros cedió un poco. Era como si cada frase que aparecía en la pantalla, cada comentario escrito con descuido aparente, pero precisión invisible, le recordara que todavía existía un espacio donde podía ser simplemente él. El taller, que un instante antes parecía demasiado grande, demasiado silencioso, se llenó de una vibración distinta. Ya no eran las paredes desnudas ni los lienzos apilados lo que lo contenían, sino ese hilo invisible que lo unía a alguien del otro lado de la pantalla.
La conversación comenzó con lo de siempre: banalidades pequeñas, casi triviales. Una broma sobre el clima que no terminaba de definirse, un comentario sobre lo insípido que estaba el café de la tarde, una anécdota mínima de algo visto en la calle. Y aunque eran temas superficiales, tenían una cadencia particular, un ritmo ligero y burlón que lograba arrancarle sonrisas auténticas, esas que se negaba a mostrar en la oficina por temor a parecer vulnerable. Se sorprendió riendo en voz baja, el sonido escapándose de sus labios como un secreto, perdido en la penumbra del taller, mientras la taza de café se enfriaba olvidada a un costado, ignorada en favor de las palabras que seguían deslizándose en la pantalla.
Con HoneyCup había algo extraño, casi hipnótico: la posibilidad de ser más humano. No era Hyunjin el pasante disciplinado que debía cumplir con todo. No era el hijo sometido a la presión silenciosa de unos padres que esperaban excelencia constante. Frente a ese user era otra cosa, algo más cercano a lo que realmente era: un chico que podía hablar sin máscaras, que podía soltar sus contradicciones sin miedo a ser juzgado. Allí no pesaban los silencios incómodos ni la tensión de los pasillos iluminados con fluorescentes. Solo quedaba él mismo, con sus pensamientos desordenados, con su humor seco, con la necesidad de sentirse visto, aunque fuera bajo un nombre que no era el suyo.
El mundo exterior podía derrumbarse sin previo aviso, y aun así esa conversación tenía el poder de sostenerlo. Cada palabra era una hebra que fortalecía una red invisible en su pecho, como si cada intercambio estuviera diseñado para evitar que se quebrara del todo. Hyunjin lo sentía en su respiración, que se volvía más pausada; en la rigidez de sus hombros, que cedía de a poco; en el calor de su pecho, que se expandía mientras el silencio del taller se transformaba en compañía.
Cuando sus dedos comenzaron a teclear una respuesta más larga de lo habitual, notó que la sinceridad se le escapaba con una facilidad desconcertante. En ese espacio no necesitaba calcular tanto las palabras, no necesitaba disfrazar sus pensamientos. Se permitió soltar algo más personal, una confesión mínima disfrazada de comentario casual. Era allí, frente a HoneyCup, donde se atrevía a decir cosas que jamás se permitiría fuera de esas paredes.
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| Mensaje de texto;
| A veces siento que, si no fuera por estas conversaciones, no tendría nada que esperar al final del día.
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Se quedó quieto al verlo en la pantalla. La frase brillaba como una confesión desnuda, demasiado clara, demasiado íntima. Dudó unos segundos antes de enviarla. El cursor parpadeaba junto a esas palabras como si le preguntara si realmente quería soltarlas. Y lo hizo. Presionó enter y tragó saliva, un calor extraño subiéndole desde el estómago hasta la garganta.
El silencio posterior le pesó más de lo habitual. Esperó, los ojos fijos en la pantalla, mientras los segundos se estiraban con crueldad. Afuera, un coche pasó por la calle y su motor retumbó contra las paredes del taller, como si subrayara la pausa. Hyunjin apretó las manos contra la mesa, tratando de controlar el impulso de arrepentirse.
Entonces apareció la respuesta. Una línea corta, inmediata, sin grandilocuencia:
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| Mensaje de texto; HoneyCup.
| Yo también.
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El aire pareció volver a entrarle en los pulmones. No era un discurso, no era un análisis, pero bastaba. Bastaba para que el peso de todo el día se derrumbara en un instante, para que la oficina quedara a kilómetros de distancia, irrelevante. Hwang Hyunjin dejó caer la frente sobre sus manos y rio en silencio, con un alivio que no podía nombrar.
Y supo entonces, con claridad, que ese era el verdadero final de su jornada. No la salida de la oficina, ni el trayecto interminable en transporte público, ni siquiera el momento de abrir la puerta de su taller. El cierre real estaba en el brillo de esa ventana, en el ritmo pausado de esa conversación, en la certeza de que alguien lo estaba leyendo. La irritación que Lee Félix había dejado flotando en su mente horas atrás se disipaba en ese instante, reemplazada por la calma adictiva que solo HoneyCup era capaz de ofrecerle. Y mientras seguía escribiendo, con el monitor iluminando sus facciones y la noche avanzando sin piedad, entendió que ese espacio anónimo era, por ahora, lo más parecido a un hogar.
Hwang Hyunjin despertó con un sobresalto en la mañana siguiente, el cuello entumecido y un dolor punzante que le recordaba que había dormido en una posición imposible. La primera sensación fue de confusión: el parpadeo azulino de la pantalla iluminando su taller oscuro, el teclado bajo su mejilla aún tibia, la marca de varias teclas impresa en la piel como un tatuaje efímero. El silencio era denso, apenas interrumpido por el zumbido leve de la computadora y el goteo persistente de una canilla mal cerrada en el baño.
Trató de reincorporarse, pasándose una mano por el cabello revuelto, y fue entonces cuando lo vio. Allí, en la esquina inferior de la pantalla, el recuadro del chat seguía abierto. El cursor ya no titilaba esperándolo. Había un mensaje nuevo, uno que no había alcanzado a leer antes de que el sueño lo venciera.
╭─────────────────────☕︎
| Mensaje de texto; HoneyCup.
| Que tengas lindos sueños, príncipe Velvet.
| Te quiero…
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El corazón se le detuvo un segundo, como si la frase hubiese explotado en silencio dentro de su pecho. Volvió a leerla, una y otra vez, incrédulo, los ojos quemándole por el cansancio y la emoción mezclados. «Príncipe Velvet.» Ese apodo, cargado de una intimidad absurda, lo golpeaba con una ternura inesperada. Y luego, las dos palabras finales… te quiero.
Hyunjin apoyó los codos en la mesa y hundió el rostro entre las manos, respirando hondo, intentando calmar la presión que se acumulaba en su garganta. Nunca había buscado nada de esto. Nunca había planeado que un extraño detrás de una pantalla se volviera tan esencial en su vida. Y, sin embargo, ahí estaba, desarmado en la madrugada, con esa confesión latiendo en su cabeza como un mantra imposible de callar.
Se quedó así largos minutos, observando el resplandor blanco del monitor como si fuera una hoguera hipnótica. El taller estaba helado, impregnado del olor a pintura seca y café olvidado, pero dentro de él había un calor extraño, casi sofocante. Un calor que no provenía de la manta doblada en la silla ni del foco amarillento en la esquina, sino de esas letras, de esa voz invisible que parecía conocerlo mejor que nadie.
El pitido agudo de la alarma en su teléfono cortó el silencio con violencia. Hyunjin dio un respingo. Había amanecido. El deber lo reclamaba otra vez. Odiaba ese sonido con toda su alma: no solo porque lo arrancaba del refugio secreto de la madrugada, sino porque lo empujaba de vuelta a la rutina que tanto detestaba.
Se levantó con torpeza, arrastrando los pies sobre el piso de madera. El taller parecía observarlo con su caos familiar: pinceles manchados, cuadernos apilados, tazas a medio lavar. Ese desorden era suyo, lo abrazaba, lo entendía. Era lo único que le pertenecía de verdad, junto con esa ventana de chat que aún brillaba en la pantalla.
En el baño, el espejo le devolvió una imagen implacable. El cabello enmarañado, la piel pálida con las marcas de las teclas todavía visibles, las ojeras que parecían dibujadas con carbón. Cerró los ojos y se echó agua fría en la cara, dejando que escurriera por su cuello y se mezclara con el sabor metálico de la madrugada. Quiso imaginar que, con cada gota, podía borrar la vulnerabilidad que lo invadía desde que leyó ese mensaje. Pero no se fue. Seguía allí, instalado en algún rincón de su pecho.
Se vistió con la precisión automática de todos los días. La camisa blanca, planchada hasta la rigidez, el pantalón oscuro, la corbata que ajustó frente al espejo con una tensión casi dolorosa. Cada prenda era un disfraz, una coraza que le servía para atravesar los pasillos fríos de la oficina. La imagen perfecta del pasante que nunca se equivoca, del hijo obediente que cumple, del joven disciplinado que jamás muestra grietas. Nadie podía sospechar que, debajo de ese nudo impecable, había un chico desvelado que todavía temblaba por dos palabras recibidas en la madrugada.
Preparó un café rápido, sin siquiera prestarle atención al sabor, y lo bebió de pie, con la mirada fija en el monitor que aún mostraba la conversación abierta. No se había atrevido a responder. Una parte de él quería escribir algo, cualquier cosa, aunque fuera un simple «gracias». Pero otra parte temía romper la magia, como si cualquier palabra mal elegida pudiera destruir ese momento perfecto.
El trayecto hacia la oficina se le hizo eterno. El tren estaba abarrotado, los cuerpos se apretaban unos contra otros, y el aire tenía ese olor agrio a metal, sudor y papel de diario húmedo. Hyunjin viajaba de pie, con un brazo sosteniéndose de la barra y la otra mano dentro del bolsillo, cerrada sobre el teléfono como si aferrarse a ese objeto fuera lo único que lo mantenía cuerdo. Volvió a leer el mensaje en la pantalla, disimulando la sonrisa que intentaba escaparse. Una sonrisa pequeña, culpable, que se borró enseguida al notar los ojos cansados de los demás pasajeros.
Cada estación lo alejaba un poco más de su refugio, y el peso del día caía sobre sus hombros con lentitud cruel. Los edificios grises, los pasillos impersonales, el sonido de los relojes de fichar lo recibieron como siempre: indiferentes, castigante. Se adentró en la oficina con el mismo paso medido de todos los días, saludó con un gesto breve y ocupó su escritorio bajo la luz blanca de las lámparas fluorescentes.
Pero por dentro, la escena era distinta. Cada tanto, su mirada se desviaba hacia el teléfono escondido en el bolsillo, y el eco de aquel «te quiero» volvía con fuerza. No podía evitarlo. Había pasado años odiando cada segundo en ese lugar, sintiéndose atrapado y ajeno, y de pronto, esa voz anónima desde el otro lado de la pantalla había hecho que todo fuera un poco más soportable.
Aun así, había algo que le dolía más que la monotonía de la oficina: el tener que separarse de esa seguridad, de esa intimidad que solo existía en la madrugada, frente al resplandor de su taller. Porque ahí, con HoneyCup, era él. Y aquí, entre papeles y plazos, apenas era una sombra.
Y mientras la mañana avanzaba con su letanía de tareas mecánicas, Hyunjin lo supo con una claridad aplastante: lo único que deseaba era volver a casa, encender la computadora, y comprobar si del otro lado lo estaban esperando todavía.
El sonido de los teclados marcaba el pulso de la oficina como un enjambre constante. El clic metálico de las impresoras, los pasos apresurados en los pasillos y las voces monótonas que intercambiaban datos irrelevantes componían esa sinfonía gris que Hyunjin conocía de memoria. Se sentó frente a su escritorio, abrió la carpeta de turno y dejó que sus manos se movieran con el automatismo de siempre, aunque su cabeza estaba en otro lugar.
Dos palabras que no deberían tener tanto poder, pero que lo mantenían alerta, con el pecho apretado y las sienes palpitando. Cada vez que intentaba concentrarse en un documento, la frase regresaba, repitiéndose como un eco que no sabía cómo acallar. Se obligaba a leer en voz baja, a subrayar líneas, a escribir notas en los márgenes, pero nada lograba arrancar esa confesión de su mente.
El contraste era brutal. Allí, rodeado de colegas que apenas le dirigían un saludo protocolar, atrapado en un ambiente que devoraba horas y juventud, lo único real que sentía era esa certeza intangible, el recuerdo de una conversación escrita en la penumbra de su taller. Una parte de él quería sonreír, dejar que la emoción lo ablandara, pero otra lo rechazaba con violencia. Era peligroso. Inaceptable. Y, sobre todo, insoportable.
Fue entonces cuando lo vio: Lee Félix, llegando tarde, como casi siempre. El rubio entró al área con la camisa mal abotonada en el borde inferior, el cabello todavía húmedo, y una carpeta sostenida contra el pecho con ambas manos, como si fuera demasiado frágil para cargarla. Lo acompañaba ese andar torpe, apresurado, con el que parecía pedir disculpas por existir, y, sin embargo, apenas cruzó la sala, varios pares de ojos lo siguieron. Hyunjin lo notó, y lo odió en silencio.
Félix murmuró un «buenos días» casi inaudible, y en el intento de dejar la carpeta sobre su escritorio tropezó con la pata de una silla, haciendo que los papeles se deslizaran un poco antes de que lograra atraparlos. Hubo un par de risas ahogadas, nada cruel, apenas un reflejo de quienes observaban la escena, y, sin embargo, Hyunjin sintió que la irritación le subía por la garganta como bilis.
Lo odiaba. Odiaba esa torpeza que, de algún modo, nunca lo dejaba mal parado. Odiaba esa mezcla de fragilidad y encanto que lo convertía, sin esfuerzo, en alguien distinto al resto. Odiaba la forma en que, incluso en medio de un tropiezo, Félix brillaba. Y lo odiaba aún más porque, en comparación, él mismo se sentía una sombra pulida, perfecta, pero vacía.
Hyunjin bajó la mirada hacia el papel en su escritorio, presionando con demasiada fuerza el bolígrafo contra la hoja, hasta dejar una marca profunda. Su mandíbula estaba tensa, el ceño fruncido. Y lo peor era que no podía engañarse: la irritación que sentía hacia Félix no era solo por su torpeza o por esa pureza inexplicable que parecía rodearlo. Era porque, en ese momento, le recordaba demasiado a HoneyCup. A esa luz inexplicable que alguien podía emitir incluso a través de una pantalla.
Y Hyunjin no soportaba sentirse atraído por nada de eso. No soportaba reconocerse vulnerable.
Apretó los labios, respiró hondo y trató de volver al documento frente a él, pero el zumbido del ambiente parecía más fuerte que nunca. El teclado, las impresoras, las voces, todo le taladraba los oídos. Y en el centro de ese caos, estaba Lee Félix, sonriendo apenas a alguien que le había hecho un comentario casual, irradiando esa maldita aura que Hyunjin no quería reconocer.
Mientras tanto, su teléfono vibró en el bolsillo, una nota de que, en algún lugar, lejos de esa oficina, había alguien que lo esperaba, alguien que lo había llamado «príncipe Velvet» y le había dicho que lo quería. La contradicción lo desarmaba. El trabajo exigía rigidez, precisión, frialdad. Pero por dentro, Hwang Hyunjin era un campo de batalla.
Y cuando alzó la vista una vez más y encontró a Félix acomodándose los lentes con torpeza, no pudo evitar pensarlo: ojalá el rubio dejara de existir en su órbita. Porque cada gesto, cada movimiento suyo, era una amenaza directa contra el muro de hielo que Hyunjin llevaba años construyendo.
El aire de la oficina estaba espeso, cargado de murmullos y de ese cansancio que se acumulaba a mitad de la semana. Hyunjin revisaba por enésima vez un informe, incapaz de concentrarse, cuando un movimiento torpe a su izquierda interrumpió el silencio relativo. La pila de carpetas que Félix traía en brazos se inclinó peligrosamente, y en un intento por corregir el equilibrio, dejó caer un par de documentos sobre el escritorio de Hyunjin.
El papel rozó su muñeca, y fue suficiente.
— ¿Podrías mirar por dónde vas? —Soltó Hyunjin, su voz baja, dura, como una estocada disfrazada de cortesía.
Félix se inclinó rápido para recoger las hojas, su rubia cabellera cubriéndole el rostro. Murmuró un «lo siento» apenas audible, pero la falta de firmeza en la palabra encendió aún más la irritación de Hyunjin. No quería disculpas vagas, no quería esa torpeza que parecía seguirlo a todas partes.
—Siempre es lo mismo —continuó, con un suspiro pesado, dejando la carpeta sobre la mesa con un golpe seco—. Estás tan apurado que terminas molestando a todos los demás.
El rubio levantó la cabeza, sorprendido. Sus ojos claros, amplios, titubearon un instante, pero no se bajaron. Se mordió el labio, nervioso, y respiró hondo antes de responder.
—No lo hice a propósito. Estoy… intentando terminar mi parte como todos. —Su voz era suave, pero tenía un filo inesperado, uno que Hyunjin no había escuchado antes.
La respuesta lo irritó aún más, como si el chico hubiera osado desafiarlo.
—Intentando—repitió Hyunjin, inclinándose un poco hacia él—. Ese es el problema. No basta con intentar, Lee. Aquí hay que hacer las cosas bien.
El silencio en los escritorios cercanos se volvió evidente, como si las palabras hubieran calado más hondo de lo que debían. Félix tragó saliva, bajó un segundo la mirada y luego la levantó con decisión, aunque sus manos aún temblaban ligeramente alrededor de la carpeta.
— ¿Y tú nunca te equivocas, Hwang? —Preguntó, sin alzar la voz, pero con un tono firme que descolocó a Hyunjin. No fue un ataque frontal, sino un golpe certero en su orgullo, tan inesperado que lo dejó sin respuesta inmediata.
Hyunjin apretó la mandíbula. Sintió la sangre subirle a la cara, un calor incómodo recorriéndole la nuca. Nadie hablaba así en la oficina, mucho menos alguien como Félix, al que siempre había visto como un reflejo de fragilidad. Y, sin embargo, ahí estaba, sosteniéndole la mirada, con ese brillo rebelde que lo desconcertaba más que cualquier disculpa.
El mundo parecía haberse reducido a ese intercambio. Los teclados habían cesado, los murmullos se habían apagado. Todo giraba en torno a la tensión invisible entre ambos. Hyunjin quiso responder, devolverle el golpe, pero algo en su interior lo frenó. Tal vez era el recuerdo del mensaje de madrugada, todavía latiendo bajo la piel. Tal vez era el maldito parecido entre la luz que veía en el anónimo de la pantalla y la que ahora se encendía frente a él, en carne y hueso.
Finalmente, Hyunjin apartó la mirada, retomó el bolígrafo y escribió con demasiada fuerza sobre el papel, como si eso pudiera acallar lo que acababa de pasar. Félix, por su parte, se enderezó con la carpeta contra el pecho, respiró hondo y se alejó hacia su escritorio. No había ganado ni perdido. Solo había demostrado que no pensaba quedarse callado.
Pero para Hyunjin, esa pequeña chispa era peor que una derrota. Era una grieta. Una fisura en la muralla que tanto le costaba sostener.
El resto de la jornada fue un tormento silencioso para. Intentaba concentrarse en los informes, en los plazos, en las voces de sus superiores que retumbaban con órdenes automáticas, pero todo se reducía una y otra vez a ese instante: los ojos cafés de Lee Félix desafiándolo, la réplica firme, el descaro de no bajar la cabeza. Era ridículo. Una simple discusión, un intercambio mínimo, y sin embargo lo había descolocado como nada en mucho tiempo.
Apretaba el bolígrafo con tanta fuerza que dejó una marca en la piel de sus dedos. El eco de esas palabras «¿y tú nunca te equivocas, Hwang?» seguía repitiéndose en su mente, como una astilla imposible de arrancar. Hyunjin estaba acostumbrado a mandar con su sola presencia, a que bastara su tono frío para aplastar cualquier intento de resistencia. Pero ese chico… ese pasante torpe, siempre apurado, con los hombros cargados y los pies enredándose en las alfombras, había tenido la osadía de enfrentarlo.
No sabía qué lo enfurecía más: la insolencia, la vulnerabilidad enmascarada de fuerza, o el hecho de que, en el fondo, había algo en esa respuesta que lo había hecho tambalear.
Las horas se arrastraron hasta el final del día, y el viaje de regreso fue una sucesión de imágenes borrosas: el murmullo del transporte público, los carteles luminosos apagándose en la tarde, los pasos apurados de desconocidos que lo rozaban sin mirarlo. Todo lo atravesaba como un fantasma, como si no perteneciera a ese mundo exterior. Solo cuando empujó la puerta de su taller y el olor a pintura seca lo envolvió, respiró un poco más hondo.
Encendió la computadora con un movimiento automático, incluso antes de quitarse la chaqueta. El monitor iluminó la penumbra, devolviéndole esa sensación de refugio. Allí estaba otra vez: el foro, el recuadro vacío, el user de HoneyCup brillando entre los contactos. Solo verlo bastaba para que la tensión se transformara en un nudo menos opresivo.
Sin pensarlo demasiado, tecleó con brusquedad:
╭─────────────────────⸙
| Mensaje de texto;
| Hoy fue un día de mierda, Honey…
| Uno de esos en los que la gente parece existir solo para molestar.
╰─────────────────────⸙
Apoyó la frente en la palma de la mano, exhalando con fuerza. El mensaje enviado era más brusco de lo habitual, pero no le importaba. Si había un lugar donde podía dejar salir esa aspereza, era allí.
La respuesta apareció casi de inmediato, como siempre:
╭─────────────────────☕︎
| Mensaje de texto; HoneyCup.
| ¿Otra vez alguno de tus compañeros te sacó de quicio?
| jajaja.
╰─────────────────────☕︎
Hyunjin tecleó rápido, dejando que la rabia fluyera sin filtros:
╭─────────────────────⸙
| Mensaje de texto;
| No es que me saquen de quicio, Honey, es que…
| Algunos son tan torpes que parecen un estorbo.
| Lo peor es que no se callan cuando debería.
| Hoy uno se atrevió a responderme, ¿puedes creerlo?
| Como si tuviera derecho…
╰─────────────────────⸙
Hubo unos segundos de silencio, el cursor parpadeando. Luego apareció la contestación, más medida que de costumbre:
╭─────────────────────☕︎
| Mensaje de texto; HoneyCup.
| ¿Y si ese alguien solo estaba harto de que siempre lo miraran por encima del hombro?
| Tal vez no fue un desafío, sino un intento de defenderse.
╰─────────────────────☕︎
Hyunjin se quedó quieto, con los dedos suspendidos sobre el teclado. Sintió un golpe extraño en el pecho. ¿Por qué esa respuesta sonaba tan cercana, tan parecida al eco que seguía retumbando en su memoria?
Negó con la cabeza, bufando. Tecleó con lentitud, intentando mantener la compostura:
╭─────────────────────⸙
| Mensaje de texto;
| Quizá. Pero aun así…
| Odio cuando la gente interrumpe mi orden.
| Me molesta demasiado.
╰─────────────────────⸙
La contestación llegó con suavidad, casi como un golpe bajo disfrazado de ternura:
╭─────────────────────☕︎
| Mensaje de texto; HoneyCup.
| A veces el desorden es lo que nos recuerda que estamos vivos, Velvet.
| No todo tiene que ser perfecto para ser real.
╰─────────────────────☕︎
Hyunjin cerró los ojos, recostándose contra el respaldo de la silla, como si todo su cuerpo necesitara ese instante de rendición. El cansancio no solo estaba en sus músculos, sino en cada rincón de su mente, donde las imágenes del día se superponían con un eco insistente: la confrontación en la oficina, el roce de voces tensas, la incomodidad de un ascensor demasiado pequeño compartido con Lee Félix. Todavía sentía en la piel la chispa áspera de la irritación, ese fastidio que Félix siempre conseguía despertar en él con su torpeza, con sus prisas ridículas, con esa forma de parecer intocable, aunque tropezara con cada detalle.
Pero ahora, en la penumbra íntima del taller, lo que pesaba no era el recuerdo del chico que detestaba en los pasillos, sino la última frase escrita en la pantalla, aún encendida frente a él, lanzando un resplandor azulado sobre sus facciones. Aquellas palabras permanecían flotando en el aire como un murmullo secreto, instaladas en un lugar al que Hyunjin no se atrevía a ponerle nombre. Eran un peso y, al mismo tiempo, un alivio. Lo envolvían con una contradicción peligrosa, como si hubiera algo en ese simple mensaje que pudiera quebrar la muralla que llevaba años construyendo para mantenerse a salvo.
Se pasó una mano por el rostro, arrastrando el cansancio y el calor residual de la discusión. Su pecho subía y bajaba con lentitud, pesado, mientras las imágenes se mezclaban de forma imposible: la mirada irritante de Félix en la oficina y el eco suave de HoneyCup escribiendo «te quiero» en letras que todavía titilaban en la ventana de chat. No lo sabía, no podía ni siquiera sospecharlo. Su mente se negaba a armar la conexión evidente, resistiéndose a esa verdad que, de revelarse, lo dejaría expuesto.
Y, sin embargo, ahí estaba: discutiendo dos veces el mismo enfrentamiento. Primero en la oficina, cara a cara con Félix, tragando la incomodidad de un orgullo herido. Y ahora, en la penumbra de su refugio, repitiendo esa batalla en silencio con HoneyCup, con el mismo chico que odiaba y anhelaba al mismo tiempo, aunque aún no lo entendiera. Era como si su vida se hubiese convertido en un espejo enfrentado, dos reflejos interminables de un mismo choque, pero en distintos planos: uno tangible, de pasos torpes y voces quebradas; otro intangible, hecho de teclas, palabras luminosas y confesiones que se clavaban más hondo de lo que debería permitirse.
Hwang Hyunjin dejó escapar un suspiro largo, cargado de una tensión que no sabía si pertenecía al odio o a ese deseo inexplicable de quedarse siempre un poco más frente a esa pantalla. El silencio del taller lo envolvía, pesado pero íntimo, y el resplandor del monitor parecía observarlo, insistente, como si supiera que lo que estaba ocurriendo en su interior no tenía nombre, pero sí destino.
No lo quería reconocer, pero sabía que algo estaba cambiando. Había algo que se colaba en sus rutinas, en sus pensamientos, en cada gesto cotidiano. Y aunque el mundo exterior siguiera insistiendo en su ruido y su exigencia, allí, entre palabras digitales y el resplandor azul, todo adquiría un significado nuevo y perturbadoramente personal. Y mientras sus párpados cedían al cansancio, Hyunjin comprendió, con un estremecimiento, que aquel doble enfrentamiento era apenas el comienzo de algo que no podría contener por mucho tiempo más.
Chapter 4: |II: CAFÉ CON LECHE|
Chapter Text
|Félix|
La lluvia caía en finos hilos sobre la ciudad, pegando en los vidrios de los edificios y haciendo que las luces de neón se reflejaran en charcos que se formaban sobre el asfalto. El aire olía a humedad, a tierra mojada, y al aroma lejano del café recién hecho de alguna cafetería de esquina. Lee Félix apresuraba la caminata, la chaqueta pegada a su cuerpo por la lluvia ligera, los zapatos haciendo un pequeño chapoteo en cada charco que encontraba. Su mochila golpeaba suavemente su costado mientras se abría paso entre la multitud, la mayoría de los transeúntes resguardándose bajo paraguas, moviéndose con la misma urgencia sigilosa que él.
Cada segundo contaba. La hora de visita del hospital estaba a punto de cerrar, y él no podía permitirse llegar tarde. Su cuerpo entero vibraba con una mezcla de cansancio acumulado y ansiedad: la tensión de todo el día, la discusión con Hwang Hyunjin, la rutina extenuante del trabajo que lo había mantenido despierto hasta tarde la noche anterior. La ciudad parecía un mar que avanzaba a su alrededor, pero él tenía un rumbo claro, un objetivo que hacía que cada paso fuera impulsado por algo más que la mera necesidad de llegar: debía llegar a tiempo para ver a Jeongin, asegurarse de que estuviera bien, cumplir con ese pequeño ritual que compartían desde que el niño podía sostener un libro entre sus manos.
Las gotas caían sobre su cabello y resbalaban por su rostro, y Félix apenas las sentía. Su mente estaba centrada en la habitación de su hermano, en la taza de café de estrellitas que lo esperaba, en el pequeño fragmento del libro que le pediría leer. Todo lo demás era ruido: el tráfico, las luces, los rostros desconocidos que cruzaban su camino. Cada paso era un cálculo silencioso de tiempo y espacio, una coreografía improvisada para que nada ni nadie interfiriera en ese instante sagrado que esperaba.
Al doblar la esquina, vio finalmente el edificio del hospital. Las ventanas iluminadas proyectaban reflejos sobre el pavimento mojado, y Félix aceleró, consciente de que cada segundo perdido podía significar un momento menos junto a Jeongin. Subió las escaleras mecánicas con movimientos rápidos, pasando por la recepción donde algunas enfermeras miraban distraídas, ocupadas en sus propios pasos. El olor a desinfectante se mezclaba con el aroma de la lluvia que se filtraba por la entrada, y, aun así, su mente estaba completamente enfocada en el calor que lo esperaba dentro de la habitación de su hermano menor.
Cuando finalmente abrió la puerta de la habitación, la escena lo golpeó con una mezcla de alivio y ternura: Jeongin estaba allí, acurrucado bajo la manta, con la taza de café humeante frente a él, sus ojos brillando al verlo entrar. El olor dulce y cálido de la cafeína lo envolvió, y por un instante, todo el agotamiento acumulado desapareció, reemplazado por la familiaridad de ese gesto que siempre lo reconectaba con su razón de ser. La taza de estrellitas parecía pequeña y frágil, pero para Félix era un símbolo de amor puro y constante, una observación de por qué soportaba las largas jornadas y la presión que a veces parecía insoportable.
—Hola, Lix. —Dijo Jeongin, su voz ligera, cargada de cariño.
Félix sonrió, dejando que la taza descansara entre sus manos antes de sentarse junto a la cama. Sus hombros, aún tensos por la jornada, comenzaron a relajarse lentamente mientras observaba a su hermano. El hospital podía ser un lugar frío y rígido, lleno de rutinas médicas y horarios estrictos, pero en ese instante se convirtió en un abrigo cálido, un espacio donde la fatiga podía transformarse en cuidado, en cercanía, en amor.
— ¿Me lees el capítulo que dejamos ayer? —Preguntó Jeongin, acomodando la manta sobre sus hombros con cuidado. Sus ojos brillaban detrás de las pestañas oscuras y una sonrisa traviesa curvaba sus labios, iluminando de golpe la habitación blanca y silenciosa del hospital.
Félix dejó la bolsa de la cafetería a un lado, sintiendo cómo el peso de la jornada se deshacía lentamente. La luz artificial de la sala, el olor a desinfectante y el murmullo constante de los monitores se mezclaban con el aroma cálido del café que Jeongin había traído para él. Sujetó la taza entre las manos, sintiendo cómo el calor se filtraba por sus dedos, y sonrió al ver el diseño de estrellitas que el niño había elegido cuidadosamente. Era un pequeño gesto que siempre lo hacía sentir que podía dejar de lado la fatiga del día y simplemente estar allí, con él.
—Claro, Jeongin. Hoy empezamos por la página cincuenta. —Anunció el mayor, acomodándose al borde de la cama. Se inclinó un poco hacia adelante para que el niño pudiera señalar la línea exacta donde habían quedado, y su mirada recorrió los gestos juguetones de su hermano, esa mezcla de energía y fragilidad que lo hacía tan humano y, a la vez, tan vulnerable.
—Oye… —Interrumpió Jeongin, ladeando la cabeza y frunciendo el ceño con un gesto dramático—. Hoy la enfermera me dijo que tengo que hacer más ejercicios de respiración porque mis pulmones están rebeldes. No quiero que se me arruine la rutina del capítulo, ¿eh?
Félix soltó una risa suave, sacudiendo la cabeza mientras le acomodaba un mechón de cabello que caía sobre la frente del niño.
—Tranquilo, Ginnie. Hoy me toca hacerte de entrenador también. Pero si me interrumpes con tus bromas, voy a tener que marcar penalización.
— ¡Penalización por exceso de dramatismo! —Replicó Jeongin, con los ojos iluminados por la diversión y una pequeña chispa de travesura. Luego añadió, bajando un poco la voz como si compartiera un secreto—. Además, si me canso demasiado, voy a hacer que me traigas tú el café de la máquina mañana, ¿está bien?
Félix rio de nuevo, y el sonido pareció llenar la habitación, reemplazando por un instante por el zumbido constante de los monitores y el frío impersonal de las paredes.
—Bueno… Príncipe, veo que hoy decidiste recordarme mi estatus real—dijo, tomando aire antes de comenzar a leer—. Prepárate, que vamos a sumergirnos en aventuras intergalácticas.
Jeongin se acomodó, señalando con entusiasmo la línea exacta del libro. Cada vez que Félix leía, el niño se acurrucaba un poco más, apoyando la cabeza contra la almohada y dejando que la voz cálida y profunda de su hermano llenara el espacio. Por un instante, el mundo del hospital desaparecía. Solo existían ellos dos, la historia, y la complicidad de hermanos.
—Hyung… —Murmuró el niño entre risas—. Si mis pulmones se cansan hoy, te voy a culpar a ti por hacer la historia demasiado emocionante.
—Eso suena a amenaza—replicó Félix, soltando una carcajada mientras acomodaba la espalda contra la pared—. Pero voy a asumir el riesgo. Y si te cansas, prometo que habrá más capítulos, con menos acción física y más café caliente para recuperarte.
Jeongin frunció el ceño por un segundo, fingiendo indignación, pero luego sonrió y asintió, dejándose envolver por la historia.
—Oye… —Llamó una vez más, inclinándose hacia adelante con complicidad—. Prométeme que no vas a dejar de venir todas las noches a leerme, aunque sea solo un poquito. Ya sabes que los médicos dicen que necesito mis horas de sueño, pero tú eres la mejor parte de la rutina, Lix.
Lee Félix sintió un nudo cálido en el pecho. Su hermano dependía de él, no solo por la enfermedad–una fibrosis quística que exigía tratamientos diarios, fisioterapia respiratoria constante y controles médicos frecuentes–, sino también por la seguridad y la estabilidad emocional que Félix se empeñaba en darle. Era un peso enorme, pero también una fuente de amor puro y sin condiciones.
—Nunca te voy a dejar, Jeongin—susurró, pasando un brazo por encima de los hombros del niño y apretándolo con cuidado—. Cada capítulo, cada noche, aquí estaré. Incluso cuando el café se enfríe y los libros se acaben, yo prepararé una taza nueva y escribiré para ti…
El menor cerró los ojos un instante, suspirando con satisfacción mientras Félix continuaba leyendo. La mezcla de su fragilidad, su enfermedad crónica y su ingenio hacía que Félix no pudiera evitar sonreír y perderse entre las páginas, disfrutando de la confabulación juguetona que solo tenían ellos. Cada pequeña broma, cada gesto travieso de Jeongin, se convirtió en un hilo de luz en medio de un día agotador, recordándole por qué trabajaba tanto y por qué su esfuerzo tenía sentido: no había nada más importante que la sonrisa de su hermano menor y las costumbres que compartían, aunque fueran tan simples como leer un libro y tomar café juntos.
Cuando la enfermera anunció que la hora de visita había finalizado, Félix se despidió de Jeongin con un beso en la frente y un último apretón de manos antes de dejar la habitación. El ronroneo de los monitores y el olor a desinfectante persistían, recordándole que el mundo real seguía ahí fuera, rígido y exigente. Sus pasos resonaban por los pasillos del hospital, acompasados y rápidos, mientras sentía cómo cada músculo reclamaba descanso después de horas de esfuerzo concentrado, de decisiones tomadas al filo del agotamiento.
Al salir, la ciudad estaba empapada, envuelta en un gris uniforme que parecía absorber cada sonido, cada movimiento. El aire olía a lluvia reciente y a asfalto mojado, una mezcla que se le pegaba a la piel y al abrigo mientras caminaba apresurado por las aceras resbaladizas. Las luces de los faroles se reflejaban en los charcos, difuminadas por la bruma y el movimiento de los autos, creando un caleidoscopio de colores apagados que acompañaba el ritmo constante de sus pasos. Cada charco se convertía en un pequeño espejo que le devolvía su propia imagen cansada, con los hombros encorvados y la mochila colgando pesadamente. Su respiración salía en pequeños nubarrones, y cada exhalación parecía arrastrar consigo un fragmento de la jornada agotadora que acababa de terminar.
El hospital había quedado atrás, pero el recuerdo de la tensión, de la discusión con Hwang Hyunjin, seguía incrustado en su mente, como un hilo de inquietud que se negaba a soltarse. Sus propios pensamientos se mezclaban con los anuncios lejanos de ambulancias, el murmullo de transeúntes apresurados y el sonido metálico de las tapas de alcantarilla golpeadas por la lluvia. Cada paso era un aviso de que la ciudad no dormía, y que, aunque él se moviera con rapidez, la rutina externa seguía implacable, indiferente a la fatiga que cargaba en los hombros.
Finalmente llegó a la puerta de su edificio, un complejo discreto y funcional, con luces cálidas que contrastaban con el frío húmedo de la calle. El ascensor lo llevó rápidamente hasta su piso, y al abrir la puerta de su departamento, un suspiro profundo escapó de sus labios, casi inconsciente. El espacio era sencillo pero ordenado, pensado con una eficiencia que reflejaba su vida: nada sobraba, nada estaba fuera de lugar, cada objeto tenía un propósito, cada detalle respondía a su necesidad de control y previsibilidad.
Las paredes claras devolvían la luz de las lámparas con suavidad, y las estanterías, ordenadas y minimalistas, mostraban su colección de tazas cuidadosamente alineadas. Cada una era un recuerdo, un gesto de cariño hacia pequeños momentos que lo habían hecho sonreír, y hoy, como siempre, eligió la de estrellitas: un guiño mudo a la rutina compartida con Jeongin y a la ternura que encontraba en esas pequeñas costumbres. Preparó su café con leche, dejando que el vapor caliente y el aroma intenso llenaran el aire, mezclándose con el olor a libros y a muebles recién limpiados, creando un amparo casi tangible en medio del caos de la ciudad.
Se sentó frente a la computadora, quitándose los zapatos y dejando que los pies descansaran sobre la alfombra, sintiendo cómo el calor del café le atravesaba los hombros y aliviaba la tensión de su cuerpo. La pantalla brilló con familiaridad, y el cursor titilaba, paciente, mientras la página anónima lo recibía como un pequeño oasis. El user de BlackVelvet aparecía iluminado, y Félix sintió que la jornada quedaba olvidada por un momento, que cada preocupación externa podía esperar mientras ese hilo invisible lo conectaba con alguien que, aunque desconocido, lo comprendía de manera instintiva.
Entonces apareció el mensaje abrupto, cortante, casi como un golpe:
╭─────────────────────⸙
| Mensaje de texto; BlackVelvet
| Hoy fue un día de mierda, Honey…
| Uno de esos en los que la gente parece existir solo para molestar.
╰─────────────────────⸙
Los mensajes llegaron rápidos, casi como si el extraño supiera exactamente cuándo necesitaba un alivio. Félix sonrió, apoyando la cabeza en una mano mientras leía las palabras que combinaban humor, complicidad y una suavidad inesperada. La conversación se volvió un refugio seguro, un espacio donde podía bajar la guardia, aunque solo fuera frente a la pantalla. Cada frase, cada comentario ligero, arrancaba una sonrisa auténtica que nunca habría permitido en el hospital ni en la oficina.
El departamento, silencioso salvo por el crispido tenue de la computadora y el aroma del café, se convirtió en un pequeño mundo propio. Los detalles cotidianos–la taza de estrellitas, la lámpara de escritorio, los libros apilados con cuidado–creaban una sensación de calma que disentía con la presión externa. Félix dejó que sus hombros se relajaran por completo, que el peso del día se deslizara por su espalda, mientras respondía a cada mensaje con atención y cuidado. Aquí no había expectativas laborales, ni horarios estrictos, ni la constante responsabilidad de cuidar de Jeongin: solo existían él, la luz de la pantalla y la presencia intangible de BlackVelvet.
Félix apoyó los codos sobre la mesa, la taza de café todavía caliente entre las manos, mientras observaba el recuadro parpadeante en la pantalla. Había enviado su mensaje la noche anterior, esa confesión que había pesado semanas en su pecho, y lo único que había llegado a cambio era la omisión del extraño. Esa ausencia de respuesta le dolía de manera inesperada, un vacío que se filtraba por cada músculo tenso de su cuerpo y lo obligaba a repasar una y otra vez la conversación.
Félix leyó las palabras con lentitud, dejándolas asentarse en su pecho. No era un «te quiero», ni un reconocimiento, ni siquiera un comentario cálido. Era la crudeza tal como siempre lo había conocido: directo, casi agresivo en su sinceridad, cargado de cansancio y de frustración. Pero Félix no podía evitar que el corazón le diera un vuelco. Ese mensaje, aunque estaba lejos de ser la respuesta que deseaba, revelaba la vulnerabilidad que BlackVelvet rara vez dejaba ver. Y en esa vulnerabilidad, Lee Félix encontró un hilo frágil, delicado, que lo conectaba con él más de lo que cualquier «te quiero» podría haberlo hecho.
Se permitió soltar un suspiro largo de cansancio mientras el aroma del café llenaba el departamento, mezclándose con el zumbido tenue del monitor. Cada tecla que tocaba, cada palabra que le dictaba la pantalla, lo acercaba y lo apartaba al mismo tiempo. La ausencia de una respuesta directa lo punzaba con suavidad: la noción de que esa persona no era fácil de alcanzar, que sus palabras no se daban sin esfuerzo, que cada gesto de apertura era una concesión.
Félix apoyó la frente contra la palma de su mano, dejando que la frustración se mezclara con la ternura que sentía por el chico al otro lado de la pantalla. La luz del monitor dibujaba sombras sobre su rostro, iluminando los contornos de sus ojos cansados, y en ese instante se sintió diminuto frente a la magnitud de lo que estaba sucediendo. Cada mensaje de BlackVelvet era una prueba de paciencia y deseo, un juego delicado en el que cada silencio podía doler y cada palabra podía enamorar.
Con un movimiento casi instintivo, llevó la taza a los labios y sorbió el café, dejando que el dulzor lo anclara a la realidad mientras su mente no dejaba de recorrer cada frase, cada punto. No recibir un mensaje por respuesta todavía no era un rechazo, lo sabía; era un espacio, una pausa, una oportunidad de que el sentimiento emergiera de forma genuina. Y, sin embargo, esa espera era un nudo que le oprimía el pecho, una composición cruel de ansiedad y esperanza que no podía ignorar.
Se reclinó en la silla, dejando que la espalda descansara contra el respaldo, y observó la pantalla, el recuadro vacío y parpadeante como un pequeño latido en la penumbra del departamento. La lámpara de escritorio iluminaba los libros apilados, las tazas de diseño cuidadosamente alineadas, los pequeños detalles que siempre había ido coleccionando y que le daban cierta sensación de control sobre un mundo que, a veces, parecía inabarcable. La taza de estrellitas todavía estaba a un lado, como un recordatorio de Jeongin y de la rutina que los sostenía: las noches de lectura, los sorbos de café y la risa ligera que escapaba del pequeño incluso cuando la enfermedad lo agotaba. Esa rutina con su hermano era su refugio, y sin embargo ahora se sentía incompleto, como si faltara una pieza invisible que solo ese desconocido de internet podía ocupar.
Respiró de nuevo, más despacio, y sus dedos se acercaron al teclado. Cada letra que iba a escribir era estudiada, cuidadosamente modulada; quería ser cercano sin invadir, cálido sin exagerar, sutil sin ser indiferente. Todo mensaje era un puente invisible hacia alguien que aún no conocía en carne y hueso, pero cuya presencia le resultaba más real que cualquier otra cosa que lo rodeaba.
Finalmente, tecleó con cuidado, como si cada palabra fuera una caricia:
╭─────────────────────☕︎
| Mensaje de texto;
| Velvet…
| Gracias por confiar en mí cuando ni yo sé hacerlo.
╰─────────────────────☕︎
El envío fue un pequeño latido en su día: un instante breve y silencioso, pero lleno de significado. Se recostó en la silla, permitiendo que el corazón, ese que no se calmaba ni con café ni con libros, respirara un poco más libre. Afuera, la lluvia seguía golpeando los vidrios, mezclando su ritmo con el eco de los pensamientos de Félix: ¿cómo podía un vínculo tan frágil sentirse a la vez tan esencial?
Y entonces, casi sin darse cuenta, llegó la respuesta. Una línea simple, directa, pero cargada de todo lo que Félix había estado esperando:
╭─────────────────────⸙
| Mensaje de texto; BlackVelvet
| Te quiero…
╰─────────────────────⸙
Lee Félix sintió que el mundo se detenía un instante. Sus dedos se congelaron sobre el teclado, la taza de café tembló levemente entre sus manos. No era un mensaje cualquiera; era una confesión que hacía vibrar cada rincón de su pecho y, al mismo tiempo, lo llenaba de una alegría tan pura que le costaba procesar. Se permitió sonreír, un gesto tímido, apenas perceptible en la penumbra del departamento.
Se reclinó de nuevo hacia adelante, dejando que la calma lo envolviera mientras la luz azul del monitor jugaba con sus rasgos. Por primera vez en muchas jornadas agotadoras, la fatiga parecía disiparse, reemplazada por una calidez que ni el café otoñal podían ofrecer. Allí, en el silencio cómplice de su espacio personal, Félix comprendió algo esencial: que BlackVelvet, aunque solo existiera detrás de la pantalla hasta ese momento, había logrado tocar su mundo de una forma que nadie más podía.
Aun así, la timidez persistía, suave y constante. No se atrevía a responder de inmediato, dejando que las palabras se asimilaran, que el significado de ese «te quiero» se expandiera en su pecho. Cada fibra de su cuerpo estaba alerta, expectante, porque sabía que ese hilo invisible que los conectaba no se rompería fácilmente. Y mientras sostenía la taza de estrellitas, con el aroma a café llenando el aire, Félix decidió quedarse en ese instante un poco más: solo él, BlackVelvet y el brillo de la pantalla, un pequeño universo en el que todo lo demás podía esperar.
La pantalla volvió a iluminarse con euforia, revelando un nuevo mensaje:
╭─────────────────────⸙
| Mensaje de texto; BlackVelvet
| Lamento no haberlo dicho antes, Honey…
| Realmente lo siento mucho.
╰─────────────────────⸙
Félix permaneció un instante inmóvil, los dedos temblando sobre el teclado, incapaz de procesar la simpleza y la fuerza de esas palabras. Resonaba en su mente como un eco delicado y contundente a la vez, y la lluvia que golpeaba los vidrios parecía acompañar ese latido acelerado de su corazón. La luz azul del monitor dibujaba sombras suaves sobre su rostro, y por un momento, todo lo demás pareció evaporarse.
Apretó la taza de estrellitas contra su pecho, sintiendo el calor traspasar los dedos y subir hasta los hombros. Su respiración se volvió más consciente, lenta, intentando anclar cada sensación: el temblor de sus manos, el nudo en la garganta, la alegría que lo dejaba vulnerable. Por primera vez en semanas, no había protocolos, ni horarios, ni obligaciones, solo él y BlackVelvet, compartiendo un espacio que existía únicamente entre la luz de la pantalla y el brillo de un sentimiento recién confesado.
Finalmente, sus dedos se movieron, lentos, cuidadosamente, como si temiera romper algo frágil con la velocidad de un parpadeo. Tecleó con la delicadeza de quien pronuncia un susurro:
╭─────────────────────☕︎
| Mensaje de texto;
| Me alegra leer eso, Príncipe…
| Creí que me volvería loco si no decías nada al respecto.
╰─────────────────────☕︎
El envío le provocó un cosquilleo extraño, una mezcla de alivio y nerviosismo que lo hizo reclinarse en la silla, dejando que la espalda descansara completamente contra el respaldo una vez más. Cerró los ojos un segundo, inhalando profundamente, y se permitió sonreír, una sonrisa tímida, casi infantil, que se extendió sin que pudiera evitarlo.
El cursor parpadeaba en silencio, y Félix esperó, ansioso y cauteloso, a que el desconocido respondiera. Cada segundo parecía dilatarse, el tiempo llenándose con la humedad de la ciudad, el goteo constante de la lluvia y el aroma a café que se mezclaba con la luz cálida de su lámpara. Era un momento íntimo, silencioso y vibrante, donde cada respiración, cada pensamiento, se sentía compartido, aunque aún invisible.
Cuando finalmente apareció la respuesta, Félix sintió que un calor sutil le recorría la espalda y el pecho.
╭─────────────────────⸙
| Mensaje de texto; BlackVelvet
| Gracias por esperar por mí…
| Y ahora… ¿Qué sigue?
╰─────────────────────⸙
Un escalofrío recorrió su columna, y la taza de café parecía pesar un poco más en sus manos, como si todo el mundo se condensara en ese instante. Sin poder evitarlo, inhaló el aroma, sonriendo con los ojos cerrados, sintiendo que algo frágil y poderoso nacía en el silencio de la pantalla. La timidez persistía, un hilo tenue entre la emoción y la incredulidad, pero también la seguridad de que ese vínculo, aunque delicado, era inquebrantable.
Lee Félix se reclinó hacia adelante un poco más, dejando que los hombros se soltaran y que la ciudad húmeda afuera quedara solo como una melodía lejana. La lluvia seguía golpeando los cristales, y él pensó en lo extraño y maravilloso que era sentirse tan cercano a alguien que aún no podía tocar. Todo lo demás podía esperar: la fatiga, la rutina, la presión de Jeongin. Por primera vez en mucho tiempo, Félix estaba completamente presente en un instante que era solo suyo y de ese extraño.
Permaneció un instante inmóvil, los dedos rozando el teclado, el corazón latiéndole con fuerza contra el pecho. La pantalla seguía iluminando su departamento, el reflejo de sus ojos en el vidrio se mezclaba con el azul frío del monitor, y el aroma del café se adhería a su piel como una colonia nueva. Cada palabra del ajeno parecía ocupar espacio físico a su alrededor, dibujando un contorno invisible que lo envolvía con cuidado y calidez.
Respiró hondo, dejando que el aire se colara lentamente en sus pulmones, intentando anclar cada sensación: la suavidad del momento, la fragilidad de la confesión, la intensidad de la espera. Finalmente, movió los dedos, temblorosos pero decididos, y escribió:
╭─────────────────────☕︎
| Mensaje de texto;
| No lo sé…
| No quiero que esto termine, Velvet.
╰─────────────────────☕︎
Al enviar el mensaje, un suspiro se escapó, largo y cálido, mezclado con el murmullo constante de la lluvia golpeando los cristales. El zumbido tenue de la computadora se volvió música de fondo, acompañando la cadencia de su respiración y los latidos que retumbaban en su pecho.
No pasó mucho tiempo antes de que el recuadro parpadeara con la respuesta de BlackVelvet:
╭─────────────────────⸙
| Mensaje de texto; BlackVelvet
| Entonces sigamos.
| Estar contigo se siente bien, aunque sea así…
| Pero, Honey, quiero pedirte algo.
╰─────────────────────⸙
Un calor inmediato le subió desde el pecho hasta las mejillas. Félix abrazó de nuevo la taza de estrellitas, sintiendo el calor transmitirse a sus manos, como si aquel pequeño objeto fuera un canal hacia algo más grande y profundo.
Respiró hondo, y por primera vez permitió que su mente se apartara de la rutina extenuante de la oficina, del hospital y del cuidado de Jeongin. Por unos instantes, todo lo demás se volvió difuso: los pasillos blancos, los monitores que parpadeaban, los medicamentos costosos y la ansiedad constante se diluyeron en el fondo.
Se inclinó hacia adelante, acercándose a la pantalla, buscando cada matiz en las palabras, intentando leer entre líneas, sentir el tono que no podía escuchar.
╭─────────────────────⸙
| Mensaje de texto; BlackVelvet
| Me gustaría…
| Que rompamos esta barrera.
| Que nos conozcamos… en persona.
╰─────────────────────⸙
Un golpe de realidad lo alcanzó como un suspiro contenido durante semanas: esa proposición era a la vez aterradora y emocionante. La timidez lo inmovilizaba, las manos temblaban sobre el teclado, y, aun así, una sonrisa se dibujó lentamente en sus labios. Cada parte de su cuerpo estaba alerta, nerviosa y expectante, como si incluso el aire alrededor del departamento vibrara con esa revelación.
Lee Félix respiró hondo, dejando que el aroma a café y la luz cálida de la lámpara lo mantenían en el momento, evitando que la ansiedad lo derribara. La idea de ver a BlackVelvet en carne y hueso le producía vértigo, pero también una claridad que nunca había sentido: lo que estaba construyendo detrás de la pantalla podía ser tan real como cualquier vínculo que conociera.
Con dedos ligeramente temblorosos, respondió, midiendo cada palabra como si fueran pasos sobre un filo delicado:
╭─────────────────────☕︎
| Mensaje de texto;
| Yo también quiero eso.
| Pero no sé cómo ni cuándo…
| Solo sé que quiero verte…
╰─────────────────────☕︎
Se recostó de nuevo, dejando que el respaldo sostuviera todo su peso y permitiendo que un suspiro largo se escapara de sus labios. Cerró los ojos, abrazando la taza de estrellitas contra el pecho. Afuera, la noche seguía su cadencia constante, era un instante frágil, íntimo, cargado de expectativa y ternura, donde todo lo demás–la fatiga, la rutina, el cuidado de Jeongin–podía esperar. Allí, solo existían ellos, la pantalla y la posibilidad de un encuentro que prometía transformar todo, silencioso, delicado, y absolutamente inevitable.
╭─────────────────────⸙
| Mensaje de texto; BlackVelvet
| ¿Qué te parece el sábado por la tarde?
| Te invito un café, Honey.
╰─────────────────────⸙
╭─────────────────────☕︎
| Mensaje de texto;
| Me encantaría, Velvet.
| Es una cita.
╰─────────────────────☕︎
El envío fue un pequeño acto de valentía, un primer paso en la distancia, y la sonrisa que se dibujó en su rostro fue tímida, pero sincera. Afuera, la lluvia continuaba golpeando los cristales, pero dentro del departamento, con el aroma del café y el tenue resplandor de la lámpara, Félix descubrió algo que no había sentido en mucho tiempo: la seguridad de que alguien podía tocar su mundo de forma profunda, incluso sin saber quién era realmente.
El primer rayo de luz de la mañana se filtraba por las cortinas, tímido y frío, iluminando la habitación con un gris suave que parecía arrastrar consigo el cansancio acumulado. Lee Félix parpadeó, sintiendo cómo el peso de la noche lo mantenía pegado a la cama un instante más. La mitad de la taza de café descansaba a un lado de la computadora, frío y olvidado, mientras la pantalla mostraba el recuadro parpadeante de la conversación con BlackVelvet. La alarma no había sonado; la noche anterior se había alargado más de lo que quería admitir, y el cansancio lo había vencido justo después de los últimos mensajes.
Un sobresalto recorrió su cuerpo cuando vio la hora: había dormido más de lo previsto. El despertador no había sonado. El corazón le dio un vuelco y, de inmediato, la preocupación por Jeongin lo empujó fuera de la cama. Sin tiempo para pensar, Félix se puso lo primero que encontró: una camiseta, pantalones y la chaqueta caída sobre una silla. La mochila colgaba de un hombro mientras corría hacia la puerta, cruzando el departamento y saliendo a la calle todavía húmeda por la lluvia de la noche anterior.
La ciudad se despertaba a su alrededor con un murmullo constante: motores arrancando, el crujido de las tapas de alcantarilla golpeadas por la humedad, y el aroma intenso a petricor había dejado impregnado todo. Félix se movía a toda prisa, esquivando charcos y transeúntes, repitiendo mentalmente que cada segundo contaba. La visita matutina al hospital era sagrada; era el momento en que Jeongin recibía los informes médicos, y Félix siempre transformaba esa tensión en un ritual de cariño para que su hermano no percibiera la preocupación real que él sentía.
Al llegar, sus pasos resonaron por los pasillos todavía silenciosos del hospital. Saludó a la enfermera de recepción con un gesto apresurado y subió a la habitación de Jeongin con el corazón latiendo rápido. La puerta se abrió, y allí estaba su hermano, acurrucado bajo la manta, con los ojos aún adormilados, pero brillando al verlo. Félix respiró hondo, disimulando la carrera y el cansancio con una sonrisa cálida y ligera, como si nada hubiera cambiado.
—Buenos días, Ginnie—dijo, apoyando suavemente la mano sobre su hombro—. Hoy tenemos un día brillante por delante. ¿Listo para un café antes del informe?
Jeongin sonrió somnoliento, sin sospechar que Félix había corrido a toda prisa desde su departamento, que la mitad de su café seguía frío en la mesa y que su alarma había quedado olvidada. Para él, era simplemente el inicio de la rutina compartida, un momento seguro y reconfortante antes de enfrentarse a la fría realidad de los informes médicos.
Félix se sentó junto a la cama, sirviendo el café recién hecho mientras sostenía la mirada de su hermano. Cada gesto, cada palabra, cada broma ligera estaba cuidadosamente calibrada para que Jeongin se sintiera protegido y querido. La tensión que Félix llevaba dentro se deslizaba hacia el fondo de su pecho, reemplazada por la seguridad de que allí, en ese instante, todo estaba bien.
Minutos después, al despedirse, Félix sintió cómo el reloj le recordaba la siguiente obligación: la oficina. Salió del hospital corriendo otra vez, con la mochila golpeando su costado y la chaqueta entreabierta, rezando para que el tráfico lo ayudara. Llegó jadeante, con el cabello despeinado y la corbata torcida, consciente de que era el segundo día consecutivo en que aparecía tarde. La secretaria levantó una ceja, y Félix solo pudo ofrecer una sonrisa tímida, sabiendo que la fatiga y las prisas de la mañana no podían opacar lo que realmente importaba: el bienestar de su hermano y el hilo tenue, recién reafirmado, que lo conectaba con ese desconocido.
Una vez frente al edificio, Lee Félix cerró la puerta de la empresa detrás de sí con un golpe seco, intentando recuperar un ritmo que la mañana le había robado. Su respiración aún era rápida, y cada paso resonaba contra el piso de mármol como un aviso de lo tarde que estaba. El sonido de su propio corazón mezclado con el zumbido del aire acondicionado le hacía sentir que cada segundo era demasiado valioso, que cada movimiento importaba.
Apenas tuvo tiempo de dejar la mochila sobre su hombro y ajustarse la chaqueta entreabierta, cuando un leve pitido indicó que el ascensor estaba disponible. Sus dedos rozaron el metal frío de la puerta mientras se preparaba para entrar, y por un instante deseó poder alargar el tiempo, aunque fuera solo un segundo, antes de que la realidad lo alcanzara de nuevo.
Dentro del ascensor, la quietud era casi asfixiante. La luz blanca reflejaba su rostro cansado, sus ojos aun brillando por la preocupación del hospital y la adrenalina de la carrera. Cada respiración parecía más audible de lo que debería, y Félix no pudo evitar notar cómo incluso en la soledad del pequeño compartimento sentía la mirada de alguien más cerca de lo que debería estar.
Fue entonces cuando la puerta se abrió y Lee entró, y con él, la despreocupación que parecía seguirlo como sombra. Félix se tensó automáticamente, notando cómo el aire cambiaba a su alrededor, más denso, más cargado. Y luego, como un contraste demasiado perfecto, Hwang Hyunjin apareció detrás, moviéndose con esa suavidad que parecía automática, como si supiera exactamente cómo ocupar el espacio y al mismo tiempo retarlo sin decir una palabra.
El ascensor se cerró con un clic que retumbó en sus oídos y, de inmediato, Félix sintió cómo la temperatura del aire se volvía más densa, más pegajosa, como si el espacio comprimido intentara empujarlo hacia Hyunjin.
—Vaya… qué descaro aparecer en estas condiciones. —Murmuró el azabache y su voz flotó por el ascensor como un cuchillo intangible. No era un comentario casual; cada palabra tenía un filo que se clavaba en la piel de Félix. Y no solo eso: había un brillo en los ojos de Hyunjin que lo hacía hervir de una manera que no podía controlar.
Félix sintió cómo la sangre le subía al cuello, cómo la mandíbula se le tensaba hasta dolerle un poco. Intentó respirar profundo, tratando de anclar su cuerpo y su mente, pero era imposible ignorar la intensidad de Hyunjin. La mirada de él no solo lo miraba, lo atravesaba. Cada centímetro de espacio entre ellos parecía cargado de chispa, como si el ascensor entero hubiera quedado suspendido en un instante previo a una descarga.
— ¿De qué hablas? —Preguntó, intentando que su voz sonara firme, aunque sentía que cada palabra se quebraba un poco bajo el peso de la tiesura.
Hyunjin levantó lentamente una ceja, y esa mínima inclinación lo hizo estremecerse. La sonrisa en sus labios era ligera, despreocupada, pero sus ojos brillaban con un destello que hablaba de algo más profundo: de desafío, de juego, de intención. Félix notó cómo cada músculo en su cuerpo se tensaba, cómo las palmas le sudaban dentro de los puños, cómo la respiración se le hacía corta y consciente.
—Oh, nada… solo observo. —Dijo finalmente, girando su rostro para encontrarse con la mirada de Félix. La conexión duró apenas un parpadeo, pero fue suficiente para que el corazón del rubio latiera demasiado rápido, para que la sangre le rugiera en los oídos. Era como si lo estuviera examinando, como si pudiera leer cada pensamiento, cada impulso que intentaba ocultar.
Félix tragó saliva, intentando recuperar la compostura, pero el calor que subía por su cuello y su pecho lo delataba. La tensión en el ascensor se hacía casi física: podía sentir la proximidad de Hyunjin incluso sin tocarlo, podía percibir la forma en que se movía, cómo se acomodaba la chaqueta, cómo sus labios se curvaban de manera sutil y provocadora. Cada gesto era deliberado, cada pausa un golpe que lo dejaba en alerta.
El ascensor ascendía, y cada ding de piso resonaba con demasía, envolviéndolos en un espacio reducido sin oxígeno suficiente. Félix sentía los latidos de su corazón acelerarse, el pulso en sus sienes martillando, y aun así no podía apartar la vista de Hyunjin. Era un imán y un peligro al mismo tiempo, y él estaba demasiado cerca de caer en cualquiera de los dos extremos.
—Claro… observar. —Murmuró, bajando un poco la voz, intentando sonar indiferente mientras todo su cuerpo gritaba lo contrario. Cada fibra de él estaba alerta, hipersensible a la más mínima señal de Hyunjin: un parpadeo, un movimiento de la cabeza, la manera en que su respiración bajaba en ondas lentas y calculadas.
Hyunjin inclinó levemente la cabeza, apenas perceptible, y la sonrisa en sus labios se volvió más intensa, más cargada. La proximidad, la mirada, la intención silenciosa de cada gesto creaban un juego incorpóreo en el que Félix estaba atrapado, consciente de que cada segundo en ese ascensor era una provocación, y, aun así, un estímulo que lo desarmaba.
Cuando las puertas finalmente se abrieron, la tensión no desapareció. Permaneció, como un hilo que los conectaba, cargado y vibrante. Félix respiró hondo, tratando de recomponerse, pero sabía que la chispa, esa que Hyunjin había encendido con un comentario al aire, seguía ahí, ardiendo bajo su piel, imposible de ignorar.
Lee Félix se dejó caer en la silla frente a su escritorio intentando reorganizar los papeles apilados frente a él. Su mirada se posó en la pantalla, pero las palabras se mezclaban en una maraña incomprensible; su mente todavía estaba atrapada en el ascensor, en el filo de la sonrisa de Hwang Hyunjin y en el brillo inquietante de sus ojos, distinto. El bolígrafo temblaba levemente en su mano, y el sonido del metal golpeando el papel lo sobresaltaba más de lo habitual.
Mientras tipeaba correos y revisaba informes, Félix notaba el movimiento de Hyunjin a unos metros. La postura relajada, el gesto de inclinarse sobre los documentos, la manera en que los dedos se deslizaban sobre el teclado. Todo era sencillo, pero imposible de ignorar. Su presencia llenaba el espacio, y Félix sentía una corriente constante de tensión que lo mantenía alerta, en un estado incómodo entre la concentración y la fascinación.
Intentó enfocarse en números y palabras, pero su cuerpo se rebelaba. El pecho se le apretaba y la respiración se volvía más consciente. Cada vez que levantaba la mirada, buscaba sin querer a su colega, y aun cuando él parecía inmerso en su trabajo, Félix percibía la intención en su movimiento. Era algo que no podía medir ni controlar, un estímulo constante que le hacía difícil mantener la rutina.
No hubo palabras entre ellos, solo gestos de desagrado y miradas fugaces que se cruzaban de vez en cuando. Félix cerró un correo, respiró otra vez y, por primera vez desde la mañana, completó una de sus interminables tareas.
El trabajo continuaba, el tiempo avanzaba y Lee Félix comprendió que, por mucho que quisiera controlar lo que sentía, aquel hilo que lo conectaba con Hyunjin permanecería, silencioso y potente, listo para encenderse de nuevo en cualquier instante.