Actions

Work Header

Rating:
Archive Warning:
Fandom:
Additional Tags:
Language:
Español
Stats:
Published:
2025-09-23
Updated:
2025-09-29
Words:
26,319
Chapters:
9/?
Comments:
3
Kudos:
1
Hits:
11

Black flame - Sombras de Fuego

Summary:

Ella nació con la marca del dragón.
En su mundo, eso es una sentencia de muerte.

Él es el heredero al trono de Geyr.
Su destino estaba trazado... hasta que ella apareció para complicarlo todo.

En Geyr, la corona no se sostiene solo con sangre fae: lo que define el poder es el linaje dragón. Cuando esa herencia se vea amenazada, las reglas del juego cambiarán para siempre. Traiciones, pasiones prohibidas y secretos antiguos pondrán en jaque el futuro del reino.

Pero quizás todo sea un plan de los dioses.

Chapter Text

Cuando un dragón te reclama, no hay escapatoria. Es el sello de un destino pactado por los dioses, y solo ellos saben si vivirás para ver el próximo solsticio.

En mi caso, nacida en el lado opuesto al de los jinetes de Geyr, solo puedo desear que ese momento jamás llegue. Porque si lo hace—si algún día él decide reclamar lo que marcó—comenzaría una etapa de mi vida para la que no estoy preparada. No lo estoy en lo absoluto.

Si hubiera nacido en Geyr—entre los ciudadanos fae capaces de desarrollar magia menor con el tiempo—esta marca sería un símbolo de orgullo. Me daría estatus, poder y, quizás, incluso una oportunidad, por brutal y despiadada que fuera, de convertirme en parte de la élite, en parte de la nobleza.

Pero aquí, donde estoy yo, donde estamos los simples mortales, si siquiera una sola persona descubriera su verdadero significado, solo me esperaría el desprecio de los míos y, tal vez, la muerte. No solo a manos de los jinetes que no me consideren digna de ser una de sus pares, sino de los propios geyrenses que no nacieron con la marca y harían lo que fuera por una oportunidad de ser elegidos por un dragón y presumir de su osadía.

La división social se trazó siglos atrás, luego de la gran guerra entre los geyrenses de las montañas y los necletones del bosque. En aquel momento la magia era salvaje, indómita y aún no se encontraba sectorizada ni en armonía como ahora; el mundo no estaba separado por una inmensa masa de agua y los dioses nos bendecían al caminar entre nosotros. Por nuestra parte, quedamos en el medio, en Montrios, demasiado comunes para pertenecer a uno u otro reino. Considerados escoria. Luchando por vivir, por tener platos dignos de comida todas las noches y resguardándonos de ser motivo de diversión al considerarnos presas fáciles para los geyrenses. A decir verdad, creo que si alguien escuchara en este momento mis divagaciones entendería lo sádicos que son, se divierten cazando, pero no cazando animales, sino a nosotros, los humanos que no podemos desarrollar ningún tipo de poder más que utilizar lo que tenemos a mano. Aun así, aprendimos a vivir con lo que hay, a organizarnos y construir una ciudad que se mantiene en pie. Valoramos las pocas cosas hermosas que nos cedieron, como las playas y las vistas que nos deja la inmensidad del océano. A veces me gusta pensar que, si fijo la vista en el horizonte, logro distinguir la tierra de Pildruis, pero sé que solo son imaginaciones mías.

Algunos humanos trabajan e incluso viven en Geyr, pero los más sensatos y afortunados lo hacen en Necleton. Se podría decir que allí la magia es hermosa, llena de vida, y que las únicas bestias con las que podrías cruzarte —y estoy más que segura de que nadie en su sano juicio querría hacerlo— son las mantícoras. Esta es una de las advertencias más peligrosas del bosque lindero, encontrarse con una que ya haya alcanzado su fase adulta es encarar una muerte segura. Por otro lado, sus ciudadanos parecen haber nacido del mismo bosque. Son callados, pausados, casi etéreos. Hablan poco, pero cuando lo hacen, cada palabra lleva el peso de las raíces que los sostienen. Creen en el equilibrio, en el flujo natural de las cosas. Su magia no busca dominar, sino armonizar, y es por eso sus ciudades no destruyen el bosque, sino que se funden con él, sus casas se entrelazan en los árboles, los caminos de hojas cambian con las estaciones y los puentes se encuentran hechos de ramas vivas.

Visten con túnicas suaves, colores tierra, y llevan en la piel marcas rituales que cuentan historias. Son sanadores, sí, pero también letales si se perturba el alma de Necleton. Si te sienten como una amenaza, no levantan la voz, no gritan ni amenazan. Solo actúan. Y cuando el bosque ruge, cuando se desata la fuerza de la naturaleza misma, lo mejor es no estar en el ojo de su tormenta y, menos aún, ser su objetivo.

En cambio, en Geyr, la magia es brutal. Y la más poderosa está reservada únicamente para la aristocracia, para aquellos que portan dragones como emblema, como símbolo de vida y de muerte.

Ni siquiera sus propios ciudadanos celebran del todo nacer marcados por un dragón, porque esa marca no siempre es considerada un regalo; muchas veces es una sentencia, ya que tarde o temprano serán desafiados, obligados a demostrar si son dignos o no del vínculo que los reclama.

Los geyrenses viven para la gloria o mueren intentándola. Desde pequeños son entrenados para resistir el frío, la altitud, el dolor. Viven en fortalezas de piedra talladas en la montaña, donde el fuego nunca se apaga y el eco de las batallas pasadas aún vibra en los muros.

Visten con cueros, metales y emblemas. Llevan sus cicatrices con orgullo y no confían en nadie que no haya sangrado por algo. Son impulsivos, vehementes, orgullosos hasta el extremo. Su cultura gira en torno al mérito, al combate y a la fuerza. En Geyr no hay compasión para los débiles, solo pruebas para volverse más fuertes.

Creen que los dioses solo bendicen a los valientes, y que un corazón blando es un corazón que no vivirá lo suficiente como para merecer un dragón y, mucho menos, la vida misma. Por eso, más allá de los rumores, sabemos bien que cada solsticio de invierno debemos encerrarnos en nuestras casas. No por tradición, ojalá fuese simplemente parte de nuestra cultura, no, lo hacemos por supervivencia.

Durante esa noche, todo el continente, en especial Montrios, se llena de jinetes y aspirantes desesperados por impresionar a los dragones. Algunos lo logran. Otros simplemente mueren en manos de sus compañeros o se convierten en el postre de alguna bestia furiosa por haber perdido a su marcado en manos de quienes los cazan, buscando algún mérito y un poco de suerte encomendada a los dioses.

Así que, en caso de que pudiera hablar de esto con alguien, esa persona entendería por qué espero que nunca llegue mi día. Que todo esto sea un error de los dioses. O una simple marca de nacimiento, negra, confusa, que nada tenga que ver con una reclamación.

Este es otro año en que respiro al estar a solo un mes de la noche más larga y continuar de la misma forma que desde hace años: olvidada por estos seres mitológicos y viviendo en una mentira que me protege. Las leyendas cuentan que cuando tu dragón decide que llegó el momento, por lo general entre los veinticinco y treinta años, transfiere su poder a los marcados, transformándolos en iniciados, condenándolos a desafiarse con sus pares por doce lunas y a sobrevivir al solsticio.

Y yo... yo sigo pasando desapercibida. He tenido la suerte de que mi dragón —si es que realmente existe— me haya olvidado. Nadie buscaría a un marcado en Montrios. En toda nuestra historia, siempre fuimos gente común. Sin magia. Sin gloria. Sin dragones.

Me recuesto en la arena, calmando mis pensamientos con el ruido de las olas de fondo, agradeciendo al invierno por permitirme usar mangas largas y ahorrarme mis mentiras, así no tengo que inventar excusas para las miradas curiosas. No tengo que explicar que las líneas de humo negro que se extienden por mi brazo y hombro izquierdo no son más que tatuajes hechos durante una noche de borrachera a mis diecisiete años. O esa es la mentira que mis padres avalaron cuando empecé a rebelarme contra el hecho de usar manga larga incluso en verano. Una historia simple, suficiente, que me permite disfrutar, como puedo, de mi vida bajo miradas acusatorias, pero sin que nadie me delate del otro lado. Mis padres nunca se atrevieron a poner a prueba qué pasaría si alguien en Geyr se enterara de que en Montrios una humana común tenía una marca, ni dejar lugar a la posibilidad de que alguien piense en la recompensa que le darían por delatarme.

Desde mi nacimiento y hasta poco antes de la pubertad, solo eran unas líneas finas, en tonos grises, que parecían un leve humo ondeando por mi extremidad izquierda. Pero al cumplir catorce años, esas líneas tomaron un tinte negro intenso, dejando de ser algo que pasara desapercibido a simple vista.

Pierdo la noción del tiempo mientras el cielo gris comienza a oscurecerse y el poco calor del día se disipa en un frío gélido que cala hasta los huesos. Liam no debería tardar mucho en llegar. Esta noche nos toca la patrulla de rutina por el bosque, y si no partimos pronto, difícilmente cazaremos más de dos liebres para esta semana. Estas patrullas se han vuelto casi legendarias en nuestro pueblo. nacieron para mantener la paz en nuestro lado del bosque y rendir respeto a Necleton, pero también para mantener a raya a las mantícoras, esas bestias que no han mostrado señales en décadas. Aun así, la tradición persiste, al cumplir dieciocho años, uno debe decidir. O te quedas con la herrería, la ganadería, la pastelería y, para las mujeres, los quehaceres de la casa junto a la pequeña empresa textil del pueblo; o te entrenas para la defensa y las patrullas. Yo estoy en este último grupo.

No es común que una mujer forme parte de la sección de defensa, y yo no habría logrado entrar si no fuera por el riguroso y, hasta macabro, entrenamiento que me impuso mi padre. Liam también tuvo mucho que ver; su apoyo fue clave para que pudiera ganar mi lugar entre ellos, y los entrenamientos con él no se basaban en el desprecio hacia mi persona. Aunque siendo honesta, estas patrullas, para la mayoría, son más una formalidad que otra cosa. Los disturbios, cuando ocurren, se limitan a peleas en el bar o disputas en las calles durante las fiestas, porque la mayoría que se cruza con un geyrense y sus juegos no sobrevive para contarlo. En este sentido pienso que los hombres son patéticos, les gusta atacar de frente, pero contra alguien que tiene poderes, magia o como quiera llamárseles, eso no sirve. De poco servirá blandir una espada o una daga si tu oponente puede lanzarte una columna de fuego directo a la cara estando a dos metros de distancia y sin mover más que un dedo. Querer presumir de fuerza bruta con ellos no sirve de nada.

Un suave carraspeo me hace abrir los ojos, sobresaltándome y poniéndome en alerta máxima. Por puro instinto, mi mano se desliza hacia la daga de mi cadera mientras me incorporo de golpe al darme cuenta de que ya no estoy sola disfrutando del atardecer y la playa.

—¡Demonios, Liam! —exclamo, lanzándole un puñado de arena mientras vuelvo a guardar la daga en su vaina—. Casi me das un infarto.

La suave risa de Liam se mezcla con el romper de las olas casi de forma armoniosa, y no puedo evitar reparar en la intensidad de su mirada, en esos ojos verdes que parecen captar cada uno de mis movimientos, como si pudiera leer lo que no digo y lo que escondo bajo la superficie de mis máscaras. Si no fuéramos amigos de toda la vida, juraría que hay algo más en esa mirada, quizás deseo, pero la única que lo ve así soy yo; para él, siempre fui como una hermana pequeña, un vínculo a prueba de todo.

—¿Podrías decirme hace cuánto estás ahí sentado, mirándome como un pervertido? —digo, con una sonrisa que intenta ocultar la sorpresa y el alivio de no estar sola.

Liam se incorpora despacio y el poco sol que se asoma entre las nubes antes de desaparecer por el horizonte dibuja suaves reflejos dorados en su cabello, marcando sombras en los bordes angulosos de su nariz y mandíbula, dándole un aire casi irreal, como si de una escultura se tratara.

—Relájate, Lys —ríe, sacudiéndose con cuidado los granos de arena que se le han quedado en el cabello, y mi mirada sigue cada uno de sus dedos que se deslizan entre los mechones despeinados—. Estabas demasiado tranquila para que te molestase, y todavía tenemos un rato hasta que sea nuestro turno.

Y ahí está, el leve encogimiento de hombros junto a esa sonrisa tan suya, esa que siempre logra arrancarme un poco de calma.

—Pues tranquilamente me podías haber hablado, en vez de dejarme divagar en mis pensamientos. Sabes muy bien que en eso mi mente no pierde tiempo.

—Lo sé, pero después de la situación familiar que pasaste ayer me parecía justo que tuvieras un poco de paz y tranquilidad. Además, vamos a estar juntos toda la noche; ya tendré tiempo de escuchar todo lo que tengas para decir de tus divagaciones.

Ruedo los ojos, mientras el viento fresco de los últimos días de otoño mueve suavemente las mangas largas de la camisa que llevo.

—Dale, vamos.

Sopeso la mano que me tiende, debatiéndome en silencio entre aceptarla o empujarlo directo a la arena. Pero el tiempo apremia y no hay lugar para nuestros juegos, al menos no en este momento.

Acepto su mano con una clara mueca de fastidio en los labios y me pongo en pie, ayudándome con el pequeño impulso de su brazo. Sacudo la arena de los pantalones de cuero y, al pasar la mano por el borde de mis caderas, una mueca se escapa de mis labios por el moretón que sé que se esconde por debajo de la ropa. Ese leve escozor hace que el recuerdo de la noche anterior regrese con fuerza, arrancándome un gruñido de impotencia del fondo de la garganta.

Mi padre había tenido uno de sus arrebatos con el menor de mis hermanos. Llegó a casa pasada la hora de la cena, luego de otro jueves de truco con los muchachos en el bar de Tristan, con un par de copas de más en su sistema, como si eso justificara los comportamientos abusivos que tiene con su familia. El desencadenante, esta vez, fue enterarse de que Ian tendría que repetir la mayoría de las materias este año si seguía con esas calificaciones. Y aunque estoy de acuerdo en que necesita enfocarse más en la escuela, nada justifica los gritos ni el trato que recibió. Claramente intervine cuando la situación pasó a mayores, y el morado de mi cadera es el resultado de eso. Pero así son las cosas en mi casa, la tensión, la exigencia desmedida, la violencia como forma de solucionar las cosas, está arraigada en todos nosotros de una forma u otra, en mayor o menor medida.

—Ya, ambos sabemos que eso es moneda corriente en la familia Treshcom —murmuro mientras empiezo a caminar en dirección al bosque, evitando cruzar la mirada con mi mejor amigo—. No puedo quedarme de brazos cruzados escuchando las barbaridades que salen de la boca de mi padre cada vez que necesita descargar su ira en alguno de nosotros. Y sí, sé que Ian tiene diecisiete años y que, si no mejora sus notas, no podrá elegir en qué sector entrar, pero cuando empezó a empujarlo contra la pared...

Aparte de las injusticias sociales del mundo en el que vivimos, mi familia es bastante disfuncional. Ese es el motivo por el que quise ingresar a la guardia, para perfeccionar las clases de lucha que me imponía mi padre y, tal vez, por si alguna vez todo se desmadra, tener las herramientas para enfrentar a una de las personas que debería protegerme y con la cual, por algún motivo, me quedo bloqueada cada vez que tengo que hacerle frente. Pero sé que toda esa ira contenida la canalizo por otro lado y de manera muy productiva; mis actividades extracurriculares son el motivo por el que la inseguridad de Montrios haya disminuido paulatinamente en los últimos años y motivo por el que, por fin, puedo descansar por las noches luego de tantos años de insomnio, arrebatos de ira y ataques de pánico. Me excuso diciendo que es una forma de mantener seguros a mis vecinos, pero a quién engaño, realmente me gusta hacerles probar su propia medicina, sentir lo que es ser la presa.

—Lo sé, Lys. Claro que lo sé.

Liam pasa su brazo por mis hombros, acercándome a él cuando nota que quiero poner una distancia entre nosotros mientras caminamos en paralelo, con las olas acariciando la orilla a tan solo unos pocos metros.

—Sabes que sigue en pie lo de venirte a vivir conmigo. No es un lugar grande, pero apuesto a que podríamos acomodarnos bien. Tus hermanos podrían quedarse en la sala, y en mi habitación seguro hay espacio para que puedas descansar tranquila.

—Ja, sí, claro, y cortarte los ligues del fin de semana —me río, aprovechando la oportunidad para desviar el rumbo de la conversación—. Gracias, pero no te imagino haciendo un celibato ni por una semana. Y sabes que lo de mirar a mí no me va...

Lo empujo con el hombro, fingiendo que el calor en mis mejillas es por la broma y no por la idea, demasiado gráfica, que se reproduce en mi cabeza de pasar una noche en su habitación. Con el tiempo, todos se acostumbraron a mis rubores. Al ser tan blanca, mis mejillas se tiñen de rojo hasta por el simple hecho de saludar a alguien en la calle. No es que sea tímida, pero claramente mi cuerpo parece empeñado en avergonzarme cada vez que puede.

Liam me responde con una de sus sonrisas cómplices y un suave tirón de oreja. Así somos nosotros, chistes, empujones y cosquillas. Nuestra amistad siempre fue un lugar seguro donde puedo permitirme bajar los muros, aunque no todos; hay algunos que tienen que quedar en su lugar, levantados bien firmes, dejando que la oscuridad tape todo, incluso escondiendo algunos de los secretos de mí misma.

La transición entre la playa y el bosque se da de forma paulatina, justo después de los acantilados y las cuevas talladas por la erosión del mar. Si fuera verano, esta zona estaría llena de fogatas encendidas, música resonando entre las piedras y grupos de jóvenes compartiendo cervezas y, en algunas parejas, algo más que alcohol. Pero con el invierno ya respirando en la nuca, todo eso brilla por su ausencia, solo queda el sonido constante del mar como única compañía.

Tal vez por eso, el rugido que se alza desde el bosque, extendiéndose como un eco profundo, me paraliza en seco. Todos los vellos del cuerpo se me erizan al instante, y un frío gélido me recorre la columna como una advertencia.

 

Chapter Text

Si bien formo parte del escuadrón de defensa desde hace más de siete años, nuestras patrullas estaban lejos de lo que implicaría enfrentar a una bestia real. Nos entrenan para lanzar dagas con precisión sobre objetivos inmóviles al otro extremo del campo, y practicar con arco y flecha hasta que nuestros dedos sangren, pero todo es teoría. Repetición vacía. Porque, irónicamente, no había registro de mantícoras desde hacía décadas.

Las mantícoras, eran mencionadas solo en viejas historias del folclore de Necleton. Relatos exagerados, según creíamos todos, nacidos del orgullo de Necleton de tener algo que pudiera competir con los dragones de Geyr. Nadie en su sano juicio pensaba que esas bestias realmente existieran.

Pero el rugido que acaba de escucharse, no puede ser otra cosa.

Eso no puede ser lo que estoy pensando, no tiene lógica.

—Li, eso más que seguro que es un oso, ¿cierto? —pregunto con una sonrisa que comienza a aparecer en mis labios y, aunque la nota de pánico en mi voz me delata antes de poder fingir lo contrario, se mezcla con un subidón de adrenalina y una espesa sensación danzando por mi cabeza, como si el humo negro que se extiende en mi brazo se mezclase en mi cerebro alterando su química e instinto de supervivencia, así de tocada estoy.

Los ojos verdes de mi mejor amigo me sostienen apenas un segundo, antes de teñirse con un brillo protector que siempre le aparece cuando algo me involucra.

—Sea lo que sea, Lys, te quedas detrás de mi. Y si no seguiste practicando con el arco y flecha, saca ya esas malditas dagas de las vainas —susurra, con voz tensa, mientras me empuja con una mano firme en la cintura, manteniéndome detrás de él, pero mi atención se pierde en sus bíceps, que se marcan cuando toma una flecha del carcaj y la tensa en el arco con precisión.

Adentrarnos en el bosque se siente instintivamente mal, como si con su energía intentase alejarnos, y por más que esta sea una de las razones para las que entrenamos, nunca creí que realmente llegaría a pasar. Siempre imaginé que mi lucha solo se limitaría contra los borrachos exaltados en las tabernas del pueblo, frenando disputas callejeras entre vecinos en época de celebraciones, o invirtiéndoles el juego a los Geyrenses, una actividad extraoficial que me sirve plenamente de descarga. Pero esto, sea lo que sea, es otra cosa. Esto escapa por completo al entrenamiento básico que recibimos. Ni siquiera el gran General sabría cómo actuar si una mantícora se presentara frente a él.

El estado de alerta agudiza todos mis sentidos. Escucho cada rama que cruje bajo mis botas como si fueran tambores, el aullido del viento entre las copas de los árboles, y el revoloteo ansioso de los últimos pájaros que huyen. Podríamos intentar ser sigilosos, pero las historias son claras, no hay forma de escapar a la audición de los leones blancos de Necleton.

Camino detrás de Liam mientras nos adentramos en el bosque, intentando apaciguar los latidos frenéticos de mi corazón y con cada paso, nos sumergimos más en la espesura y en la oscuridad que parece tragarse incluso el poco brillo que queda del cielo, dando lugar a las estrellas. Si esta fuese cualquier otra noche, estaríamos aprovechando para cazar, recolectar algo para la semana, tal vez algunas liebres y volveríamos riéndonos de cualquier susto absurdo. Pero no. Esta noche no somos los cazadores, nuestra suerte decidió que bajo circunstancias normales somos la presa. Claramente Caelan se ríe de nosotros aprovechando que el sol acaba de ocultarse, malditos dioses y su sentido del humor.

Liam se gira por encima del hombro y lleva el dedo índice a los labios en una muda señal de silencio. Luego apunta a nuestra izquierda, donde un puñado de plumas blancas yacen esparcidas sobre la hojarasca. Su forma y tamaño no son de ningún ave conocida, no por nuestra cultura y no por décadas en este bosque.

Ese es el rumbo que debemos tomar, y aunque parte de mí suplica por seguir fingiendo que esto no es real, que todo sigue siendo parte de las viejas leyendas, de los cuentos exagerados de Necleton, la otra parte de mi ser, está saltando de expectación, tirándome en esa dirección como si de una soga invisible se tratara.

Hasta no verlo, la parte que me grita que vaya en otra dirección se aferra a la negación. Pero si realmente se trata de una mantícora, no podemos dejarla avanzar, si esa bestia llega a la ciudad, no dejaría más que ruinas y sangre en su camino. Familias enteras. El ganado. Todo. No hay opción de ignorarlo, así que la parte que salta de la emoción le gana al sentido común. Aunque mis dedos tiemblan al rodear la empuñadura de mi daga, sigo caminando, porque prefiero enfrentar a la bestia antes que verla arrasar con lo que amo.

—¿Qué demonios...? —el susurro de Liam llega a mis oídos mientras me estampo contra su sólida espalda. No me esperaba que frenase de golpe, y mucho menos que frente a nosotros se alce una bestia enorme, oculta bajo la sombra de un gran roble.

—¿Acaban de matarla? —me acerco con cautela, casi embelesada, por el imponente león blanco, con alas de águila y cola de escorpión que yace frente a nosotros.

Es una criatura de un blanco impoluto, como si su pelaje fuera nieve recién caída bajo la luz de la luna, tan brillante que parece absorber y reflejar toda la oscuridad del bosque a su alrededor. Sus alas majestuosas, extendidas aún a medias, están cubiertas de plumas puras, níveas y delicadas, pero imponentes en tamaño y fuerza. La cola, rematada con un aguijón de escorpión negro azabache, contrasta violentamente con la pureza de su cuerpo, un recordatorio de la peligrosa combinación de belleza y letalidad que encarna. Está degollada, con una daga incrustada en el cuello, adornada con piedras negras que parecen absorber la luz, rompiendo la perfección de su blanco inmaculado con un manchón de sangre oscura y brillante.

Las manos me tiemblan cuando me arrodillo frente a su rostro imponente. Entrelazo los dedos en su melena nívea, acariciándola suavemente y olvidando, por un instante, el miedo que había acumulado dentro de mi apenas segundos atrás. Siento la magia vibrar en el aire, una energía antigua y potente que emana de ella mientras exhala un último gruñido, tiñendo de rojo su pelaje alrededor de la herida.

Si estuviera viva, nuestra historia sería otra. Pero verla tan indefensa, mientras la muerte se adueña de ella, me quiebra por dentro. Una lágrima se escapa y desliza por mi mejilla, mientras una oleada de impotencia me invade, removiendo algo dentro de mí que no logro entender.

Con manos temblorosas, retiro la daga, la limpio contra mis pantalones y la guardo cuidadosamente en la vaina que llevo atada a las costillas. Nos espera toda la noche de guardia, y quien haya derribado a esta mantícora con un corte tan limpio se oculta en las profundidades del bosque, le rezo a Caelan, esperando que esta persona se marche por donde vino y no ponga en riesgo al pueblo. Pero si es alguien de Geyr... sólo un escalofrío recorre mi espalda. He visto lo que hacen cuando los jinetes y los marcados se cazan entre ellos durante el solsticio. Ruego para que no comiencen sus juegos antes del invierno.

Abandonamos el lado sur del bosque y nos internamos hacia el oeste, tratando de ignorar la alerta que grita nuestro instinto, ese sentido común que nos exige retroceder.

Mientras avanzamos entre raíces húmedas y ramas bajas, una punzada incómoda me recorre el brazo izquierdo y roto el hombro con disimulo, intentando aflojar lo que creo una contractura de la guardia nocturna, pero la sensación persiste, densa, instalándose dentro de mí como una presencia muda, junto al sabor amargo de lo que acabamos de presenciar. Sabemos que, de regreso, tendremos que pasar a pocos metros del lugar donde yace la mantícora y avisar a nuestros superiores, para que el resto de las guardias permanezcan en alerta máxima.

 

El resto de la noche transcurre pausada y tranquila, casi como cualquier otra, igual a las incontables noches que hemos hecho guardia y patrullaje. Con siete liebres ya cuidadosamente acomodadas en la bolsa plástica, listas para sumarse a las comidas de la semana, sentimos una pequeña victoria. No solo significa alimento para los próximos días, sino también una oportunidad para ahorrar unos créditos que, en estos tiempos difíciles, siempre son bienvenidos. Cada pieza de carne que sumamos a nuestras reservas ayuda a estirar la provisión mensual y evitar gastos innecesarios en el mercado, algo que cualquier familia de Montrios sabe valorar, no importa el cargo que uno tenga, siempre hay momentos en los que la comida escasea.

—Creo que ya va siendo hora de volver —digo, notando que las luciérnagas empiezan a desaparecer, esta noche estuvieron especialmente presentes, por lo general se ven algunas dispersas en la densidad del bosque, pero esta noche volaban en cantidad a nuestro alrededor, a donde sea que mis ojos viajasen pequeñas lucecitas danzaban por la oscuridad. El sol no tardará en asomar por el horizonte y lo sé por la vibración que me recorre por dentro, ya sea minutos antes del anochecer o antes del amanecer, una mezcla de incomodidad y nervios se asientan siempre en mi estómago, una sensación que tengo desde chica y por mucho que intente asimilarla o ignorarla nunca es suficiente. Froto mi pecho, intentando aliviar la punzada que se asienta ahí y una rápida mirada a Liam, que camina a mi lado, me saca de mis pensamientos.

—Oye —responde él frunciendo el ceño—, no creo que lo de antes haya sido casualidad. Ni nosotros, ni nadie de Montrios, y mucho menos de Necleton, podría hacer algo así. — Arruga el entrecejo con preocupación—. Claramente, nadie sacrificaría de esa forma a uno de sus animales más sagrados y eso no fue resultado de una lucha.

—Lo sé —Me separo para mirarlo, pero su rostro sigue inexpresivo — Llevo pensando en eso toda la noche, y si apostamos, pongo todos los crédito que tengo con que fue obra de Geyrenses. Estamos a un mes del solsticio, y si bien no suelen pasar cosas raras hasta esa noche, no sabemos a ciencia cierta que pasa por sus perturbadas cabezas, tal vez es otra más de sus pruebas.

Levanto la vista y observo las estrellas que aún salpican el cielo, sabiendo que el amanecer está a apenas un suspiro de distancia. Si no nos demoramos, nos recibirá ya en la playa, y la temperatura empezará a subir de a poco hasta el mediodía.

Roto los hombros, tratando de aliviar el entumecimiento que el frío de la brisa nocturna dejó en mis músculos, mientras pienso en mi cama, en el calor mullido de las mantas que me espera, en cómo voy a dejarme envolver por el sueño en cuanto me acueste y eso me reconforta.

Por el rabillo de mis ojos distingo un leve movimiento y freno en seco. Frunzo los ojos, intentando ver más allá de los arbustos y tiro con fuerza de la mochila de Liam para que frene su andar, a esta hora esta tan cansado que se olvida de seguir con todos sus sentidos en alerta, un error garrafal, en especial esta noche. Se da vuelta con una sonrisa burlona, convencido de que estoy bromeando, y sin pensarlo dos veces me carga sobre sus hombros como si fuera un saco de harina.

—No, no... Haz silencio y bájame —susurro apremiante, clavando los dedos en su espalda mientras intento no entrar en pánico, como si ya fuese un sentimiento de rutina esta noche—. No estoy jugando, creo que vi algo.

Me deslizo por su cuerpo hasta volver a poner los pies en el suelo. Mis manos se aferran a la tela de su uniforme, justo sobre su pecho, intentando que entienda la urgencia sin decir una palabra más.

Nuestros ojos se encuentran y siento cómo se tensa, como sus manos se mantienen firmes en mi cintura, conteniendo la reacción automática de hacerme preguntas mientras niego con la cabeza muy despacio, sin apartar la mirada, y luego señalo apenas con el mentón hacia el lugar donde ambos sabemos que yace la mantícora, en donde segundos antes distinguí un leve movimiento.

Un maullido suave corta el aire y me lleva a aguzar el oído, mientras otro gruñido, apenas un suspiro, se mezcla con el sonido de algo que se arrastra y salta entre las raíces húmedas.

Llevo mi cuerpo al suelo, camuflándome en cuclillas entre la vegetación mientras me acerco con sigilo, procurando no pisar ramas ni nada que pueda delatar mi andar. Mis sentidos se agudizan y se tensan, acortando la distancia entre lo que se sea que se está moviendo alrededor de donde está la mantícora y nosotros.

¿Acaso eso es un...? No, es imposible.

Chapter Text

¿Es un cachorro?

Entre las sombras y el leve revoloteo de luciérnagas, puedo ver claramente como una silueta pequeña, blanca como la nieve, se mueve y juguetea alrededor del cuerpo inerte de la mantícora. Por un segundo, solo por un segundo, me permito observar los vestigios de lo que claramente fue su madre y contengo la respiración con el conjunto de la escena que se desarrolla delante de mis ojos, no solo del cachorro jugando totalmente ajeno a la realidad que le está tocando vivir, sino como alrededor de ella, la magia del bosque se manifiesta en un ritual de despedida lento y solemne. Ramas delgadas se deslizan por la tierra húmeda, trepando con delicadeza por el lomo inmóvil del ser legendario, mientras pequeñas flores silvestres que oscilan entre los colores blancos, lilas, turquesas y azules, brotan de entre su pelaje blanco, como si la propia naturaleza intentara envolverla en un último susurro de consuelo.

El movimiento del pequeño vuelve a llamar nuestra atención, es torpe, desordenado, eco de la diminuta criatura que salta entre hojas secas sin la menor preocupación por el sigilo. Un leve crujido de una rama, seguido de un maullido mientras intenta cazar las titilantes luces de las luciérnagas que orquestan la magia del bosque, reflejándose por instantes en sus ojos grandes, redondos y brillantes.

—Lys, tenemos que irnos ahora, el resto de la manada seguro está cerca.

Siento la caricia de su aliento en mi oreja y niego con la cabeza, sé que no hay ninguna manada. No con una mantícora. Las madres crían solas hasta que sus cachorros desarrollan por completo el aguijón de la cola, o al menos esas son las historias que me contaba mi madre cuando era chica y los pocos libros de folclore que pude leer dicen lo mismo, el cachorro está solo y acaba de perder casi todo.

Mientras sigo embelesada con la pequeña criatura, una mano fuerte y callosa se desliza en la mía e intenta arrastrarme hacia atrás, tiro para soltarme y dar un paso al frente, nada va a sacarme de la decisión que cobra forma en lo profundo de mi ser, antes de que pueda plasmarlo con palabras el cachorro se detiene en su juego y nos ve, mientras se agazapa con el cuerpo inclinado sobre las patas delanteras entre las hojas húmedas del bosque. Su apariencia es la de un leoncito, cubierto de un pelaje blanco que brilla levemente con la luz de las luciérnagas. Las alas, aún pequeñas y torpes, se mueven con nerviosismo a cada costado, como si no supiera aún para qué sirven.

Ruge ante nuestra presencia con un sonido bajo, apenas un susurro, casi tierno. Como si no supiera si defenderse o seguir jugando.

Por Caelan... El dios del sol y la fuerza se presentó en la vida de este cachorro demasiado pronto, obligándolo a atravesar una masacre en sus primeros días de vida.

—No pienso dejarlo, Liam. O me ayudas, o te vas, pero es un cachorro.

—Es peligroso, ¿Qué vas a hacer cuando crezca? La naturaleza es sabia, seguro que su destino ya está pactado o en manos de los dioses.

—No me vengas con sermones de los dioses Li — resoplo con exasperación — pero está bien, si quieres ir con esas, yo estoy segura que, si Druantia la puso en nuestro camino, en mi camino, es por algo y no voy a dejar a un ser indefenso solo en el bosque.

— ¿Ser indefenso? Lys, es una bestia, en miniatura, pero una...

— Si valoras nuestra amistad no termines esa frase Liam, no es más que un bebé.

Lo fulmino con la mirada mientras me acuclillo lentamente en dirección a la pequeña mantícora, extendiendo una mano por delante con cuidado, procurando que no sienta invasiva mi proximidad e intentando no asustarlo con algún movimiento brusco. Su respuesta es un intento torpe de mostrar los dientes, los deja asomarse por sus mofletes y lo acompaña de un suave gruñido gutural, hunde sus pequeñas garras en la tierra y tras unos breves instantes sacude todo su cuerpo, como si se estuviese despojando del miedo.

Cuando el pequeño baja la guardia, dejo escapar con un suspiro el aire que estaba reteniendo en mis pulmones y me acerco un poco más, arrastrándome sobre mis rodillas y logrando quedar a menos de un metro de distancia de él. Si estiro todo mi brazo, sé que voy a poder acariciar su pequeña cabeza y una sonrisa de triunfo se extiende por mis labios mientras la cría baja la cabeza en dirección a mis dedos.

Estoy solo a unos pocos centímetros de acariciarlo cuando Liam se mueve detrás de mí, provocando que el cachorro vuelva a gruñir, o mejor dicho intentar gruñir, la verdad es que su intento es muy gracioso y tierno, pero un segundo después, siento el peso de la gravedad cuando se lanza sobre mí. Todo ocurre demasiado deprisa y apenas alcanzo a oír el grito de Liam antes de ser arrastrada sobre mi espalda por su mano. El golpe contra el suelo no es fuerte, pero me desorienta, intento como puedo levantarme sobre mis rodillas mientras aparto con una mano los cabellos del rostro para despejarme la vista. Sin poder evitarlo me río al ver la escena, el pequeño león blanco mordisquea los pantalones de Liam con fiereza, mientras él intenta, entre quejas, despegarlo sin éxito.

—¿En serio, Lys? ¡Dame una mano antes de que me arranque un pedazo! —se queja mientras el cachorro suelta un gruñido indignado, negándose a soltar.— ¡Por Caelan! Ya tengo el pantalón de cuero hecho mierda, y no nos dan uniformes extra.

Estallo en carcajadas cuando Liam termina sujetándolo por el exceso de piel del cuello, alejándolo de su cuerpo como si manejara un problema particularmente peludo y ruidoso. El cachorro cuelga en el aire con las patitas delanteras contraídas, igual que un leoncito regañado por su madre, soltando un gruñido indignado que no intimida a nadie.

—Míralo —digo entre risas, limpiándome las lágrimas de la cara—. Parece que lo cargaras como si fueras su mamá.

—Sí, bueno, esta mamá tiene los pantalones arruinados —masculla Liam, mientras la criatura sigue pataleando suavemente en el aire, sin decidir si quiere morderlo de nuevo o simplemente rendirse al vaivén.

—Deja de quejarte, esta noche me invitas una cerveza y yo te arreglo los pantalones —digo mientras tomo al pequeño peludo entre mis manos. Ya está decidido, mi cabeza y corazón, traicioneros como siempre, le han puesto nombre. —Pero ahora, la pequeña Druantia y yo queremos irnos a dormir. ¿No te parece una buena idea? —pregunto en dirección a la pequeña mantícora, mientras abro la campera de abrigo, acomodándola en el interior.

La cría se acomoda con un suave suspiro, plegando las alas contra su lomo diminuto y se acurruca en mi pecho, como si hubiese estado esperando ese lugar toda la noche. Su ronroneo, tibio y constante, vibra contra mi clavícula.

—No estás hablando en serio... —gruñe Liam, todavía incrédulo—. Su madre debía medir al menos dos metros. Nadie en su sano juicio en Montrios te dejaría tenerla. Si alguien lo descubre, te la van a sacar y la van a vender en Geyr como si fuera una reliquia viviente. —Extiende una mano con cautela para acariciar la pequeña cabeza blanca, pero recibe un manotazo con sus pequeñas garritas que le arranca una mueca—¿Y ya le pusiste nombre? —resopla—. Te llevó menos del salto que dio sobre tu hombro para encariñarte con esta criatura. Vas directo al desastre.

Sonrío, sintiendo el leve peso de Druantia dormitando contra mi cuello mientras tiro del cierre de la campera hasta el cuello, dejándola oculta tras la calentita tela negra.

—Lo sé.

 

Nos adentramos en la ciudad bajo los primeros rayos del sol, caminando entre la neblina que se disipa sobre las calles adoquinadas y las casas blancas aún adormecidas. La mayoría de las chimeneas ya largan un hilo vivo de humo, y algunos vendedores comienzan a abrir las persianas metálicas de sus puestos, frotándose las manos contra el frío matinal.

—¿Quieres desayunar en casa antes de ir a dormir? Mamá seguro está esperando con chocolate caliente — pateo una piedra en el camino y la sigo con la mirada mientras repiquetea más adelante.

Mi abuelo fue pastelero, y aunque mamá no pudo elegir a qué cuadrante entrar, como la mayoría de las mujeres salvo algunas excepciones, yo incluidas en ellas, quedó relegada a las tareas del hogar, pero la cocina sigue siendo su fuerte. En las mañanas que siguen a una guardia, siempre me espera con facturas o tortas recién horneadas y una taza humeante de chocolate.

—Solamente digo que sí por los desayunos de Alanna. Tu madre cocina como los dioses —sonríe, enlazando su brazo con el mío—. Antes de esa cerveza que ya asumiste que tengo que invitar, —alza una ceja con falsa indignación— deberíamos informar al comandante lo de esta noche. Aunque, si me preguntas, ya deben estar al tanto o algo se traen entre manos.

Señala con la cabeza hacia unas cuadras más abajo, donde las tres chimeneas de la forja escupen fuego a pleno.

—Nunca están en producción tan temprano —comento en aprobación mientras empujo la puerta de casa, que chirría al deslizarse. El aroma a pistacho me golpea de lleno, haciendo rugir mi estómago.

—Buen día, cielo. ¿Qué tal estuvo la noche? —pregunta mi madre, depositando una taza humeante frente a la silla que siempre ocupo en la cocina—. ¡Oh, Liam! Qué alegría que estés aquí, querido.

Exclama con entusiasmo al verlo y, sin pensarlo dos veces, toma la taza que era para mí y la pone entre las manos de mi amigo. Le sujeta el rostro con ambas manos y besa su mejilla antes de empezar a preguntarle por su noche. Aprovecho que se tardará un rato adulándolo para escabullirme a mi habitación, con Druantia aún acurrucada dentro del abrigo. El calor que emana su pequeño cuerpo me adormece el pecho, y hay algo profundamente reconfortante en su presencia. Con cuidado, la saco y la dejo entre un nido improvisado de mantas de piel de liebre dentro del armario. La pequeña sigue profundamente dormida, apenas un bulto tibio y mullido entre las telas.

Me incorporo intentando hacer el menor ruido posible para no despertarla y salgo del cuarto, cerrando la puerta con sumo cuidado detrás de mí.

Vuelvo sigilosamente a la cocina y me acerco a la tetera, vertiendo su contenido en una nueva taza. Sacudo la cabeza ante la evidente debilidad de mi madre por este chico y me siento en la mesada, sin quitarles la vista de encima, mientras ella guía a Liam —que me observa con una expresión que claramente dice ¨sé que escondiste a la criatura¨— hasta la silla que antes me esperaba a mí. Sí, mi madre es una traidora. Doy un pequeño sorbo al chocolate caliente, sintiendo un ardor leve y punzante en el hombro izquierdo. Instintivamente lo rozo con la mano libre, convencida de que una de las diminutas garras de la mantícora debió rasguñarme al moverla. Alanna le da unas palmaditas en los hombros a Liam desde atrás y, cuando se gira hacia mí, me guiña un ojo con picardía. Luego hace un gesto de fuerza con los brazos y me lanza un pulgar hacia arriba, en clara señal de aprobación por los musculosos bíceps de mi amigo, que se marcan por debajo del uniforme.

—Mamá, qué diablos... —mascullo justo antes de atragantarme con el primer sorbo de chocolate. Salto de la mesada, tosiendo con fuerza por el líquido que bajó por el orificio equivocado y escucho el chirrido de la silla cuando Liam se levanta de un salto para ayudarme, agito una mano en el aire, negando con firmeza.

—No es nada, solamente tragué mal —digo entre toses, cubriéndome la boca mientras lanzo a mi querida madre una mueca clara y fulminante, no te pases. —A todo esto, ¿Roman está en casa? —agrego tras aclararme la garganta—. Quería hacerle unas consultas antes de que se vaya a la forja.

Necesito saber su opinión sobre la daga que llevo enfundada contra mis costillas. Tal vez, si sabe quién la forjo, podría dar con su dueño y así, en un futuro, no ahora, está de más aclarar, cuando Druantia ya sea adulta, pueda tener venganza por lo que acaba de vivir, si fuese por mí me aseguraría de que la tuviera hoy mismo, pero en algunas ocasiones los seres mágicos son misericordiosos bajo estándares que solo ellos entienden.

—No, hace poco más de una hora vino el comandante de la guardia a buscar a tu padre y a Roman para ir a la forja —responde mi madre—. Por la cara que tenía tu padre anoche cuando volvió de la guardia, y lo impaciente que estaba el comandante Campbell esta mañana, creo que esperan que los rituales de este solsticio sean más brutales.

Con una sola mirada a Liam, supe que pensaba lo mismo que yo, al diablo con la idea de dormir. Por los dioses y Caelan, seguramente él y Morrigan están conspirando, donde sea que estén, para robarnos la poca tranquilidad que nos queda.

Tomo tres bollos de pistacho todavía calientes, le lanzo uno a Liam y corro al cuarto con la excusa de volver por mi abrigo. La pequeña mantícora sigue dormida entre las pieles, pero de todos modos le dejo el bollo extra a un lado por si se levanta con hambre mientras no estoy, pero por lo dormida que esta no creo que eso pase en un buen rato, en algún momento tendría que pasar por la biblioteca a averiguar que comen, no creo poder alimentarla solo a base de tortas y espero con todas mis fuerzas que su única fuente de alimento no sea la carne fresca.

—¿Ya te embutiste un bollo entero, Maelys? —me reprende mi madre con una mirada acusatoria mientras paso delante de ella—. Por más prisa que tengas, creo que te enseñé mejores modales.

—Es que está muy rico —miento, evitando cruzar la mirada con Liam. Sé perfectamente que me está observando con esa expresión que me dice que tengo que ser más cuidadosa, y tiene razón. Si no empiezo a ocultar mejor a Dru, voy a terminar metida en un lío y ni siquiera estoy logrando ser sigilosa en el primer día.

—Liam, querido, el cuarto de los chicos va a estar libre. Si quieres, puedes dormir aquí. Después los despierto con algo de comida —dice mi madre mientras se limpia las manos con el delantal—. Si no van a acostarse ahora y van a dormir pocas horas, lo menos que puedo hacer es asegurarme de que tengas suficiente energía para seguir ejercitando esos músculos. Estás enorme, chico.

—Eh... gracias, señora Treshcom —Liam se rasca la nuca, visiblemente incómodo y sonrojado por el halago. —Si no es molestia, me gusta la idea.

Tiro de su mano para salir con prisa por la puerta, dedicándole una sonrisa burlona y recibiendo una palmada juguetona en la parte trasera de la cabeza a modo de respuesta.

—Por eso te atragantaste hace rato, ¿no? Tu madre te hizo algún gesto detrás mío, ¿verdad? —asiento entre risas, reviviendo la escena en mi mente — Dioses, las mujeres Treshcom van a terminar por arruinarme.

Ignoro el calor que sube por mis mejillas y escondo las manos en los bolsillos de la campera mientras caminamos calle abajo, rumbo a la forja. La estructura que se impone frente a nosotros no se parece en nada al blanco que pinta el resto de la ciudad. Es una fortaleza de piedra oscura, robusta y silenciosa, más parecida a lo que nos cuentan de Geyr. Nunca hemos pisado su ciudad; no tenemos permitido hacerlo. Solo conocemos lo que se ve desde las laderas y las historias que nos llegan por boca de los pocos de los nuestros que viven entre ellos.

La forja, en cambio, es lo más cercano a ese mundo prohibido, una mole de hierro y granito ennegrecido, con grandes ventanales arqueados que respiran calor y humo, y una doble puerta de metal forjado que parece demasiado pesada para abrirse sin esfuerzo. El olor a carbón y acero quemado impregna el aire incluso antes de llegar a la entrada, mezclado con ese zumbido constante que vibra en el pecho, el de martillos, fuelles y llamas constantes.

Frente a ella, varios caballos oscuros esperan atados a los postes. No son de Montrios. Sus crines trenzadas con cintas plateadas, los arreos de cuero pulido y las monturas altas hablan de otra procedencia, de Geyr.

Miro de reojo a Liam, que frunce el ceño. A ninguno nos parece normal esta situación, pero tampoco nos detenemos a analizarla. Cruzamos la doble puerta sin detener el paso. El calor reconfortante del interior nos envuelve de inmediato, me desprendo del abrigo y lo doblo con rapidez mientras me coloco firme, con las manos entrelazadas a la espalda. No miro a nadie en particular, aunque percibo las figuras que se mueven dentro del taller. En el otro extremo, Roman alza brevemente la vista desde la espada que está afilando y niega con la cabeza, con apenas un gesto imperceptible en sus labios, Vete.

Me mantengo quieta en postura militar con el pulso contenido.

—Buenos días, General Treshcom. Comandante Campbell —saludo, con voz clara—. Volvimos de nuestra guardia y nos gustaría reportarla.

—Cadete Treshcom —la voz de mi padre resuena con una autoridad filosa, acompañada por el tronar de sus dedos—. Esto se trata de una reunión privada. Lo que tengan que comunicar, lo harán de la manera habitual por la tarde.

—Lo siento, General —respondo, sin moverme un milímetro—. No pensé que una reunión privada —repito con énfasis, dejando la palabra flotar entre nosotros como una ofensa velada— se llevara a cabo en la forja, y no en la sala de reuniones del cuartel.

Mi tono es neutro, pero la intención es clara. Él lo sabe. Y yo también.

—No se preocupen, caballeros —interviene una voz desconocida, profunda y con un deje de autoridad que no necesita gritar para imponer respeto—. Ya dejamos en claro lo que queremos. Esperamos que esté todo listo para el fin de esta semana.

Un hombre fornido se incorpora, acomodándose las prendas negras. Al girarse, la luz revela una cicatriz que le cruza la mandíbula. No debe tener más de cincuenta años, pero el cabello negro y espeso lo hace parecer más joven. Si alguna vez creí que mi padre o incluso Liam estaban en forma, este tipo es otra liga. Su sola presencia desplaza el aire.

Da un paso hacia mí justo cuando un rugido de dragón sacude la estructura. El suelo vibra bajo nuestros pies y estoy segura que debe haber aterrizado detrás de los muros de la forja. Un segundo después, otro rugido—más agudo, más joven o quizás más lejos—acompañado segundos después por el batir violento de alas.

—Tic tac. Les quedan dos días —la voz arrogante de un segundo hombre se alza tras el primero, más joven y más mordaz.

Camina detrás del mayor con paso indolente, con la seguridad de quien nunca ha sido detenido. Otro temblor de mayor magnitud sacude la estructura cuando el segundo dragón toca tierra. Menos mal que estamos dentro, no quiero ni imaginar el tamaño de las bestias que los esperan fuera.

El primero sale sin mirar atrás. El segundo, en cambio, se detiene a mi lado. Me observa con descaro, de pies a cabeza, como si midiera algo más que mi estatura. Su mirada se detiene en mi cintura y luego asciende, lenta, hasta encontrarse con la mía.

No aparto los ojos. No parpadeo. No le doy el gusto.

Que vea lo que quiera, pero si espera sumisión, se va a topar con algo muy distinto. Arrogancia por arrogancia, puedo jugar ese juego y hacerlo mejor que él. No le tengo miedo. Y mucho menos respeto.

Sus ojos, de un marrón oscuro intenso, sostienen los míos con una chispa de diversión maliciosa. Tiene una complexión similar al primero—alta, ancha, poderosa—y el cabello oscuro cae en mechones rebeldes sobre un rostro tallado a golpes. Ríe con desprecio y luego sigue su camino hacia la salida, desapareciendo tras la hoja abierta por uno de los soldados de Geyr.

Chapter Text

Importunar al general no es algo que se perdone fácilmente, y menos si su mal genio es avivado por uno de sus hijos. La consecuencia fue inmediata, una semana entera de suspensión. Lo único rescatable es que, gracias a esto, estoy teniendo tiempo de sobra para observar y entender el ciclo de Dru.

Descubrí que prefiere dormir durante el día, sin moverse demasiado hasta pasadas las seis de la tarde. Pero en cuanto cae la noche, se transforma, su energía es arrolladora, casi imposible de manejar. Una de las mantas ya está hecha jirones de tanto que la muerde y tira de ella con sus pequeños colmillos.

Durante estos tres días apenas he visto a Liam, nuestra cerveza quedó postergada y solo pude verlo durante unos segundos fugaces, cruzándolo en los cambios de guardia dentro de la ciudad. Mientras que a mí me suspendieron, a él lo "castigaron" —irónicamente— con turnos diarios y horas extra. Seguramente termina agotado, pero con la cantidad de créditos que está ganando, vale la pena aguantar el castigo que mi padre, el glorioso general Treshcom le impuso.

Esta noche, al fin, nos juntamos con Li a tomar unas cervezas en Black Bird, el bar del centro de la ciudad, y no puedo arriesgarme a dejar a la pequeña en casa. Mi madre ya me viene reprendiendo por todo lo "extra" que estoy comiendo últimamente, remarcándome —con su increíble y siempre delicado tacto— que yo no soy precisamente una chica delgada como para andar engullendo todo lo que se me cruzara, creyendo que lo quemo solo por entrenar diariamente. Si supiera que en realidad todo lo que agarro para comer en mi cuarto es para una pequeña bestia que escondo en el armario, su delicado tacto al hablar sería lo más tranquilo que podría llegar a pasarme.

Hubo un tiempo en que sus complejos también me afectaban, pero hoy me siento feliz con las curvas de mi cuerpo. Más aún, sabiendo que un físico voluptuoso, con un buen entrenamiento, no solo me hace sentir fuerte, sino que despierta una llama bastante intensa en el sexo opuesto.

Me ato el cabello, que es una mezcla de ondas y rulos rebeldes, en una cola de caballo alta antes de tomar a la pequeña Dru en brazos y alzarla frente a mi cara.

—Necesito que te portes bien —la miro lo más seria que puedo, intentando no caer en la trampa de su ternura—. Vamos a ir a un lugar con mucha gente y tienes que quedarte calladita y quieta dentro de la mochila —señalo con un leve movimiento de cabeza el bolso que descansa sobre la cama.

¨Dioses, como si realmente pudiera entenderme, es solo un animal bebé¨. Un gruñido suave, casi indignado, brota de su garganta, como si hubiese escuchado mis pensamientos. Levanta las orejitas y, sin previo aviso, empieza a trepar por el frente de mi chaqueta, con las garras diminutas enganchándose en la tela. Suelto una risa ahogada y la bajo con cuidado antes de que me deje marcas o me deshilache la campera. Apenas sus patas tocan el suelo, da un salto ágil y se acomoda en la cama, justo al lado de la mochila, con las alas dobladas y el cuerpo hecho un ovillo.

—Perfecto —murmuro mientras me acerco para rascar el punto debajo de su mandíbula que tanto le gusta. Mueve la pata trasera en respuesta, ese gesto instintivo de querer rascarse en el aire ella misma me arranca una sonrisa, y la observo acomodarse como si ese fuera su lugar por derecho divino.

Abro el cierre de la mochila y, sin siquiera pedírselo, salta dentro. Sigue siendo muy pequeña, pero juraría que en esta semana pasó de medir diez centímetros de alto a casi veinte, ocupando ya la mitad del espacio. Salgo de casa lo más rápido que puedo, evitando cruzarme con mis hermanos o mi madre. No quiero darles oportunidad de hablar y que, por algún descuido, terminen viendo—o escuchando—lo que llevo dentro de la mochila.

Afuera, el viento es intenso y la temperatura cae en picada, estoy segura que, por la mañana, todo estará cubierto de escarcha. Las calles adoquinadas se encuentran suavemente iluminadas por las luces cálidas que se escapan de las ventanas, y tras subir unas cuadras comienza a oírse el bullicio del centro, más precisamente de Black Bird.

Dentro de la taberna, la temperatura se apacigua, dejando una sensación cómoda, casi de hogar. Al menos una vez por semana nos reunimos en la barra del fondo para beber un rato, lanzar unas dagas a las dianas y, de vez en cuando, salir con algún buen ligue. Pero esta noche, si alguien va a tener suerte, ese será Liam. Con la carga escondida en mi mochila, no podría, aunque quisiera, hacer nada más que tomar unas cervezas con mi amigo.

Me abro paso entre la multitud, ignorando las manos que se deslizan por mi cintura para detenerme y no necesito mirar para saber quién es.

—Buenas noches, Lys. Extrañaba verte por aquí —susurra en mi oído, rozando con sus labios mi oreja.

—¿La cerveza te envalentonó para volver a hablarme? —me doy la vuelta, quedando frente a Artús, por solo un momento me dejo envolver por el color miel de su mirada y sopeso la posibilidad de volver a estar una noche con él, pero solo sería complicarme más la vida, una de las cosas que más le gustan a Artús Ricland de mí, es que sea la hija del general.

— Vamos Lys, sabes que todo fue porque estaba frustrado de que no quieras una relación seria entre nosotros, no hay razón para que sigas marcando distancia. — Tira de mi cintura, acercándome aún más a su cuerpo.

— Te dejé bien en claro que no quería tener nada más contigo. Ahora muévete, que Liam me está esperando en la barra.

Le empujo el pecho con la mano y me zafo de su agarre mientras apuro el paso hasta estar con mi amigo, que observa la escena con una sonrisa pícara.

—Sigue sin entender que no hay más nada, ¿no? —mastica algo mientras niega con la cabeza—. Sabes que si quieres yo lo puedo poner en su lugar, hasta sería divertido.

—Ni te gastes —respondo, sentándome a su lado en el taburete—. En algún momento va a entrarle en la cabeza que no doy segundas oportunidades.

—Como digas —Ríe mientras se sienta a mi lado.— Ya te pedí una hamburguesa y unas papas fritas.

Sonríe de lado y guiña un ojo mientras me pasa su jarra de cerveza, la acepto con entusiasmo y le doy un largo trago, sin notar cuanto lo necesitaba hasta que el líquido ámbar empezó a discurrir por mi garganta.

Con la jarra de cerveza vacía sobre la barra y la mochila acomodada en mis muslos, siento cómo Druantia se mueve en su interior y abro apenas el cierre superior sonriendo al ver sus ojos brillantes devolviéndome la mirada desde adentro. Tomo un puñado de pistachos, los frutos secos que sirven como aperitivo en todas las mesas, y se los lanzo discretamente, recibiendo un ronroneo suave mientras los mastica con sus diminutos dientes.

—¿Pistacho, eh? —Liam sonríe, metiéndose un puñado de frutos en la boca.

—¿A qué te refieres? —frunzo el ceño, confundida, mientras tiro un par más dentro de la mochila.

—De acá en más, no se llama Druantia. Se llama Pistacho y si le sigues dando tantos, se va a poner verde. — Ríe mientras pide otra ronda de cerveza y se gana una de mis malas caras por el comentario.

La noche pasa como siempre, divertida y amena. Bebemos más de lo que deberíamos y reímos hasta que nos duele la panza. A lo lejos, a mitad de la noche, distingo a Ian con un chico. Me pone contenta verlo explorar lo que siente, soltarse un poco y disfrutar, solo espero estar presente cuando mi padre se entere... sigue siendo un hombre de las cavernas, por decirlo de una manera suave.

El reloj que está entre las bebidas marca que ya son más de las dos de la madrugada y sé que tengo que volver, a la mañana siguiente quedé para entrenar con Roman en la forja, antes de que empiecen los turnos, y si sigo tomando, lo único que voy a ganar es una resaca brutal.

—Se hizo demasiado tarde, debería ir volviendo —me pongo de pie y le lanzo a Liam una sonrisa descarada—. Además, creo que por allá atrás —hago un gesto con la cabeza— hay una pelirroja que no te sacó los ojos de encima en toda la noche.

—Calla... Vamos, que te acompaño —se toma de un trago lo que queda de su cerveza, apoya el vaso con fuerza sobre la barra y se apresura a alcanzarme.

—En serio, no hace falta, son poco más de siete cuadras—empiezo a decir mientras me encamino a la salida, pero él tira de mí y me frena justo antes de cruzar la puerta.

—Sígueme la corriente —susurra Liam, y antes de que pueda reaccionar me tiene atrapada.

Su mano roza mi mejilla, aparta un mechón de cabello detrás de la oreja y, en lugar de retirarse, desciende lentamente hasta mi mandíbula. Con un gesto suave pero firme, levanta mi rostro hacia el suyo. El aire se vuelve denso, pesado, y de pronto estoy consciente de cada detalle, el calor de sus dedos contra mi piel, el leve aroma a madera y cerveza que lo envuelve, y sus ojos verdes, que me miran con una intensidad que nunca antes había visto.

—Liam... —mi voz sale apenas como un murmullo, temblorosa, pero no me suelto.

Él sonríe apenas, una mueca traviesa que muere enseguida cuando baja la mirada a mis labios. Siento su respiración, cálida, chocar contra mi boca, y entonces ocurre. Sus labios se posan sobre los míos en un beso breve, demasiado breve, que me deja helada y en llamas a la vez. Pienso que se apartará, que hará una broma, pero no lo hace. Vuelve a besarme, más despacio, explorando, como si necesitara memorizarme. Esta vez mis manos reaccionan solas, buscando un punto de apoyo en su pecho y sintiendo como su corazón late acelerado bajo mi palma, tan rápido como el mío. El beso se intensifica. Su otra mano se desliza por mi cintura y me atrae contra él, eliminando el poco espacio que quedaba. La presión de sus labios aumenta, reclamando, pero con un cuidado que me desconcierta, como si temiera romper algo frágil y yo cedo, entregándome, dejando que mi boca responda a la suya, que el roce se vuelva caricia y que la caricia se vuelva una necesidad.

Cuando entreabre apenas los labios, siento un cosquilleo recorrerme entera. Me sorprendo correspondiendo, profundizando el beso sin pensarlo, sin medir las consecuencias. Mis dedos se aferran a su camisa, tironeándola, acercándolo aún más, mientras el mundo alrededor desaparece por completo, somos solo nosotros, no hay música, no hay risas, no estamos en la entrada del bar. Solo esta él. Solo estamos nosotros.

Me falta el aire, pero no quiero detenerme. Es como si cada roce, cada segundo, arrancara un pedazo de todo lo que nunca nos dijimos, y soy consciente de lo mucho que había deseado esto sin admitirlo.

Finalmente, Liam rompe el beso. Lo hace despacio, casi con pesar, rozando mi boca en un último toque antes de apartarse apenas. Queda tan cerca que nuestras frentes se rozan.

—Ahora sí —murmura con voz ronca, una sonrisa torcida pintando su rostro—, larguémonos de acá.

Se aparta lo suficiente para pasarme un brazo por los hombros, como si nada hubiese pasado. Pero mis labios arden, mi corazón late a destiempo y mis piernas tiemblan como si el suelo no estuviese firme.

Estoy tan atónita que no logro decir una palabra, él lo nota y un silencio incómodo se extiende entre nosotros, no es así como pensaba que podría llegar a suceder un primer beso con Liam.

—Lo siento si me pasé —rompe al fin, revolviéndose el cabello con un gesto nervioso—. Pero no querías que me encargase por las malas. Ese idiota no te sacó los ojos de encima en toda la noche y cuando te vio caminar hacia la puerta, él hizo lo mismo, necesitaba hacer algo.

—¿Necesitabas hacer algo? —alzo una ceja, incrédula—Así que decidiste, ¿qué? ¿Marcar territorio?

Doy un paso atrás con la incredulidad plasmada en el rostro. No fue lo que pensé. Por un segundo creí que era otra cosa, pero claro, seguía siendo su forma rebuscada de protegerme, de proteger a su amiga hermana chiquita, que ilusa que soy.

—¿Y encima me dices que necesitabas hacer algo? puedo arreglármelas sola Liam, no necesito que me estés haciendo de guardaespaldas.

Suelto un suspiro frustrado, sacudiendo la cabeza e intentando mantener a racha las ganas de pegar un puñetazo a la pared, mientras la rabia se mezcla con la confusión en mis venas.

—No es eso, Lys. Sabes que no quería... — replica, alzando la voz más de lo habitual, pero la baja enseguida, como si se arrepintiera—. No lo entiendes. No eres... —se interrumpe, frotándose la cara —. Pero tampoco fue nada. Ya sabes...

—¿No soy qué? —lo desafío, cruzándome de brazos — y no, no sé qué es esto.

Nos señalo a ambos mientras doy un paso más cerca de él, quedando a centímetros de su pecho cuando comienza a balbucear nuevamente

—Por el amor de Caelan Liam, puedes armar una oración completa.

Él aparta la mirada, como si estuviera atrapado entre lo que quiere decir y lo que cree que debería callarse.

—Olvídalo —masculla al final—. Solo quise evitar un problema.

—Pues me creaste otro —respondo con amargura sabiendo que ese beso, por insignificante que sea para él me acaba de trastocar la cabeza, no puedo dejar de reproducirlo en mi mente una y otra vez.

—Lys si me dejas puedo explicarme mejor— insiste y no puedo evitar suspirar con frustración—No fue nada— toma mi rostro entre sus manos —O en realidad sí lo fue, si lo es, pero no quiero complicarlo, aunque tampoco creo que solo tengamos una amistad, eso —señala en dirección al bar— eso no fue nada, no puedo fingirlo y por cómo me correspondiste, sé que no me estabas solo siguiendo el juego.

Sus palabras me detienen en seco, pero no le doy el gusto de que lo note.

—¿No? —pregunto con frialdad, aunque por dentro se me agita todo.

—No —responde, firme. Y luego, más bajo—. Aunque sé que no debería...

Roto el hombro cuando las punzadas vuelven a aparecer y me olvido de cualquier posible discusión al ver soldados de Geyr apostados por toda la calle. La desconfianza a esa milicia me pone en alerta y hace que me acomode la mochila delante del cuerpo, protegiendo a Druantia y abrazándola con fuerza, tal vez demasiada, porque escucho un gruñido apagado desde el interior.

—No, espera, acá hay algo que no está bien — observo de reojo como los soldados se mueven por los recovecos oscuros y llevo una mano a la daga que siempre está escondida en mi cintura— no entiendo que está pasando.

Estoy por continuar cuando noto que él aún no capta a qué me refiero, sigue con la misma mirada acunando mi rostro entre sus manos como si estuviese hablando sobre nosotros o sobre el beso. Niego con frustración y señalo con la mirada a los soldados.

—Me refiero a esto. ¡Está lleno de soldados Geyrenses!

—Cierto. —sus ojos se ensombrecen mientras baja las manos de mi rostro —Pensé que tu padre te lo habría mencionado. Estuvieron toda la semana entendiendo nuestra dinámica y ya no vamos a patrullar la ciudad de noche, solo el bosque, el resto se encargan ellos.

Instintivamente alzo la vista al cielo cuando una sombra oscura lo cruza, tapando las estrellas a su paso. Una de esas enormes bestias, un dragón sobrevuela la ciudad, lo que significa que aparte de soldados tiene que haber jinetes cerca.

El silencio se vuelve espeso entre nosotros y siento la daga en mi cintura como un recordatorio constante de que en este momento no puedo permitirme distracciones.

—Lys... —Liam da un paso hacia mí, bajando la voz—. No me mires así, yo solo...

—Déjalo, Liam —lo interrumpo, girando la cabeza para evitar que vea mi expresión. Si sigo sosteniendo su mirada, tal vez termine creyendo lo que no debo.

Él extiende una mano, como si quisiera alcanzarme, pero la retiro antes de que me toque.

—Prefiero volver sola a casa —digo al fin, tajante pero no cruel. Solo firme.

Su ceño se frunce, noto cómo aprieta la mandíbula, pero no me sigue. Se queda ahí, con los puños cerrados a los costados, tragándose lo que sea que estaba por decir.

Me acomodo la mochila contra el pecho y empiezo a caminar, sin volver la vista atrás mientras el ruido de mis pasos contra la piedra se mezcla con el batir de alas en el cielo que parecen seguirme hasta que cierro la puerta de casa detrás de mí.

 

----------------------------------------------------------------------

 

Resoplo mientras me saco un mechón sudado de la cara, todavía con la espalda contra la estera tras la última embestida de Roman. El entrenamiento había empezado tranquilo, pero ya vamos subiendo la intensidad y aún ninguno de los dos sangra, lo que es toda una novedad.

Me río al ver su sombra girando en círculos alrededor mío como un depredador divertido.

—Vamos, hermanita. Hoy estás floja, me estás decepcionando.

Y tiene razón. Toda la noche estuve en vela por culpa de Dru, que no dejó de gruñir ni un minuto saltando inquieta por la cama, y por mi cabeza, que no paraba de girar entre dos cosas, el maldito beso y la presencia de los Geyrense que invaden la ciudad como si les perteneciera.

Un hormigueo en el brazo me devuelve al presente. Me impulso con las piernas y salto para ponerme de pie, con un movimiento fluido que mi cuerpo conoce de memoria. Bloqueo el ruido mental, encierro todo dentro de una caja y me enfoco solo en Roman. Lo veo adoptar una postura que reconozco al instante, peso en la pierna trasera, los puños relajados pero listos, el torso levemente inclinado hacia adelante, está intentando engañarme con una falsa guardia baja. Me preparo flexionando rodillas, bajando el centro de gravedad y manteniendo los brazos sueltos pero atentos.

Se lanza sobre mí, con una ráfaga de puños que bloqueo uno a uno con los antebrazos, cediendo justo lo necesario para desviar la fuerza sin absorberla. Me muevo acompañando su ritmo mientras busco el hueco justo. Cuando lo encuentro, mi puño derecho vuela directo a su mandíbula. El impacto lo hace retroceder un paso y se lleva la mano al mentón, gira el cuello como si intentara destrabar algo, y me lanza una sonrisa torcida.

—Uff... eso tuvo que doler, ¿no, hermanito? —le devuelvo el comentario en su mismo tono.

Puedo ver cómo se le enciende la mirada. Ahora va en serio.

Apenas veo el cambio en su postura, salto sobre la mesa de trabajo a mi derecha, uso el impulso para girar en el aire y lanzo una patada con la bota directo a su espalda baja. El golpe le arranca un gruñido y lo derriba.

—¿Y ahora quién está flojo? ¿En serio no la viste venir? —le pincho. Quiero que se desconcentre. Si consigo que reaccione emocionalmente, si empieza a actuar sin pensar, ya lo tengo. En un combate real, si dejas que te entren en la cabeza, estás muerto.

Pero antes de que pueda saborear la ventaja, la respuesta me llega, no con palabras, sino con movimiento. Roman se abalanza sobre mí como un rayo. Estoy tan enfocada en sus manos que no veo los pies. Me barre con una patada baja, limpia y el mundo se pone de lado, floto un instante antes de caer de espaldas contra la estera con un golpe seco que me arranca el aire de los pulmones. El dolor vibra por toda mi columna pero Roman no me da respiro. Me sigue al suelo y me presiona el antebrazo contra la garganta, bloqueando mi respiración. Su rostro está cerca, jadeante, y aun así encuentra espacio para la burla.

—Buena idea eso de pincharme los cojones —me susurra antes de besarme la frente.

Pongo divertida una mueca de asco por la muestra de cariño y canalizo toda mi rabia en un golpe con el puño al costado de sus costillas. El primer impacto lo deja sin aliento, el segundo lo obliga a soltarse y rodar hacia su lado ileso. El dolor desgarrador en mi hombro izquierdo irradia con cada movimiento, descendiendo hasta la mano, pero lo ignoro.

Resoplo mientras lleno mis pulmones con una bocanada de aire que me arde y me lanzo encima de él. Me monto sobre su torso, rodillas clavadas a los costados, y le meto un puñetazo en la mejilla derecha. Escucho el chasquido seco del impacto y sonrío.

Victoria para mí, ya tiene la cara marcada de ambos lados.

Roman reacciona con la velocidad de un rayo. Me agarra del brazo, rueda con un giro técnico y explosivo, y me derriba con un golpe en la boca que me parte el labio. Siento el sabor metálico en la lengua. Aprieta mi brazo, lo retuerce, lo sube a la espalda, y caigo sobre el costado del rostro, atrapada entre el suelo y su amarre.

Pero aún me queda una carta.

Doy un cabezazo hacia atrás, con toda la fuerza que me queda. Siento el crujido inconfundible, le rompo el cartílago de la nariz o al menos le dejo un buen recuerdo.

Su agarre se afloja de inmediato y lo aprovecho para quedarme fuera de su alcance, rodando, sin quitarle los ojos de encima. Me incorporo con un movimiento doloroso y paso un dedo por mi labio sangrante, negando con la cabeza.

—Buen intento, pero te sigue faltando cintura Rom.

Un zumbido me eriza la piel cuando una daga pasa silbando a escasos centímetros de mi cara. Estaba dando por terminada la pelea, pero al parecer acaba de empezar una nueva.

En un abrir y cerrar de ojos, mis manos vuelan hacia las dagas enfundadas de mis muslos. Extraigo una y la lanzo sin pensarlo, en la misma dirección de la que vino la que casi me corta la mejilla. Me quedo con la otra empuñada, en guardia y lista para defenderme.

—¿Se puede saber qué haces, Liam? —digo sin apartar los ojos del frente. Él está cruzado de brazos en la entrada de la forja, mirándonos con seriedad, pero sin decir una palabra.

—Oh, no fue él. —Responde una voz que viene de apenas unos metros más allá, justo desde donde surgió la daga.

Una figura se separa de las sombras junto al muro, con un aire de hastío casi teatral. El mismo jinete arrogante de la otra vez, imposible olvidar ese cuerpo extremadamente musculoso, la mandíbula cuadrada, aunque esta vez lleva la barba más crecida y esa actitud totalmente irritante. Apunta con la cabeza hacia su derecha, donde mi daga se ha incrustado profundamente en una viga de madera, a centímetros de su cara.

—Ya me estaba aburriendo y quería ver qué hacías. —Su tono es desenfadado, como si vernos entrenar fuera tan interesante como observar a dos niños tirarse barro. Y, sin embargo, no aparta los ojos de mí—. Buena puntería... para no darle a nada.

—Yo diría que acerté bastante bien —le replico, con una sonrisa que muestra todos mis dientes—. No era mi intención matarte. Si quisiera hacerlo, lo haría de frente.

Paso lentamente la hoja de la daga por el borde de mi oreja, con una sonrisa ladeada.

—Pero te dejo una linda marca de recuerdo.

Lo observo llevarse la mano a la oreja, y al ver el hilo de sangre que mancha la piel de sus dedos, arquea una ceja, como si la herida le causara más molestia estética que dolor real. Pone los ojos en blanco y se despega de la pared con desgano, dirigiéndose hacia Roman sin dedicarme una palabra más.

—Lo que faltó del pedido de ayer. Para hoy, si es posible —le dice, extendiendo la mano con evidente fastidio.

Antes de que Roman pueda reaccionar, le arranco la bolsa de las manos y la sostengo yo misma. Pesa más de lo esperado, lo que me hace pensar que hay dentro, pero el tintineo seco del metal en su interior no me deja lugar a dudas, dagas.

—"Buen día" y "por favor" serían unas palabras que me gustaría escuchar de tu boca alguna vez —digo, sosteniendo la bolsa delante de mí y soltándola justo antes de que su mano la alcance, dejándola caer con un golpe seco a sus pies.

El metal choca entre sí con un eco que resuena en la piedra y él sonríe de medio lado, agachándose delante de mí para recogerla. Lo hace despacio, deliberadamente, sin despegar la vista ni un segundo de mis ojos. Cuando se endereza, se inclina más de la cuenta, su perfume invade mi espacio personal y no puedo evitar remarcar en mi mente que huele a cuero y menta.

—Créeme, esas no son las únicas palabras que te gustaría escuchar de mi boca —susurra, tan cerca, que la piel se me eriza sin permiso al sentir el roce de sus labios en mi oreja. —Hasta la próxima semana, Treshcom. – dice mirando por encima de mi hombro a mi hermano y se aleja sin más, altivo como la primera vez que lo vi.

Sale por la puerta como si nada, y el silencio se instala en la forja. Nos quedamos inmóviles, escuchando cómo el batir de alas del dragón se aleja, vibrando en los cimientos del edificio y entonces, me permito mirar a mi alrededor.

Los primeros rayos del sol de la mañana se filtran por los altos ventanales arqueados de la forja, tiñendo de dorado el polvo suspendido en el aire. Las largas mesas de piedra están cubiertas de armas en diferentes etapas de construcción, espadas a medio templar, hojas esperando ser afiladas, cuchillos con empuñaduras envueltas en cuero crudo. El olor a metal, hollín y aceite arde en la nariz. El corazón del taller es un amplio espacio central de unos siete metros cuadrados, despejado, con la estera de entrenamiento que Roman y yo usamos algunas mañanas. A un costado, el fuego aún ruge en la boca del horno, lamiendo con llamas anaranjadas las paredes de ladrillo negro.

—No tienes ni idea de quién es, ¿cierto? —Roman rompe el silencio. Su tono es entre atónito y exasperado—. Claro que no. Ni siquiera tú serías tan imprudente de hablarle así si lo supieras.

Me giro para mirarlo, todavía sin entender el alcance de sus palabras.

—¿Qué quieres decir?

Roman se pasa una mano por el cabello, como si intentara ordenar sus pensamientos antes de que exploten.

—Es el maldito príncipe de Geyr, Lys.

El calor se me escapa del cuerpo de golpe. Siento que la sangre huye de mi rostro y mis dedos se entumecen como si me hubiese zambullido en agua helada. Dos veces lo había desafiado. Una lo herí. Y todo sin saber quién era.

Pero ya no puedo retractarme y, a decir verdad, no me importa el título que tenga. El respeto se gana.

—No lo sabía. Pero tampoco voy a tratarlo entre algodones después de su comportamiento —respondo con firmeza. Camino hacia la pared, arranco mi daga de la viga y la enfundo con un gesto rápido—. ¿Qué le diste? ¿Y qué es lo que quería la otra vez?

Liam, que había estado inmóvil todo este tiempo, se mueve en silencio hasta el fuego y coloca la tetera sobre el hierro caliente. Evita nuestra conversación con precisión quirúrgica, pero no se va. Al contrario, se acomoda cerca. Y si, lo conozco, va a escuchar hasta la última palabra.

 

Chapter Text

Estamos sentados alrededor de la mesa, cada uno con una taza humeante entre las manos, dejando que el silencio se estire como una cuerda tensa entre los tres. Roman da vueltas por la sala como un animal enjaulado, mascullando palabras que no logro descifrar en voz baja, con una expresión tan cargada de fastidio que parece a punto de explotar. Finalmente, después de varios intentos fallidos por escaparse del tema, suelta una maldición entre dientes y se deja caer en una de las sillas. El gesto lo dice todo, entendió que no vamos a dejarlo zafar tan fácilmente, o por lo menos yo no voy a dejarlo pasar, pero decido darle un respiro para que acomode sus ideas, así que me giro hacia Liam, que sigue sentado como una estatua, con la mandíbula apretada y los ojos clavados en el líquido oscuro de su taza, como si pudiera adivinar el futuro en los posos del café.

—¿Se puede saber por qué estás tan serio y callado? —le lanzo con una ceja arqueada y la voz cargada de sarcasmo—. Pudiste haber dicho algo antes. No sé, una advertencia, una seña, un miserable hola, antes de que me lanzaran una daga a la cabeza.

Liam no contesta enseguida, por el contrario, aspira hondo por la nariz y luego exhala como si soltara la presión de una caldera. Se pasa una mano por el cabello, despeinándolo aún más, y al fin levanta la vista hacia mí. Su expresión está tan cargada de algo indescifrable que intento encasillarlo en culpa, frustración y hasta tal vez algo de resignación, pero la verdad es que no estoy tan segura y eso me obliga a frenar el sarcasmo antes de seguir atacando.

—La lanzó precisamente porque quise avisarles que estaba él —toma un sorbo de su café—. Cuando llegué, ya estaba encaramado sobre la puerta, y me dijo que, si los interrumpía, volaría una daga a tu cabeza —pasa una mano por la cara con evidente frustración—. Cuando vi que la situación con Roman se les estaba yendo de las manos —hace un gesto hacia mi labio—, di un paso al frente. Y lanzó la maldita daga, es un psicópata.

—Entonces esta actitud taciturna, ¿No tiene nada que ver con lo de anoche?

Una parte de mí suspira aliviada, como si esa simple posibilidad bastara para desanudar el peso en el pecho, para sostener la idea de que las cosas entre nosotros no han cambiado, al menos no para mal. Liam me sostiene la mirada apenas un segundo antes de apartarla, clavando los ojos en su taza medio vacía.

—No —responde al fin, casi en un murmullo—. Pero eso no significa que no haya cambiado algo.

Siento como si me tirasen un balde de agua de deshielo y el silencio vuelve a instalarse entre nosotros, denso, cargado de cosas que ninguno se anima a nombrar. Estoy por decir algo —quizás una excusa, o una broma para aligerar el ambiente— cuando Roman, desde su silla, golpea la mesa con los nudillos.

—Bueno, basta de miraditas incómodas. ¿Qué carajos pasó anoche?

Su tono es más directo que cortante.

—Nada que sea de tu incumbencia, Roman —lo reprendo con la mirada, firme, mientras cruzo los brazos sobre el pecho. Él levanta las cejas con fingida inocencia, pero no digo más, en cambio, me aclaro la garganta pasando los dedos sobre el borde de mi taza —. Y volviendo al tema principal de todo esto... ¿Qué está pasando? ¿Qué es lo que les están dando semanalmente y por qué hay Geyrenses en nuestro pueblo?

Roman apenas abre la boca, pero se detiene cuando Liam suelta un suspiro. Justo cuando creo que va a contestar, mi hermano se levanta de golpe y salta sobre la silla, con una expresión de júbilo que no le vi ni cuando ganó su primer combate, pasando su mirada entre nosotros.

—¿¡Se besaron!? ¿Es eso? —Extiende los brazos en alto como si acabara de resolver un misterio milenario—. ¡Bueno, ya era hora!

—No es eso —respondo con los dientes apretados—. Me sacó de un aprieto con Artús, nada más. Y ahora deja de querer cambiar de tema.

Empujo la pata de su silla con el pie, logrando que Roman pierda el equilibrio y tenga saltar para no irse de espaldas al suelo junto con la silla.

—¡Ey! ¡Agresiva! —gruñe sentándose de una vez por todas y separándose del alcance de mi pie—. Está bien, está bien. Pero que sepas que yo lo vi venir desde hace rato, no sé qué estaban esperando.

—Roman —. Lo fulmino con la mirada.

Se encoge de hombros, resignado, y por fin suelta el aire en un largo suspiro.

—Está bien, les cuento. Pero sepan que lo que está pasando es más complicado de lo que parece, hay muchas cosas que no se me comparten y no empezó esta semana.

Frunzo el ceño e inclino ligeramente la cabeza, indicándole que continúe. Liam, a mi lado, se mantiene en silencio, pero la postura tensa de sus hombros me confirma que ya sospecha que no es nada bueno.

—Lo único que sé —Roman continúa, con tono más grave—, por lo que yo hago en la forja, es que se están armando como para abastecer a todo un ejército, nuestro padre no me pasa más información que esa, solo que pedidos hay y cuando entregarlos.

Se levanta y camina hacia el fondo de la forja, levantando la mano en un claro gesto de que esperemos, lo sigo con la mirada hasta que vuelve con una espada aún a medio terminar, sosteniéndola con cuidado, como si fuera algo más que metal y fuego. En la empuñadura, aún sin pulir, resalta un trisquel tallado con precisión, el símbolo de los dragones de Geyr.

—Cuando fundimos el acero para hacer estas, estamos agregando néctar de estramonio, lo mismo que para afilarlas, no nos dejan usar agua en la piedra, solo estramonio—la seriedad se acentúa en su rostro—. Y están pidiendo que tallemos el emblema de sus dragones en cada arma, porque no son solo espadas, también están encargando dagas, puntas de flecha, lanzas y hasta los escudos están siendo lustrados con néctar.

Admiro el trabajo de forja, pero no me pierdo en los detalles. La imagen se queda grabada en mi mente, girando junto a todas las piezas sueltas de este rompecabezas que empieza a tomar una forma inquietante.

—Pero ahora —Roman agrega tras una pausa, cruzándose de brazos—, extraoficialmente, la vez que interrumpieron a primera hora de la mañana, estaban hablando de algo más. Algo sobre que todo en el mundo tiene un equilibrio, que hay profecías en marcha. Y que, si alguien asesinaba a un dragón, ellos devolverían el ataque, no sé por qué me sonó más a una advertencia al General Treshcom que otra cosa.

Se hace un silencio denso.

—A nuestro padre no le hizo ninguna gracia, estaba por responder cuando ustedes dos entraron —agrega, con un susurro casi reverente.

Mi estómago se revuelve y veo a Liam moverse frente a mí, como si también le recorriera el mismo escalofrío.

—¿Estás diciendo que alguien amenazó con matar a un dragón? —mi voz suena más baja de lo que pretendía.

Roman se limita a asentir.

—No lo dijeron con esas palabras. Pero cuando los Geyrenses empiezan a hablar de equilibrio y represalias, sabes que no es por un simple incidente, menos si empiezan a usar estramonio, es el veneno que se usó en la gran guerra, está prohibido.

Nos quedamos en silencio, solo el chisporroteo del fuego de la forja llenando el espacio.

—Y están buscando a un marcado —agrega Roman mientras vuelve a tomar su taza de café, como si no acabara de lanzar una piedra al centro del lago calmo o un balde de gasolina a un incendio.

El silencio que le sigue es absoluto.

—¿Un marcado? —pregunto, sintiendo cómo mi pecho se cierra de golpe y el aire se escapa de mis pulmones.

—Sí —dice sin mirarme, como si supiera que no necesita hacerlo—. También de eso se habló en la reunión con la realeza Geyrense. Mencionaron algo como que alguien se escapó al llamado y se está manteniendo oculto—. Se encoge de hombros — Esa parte no la escuché muy bien porque Owen estaba martillando una espada, y luego dijeron que hay una alteración en el ritmo natural, por eso están las patrullas. No es solo por vigilancia o logística. Están rastreando a alguien.

Siento que Liam se tensa, pero no dice nada, se encuentra más callado que de costumbre y más con toda la información que estamos recopilando. Mis dedos se aferran con más fuerza a la taza intentando canalizar todo lo que no puedo decir en este momento.

—¿Y saben quién es? —mi voz apenas es un hilo, aunque no sé por qué pregunto si ya sé la respuesta.

Roman me observa por fin con sus ojos más serios de lo que lo vi en semanas.

—Si lo supieran, esa persona no estaría viva, creo que saben que no es un nativo de Geyr.

La puerta de la forja se abre de golpe, de una patada inesperada que añade más tensión al ambiente ya cargado por nuestra conversación. Las hojas metálicas resuenan al golpear contra las paredes y en el medio de ellas aparece una figura con los brazos en alto.

—¡Buen día, estrellitas! La tierra les dice hola —anuncia Ian, entrando con ese aire teatral y la energía desbordante que lo caracteriza. Se mueve con gracia exagerada, balanceando las caderas como si cada paso fuera parte de una coreografía. — O bueno, puede que no sea un buen día para ustedes —añade al notar nuestras expresiones tensas—. ¿Qué sucede?

Se acerca a la mesa, ignorando la incomodidad flotante, y se deja caer en la silla libre a mi lado. La luz de la mañana tiñe levemente de dorado su piel bronceada y las pecas marcan toda su cara. Trae una bandeja con medialunas recién salidas del horno, el inconfundible gesto de nuestra madre, que nunca se olvida de las mañanas de entrenamiento.

—No son cosas por las que debas preocuparte —responde Liam con un tono suave, intentando traer algo de calma al ambiente—. Tenemos más trabajo del habitual, y tus hermanos casi se rompen entre ellos —agrega, señalando nuestras caras con una sonrisa ladeada. Me lanza una mirada cómplice y, al pasar de mis ojos a mis labios, me guiña un ojo.

La sonrisa que le devuelvo es genuina, le agradezco en silencio por ayudar a desviar la conversación.

—Por otro lado, Ian, ¿Cómo va el colegio? —pregunta mientras se levanta para prepararle un café—. Me contaron por ahí que no tan bien como debería. ¿Necesitas una mano?

—Bah, qué decirte —responde Ian, cruzándose de brazos con gesto exagerado mientras sube los pies a la mesa.

—Ian, los pies abajo —le digo, dándole una palmadita en las rodillas.

Saca la lengua como si tuviera cinco años, pero termina bajando los pies con una sonrisa descarada.

—El colegio va bien, según mi propio calendario académico —agrega, encogiéndose de hombros.

—Eso no suena a buenas noticias —dice Liam mientras le acerca el café.

— ¡Claro que sí! —dice Ian con una energía tan desbordante que casi vuelca la taza—. Estoy cursando lo importante, técnicas avanzadas de evasión de clases aburridas, gestión emocional frente a exámenes sorpresa y, lo más fundamental, optimización del tiempo libre para no perderme ninguna fiesta, o experiencias de... —  Agita los codos hacia la cadera con un vaivén exagerado, repitiendo el gesto varias veces mientras sonríe con descaro, como si la insinuación necesitara más aclaración— ¡Último año, hermanos! No me puedo permitir desperdiciarlo estudiando.

—Qué visión tan, educativa — comento, tratando de sonar seria, pero ya me estoy riendo.

—Me lo tomo en serio, eh. Tengo que dejar una huella. El gran Ian ¿te suena? —dice, señalándose el pecho con orgullo — bueno, puede que no, hay partes de mí que no conocen, y lo de, gran, tiene varios significados. — junta las manos y comienza a separarlas lentamente, con una sonrisa cargada de intención.

—¡Ian, basta! Eres un simio – Ahora si empiezo a reír con fuerza mientras le empujo el hombro con la mano.

—Te van a recordar, sí. Como el que repitió por faltas injustificadas —acota Roman desde la otra punta, sin contener la risa.

—¡Eso es envidia! Porque ustedes eras alumnos modelo y ahora nadie se acuerda de su existencia escolar, no dejaron ningún legado —Contesta sin perder el ritmo—. Salvo Lys, pero solamente por tu habilidad de romper narices con los puños y entrar en el cuadrante de guardia hermanita. Yo, en cambio, soy leyenda viva. ¿Quieren pruebas? Pregunten en dirección al rector.

—Seguro tienen tu foto pegada en la pared, con una nota que dice "prohibido dejarlo sin supervisión" —murmura Liam.

Ian hace un gesto dramático, llevándose una medialuna al pecho como si fuera una puñalada.

—¡Calumnias y difamación! Ustedes no entienden. Este año es sagrado. Bailes, competencias, desafíos. No pienso perderme ni una oportunidad. Estudiar, sí, obvio. Pero vivir, hermanita, vivir es más importante.

No puedo evitar reírme, esa forma tan suya de ver la vida, como si fuera una aventura constante, tiene algo contagioso. Y por un momento, la pesadez de todo lo que habíamos hablado antes se disuelve un poco.

—Y por otro lado, nadie me asegura que el cuadrante que elija me guste realmente —nos apunta con la taza como si brindara—. Así que prefiero que los dioses marquen mi destino. Si Morrigan no me protege en esta batalla, que Caelan me ilumine, después de todo, es el dios de la fuerza y...— Hace una pausa dramática antes de lanzarle lo último de su medialuna a Liam con puntería impecable—. De la pasión.

Tengo que admitir que, por una vez, tiene un punto. Elegir un cuadrante no garantiza que fuese lo correcto, ni que el trabajo sea de nuestro agrado. Y una vez tomada la decisión, no hay vuelta atrás.

—Ahora, dejen de cambiar de tema. Sé que soy alguien muy importante en sus vidas. — Se cruza de brazos – Pero ¿Qué está pasando?

El silencio que sigue no es incómodo, pero sí cargado. Todos evitamos mirarnos directamente y mis dedos juegan con el borde de la taza mientras intento ordenar las ideas antes de empezar a contarle todo lo que estuvo pasando esta semana.

 

Chapter Text

Después de pasar parte de la mañana en la forja, nos marchamos cuando comenzaron a llegar el resto de los compañeros de Roman, no tuve oportunidad de volver a hablar con Liam, pero tal vez un poco de distancia entre nosotros sea lo correcto, necesito procesar lo que sucedió anoche sin sentirme presionada.

Necesito buscar tranquilidad y silencio. Necesito un momento de paz, que el mundo deje de empujarme y sé que en el único lugar que lo voy a encontrar es el santuario. Las calles empedradas brillan bajo los rayos del sol, recibiendo las últimas horas de la mañana con un aumento agradable de la temperatura. Agradezco que hoy sea el día de ofrendas a Sucellus, nuestro dios de la justicia y la buena fortuna. Como todos los lunes, la mayoría de los devotos estarán reunidos frente a su monumento, encendiendo velas, elevando agradecimientos y pidiendo favores. Mi refugio, en cambio, permanecerá casi desierto.

Camino despacio, disfrutando la luz que se filtra entre los tejados y dibuja sombras en la piedra por donde su brillo no llega. El aire huele a pan recién horneado y cada paso sobre la calzada me acerca más al extremo este de la ciudad, donde el templo de Caelan se alza, majestuoso. Su arquitectura de piedra y cristal parece reflejar el cielo mismo; la puerta principal mira al este, siempre expectante al primer rayo de sol, mientras la salida se abre hacia las montañas del oeste, lugar donde el día muere y da comienzo la noche. El templo de Nixmae está tan solo a unos metros, con sus puertas exactamente en la misma distribución, pero su arquitectura es puramente de piedra a excepción de su techo abovedado y abierto al cielo. Alguna de estas noches voy a llevar a Druantia a conocerla, aunque también debería llevarla al templo de la diosa por la que le puse su nombre.

Empujo la pesada puerta de piedra y el mundo exterior se apaga; solo el eco de mis pasos rompe el silencio.

La luz inunda el interior como un río dorado. El mármol pulido refleja destellos que parecen fuego líquido y en el centro del templo, la gran estatua de Caelan domina la estancia, el dios del sol eterno, el fuego que transforma, y la pasión en todas sus formas. La piedra clara se tiñe de cobre donde la luz la acaricia, sus brazos se alzan hacia el cielo, abiertos, como si sostuvieran la bóveda de cristal, la túnica tallada parece moverse con el viento de la mañana, dejando todo el torso al descubierto con unos impecables abdominales labrados y el rostro... el rostro es un misterio, sus rasgos están cincelados con precisión, una mandíbula fuerte y cuadrada, unos labios tentadores, pero a partir de ahí un leve difuminado se funde con la silueta del sol que está por encima, ocultando su verdadera apariencia.

Me acerco en silencio y tomo una cerilla del cuenco de ofrendas, con su aroma a resina llenando el aire. Enciendo una a una las velas a sus pies y mi pecho se comprime, con la misma sensación de siempre al encender la primera vela. Las llamas crepitan y, por un instante, parecen inclinarse hacia la estatua, como si reconocieran a su dueño.

Me siento en el suelo y el frío del mármol contrasta con el calor que se filtra desde los fogoneros. La luz se derrama sobre la figura divina, delineando cada músculo esculpido, cada vena que el artista supo plasmar en la piedra. Los brazos extendidos hacia el firmamento parecen prometer fuerza y, al mismo tiempo, consuelo y protección, porque eso es lo que siento cada vez que estoy en este lugar.

Las llamas de las velas titilan y proyectan un halo dorado sobre mi rostro. Cierro los ojos mientras me recuesto en el frío mármol y, por un momento, me dejo envolver por la calidez que emana de la estatua y del recuerdo. Un calor que no quema, pero que tampoco me permite escapar del todo de esos destellos que se esconden en lo más profundo de mi ser.

En el silencio, casi puedo imaginar el sonido del sol en movimiento, un murmullo grave, como un corazón latente en la bóveda celeste. Me pregunto si así se sentía cuando los dioses caminaban entre nosotros, como si fueran una fuerza que ilumina, pero que también devora.

Luego de lo que me parecen unos pocos minutos abro los ojos, pero la luz cambió de ángulo, lo que me indica que seguro me quedé dormida, porque el sol está en su punto más alto y parece coronar la cabeza de la estatua con un círculo ardiente. El dios del día mira hacia su propia fuerza. Yo, pequeña frente a su grandeza, solo puedo respirar y dejar que esa luz, la suya, la de él, me atraviese y por un instante, no sé si estoy rezándole o implorando su presencia.

 


 

—Si no les molesta, voy a terminar de cenar en mi cuarto —finjo mirar el reloj de la pared—padre debe estar por llegar y, con lo de la suspensión, prefiero no cruzármelo hasta que se calmen las aguas.

Mamá sonríe con un dejo de pesar antes de asentir y desearme buenas noches; es mejor para todos si nuestro padre está tranquilo y, a decir verdad, yo tengo la intención de escabullirme a cazar un rato con Dru. Necesito encontrar otras opciones de alimento para ella y, aunque intenté investigar en la biblioteca sin levantar sospechas, los textos apenas mencionaban una dieta carnívora, nada más concreto.

—Lys, mañana entrenamos, ¿no? —la voz de Roman me frena en mitad del salón.

—Por supuesto, te concedo la revancha, Rom —sonrío de lado y le guiño un ojo solo para provocarlo.

—Si voy temprano, ¿puedo sumarme?

—No.

—No.

Respondemos Roman y yo al unísono. Amo a mi hermano menor, pero para los entrenamientos de combate no es precisamente el mejor candidato.

—Oh, vamos, no sean aburridos —Ian se deja caer en la mesa con un dramatismo que solo él puede lograr.

—No es por aburridos —replico, sin dejar de sonreír—, pero no quiero terminar otra vez con los labios y la lengua hinchados porque decidas poner ají picante en mi botella de agua para hacerte el gracioso.

—Eso fue épico, estabas roja, Lys —ríe mostrando todos los dientes, celebrando como si hubiera ganado una apuesta.

—Deja de reírte, imbécil —añade Roman con un malestar evidente mientras se cruza de brazos—. No entrenas con nosotros porque no podemos confiar en que no hagas esas estupideces; así de simple, madura un poco, por Caelan.

—¿Qué yo madure? —Ian se pone de pie con las manos apoyadas en la mesa—. ¡Si hace dos noches me desperté con una lagartija corriendo por mi pe...!

—Ya basta —la voz de mamá corta el aire cuando golpea la mesa con la mano de forma autoritaria—. Muchachos, yo los crie mejor que esto, ¿Qué les anda pasando?

Aprovecho su intervención para escabullirme hacia la escalera, conteniendo la risa mientras la veo plantarse entre ellos con las manos en la cintura, lista para seguir sermoneando.

—¿En serio, Roman, una lagartija? —suspira, dándoles una mirada que los fulmina—. ¿Y de dónde sacaste el chile picante, Ian? si me entero de que saqueaste mi alacena vas a estar en serios problemas.

Ian se rasca la nuca, culpable, y ahora sí no puedo evitar reírme mientras subo los escalones de dos en dos con la madera crujiendo bajo mis botas. Al llegar a mi cuarto cierro con llave y, por si acaso, empujo el escritorio contra la puerta; puede sonar exagerado, pero no quiero arriesgarme a que alguno de mis hermanos use la copia de la llave. Respetamos la privacidad, sí, pero la regla es clara, si no respondemos al tercer llamado, cualquiera puede entrar para comprobar que todo esté bien. La impusimos después de que, en diferentes ocasiones, Ian y yo termináramos inconscientes por algún ataque de ira de nuestro padre; los golpes en la cabeza no siempre dejan un moretón visible.

— ¡Esa es mi chica! — la felicidad se escapa en mi tono de voz cuando Dru empieza a refregarse entre mis piernas, acariciándome con todo el lomo y enroscando la cola en mis pantorrillas. Rasco su cabecita y me acuclillo para dejar el plato de comida en el suelo. No llego a apartar siquiera la mano cuando se lanza a devorar el plato de pollo y vegetales; se supone que es carnívora, pero come las zanahorias como si se le fuera la vida en ello.

Mientras ella termina, me estiro a buscar el carcaj en el armario, ajusto el cuero contra mi pecho con la hebilla de metal fría rozando mi clavícula. Meto las manos en los huecos del armario y saco dagas; las deslizo en sus fundas en la cintura y los muslos con movimientos mecánicos, una en el muslo derecho, otras dos en mis costillas, como siempre, la más pequeña en la bota y una junto al hueso de la cadera por si hace falta un corte rápido. El frío del metal contra la palma me tranquiliza, siento el peso exacto de cada hoja, el balance perfecto que guardan años de práctica. Aprieto las correas para que no bailen, ajusto un último broche y dejo que el sonido de las hebillas sea el único ruido mientras Druantia termina su plato y me mira, expectante, con la cabeza ladeada, como pidiéndome permiso para salir a correr.

Me agacho y le acaricio el lomo en un gesto breve de complicidad; su gruñido contento me confirma que está lista. Cierro el armario con una sonrisa en mi rostro y tomo el arco apoyado en la pared. Druantia se enrolla junto a mi bota, lista para saltar, y yo doy un último vistazo a la puerta empujada por el escritorio, a la luz que se filtra por la rendija, antes de meter a Dru en la mochila y salir por la ventana. Camino lo más rápido que puedo por las tejas y sonrío al sentir como la cabeza de la pequeña mantícora se asoma por mi hombro mientras me balanceo desde el borde del techo al suelo. Caigo con un suave golpe, amortiguándolo al flexionar las rodillas y obligándome a que absorban el menor impacto posible.

Corro a la espesura de los árboles y, una vez ocultas por las sombras, dejo salir a Druantia que se adentra aún más, disfrutando de su momentánea libertad; a veces me olvido de que su instinto es gobernar los bosques.

Estamos bordeando la ciudad en silencio, camuflándonos entre las sombras del bosque lindero a las montañas de Geyr que se alzan hacia el oeste. A lo lejos, tal vez a unos cien metros, se escuchan las risas de unos niños. Es tarde para que estén jugando al aire libre, todavía no estamos en el mes de toque de queda, pero todos sabemos que de todas formas no es lo más seguro estar fuera cuando anochece.

Silbo, imitando el sonido de un pájaro nocturno, y Druantia aparece corriendo entre los árboles. Me acuclillo en el suelo mientras se acerca y la empujo dentro de la mochila para que pueda refugiarse; ella se enrosca sin protestar con un ronroneo contento, y cuando me acomodo la siento caliente contra mi espalda. Es buena compañera para ser sigilosa y la pequeña aprende rápido; no tuve que hacer mucho esfuerzo en explicarle que con ese sonido necesito que se esconda donde le indique.

Avanzo por la línea del bosque, en dirección a las risas; a lo lejos, detrás de los muros de las casas, distingo la residencia de los Pottis y a los pequeños gemelos, Boris y Tomás, jugando con sus espadas de madera en el patio trasero, mientras su madre, la señora Lina, los vigila desde la cocina con la cortina descorrida. Vuelvo a internarme de a poco en las sombras y el ruido de una rama romperse hace que me frene en seco; ese pequeño crujido a mi derecha me congela. Hago silencio, conteniendo el aliento y quedándome inmóvil, aguzando el oído mientras otra rama se rompe y solo un segundo más tarde pisadas en el follaje. No estoy sola.

Miro a mi alrededor buscando algún lugar que pueda usar de base panorámica y me decido por el alcanfor que está a unos metros más adentro en el bosque. Sé que me estoy alejando de los niños, pero prefiero tener un buen escondite y sus hojas perennes me van a servir de camuflaje perfecto. El invierno deja a casi todos los árboles pelados y trepar un pino me dejaría demasiado a la vista.

Salto, agarro la primera rama, me balanceo con el torso y, cuando tengo impulso, enrosco las piernas; con los árboles grandes lo más difícil es encontrar buenos puntos de apoyo, pero fuerzo los brazos hasta sentarme y sigo subiendo. Tras unas cuantas ramas encuentro mi mirador: desde allí veo a los gemelos jugar y toda la franja de bosque que los rodea.

Estoy por convencerme de que los ruidos eran de un animal, cuando entre las sombras veo aparecer la figura que no quería ver: una chica con el uniforme negro de Geyr. No pierdo de vista la mata de rulos oscuros mientras camina por el bosque. La chica se mueve con precisión, se agacha, y por instinto tenso el arco, cargo una flecha y la monto contra la cuerda. Este es mi desahogo, mi querida actividad extracurricular y de venganza propia. Observo, cierro los ojos un momento para centrarme y vuelvo a mirar. Con un gesto de los dedos, la mujer dibuja hilos de hielo en el aire; al apoyar la palma en la tierra esas hebras se entrelazan con el suelo y empiezan a correr como raíces vivas hacia el patio donde juegan los niños, sin saber del peligro que los acecha.

Me revuelve el estómago el desprecio y el asco que siento en estos momentos; es una más del montón que practican magia a costa de vidas humanas, otro de los tantos geyrenses que no respetan en lo más mínimo nuestras vidas, se creen seres superiores y no les importa siquiera la vida de dos chicos.

No lo pienso y apunto con el arco, acomodo mi codo en la posición correcta, alineo la muñeca con el hombro y siento la tanza fría en los dedos. El grito de Boris me desconcentra un momento de mi objetivo; lo observo levantar la espada de madera en un gesto triunfal y en la ventana de la cocina veo enmarcada la cara de la señora Lina, sonriendo con el juego de sus hijos. Pestañeo rápido y vuelvo a focalizarme en mi objetivo, respiro, calmando las pulsaciones y retengo el aire hasta encontrar el punto preciso a donde va a ir mi flecha; exhalo, vaciando por completo los pulmones, y suelto.

Doy a mi objetivo, la primera flecha entra limpia en el hombro derecho. La veo doblarse y agarrar el brazo que le cae totalmente inerte; sé que su articulación está destrozada.

Ella se gira con rabia y pánico en los ojos, buscando mi posición, pero sé que no va a encontrarme. Tenso otra flecha y cuando vuelve a agacharse con el brazo bueno extendido al suelo, lanzo la segunda, que se clava en su bíceps izquierdo, no en el hombro.

—Mierda —mascullo sin dejar de observarla, sabiendo que me apuré demasiado.

Todo su cuerpo se tensa aún más y jadea, mirando desesperada a todo su entorno mientras la magia entre sus manos tiembla.

—Vete y no me hagas hacer esto —le digo, sabiendo que desde mi posición no hay forma de que mi súplica llegue a sus oídos, pero espero que sí le llegue a Morrigan; le ruego a nuestra diosa que esta mujer vuelva a Geyr por donde vino y no vuelva a pisar Montrios.

Tenso nuevamente el arco, preparándome para el caso de que nadie escuche mis plegarias. No se retira y agradezco haberme puesto un paso por delante de la situación; la escucho gritar e inmediatamente su propio poder se desborda: de sus pies brota un círculo de hielo que se extiende en anillos, levantando escarcha en un avance rápido y voraz hacia el patio. El pánico me estruja el pecho. Si ese anillo alcanza a los chicos no habrá marcha atrás. Apunto de nuevo sintiendo el pulso en mis oídos; mi intención ya no es herir de forma limpia, es detener la magia. Suelto la tercera flecha con todo lo que tengo y da directo a su punto vital. La veo recibirla en el pecho, clavándose en su corazón, y sé que esta vez no va a poder causar más daño. El círculo de hielo se quiebra y se retrae mientras su antigua dueña se desploma en el suelo.

—Maldita sea, el día que conozca a un solo geyrense bondadoso van a llover estrellas.

Bajo del árbol con cuidado y una vez en el suelo Druantia asoma la cabeza por la cremallera, lanzando una mirada inquisidora mientras ronronea contra mi cuello.

—Quédate dentro un rato más, solo dame unos minutos, Dru —le susurro, recibiendo un gruñido bajo en respuesta.

Tengo que llevar el cuerpo al interior del bosque donde no lo encuentren con facilidad; si tengo suerte, a unos cientos de metros puedo encontrar un aljibe y tirarla dentro, pero no puedo dejarla tan cerca de la ciudad. Esta es la parte más engorrosa de todas, aunque por suerte es una mujer menuda, no voy a tener que arrastrarla todo el trayecto.

Me agazapo junto al cuerpo y observo unos minutos más a los gemelos, que siguen en su juego a tan solo unos metros, y por un segundo me invade la necedad de imaginar un mundo en que la paz y la armonía no sean solo una palabra vieja; suspiro y aprieto los dientes porque sé que para que eso ocurra faltarían centenares de años y no voy a vivir para ello.

—Está bien, vamos a terminar con esto —murmuro, más para darme valor que para quien sea; deslizo las manos por debajo de los tobillos de la mujer y comienzo a arrastrarla, dejando que la sombra del bosque nos cubra. Druantia salta de la mochila al suelo y corre, oliendo el aire, haciendo pequeños círculos alrededor del cuerpo como una cazadora que no quiere perder la presa de vista. Juego y caza a la vez; la veo perseguir las extremidades lánguidas mientras la arrastro y, cuando se cansa, se deja caer sobre el torso de la geyrense con toda la calma del mundo, como si estuviera tomando asiento en un sofá, completamente ajena a la gravedad moral que envuelve mi acción.

Suelto los pies de la mujer y me agacho; si la sujeto por el torso podré cargarla al hombro sin problemas y terminar con esto más rápido. Solo cazamos una liebre esta noche y no creo que haya sido suficiente para saciar a Druantia; todavía necesita comer más.

Estoy por levantarla en mis hombros, pero Dru se pone a tironear de una de las manos, jugueteando con sus dedos como si fuesen cordones.

—Basta, Dru; suéltalo —susurro extendiéndome hacia ella para apartarla, y entonces arranca el dedo índice con un tirón seco. —¡Escúpelo ahora!

Druantia lo sostiene entre sus fauces, lo examina con ese brillo de bestia que tiene cuando algo le parece alimento o trofeo, y antes de que pueda reaccionar se lo traga de golpe.

—¡Puaj, qué asco!— Finjo una arcada, pero no dista tanto del revoltijo que siento en mi estómago.

Su gruñido indica que para ella fue todo lo contrario.

 

Chapter Text

—¡Maelys Treshcom! —escucho el grito de mi padre justo cuando estoy por cruzar la puerta hacia la calle.

Después de una semana de suspensión por haberle "faltado el respeto" al general —como él mismo lo definió con su habitual grandilocuencia—, había logrado esquivarlo casi por completo. Cuando no estaba ocupado con los asuntos de seguridad de la ciudad, se encerraba con los comandantes para atender las divinas preocupaciones de Geyr. Sabía que gran parte de sus esfuerzos por desviar las búsquedas hacia el pueblo y no hacia nuestra casa tenían como fin protegerme. O quizá proteger su reputación.

Unas noches atrás lo escuché gritar en la cocina mientras discutía con mamá. Decía que todo era culpa de ella, que seguramente había hecho algo mal durante el embarazo, o simplemente, que yo era una deshonra; que le había advertido que se deshiciera de mí al enterarse de que estaba embarazada. Todo como si hubiera sido mi decisión tener esta marca en el hombro.

—Papá, ¿Qué necesitas? Estaba por salir a patrullar el bosque. Liam ya debe estar... —mi voz se apaga de inmediato ante su mirada. Intento acomodar la mochila con la pequeña Druantia en la espalda; no había forma de que se quedara en casa, no solo porque su pico de energía estalla por las noches, sino porque, de alguna manera, me reconforta tenerla a mi lado, siendo mi sombra y saltando a mi alrededor.

—¿¡Que qué necesito!? —su voz se eleva, afilada, con ese tono que siempre anticipa lo peor, y golpea la pared con un puño a escasos centímetros de mi cara—. ¡Necesito que dejes de comportarte como una maldita deshonra para esta familia!

Su aliento, cargado de furia contenida, me golpea como un latigazo y clavo la vista en el suelo.

—Papá, solo estoy...

—¡Silencio! —gruñe, señalándome con un dedo como si quisiera atravesarme—. Cada vez que abres esa boca, empeoras todo. ¿Te crees tan especial? ¿Por qué te marcan esas cicatrices en la piel? ¿Por qué te ronda un dragón invisible? No eres más que una anomalía. Un error. Un asco. —Frunce la nariz con desprecio.

Sus palabras me caen como una serie de bofetadas. Me quedo inmóvil, con las manos aún detrás de la espalda, protegiendo a Dru, que tiembla en la mochila; siento sus pequeñas garras traspasar la tela contra mi columna.

—¿Sabes todo lo que tuve que hacer para evitar una inspección en esta casa? —continúa, caminando de un lado a otro como un animal enjaulado, furioso consigo mismo—. ¿Cuántas mentiras, cuántas reuniones, cuántas veces tuve que tragarme el orgullo para que no vieran lo que realmente eres?

Cada palabra es una daga, certera y cruel. No levanto la vista; ya aprendí que eso solo lo enfurece más.

—No puedes seguir desafiando a todos como si fueras intocable —escupe—. No eres nadie sin este uniforme. Nadie sin mi apellido. Y si sigues haciéndome quedar como un imbécil frente a los altos mandos, te aseguro que lo vas a pagar. No tolero más este comportamiento. No en esta casa —se inclina hacia mí, su voz convertida en un susurro venenoso, más cruel que cualquier grito—. Ahora, fuera.

No me permito reaccionar. Solo salgo por la puerta, recibiendo un portazo a mis espaldas. Me detengo a unos metros de mi casa, con los puños tensos a los costados, y respiro hondo, intentando contener las lágrimas que se amontonan detrás de mis párpados y los puntos negros que se dibujan en los bordes de mi vista. Cualquiera pensaría que, a mi edad, ya debería defenderme. O que simplemente debería irme de esa casa. Pero las cosas en Montrios no son tan simples, mucho menos cuando tu padre es el alto general de la guardia y no hay forma de que vaya a dejar a mis hermanos solos en esta situación.

Mi madre, por su parte, aunque nos protege y nos defiende dentro de lo que puede, sabe que sigue enamorada de él, y por eso siempre encuentra una forma de justificarlo, de perdonarlo: el claro ejemplo de que el amor es ciego. Aunque quizás no sea solamente eso; tal vez no está dispuesta a renunciar a la comodidad y pasar a un nivel de vida más austero, incluso si eso significa convivir con la sombra de su violencia.

Cuando por fin me animo a abrir los ojos, unas manos conocidas se apresuran a envolver mi rostro. La mirada preocupada que me encuentra no necesita palabras. Sabía que Liam iba a estar afuera esperándome. Pero parte de mí deseaba que, por una vez, se hubiera demorado, para darme tiempo de recomponerme antes de enfrentarme a su preocupación y ternura.

—¿Quieres hablar de lo que sea que haya pasado ahí dentro? —pregunta, acariciando con el pulgar mi mejilla y barriendo con ese gesto la única lágrima rebelde que se escapó de la comisura de mis ojos.

Una leve negación de mi cabeza es lo único que necesita para que baje sus manos. En silencio, entrelaza una de ellas con la mía y deposita un beso en mi frente antes de dar un paso atrás.

El ardor punzante en mi hombro izquierdo me recuerda que sigo cargando con Dru, y el peso constante empieza a pasarme factura, sobre todo en los días más tensos.

—Déjame llevar la mochila —dice en voz baja, tanteando una de las correas—. Por lo que pesa, diría que Pistacho está adentro.

Un gruñido ronco, claro y directo, le responde desde mi espalda.

—Pensé que con el tiempo se acostumbraría. Ya van tres veces que te ve —tiro de las correas, acomodando el peso principalmente en el hombro derecho para amortiguar el dolor del izquierdo—, pero creo que cada vez se está volviendo más territorial.

—Puedo decir que, en algún punto, la entiendo —murmura mientras caminamos en dirección a la playa—. No es fácil tener que compartirte.

Esbozo una sonrisa y continúo con la marcha. No quiero insistir en las profundidades de ese comentario. Desde el beso en Black Bird, ambos nos esforzamos por ignorarlo, esquivando el tema, cada uno por sus propios motivos, y no creo que este sea el momento para exponer nuestros sentimientos.

Cuando me aseguro de que nadie puede vernos y ya dejamos la ciudad atrás, me agacho para soltar la mochila. Quiero ver cómo reacciona Druantia al contacto con la arena y el mar. No estoy segura de si los conoce, pero este me parece un buen momento para dejarla ser libre por un rato, dejarla escapar de las cuatro paredes de mi dormitorio o de la sofocante tela del bolso donde suelo esconderla.

Con un salto ágil, se desliza fuera de la mochila y se planta frente a Liam, agazapada, levantando apenas los mofletes y mostrando los dientes en un gruñido gutural. La escena me arranca una sonrisa y, cuando le rasco debajo de la mandíbula, agita sus alas tensas contra el cuerpo y se restriega contra mi brazo, ronroneando en respuesta antes de salir disparada hacia la orilla, directo al mar.

—¡No te metas al agua! —grito, corriendo detrás de ella mientras juega a cazar las olas que se retiran de la orilla, esquivándolas con agilidad cada vez que regresan a arremeter contra la arena.

La escena rebosa ternura. Liam suelta una carcajada sonora justo cuando una ola logra alcanzarla, mojándole las patas. Dru arruga el hocico, levanta una de sus patas delanteras con evidente asco y la sacude frente a su cara, indignada, para luego acercarse a mí y sacudirse con fuerza, desplegando las alas y dejando que un par de plumas salgan volando por la intensidad del movimiento.


El patrullaje por el bosque transcurre con total normalidad, a excepción de las luciérnagas que siguen a Druantia en el camino, y que ella, divertida, se dedica a intentar atrapar con las garras y la boca, cerrando los dientes en el aire con un audible chasquido.

Pasadas unas cuantas horas desde que los últimos rayos del sol se escondieron en el horizonte y dieron lugar a las estrellas, nos sentamos alrededor de una fogata, cocinando uno de los animales que Liam cazó con su impecable puntería con el arco, y con mi pequeña leoncita durmiendo profundamente junto al fuego, después de haber masticado mucho más de lo que creía posible que su pequeño cuerpo pudiera soportar. Las horas de caminata y juego finalmente la dejaron rendida; tal vez debería implementar caminatas nocturnas más seguidas para que agote su energía y deje de convertir las patas de madera de mi cama en blanco de sus garras y dientes.

Entre la calma y la comodidad que me rodean, no me percaté de que mi hombro izquierdo había quedado al descubierto, con la blusa caída por el calor de la fogata. Ya sin necesidad de los cueros de abrigo, el contacto con la brisa nocturna pasó desapercibido, hasta que sentí los dedos de Liam deslizándose suavemente sobre mi piel, acariciando las ondulantes líneas que marcan mi hombro.

—Algún día vas a ser honesta conmigo sobre esto —susurra, con la mirada fija en mi marca.

—Ya sabes la historia. Fue una mala decisión de tatuaje, después de unas cuantas cervezas cuando estaba en la escuela —respondo con naturalidad, pero él niega con la cabeza. Suspira, cerrando los ojos por un instante, frustrado.

—No, Lys. Las tenías desde mucho antes de eso —sus ojos se clavan en los míos con una intensidad que no me animo a desafiar—. Las vi cuando apenas eras una niña. Desde la primera vez que te vi, cuando tenías cuatro años.

Reprimo una sonrisa. Toda nuestra historia se agolpa en mi pecho, y sobre todo, el momento exacto en que nuestra amistad comenzó. Él tenía siete años y yo, aun siendo tan pequeña, ya buscaba meterme en problemas. Era el funeral de su madre, quien había sido amiga de la infancia de la mía. Recuerdo acercarme al ataúd para acompañar a mi madre en la despedida, y cómo el anillo con esmeraldas en la mano de la difunta me había llamado la atención. Con un movimiento rápido, lo tomé. Liam, sentado en primera fila, se dio cuenta de inmediato. Más tarde, cuando ya estábamos en el fondo de la sala, se me acercó y me dijo que, sinceramente, quedaba mejor en mi dedo gordo que bajo tierra, pero que por favor no lo perdiera.

Desde entonces, me empeñé en seguirlo como una sombra. Cada vez que lo veía, me acercaba solo para mostrarle que aún tenía el anillo. Y él... él pasó a cuidar de mí. En un momento de su vida en el que necesitaba que lo cuidasen y le dieran cariño, volcó todo eso en mí.

—Sé que tiene que ver con lo que hablaba Roman en la forja —dice, mientras me acomoda un rizo rebelde detrás de la oreja—. Pero quiero escucharlo de tu boca. Todo lo que ya sospecho, y que, en el fondo, ya sé.

—Lo sabe solo mi familia, Li —clavo la mirada en el fuego, buscando una escapatoria, cualquier rincón donde esconder las palabras que estoy a punto de soltar. Decirlo en voz alta, frente a alguien que no sea de mi sangre, se siente como abrir una herida que apenas logro contener—. Nací con la marca. No entiendo por qué... y no la quiero. Es solo una razón más para que mi padre me desprecie. Y si alguien más se entera... no solo yo corro peligro.

Levanto la mirada y la clavo en la suya, con la intención nítida de que me escuche más allá de las palabras.

—Van a comercializar con la información, o van a matar a todos los que amo por haberlo ocultado. Son precios que no estoy dispuesta a pagar. Y tengo suerte, suerte de que incluso ahora, con la edad que tengo... él... o eso, no sé cómo llamarlo, no me haya reclamado todavía.

—No te va a pasar nada —su mano acaricia mi mejilla con una ternura que me desarma.

—No lo sabes —respondo en un susurro, bajando la vista hacia nuestras rodillas, apenas rozándose—. Y si ese momento llega a pasar... tengo que estar preparada. Pero no sé cómo.

—Sumaremos más entrenamiento, saldremos a correr —mira a nuestro alrededor, como si buscara una solución escondida entre los árboles—. Algo inventaremos, por si acaso. Pero realmente creo que eso no va a pasar. Vas a estar siempre segura, aquí, conmigo en Montrios. Estaremos tranquilos, porque seguramente sea solo un error. Una mancha de nacimiento, y nada más.

Sus palabras intentan calmarme, pero en el fondo ocultan un miedo que reconozco demasiado bien: el temor de que, si llega a suceder, no pueda con ello. Que no tenga la fuerza. Que no lo merezca. Que el dragón no me elija.

Pero la ternura con la que intenta protegerme, su necesidad de creer que todo es una equivocación, me deja desarmada. Con sentimientos encontrados, sin saber cómo catalogar lo que crece y ruge dentro de mí con lo que dicen y ocultan sus palabras.

—Y no tendría que haberme limitado solo a ese corto beso en el bar —susurra, con la mirada clavada en mis labios antes de que encuentre palabras para responder—. No tuve la valentía para demostrar lo que realmente quería.

Su mano se desliza de mi mejilla a la nuca, enredándose con delicadeza en mi cabello. No se apura; se inclina hacia mí con la lentitud de quien sabe que este instante cambiará todo lo que somos hasta este momento, dándome espacio para retroceder si quisiera.

Pero no lo hago. Llevo una mano a su pecho, arrugando su camiseta con los dedos, tirando de él con una urgencia suave, guiándolo hacia mí. Nuestros labios se encuentran, al principio con cautela, luego con una entrega que se siente correcta. La calidez de su boca se funde con la mía; nuestras lenguas se rozan, despacio, reconociéndose con la familiaridad de algo largamente deseado.

Su brazo libre me envuelve, tirando de mi cuerpo hasta sentarme sobre él, mis piernas rodeando sus caderas. Su aliento se mezcla con el mío mientras el beso se vuelve más profundo, más sostenido. Pero no hay apuro, no hay voracidad. Es tierno, pausado. Una intimidad construida sobre la confianza, no sobre la urgencia o la lujuria.

Mis dedos se enredan en su cabello buscando más —más cercanía, más certeza, más de lo que aún no sé cómo nombrar—, pero su respuesta es solo una caricia sutil de su lengua contra la mía y el suave descenso de su mano por mi espalda hasta posarse en mis caderas. Aprieta con dulzura, guiándome contra él, provocando un leve roce que nos arranca un suspiro compartido.

El calor de su cuerpo me envuelve, y aunque nuestros labios siguen enredados, mi pecho late con una impaciencia que no se refleja en él. Sus manos recorren mi espalda con ternura, pausadas, como si temiera romper algo frágil. Y, en cierta forma, tal vez lo soy.

Pero mientras lo beso, buscando esa corriente eléctrica —ese cosquilleo en el estómago, esa sacudida de alma—, lo único que encuentro es calma. Es cómodo y seguro, como estar en casa en una noche fría. Me acerco un poco más, moviéndome sobre él, esperando provocar algo que me desarme por dentro, algo que me saque el aire.

Él responde con un suspiro, con un beso más profundo, cálido y dulce. Me sorprendo pensando que tal vez debería estar sintiendo más, deseando más.

Justo cuando intento empujar el pensamiento hacia un rincón oscuro de mi mente y perderme en la suavidad de su boca, un súbito tirón en su pierna lo hace soltar un pequeño quejido de sorpresa y se aparta de golpe.

—¡Dru! —exclamo, entre una risa ahogada y la vergüenza.

La pequeña criatura está aferrada con fiereza al pantalón de Liam, sus colmillos hundidos con torpeza en la tela mientras deja escapar un gruñido ahogado que más parece un chillido molesto.

—Creo que estoy siendo atacado —dice Liam, riendo mientras trata de sacarse a Druantia de encima—. ¿Esto cuenta como una señal de los dioses?

—Más bien una advertencia —murmuro, aún sentada sobre él, pero con la tensión disipada.

Me bajo con cuidado, rotando suavemente mi hombro izquierdo por la contractura y recogiendo a Dru en brazos mientras ella aún lo mira con sus ojillos centelleantes de celos o territorio, quién sabe.

Él se acomoda la ropa, sacudiendo un poco la pierna, y me lanza una mirada cargada de ternura. Yo le sonrío, pero algo dentro de mí se encoge. Porque él está aquí, lo tengo frente a mí, me cuida, me elige. Y, aun así, no sentí esa chispa que pensé que debería sentir.

No es lo que imaginé que sería.

Chapter Text

El solsticio llegó quizás demasiado rápido. La tensión se percibío en el aire desde el primer instante en que el sol se asomó por el horizonte esta mañana, y todo aquel que salía a la calle en su rutina diaria —ya fuera para trabajar o por algún recado— se apresuraba a volver y tapiar las ventanas de la planta baja, asegurarse de tener todo lo necesario para pasar la noche y, sobre todo, no quedarse solo. Quienes viven sin compañía buscan con antelación en qué casa de vecino o familiar resguardarse.

En pocas horas, nuestra ciudad parecerá abandonada, con las calles adoquinadas libradas a la suerte de los Geyrenses y sus dragones.

Estoy tapiando la última ventana de la planta baja cuando un grito agudo me sacude el pecho y me arranca de golpe del pasillo. Viene desde mi habitación y el corazón se me desboca por la posibilidad de que alguno de mis hermanos la haya visto, deje a la pequeña Druantia durmiendo tranquila bajo mis sábanas, cuando mi madre me llamó para ayudarla a colocar las barras metálicas tras la ventana, asegurando la casa para el solsticio. Todavía no es su horario de hiperactividad y no es normal que se despierte tan temprano, pero el corazón me late desbocado por la posibilidad mientras subo las escaleras lo más rápido que puedo.

Entro corriendo, cerrando la puerta de un portazo con el impulso y patinando sobre el piso de madera en medias. Me detengo justo a tiempo para no estrellarme contra el borde de la cama. La escena que se desarrolla ante mí parece salida de una obra teatral absurda, Ian está trepado sobre mi cómoda, en equilibrio precario, pateando el aire como si estuviera en plena batalla. Frente a él, Dru, con las alas medio desplegadas, da saltitos juguetones y lanza zarpazos al aire, claramente obsesionada con los cordones sueltos de sus botas.

—¡Haz silencio, Ian! —corro hacia él, le tomo la muñeca con fuerza y tapo su boca con la otra mano antes de que vuelva a gritar.

Su respiración es agitada y tiene los ojos desorbitados por el pánico. Lo siento tensarse mientras clavo los pies en el suelo para equilibrarnos. Él no baja ni un centímetro.

—¿Qué demonios es esa bestia, hermana? —susurra finalmente contra mi palma, temblando de dignidad herida. Se esconde medio cuerpo detrás de mí en cuanto bajo la mano, como si yo pudiera protegerlo de una criatura con colmillos y alas.

Druantia, agazapada ahora entre los pliegues de las sábanas caídas, nos observa en silencio. El gruñido que suelta es grave para su tamaño, vibrante, pero más advertencia que amenaza. Sus alas tiemblan ligeramente al plegarse contra el lomo y sigue con los ojos clavados en Ian como si todavía no decidiera si es una presa o un nuevo juguete.

—No es una bestia —respondo, bajando la voz y acercándome a ella con suavidad—. Es Druantia. Y claramente no le simpatizas.

—¡Claro que no! ¡Intentó arrancarme un pie! —chilla aún sin tocar el suelo.

—Intentó cazar tus cordones —lo corrijo, agachándome para rascarle a Dru detrás de la mandíbula, en el lugar que sé que la relaja. Ella responde al instante, ronroneando con fuerza y restregándose contra mi brazo.

Ian la observa desde lo alto con una mezcla de horror y fascinación.

—Tiene... ¿plumas? ¿Y alas? ¿Y garras? Por todos los astros, ¿de dónde sacaste esto?

—De la mochila. Y antes de que preguntes, no. No es un experimento. No la robé. Y no se la pienso devolver a nadie —le dedico una sonrisa ladeada mientras me acomodo sentada junto a Dru—. Es mi leoncita. Aunque si sigues gritándole, puede que aprenda a reconocer tu voz como señal de peligro.

—Encantador —resopla Ian, bajando de la cómoda con el cuidado de quien esquiva una mina—. Una mantícora de bolsillo. Sabes lo ilegal que es esto, ¿verdad?

—¿Y tú sabes lo imposible que es decirle que no? —le respondo sin apartar la vista de la criatura, que ahora persigue un bicho invisible por el borde de la alfombra.

Ian suspira con una derrota teatral en cada línea de su postura.

—Los dioses me van a matar —murmura, y luego, resignado, se sienta en la cama con un quejido—. Al menos dime que no escupe veneno.

—Todavía no —sonrío con inocencia, lista para bromear un poco—. Pero está aprendiendo.

—Pues que aprenda lejos de mí —masculla Ian, acercando una mano dubitativa hacia el lomo de Druantia como si fuese una bomba de relojería—. ¿Hace cuánto que tienes a esto?

—Esto tiene nombre, y se llama Dru —la alzo en brazos con cuidado, con esa fuerza ya casi automática que uno desarrolla cuando convive con una criatura que no deja de moverse ni en sueños. La acerco a Ian, para que vea que no hay nada que temer—. Hace un mes. Lo que no te contamos esa mañana en la forja es que encontramos a una mantícora asesinada. Y al terminar el recorrido esa noche, la encontramos a ella, jugando entre los restos.

—Y entonces decidiste hacer caridad quedándotela —le rasca el hocico con la punta del dedo, con una mezcla de cautela y desaprobación, arrugando el ceño mientras la examina—. Lo que no sé es qué vas a hacer con ella cuando crezca. Nunca vi una en persona, pero las leyendas dicen que pueden medir hasta dos metros de alto y a eso le tienes que sumar las alas.

—Gracias por la clase de zoología —respondo, mientras Dru, orgullosa, acepta con la barbilla en alto los mimos, girando apenas para mostrar su mejor perfil.

Durante unos segundos reina una paz precaria. Ian, creyéndose en control de la situación, se envalentona, pasa su mano entre las orejas y le sacude la cabeza con entusiasmo, revolviéndole los pelos de su casi inexistente melena con dedos confiados.

Error de principiante.

Druantia chasquea los colmillos en un tarascón seco, sin llegar a morder, pero lo suficientemente cerca como para que Ian suelte un chillido ahogado y se eche hacia atrás, sacudiendo la mano como si quemara.

—¿Estás segura de que es hembra? —pregunta mientras se frota el dorso de la mano contra el pecho con la dignidad herida y un tono quejoso—. Es demasiado osada para ser una nena. Si fuera hembra de verdad, debería ser, no sé, tranquilita. Mimocita. Especialmente con los hombres. ¿No funciona así con los perros?

Lo miro, incrédula.

—¿Realmente acabas de decir eso?

—¿Qué? Es lo que dicen todos los entrenadores. Las hembras son más cariñosas, más obedientes. Incluso las humanas suelen ser más delicadas. Bueno, casi todas —me lanza una mirada significativa, claramente burlona.

—Ella no es un perro, Ian. Es una mantícora. Una criatura mágica nacida para sobrevivir en condiciones brutales. No para sentarse a que le rasquen la panza ni para obedecer silbidos.

Dru, como si entendiera perfectamente lo que digo, se sacude en mis brazos con un bufido altivo, estirando las alas con un pequeño destello de arrogancia felina antes de acomodarse de nuevo.

Ian frunce el ceño, pero hay una chispa de algo distinto en sus ojos ahora. Curiosidad, tal vez. O respeto.

—O sea que me odia porque soy hombre y por estadística soy un idiota —concluye finalmente.

—Exacto, tú mismo lo dijiste —le sonrío con dulzura venenosa—. Estás aprendiendo.

Abro la mochila y, como si lo tuviera memorizado, Dru salta dentro, con un brinco ágil. Ya reconoce la rutina cada vez que salgo de casa.

—¿Podrías guardar el secreto y no contar nada? —le pido en voz baja, con una mirada suplicante. Sé que acaba de conseguir algo muy jugoso con lo que podrá extorsionarme el resto del mes, o el resto de mi vida—. No tengo idea de qué pasaría si Roman o mamá se enteraran. De papá sí tengo una leve idea, y prefiero ahorrarme sus comentarios crueles. O algo peor. Quiero estar segura antes de decidir qué hacer con ella.

—Todo tiene un precio —dice, divertido—. Pero de momento, tienes mi silencio, hermanita —me guiña un ojo mientras salimos de la habitación y me acompaña hasta la puerta—. ¿Vas a entrenar con Liam? Por favor, no llegues después de las siete, hoy no es día para llegar tarde.

—Sí, voy con Liam —asiento, girándome hacia él mientras salgo a la calle—. Y también para que Dru gaste algo de energía. Por las noches está desbordada.

—Ah, con qué era eso... —señala mi mochila con fingido alivio—. Y yo que pensaba que estabas teniendo las mejores noches de tu vida. No te olvides de que mi cuarto está al lado del tuyo.

—Ian, en serio. Sé maduro, una vez en tu vida —le lanzo una mirada de advertencia, aunque la sonrisa se me escapa igual. El cariño se nos nota de lejos.

—Nos vemos esta noche y por favor ten cuidado Lys.

 


 

La casa de Liam queda a solo una cuadra de la de mis padres. Entiendo la preocupación de Ian, pero incluso si se me hace tarde puedo volver en un abrir y cerrar de ojos, más si me escabullo por el atajo de la arboleda que da a los patios traseros de la cuadra. De todos modos, prefiero no dejar mi suerte en manos de los dioses, entrenaremos un rato en el cobertizo y volveré antes de que caiga el ocaso.

Entrenar con Liam es distinto a combatir con Roman. En la estera de la forja termino escupiendo sangre; con Liam, en cambio, suelo acabar cubierta de pintura. Es otro tipo de lucha, menos brutal, pero no por eso menos intensa.

La puerta del cobertizo está entreabierta, señal clara de que ya me espera.

—¿Listo para recibir una paliza? —grito desde el jardín trasero, deteniéndome en seco cuando una sombra fugaz cubre el sector.

Un hormigueo me recorre la piel al mismo tiempo que, sobre mi cabeza, se alza el rugido imponente de un dragón. Es demasiado temprano, pero no del todo inesperado, considerando el día que es.

Antes de cruzar las puertas, Dru ya asoma la cabeza detrás de mí con los ojos bien abiertos y expectantes. Su cuerpo vibra de emoción mientras calcula el salto hacia los montículos de paja dentro del cobertizo y de un brinco ágil, desaparece entre ellos.

Las últimas visitas a la playa, donde Druantia se revolcaba en la arena con total libertad, tuvieron un efecto inesperado, aprendió a abrir la mochila desde adentro. Una habilidad notable, potenciada por sus pequeñas garras que, con su rápido crecimiento, empiezan a afilarse peligrosamente. A este ritmo, en pocas semanas ya no cabrá allí dentro.

Avanzo dentro del cobertizo, buscando a Liam. El lugar no es grande, así que debe de estar en el fondo. Al mirar al frente, unos ojos color miel y una melena pelirroja me sorprenden, la veo observando hacia donde Dru se escabulló y el pánico me recorre los huesos.

—Mi gato —digo con una sonrisa nerviosa, demasiado rápido—. Vengo a entrenar con Liam y no podía dejarlo en casa.

¿Por qué le estoy dando explicaciones? Justo a ella, la que no le quitaba los ojos de encima a Liam en el bar. El silencio entre nosotras se estira un segundo más de lo normal y por un momento creo ver una chispa de incomodidad, o de algo que no logro descifrar. Quizá sorpresa, quizá culpa.

—Hola, Maelys. Qué lindo tener una mascota —responde con torpeza, cambiando de brazo una bolsa con maderas—. Eh… pasen una noche segura.

Su voz tropieza en la última palabra y sus dedos aprietan la tela como si la madera pesara el doble. La sigo con la mirada mientras se mueve, rígida, como si quisiera desaparecer, pero hay algo contenido en su expresión que no termino de decifrar. Sin darme tiempo a responder sale del cobertizo, con la mirada en el suelo y paso apurado.

Me quedo inmóvil unos segundos, procesando lo que siento. No son celos, pero sí una curiosidad extraña. ¿Qué hacía ella aquí?

—Lys, llegaste antes —Liam aparece detrás de mí y me levanta del suelo para depositar un beso corto en mis labios—. Tenía que contarte lo de Lidia, pero necesitaba hablar con ella antes, para que entendiera que no podíamos seguir viéndonos.

Parpadeo, procesando. Nunca hablamos de exclusividad, y en otras relaciones no me había importado. Tampoco sabía que había que hablar de exclusividad. Soy, en esencia, una inexperta en esto… y no creo que me molestara si él seguía viéndose con… ¿cómo dijo? ¿Lina?

—No sé si me molestaría que tú y Lina… —empiezo, tanteando palabras que ni yo tengo claras. Tal vez ahora no, pero si esto continúa quizá sí sienta algo parecido a celos.

—Descuida, Lys —me interrumpe—. Sé que no te importa que hablara con ella sin decirte.

Genial. No entendió nada.

—¿Entrenamos? —pregunto, más para escapar de la conversación que por entusiasmo. Me pongo de puntas y le doy un beso rápido antes de esquivarlo en busca de las dagas de madera.

El objetivo de usar dagas pintadas es no lastimarnos, y quizá por eso siento que a veces no cumplen su función. Aunque dejo todo en cada movimiento, Liam siempre se contiene. Y sé que no cambiará, ni aunque se lo suplique.

—Yo roja, como siempre. Si te marco, que parezca sangre —digo divertida mientras abro la lata y hundo la daga.

—Tan cínica como siempre —responde con una media sonrisa—. Pásame la verde.

—No. Toma la azul. Seguramente tengo una corona escondida en algún lado y la sangre azul corre por mis venas —bromeo al pasarle el envase—. Tal vez así dejes de jugar y ataques contra mí como se debe.

Con las dagas listas, comenzamos a rodearnos, midiendo la distancia mientras Dru se acomoda en lo alto de los montículos de paja, observando con atención felina.

—Quietita —la señalo con la daga aún goteando—. Esto es un juego, así que nada de gruñir, nada de saltar y mucho más importante, nada de morder.

Responde con un movimiento de alas y un gruñido apenas contenido, pero termina recostándose con la cabeza entre las patas delanteras.

Un cosquilleo me recorre la nuca y se instala detrás de los ojos. Parpadeo varias veces con la visión borrosa y necesito tiempo para enfocar la vista. Cuando por fin todo deja de estar doble, veo a Dru mirándome fijo. Sus ojos ámbar se clavan en los míos y su cola de escorpión dibuja un lento zigzag en el aire.

¿Qué fue eso?

—Ojos aquí, Treshcom —me reprende Liam antes de arremeter.

Esquivo por golpe por puro instinto, desvío su daga con el antebrazo y giro sobre mis talones. En el mismo movimiento le marco el muslo con un tajo rápido de pintura roja. No me detengo, giro la daga entre los dedos y vuelvo a atacar con una ráfaga de golpes que esquiva con precisión irritante. Conoce cada uno de mis movimientos. Pero noto que sus contraataques son suaves, tal vez más de lo habitual.

En un descuido, barre el suelo con la pierna extendida y mis pies abandonan el piso. Caigo de espaldas contra la estera y el aire se me escapa en un jadeo, pero me obligo a reincorporarme con rapidez, con los pulmones todavía protestando por el impacto.

—Podrías haber atacado recién —gruño, rodeándolo con las dagas en alto—. Deja de jugar y entrena en serio. Sino esto no tiene ningún sentido.

Lanzo una de las dagas y la punta pintada le roza todo el costado de su cuello, justo en la línea de la yugular. Un corte letal, de ser real.

—Te daba ventaja —sonríe con picardía, aunque sé que no es cierto. Me protege incluso de la pintura, y eso me enfurece.

Se abalanza con una combinación de puñetazos y patadas que apenas logro esquivar. Me gana en fuerza y peso, sí, pero en velocidad y agilidad soy más rápida. Y lo que más me irrita es saber que aún se contiene, como si temiera romperme. 

No soy de cristal.

Con un giro esquivo una de sus estocadas y me impulso con fuerza, conectando una patada directa a sus lumbares. Liam pierde el equilibrio y cae de bruces. No le doy tiempo a recuperar el aliento y me lanzo sobre él, clavando mi rodilla en su espalda baja mientras trazo otra línea de pintura roja sobre su cuello, esta vez sobre la yugular contraria. Tiro de su cabeza hacia mi pecho con una sonrisa que roza lo salvaje.

—Otra vez muerto —susurro en su oído—. Vas a tener que esforzarte más si quieres alcanzarme.

Y por suerte esta vez Liam no se rinde. Con un movimiento ágil gira debajo de mí, tomándome por sorpresa, y en un parpadeo soy yo quien queda atrapada entre su cuerpo y el suelo. La respiración se me escapa, pero no pierdo la sonrisa.

—Trampa —acuso, mirándolo de cerca con nuestras narices casi rozándose.

—Supervivencia —responde con voz ronca.

Aprovecho su cercanía para deslizar una mano entre nuestros cuerpos y, en un descuido, le arrebato una de las dagas con un giro brusco de muñeca. La lanzo hacia un costado, alejándola.

—Desarmado otra vez —susurro, con los labios apenas rozando los suyos.

—Eres insoportable —murmura, sonriendo.

—Y sin embargo sigues diciéndome de entrenar juntos.

Observo su postura, está sobre mi, pero no me inmovilizó. Tengo las piernas alrededor de su cadera y sus manos están en mi cuello, acariciándome suavemente con los pulgares. Con un impulso paso mi pierna izquierda por encima de su cabeza, lo hago rodar a un costado y me incorporo rápido, revoleándole sus dagas antes de hacerle un gesto para que se acerque. Lo hace, esta vez con la clara intención de dejar algunas marcas azules en mi ropa.

Un pinchazo de dolor me atraviesa el hombro izquierdo cuando hunde la punta de madera en el hueco blando debajo de la clavícula. Contraataco, pero él bloquea mi movimiento y tira de mí hacia él. Suelta la daga y sube la mano al costado de mi cuello, obligándome a mirarlo.

Nuestros labios se encuentran en un beso cálido y húmedo. Sus dedos se hunden en mi cintura mientras me inclino más, perdiéndome en ese breve instante de victoria compartida.

Una punzada aguda, cortante, me atraviesa el hombro izquierdo. Jadeo contra su boca, separándome de golpe mientras una sensación abrasadora se extiende por mi brazo, descendiendo como una corriente viva hasta el antebrazo. Es un calor interno, profundo, como si algún ligamento se hubiese distendido. Llevo la mano al hombro, frotando la pintura azul que hay en mi piel y suspirando frustrada, la daga seguramente me dejará un moretón horrible, pero prefiero y quiero esto, antes que un entrenamiento promedio. Cuando entreno con Roman quedo siempre en peor estado y sangrando con suerte solo en mis nudillos.

—¿Lys? —Liam se incorpora de inmediato, tomándome por los hombros—. ¿Qué pasa?

Me froto una vez más el hombro antes de abrir los ojos y siento la piel arder bajo mis dedos

—Nada, seguramente un mal movimiento — me giro en redondo buscando a Dru. Por el rabillo del ojo veo una silueta negra a uno de los lados de la puerta, pero al mirar solo está Druantia, sacudiendo las alas.

— ¿Segura? Tengo crema en casa si quieres unos masajes. — Murmura preocupado.

Pero el cosquilleo que vuelvo a sentir nuevamente en mi cabeza me advierte que probablemente, sería mejor ir a casa a darme un baño caliente antes de que se presente una migraña indeseada y, tal vez, dormir un poco antes de que llegue el momento de hiperactividad de Dru por la noche. Todos van a estar en casa, en alerta por cualquier cosa y voy a necesitar toda mi energía para mantenerla tranquila y en silencio.

Chapter Text

La vuelta a casa es tranquila, y la aprovecho para internarme un rato en la arboleda mientras Druantia se trepa a los árboles, lanzándose desde las ramas para intentar planear con sus alas. Cada vez que lo hace, logra sobrevolar unos metros más. Miro el cielo y sé que en cualquier momento va a aprender a volar, en ese punto no voy a poder seguirle el paso, y las siluetas oscuras que se recortan entre las nubes me generan cierto pesar. Las manchas negras, grises y marrones, de dragones patrullando el cielo, algunos seguramente con sus jinetes a cuestas, me llevan a pensar cómo va a ser para ella vivir en Montrios, alejada por completo de su hábitat natural. No es justo. Tal vez tenga que hacer una excursión a Nemeton y ver si ellos pueden tenerla, pero el corazón se me estruja con la mera idea de no verla y la cabeza vuelve a zumbarme justo antes de que Dru se lance en picada y choque de lleno contra mi espalda. El golpe me arranca un jadeo y rodamos juntas por el suelo cubierto de hojas. Antes de apartarse, apoya la frente en la mía y frota su cabeza con un maullido suave, un gesto breve y cálido que me saca una sonrisa. Después sale disparada otra vez, trepando el tronco más cercano y aferrándose a la corteza con las garras mientras inicia su ascenso, es pura energía desbordada y me viene bien que gaste un poco de toda esa vitalidad; de otra manera, no sé cómo lograr que pase desapercibida esta noche con toda mi familia expectante a lo que suceda en la ciudad.

Al llegar, las ventanas de la planta baja ya están tapiadas y las luces cálidas del piso superior iluminan la casa, a excepción de mi habitación, que permanece en penumbras.

Entro en silencio y dejo a Druantia en mi cuarto, cuando la obligué a entrar en la mochila no tardó más de un minuto en quedarse dormida y todavía lo está, parece un muñeco de trapo mientras la acomodo entre mis almohadas, no se despierta en ningún momento y aprovecho el momento para darme una ducha, necesito sacarme toda la pintura de las manos y el pelo, estoy hecha un asco. Cierro con llave y me encamino al baño. En el extremo del pasillo me detengo frente a la habitación de Roman, justo enfrente del cuarto de mis padres. Ian y yo compartimos baño al final de la casa, mientras que ellos tienen el suyo propio dentro del dormitorio, son unos verdaderos privilegiados, o en realidad Roman lo es, siendo la casa de mis padres es lógico que ellos tengan las mejores comodidades, pero en la repartida, mi hermano se saco la lotería.

Golpeo el marco de la puerta y me recuesto contra la pared. Su dormitorio tiene paredes grises y cortinas negras, que esta noche están abiertas de par en par dejando ver el jardín trasero iluminado por la luz de la luna, la cama está deshecha, como siempre, y en el centro, él afila una espada con la mirada fija en el filo de la hoja. A su alrededor, toda la habitación está llena de armas a medio terminar; un claro ejemplo de que Roman se trae el trabajo a casa porque no esta dando a basto con las doce horas diarias que pasa en la forja.

—Hey —Le sonrío cuando levanta la cabeza— ¿Cómo va todo? Por lo que veo, trabajando horas extra.

—Ni me lo digas —gruñe, sin disimular el cansancio.— Tengo que entregar esto mañana a primera hora. Si logro dormir un rato, será un milagro.

—¿Hay algo en lo que pueda ayudar? —me acerco a la mesa y paso los dedos entre los mangos de las dagas—. Sabes que con estas me manejo bien.

Levanto una por el filo, la hago girar en el aire y la atrapo por el mango con naturalidad.

—Preferiría que descanses. Pero si mañana no logro levantarme antes de las seis —suspira, apoyando las manos en la mesa—, ¿Podrías llevar todo esto a la forja? Es una entrega importante. Van a estar esperando dos soldados. El del caballo negro se llama Morland, y el de las crines marrones, Emilio. Son de Geyr, pero buena gente. No vas a tener problemas.

—Descuida, yo me encargo —Aprieto su hombro al pasar en un gesto de consuelo y cariño—. Necesitas dormir un poco. Yo llevo todo sin falta, cuando caigas en la cama duerme todo lo que puedas.

—Gracias —responde con una sonrisa leve—. Cierra la puerta al salir, por favor. No quiero otro sermón de papá, todo este tema lo tiene fuera de sus casillas.

Asiento en silencio y me retiro, cerrando tras de mí.

Después del baño, mi piel queda rosada por el calor del agua. Nada me gusta más de los días fríos que una ducha hirviente antes de ir a la cama, la tensión de los músculos se disuelve y por un momento me olvido del resto del mundo.

La temperatura dentro de la casa es agradable, muy distinto al frío de afuera. Tras cepillarme el pelo mojado y trenzarlo, me visto con los pantalones de cuero de combate y una musculosa. Quiero estar cómoda, pero también preparada por si surge alguna urgencia. Esta puede ser una de esas jornadas que esconden sorpresas, así que cruzo los dedos para que nada pase… aunque no dejo de tomar precauciones.

Camino de regreso a mi cuarto y, de pronto, un ruido seco me frena y todos mis sentidos se ponen en alerta. El corazón se me dispara mientras tanteo los bolsillos en busca de la llave. Un crujido, seguido de un estrépito de cristales rotos que corona la tensión justo cuando encajo la llave en la cerradura.

Abro la puerta y el sonido de los vidrios bajo mis pies descalzos se mezcla con el aleteo frenético que sacude la habitación. Druantia salta de un lado a otro como un animal enjaulado. Lo estaba, en cierto modo, pero jamás la había visto así, sus alas se mueve en el aire con fuerza, y ella se choca con muebles y paredes a diestra y siniestra.

—Ian —grito en un tono apenas contenido—. Ian, necesito tu ayuda.

Él es el único en casa que sabe de Dru. No puedo arriesgarme a que el resto la descubra.

—¿Qué pasa? —pregunta mientras aparece en la entrada y, por pura suerte, salta justo por encima de los restos del vaso—. Oh, diablos… ¿Qué le pasa a esa cosa?

Sus ojos se agrandan mientras cierra la puerta tras de sí. Yo, en cambio, siento el corte punzante en el pie y el calor de la sangre que brota de la herida, pero no tengo tiempo de vendarme, necesito tranquilizar a Dru cuanto antes.

—No lo sé. Nunca se porta así —respondo, avanzando hacia Druantia, que se poso sobre el armario con las patas alzadas—. Tranquila, Dru. Hay que hacer silencio —susurro, y el hormigueo detrás de los ojos vuelve con fuerza mientras clava su mirada ámbar en la mía.

Ella salta, extiende las alas y sobrevuela la habitación de un extremo a otro.

—No entiendo nada de mantícoras —murmura Ian, encogiéndose de hombros—, pero creo que acaba de aprender a volar, yo en su lugar estaría más emocionado.

—No me digas… pensaba que estaba nadando —lo reprendo con la mirada—. ¿Me ayudas?

—Ah, sí —se acerca con cuidado—. No sé bien qué tengo que hacer, igual. Yo no la voy a tocar; la otra vez casi me arranca la mano por hacerle unos mimos.

—Unos mimos brutos, le sacudiste toda la cabeza. —Resoplo.—Dru, por favor… hoy es una noche peligrosa. No compliquemos más las cosas.

De un salto, se lanza contra la ventana, que se abre de par en par. Me mira, desafiante, como si me retara a seguirla. ¿Qué le pasa hoy? Hace apenas veinte minutos estaba hecha una seda. Emite un gruñido casi juguetón y se alza sobre sus patas traseras, repitiendo el movimiento como si se preparara para un salto.

«Vamos».

No la escucho, la siento. La palabra se cuela en mi cabeza, intensificando el hormigueo en las sienes.

Un segundo después, salta fuera de la casa y un grito ahogado se me escapa mientras me lanzo tras ella.