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Vives en la foto que nos hicieron

Summary:

Lal Mirch ha vivido toda su vida con unos valores muy sólidos. Pragmática, estricta e inquebrantable, pero su armadura se empieza a agrietar cuando conoce a Colonnello. En medio de misiones, peligro y poderosos enemigos, Lal descubre que lo más difícil y arriesgado que ha hecho en toda su vida es asumir sus sentimientos.

Notes:

Hace varios años escribí un fanfic sobre Colonnello y Lal que nunca acabé. Desde hace un tiempo, he estado escribiendo capítulos sueltos para exorcizar mis ideas, pero se me ha ido de las manos y ha terminado siendo un nuevo fanfic del que ya llevo muchos (muchos) capítulos escritos. Me ha costado mucho decidirme a subir el primero y tal vez, si tiene buena acogida, subiré el resto.

¿He dicho ya que son muchos?

Chapter 1: Lal

Chapter Text

Lal

La primera vez que vi a Colonnello fue porque él metió la pata.

Acaban de llegar los nuevos cadetes listos para formalizar su ingreso en la academia y llevar a cabo las presentaciones pertinentes. Todos dispuestos en fila, tiesos como velas, guardando un silencio sepulcral en señal de respeto hacia los que de ahora en adelante seremos sus superiores. Los de más alto rango aquí presentes nos presentamos al grupo: capitana Mirch y capitán Reborn. Empiezo a dar instrucciones sobre la convivencia en el centro, las normas, los horarios de entrenamiento y las consecuencias de no cumplir con el deber al que con tanto esfuerzo se han encomendado. Estos chicos y chicas no están aquí de forma arbitraria; han sido los mejores de sus promociones, los de las puntuaciones más altas, los del esfuerzo físico más extenuante, los de mentes más afiladas. Poner un pie aquí implica un punto de no retorno y no pueden cometer imprudencias menores como dejarse la cama sin hacer. El COMSUBIN es la élite del ejército de mar italiano, y parte de mi trabajo es asegurarme de que los soldados lo recuerden todos los días.

Con cada nueva promoción tengo el mismo ritual: pasearme lentamente a lo largo de la fila, deteniéndome de vez en cuando en algún cadete para reforzar el discurso con mi mera presencia amenazante. Soy consciente de las leyendas que circulan en torno a mi persona y el temor que infundo. Nunca me he molestado en desmentir ni confirmar nada; aquellos que caminan bajo mi mando se convierten en los mejores. No tolero dudas, debilidades ni cobardía. Si están dispuestos a matar y a morir, deben estar dispuestos a seguir órdenes y tener la disciplina por bandera para el resto de sus vidas. De lo contrario, no trabajarán conmigo.
Uno de los soldados frente al que camino, con la barbilla bien alta y mirándome desde el privilegio de su altura, me guiña un ojo con gesto burlón. La retahíla de instrucciones que hasta ahora estaba recitando cesa en seco. Un silencio denso inunda la sala cuando retrocedo, con las manos en la espalda, para detenerme frente a él. Distingo el movimiento asustado de algunas cabezas, que tratan de no mirar a mi desafortunada víctima por miedo a ser los siguientes. Reborn, por su parte, contiene una sonrisa. Me acerco un paso hacia el chico y le pregunto su nombre, mi voz afilada como un cristal.

—Colonnello, capitana —contesta.

—Colonnello —repito, mirándolo de arriba a abajo—. Ni siquiera me voy a molestar en aprenderme tu nombre porque no vas a durar mucho aquí.

Le lanzo una última mirada asesina, que basta para cambiar su expresión y helarle la sangre, antes de continuar con el resto del grupo.
El resto de la jornada transcurre tensa y cargada. Nunca nadie me había desafiado así, y los cadetes lo saben. Espero que después de esta lamentable interrupción no desarrollen la feliz idea de creer que pueden seguir el ejemplo de un soldado imprudente y estúpido. No voy a permitir ni una sola grieta en mi pelotón.

Como todos los recién llegados sospechan, los entrenamientos son intensos. La exigencia física es mayor que lo que ninguno de ellos había experimentado y las obligaciones no dejan mucho tiempo para el descanso. Al mínimo atisbo de debilidad o falta de esfuerzo, los cadetes son amonestados. Entrenan mañana y tarde y solo durante la noche pueden dejar que sus músculos doloridos se relajen, siempre como parte del propio entrenamiento. Todos tienen experiencia en tiro, lucha y estrategia y, aunque se espera de ellos que lleguen al mínimo exigido, también se premian las horas extra.

Como especialista en combate cuerpo a cuerpo, desde hace unos años superviso los entrenamientos de lucha. En uno de los primeros ejercicios, los cadetes deben combatir por parejas. Al final de cada ronda, los vencedores luchan entre sí, y el último que quede en pie peleará conmigo. Todos los años veo como este incentivo divide a los soldados: mientras que para algunos supone una oportunidad para lucirse y demostrar su fuerza (o eso creen ellos), otros parecen aterrorizados, tanto de no llegar a la ronda final y fracasar a ante mí como de recibir una paliza de mi parte. En este punto siempre procuro no establecer juicios precipitados. Muchos de los cadetes del primer grupo, especialmente chicos, acaban siendo unos mediocres. Mis favoritos son los diamantes en bruto que pasan desapercibidos al principio, pero luego demuestran ser auténticos profesionales. Por experiencia, sé que esos son los que llegarán lejos.

Los cadetes practican sus movimientos repartidos sobre las diversas esterillas del gimnasio con su ropa de entrenamiento, que consiste en pantalones deportivos por la rodilla y las camisetas de manga corta color caqui reglamentarias. Mi uniforme es diferente: sujetador deportivo y pantalones cortos negros; así me muevo mejor. Mientras me vendo los nudillos con gasa de boxeo, analizo con la vista las diferentes parejas, intentando adivinar cuál de los dos miembros ganará y pasará a la siguiente ronda. No solo cuenta la fuerza, también cómo se mueven por el espacio, qué postura tienen en reposo. Incluso en la mirada se puede ver la determinación de cada uno.

Cruzo mi mirada con Reborn, estoico en el otro extremo del gimnasio, y me dirijo hacia él dejando atrás espaldas contra el suelo, quejidos de dolor (o de humillación) y el sonido de los pies deslizándose por las colchonetas.

—¿Quién va a ser el afortunado que se vaya a dormir con dos dientes menos hoy? —pregunta, divertido.

—No estoy aquí para lucirme, sino para enseñarles. Si hoy no hay nadie que se vaya con dos dientes menos, será una grata sorpresa.

Uno al lado del otro, miramos los grupos de jóvenes enredados, haciendo llaves dolorosísimas o todavía sin tocarse y vacilantes, dando vueltas en círculos como si esperaran que el otro atacara primero. Cuando la última de las parejas tiene su vencedor, con un grito doy por terminada la ronda y empezada la siguiente. Los cadetes lesionados se retiran recogiendo su orgullo del suelo y se quedan en un banco de madera junto a una pared, mientras que los más afectados se marchan a la enfermería, pero ninguno de ellos se gana una mirada mía. Algunos incluso, derrotados en este punto, no volverán a verme.

La siguiente ronda arranca con más brutalidad que la anterior. La adrenalina ha empezado a manifestarse y la euforia de las primeras victorias es un importante catalizador. Como ludópatas, los ganadores se van creciendo cada vez más, seguros de ser invencibles, hambrientos de violencia y narices sangrantes.

—Ese es bueno. —Reborn apunta a Colonnello con la barbilla.

—¿Ese? —Observo al chico con los brazos cruzados, preguntándome si Reborn no se ha equivocado—. Es un engreído, y no me gustan nada los engreídos. De esos nos sobran.

—Puede que sea un engreído, pero también es bueno. Que no te extrañe que llegue a las rondas finales.

Y, como Reborn vaticina, Colonnello se enfrenta al único otro cadete que queda en pie. Última ronda antes de luchar contra mí, última oportunidad para impresionar a la temible capitana y, tal vez, ganarse una pizca de mi respeto. A mi orden, los dos chicos empiezan a luchar. El contrincante de Colonnello se lanza de forma violenta, pero este lo esquiva con un movimiento rápido hacia un lado. Con suma velocidad se pone detrás de él y le clava el codo en el centro de la espalda, lo cual basta para que el otro cadete pierda la respiración durante unos segundos y se tambalee, pero Colonnello no tiene tiempo de asestar un segundo golpe porque enseguida siente una pierna que le barre desde abajo y cae al suelo con un golpe seco.
Reborn y yo estudiamos cada movimiento de los dos chicos, intentando encontrar un patrón o adelantarnos a ellos. Ambos tienen un estilo limpio, seguro y perfeccionado con meses de trabajo. Están tan a la par que podría haber sido perfectamente posible que el combate acabara solo porque uno de ellos se quedara sin aliento. Pero no es así. Con una serie de movimientos ágiles, Colonnello consigue poner bocabajo a su compañero, sentarse encima y retorcerle el brazo. Con un grito de dolor, el combate termina. Frunzo los labios en un gesto analítico y con paso firme me acerco a la colchoneta mientras me aprieto las vendas de las manos. Colonnello deja libre a su adversario.

—Fuera —expulso al cadete perdedor sin apartar la vista de Colonnello.

Mientras el chico sale de la esterilla poniéndose en pie con las pocas fuerzas que le quedan, adopto una posición defensiva, separando los pies y con los puños delante de la cara. Colonnello me mira un momento y solo entonces me doy cuenta de que está agotado: tiene la frente empapada en sudor, el pelo rubio pegado a la cara y su pecho se mueve arriba y abajo con violentos jadeos, pero me sonríe victorioso. Tiene la mirada satisfecha de alguien a quien no le importa el resultado del combate, sino que su último objetivo era enfrentarse a mí.

Le lanzo un rápido puñetazo que él esquiva de milagro. No está en posición y el siguiente golpe le da en la cara. Se da cuenta de que está totalmente desprotegido y distraído y rápidamente cambia de actitud. Se protege de un tercer golpe con el antebrazo izquierdo y con el derecho dirige un gancho a mi estómago, haciendo que me doble de dolor. Se aparta un poco de mí temiendo haberse excedido con la fuerza, pero le devuelvo una patada rápida que le hace perder el equilibrio. Aprovecho mientras intenta estabilizarse para lanzar más patadas a sus costados. Él intenta alcanzarme con un revés justo cuando me agacho y lo barro con la pierna. En el tiempo que cae, me incorporo en lo que dura un suspiro y me pongo encima de él con las rodillas sobre sus hombros. Colonnello no tiene fuerza para seguir y su respiración se vuelve desesperada.

—El combate ha terminado —sentencio.

Jadeando, Colonnello me mira con lo que interpreto como fascinación desde la colchoneta. Me pongo de pie, asiento en su dirección y me doy la vuelta para salir del gimnasio mientras veo cómo Reborn le tiende una mano al cadete para ayudarlo a levantarse.

—Lo has hecho bien —lo felicita.


Quien ha pasado por el COMSUBIN es hábil en misiones encubiertas, infiltración y recogida de inteligencia. Yo soy experta en navegación marina, negociación y combate cuerpo a cuerpo. Cuando uno no sabe dónde encontrarme, probablemente esté nadando en la piscina del gimnasio. He liderado varias operaciones subacuáticas e incursiones estratégicas.

Pero no solo poseo un entrenamiento físico excepcional, sino que se me da bien en la guerra psicológica. Estoica, inteligente e intimidante. No conozco a nadie capaz de atravesar mis barreras mentales. Siempre me cuido mucho de dar información sobre mí misma y de mostrar sentimientos que me vuelvan vulnerable. He puesto en práctica mis habilidades tantas veces y con tanto esfuerzo que se ha convertido en mi personalidad al completo, haciendo a algunas personas dudar de si acaso siento algo cuando estoy en la intimidad de mi dormitorio. De mí se cuenta que no siento dolor, que nunca he querido a ningún ser humano y que las bajas de mis cadetes me importan tanto como la lista de la compra, pero se equivocan. Llevo cada muerte como una losa en mi espalda y recuerdo todos los nombres de los caídos bajo mi mando. Me responsabilizaré de sus sacrificios hasta mi último aliento.

La “Semana Negra” consiste en una serie de ejercicios extremos a lo largo de una semana en la que los cadetes serán evaluados para formar parte de las diferentes unidades. El Grupo de Operaciones Incursoras, al que pertenecemos Reborn y yo, se centra en la incursión, sabotaje, reconocimiento y eliminación de blancos, en operaciones tanto terrestres como marinas y submarinas. Por el contrario, el Grupo de Operaciones de Buceo está especializado en desactivación de explosivos, rescate y salvamento de submarinos. Los cadetes que no tienen miedo de usar la fuerza aspiran a entrar al primero, mientras que los que destacan por su inteligencia y estrategia sueñan con el segundo.

Los ejercicios de la Semana Negra son físicos, mentales y de combate. El objetivo de estas pruebas es evaluar el liderazgo bajo situaciones de estrés máximo. Las inmersiones prolongadas en agua fría y nadar y marchar con carga pesada son los primeros ejercicios para evaluar el estado físico de los militares. Le siguen simulaciones de infiltración, escape y rescate de equipos. Las pruebas de privación sensorial son las más duras. Los cadetes deben enfrentarse a entornos oscuros, llenos de ruido y aislados y someterse a interrogatorios y órdenes bajo estados de confusión y agotamiento extremo.

La prueba final, conocida como Operación Sirena, consiste en infiltrarse en una instalación costera enemiga ficticia para la extracción de informantes, plantada de explosivos y escape. El ejercicio se realiza de noche, en una zona real con minas simuladas, sensores y personal disfrazado como "enemigos". Uno de los chicos del equipo de Colonnello cae en una emboscada que, en teoría, no permitiría continuar con el entrenamiento. Pero Colonnello asume el liderazgo enseguida. Cuando se despliegan unos maniquíes que simulan a los atacantes, el cadete se descuelga rápidamente el rifle que lleva al hombro, con balas de fogueo, y dispara a los muñecos con una precisión impecable. Con una señal de bengala y una maniobra de distracción logra deshacerse de los enemigos ficticios y extraer al informante, pero en vez de volver al punto de encuentro como estaba previsto, regresa a por su compañero.

Observo a los cadetes a través de unas cámaras de vigilancia que monitorean los ejercicios. En un entorno real, ese acto de buena voluntad habría llevado a los tres allí presentes a la muerte. Semejante retraso es arriesgado e imprudente, pero sería una necia si ignorara el potencial que tiene Colonnello. Ya lo había visto disparar en el campo de tiro y su técnica era impoluta y certera, pero en un entorno real donde la presión y el peligro hacen que uno pierda los nervios, su pulso tampoco ha temblado. Ha superado las pruebas físicas y de combate con una de las puntuaciones más altas, ha demostrado su valía manteniéndose cuerdo en las pruebas de privación sensorial y ahora, en la simulación de misión, ha puesto en valor un liderazgo rápido y eficaz, una puntería inmejorable y sentido de equipo.

Y podría haber muerto. Qué estúpido.

Por fin el ejercicio termina y los instructores nos dirigimos a la base ficticia. Los reclutas, bañados en sudor y jadeantes, esperan pacientes a recibir instrucciones.

—Mañana tendréis los resultados y sabréis en qué unidad estaréis a partir de ahora —anuncia Reborn—. Ahora, volved a vuestros dormitorios y cambiaos.

Colonnello ha puesto en peligro su vida y ha complicado innecesariamente un ejercicio que podría haber sido sencillo. Si no hubiera vuelto a por su compañero, ambos habrían obtenido la misma puntuación y el resultado sería el mismo. Los nombres de ambos estarían colgados al día siguiente en una de las dos columnas que clasifica a los cadetes por unidad. Él lo sabía y, sin embargo, no ha dudado ni un instante.

—Reborn. —Me cruzo de brazos y suelto una larga exhalación, preparándome para lo que voy a decir—. Sé que me voy a arrepentir de esto. Pero quiero a Colonnello conmigo.

Chapter 2: Colonnello

Summary:

Colonnello relata sus primeros pasos en el COMSUBIN.

Notes:

Este capítulo está narrado desde el punto de vista de Colonnello, y el resto de capítulos seguirán la misma lógica, alternando entre su POV y el de Lal.

Algunas aclaraciones:
- Estoy interpretando el canon de manera muy libre. Por ejemplo, en la historia original Reborn no forma parte del COMSUBIN, pero me hacía gracia que él y Lal se conocieran de antes.
- Iré introduciendo personajes originales sin demasiada importancia para apoyar el pasado de Colonnello y Lal.

Disfrutad <3 (y bebed agua)

Chapter Text

Colonnello

 

A la edad a la que la mayoría de chicos todavía no han dado su primer beso, yo ya había decidido que iba a ser militar.

Tenía la fuerza, tenía la disciplina y tenía el coraje. Pero, sobre todo, tenía la firme convicción de que era el camino correcto para mí. Se convirtió en mi objetivo vital y pasé los siguientes años de mi vida preparándome para ello, sin descuidar las diversiones.

Poco había que hacer en un pequeño pueblo de Palermo, salvo pasar los veranos metido en la cama de alguna chica y los inviernos probando los vicios propios de los adolescentes, ocultos por el anochecer adelantado. Siempre he tenido muchos amigos, mucha gente orbitando a mi alrededor. Mi madre siempre me decía que antes moriría que dejar de ser el centro de atención. Me metía en líos constantemente y salía airado de la mayoría. Eso me dio la confianza para reincidir en vez de retroceder en mi comportamiento, y así he llegado a ser quien soy ahora.

Si hubiera tenido la decencia que me exigía mi madre, si hubiera sido inteligente y cauto, no me habría divertido tanto. Y tampoco habría cometido la estupidez de desafiar a Lal Mirch.

La primera vez que la vi no sabía quién era. Decidí guiñarle un ojo porque me pareció preciosa, pobre de mí. Fue ingenuo por mi parte pensar que sería una chica más que me consideraría lo suficientemente atractivo como para aceptar el juego de la deducción, pero no lo hizo. Cuando empecé a conocer las historias que se contaban sobre ella, lejos de sentir el miedo que pretendía infundir, lo que me invadió fue una profunda curiosidad. Me propuse el reto de acercarme a ella más que el resto de la gente y, si no lo conseguía, el placer de ponerla nerviosa sería suficiente.

Y aquí estoy. En mi novena vuelta alrededor del cuartel como castigo por cuestionarla en un entrenamiento. He comprobado por las malas que esta mujer no acepta una crítica constructiva. Realmente la admiro. Envidio su fuerza y su determinación y es un honor trabajar bajo su mando, pero no puedo evitar divertirme llevando su paciencia al límite.


Cuando no estamos entrenando, el ambiente entre los compañeros es distendido. Enseguida se han formado grupos y ninguno de nosotros ha tardado en hacer amigos. Las fiestas están estrictamente prohibidas y hay un toque de queda muy supervisado, pero siempre nos las arreglamos para juntarnos y desarrollar nuestras relaciones. Soy un chico encantador, atractivo y extrovertido y rápidamente he encontrado un par de chicas con las que tontear, pero las exhaustivas supervisiones del toque de queda y el agotamiento de los entrenamientos no me dan demasiado espacio para extender mis juegos románticos, salvo con Chiara.

Todos estamos de acuerdo en que Chiara es la chica más guapa del pelotón, y todos (y todas) intentamos pasar tiempo cerca de ella. Nuestro flirteo es esporádico y ambiguo; Chiara revolotea alrededor de todo aquel que le parezca atractivo como una abeja atraída por el color de las flores, pero me atrevería a decir que yo soy el más constante entre sus pretendientes.

Un día al mes podemos pasar la noche fuera del cuartel y todos, sin excepción, lo hacemos. Los de mayor rango, cuyo tamaño del dormitorio es directamente proporcional a las responsabilidades que llevan a la espalda, se quedan aquí. Emma y Marco, los dos insensatos que más se han pegado a mí, siempre me acompañan en mis incursiones a la ciudad. Es una noche al mes en la que no dormimos, ansiosos por explotar nuestra juventud y todo lo que tiene que ofrecernos la vida nocturna de La Spezia. Una noche al mes en la que bailamos y bebemos y caminamos y lloramos hasta que se nos cansa el espíritu, pero estamos orgullosos de aprovecharla como el valioso tesoro que es.

Emma me cuenta que nació en Roma, pero se fue a vivir al sur cuando sus padres se divorciaron. Marco es de Marghera, un pueblo de Venecia, y se alistó a la marina siguiendo los pasos de su madre. Yo les cuento que vengo de la tierra de la mafia, el peligro y Cinema  Paradiso , y el alcohol que hemos ingerido durante la noche les hace creer que tengo una vida increíble, como si fuera alguna suerte de animal raro que tienen el privilegio de contemplar de cerca.

Cada uno de nosotros está aquí por motivos distintos, pero lo que nos une es la certeza de que podríamos morir en cualquier momento y solo podemos confiar los unos en los otros.

Cuando terminamos los ejercicios de la Semana Negra, esperaba unas palabras por parte de Lal. Aunque Reborn es mi instructor de tiro, es la opinión de ella la que más me importa. Al día siguiente, los reclutas vamos a primera hora hacia el tablón que cuelga en la pared del vestíbulo del gimnasio, donde se anuncian misiones, cambios en los horarios y actividades especiales. Todos buscan su nombre en una de las dos columnas que corresponden a las diferentes unidades. Mi sorpresa es mayúscula cuando, después de abrirme paso entre mis compañeros, encuentro mi nombre en la columna correspondiente al Grupo de Operaciones Incursoras, bajo cuyo título se lee “Capitana: Lal Mirch”.


En nuestra primera misión real tenemos que desactivar un artefacto explosivo y extraer a unos rehenes. En la incursión participa todo mi pelotón, liderado por Lal. Nos introducimos en una antigua fábrica de coches donde unos narcotraficantes han secuestrado a dos hombres y, antes de huir, han dejado una bomba para acabar con el lugar y cualquier rastro sobre ellos. Armas en alto, avanzamos uno a uno, cubriéndonos los unos a los otros en una perfectamente ensayada coreografía. Yo voy el último, seguido de Lal. Cuando encontramos la bomba, ella ordena al resto de soldados que avancen para encontrar a los rehenes, pero a mí me hace una señal con la mano en su dirección.

—Tú, ven conmigo —me ordena, ofreciéndome una linterna.

Deja el arma en el suelo y se agacha junto al dispositivo. Se remanga el uniforme y me indica hacia dónde tengo que iluminar. Observo cómo sus dedos flotan sobre los cables, averiguando el patrón y asegurando la mejor intervención, que, a grandes rasgos, será la que no nos mate. Saca de su bolsillo unos alicates, agarra un cable con dos dedos y lo corta con la seguridad de quien hace eso todos los días. Su pulso no tiembla y sus manos se mueven con la precisión de un cirujano, y yo me descubro a mí mismo con la frente húmeda y conteniendo la respiración con cada nuevo corte que hace.

Finalmente, con un último corte, el temporizador se detiene y Lal se deja caer en el suelo con un golpe seco.

—¿Esperas una felicitación? —pregunta mirándome, su pecho moviéndose arriba y abajo, sintiendo por fin toda la adrenalina que estaba ignorando.

—No eres tan dulce.

Ella chasquea la lengua y se levanta con agilidad, no sin antes recuperar su arma del suelo.

Al torcer una esquina, un hombre sujeta a otro desde atrás mientras apunta en su sien con una pistola. Ambos se deshacen en movimientos nerviosos y torpes y no puedo identificar al rehén como uno de los que íbamos a rescatar. Tal vez sea una metida de pata, tal vez sea un as bajo la manga de los narcotraficantes, pero descubro con horror que tenían un tercer rehén con el que no contábamos y me aferro a la esperanza de que no tengan más.

El hombre de la pistola da pasos en todas las direcciones, decidiendo si seguir amenazándonos o huir. Abre la boca para decir algo y escucho detrás de mí el sonido del rifle de Lal cargándose, pero antes de que ninguno de ellos pueda reaccionar, aprieto el gatillo y una bala impacta en el centro del muslo derecho del asaltante, liberando al rehén. Acorto la distancia entre nosotros en dos pasos y le doy un golpe con la culata de mi rifle en la mano que tiene la pistola, que acaba soltando, y otro en la cara. El hombre acaba en el suelo, gimiendo por la herida de su pierna y con el cañón de mi arma encima de su cara, mientras Lal asegura el tercer rehén.

Subimos a los rehenes al vehículo reglamentario para llevarlos a un lugar seguro y unos cuantos nos quedamos peinando el lugar y buscando pistas del cargamento o el paradero de los delincuentes. A la salida del edificio, Lal me espera con el rifle a la espalda y los brazos cruzados. Levanta una mano a la altura de mis ojos y veo que sujeta un casquillo de bala entre dos dedos. Pertenece a las balas que uso yo, y el casquillo debe de ser el del disparo a narcotraficante después de desactivar la bomba. Lal lo lanza al aire y lo atrapa con la misma mano. Esboza un conato de sonrisa que para mí vale más que cualquier otro premio que pudiera recibir ahora mismo y me doy cuenta de que sus ojos, bajo la luz de las farolas, adoptan un tono rojizo como el color de las tejas.

—Buen trabajo —me ofrece el casquillo de bala y yo lo recojo con una sonrisa triunfante y la irremediable sensación de haber nacido con suerte.

Chapter 3: Colonnello

Summary:

Lal tantea el terreno con Colonnello y pone a prueba su lealtad, su compromiso y su sacrificio para ofrecerle acompañarla en una misión que, aunque no lo saben, está a punto de cambiar sus vidas.

Notes:

No hay mucho que decir en este capítulo, solo que espero que os esté gustando leerlo tanto como a mí escribirlo. A partir del siguiente la relación entre ellos empezará a estrecharse, así que stay stunned.

Chapter Text

Colonnello

 

Ha pasado una semana desde mi última misión. El Grupo de Operaciones Incursoras tenía que interceptar y neutralizar una operación de contrabando de armas y documentación confidencial en una isla industrial abandonada del Adriático. La incursión se hizo por mar, de noche, con Lal liderando el ingreso subacuático. Mi papel, junto con dos cadetes más, era cubrir al equipo, limpiar las diferentes habitaciones y neutralizar a los enemigos desde primera línea. Lal analizaba el mapa del lugar para encontrar el cuarto de servidores para copiar los datos que relacionaban a la mafia italiana con las armas de contrabando. Aunque había desactivado los sistemas de grabación, una explosión secundaria alertó a los enemigos y ella ordenó que los cadetes cubriéramos el perímetro desde fuera del cuarto. Todos, menos yo, obedecieron. Me quedé en la puerta, arma en mano, mientras Lal me ordenaba a gritos que fuera con sus compañeros.

—No te puedo dejar aquí —contesté sin mirarla, apuntando hacia el pasillo.

A los pocos segundos de que Lal continuara con su cometido, uno de los vigilantes entró armado al cuarto de servidores por una puerta oculta tras una estantería. Si no hubiera estado ahí, desobedeciendo órdenes, si mis reflejos hubieran sido un poco más lentos y no me hubiera girado tan rápido como lo hice para neutralizar al atacante, Lal habría recibido un tiro en la cabeza. La detonación la dejó aturdida unos segundos, más por lo inesperado de la situación que por la potencia del ruido. Me miró a los ojos, incrédula y con el corazón acelerado por la adrenalina, y asintió con la cabeza en señal de agradecimiento. Yo seguí cubriendo la entrada.

La salida fue rápida y limpia y los datos habían sido recopilados. Volvimos al cuartel pocas horas antes del amanecer y los cadetes apenas tuvimos tiempo para un sueño rápido. La enfermería se llenaba con los primeros heridos, ninguno de gravedad, que pudieron descansar más que el resto gracias a los analgésicos y a los sedantes.

Uno de los cadetes me indicó que la capitana Mirch quería verme en su despacho y sentí una mezcla entre emoción y la sensación de haber metido la pata hasta el fondo, pero me presenté ante ella con la cabeza muy alta.

—Colonnello. —Lal tiene los codos apoyados sobre su escritorio, formando un triángulo con los dedos, y su voz, áspera como la arena, atraviesa mis tímpanos—. Si vuelves a tener la absurda ocurrencia de desobedecer mis órdenes, me aseguraré de que nunca en tu vida vuelvas a sujetar un arma. ¿Queda claro?

—Como el agua —contesto, en una posición bien erguida.

La dureza de su mirada se desvanece poco a poco y da paso a la Lal analítica a la que estoy más acostumbrado.

—Informe —ordena.

—Servidores comprometidos y datos copiados en soporte seguro —recito con precisión y brevedad, como manda el protocolo—. Compromiso de fuerzas hostiles tras explosión secundaria. Contacto directo en el sector este, neutralizados sin bajas propias.

—¿Estado del personal?

—Dos cadetes heridos en enfermería.

—¿Material?

—Pérdida de un dron de reconocimiento por impacto en el muelle, el resto operativo. Munición al 35%.

Me encantaría añadir algo sobre que su belleza está al 100%, pero Lal me mira con los ojos entornados y puedo escuchar cómo trabajan los engranajes de su cabeza para emitir un juicio contra mí.

—¿Eso es todo?

—Sí, capitana. —Me llevo una mano estirada a la frente y vuelvo a dejarla caer a un lado de mi cuerpo.

Se levanta de la silla y se queda observándome en ese estado constante de evaluación, apoyada en la esquina del escritorio y con los brazos cruzados.

—He oído que tus tiempos son excelentes —confiesa, hablando en un tono casi aburrido pero cauto—, y tus reflejos me salvaron la vida. Pero esa insubordinación tuya puede volverse un problema.

Me muerdo la lengua ante el reproche, pero no voy a dejar que suene como si hubiera sido un capricho.

—Con todo respeto, capitana, prefiero cargar con el castigo correspondiente a cargar con un cadáver.

Sus ojos me recorren de arriba a abajo, calibrando, y tensa los labios en lo más parecido a una sonrisa que le he visto hasta ahora.

—Tienes agallas, cadete. —Cuadra los hombros y su expresión se torna amenazante—. Dime una cosa, Colonnello. —Baja el tono de voz—. ¿Qué estarías dispuesto a arriesgar si el objetivo no fueran solo datos o contrabando? ¿Si se tratara de una operación de un alcance mucho mayor?

—Lo que se me ordene arriesgar —contesto, sin un atisbo de duda.

Sus ojos impenetrables me estudian una vez más y frunce los labios, probablemente decidiendo cuál será su siguiente movimiento. A estas alturas siento todos los músculos de mi cuerpo tensos.

—Soldado. —Su tono es solemne y me sacude los huesos, pero me mantengo firme—. Estoy a punto de darte una información extremadamente sensible y confidencial, pero recibirla implicaría tu compromiso con una misión a la que no podrías renunciar. Tú decides.

El corazón me da un vuelco. Es la primera vez que Lal me abre una puerta que hasta ahora había permanecido cerrada, y tengo la impresión de que no le ha dado la llave a nadie más.

—¿Tú participas en la misión? —pregunto, y ella asiente—. Cuéntamelo.

—Si te lo cuento, tendrías que participar en la misión —insiste—, y si te niegas a hacerlo, serás expulsado y acusado de desertor.

—Cuéntamelo.

Lal gira ligeramente la cabeza en un gesto de intentar comprender las verdaderas intenciones de esa confianza ciega, pero no encuentra más que seguridad y un fervor desmedido por involucrarme en proyectos de alto calibre.

Me cuenta que pertenecía a una asociación secreta que asesora, protege y actúa como fuerza táctica externa para la familia Vongola, de la cual yo no había oído hablar. La CEDEF, como la llama, en la práctica, es un enlace entre el mundo legal y el mundo criminal. Oficialmente, no existe, pero llevan años operando bajo una fidelidad extrema. Basil, un joven agente de la CEDEF, ha interceptado información vital sobre lo que parece una operación de una familia mafiosa rival. Basil posee una información cifrada que solo él ha empezado a descifrar y corre peligro de asesinato mientras que desencripta todo el mensaje. Alguien no quiere que esa información salga a la luz.

—No puedo mover tropas sin levantar sospechas —concluye Lal.

—Y la CEDEF quiere intervenir para protegerlo —deduzco.

—Exacto.

Me tomo unos segundos para toda la información en riguroso silencio. El hecho de que mi capitana pertenezca a una organización secreta externa al ejército es algo que me desconcierta y me fascina a partes iguales. Lal ha estado tanteándome todo este tiempo, probando mi competencia, mi fidelidad y mi compromiso, y ha decidido confiar en mí. Por supuesto que no puedo echarme atrás.

—Solo tengo una pregunta —digo por fin—. ¿Por qué yo?

Los ojos de Lal se clavan en los míos durante unos segundos que parecen interminables y consiguen acelerarme el pulso. Frunce el ceño y estoy seguro de que no me va a contestar, pero finalmente dice:

—Me dijeron que seleccionara al mejor militar del COMSUBIN.

No puedo reprimir la sonrisa que lleva un rato asomando en mis labios. Siento que he ganado una pequeña batalla.

—Has seleccionado bien. —Levanto la barbilla, triunfante, y Lal pone los ojos en blanco.

Justo cuando repito el saludo militar y me doy la vuelta para desaparecer por la puerta, escucho cómo Lal me llama de nuevo.

—Colonnello. —Me detengo en el umbral, expectante—. Salimos al amanecer. Te espero en el extremo este del complejo.

Me despido de ella guiñándole un ojo y no me da tiempo a escuchar cómo me maldice antes de cerrar la puerta. Permanezco allí un momento, con el corazón a mil, seguro de que me iba a devorar. Supongo que todo el estrés ha merecido la pena. Lal Mirch me ha elegido a mí, y no a otro soldado, para una misión secreta. Lal ha confiado en mí, probablemente esté arriesgando su vida y su reputación con esa decisión, y aun así ha seguido adelante.

Joder, esto es mejor que cualquier condecoración.

Chapter 4: Lal

Summary:

Colonnello y Lal se reúnen con su primer contacto para recoger un paquete que será clave en su misión, pero Colonnello no es capaz de mantener la boca cerrada. Lal, por su parte, descubre que la participación de Colonnello le produce sentimientos encontrados.

Notes:

Ya estoy de vuelta con nuevas desobediencias de Colonnello y nuevos reproches de Lal. Acaban de empezar la misión y Lal ya tiene ganas de matarlo. ¿Aguantarán hasta el final? Quién sabe, pero por el momento me gustaría saber vuestra opinión <3

Chapter Text

Lal

 

Espero a Colonnello apoyada en la puerta de mi coche, en el lugar exacto que le indiqué ayer. Llega puntual, vestido con ropa de calle y una mochila al hombro. Apenas lo reconozco a lo lejos sin el uniforme si no fuera por su altura y su pelo rubio.

La mañana es oscura y fría. Preferí quedar temprano para que nadie nos viera salir y evitar preguntas innecesarias, sobre todo en lo que a él respecta. Yo no tengo a nadie que quiera cotillear sobre a dónde voy; los cadetes, sí.

Descruzo los brazos y me enderezo mientras se acerca.

—¿Y este coche? —pregunta repasando el vehículo de arriba a abajo.

—Es mío —contesto—. ¿Sabes conducir? —Colonnello asiente—. Perfecto, es posible que tengas que llevarlo tú en algún momento. —La idea parece gustarle y se le levanta una comisura.

Me dirijo hacia el maletero y le hago un gesto para que me siga. Levanto el doble fondo, imperceptible a primera vista, accionando una pestaña, y dejo al descubierto varias armas de fuego y cuchillos. Colonnello agarra el cañón de un francotirador desmontado en varias piezas y lo inspecciona desde todos los ángulos con sumo cuidado.

—Esto… es increíble. —Cierra un ojo para mirar con el otro el interior de la pieza y después clava los ojos en mí— ¿Esto es tuyo?

—No —contesto, apoyando una mano sobre la puerta del maletero—, pero vamos a usarlo. Coge lo que quieras.

Me mira con un extraño brillo en los ojos, como si le estuviera ofreciendo a un niño un servicio ilimitado en una tienda de golosinas y no se lo terminara de creer. Deja el cañón del rifle en el hueco dispuesto para él y coge una pistola y un cuchillo, ambos con sus correspondientes fundas. Me toco mi propio cinturón para asegurarme de que tengo enganchada mi pistola, y cierro el maletero.

Todavía dudo de si he tomado la decisión adecuada trayendo a Colonnello. Solo es un cadete, lleva muy poco tiempo en el COMSUBIN, y sin embargo fue la primera persona en la que pensé cuando le pidieron que llevara conmigo al mejor operativo que conociera. No es Reborn, no es ningún otro capitán ni ningún teniente, es Colonnello. A pesar de todos los altos mandos y las misiones que llevan a sus espaldas, nunca he visto tanto talento como el que tiene este chico. Cuando pensé en él me inundó un sentimiento de confianza plena. Confío en su puntería, su habilidad en combate, su agilidad, su profesionalidad y su sentido del equipo. Y, a pesar de todo eso, ya me estoy arrepintiendo. Es arrogante, inmaduro, insoportable y orgulloso, y ese mismo sentido del equipo y su instinto protector es un arma de doble filo que podría rebanarnos el cuello en cualquier momento. Pero, objetivamente, es una buena elección para la misión. Tendré que acostumbrarme a sus insolencias y bromas de mal gusto.

Me dirijo al asiento del conductor  y arranco el coche. Escucho la puerta del copiloto cerrarse a mi derecha mientras repaso mentalmente el trayecto que nos espera.

—Gracias por confiar en mí para esta misión —me dice Colonnello con voz firme y un deje de profunda gratitud.

—No es un favor. —Hago una pausa para que el sonido del motor arrancando no ahogue mis palabras— Es una decisión estratégica.

Miro hacia la carretera mientras muevo el volante y, aunque no estoy segura, juraría haber visto el reflejo de una sonrisa en el espejo retrovisor.


En Lucca tenemos que reunirnos con un contacto que nos dará un paquete con claves para el desencriptado de Basil. Debería ser una parada rápida y discreta. Colonnello ha hecho bien viniendo vestido de paisano; no sé si tiene una experiencia que desconozco o un instinto nato para las misiones. Lo primero es aparcar el coche a las afueras de la ciudad. Es preferible dejar el vehículo lejos de las miradas curiosas. Al fin y al cabo, llevo un puto arsenal en el maletero.

—Bienvenido a Lucca —comento mientras salgo del coche y me apoyo en la parte superior—, ¿has estado alguna vez?

—No —contesta Colonnello cubriéndose los ojos con la mano para evitar el sol—. Me encanta ir de excursión —y me guiña un puto ojo.

Insoportable.

La pequeña ciudad de Lucca está empezando a despertar cuando nosotros la cruzamos. Se oyen persianas metálicas subiendo, el agua de los cubos chocando contra el suelo empedrado de forma violenta que vacían los dueños de los comercios para limpiar sus zonas. El olor del pan recién hecho que llega desde los hornos calientes me abofetea en la cara para recordarme que no he desayunado. 

Empiezo a pensar que deberíamos haber venido un poco más tarde. Aunque ya hay gente en la calle y en las terrazas de las cafeterías más madrugadoras, tendremos que esperar hasta que llegue el contacto, y sentarnos en una cafetería alargando un expreso demasiado podría levantar sospechas.

—Vamos a dar una vuelta —le propongo a Colonnello.

—Genial —contesta con un deje de entusiasmo que no sé decir si es auténtico o irónico—, siempre me ha gustado ir de compras.

Cuando se adelanta y se mete las manos en los bolsillos puedo distinguir parte de la funda negra de la pistola que guarda en un cinturón por dentro del pantalón, como yo. Lleva una camiseta ancha de manga corta para camuflarlo y el cuchillo dentro de la bota derecha. Ahora que lo miro así, de espaldas, me sorprende lo preparado que va y lo mucho que ha pensado en estos detalles. Las sombras que dibujan sus músculos bajo la tela de la camiseta indica también lo insistente que ha sido en su preparación física antes y después de ingresar como cadete. Si esto fuera una prueba del COMSUBIN y yo fuera su evaluadora, le daría un diez.

—¿Quieres que vayamos a mirarte un bonito vestido? —Se gira hacia mí y camina de espaldas mientras me pregunta.

O a lo mejor le daría un seis.

—Un bonito vestido me estropearía la misión —espeto—. ¿Te puedes centrar?

—Vaya humos. ¿Has desayunado?

—No. —Antes de que pueda decir algo más, Colonnello se dirige a una pequeña confitería en la esquina hacia la que nos acercamos y desaparece dentro.

Al cabo de cinco minutos sale con una bolsa de papel por la que asoman dos cruasanes calientes y me ofrece uno. Nos quedamos en silencio, de pie junto a la confitería comiéndonos nuestros bollos recién hechos y disfrutando de cada bocado. No sabía que necesitaba tanto un cruasán caliente hasta que he terminado el último pedazo. Este momento ha sido tan reconfortante como un oasis en un enorme desierto, pero no podemos extenderlo más.

Después de cuarenta minutos callejeando nos dirigimos hacia el punto de encuentro, una cafetería con sillas verdes en el extremo este de una gran plaza circular situada en el centro de la ciudad. Cuando atravesamos los arcos de piedra que rodean la plaza, Colonnello se queda fascinado por las dimensiones del lugar y lo demuestra mirando a todas partes como un animal curioso. He de decir que resulta bastante imponente; todos los edificios con persianas venecianas apuntando hacia el centro de la plaza, como si tuviéramos cientos de ojos encima de nosotros. Por suerte, la cafetería donde hemos quedado tiene unas sombrillas lo suficientemente anchas como para que no pueda vernos nadie desde las ventanas.

Pedimos dos expresos y, solo cuando el camarero se ha ido dejándonos nuestros cafés, empiezo a contarle a Colonnello el contexto de la visita.

—Mi contacto se llama Giulia —comento mientras le doy el primer sorbo a mi café caliente—. Tiene que entregarnos un paquete.

—¿Qué hay en el paquete? —pregunta él, sosteniendo su taza de café.

—Lo ignoro, pero es una pieza clave para que Basil desencripte la información.

—¿Dónde está ahora Basil?

—No lo sé. —Dejo mi taza de café sobre el plato produciendo un ruido agudo con porcelana—. Giulia nos dirá dónde tenemos que ir a continuación.

Colonnello abre la boca para decir algo, pero justo veo cómo una mujer con una pamela blanca, a juego con su vestido, y unas grandes gafas de sol se acerca a nosotros y se sienta en una silla entre Colonnello y yo.

Buon giorno —saluda ella.

Buon giorno , Giulia —contesto, y hago un movimiento de cabeza en dirección al chico que tengo al lado—. Él es Colonnello. —Él saluda con la cabeza.

Giulia mete la mano en su bolso para sacar algo, pero la deja ahí y me mira, sus ojos ocultos tras los grandes y oscuros cristales.

—¿Cómo está? —quiere saber.

No me está preguntando por Basil ni por Colonnello.

—Está bien. Todos seguimos órdenes, Giulia. Es un profesional.

Su rostro, a pesar de estar parcialmente oculto por las gafas, parece suavizarse. Por fin saca la mano de su bolso y deja sobre la mesa una cajetilla de tabaco.

—Gracias, me apetecía mucho —contesto abriendo el paquete y sacando un cigarrillo de su interior. El paquete solo está lleno a la mitad, y el espacio que antes ocupaban otros cigarros ahora lo ocupa lo que parece una llave USB envuelta en un plástico—. ¿Qué es?

—Un software que necesitará Basil —aclara mientras se acomoda las gafas en el puente de la nariz, un tic muy típico de sabelotodos informáticos que siempre me ha puesto de los nervios en todo el mundo menos en ella—. Lo necesitará para desencriptar la información.

Giulia saca un mechero antiguo de su bolso y me lo acerca al cigarro que tengo entre los labios.

—Tenéis que ir a Bolonia —prosigue, mirando alternativamente a Colonnello y a mí mientras habla—. Esta noche a las nueve os encontraréis con Iemitsu y él os llevará con Basil. Tenéis que darle el tabaco.

—¿Quién más sabe que estaremos ahí?

—Nadie, en teoría, pero hemos preparado una ruta de escape. —Saca de su bolso un folleto para turistas que incluye un plano de Bolonia y señala con el dedo una carretera a las afueras de la ciudad—. Sacaréis a Basil por aquí en tu coche, es una carretera poco transitada y…

—Eso no tiene sentido —interrumpe Colonnello. Giulia lo mira desconcertado, y por la mirada asesina que le dedico yo, más le valdría callarse—. Una carretera poco transitada puede no ser segura, y podría exponernos más. Lal ha llevado el coche todo el trayecto, si nos han seguido hasta aquí o si nos siguen en Bolonia será como poner una señal indicando dónde se encuentra Basil.

¿Quién se ha creído que es? Alguien de su rango no puede interrumpir así la argumentación de Giulia, y menos opinar sobre ella.

—¿Y qué propones? —pregunta Giulia.

—Hay un acceso subterráneo abandonado bajo la estación de tren. —Colonnello se incorpora hacia el mapa de Giulia y señala la zona con toquecitos del dedo—. Podríamos sacarlo de la ciudad así.

—Sí, pero tendremos que continuar el trayecto en coche —le rebato, con más ganas de darle un puñetazo que de escuchar su opinión.

—Sí, pero dejaremos el coche a las afueras, no tendremos que moverlo por la ciudad. Giulia, ¿podemos conseguir una matrícula diferente?

Voy a matarlo.

—Veré… veré qué puedo hacer —contesta Giulia, atónita.

—Genial —celebra Colonnello con una palmada en la mesa y una sonrisa ridícula que se le borra en el momento en el que se da cuenta de que ambas lo estamos mirando fijamente—. ¿Qué pasa?

Voy a matarlo. Apago el cigarro contra la pata de la mesa. ¿Cómo se atreve a desautorizar así a Giulia? ¿En qué posición me deja haber traído a un cadete tan insolente a una misión de la mismísima CEDEF? Si Giulia reporta esto, estoy segura de que me van a degradar.

—Lal… —La voz de Giulia suena débil y tímida, y me extiende un pequeño sobre cerrado—. ¿Podrías darle esto, por favor?

Cojo el sobre de sus manos y me aseguro de apretárselas en un gesto reconfortante.

—Claro —digo con la voz más suave que puedo.


A pesar de los esfuerzos de Colonnello por entablar una conversación desde la cafetería al coche, no me ha resultado difícil ignorarlo. He estado demasiado ocupada en no dejar que la ira me consuma y guardarme la reprimenda para cuando estemos solos en el coche, donde nadie nos pueda oír.

Me siento en el asiento del conductor y cierro de un portazo. Colonnello se sienta a mi lado.

—¿Se puede saber qué cojones te pasa? —La ira me agita el corazón; en la intimidad del coche no tengo por qué filtrar mis pensamientos—. ¿En qué mundo vives para creer que era apropiado darle consejos a una estratega experta, cadete?

—De nada —dice por toda respuesta.

—Ha sido un error traerte —le echo en cara mientras introduzco la llave en el contacto y la giro, arrancándole un rugido al motor—. Eres un insolente y un crío.

—¿Puedes relajarte un momento? —Colonnello gira la llave en el sentido contrario y apaga el motor—. Piénsalo, mi sugerencia es mucho menos arriesgada que la de Giulia. Conozco bien esos pasajes subterráneos y estaremos más seguros que cruzando la ciudad en coche. Nos podremos defender mejor, no tendríamos que ocultar las armas en caso de asalto. No podemos ir por Bolonia, pistolas en ristre.

Tiene razón.

Por mucho que me joda admitirlo, tiene razón.

Y creo que sabe lo que estoy pensando, porque se le suaviza la expresión y se relaja en su asiento.

—Tendremos otra matrícula, montaremos a Basil en el coche sin que nadie lo vea y no podrán seguirnos. Es más fácil ocultar el coche en algún sitio a las afueras que pasearlo por la ciudad, incluso si vamos por carreteras secundarias.

Mi respiración se empieza a estabilizar y puedo pensar con más claridad. No había pensado en que ir por un túnel subterráneo donde no hay civiles nos da más libertad para usar las armas y efectuar una extracción más rápida.

Es brillante.

Parpadeo y ahora me parece otra persona. Alguien estratégico y con visión de conjunto.

—Confiaste en mí —añade bajando el tono de voz—, ¿recuerdas? ¿De verdad crees que Lal Mirch tomaría una mala decisión?

Siento una punzada cálida en el pecho y noto cómo se relaja mi mente. Por un momento muy fugaz me siento completamente a salvo.

Un momento, no sé qué estoy pensando. Pestañeo un par de veces para despejarme la cabeza y tomo aire rápido.

—Vámonos. —Arranco el coche.

Chapter 5: Lal

Summary:

Colonnello y Lal llegan a la base de la CEDEF en Bolonia para que Basil comience a descifrar una información de vital importancia para los Vongola, pero alguien quiere interponerse en su camino.

Notes:

Fiu. Estoy reescribiendo estos primeros capítulos porque cuando los escribí en su momento no me esperaba que fuera a desarrollar tanto la historia, así que ahora toca tapar algunos agujeros. Also, he cambiado la clasificación de "M" a "E" porque planeo meter algunas escenas explícitas. No quería hacerlo antes por miedo a que la gente leyera mi fanfic por esas escenas y se decepcionara por tardar demasiado en encontrarlas (sí, lo siento, aún faltan unos cuantos capítulos para llegar a ese momento). Pero tampoco quiero etiquetar mal esta historia. Cuando un capítulo sea explícito, lo indicaré en las notas. A leer!!

Chapter Text

Lal

 

La base de operaciones de Bolonia resulta ser un apartamento de tres dormitorios en el centro de la ciudad, cuya entrada está camuflada en la fachada trasera de una farmacia. No nos ha costado encontrar a Iemitsu antes, y después de las presentaciones pertinentes nos ha llevado con Basil. Lo hemos dejado en la sala de estar, custodiado por tres ordenadores, mientras ejecutaba el software de Giulia. Iemitsu comparte una habitación doble con Basil y Max y Colonnello comparten la otra. A mí me han dejado la habitación individual, supongo que por un estúpido pudor por la intimidad que me otorga ser la única mujer. Como si no pudiera matarlos a todos mientras duermen.

Hace un rato le he entregado a Max la carta de Giulia, que ha mirado con expresión nostálgica antes de encerrarse en su habitación para leerla. No tengo tiempo para sentimentalismos, así que me he dado una ducha y me he ido a mi cuarto. El pelo húmedo es una bendición, el frío que se me pega a la espalda me ancla los pies en la tierra y me distrae de pensar en todas las cosas que podrían salir mal en esta misión.

—¿Se puede? —Colonnello se asoma por el umbral de la puerta.

—No —contesto, cortante.

Pero entra igual.

—Max se ha encerrado en la habitación y no sé si debería entrar.

—Estará leyendo la carta de Giulia.

—¿Era para él? —pregunta, apuntando con el dedo pulgar en dirección al pasillo.

Asiento, y me sigo secando el pelo con la toalla sin prestarle atención.

Colonnello se pasea por la habitación contemplando cada detalle.

—¿Algo más? —pregunto, arrastrando las palabras para imprimir un tono irónico. No necesito su presencia más tiempo.

—Hemos hecho un buen trabajo hoy.

—Oh, no —me río entre dientes—, no tienes ni idea de lo que te espera. —Levanto la cabeza y le miro con toda la seriedad que puedo reunir—. Esto no es el COMSUBIN, Colonnello. Es la CEDEF. La prioridad de todos nosotros es proteger la vida de Basil con la nuestra, quien, en última instancia, protegerá las vidas de los miembros de la familia Vongola con la suya. Si nosotros morimos, a nadie le importará.

—No vamos a morir —sentencia—. No vas a morir. No mientras yo vaya contigo.

¿Qué está diciendo? ¿Cree que no puedo protegerme sola?

—Mira, cadete. —Me acerco a él con la toalla húmeda sobre el hombro y le sostengo la mirada a pocos centímetros de su cara—. Has venido a una cosa. No te hagas el héroe y protege a quien tienes que proteger.

—No me malinterpretes, —tira de un extremo de la toalla, que se desliza lentamente por mi hombro, y se la coloca en el suyo— te admiro profundamente, Lal. —Una sensación entre orgullo y vergüenza me invade y algo se agita en mi estómago—. Voy a cumplir la misión como se me ha ordenado, pero también voy a impedir que mueras. Soy lo suficientemente hábil como para hacer ambas cosas.

Esboza una amplia sonrisa y se marcha de mi habitación.

Se ha llevado mi toalla.


Mi cometido empieza con el control de los accesos. Aseguro puertas y ventanas y establezco turnos para que, uno por uno, subamos cada pocas horas a la azotea con la excusa de fumar un cigarro o tender ropa mojada para vigilar desde lo alto. Max insiste en apostarse allí y hacer guardia durante toda la noche, pero no se me ocurre nada más sospechoso que un tipo del tamaño de un roble armado hasta los dientes en una azotea en el centro de Bolonia.

—¿A quién se le ocurrió una guarida secreta en el centro de la ciudad? —se burla Colonnello.

—¿A quién se le ocurre cuestionar a unos agentes de una organización que podrían hacerte desaparecer sin que nadie hiciera preguntas? —rebate Iemitsu.

Solo dos de las tres habitaciones tienen ventana. Una da a la calle; la otra, a un patio de luces. Colonnello y Max las vigilan mientras que yo me encargo de las ventanas del salón. Me paso una hora de pie, dando vueltas por la sala para colocarme de forma estratégica en ángulos en los que no se me vea desde la calle.

La mesa en la que trabaja Basil está lo más alejada de las ventanas posible para que pueda usar una pequeña luz sin llamar la atención. En el silencio de la habitación solo se escucha el suave golpeteo de las teclas. Basil es un chico más joven que yo, y más brillante también. Me pregunto cómo ha llegado aquí, qué habrá dejado atrás para ser reclutado por la CEDEF. ¿Lo que le empuja a arriesgar su vida es su fe ciega a la familia Vongola? ¿O es solo un pobre diablo que no tiene nada que perder? Tal vez, en otra vida, me habría gustado preguntárselo. Pero no en esta. Entre nosotros no nos hacemos esa clase de preguntas. Es un pacto tácito que tenemos los miembros de la CEDEF: cuanto menos sepamos de los otros, mejor para todos.

El reloj de latón colgado en la cocina marca la hora para el cambio de turno. Me dirijo a mi habitación, que vigila Colonnello. Al entrar, lo encuentro sentado en una silla con el rifle en el regazo mientras mira por la ventana. Me pregunto cómo puede tener el gesto tan relajado.

—Sal. —Me aclaro la voz y cuadro los hombros cuando me doy cuenta de que yo también he relajado mi postura al verlo—. Te toca la otra habitación.

Colonnello me ignora. Me hace un gesto con la mano para que me acerque y susurra en voz baja:

—Ven.

La forma en la que Colonnello hace siempre lo que le da la gana me irrita sobremanera, pero estoy demasiado cansada para discutir. Cuanto antes vea lo que me quiere enseñar, antes lo despacho. Cuando me acerco a él, me doy cuenta de que la ventana está ligeramente abierta y por ella se cuelan los sonidos de la calle. Un hombre bigotudo con una camiseta blanca de tirantes toca una guitarra acústica sentado en la silla a la salida de un restaurante, mientras una pareja mayor baila con entusiasmo. En la terraza del mismo local, un grupo de jóvenes discuten en voz alta, todos con un cigarrillo en una mano y cartas de poker en la otra. En lo que parece la salida trasera de otro restaurante, dos chicos con uniformes blancos sentados en un escalón fuman en silencio, disfrutando de su descanso. Una pareja se aleja en moto de nuestra vista; ella, con un vestido rojo de flores, se agarra a la cintura de él. Colonnello contempla la escena nocturna con un extraño brillo en los ojos y por un momento tengo el inconveniente deseo de querer quedarme aquí diez minutos más.

Cuando me giro para darle la orden de salir, sus pestañas doradas se baten sobre sus ojos.

—Colonnello —digo, con el tono más suave que soy capaz de poner—, si lo que querías era ver películas cursis con bellas escenas italianas, te sugiero que nazcas romántico en otra vida, pero en este eres militar. —Enderezo mi voz—. A trabajar. Ya.

Él se levanta sin protestar y me mira desde el privilegio de su altura.

—También soy un romántico en esta vida.


Basil nos anuncia con preocupación que ha notado algo raro en el sistema de la CEDEF: alguien intenta rastrear su conexión. Afortunadamente, ha podido bloquearlo. Pero yo no me quedo tranquila. Llevo un rato escuchando el mismo motor del mismo coche dando vueltas por la calle. Tenía la esperanza de que se tratara de una coincidencia, o de que mis limitados conocimientos en automoción me jugaran una mala pasada y se tratara de coches diferentes, pero ahora ya no estoy tan segura.

La mirada de intranquilidad que cruzo con Iemitsu me confirma que debemos estar alerta. Colonnello se mueve con sigilo y agilidad por el espacio, acatando con eficacia las órdenes que recibe. Si no lo conociera, pensaría que lleva haciendo esto toda la vida.

De repente, se va la luz.

—¡Mierda! —exclama Basil, dando un fuerte golpe con los puños sobre la mesa, pillándonos a todos desprevenidos—. Necesito seguir. ¿Generador?

—Enseguida —asegura Max, y desaparece en la cocina.

Esto es malo.

Iemitsu acerca unas linternas a la mesa de Basil mientras él reanuda el trabajo gracias al generador de emergencia que traían consigo.

—Ventanas —advierte Colonnello, y las revisamos una por una, pistola en ristre.

Justo debajo de una de las ventanas del salón localizo dos hombres de negro que, a pesar de estar hablando apoyados en la esquina de un edificio, me dan mala espina. Uno de ellos mira disimuladamente hacia mí justo en el momento en que me aparto. Cuando vuelvo a asomarme, los hombres han desaparecido.

—El patio de luces está despejado —anuncia Colonnello—, y la calle también. ¿Cómo han podido…?

Escuchamos pasos encima de nosotros.

Mierda. La azotea.

Nos mantenemos todos en un estricto silencio. Si prestáramos la suficiente atención, podríamos escuchar nuestros corazones acelerándose. De repente, más pasos.

No necesitamos intercambiar ninguna palabra, simplemente poner en marcha la coreografía perfectamente orquestada para la extracción de Basil. Le lanzo mi pistola a Colonnello, que la coge al vuelo. Basil apaga las pantallas y le ayudo a guardar el ordenador más pequeño en una bolsa especial mientras que Max se asegura de recoger todos los rastros que hayamos podido dejar. Iemitsu vigila la escalera desde el rellano.

—Tenéis que iros ya.

Recojo nuestras cosas a toda prisa, Colonnello me lanza mi arma con el mismo movimiento y escoltamos a Basil escaleras abajo. Me asomo primero a la puerta que da a la farmacia, aparentemente desierta a esta hora.

—Bien. —Abro un armario en la pared donde, además del contador de la luz, nos hemos asegurado de guardar unos uniformes de trabajo para la posible huida—. Poneos esto. Somos exterminadores que vienen de hacer un trabajo que se ha alargado hasta la madrugada.

—No —interviene Colonnello.

—¿Perdón? —Lo fulmino con la mirada aún con el uniforme en la mano, incapaz de creer que se haya negado a seguir una orden mía.

—¿Pretendes atravesar el centro de la ciudad con esta mierda de disfraz?

—Soldado, pensaba que te gustaba tener todos los dientes en su sitio, pero ya veo que tienes ganas de que los recoloque.

Colonnello me arrebata el uniforme de las manos. La atenta mirada de Basil va de uno a otro, estupefacto por la osadía del cadete.

—Mi plan es mejor y lo sabes. El acceso subterráneo es más seguro y rápido.

Maldito Colonnello. No es momento para las ideas de bombero.

—¿Hay un acceso subterráneo? —Basil agarra con fuerza su bolsa mientras clava los ojos en mí—. Lal, llevo un ordenador. Si han podido rastrearnos antes, podrán volver a hacerlo. Pero bajo tierra no hay señal.

Junto a él, Colonnello asiente con el ceño fruncido, y me dan ganas de darle un puñetazo. Profiero un gruñido entre dientes y encierro los uniformes en el armario de nuevo. No me hace ninguna gracia que Colonnello vuelva a desafiarme, pero no había tenido en cuenta el argumento de Basil. Odio tener que darle la razón a este niñato arrogante.

—Tú, delante. —Hago un gesto con mi pistola en dirección a la puerta para que Colonnello encabece la marcha y nos guíe al acceso, pero cuando pasa por mi lado le aprieto el cañón contra el pecho—. Una tontería más —susurro— y el único que va a acabar bajo tierra vas a ser tú. ¿Me he expresado con claridad?

Colonnello ignora mi amenaza y se coloca junto a la puerta.

—Ya tendrás tiempo de agradecérmelo. Por ahora, tenemos que darnos prisa.

Puto niñato arrogante.

Chapter 6: Lal

Summary:

Colonnello, Lal y Basil escapan de la emboscada y se refugian en una casa en la montaña para continuar con la misión sin interrupciones. Lal, por su parte, no esperaba acercarse tanto a Colonnello.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Lal

 

Mierda, esto no tenía que pasar.

No tenían por qué encontrar a Basil y no teníamos por qué huir, y aunque teníamos un plan para esta situación, a ninguno se nos ocurrió tener en cuenta el pesado equipo que necesita para el desencriptado.

Corremos por el paso subterráneo con Colonnello a la cabeza, pistola en mano. Yo cubro a Basil por detrás, que corre más lento debido al peso que carga en una bolsa que además se esfuerza en agitar con toda la delicadeza posible. Iemitsu y Max se han quedado atrás para darnos tiempo, y aunque confío infinitamente en su experiencia y su profesionalidad, no puedo dejar de preguntarme si estarán bien.

Esto no es propio de mí. Siento el juicio ablandado.

—¿Cuánto queda? —pregunta Basil con la respiración agitada por la carrera.

—¡Ya casi estamos! —promete Colonnello.

Se detiene junto a una salida al exterior en el techo de la estructura, sobre unas escaleras metálicas, y asegura el perímetro con su arma. Yo adelanto a Basil y subo la escalera deprisa. Tras abrir la compuerta y asegurarme de que no haya nadie, Basil y Colonnello salen con urgencia mientras sujeto la compuerta. No me he dado cuenta de todo el tiempo que hemos estado corriendo por los túneles, pero al parecer nos hemos alejado lo suficiente de la ciudad como para estar cerca del coche.

Colonnello se guarda la pistola antes de apartar las ramas que usamos hace días para camuflar el vehículo mientras yo lo desbloqueo con la llave de mi bolsillo. Abre el maletero y coge el rifle que guardo en el falso fondo.

—Conduce tú —me pide. O, más bien, suena a una orden.

Basil, visiblemente asustado y confuso, se sienta con todo su equipo en la parte trasera del coche. Yo apenas he cerrado la puerta del conductor cuando ya estoy arrancando y doy marcha atrás de forma violenta.

Huimos por la carretera paralela al camino subterráneo de Colonnello a una velocidad de vértigo. Como sospechaba, un coche oscuro nos al otro lado de las vías del tren, a nuestra izquierda. Colonnello baja la ventanilla del coche y con un movimiento ágil saca medio cuerpo al exterior y apoya el rifle en la carrocería.

—¡¿Qué haces?! —Siento que el corazón se me pone del revés cuando lo veo tan cerca de caerse.

A pesar del movimiento, Colonnello se las arregla para mantener el arma quieta sobre la superficie. Cierra un ojo para optimizar la vista a través del visor y, mientras sigo conduciendo, dispara.

Por el rabillo del ojo veo cómo el coche que nos sigue se queda atrás con movimientos torpes mientras pierde el control. Escucho una segunda detonación y por instinto miro a Colonnello, o la parte de él que permanece dentro del coche. Apenas ha tenido retroceso y sigue perfectamente estable, como si en vez de disparar una pesada arma estuviera contemplando el paisaje.

Es increíble.

Recarga el arma y se vuelve a colocar en el asiento. En el momento en que termina de introducirse por completo dentro del vehículo, con la ventanilla todavía abierta, el aire furioso y la velocidad le agitan el pelo y se lo dejan revuelto y frío. Coloca el arma sobre su regazo, echa la cabeza hacia atrás y exhala.

—Eso ha sido alucinante —susurra Basil en la parte de atrás.

Dirijo la mirada de nuevo al frente e intento no pensar en lo impresionada que estoy.

La última media hora de trayecto transcurre más tranquila, aunque aún estamos los tres agitados. Por fin llegamos a una casa de la CEDEF al sur de Bolonia, en los Apeninos tosco-emilianos. Cuando aparco el coche en la puerta y las luces de los faros se apagan, los tres nos quedamos en silencio. La tensión de la persecución todavía flota en el ambiente y se me llena la cabeza de preguntas.

Salgo del coche, seguida por Basil y Colonnello, y abro la puerta con la llave que me ha facilitado Iemitsu. La casa huele a cerrado, pero está limpia. Compruebo que hay luz y agua. El lugar consta de un salón con cocina en la planta inferior, y dos habitaciones en la planta de arriba, a la que solo se accede por una escalera exterior que rodea la fachada de piedra de la casa.

Basil dispone su equipo sobre una pequeña mesa de comedor y conecta el USB de Giulia.

—¿Vas a ponerte a trabajar ahora? —pregunta Colonnello, incrédulo, desde la puerta principal.

—Cuanto antes termine antes dejarán de buscarnos. Ya he tardado demasiado —sentencia Basil sin apartar los ojos de la pantalla.


Un par de horas después, el sueño amenaza con dejarme en el sitio, pero debo estar pendiente de Basil. Tengo que hacer algo para no dormirme, así que coloco una silla a su lado y me siento a mirar el ordenador, como si pudiera entender lo que dispone la pantalla.

—¿Puedo preguntar qué tipo de información estás encontrando?

—Parece ser un diario de un antiguo Arcobaleno —contesta sin dejar de teclear.

Tengo que parpadear un par de veces para desplazar el sueño y comprender lo que está diciendo.

—Creo que son protectores de la familia Vongola —contesta Basil ante mi silencio—, o algo así. Protegen algo relacionado con ellos. Son una especie de guardianes, pero aún no lo tengo claro. —Aparta la mirada de la pantalla del ordenador, detiene su tarea y gira su cuerpo entero en el asiento para mirarme—. Lal, tienes que dormir.

—Agradezco tu sugerencia, pero estamos aquí para protegerte.

—Aquí no nos va a encontrar nadie —suaviza su tono de voz—, esta noche no voy a necesitar protección. Pero sobre todo te recuerdo que soy un agente de la CEDEF altamente cualificado, como tú. Sé disparar y sé protegerme. Si no duermes, no podrás ayudarme.

Por mucho que me fastidie admitirlo, tiene toda la razón. Si no duermo no podré conducir, ni pensar, ni apuntar con un arma.

Le pongo una mano en el hombro mientras me levanto con todos mis huesos crujiendo en señal de que he aceptado su consejo, y subo a la planta de arriba. La noche ya es profunda y en mitad de la montaña hace un frío de mil demonios, pero estoy demasiado cansada como para ir al coche a por mis cosas.

Extiendo la mano para abrir la puerta del porche superior que da acceso a las habitaciones justo cuando Colonnello sale por ella con una sudadera negra. Juraría que sus ojos parecen más azules con tan poca luz.

—Tienes una cara horrible —comenta.

Todo lo que cualquier persona quiere oír antes de irse a dormir.

—Ni siquiera tengo ganas de contestarte. —Pongo los ojos en blanco.

Se deja caer sobre el banco de madera que hay junto a la barandilla del porche con un sonoro suspiro y echa la cabeza hacia atrás; él también parece agotado.

—Los tipos que iban en el coche han muerto. —Habla tan bajo que casi se me ocurre pensar que son imaginaciones mías, pero su mirada perdida confirma que ha sido él quien ha pronunciado esas palabras.

—Sí, así es —confirmo con dureza—. Eran ellos o nosotros.

Colonnello parece no haberme escuchado. Su expresión permanece imperturbable, perdido en sus propios pensamientos.

—Nunca había matado a nadie.

No puedo recordar la cantidad de veces que he escuchado ese lamento de los labios de un cadete. Desde hace ya un tiempo no siento compasión por ellos. ¿Qué creían que iba a pasar cuando entraran al ejército y los mandaran a su primera misión? ¿Acaso creían que se jubilarían sin haber herido a nadie? ¿Sin haber perdido a nadie? La muerte forma parte de nuestro trabajo y no hay espacio para la pena ni el arrepentimiento por las vidas arrebatadas.

Eso es lo que he aprendido. Eso es lo que he estado repitiendo año tras año a los soldados bajo mi mando atormentados por sus primeras víctimas. Pero aquí, bajo la noche pesada y el frío de la montaña, me veo incapaz de sostener esa retahíla de palabras heroicas y malvadas. Los recuerdos se arremolinan en mi cabeza.

—Me encantaría decirte que con el tiempo lo olvidarás. Pero no es verdad. —Me siento a su lado en el banco y elijo mis siguientes palabras con cautela—. Yo no he olvidado la primera persona que maté. Todavía tengo el olor metálico de la sangre incrustado en mis fosas nasales. —Colonnello guarda silencio, pero no me mira. Ninguno nos miramos—. Nos enseñan a disparar un arma, a dar los mejores golpes, a curar heridas, a rescatar rehenes, a desactivar bombas, a no morir. Pero no nos enseñan a borrar imágenes de nuestra cabeza. Matar es la verdadera prueba del ejército. El único punto sin retorno.

Colonnello gira la cabeza, todavía inclinada hacia atrás, y me mira con una expresión que no puedo descifrar. Le devuelvo la mirada y me encuentro embobada en sus ojos.

—Tú también deberías dormir —observo mientras me levanto con brusquedad.

—Vaya —una sonrisa asoma a su rostro—, ¿estás preocupada por mí?

—Estoy preocupada por si tu falta de sueño desvía una bala mañana y nos mata a alguno.

—Eso no pasaría —contesta lanzándome una mirada profunda.

Recuerdo lo que ha pasado unas horas antes y de verdad creo imposible que le tiemble el pulso. Ya lo había visto en las clases de tiro y sus evaluaciones son perfectas, pero verlo ejecutar un disparo (dos, de hecho) tan certero desde un vehículo en movimiento ha sido inaudito.

—¿Cómo lo has hecho? —pregunto.

—¿El qué?

—El disparo. Ha sido… perfecto.

Me observa lentamente mientras una comisura de su boca se le curva hacia arriba.

—No me puedo creer que Lal Mirch califique mi disparo de perfecto —comenta, divertido.

Y, de repente, me siento avergonzada.

—¿Sabes qué? Olvídalo, es el cansancio. —Me giro para meterme en el interior de la casa.

—Espera, espera. —Colonnello se levanta del banco como un resorte y me agarra la muñeca—. Lo que quería decir es: gracias. Solo se me da bien, supongo, igual que a ti el combate cuerpo a cuerpo.

Sopeso mis posibles respuestas. No pienso deshacerme en halagos, pero estoy honestamente fascinada. No se lo voy a decir, pero supera mis habilidades de tiro mucho más de lo que yo supero sus habilidades de combate.

Abre la boca para añadir algo, pero enseguida la cierra, y me sorprendo mirándole los labios. Cuando levanto la vista me encuentro con unos ojos brillantes que me observan con una intensidad que hace que me recorra un escalofrío por todo el cuerpo. Él también baja la mirada a mis labios y siento cómo el vello de los brazos se me eriza.

Pero es por el frío.

—Me voy a dormir. —Colonnello arrastra las palabras y tienen la facultad de calentarme la piel. Asiento, y se gira hacia el interior de la casa.

¿Qué coño ha sido eso?

Notes:

Debería haber subido este capítulo ayer, pero la vida me ha tenido ocupada, supongo. Anyway, parece que a Lal no le resulta tan difícil abrirse con Colonnello. Seguro que le fastidia mucho no poder mantener la careta de chica dura con tanta rigurosidad como le gustaría. ¿Vosotros qué pensáis?

PD: A partir de ahora las notas irán al final del capítulo para poder comentarlo sin spoilers.

Chapter 7: Colonnello

Summary:

Colonnello empieza a cuestionarse cuál es su papel en la misión, por qué Lal lo ha elegido a él, un soldado inexperto, y no a cualquier otro. Una nueva amenaza se cierne sobre ellos y los obliga a separarse.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Colonnello

 

Cuando salgo al porche del piso superior la mañana todavía es tranquila y fría. La vista desde aquí es impresionante: un paisaje con varios tonos de verde y sin una sola línea recta. La luz del sol es tan tenue todavía que las irregularidades de la montaña no proyectan sombras sobre sí mismas y todo parece una masa uniforme de vegetación. Creo que podría acostumbrarme a vivir así.

Me pongo mi sudadera y bajo al salón donde Basil todavía sigue trabajando. Dos círculos oscuros debajo de sus ojos me revelan que ha estado toda la noche frente a la pantalla.

—Buenos días —saludo.

—Buenos días —contesta sin mirarme—, debería haber café en algún armario.

Abro varias puertas de los armarios de la cocina y compruebo que está en lo cierto. No solo hay café, sino también varias latas de conservas y agua embotellada. Desde luego la CEDEF no deja ningún cabo suelto. Imagino que tendrá casas así repartidas por todo el país, tal vez por todo el mundo, abastecidas con todo lo que puede requerir un agente escondido durante varios días.

Enciendo el fuego y pongo la cafetera cargada a calentar. Al cabo de un rato, un agradable olor a café empieza a inundar la estancia. Es como una gota de agua en mitad de un desierto. Sirvo dos tazas de la bebida humeante y me siento junto a Basil.

—¿Cómo vas? —Dios, por mucho que mire la pantalla no puedo entender nada. Nunca sería capaz de hacer lo que está haciendo él, y menos sin dormir.

—No queda mucho. —Desvía la mirada hacia la taza que le ofrezco y le da un sorbo cuando la coge—. Gracias. Por cierto, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Dispara.

—¿Qué haces aquí?

Guardo silencio un momento y frunzo el ceño intentando entender la pregunta. El café me calienta las manos.

—¿Por qué Lal te ha elegido a ti? —insiste.

Joder, ¿qué le digo? ¿Que he tenido suerte? ¿Que le he parecido guapo? ¿Que soy el mejor soldado de todo el COMSUBIN?

—Supongo que confía en mis habilidades.

—Lal nunca confía en nadie. —Basil me mira con los ojos ligeramente entornados; no parece convencido.

Siento una punzada en el pecho. ¿Qué quiere decir eso? ¿Estoy aquí por un motivo que no sepa? ¿O es que Lal me encuentra irresistible?

Me encuentro esbozando una ligera sonrisa ante esa posibilidad.

—Deberías dormir, Basil.

—Sí —contesta mientras estira los brazos hacia arriba. Cierra el ordenador y se dirige hacia el sofá.

Sirvo el café en una tercera taza y subo a la planta superior para despertar a Lal, pero justo cuando llego arriba ella sale al porche. Tiene el pelo revuelto y una expresión somnolienta, y de repente me parece muy graciosa la diferencia de altura entre nosotros.

—Toma —le ofrezco la taza. Ella la mira con desconfianza, pero la acaba aceptando—. Necesito que bajes…

Me detengo cuando ella me lanza una mirada asesina. Aunque ayer tuve razón sobre el cambio de ruta para extraer a Basil, sé lo que está pensando ahora. “No olvides que soy yo quien da las órdenes”. Tal vez, por mucho que me cueste, debería esforzarme por complacerla en ese sentido. Al menos de momento.

—He pensado que podría patrullar por los alrededores mientras tú te quedas abajo con Basil mientras duerme —me corrijo—. Si te parece bien.

Lal asiente y baja con la taza de café en las manos sin articular palabra. Mejor voy a ahorrarme el decirle que tiene las marcas de la almohada en la cara.


Dos horas después me encuentro peinando los alrededores de la casa. Llevo mi camiseta y mis vaqueros, pero me he puesto la chaqueta del uniforme. Con la mano derecha sujeto la empuñadura del rifle que usé ayer y con la izquierda sostengo el cañón. Parece imposible que vaya a necesitar disparar aquí, está todo tan tranquilo y silencioso que no podría creerme que nada perturbara la paz de este sitio.

Al caminar no se oye más que el sonido de mis pisadas amortiguadas por la hierba y el piar puntual de algún pájaro al que estoy molestando en su hogar. Pienso en las palabras de Basil. “Lal nunca confía en las habilidades de nadie”. ¿Por qué en las mías sí? ¿De verdad no había nadie mejor en todo el COMSUBIN? Ya me habían advertido de que era una persona solitaria y que solo contaba con las personas de su más absoluta confianza para las misiones importantes. Resulta gracioso cómo me miran Marco y Emma cuando me dirijo a Lal, a veces, incluso, como si fuera una conquista amorosa más. Les aterra tanto que me tratan con el respeto que se merece alguien que se atreve a desafiarla, pero a mí me encanta ponerla de los nervios. Esta dinámica ha hecho que me enganche a la sensación que me produce su mirada cuando se enfada. Solo tengo ganas de explorar hasta dónde puedo llegar.

Me giro para mirar hacia la casa, pero estoy demasiado lejos. Me imagino a Lal, apostada en la entrada con una pistola en la mano, o tal vez sentada en una silla custodiando a Basil, mirándolo fijamente mientras duerme. ¿Entenderá ella la información que está descifrando? De repente siento que tengo muy poco contexto de esta misión. No sé quiénes son la familia Vongola, no sé por qué hay que protegerlos y no sé qué hago aquí. Por primera vez en mi vida, y por un breve instante, toda la seguridad que me define se derrumba y me siento incapaz. ¿Qué estoy haciendo aquí?

Veo un matorral de fresas. Me agacho para inspeccionar su madurez y me agrada comprobar que están perfectas, tal vez un poco ácidas, pero listas para su consumo. Pruebo una y, joder, está buenísima. Arranco un puñado y me lo meto en el bolsillo izquierdo de la chaqueta. A Basil le vendrán bien.


Cuando regreso a la casa dejo el fusil sobre la mesa de comedor y coloco las fresas silvestres en un plato. Basil ya está despierto tomando una segunda taza de café. Lal, sentada enfrente, charla con él. Tiene el cinturón donde guarda la pistola por fuera del pantalón, lista para usar en cualquier momento, y es entonces cuando me doy cuenta de que se ha cambiado de ropa. Lleva un pantalón táctico negro y una camiseta ajustada de manga corta del mismo color. Se ha recogido el pelo en una coleta, y siento el inconveniente deseo de desatársela. Si estuviera con Marco y Emma haría alguna broma al respecto, y Emma me reprendería con razón.

Le ofrezco el plato de fresas a Lal y luego a Basil, y me siento junto a él en el sofá.

—¿De dónde las has sacado? —pregunta Basil antes de morder la fruta.

—Son fresas silvestres, las he encontrado patrullando.

—¿Estás seguro de que se pueden comer? —inquiere Lal alzando una ceja.

Cojo una fresa y me la llevo entera a la boca, quedándome con la corona entre los dedos.

—En Marsala cogía fresas con mi madre —contesto.

—¿Eres de Marsala? —Basil coge otra fresa del plato.

—No, soy de Palazzo Adriano —miro a Lal, como si pretendiera lanzarle ese tipo de información a ella en concreto. Ahora me doy cuenta de que no sabemos nada el uno del otro.

Ella me mira de vuelta mientras termina de comerse la fresa. La fruta le ha dejado una pátina húmeda y rojiza sobre los labios y siento cómo el calor me sube a la cara cuando me encuentro mirándolos.

—Ya he terminado —anuncia Basil. Lal y yo nos quedamos quietos, como si el seguir masticando fuera a espantar aquello que tiene que decir—. He encontrado el diario de un antiguo Arcobaleno. Explica que son los guardianes de unos artilugios llamados pacificadores.

Basil nos cuenta que el diario en cuestión contiene nombres de las familias implicadas en la creación de estos Arcobaleno y su autor advierte de la inestabilidad del equilibrio entre tres conjuntos de anillos: los Mare, los Pacificadores y los Vongola. Los Arcobalenos son creados como parte de un experimento realizado por un individuo que en el diario aparece como C. F., y su misión es proteger el equilibrio del mundo junto con otras familias.

—El autor del diario —prosigue Basil— deja entrever que el experimento es un engaño, ya que el precio a pagar es mucho mayor que la promesa de ser guardián de los Pacificadores. Menciona un nombre, alguien que puede estabilizar las protecciones y asegurar el equilibrio. —Basil guarda silencio un momento mientras recuerda a quién se mencionaba en el diario—. Luce, si no recuerdo mal.

La cara de Lal pierde todo el color ante esa información y observo cómo tensa la mandíbula, pero mantiene una expresión indiferente.

—¿Quién es Luce? —pregunto, dirigiéndome a ella.

—Un contacto de Reborn —se limita a contestar.

—Pero Reborn no está vinculado a la CEDEF —observa Basil bajando la voz, como si alguien nos pudiera oír.

—Lo sé —Lal se pasa la mano por su pelo recogido—, eso es lo que me descoloca. ¿Qué pinta Luce en todo esto?

En ese momento escuchamos un ruido de motor fuera de la casa. Me levanto con una rapidez fruto de varios años de práctica, cojo el rifle y me acerco a la ventana más próxima a la puerta. Lal se coloca al otro lado sujetando su pistola y Basil se lleva la mano al cinturón en busca de su arma.

Se oye un ruido de nudillos golpeando la puerta.

—Abrid, soy Iemitsu.

Estiro el brazo para abrir la puerta, pero Lal me aparta la mano de un codazo y me mira negando con la cabeza. Leo en sus labios la frase “No es él”. Basil se lleva un dedo a la boca indicándome que no haga ruido y se levanta despacio hasta el ordenador. Teclea lento y en silencio mientras la voz misteriosa sigue llamando afuera.

—¡Abrid! ¿Qué hacéis?

No entiendo qué está pasando. Me acomodo en la ventana para que quien sea que haya fuera no me vea, pero con la cortina no distingo si se trata del verdadero Iemitsu o no.

Basil extrae la llave USB del ordenador y se la introduce en un bolsillo de su cinturón, imperceptible a primera vista. En la pantalla aparecen un montón de códigos verdes sobre un fondo negro. Un momento… ¿Está borrando los datos?

Los sonidos en la puerta son cada vez más fuertes. Lal carga su pistola y me hace un gesto para que apunte el rifle hacia la puerta. Ella la abre de una patada y entra a toda prisa una figura masculina que no me da tiempo a reconocer antes de dispararle en la cabeza. Pero entonces… Mierda. ¿Qué ha pasado?

—¡Se ha desvanecido! —Basil ahoga un grito.

¿Qué coño…?

No hay cadáver alguno en el lugar donde he disparado, pero sí un boquete en un extremo de la puerta.

—Mierda —musita Lal—. Tenéis que iros

Basil y yo nos miramos desconcertados, cada uno con nuestras armas. Parece que él sabe tanto como yo sobre lo que acaba de pasar.

—Lal…

—¡Ya! —grita ella por toda respuesta.

Basil se abalanza hacia la puerta mientras ella le lanza las llaves del coche. Bajo el rifle para dejar de apuntar en su dirección y me lo cuelgo a la espalda con la correa.

—No puedes quedarte aquí —advierto.

—Perdona, ¿me estás dando una orden? —espeta enfadada.

La sangre me corre por las venas demasiado rápido para estas tonterías. Estoy tan nervioso como ella, si no más. Acabo de ver a un tío convertirse en sombras después de que le disparara y ahora me está pidiendo que me vaya con Basil y la deje aquí sola.

—He venido contigo. —Le pongo una mano detrás de la nuca y me acerco a ella para que entienda que voy en serio—. Eres mi capitana. Te seguiré a donde vayas.

—Harás lo que te ordeno. —No me aparta la mano, pero su voz suena como un trueno y sus ojos se oscurecen y adoptan una mirada que nunca había visto. Ahora sí, por primera vez desde que la conozco, me aterroriza.

Hago lo que me ordena y me voy al coche que Basil ya ha puesto en marcha. Desde la ventanilla del copiloto veo cómo nos alejamos de la casa. Lal nos mira antes de cerrar la puerta.

Notes:

Parece que Colonnello no se siente muy cómodo cumpliendo órdenes. ¿Lo hará alguna vez?

Chapter 8: Lal

Summary:

Colonnello vuelve a por Lal después de poner a Basil a salvo con nuevas órdenes de Iemitsu. La misión continúa con ellos dos solos.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Lal

 

Veo a Reborn a través de la ventana, abatido por un disparo. Me esfuerzo por no salir, pero las gotas de sudor frío me resbalan por la frente.

Reborn ya no está fuera, ahora su cuerpo está delante de mí. Estira una mano ensangrentada para pedirme ayuda.

—Por favor, Lal…

Esto es una ilusión. Cierro los ojos con fuerza. Si lo pienso con claridad, esa ni siquiera es la voz de Reborn. Suena distorsionada y más grave. Sé perfectamente que esto no es real y, sin embargo, se siente como si lo fuera.

El cuerpo de Reborn desaparece y empiezo a estar rodeada por oficiales del COMSUBIN. Al principio parecen ignorarme, pero luego se acercan a mí para susurrarme que he fracasado, que he cometido un error. Lo que empieza como una voz aislada se convierte rápidamente en un cúmulo de voces que hablan todas a la vez y no entiendo nada de lo que dicen.

—Lo estás poniendo en peligro.

Me tapo los oídos. Esto es insoportable. Me dejo caer contra la pared opuesta de la casa y me siento en el suelo a esperar que desaparezcan.

Si Mukuro pretende matarme, la verdad es que podría hacerlo mucho más rápido.

Entre todos esos diabólicos susurros escucho una voz femenina que me llena de calidez, como un rayo de sol que aparta la tormenta y despeja el cielo. La voz dice mi nombre.

—Lal…


No sé cuánto tiempo ha pasado cuando veo que la puerta se abre, pero parece que ya es de noche, a juzgar por la luz azul que entra por el umbral. No sé en qué momento he dejado de oír las voces y no he escuchado el ruido del motor que indicaba la llegada de un coche.

Unas botas militares se acercan a mí despacio y una figura se agacha frente a mí, eclipsando la luz del exterior. Parpadeo para enfocar la vista antes de toparme con unos ojos de un azul profundo.

—Lal —le escucho decir. Colonnello me mira fijamente y en silencio esperando una respuesta por mi parte, pero no se la doy—. Lal. Tienes que contármelo todo.

Una parte dentro de mí me dice que no debería haber traído a Colonnello a esta misión, es demasiada información para él, y por muy buena puntería que tenga, hace falta mucho estómago para enfrentarse a todo esto. Luego lo miro, sentado en una silla enfrente de mí, y tomo consciencia de que ha vuelto a por mí. Creo que en el fondo no me he equivocado.

Tiene el ceño fruncido y se muerde el labio inferior. Intenta unir las piezas de este puzle sin sentido, y a pesar de lo descabellado que suena no ha dado muestras en ningún momento de no creerme. Dios, ¿este chico tiene una confianza ciega en todo lo que digo o hago o qué?

—Y la voz de mujer que has escuchado antes… ¿es la de la tal Luce?

Asiento.

Se deja caer en el respaldo de la silla mientras me analiza con la mirada. Tiene unos ojos demasiado profundos que, en cierto modo, me intimidan un poco.

—Te advertí que si aceptabas la misión tendrías que ir hasta el final —le recuerdo.

—Lal —se inclina de nuevo hacia delante y apoya los codos en las rodillas—, te voy a seguir hasta el final. Estoy aquí porque confiaste en mí y no tengo ninguna intención de decepcionarte.

Me siento extrañamente reconfortada. De todas las personas que podrían venir a recogerme y sacarme de esta maldita casa, ahora mismo Colonnello es a quien más quería ver. 

—He dejado a Basil en Bolonia —me cuenta—. Iemitsu me ha dicho que nos quedemos aquí unos días por si vuelven a por el ordenador. Creo que es una buena idea hacerles creer que Basil todavía trabaja aquí para tenderles una trampa.

—¿Iemitsu te ha dicho que nos tenemos que quedar aquí? —Abro mucho los ojos—. ¿Y qué coño pretende que hagamos en una casa en mitad de la nada?

—Me ha dado instrucciones. —La voz de Colonnello suena más profesional y desde luego más tranquila que la mía; casi parece él el capitán, lo cual me hace sentir una profunda humillación—. Quiere que investiguemos los pueblos de la zona y encontremos un libro.

—¿Un libro? —No doy crédito a lo que estoy escuchando.

—Sí. Según Basil, alguien de por aquí debe de tener un libro que hable de las Llamas.

La confusión y el agotamiento del ataque de Mukuro me nublan la mente. No sé qué libro tenemos que buscar ni por dónde empezar, ni por qué Iemitsu nos relegaría a estas funciones tan inactivas.

Decido despejar la tontería sacudiendo la cabeza. Me irrita que la información de Colonnello esté tan fragmentada y no sé si la culpa es suya por no saber transmitírmela bien o de Iemitsu por no explicarle todo lo que necesitamos saber.

—Un libro, de acuerdo —sentencio por fin.

Esa noche, antes de dormir, decido entrenar combate en la parte trasera de la casa. Me he descalzado y lanzo puñetazos y patadas al aire. Intento imaginar cómo lucharía Mukuro, prever sus movimientos. Probablemente haría uso de sus ilusiones para despistarme, así que esta vez me centro en entrenar la velocidad y la agilidad. Colonnello se acerca a mí rodeando la casa; me sorprendo a mí misma pensando en que hace demasiado frío como para que no lleve la sudadera puesta.

—¿Puedo entrenar contigo? —pregunta.

Por toda respuesta le hago un gesto con la mano para que se acerque a mí. Él se cruje los nudillos y el cuello y coloca los puños en posición defensiva. Mi subidón de adrenalina está en su máximo y en cuanto se acerca un poco le lanzo una patada al costado que le hace doblarse por la mitad.

—No estaba preparado, volvamos a empezar.

Le lanzo otra patada con la misma pierna que esta vez sí esquiva. Justo en el momento en el que solo tengo un punto de apoyo, intenta alcanzarme con un gancho que paro con mi mano derecha. Mierda, eso ha estado cerca.

—¿No te cansas de ponerte en ridículo? —pregunto mientras me alejo de él.

—Di lo que quieras, pero algún día te ganaré, Lal. —Esboza una media sonrisa y acto seguido me lanza dos puñetazos seguidos.

Me agacho para esquivarlos (en situaciones así agradezco la diferencia de altura) y aprovecho el movimiento para asestarle una patada baja. Al contrario que nuestro primer combate, no se cae, pero sí se tambalea. Mientras pierde el equilibrio le lanzo un puñetazo a la boca del estómago, pero él se defiende protegiéndose con los brazos. Nos alejamos de nuevo y al quedarnos en silencio escucho lo agitadas que son nuestras respiraciones. No sé él, pero yo no noto un ápice de frío. Mi piel arde y el sudor me baja por la espalda.

—¿Te he dicho alguna vez lo bien que te queda la coleta? —dice con una sonrisa pícara.

Será idiota.

Muevo la rodilla rápidamente para golpearle el costado en la misma zona que antes y consigo que se incline hacia ese lado. En lo que tarda en enderezarse yo ya estoy detrás de él y le doy una patada detrás de las rodillas para tirarlo al suelo. Cae de rodillas con un golpe seco y apoya una mano en la tierra húmeda, aunque creo que más que de la derrota física intenta recuperarse de la derrota emocional. Le doy un minuto para que se levante mientras aprovecho para limpiarme el sudor de la cara.

—¿De dónde eres, Lal?

La pregunta me pilla por sorpresa y sin darme cuenta le doy la ventaja suficiente como para que se gire y me desestabilice de un rodillazo en la cadera. Pierdo el equilibrio un momento y retrocedo para ganar espacio.

Colonnello no ataca, mantiene la posición defensiva mientras alza las cejas, como si realmente estuviera esperando a que le respondiera. Mientras alzo los puños igual que él, sopeso si caer en su juego o ignorar cualquier distracción. Finalmente contesto:

—De Siracusa

—¿En serio? —Me lanza un puñetazo rápido por la izquierda—. ¿Por qué no me lo habías dicho?

—Yo tampoco sabía que tú eras siciliano.

—Cuántas cosas tenemos en común, ¿eh? —Baja los brazos y se endereza para regodearse en su comentario, pero enseguida los vuelve a levantar con una velocidad que me impresiona antes de que mis puños toquen su cara.

Consigue pararme todos los puñetazos y esquiva la mayoría de las patadas. Cambio de táctica.

Dejo caer las manos a ambos lados de mi cuerpo y espero a ver su expresión de confusión antes de acercarme a él y ponerle la mano en un lado de la cara con suavidad mientras acorto la distancia entre nosotros. Su respiración parece detenerse poco a poco mientras baja los puños lentamente y me atraviesa con la mirada más brillante que le había visto hasta ahora. Incluso así, bajo toda esta oscuridad, juraría que distingo cómo sus mejillas se sonrojan.

Le lanzo un puñetazo certero a la altura del bazo que le corta la respiración del todo y hace que se doble sobre sí mismo.

—Nunca bajes la guardia —le advierto.

—Lo pillo —se esfuerza por contestar mientras se agacha en el suelo sin aliento.


Más tarde estoy en el porche de la planta de arriba con la caja de tabaco que me dio Giulia en una mano y un cigarro encendido en la otra. En momentos de absoluta calma como ahora se me cruzan por la cabeza pensamientos que en otro contexto no me doy la libertad de tener, como por ejemplo qué le habría escrito Giulia a Max en su carta. Intento recordar la última vez que se vieron y automáticamente pienso en la mirada que se le quedó a Reborn cuando Luce se fue. En un trabajo como este uno no se puede permitir dejar que afloren según qué sentimientos por gente a quien puedes poner en peligro.

Colonnello sale de la casa con el pelo húmedo de la ducha y una camiseta de tirantes que deja al descubierto los músculos de sus hombros. Solo de verlo así se me pone la piel de gallina por el frío y recuerdo que yo solo llevo un sujetador deportivo. De repente siento todo el peso de la gélida noche en la montaña sobre mi piel. Se deja caer a mi lado con un quejido mientras se masajea una mano con la otra.

—Me has hecho polvo —comenta sin mirarme, apoyando su espalda en el respaldo.

—Tienes que mejorar —exhalo el humo del tabaco.

Contemplamos las vistas desde el banco. Con tan poca luz solo se intuyen las siluetas de las montañas más lejanas que se ciernen sobre nosotros como guardianes oscuros. Lo único que evita que se fundan con el cielo nocturno es la asombrosa cantidad de estrellas que se ven desde aquí.

—No se ven tantas estrellas desde el COMSUBIN —observa.

—No se ve ninguna estrella desde el COMSUBIN.

Colonnello gira la cabeza para mirarme.

—Vamos a encontrar ese libro.

Claro que vamos a encontrarlo. No tiene que llenarme los oídos de promesas vacías. No se trata de tener esperanza, se trata de cumplir órdenes. Parece que no ha entendido todavía que no estamos en el ejército, sino en una organización secreta ante la que tenemos que responder. Fallar no es una opción.

Cuando giro también la cabeza para responderle me doy cuenta de lo cerca que están nuestras caras. Nuestros hombros se están tocando, apoyados uno sobre el otro, pero el tacto resulta tan agradable y familiar que no me había percatado hasta ahora. Al comprobar lo próximos que me miran sus ojos, desvío la mirada hacia sus manos.

No soy capaz de articular palabra. Siento que estoy haciendo un esfuerzo titánico, pero ¿para qué? ¿En qué estoy evitando pensar al concentrarme tanto en mi propio cuerpo? El pulso se me empieza a acelerar y veo por el rabillo del ojo cómo el cigarro se consume poco a poco con una luz roja en su extremo.

Notes:

Nuestra pequeña Lal se está empezando a poner un poco nerviosa. Ahora que la misión continúa con ellos dos solos, ¿las cosas serán más fáciles o se complicarán?

Chapter 9: Colonnello

Summary:

Colonnello y Lal empiezan la investigación por su cuenta, recorriendo los pueblos de la zona, pero el cadete tiene sus propios problemas en los que pensar. ¿Desde cuánto mira a Lal como lo hace ahora?

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Colonnello

 

No sé por qué, pero siento que se me va a salir el corazón del pecho.

Cuando Lal ha apartado la mirada yo no he podido hacer lo mismo. Tengo la sensación de que cualquier movimiento que haga va a romper algo entre nosotros y la va a asustar como a un animal salvaje. De repente siento una cálida urgencia de quedarme así el máximo tiempo posible. Lo único que me atrevo a mover son los ojos, que tengo fijos en su perfil. Aprovecho que no me está mirando para estudiar cada detalle de su cara. La curva de su nariz, el arco de sus labios que se fruncen en movimientos sutiles, como si también intentara mantenerse quieta pero todo su interior estuviera convulsionando. Por Dios, ¿siempre ha tenido las pestañas tan largas y oscuras?

Intento regular mi respiración para que no se dé cuenta de lo agitado que estoy, pero es inútil. Todo lo que inhalo y exhalo es aire caliente cargado de un deseo incontrolable de… ¿besarla? Espera, ¿quiero besarla?

Bajo la mirada hacia sus manos; están tan quietas que podría pensar que se ha parado el tiempo. Si así fuera, si fuera el único no afectado por semejante fenómeno y pudiera moverme con normalidad, me levantaría y la contemplaría desde todos los ángulos posibles. Me tomaría mi tiempo para observarla bien, sin miradas frías ni códigos imposibles de descifrar. 

Nuestros hombros se están tocando, cálidos por el contacto, y siento que somos yesca y que en cuanto alguno de los dos se mueva un poco estallaremos en llamas y será incontrolable.

Por fin Lal se levanta y tira el cigarro al suelo, y yo siento que el hechizo ha desaparecido.

—Saldremos mañana temprano —anuncia, y cuando se gira para mirarme, distingo sus dos pupilas dilatadas en la oscuridad —. No tardes en irte a dormir.

Y desaparece por la puerta.

Y yo me quedo en el banco del porche, sin palabras, con todos los órganos internos descolocados y con la sensación de poder escuchar mis propios latidos.

Mierda.


A la mañana siguiente me estoy tomando un café apoyado en la encimera de la cocina cuando Lal entra por la puerta y me mira de arriba a abajo.

—¿Estás listo?

No quiero hacerla esperar, así que dejo la taza en la superficie y voy con ella.

Esta vez me ofrezco a conducir yo y Lal acepta. Cuando entro por la puerta del conductor y me siento, tengo que ajustar la distancia del asiento al volante para que me quepan las rodillas.

—Joder, qué bajita eres —comento entre risas mientras tiro de la palanca que mueve el asiento.

Por toda respuesta, Lal cierra de un portazo la puerta del copiloto. Me encanta hacerla enfadar.

Nos dirigimos hacia Montecreto, cerca de Bolonia. Es la localidad que encabeza la lista que Lal ha estado haciendo esta mañana mirando un mapa. Mientras yo me preparaba el café ella estaba apoyada en el capó del coche, anotando los sitios que podíamos visitar. No sé cómo ha tenido la mente fría de empezar a señalar sitios en el mapa, yo no sabría por dónde empezar a buscar. Antes, cuando estaba ocupada elaborando una ruta, no se ha dado cuenta de que la observaba por la ventana. No sé si es consciente de que saca la lengua cuando está concentrada en algo o de que cuando agacha la cabeza se sopla varias veces el flequillo abierto que le enmarca la cara para apartárselo de los ojos. Como tampoco sé si es consciente de que ahora, en el coche, las primeras luces de la mañana inciden directamente en la mitad de su cara y hacen que su piel adopte un tono dorado, su pelo refleje los azules más oscuros y sus ojos se vuelvan del color del cobre en bruto.

No sé cómo voy a mantener la vista fija en la carretera con esta mujer sentada a mi lado.

Aparcamos en una plaza en el centro de Montecreto. Lal saca unas gafas de sol de la guantera mientras yo retiro la llave del contacto y salimos del coche. Nos miramos por encima del vehículo.

—Lo más probable es que busquemos un libro en una edición antigua —explica Lal mientras se pone las gafas—, tal vez sin título en el lomo y con una encuadernación hecha a mano. Podemos encontrar libros de esas características en monasterios y bibliotecas antiguas. Tú conduces —me señala con un dedo y luego se apunta a sí misma—, yo hablo. ¿Entendido?

—Afirmativo.

—Mantendremos un perfil bajo, es fundamental no levantar sospechas. No sabemos si somos los únicos que buscamos ese libro. Aquí no hay librerías, vamos a empezar por el archivo parroquial.

Echamos a andar calle arriba. Las casas de piedra que nos flanquean no tienen la altura suficiente como para que sus sombras nos protejan del sol, pero todavía queda un rato para mediodía. En los últimos resquicios de sombra descansan algunos gatos —imposible decir si son callejeros o tienen dueño— y las mujeres mayores echan agua en las plantas de las entradas de sus casas.

—Se trata de una iglesia del siglo XV. —Lal camina por delante de mí con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón vaquero. Lleva el pelo suelto y un top negro de cuello alto sin mangas que deja al descubierto unos hombros tonificados—. Tenemos que hablar con el cura de la iglesia y decirle que estoy haciendo un doctorado en historia de la zona y me gustaría revisar algunos libros.

—¿Y si no accede?

—Si no accede, plan B. Tú lo distraes y yo me cuelo.

—¿Y por qué no al revés?

Lal suspira, se para en seco y se gira hacia mí.

—Si lo hacemos al revés tendrás que ser tú quien lo intente convencer con la historia del doctorado al principio, a mí no me puede ver si luego tengo que distraerlo. —Se acerca a mí bajando la cuesta empedrada que acaba de subir y se levanta las gafas de sol para mirarme fijamente—. ¿Podrás hacerlo?

¿Por qué se tiene que acercar tanto?

—Claro que podré hacerlo. —Fallar no es una opción, ya lo dijo ella.

Seguimos caminando hasta la iglesia, que resulta ser un edificio imponente y solitario en lo alto del pueblo. Delante hay una cruz de piedra gigante que casi la alcanza en altura, lo que le aporta un aire un tanto macabro al conjunto arquitectónico. Nunca me han gustado este tipo de cosas. La puerta de la iglesia está abierta de par en par, pero por dentro está demasiado oscuro como para distinguir si hay movimiento.

—Voy a entrar —anuncio.

—Por favor —me pide Lal con un tono más de orden que de súplica—, no falles.

Asiento con decisión.

Al cabo de un rato salgo del edificio escoltado por el cura, un hombre mayor y de estatura corta con un hábito marrón, que parece que está encantado con nuestra charla. Bajamos los escalones de la iglesia mientras me agarra del brazo y sonríe.

—Ojalá más jóvenes como tú se interesaran por nuestra historia. —Me da golpecitos en el brazo con la mano—. Eres encantador, muchacho. Te deseo suerte en tu búsqueda.

El hombrecillo vuelve a desaparecer dentro del edificio. Lal aparece desde algún lugar en que se ha estado ocultando y se acerca a mí con los brazos cruzados y expresión aburrida.

—¿Encantador?

—Ya lo has oído. —Levanto la barbilla con orgullo—. Me alegra que mis perfectas cualidades no pasen desapercibidas.

—Tendrían que conocerte de verdad. —Los labios de Lal se curvan en una media sonrisa. Creo que es la primera vez que me sonríe mientras se mete conmigo. O, más bien, es la primera vez que me sigue el juego—. ¿Qué te ha dicho?

—He visto los libros, incluso me ha dejado echarles un vistazo, pero todos son bastante nuevos y ninguno habla de unas Llamas.

Ella chasca la lengua en señal de fastidio, pero no parece desanimarse.

—Vámonos, aquí ya no hacemos nada.

Nos alejamos de la iglesia deshaciendo el mismo camino, bajando por calles empedradas serpenteantes que acumulan casas y algún comercio a ambos lados conforme nos vamos acercando a la base del pueblo. El sol empieza a estar en su punto más alto y yo me estiro el cuello de la camiseta para que el aire me enfríe la piel. Lal, varios metros por delante de mí, se recoge el pelo con una mano como si fuera a hacerse una coleta, pero no tiene con qué atársela. La miro en esa posición, agarrándose su propio pelo, y por un momento fugaz y febril me imagino que esa mano es la mía.

Me paro en seco y parpadeo para aclararme las ideas. No entiendo por qué esta imagen ha pasado por mi cabeza. Miro cómo se aleja de mí calle abajo e intento hacer recuento de todas las veces que la he observado así, aparte de esta mañana. En el gimnasio, siempre que corregía los movimientos de algún otro cadete, me quedaba quieto mirándola. Analizaba sus movimientos, intentaba empaparme de todos sus gestos y memorizar la trayectoria de cada puñetazo y cada patada. Pero también en los entrenamientos de tiro, en los que ella no solía estar. Siempre que aparecía para sus evaluaciones sorpresa y para hablar con Reborn la buscaba con la mirada. Mis ojos la seguían allá donde se moviera con la máxima discreción. Incluso después de las misiones, cuando lo celebrábamos tomando un trago en algún bar, daba igual que en ese momento me estuvieran hablando Marco y Emma o la chica más guapa del pelotón (que todos coincidimos en que es Chiara). Yo siempre miraba en dirección a la mesa donde estaba sentada Lal. Me deleitaba cuando la veía reírse, echarle la bronca a algún cadete o emplear todos sus esfuerzos en fingir que no estaba borracha.

Siempre la he mirado desde la distancia, hasta anoche. Pude verla desde tan cerca que me dio la sensación de estar respirando el mismo aire cargado que ella. Desde entonces no puedo dejar de pensar en ese momento, en el silencio que se instaló entre los dos, en sus párpados moviéndose arriba y abajo arrastrando sus largas pestañas, en cómo su cigarro se consumía lentamente como si nos intentara avisar del tiempo que nos quedaba en esa posición. ¿Cómo no la voy a mirar? Siento por ella una absoluta admiración, terror, respeto y…

—¡Colonnello! —Su voz me trae de vuelta a la Tierra—. ¿Vamos o qué?

Acelero el paso para alcanzarla, confuso y avergonzado a la vez por mi distracción y por haber quedado en evidencia delante de ella. 

Joder, ¿qué me pasa?

Notes:

Colonnello está empezando a pensar más en Lal de lo que le gustaría admitir, pero ella todavía parece inmune a su encanto, ¿no?

El siguiente capítulo será el más largo por el momento (y con diferencia). Se viene tensión, confesiones y muchas miraditas, así que stay tunned.

Chapter 10: Lal

Summary:

Lal y Colonnello encuentran una pista importante para su investigación, pero una emboscada sorpresa complica las cosas (y también los acerca más).

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Lal

 

Llevamos dos días moviéndonos en coche por toda la región de Módena. Hemos revisado algunos libros en bibliotecas, librerías, monasterios y en casas de los locales que nos escuchaban indagar y nos invitaban para enseñarnos sus textos. En Pievepelago, el último sitio donde hemos estado, una señora nos ha enseñado un libro que, según ella, lleva décadas en su familia. Un libro antiguo, sin título en el lomo y con encuadernación manual, como el que buscábamos. Pero después de revisarlo minuciosamente no encontramos nada de valor.

 La señora, decepcionada por no poder ser de ayuda en nuestra investigación como doctorandos, nos ha invitado a un café en su sofá. Yo me lo he tomado de pie, deprisa y lista para seguir nuestro camino en cualquier momento, pero Colonnello ha insistido en sentarse con ella y charlar un rato, como decía. El “rato” se ha convertido en cuarenta minutos que hemos perdido mientras la mujer le enseñaba todos sus álbumes familiares y él recibía las fotografías con el entusiasmo de un niño pequeño que escucha historias increíbles por primera vez. Si fuera por mí, ya estaríamos en Premilcuore, pero Colonnello no ha dejado de insistir en que es necesario tratar bien a las personas que nos intentan ayudar.

 Su carisma y su facilidad para relacionarse con la gente como si los conociera de toda la vida son algo que me desconcierta, y más cuando estamos en una misión de la que dependen las vidas de nuestros compañeros y, en última instancia, de una de las familias más importantes de Italia. Aunque admito que, si no contáramos con ese factor, no habríamos podido acceder a muchos de los libros que hemos revisado.

 Me he dado cuenta de cómo reacciona la gente cuando Colonnello entra en una habitación. Su presencia les enciende los ojos y los llena de curiosidad. La voz de Colonnello suena segura, encantadora y cálida, y la gente parece no tener miedo a abrirse con él en cuanto puede. Es una de esas personas que desprende un magnetismo que nunca he podido comprender y mucho menos imitar. Y ni siquiera es un papel que interprete de forma estratégica, es simplemente su personalidad. Se le ve natural y cómodo. No hay ninguna diferencia entre cómo se dirige a mí y cómo se dirige al resto del mundo. Y eso, como capitana al mando, me irrita.

 Tengo el mapa en el regazo y voy siguiendo con la mirada el camino en el papel y en la carretera para comprobar que vamos en dirección correcta.

 —Mira a la carretera —le digo a Colonnello cuando me doy cuenta de que está mirando el mapa.

 —Hay un desvío —me indica, dando toquecitos sobre el papel con la punta de un dedo.

 —Me da igual —contesto en tono cortante—. Vamos a Premilcuore.

 —Pero Lal…

 —Mira a la carretera. —La conversación ha terminado.

 Colonnello sigue conduciendo durante unos kilómetros más en silencio. Miro cómo la carretera se queda atrás conforme vamos avanzando y el paisaje verde se desliza rápido a nuestra derecha. De repente siento una fuerte sacudida y el verde se desplaza primero por el frente, y luego hacia nuestra izquierda.

 —¿Qué coño haces? —pregunto furibunda, arrugando el mapa entre mis manos.

 —Tengo una corazonada —contesta Colonnello mientras gira el volante con movimientos bruscos para enderezarlo.

 Acaba de tomar el desvío que ha sugerido antes, y la carretera secundaria sin asfaltar por la que nos movemos a gran velocidad hace que ambos rebotemos encima de nuestros asientos.

 —¡Vuelve a la carretera ahora mismo!

 —Confía en mí —dice sin mirarme.

 Me debato entre quitarle el volante, pisar el freno yo misma o ponerle el cañón frío de mi pistola sobre la sien, y decido que me encantaría hacer las tres cosas.

 Intento proferir todos los insultos que se me ocurren cuando el bosque empieza a ser menos espeso y divisamos una pequeña localidad a pocos kilómetros. Colonnello echa el freno de mano y aparca el coche en un lado del camino. Se baja deprisa del vehículo y lo sigo hecha un manojo de nervios.

 —¡Acabas de desobedecer órdenes directas! ¡Otra vez!

 Él se gira hacia mí con una expresión seria.

 —Creía que estábamos trabajando en equipo.

 —No, tú trabajas bajo unas órdenes. —Lo alcanzo y le pongo un dedo en el pecho de manera agresiva—. Si digo que vamos a Premilcuore, vamos a Premilcuore. Tú no tienes experiencia, rango ni autoridad para decidir lo contrario, ¿te ha quedado claro?

 Siento que la ira me va a hacer estallar. No me puedo creer que haya vuelto a desautorizarme. Podrá ser todo lo habilidoso que quiera, pero no funciona para trabajar con jerarquías. Va a conseguir que nos maten a los dos por este estúpido orgullo suyo y sus imprudencias.

 —Ya estamos aquí. —Colonnello señala en dirección a la localidad con la palma de la mano abierta hacia arriba—. ¿Podemos investigar, por favor?

 Lo miro unos segundos a los ojos mientras se me ocurren todas las formas en las que podría amonestarlo por esto.

 Echo a andar con paso veloz e intuyo que él me sigue manteniendo una distancia prudencial. Más le vale que en el camino no me dirija la palabra para una de sus bromas si quiere salir vivo de este sitio.

 Al cabo de media hora llegamos al pueblo. Apenas tiene una decena de casas de piedra clara, una ermita pequeña y un edificio un poco más grande que el resto, con más ventanas, pero igual de humilde. En la fachada hay un cartel que indica que es una biblioteca aunque, a juzgar por el tamaño del exterior, debe albergar una colección de ejemplares más bien modesta. Colonnello me alcanza por la derecha.

 —Qué bien, siempre he querido visitar la biblioteca más pequeña del mundo.

 Me giro de manera violenta para atravesarlo con los ojos.

 —¿Te parece que estoy para bromas? —Mi voz suena áspera y grave.

 Veo que Colonnello sonríe y siento como si todo mi cuerpo fuera a combustionar en cualquier momento. Creo que nunca he conocido a nadie tan insolente como este capullo.

 Cuando entramos por la puerta escuchamos un fuerte sonido de madera crujiendo. Muy poco práctico para tratarse de una biblioteca, en mi opinión. La bibliotecaria levanta la cabeza de un libro tras un minúsculo mostrador y nos mira, primero sorprendida y luego con una amplia sonrisa; no debe de estar acostumbrada a ver a extraños en su biblioteca.

 —¿En qué puedo ayudaros? —pregunta con un susurro.

 Colonnello se apoya en el mostrador con ambos brazos para acercarse a la mujer y poder escucharla.

 —Buenos días, señorita. Tiene una biblioteca encantadora, si me permite el cumplido. —La bibliotecaria se ruboriza ligeramente y su sonrisa se ensancha—. Mire, mi colega y yo estamos realizando un doctorado en historia de la zona y me gustaría revisar su colección de libros antiguos. ¿Cree que podría ayudarnos?

 La mujer se pone de pie y nos conduce hasta una hilera de estanterías. Rodea una sección de libros con un gesto de la mano y se vuelve hacia nosotros. 

 —Estos de aquí son los más antiguos que tengo. No están catalogados como ningún género, así que podéis encontraros cualquier cosa entre sus páginas —nos explica en voz baja—. Tomaos vuestro tiempo, si necesitáis cualquier cosa, estoy detrás del mostrador —le aprieta el brazo a Colonnello con una sonrisa y se va, y él le agradece con un movimiento de cabeza.

 Noto como se me tensa la mandíbula ante el gesto de la bibliotecaria y la sigo con una mirada amenazante mientras se marcha.

 Colonnello saca libros de la estantería con sumo cuidado. Por el aspecto de los lomos parece que se van a desintegrar en cualquier momento. Empiezo por un libro del extremo opuesto y lo hojeo rápidamente. Nada. Lo dejo y cojo el siguiente.

 En mitad del silencio sepulcral del lugar las páginas agitándose de los libros que revisamos son el único sonido que se escucha. Colonnello, con un libro en la mano abierto por la mitad, levanta la cabeza y me mira con los ojos muy abiertos. Me enseña el texto que acaba de leer.

 —”... una fuerza tan peligrosa como una Llama de la voluntad, como la que se siente en el monasterio de Santa Lucia, si se sabe mirar” —recito en voz baja.

 —¿Estamos seguros que se refiere a las Llamas que estamos buscando?

 —No —contesto—, pero parece que tenemos que ir al monasterio de Santa Lucia. ¿Dice algo más?

 Colonnello hojea el libro y veo cómo sus pupilas azules se mueven de un lado a otro rápidamente. El corazón me martillea el pecho por la posibilidad de un nuevo hallazgo.

 —No dice nada más —concluye cerrando el libro y colocándolo en su lugar.

 Los ojos se le llenan de esperanza y las comisuras de su boca dibujan una sonrisa sincera poco a poco, y yo noto cómo el latido se me acelera. Por la posibilidad de un nuevo hallazgo.

 No me lo puedo creer, tenía razón. Es la tercera vez que desobedece órdenes directas y la tercera vez que su intuición nos lleva por un mejor camino. Parece haberme leído el pensamiento porque inmediatamente su expresión muda a un sentimiento de orgullo puro; su sonrisa se ensancha y levanta ligeramente la barbilla.

 No hace falta que diga nada para que yo sepa lo que está pensando. Te lo dije.

 Que le den.

 Me doy la vuelta en dirección a la salida y me despido de la bibliotecaria con un movimiento de cabeza. Una vez fuera, Colonnello me sigue riendo entre dientes, regodeándose por tener razón. Me giro en seco para mirarle con el ceño fruncido. No sé si estoy más furiosa porque me haya desobedecido antes o porque esa insubordinación le haya dado la razón. Se supone que yo soy la experta, la capitana, pero si hubiéramos seguido mis órdenes no habríamos encontrado esta pista. Es inadmisible.

 Abro la boca para felicitarle por el hallazgo y por demostrar autonomía, pero la vuelvo a cerrar. No pienso mostrarme vulnerable.

 Cuando nos acercamos al límite del bosque él me alcanza y camina a mi lado. Nuestras botas chocan contra la piedra del camino y las hojas secas y producen ruidos suaves. Hace mucho calor en este bosque y no corre nada de aire.

 De repente me paro en seco, me parece haber oído algo. Colonnello se gira para mirarme.

 —¿Qué…? —No dejo que termine la frase, lo aprisiono contra el tronco de un árbol con un brazo en su pecho y con la mano contraria le tapo la boca.

 Guardo silencio y aguzo el oído. No se escucha ningún sonido: ni pájaros, ni otros animales, ni siquiera el viento. El bosque parece estar tranquilo.

 Demasiado tranquilo.

 Antes de que pueda procesarlo, una bala que venía hacia nosotros impacta a toda velocidad con el lateral del árbol y se desvía. Tenso todos mis músculos y miro a Colonnello confiando en que sepa lo que tiene que hacer. Me aparto de él y corro a ocultarme tras un árbol al otro lado del camino. Me asomo para tantear el terreno, pero enseguida aparto la cabeza cuando distingo el cañón de una pistola que me lanza un segundo disparo. Me llevo la mano al cinturón para coger mi arma y me doy cuenta de que no está. Nos hemos dejado las pistolas en el coche.

 Joder, joder. Joder.

 No sé cuántas personas nos disparan, pero solo tenemos un cuchillo cada uno. Cuando miro a Colonnello él ya está sujetando la empuñadura del suyo. Tenemos que avanzar hacia el coche y solo lanzar cuando estemos seguros. Veo cómo desaparece rodeando el árbol y avanza unas cuantas hileras más, y yo hago lo mismo en este lado del camino.

 Un tercer disparo choca contra el árbol donde se esconde él e inmediatamente después lanza su cuchillo, arrancándole un grito al atacante. Me asomo para comprobar si le ha dado y distingo la mitad de un cuerpo tendido entre los matorrales. Cuando me dispongo a avanzar, veo por el rabillo del ojo una figura que se aproxima por detrás a Colonnello, que está mirando el camino, y le apunta con una pistola lo suficientemente cerca como para que el disparo sea mortal.

 Siento una punzada de terror y urgencia en el pecho y un sabor amargo me sube por la garganta. Sin pensarlo, giro sobre mí misma y le lanzo mi cuchillo al atacante de Colonnello, clavándoselo en el esternón y derribándolo al instante. Colonnello se queda atónito unos segundos mientras mira el cadáver, pero enseguida le arranca el cuchillo y me lo lanza a través del camino de una patada para que pueda recuperarlo. Corremos juntos atravesando el camino de tierra hacia el coche. Otra figura se acerca por la izquierda, pero Colonnello me envuelve con su cuerpo y de un movimiento rápido lanza un cuchillo al individuo, que apenas tiene tiempo para apuntarnos con su arma.

 ¿Tenía un segundo cuchillo?

 Mi espalda choca contra un árbol cuando él detiene el giro, sujetándome por los hombros. Su pecho se mueve arriba y abajo agitadamente y me sonríe con toda la seguridad que le insufla la adrenalina. Sus ojos echan chispas.

 —¿Creías que iba a bajarme del coche completamente desarmado? —parece leerme el pensamiento.

 Con una mano me aparta un lado del flequillo de la frente y me la besa. Con la otra tira de mi hombro para devolvernos de nuevo al camino, echamos a correr y no me deja tiempo para asimilar lo que acaba de pasar. Lo primero es encontrar el coche y salir de aquí.

 Cuando por fin lo encontramos aparcado donde lo hemos dejado antes, escucho otra detonación seguida del grito desgarrador de Colonnello, y por el rabillo del ojo veo su figura quedándose atrás. El estómago se me encoje y todas mis alarmas se activan, y de alguna manera no necesito terminar de girarme del todo antes de lanzar el cuchillo. Un hombre vestido de negro que nos apunta con una pistola cae de rodillas cuando mi cuchillo se le clava en su ojo. Colonnello, a mi lado, se agarra el hombro izquierdo con la mano contraria. Entre sus dedos se deslizan hilos de sangre negra y espesa y todo su rostro está contraído en una expresión de amargo dolor.

 —Puedo andar —consigue decir. 

 No tengo demasiado tiempo para pensar. Me quito la camiseta, quedándome en sujetador, y la desgarro con los dientes. Le hago un torniquete improvisado con la tela y le arranco un bramido cuando aprieto el nudo. Tenemos que llegar al coche ya.

 Compruebo que todas las ruedas están en condiciones mientras Colonnello entra por la puerta del copiloto. Arranco el coche, me apoyo con un brazo en el cabecero del copiloto mientras miro por el cristal trasero y retrocedo de forma violenta hasta la carretera principal.

 Conduzco a toda velocidad escuchando los quejidos de Colonnello. Cada sonido de dolor que emite rompe algo dentro de mí y me encuentro poseída por una urgencia incontrolable. No puedo pensar, no puedo sentir nada que no sea una profunda frustración y, lo peor de todo, no puedo hacer nada.

 Cuando llegamos a la casa aparto una silla de la mesa para que Colonnello se siente. La tela del torniquete está empapada en sangre pegajosa y oscura. Busco en la cocina un pequeño botiquín y un cuchillo con el que le corto la camiseta a Colonnello y le dejo el torso al descubierto. Cojo una botella de alcohol del botiquín y desinfecto primero mis manos y luego la hoja del cuchillo. Retiro con mucho cuidado el torniquete y lo dejo caer al suelo. Parece que ya no sangra tanto y la herida tiene orificio de salida. Mojo una gasa con alcohol y lavo la zona alrededor de la herida. El flujo de sangre oscura y lenta, aunque menor, persiste.

 —Esto te va a doler —le advierto mientras coloco varias gasas sobre ambos orificios y las cubro con una venda compresiva.

 Colonnello gruñe entre dientes y cierra los ojos con fuerza. Tiene la frente perlada de sudor y se clava las uñas de la mano derecha en la pierna.

 Minutos después, el vendaje está tenso y limpio y Colonnello respira entrecortadamente.

 —¿Puedes levantar el brazo? —pregunto.

 Él lo intenta, pero empieza a temblar y desiste a medio camino.

 —No.

 Me agacho junto a él y me estabilizo poniéndole una mano en la rodilla.

 —¿Es tu primer disparo?

 Colonnello niega con la cabeza y se señala una cicatriz plateada en el centro del pecho. Contengo un grito ahogado. Para que haya sobrevivido con un disparo en esa zona ha tenido que tener mucha suerte, estar en un ángulo muy concreto o haberse movido en el momento justo. Sin duda no es un disparo arbitrario, quien lo efectuó tenía puntería e intentaba matarlo.

 Intento ocultar mi preocupación, pero parece que él puede ver dentro de mí y descifrar todos mis secretos.

 —Estoy bien, Lal.

 Y algo dentro de mí, que hasta ahora había permanecido tenso y contracturado, se suelta, y puedo relajar los hombros.

 —Voy a traer algo para abrigarte —comento mientras me incorporo.

 Subo a la planta de arriba y busco en su habitación la chaqueta del uniforme. No me siento cómoda rebuscando entre las cosas de un compañero, y menos cuando se encuentra en una posición tan vulnerable. 

 El dormitorio está parcialmente iluminado debido a la persiana a medio cerrar, y cuento con la luz suficiente para buscar la chaqueta sin tener que apretar el interruptor. Huele a madera y jazmín. Sin estar todo extremadamente desordenado sí hay señales de que por aquí ha pasado una persona. Las sábanas arrugadas sobre la cama, la sudadera negra que usa por las noches tendida en el respaldo de una silla, una pequeña bolsa de aseo sobre la mesilla de noche, encima de un libro. Aparto el neceser y observo el título de este, El gran Gatsby, pone, y una sonrisa me cruza la cara. Es un buen libro, Colonnello.

 Encuentro la chaqueta asomando por la cremallera abierta del macuto en el que ha traído todas sus cosas. Cuando la agarro, leo su nombre en el parche del lado izquierdo, y por fin me viene al recuerdo el beso que me ha dado en la frente en el bosque. Ha sido cálido y suave, casi como una caricia. Siento un calor abrumador en toda la cara y me obligo a quitarme la imagen de la cabeza, pero no puedo.

 No puedo dejar de pensar en ello.


Aprovecho que Colonnello está arriba cambiándose los vendajes para calentar y servir para la cena dos platos de una crema de verduras que hay en la despensa. Aún tengo los músculos tensos por el susto de esta mañana y no puedo pensar con claridad. Me siento hiperestimulada, el olor de la crema se manifiesta vívido en mis fosas nasales y puedo escuchar cualquier mínimo ruido a mi alrededor. Siempre estoy alerta, pero odio este estado de sensibilidad extrema.

 Colonnello entra en el salón moviendo el brazo despacio arriba y abajo.

 —Mira, lo puedo mover.

 —¿Te duele? —Dejo un plato con crema caliente y una cuchara en un lado de la mesa.

 —La verdad es que he estado mejor. Si me preguntas si ha sido el mejor día de mi vida, tendría que decirte que no —contesta mientras se sienta en una silla próxima al plato—, aunque haya sido contigo.

 Siento como si hubiera metido un dedo para hurgar en mi cerebro y los pensamientos se me revolucionaran asustados por la intrusión. Normalmente ese comentario me irritaría, pero después de lo que ha pasado esta mañana en el bosque me despierta confusión y vergüenza. Aunque sé que es una broma.

 —Cómete eso —ordeno, ignorando su comentario. 

 Agarro mi plato y tomo una cucharada de la crema apoyada sobre la encimera. Verlo comer me produce tranquilidad. Ha recuperado el color en la cara y parece que el vendaje, que asoma por debajo de la manga enrollada, no tiene ni rastro de sangre. Se le ve animado y fuerte. Si soy completamente sincera, ha hecho un trabajo excelente hoy y me amarga que se haya llevado la peor parte. Empiezo a pensar que no lo estoy valorando como se merece.

 —¿Cómo fue el disparo del pecho?

 Colonnello levanta la cabeza del plato y me mira mientras lleva una mano a donde tiene el disparo por instinto.

 —¿Dices esto? —se señala el centro del pecho—. Fue protegiendo a alguien.

 —¿A quién? —insisto.

 —A mi hermano.

 Me quedo perpleja.

 —No sabía que tuvieras un hermano.

 —Nunca me lo has preguntado —contesta, llevándose otra cucharada a la boca—. ¿A que tampoco sabías que he estudiado derecho?

 —¿En serio? —Parpadeo varias veces.

 —No. —Sonríe de forma pícara.

 Resulta verdaderamente cargante que nunca se harte de llevar mi paciencia al límite.

Lo miro mientras sigue comiendo, concentrado. Intento imaginar todas las cosas que no sé de él y anticiparme al siguiente dato que me sorprenda. Sea como sea, estoy segura de, que llegados a este punto, yo sé más de él que él de mí. Dejo mi plato en la encimera y me subo la parte derecha del pantalón deportivo corto que llevo puesto.

 —Un forcejeo —explico mientras dejo a la vista una larga cicatriz de cuchillo de unos ocho centímetros en la parte externa de mi muslo, cerca de la cadera—, durante una incursión. Punción y extracción forzada. Atravesó parcialmente el músculo y estuve cojeando durante dos meses.

 Colonnello deja la cuchara en el plato y permanece atento a mi explicación. Me levanto la camiseta, varias tallas más grande, por el lado derecho y dejo a la vista otra cicatriz algo más corta y ligeramente curva en el costado.

 —Cuchillada durante un combate cuerpo a cuerpo en una misión en el extranjero —miro a Colonnello a los ojos—. Esta es la que más me molesta recordar porque fue el resultado de un error táctico por mi parte. —Dejo caer la tela de la camiseta y me agarro el brazo izquierdo con la mano contraria para retorcer la piel y enseñar la parte posterior, donde tengo una mancha del tamaño de la mano de un niño con una textura rugosa y un color más oscuro que el de mi piel, rodeada de pequeños puntitos—. Quemadura por explosión mal calculada y restos de metralla, apenas siento nada en esa zona.

 Colonnello me observa fijamente con el ceño ligeramente fruncido. Por un momento se me ocurre que está pensando la respuesta más acertada, pero no dice nada. Su silencio me pone nerviosa.

 —¿Por qué ingresaste al ejército? —pregunta por fin.

 ¿Se está aprovechando de mis heridas para crear un momento íntimo? No se lo pienso permitir.

 —¿Y tú?

 —He preguntado primero.

 —Y yo he preguntado después —contraataco.

 Colonnello se deja caer sobre el respaldo de la silla, estira ambos brazos sobre la mesa como si estuviéramos jugando al poker e intentara ganar tiempo para adivinar mi próxima jugada. En esa posición, la tela de la camiseta se le contrae y le marca los músculos de los brazos. Frunce los labios antes de hablar.

 —Mi padre era guardia costero en Bagheria y mi madre era profesora en un colegio del Palazzo Adriano, donde vivíamos —narra—. Mi hermano estudiaba derecho, él sí. Tenía un futuro brillante. Dieciocho años, yo catorce.

 Me está dando los detalles de la historia como si fuera un telegrama. No sé si le incomoda contármela o solo está tanteando el terreno, pero lo escucho con todos mis sentidos.

 —Mi padre se endeudó con un clan local, ya sabes, códigos de favores y silencios, para pagarle la universidad de mi hermano. Él lo sabía, yo no.

 »Mi padre se quedó sin dinero para pagar el préstamo y mi hermano intentó intervenir. Salió una noche mientras mi padre trabajaba para reunirse con un representante del clan. Yo lo seguí porque compartíamos habitación y me parecía raro que se fuera en mitad de la noche.

 »Me llevó hasta un granero en desuso con la estructura de madera agrietada y el tejado medio derruido, donde me colé discretamente. Ahí fue cuando me enteré de todo. Escuché desde una ventana del granero parte de la conversación donde el representante del clan le decía a mi hermano que no le podían dar más tiempo para devolver el dinero, pero él estaba convencido de que podría encontrar una solución.

 »Entonces me di cuenta de que no estaban solos. Había otro hombre colocándose estratégicamente detrás de mi hermano y me di cuenta de que iban a matarlo, así que salté por la ventana hacia el interior del edificio. Antes era muy impulsivo, no como ahora.

 Levanto una ceja en señal de desacuerdo y Colonnello se ríe entre dientes.

 —El caso —continúa, divertido— es que me acerqué a mi hermano justo cuando el hombre con el que estaba hablando sacó una pistola. Me puse delante y me disparó a mí, y el resto ya lo sabes.

 Intento disimular el miedo que me sube por la columna, pero no puedo ocultar la sorpresa y la admiración que siento por él ahora mismo. Casi muere por su impulsividad, como estoy segura de que hará algún día, y aun así prefirió proteger a su hermano con su vida. Esa faceta suya no es algo nuevo, sino más bien algo puro y primitivo.

 —En fin —Colonnello mueve la mano delante de la cara para restarle importancia a su narración—, que decidí entrar al ejército porque no quería que se presentara otra vez la ocasión en la que tuviera que proteger a alguien sin tener los recursos.

 Probablemente sea la persona más noble que he conocido nunca. Mis ojos se mueven rápidamente saltando entre sus dos pupilas, atenta a cualquier fisura en su bondad. Pero no la encuentro.

 —¿Qué pasó con tu hermano?

 Colonnello sonríe con expresión desafiante.

 —Esa es una pregunta más íntima, Lal.

 Trago saliva y mis mejillas se enrojecen. ¿En qué momento el ambiente se ha vuelto tan tenso?

 —Quid pro quo, te contesto si me cuentas por qué entraste tú al COMSUBIN.

 Joder, jueguecitos de estos no, por favor. Me siento tentada de cortar de raíz lo que quiera que sea esto, pero ahora tengo demasiada curiosidad.

 Busco al fondo de un armario alto una botella de ginebra que guardé la última vez que estuve en esta casa y la sirvo en dos vasos. Pongo uno delante de Colonnello y me siento en una silla enfrente de él con otro vaso para mí.

 —Mis padres son historiadores. —Colonnello levanta las cejas, supongo que entendiendo por qué le pedí que fingiéramos ser doctorandos en historia. Me divierte ver cómo ata cabos—. Toda mi vida he estado viajando entre países y proyectos y desde pequeña he sido testigo de conflictos ideológicos, promesas vacías y gente bienintencionada incapaz de actuar cuando debía.

 Hago una pausa para dar un trago de ginebra. Siento cómo me arde la garganta cuando el líquido baja por ella, pero me mantengo firme. Colonnello no puede decir lo mismo, a él lo recorre una sacudida después de su primer trago y se me escapa una sonrisa.

 —Fuimos a la antigua Yugoslavia por un proyecto cuando tenía trece años. Entonces había una fuerte tensión política, pero el trabajo de mis padres, aunque era vital para el conflicto, los relegaba a una posición en la que no podían intervenir. Un día salieron a reunirse con otros académicos y me dejaron en la casa de la familia que nos alojaba, los padres y una niña de mi edad.

 »Entraron soldados yugoslavos y tiraron la puerta abajo. La niña y yo nos escondimos debajo de la cama mientras escuchábamos cómo tiroteaban a sus padres. La niña lloraba y me decía cosas en un idioma que yo no entendía, no podía ayudarla. Yo estaba muerta de miedo.

 Hago una pausa y doy otro trago. Debería abstenerme de emitir juicios y recuerdos subjetivos. Le estoy contestando una pregunta con la información justa que me ha pedido, pero no tengo intención de abrirme en canal aquí y ahora. Tengo que controlarme.

 —Cuando escuchamos que los soldados se iban, la niña salió a buscar a sus padres, pero solo encontró sus cadáveres. Cuando llegaron mis padres, lo único que hicieron fue preguntarme si estaba bien y me sacaron de la casa y del país tan rápido como pudieron. Me habían enseñado a entender el mundo, pero no a intervenir en él.

 Cuando levanto la mirada, me encuentro con los ojos de Colonnello fijos en mí. Desprenden un sentimiento que no sé leer, pero siento como si me devorara con la mirada. Me doy cuenta de lo brillantes y azules que son y lo llenos de ambición que están. Creo que quiero mirarlos un rato más.

 —A los dieciocho años sabía idiomas, sabía observar y sabía leer entre líneas —continúo, sosteniéndole la mirada—, pero no me servía para nada. Elegí el ejército porque creí que solo desde dentro de las estructuras de poder se podía evitar la pasividad y la brutalidad. Elegí el ejército como máxima expresión de eficacia técnica, pero hay que mantener un ojo siempre crítico sobre la autoridad. —Apoyo la espalda en el respaldo de la silla—. No es convicción, es pragmatismo.

 Colonnello ladea la cabeza, curioso, y reprime una sonrisa. Parece estar eligiendo con cuidado sus siguientes palabras.

 —¿Era como pensabas? ¿Has podido cambiar…?

 —¿Qué le pasó a tu hermano? —lo interrumpo.

 Quid pro quo.

 Veo cómo su expresión se ensombrece por un momento y le da un largo trago a la ginebra.

 —No lo sé —sentencia con un hilo de voz mientras juega a darle vueltas al vaso—. Cuando llegamos al hospital después del disparo ya estaba inconsciente y pasé varios días así. Cuando me desperté, mis padres dijeron que se había marchado a la universidad, pero nunca pude volver a contactar con él.

 Su voz ahora suena apagada y nostálgica. Él sí que se está mostrando vulnerable.

 —¿Sabes si está vivo? —Joder, eso ha sido duro hasta para mí.

 —Mis padres lo dan por muerto, pero yo estoy bastante seguro de que sí. —Para cuando me vuelve a mirar ya ha recuperado esa mirada desafiante a la que me estoy acostumbrando y cambia el registro de la voz a uno menos vacilante—. Dime, ¿has conseguido cambiar las estructuras desde dentro? ¿Has encontrado lo que buscabas?

 No estoy segura de cómo responder a eso sin darle información clasificada.

 —Solo puedes elegir una pregunta.

 —En ese caso —se inclina lentamente hacia delante y apoya ambos codos sobre la mesa, vaso en mano—, ¿has encontrado lo que buscabas?

 ¿Por qué de repente ha adoptado un tono de voz mucho más suave? Me pone tan nerviosa que me mire así, como si pudiera ver lo que está pasando por mi cabeza y creyera que no tengo secretos para él. Cuando se acerca al centro de la mesa y se coloca justo debajo de la luz que cuelga sobre nosotros, sus ojos parecen profundos y transparentes como el agua de una cueva submarina.

 Pienso en la pregunta. Lo último que esperaba encontrar era alguien como él.

 —Todavía no lo sé —respondo, ladeando la cabeza.

 —Espero que me avises cuando lo sepas. —Se retira poco a poco y su sonrisa se ensancha.

 De repente me doy cuenta de que tengo mucho calor, pero es por el alcohol.

 Tiene que ser por el alcohol.

 —Me toca. —Me está empezando a gustar este juego—. ¿Eres creyente?

 —No. —Vuelve a acercarse a mí, claramente también divertido por la dinámica y con una expresión juguetona—. ¿Y tú?

 Niego con la cabeza y doy otro trago mientras pienso mi siguiente pregunta.

 —¿Qué ha sido lo de esta mañana?

 Él parece desconcertado al principio, pero esboza una media sonrisa después.

 —¿A qué te refieres?

 Qué capullo. Sabe perfectamente a lo que me refiero.

 —Cuando le has lanzado el cuchillo al segundo tío que nos atacaba. —Me llevo el vaso a los labios y hago una pausa—. Después.

 —Después… ¿qué? —ladea la cabeza y suaviza el tono de voz.

 Me está volviendo loca.

 —Vale, déjalo. —Le paso una mano por el pelo y luego por la cara, como si intentara sacudirle algo, y no puedo evitar reprimir una sonrisa.

 Él me agarra la mano antes de que pueda retirarla y la mantiene a poca distancia de su cara, risueño. Noto el aire caliente que exhala al respirar y mi corazón se acelera. Me libero de su agarre con un movimiento lento y me termino con ansia el contenido del vaso.

 —Me voy a dormir. —De lo contrario, estoy empezando a pensar que nunca me levantaré de esta silla.

Notes:

Wow, este ha sido largo, ¿eh? Cuando Colonnello y Lal empiezan con su juego de las preguntitas no podía dejar de escribir!!! Y Lal... gurl, deja ya de buscar excusas para lo que te pasa.

Pero bueno, espero no haber resultado demasiado cargante, el próximo capítulo será suuuuper cortito para compensar.

Chapter 11: Colonnello

Summary:

Después de una noche llena de confesiones, anécdotas y una recién descubierta tensión, Colonnello se queda a solas con sus pensamientos.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Colonnello

 

Joder.

 Estoy en la cama y me cuesta respirar. El disparo de hoy ha sido doloroso de cojones, pero no ha sido tan duro como mantenerme sereno ahí abajo. El juego de las preguntitas me ha dejado sin aliento, especialmente cuando Lal me ha preguntado por el beso del bosque. Creía que me iba a derretir ahí mismo, confiaba en que fuera lo bastante reservada como para no querer sacar el tema y admito que me aproveché de eso. He intentado parecer confiado y provocador, pero la verdad es que estaba hecho un flan. Si ella en ese momento se hubiera levantado, me hubiera dado un beso en la frente y hubiera dicho “Me refiero a esto, idiota”, me habría dado un paro cardíaco.

 He estado varios meses tonteando con Chiara por diversión y ni de lejos ha sido la primera chica que he cautivado, pero nunca había estado tan nervioso como lo estaba con Lal. Nunca me había pasado esto.

 Creo que la he cagado los últimos cinco minutos. Si no me hubiera puesto en plan seductor, podría haber seguido haciéndole preguntas sobre su vida. Era un momento precioso en el que por fin podía conocerla más, y lo he estropeado.

 Joder.

 Doy cabezazos contra la almohada y cierro los ojos con fuerza. La habitación está sumida en penumbra y corre un agradable aire por la ventana entreabierta. Me ha costado varios minutos quitarme la camiseta con la herida del hombro, pero tengo que acostumbrarme a moverme con el dolor o me voy a volver inútil en esta misión.

 Creo que llevo una hora despierto mirando al techo sin poder callar mis pensamientos. Estoy quieto, como si estuviera teniendo una parálisis del sueño y todo esto no fueran más que alucinaciones, pero estoy bastante seguro de que no es el caso.

 No sé si he hecho bien en contarle lo de mi familia; no sé si la he asustado, si le he contado demasiado o demasiado poco. No tengo ni idea de si usará esa información para hacerme daño (¿acaso sería capaz?), pero no me importa. Quería que lo supiera. Quiero que me conozca y quiero conocer cada parte de ella de la misma manera. Antes, sentados a la mesa bebiendo una ginebra horrible, parecía que estábamos solos en el mundo y se me había olvidado el dolor del hombro. Solo podía mirarla y deleitarme con las vistas. Dios, estaba preciosa con esa camiseta ancha, y cuando se ha subido el pantalón para enseñarme la cicatriz de la pierna creía que me iba a desmayar. No sé en qué momento le he dado a esta mujer la facultad de hacer lo que quiera conmigo, pero siento que ya no hay vuelta atrás.

 No sabemos cuántos días nos quedan aquí, dónde tendremos que ir después y qué haremos cuando acabe la misión. ¿Cómo será nuestra relación cuando volvamos al COMSUBIN? ¿Ignoraremos la intimidad, las confesiones, el contacto físico? ¿Me expulsará del pelotón por un comportamiento indebido?

 Me han quedado tantas preguntas por hacerle. ¿Cómo se llaman sus padres? ¿Cuántos idiomas sabe? ¿Cuándo fue la primera vez que disparó un arma? ¿Desde cuándo es miembro de la CEDEF? ¿Cuánto tiempo llevaba esa botella de ginebra en el armario?

 ¿Le habrá gustado el beso en la frente?

 Si hay algo que tengo claro, es una sola cosa.

 Estoy bien jodido.

Notes:

¿No nos encanta ver al provocador y siempre seguro Colonnello hecho papilla cuando piensa en Lal? Me encanta escribir su POV, desmontar todo lo que aparenta y reflejar el chaval lleno de sentimientos contradictorios que realmente es.

Si queréis saber cómo evoluciona su relación, martes!! próximo capítulo.

Chapter 12: Lal

Summary:

La tensión aumenta entre Lal y Colonnello, quienes parecen mezclar los altibajos de la misión con sus propios sentimientos.

Notes:

Atención: las cosas entre nuestros chicos se empiezan a poner spicy 🔥
Recomiendo escuchar Cheek to cheek (dejaré el enlace cuando aparezca la canción) para una mayor inmersión.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Lal

 

Colonnello y yo desayunamos sentados a la mesa. Él mira por la ventana, distraído, y cuando sigo su mirada compruebo que el cielo está encapotado. Mientras me tomo el café señalo en el mapa los pueblos que vamos a visitar hoy para repasar la ruta. Dejaremos el monasterio de Santa Lucia para el final porque hay otros sitios que podemos recorrer de paso. Recito la lista en voz alta, y cuando levanto la mirada veo que Colonnello permanece en silencio.

—¿Te has dejado el sentido del humor en la cama? —pregunto, pero no parece hacerle demasiada gracia. ¿Qué le pasa?

Hay una tensión rara en el ambiente y todos mis músculos se ponen en guardia. Si no quiere hablar, será mejor aprovechar su silencio ahora antes de que se ponga insoportable. Dejo la taza vacía en el fregadero y salgo de la casa.

En el camino al coche un trueno alcanza mis oídos y miro al cielo preocupada. Si se pone a llover, es posible que las zonas menos pobladas cierren sus comercios y no podamos acceder a todos los libros. Abro la puerta trasera derecha del coche y me aseguro de colocarme el cinturón interior con la pistola. Lo de ayer no se puede volver a repetir. Aún me pregunto cómo pude cometer tantos errores en un solo día.

Colonnello sale de la casa poniéndose la chaqueta del uniforme y cerrando la puerta tras de sí. Le cuesta mover el hombro donde recibió el disparo y un sentimiento de culpabilidad me atraviesa el pecho. El viento le mueve el pelo en sacudidas bruscas, y cuando levanta la vista y sus ojos se encuentran con los míos distingo un deje de tensión.

El primer pueblo que vamos a visitar hoy está a una hora y media de donde nos encontramos. Se nos empiezan a agotar las opciones cercanas a un paraje tan remoto como este y tenemos que empezar a abrir el cerco. El viaje en coche transcurre en silencio, y aunque lo habría agradecido en cualquier otra ocasión, ahora me resulta incómodo y antinatural.

El sitio parece estar prácticamente desierto y la librería con la que contábamos tiene pinta de llevar años cerrada. El cartel ha perdido el color, los cristales están sucios y en el interior solo se distingue un suelo cubierto de polvo y algunos muebles viejos tirados por ahí. Los lugareños nos miran con gesto hostil, no creo que estén dispuestos a colaborar. Colonnello espera a cierta distancia del local, de brazos cruzados y contemplando distraídamente las casas colindantes.

—Aquí no hay nada —anuncio, y volvemos al coche.

Hemos recorrido ciento veinte kilómetros para nada. Perfecto.

A mediodía llegamos al siguiente pueblo. Hay un mercado ambulante en la calle principal y está atestado de gente que lo recorre en todas las direcciones.

—Tenemos que evitar separarnos —sugiere Colonnello. Es lo primero que le escucho decir en todo el día.

Si lo que estamos buscando está aquí, es poco probable que se encuentre en un mercado ambulante que lo podría llevar a cualquier otro sitio, pero tenemos que intentarlo. Los puestos muestran jabones artesanales, especias en bolsitas de plástico cuyos aromas me llenan la nariz, lámparas de cristal de todos los colores, quesos duros y aceitosos y joyas delicadas hechas a mano. Camino detrás de Colonnello y cada vez que me percato de alguna mirada desconfiada sobre nosotros agradezco que se haya dejado la chaqueta del uniforme en el coche, a pesar de la brisa fría. Mientras le miro la parte trasera de la cabeza recuerdo cuando le toqué el pelo ayer. No tengo ni idea de por qué lo hice, mi mano se movió sola, pero pude comprobar que tiene un tacto suave y firme. ¿Es por eso por lo que hoy está tan callado? ¿Hice algo para incomodarlo?

Me distraigo un momento en un puesto librero con un toldo gris que resiste el viento. Distingo algunos ejemplares antiguos y solemnes con remaches dorados en las esquinas, uno de ellos incluso tiene un cierre con llave.

—Hola, guapa. —El hombre que atiende el puesto, de unos sesenta años, tiene una voz extremadamente ronca—. ¿Te interesa alguno?

—¿Puedo echar un vistazo?

—Se mira, pero no se toca —niega con el dedo—. Si quieres coger uno tendrás que pagarlo.

—¿Ni siquiera una ojeada rápida?

—Ni una. —El librero se cruza de brazos—. Ya he perdido suficientes libros por manos sucias y gente que se arrepiente en el último momento.

—Entiendo —me llevo una mano al mentón—, supongo que eso explica por qué están colocados como si un ciego los hubiese lanzado desde un tejado.

El hombre esboza una sonrisa forzada.

—¿Vas a comprar o no?

—Venga, hombre, no perdemos nada por echar un vistazo —interviene Colonnello, que ha aminorado el paso para no dejarme atrás—, ella no es de las que se arrepienten en el último momento.

Gracias, pero puedo con esto sola.

—No es nada personal, son las normas —contesta el hombre tajante.

—¿Y si le doy una garantía? —sugiero—. Si estropeo un libro, se lo pago. Si me lo llevo, también. 

—Hablas como una banquera —el librero se ríe con desdén.

—Las banqueras no aceptan riesgos. Yo sí.

—Una página —concluye el librero—, de un solo libro. Si no encuentras lo que buscas, os vais.

—Trato hecho.

Miro todos los libros del montón, cada cuál más viejo y desgastado. Me dejo llevar por mi infalible intuición y me decanto por uno pequeño y sin nada en la portada. Si eso de las Llamas era tan importante como para esforzarse tanto en ocultarlo, no estará en un libro exuberante y llamativo. Abro el libro con cuidado, como si tuviera alguna especie de mecanismo, y rezo porque lo que sea que nos vaya a revelar se encuentra justo donde lo he abierto.

—Es un libro de recetas —le susurro a Colonnello decepcionada, y acto seguido le devuelvo el libro al librero—. Gracias, pero no nos interesa. Que tenga un buen día.

Echamos a andar hacia el otro extremo de la calle donde se aposta el mercado ambulante y torcemos la esquina hacia otra menos concurrida.

—No sabía que pudieras hablar —le espeto a Colonnello.

—¿Qué?

Me giro sobre mis talones y hago que se detenga enfrente de mí.

—¿Se puede saber qué te pasa? ¿Por qué no me has hablado en todo el día?

—Estoy cansado, Lal. —Colonnello suspira y hunde los hombros—. Te recuerdo que ayer me dispararon. Además, no he dormido muy bien.

—¿No tendrás resaca? —No sé cómo preguntarle si le afectó de alguna manera el momento de las preguntas sin quedar en evidencia ni hacer el ridículo.

—Hace falta mucho más que un vaso de ginebra para tumbarme —esboza una media sonrisa y me relajo momentáneamente—. Deberíamos parar a comer algo, y tengo que cambiarme las vendas.

—Deberíamos seguir. —Echo a andar en la misma dirección.

—Lal —Colonnello me llama desde atrás—, por favor. Quince minutos.

Está bien, quince minutos.

Nos acercamos a un pequeño local de especialidades nacionales y pido dos arancini y dos botellas de agua pequeñas mientras Colonnello pasa al baño para cambiarse la venda. Para cuando termina lo estoy esperando sentada en el bordillo de la esquina y le ofrezco una bola de arroz frita. Tiene el pelo revuelto de haberse quitado y vuelto a poner la camiseta, y de forma instintiva le paso los dedos entre los mechones rubios un par de veces para peinárselos. Sonríe sin mirarme antes de dar un bocado.

Después de revisar varias bibliotecas, una iglesia y una tienda de antigüedades sin encontrar ninguna pista, decidimos poner rumbo al siguiente pueblo. Para cuando llegamos ya está atardeciendo y muchos locales están empezando a cerrar. Entre lo tarde que es, el reducido tamaño de la población y la tormenta que se avecina, no resulta inesperado que la vida en estas zonas empiece a retirarse. Tenemos que darnos prisa.

Encontramos el monasterio de Santa Lucia que indicaba el libro que leímos ayer, pero solo hay un acceso y está cerrado a cal y canto. 

—Mierda —susurra Colonnello—. Hemos llegado tarde.

Decido rodear el edificio para buscar otras posibles entradas, pero lo único que encuentro es una ventana cuadrada en la fachada trasera demasiado alta como para alcanzarla, incluso con la ayuda de Colonnello. Cuando vuelvo a la puerta principal él está terminando de examinarla, tocando cada rincón.

—Está cerrada por dentro —concluye—. Si forzamos el acceso nos vamos a delatar a nosotros mismos.

—Tiene que haber una manera. —Repaso de nuevo el edificio con la mirada cuando una gota de lluvia me cae en la mejilla. Al mirar arriba compruebo que el cielo está más oscuro de lo que correspondería a la hora que es por culpa de las nubes y la lluvia empieza a caer con más fuerza.

El edificio más cercano en el que podemos resguardarnos resulta ser un bar. Entramos con el pelo y la ropa ligeramente mojados. El lugar está lleno de gente, supongo que huyendo de la lluvia como nosotros, y por los altavoces suena jazz. La iluminación es tenue y en tonos azules y morados; me resulta obscena y hortera.

Colonnello se pasa una mano por el pelo y le caen gotas de agua de la punta de sus mechones apelmazados y húmedos. Hace un rápido reconocimiento del lugar y se inclina hacia mí para hacerse escuchar por encima de la música.

—¿Un trago?

—¿Estás de coña? Estamos trabajando. —Me escurro el pelo entre las manos.

—Hoy ya no vamos a trabajar más, ¿acaso no nos merecemos un descanso? —Me rodea y camina hacia atrás en dirección a la barra—. ¿Te gusta la cerveza?

Me siento demasiado derrotada como para discutir con él, así que lo sigo a través del bar.

Se apoya en la barra y, aunque no lo escucho bien, veo cómo le pide dos cervezas a la camarera indicándolo con los dedos. Una chica joven le sirve las bebidas y las coloca delante de él inclinándose demasiado hacia delante. Los dos, atractivos y sonrientes, charlan animadamente, y ella se coloca un mechón de pelo detrás de la oreja. Una oleada de algo amargo me inunda el estómago, me dirijo con paso firme a la barra y le doy un largo trago a mi cerveza mirando fijamente a la camarera, que termina por alejarse y volver a su trabajo. A Colonnello parece hacerle gracia mi reacción y se queda mirándome expectante.

—¿Qué? —lo desafío, dando otro trago.

Él sacude la cabeza alzando las cejas y me imita.

—No sabía cuánto necesitaba esto. —Una pequeña nube de espuma se le queda encima del labio y se pasa la lengua para retirársela—. Seguro que has planeado todo el día para que termináramos aquí, ¿a que sí?

No, ni de coña. Habría preferido mil veces encontrar el puto libro ya que estar tomando una cerveza. Pero he de admitir que sí que sienta bien.

Por un momento me olvido de qué hemos venido a hacer.

Empiezan a sonar los inconfundibles primeros acordes de Cheek to cheek y Colonnello inclina la cabeza hacia atrás.

—Dios, me encanta esta canción. —Deja su vaso sobre la barra y se aleja contoneándose suavemente al ritmo de la música—. ¿Bailas?

—Ni lo sueñes —suelto una risa irónica.

—Oh, venga —él me tiende una mano—, dame ese gusto. Solo hoy.

Miro su mano fijamente y no sé si es el cansancio o el fracaso del día lo que me nubla el juicio, pero finalmente dejo mi vaso y la acepto.

Colonnello tira de mí, y cuando me tiene enfrente de él, me sujeta la mano y me pasa un brazo por la parte baja de la espalda. Me guía para balancearme suavemente con él y clava sus ojos en los míos.

—¿Te imaginas que no fuéramos Colonnello y Lal?

—¿Y quiénes seríamos?

—No lo sé. —Levanta la mirada por encima de mi cabeza mientras me dirige los brazos alrededor de su cuello y me sujeta la cintura con ambas manos—. Tal vez solo dos personas que bailan en un bar.

Vamos dando vueltas sobre nosotros mismos muy lentamente mientras bailamos. La voz de Ella Fitzgerald canta lo que yo estoy pensando y no me atrevo a verbalizar.

—Podemos serlo, Lal. —Me mira fijamente y juro que me está viendo entera. Sus ojos se desplazan entre los míos y sus pupilas se mueven de un lado a otro—. Podemos ser dos personas que bailan en un bar.

No sé qué me está pidiendo, y sin embargo una extraña esperanza me sube por el esternón. No me he dado cuenta de en qué momento nos hemos acercado tanto, pero ahora estamos pegados el uno al otro. Colonnello acerca la cara y termina apoyando su frente en la mía. Cierro los ojos por instinto. No quiero mirar nada, no quiero que nada me perturbe ahora mismo. Solo quiero dejarme llevar por el movimiento de sus manos y recrearme en esta extraña paz.

—Me pones muy nervioso —susurra de forma que solo yo lo pueda oír, y siento una descarga de calor en la parte baja de mi abdomen y tenso la mandívula.

Abro los ojos, pero todo lo que veo desde este ángulo son sus labios entreabiertos y rojos. Tengo el pulso tan acelerado que creo que estoy a punto de vomitar, pero me siento incapaz de moverme. Estoy paralizada, así que dejo que Colonnello me siga meciendo.

Cuando reúno fuerzas para apartarme poco a poco él me retiene apoyando su barbilla sobre mi coronilla.

—No te gires —susurra—, pero creo que nos están siguiendo.

Mierda, ¿otra vez?

—¿Quién es?

—Un tipo vestido de negro. —Sigue moviéndonos al ritmo de la música—. Llevo viéndolo todo el día.

—¿Y me lo dices ahora?

—Quería esperar a estar seguro.

¿Para eso ha hecho todo este paripé del baile? ¿Para tener la oportunidad de mirar a ese hombre sin levantar sospechas? Se me hunden los hombros y me avergüenzo de lo ingenua que he sido. Sea lo que sea lo que estaba sintiendo hace un minuto, no debería haber existido. Parpadeo varias veces para volver al mundo real, alejada de unas fantasías que ni siquiera sé nombrar.

Colonnello vuelve a girarse de forma que ahora soy yo la que está mirando al hombre que nos sigue. Parece joven y fuerte, pero lleva una gorra y no le distingo la cara. Lo repaso de arriba a abajo rápidamente para comprobar si está armado, pero es difícil decirlo con toda la ropa que lleva, y la gente del bar que se mueve por todas partes no me deja hacerme una idea completa sobre su figura. Lo único que puedo concluir con certeza es que va vestido de forma parecida a nuestros perseguidores del bosque, los que dispararon a Colonnello. No sé quiénes son ni por qué nos están siguiendo; Iemitsu no nos habló de esto.

—Voy a salir —anuncia Colonnello contra mi oreja, y un escalofrío me recorre entera. ¿Puede parar mi cuerpo de reaccionar como si fuera una adolescente?—. Si me sigue, espera dos minutos y ve tras él. ¿Llevas la pistola?

Asiento levemente y Colonnello se aleja acariciándome la cintura con una mano. Siento un frío polar en la zona en la que antes sentía su contacto. Sale del bar fingiendo indiferencia, con un andar casual y desenfadado y sin mirar atrás, y segundos después el hombre de negro se da la vuelta y lo sigue. Resisto el impulso de salir corriendo detrás de ellos porque no quiero que vuelvan a herir a Colonnello, pero sería una imprudencia por mi parte. Cuento dos minutos mentalmente, como me ha pedido, y creo que son los dos minutos más largos de mi vida. Cada segundo que pasa mi pulso se acelera y mi respiración se vuelve torpe. No sé qué me está haciendo Colonnello, pero yo nunca me pongo nerviosa en estas situaciones. Me ha quitado mi calma y mi control, y lo detesto.

Un minuto y quince segundos. No puedo más. Salgo del bar aceleradamente y miro a ambos lados de la calle, pero la lluvia es intensa y no veo a ninguno de los dos. Escucho un gruñido y camino en esa dirección hasta que tuerzo una esquina y veo a Colonnello y al hombre de negro forcejeando. A Colonnello le cuelga la pistola de un dedo y está a punto de quedarse desarmado, pero antes de que pueda llevar la mano al cinturón para sacar mi arma, el hombre me mira y con una velocidad sobrehumana se coloca detrás de mí y clava un cañón frío en mi sien. Todo ha pasado muy rápido. Si hago algún movimiento probablemente me lleve un tiro en la cabeza, así que decido quedarme quieta con las manos a la altura del pecho. Colonnello nos apunta con su pistola en cuanto se libra de la pelea y, para mi sorpresa, veo que le tiemblan las manos.

—¡Dispara! —grito a través del sonido de la lluvia; sé que no me dará a mí.

Sus manos sujetan el arma con fuerza, pero pequeñas sacudidas le recorren los brazos. ¿Por qué no está disparando? Su pelo dorado se le pega a la frente húmeda y me mira con una mezcla de confusión y rabia. Tiene miedo.

—¡Dispara, coño! —grito más fuerte, pero solo puedo escuchar el sonido de la lluvia golpeando el suelo.

Siento el arma del hombre temblando en mi sien y con la otra mano me agarra con torpeza, y tengo la certeza de que él tampoco va a disparar. Apenas puede sujetarme sin vacilar y me va moviendo en patrones descontrolados que estoy segura de que son un inconveniente para la puntería de Colonnello.

Justo cuando decido mover la mano en dirección al cinturón, me empuja hacia delante de una patada y me caigo encima de un cubo de basura metálico, volcando todo su contenido. El hombre sale corriendo y Colonnello se adelanta unos pasos, pero sigue sin disparar.

—¡¡Colonnello, dispara!! —Me he cansado de esperar, me levanto como puedo del suelo, saco mi pistola y apunto en la dirección en la que ha huido el hombre. Disparo una vez. Dos. Pero creo que no le he dado, y con esta lluvia es imposible ver nada cinco metros más allá—. ¡Joder! —Le pego una patada al cubo de basura con todas mis fuerzas y luego disparo al cielo para descargar mi cólera.

Colonnello se pasa una mano por el pelo húmedo y se lo coloca hacia atrás. Veo cómo sus hombros suben y bajan y me invade una profunda mezcla de decepción, rabia y frustración. Quiero gritar. Quiero gritarle a Colonnello y darle una paliza, pero en lugar de eso paso de largo dándole un golpe con el hombro y me dirijo hacia el coche.

Estoy empapada, joder. Estoy empapada, hemos perdido un objetivo y hemos llamado la atención de todo el pueblo con los disparos. Solo espero que la lluvia haya atenuado el sonido y nos dé algo de tiempo para salir de aquí. Agarro con fuerza el volante y dejo escapar un grito largo y amargo. Colonnello se mete en el coche al cabo de unos minutos, también empapado, y se sienta sin decir nada. Yo tampoco lo miro, si lo hago podría pegarle un tiro aquí mismo y sería muy inconveniente, así que me limito a arrancar el coche y salir de este puto pueblo.


Cierro la puerta del vehículo con fuerza y camino en dirección a la casa. Colonnello corre para alcanzarme justo cuando yo entro y tiro el cinturón con la pistola encima de la mesa. La ira me inunda.

—¡¿Se puede saber en qué cojones estabas pensando?! —le grito con toda la rabia que he acumulado en el camino en coche—. ¡Lo has dejado escapar, joder!

—Lo siento —musita él, cerrando la puerta de la casa.

—¿Lo siento? ¿No se supone que eras el mejor tirador del COMSUBIN? ¿Qué mierda te ha pasado? —siento que voy a explotar y que mi piel empieza a calentarse.

—No lo sé —contesta con sequedad.

—¿No lo sabes? ¡¿Qué cojones, Colonnello?!

—¡No lo sé, ¿vale?! No puedo pensar —él también empieza a alzar la voz y rodea la mesa mientras abre y cierra los puños con fuerza, nervioso.

—¡Te he traído aquí para pensar! ¡Y para disparar! ¿Me estás diciendo que no eres capaz de hacer ninguna de las dos cosas?

—¡No lo sé, joder! —Colonnello grita en mi dirección y la lluvia golpea con más fuerza el cristal de las ventanas—. ¡Eres tú! ¡No puedo pensar cuando estoy contigo!

Retrocedo ante sus palabras y frunzo el ceño. La piel me arde como si tuviera fuego debajo y no sabría decir en qué momento mis latidos se han vuelto tan fuertes y rápidos. Mi pecho se mueve arriba y abajo con violencia y no puedo apartar los ojos del chico que tengo delante.

Colonnello también se relaja. Guarda silencio y deja caer los hombros. Le caen gotas de agua del pelo que impactan sobre el suelo. Este momento de tregua contrasta con la virulencia de la lluvia de fuera, aunque la ira y la tensión siguen latentes en el ambiente, y creo que si alguno de los dos encendiera una cerilla, la casa explotaría.

—No puedo dejar de pensar en ti —dice al fin, los ojos azules fijos en mí. El movimiento de su camiseta revela una respiración agitada y superficial, como la mía. El pecho me arde de una manera que no es natural y un fuerte rayo cae muy cerca de la casa, pero ninguno desviamos la mirada del otro.

Estoy enfadada. Estoy muy enfadada, y aun así no puedo dejar de mirarlo. Siento una urgencia salvaje de acercarme a él, pero ninguno de los dos estamos ni mucho menos relajados ni en condiciones de razonar. Si no estuviera lloviendo, juraría que podríamos escuchar los latidos del otro. No sé qué es esto, pero me asusta.

A la mierda.

Atravieso el salón de dos zancadas y él se acerca a mí a la misma velocidad. Me lanzo a su cuello y estrello mis labios contra los suyos mientras él me agarra la cara con ambas manos. El beso es húmedo, hambriento y apremiante. Tiene unos labios suaves y cálidos que, según compruebo, sabe usar de manera experta. Siento el cerebro completamente anestesiado y no puedo hacer otra cosa que no sea rendirme a esto. Durante un instante nos separamos para mirarnos y veo cómo él me devora con los ojos con una impaciencia que me produce una descarga eléctrica en el bajo vientre antes de volver a besarme. Huele igual que su habitación, a madera y a jazmín, y ahora también a lluvia. Le paso los dedos por el pelo mojado mientras me da un pequeño mordisco en el labio inferior. Nos movemos y siento cómo mi espalda choca contra la pared. Colonnello me agarra la cintura con una mano para acercarme más a él y se apoya en la pared con el otro codo. Rompe el beso solo para quitarse la camiseta mojada y dejo que mis dedos deambulen por su pecho. Quiero estudiar todas las curvas que dibujan sus músculos, su cuello, su clavícula, sus abdominales… Le paso una mano con suavidad por la cicatriz de bala que tiene cerca del corazón y me invade un instinto feroz de protegerlo a toda costa. Aleja su cuerpo del mío para quitarme también la parte de arriba y me vuelve a besar, buscando mi lengua con la suya. Nuestros cuerpos han dejado atrás el frío de la noche y la lluvia para dar paso a una fiebre incontrolable.

Me pasa las manos por detrás de los muslos y me levanta del suelo, y yo me agarro a su cadera cruzando las piernas para sujetarme. Me lleva hasta la mesa de comedor, con un barrido del brazo tira las armas al suelo y me sienta encima mientras me desabrocha los pantalones. Se deshace de ellos de un tirón y me quedo completamente en ropa interior. El calor del contacto me hace olvidar todo lo que hay a nuestro alrededor, ahora las distancias y proporciones ya no tienen sentido y solo importa esto. Colonnello apoya los nudillos sobre la mesa a ambos lados de mi cuerpo y agacha la cabeza, riendo entre dientes. Cuando vuelve a levantar la mirada no queda rastro de enfado ni confusión en sus ojos y me analiza de arriba a abajo mientras se muerde el labio inferior. De hecho, parece más cuerdo que nunca.

—Me vas a matar, ¿lo sabes?

—Si todavía no he hecho nada —contesto.

—¿Te parece que no has hecho nada? —Tira de mis caderas para que pueda sentir el bulto endurecido en su pantalón y esbozo una sonrisa triunfal.

Bueno, a lo mejor sí.

Me agarro a su cuello y empiezo a recorrerlo a besos mientras muevo las caderas contra su erección. Consigo arrancarle un suave gemido y automáticamente me vuelvo adicta a ese sonido.

—Lal, en serio —interrumpe mis besos—, nos vamos a arrepentir de esto —dice con más convicción de la que estoy segura que realmente siente.

—Probablemente —repongo.

—Segurísimo —continúa él mientras acaricia mi ropa interior con la mano y me vuelve a besar—. Es lo peor que podríamos hacer.

—Lo peor —contesto contra sus labios reprimiendo un gemido—. No deberíamos hacerlo.

—No. —Me da otro beso largo y se aparta para mirarme con una sonrisa pícara—. Pero me muero de ganas.

Introduce el dedo pulgar en la tela y me roza la piel palpitante. Dejo escapar un suspiro profundo y me agarro con fuerza a su hombro bueno. Echo la cabeza hacia atrás mientras su dedo acaricia en círculos la zona sensible, y me lleva al límite del placer cuando introduce otro en mi interior.

—Joder. —Mi respiración es violenta y desesperada por encontrar más aire, y conforme se acelera también lo hacen los movimientos de Colonnello. 

Dios, me va a destruir. ¿Sabrá el poder que tiene ahora mismo, que podría hacer conmigo lo que le dé la gana y yo se lo permitiría más que encantada?

Pero ¿qué son estos pensamientos? Un cuerpo extraño en mi cabeza, un intruso. Hay una parte de mí que lucha por aferrarse a la razón, pero otra parte, una parte más animal y visceral, va ganando terreno.

Con cuidado, retira los dedos de mi sexo húmedo y se ríe entre dientes al mirarme.

—¿Qué pasa?

—Nada. —Se retira el pelo de la frente con una mano—. Que esto es increíble. Eres una puta diosa.

Me siento abrumada por la situación y privada de todo juicio racional. Siento el pensamiento algodonado y embriagador, como si todas mis cualidades humanas desaparecieran y afloraran mis instintos más primarios. Si nos quedamos inactivos durante más tiempo, tendré espacio en mi cabeza para pensar en lo que está pasando, y prefiero no hacerlo. Me pasa los dedos por la nuca mientras retoma el beso y desliza su otra mano a lo largo de mi espalda con caricias suaves que me producen escalofríos hasta dar con el cierre de mi sujetador, con el que trastea durante un rato sin éxito.

—¿Es que no te han enseñado a desactivar bombas?

Colonnello sonríe.

—Esto es más difícil que una maldita bomba. —Lleva ambas manos a la parte trasera de mi sujetador y me divierte ver cómo ladea la cabeza, como si intentara manipular un dispositivo extremadamente complejo que, gracias a Dios, acaba cediendo y cayendo a la mesa.

Me acaricia un seno con el pulgar mientras que me da pequeños mordiscos en zonas estratégicas del cuello que yo hasta ahora desconocía como erógenas. Nunca nadie me había besado como él, nunca habían tocado las mismas teclas que él. Me pregunto cómo habrá encontrado las coordenadas exactas de mi placer a la primera mientras intento no volverme loca con su contacto. Deslizo las manos hasta el cierre de sus pantalones y empiezo a desabrocharlos. Me ayuda con una mano, apremiado por mi impaciencia, y en cuestión de segundos ambos estamos completamente desnudos.

Empuja mis caderas hacia el borde de la mesa con cuidado y me separa los muslos, acariciándome la parte interna con las manos. Siento la piel arder. Es delicioso.

—Si me lo pides, paro —sugiere en un susurro.

—¿Estás de coña? —Ahora mismo lo último que quiero es que pare.

Por toda respuesta esboza una sonrisa hambrienta, apoya la frente en la mía y se desliza entre mis piernas para penetrarme. La presión es perfecta y me arranca un gemido.

Su cuerpo está ardiendo, sus músculos están tensos y, aunque tiene el pelo prácticamente seco, su frente brilla por el sudor. Con cada balanceo de su cadera me siento más cerca de perder el control y creo que me voy a deshacer en pequeñas piezas. Respiramos entrecortadamente sobre los labios del otro, y cuando la urgencia es insoportable nos besamos con torpeza. Me agarro a sus brazos para poder moverme mejor contra su cuerpo y me deleito cuando sus gemidos suben de intensidad.

—De verdad que me vas a matar —suelta un gruñido sin dejar de moverse.

Me levanta de la mesa agarrándome por debajo de los muslos y me tumba en el sofá. Vuelve a introducirse en mí con un movimiento certero y reprimo un grito de puro placer. Sus acometidas son suaves y fluidas mientras con una mano me sujeta la cadera y con otra se apoya contra el sofá. Me priva de todo raciocinio cuando aumenta el ritmo de su cadera y me llena de una sensación exquisita. Intento ignorar la voz en mi cabeza que me grita con fervor cuántas ganas tenía de que pasara esto. Aunque, llegados a este punto, apenas me queda nada de lógica a la que agarrarme. Soy toda pulsaciones, latidos y calor.

Me levanta una pierna y me acerca la rodilla al pecho para poder penetrarme más profundo. Somos una masa de cuerpos enredados sin ningún patrón, y a la vez siento una coordinación perfecta y ensayada, como si los dos hubiéramos pensado cientos de veces en este momento y supiéramos lo que tenemos que hacer. El sonido de sus gemidos me vuelve loca y le clavo las uñas en la espalda. Estoy al límite del placer y siento que me voy a romper.

—No te haces una idea de lo fascinado que me tienes. —Me agarra con fuerza la pierna y aumenta la velocidad y la fuerza de sus embestidas antes de empezar a temblar—. Joder, Lal…

El golpe de su pelvis contra mí me hace alcanzar el orgasmo dejando salir ese grito que tenía contenido en la garganta, y siento cómo Colonnello se estremece encima de mí antes de enterrar su cara en mi cuello y colmarme a besos. Escucho su respiración fuerte y entrecortada y el aire caliente me golpea la piel. Elijo quedarme en este estado de languidez hasta que noto como el sueño me cierra los párpados con el sonido de la lluvia acunándome.

No sé qué ha sido esto, pero no puede volver a pasar bajo ningún concepto.

Notes:

Lo siento por el contenido smut (en realidad no, y habrá más). No podía imaginarme a Lal y a Colonnello dando este paso desde otra posición que no fuera la rabia, el miedo y los nervios. Los dos tienen experiencia con otras personas, pero la forma en la que Colonnello sabe perfectamente qué hacer... well, it's getting hot here.

Chapter 13: Colonnello

Summary:

Colonnello reflexiona sobre la noche anterior y se encuentra con unos sentimientos que no reconoce.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Colonnello

 

Me despierto con un dolor terrible en el cuello y tardo unos segundos en ser consciente del entorno. Me he quedado dormido en el sofá, lo que explica la tensión muscular, y Lal está a mi lado, todavía dormida. No solo recuerdo la noche anterior con asombrosa nitidez, sino que no he parado de soñar con ella. El sofá es demasiado estrecho como para mirarla desde una distancia que me permita contemplarla bien, pero no quiero moverme. 

Tardo un rato en decidir si estoy completamente arrepentido o si la silueta de Lal desnuda es lo más bonito que he visto en mi vida. Anoche me dejé llevar por la adrenalina, podría haber emitido un juicio más preciso y coherente si no hubiéramos vivido una situación tan estresante un par de horas antes. Joder, si ella no hubiera dado un paso hacia mí para besarme… En cuanto la vi moverse, algo dentro de mí saltó como un resorte, como si llevara toda la vida contenido y por fin pudiera liberarse. Me muero de ganas, le dije ayer. ¿Era verdad? ¿Y por qué he tardado tanto en darme cuenta?

Con las puntas de los dedos acaricio las curvas de su cuerpo tumbado de lado, desde la mandíbula hasta donde me alcanza la mano, pasando por su hombro, su costado (y su cicatriz), su cintura y su cadera. Su piel es increíblemente suave y cálida. La línea de sus abdominales, firmes como fruto de años de entrenamiento, y las curvas de sus pechos proyectan unas sombras sobre el resto de su cuerpo en las que me quiero sumergir entero. Rechazo la idea de que tenga algún rincón al que no puedo acceder.

Mientras la miro dormir algo en mi pecho se revuelve con agitación. Ojalá pudiera quedarme así todo el día, ojalá pudiera rendirme a la ansiedad y la impaciencia de estar con ella sin experimentar las consecuencias. Tengo la piel encendida y el corazón del revés. Una extraña fuerza magnética me mantiene pegado a ella y me obliga a alejarme al mismo tiempo. Ante la duda, elijo alejarme. Recojo mi ropa, le tiendo a Lal una manta que hay doblada sobre el respaldo del sofá y salgo fuera.

La lluvia de anoche ha dejado un olor a tierra mojada y el suelo blando y pegajoso. El sol todavía no ha salido y aprovecho el anonimato de la oscuridad para salir a correr e intentar aclarar mis pensamientos. Sé que estoy intoxicado por la languidez y el placer recientes, y aunque me encantaría permanecer así para siempre, tarde o temprano voy a tener que volver a tierra firme.

Aumento la velocidad conforme aumenta el ritmo de mi cabeza. He pasado el tiempo suficiente con Lal como para saber que lo que ha pasado va a poner distancia entre nosotros. Ella nunca daría lugar a los sentimientos en una misión.

¿Pero quién ha hablado de sentimientos?

Es inútil. Por mucho que intente repetirme una y otra vez que esto no es diferente a las otras relaciones que he tenido, está claro que lo es. Nunca me había sentido tan aturdido y asustado y, a la vez, ilusionado.

Tengo que dejar de ver esto como algo unilateral. Lo que pasó anoche pasó entre los dos. Fue ella la que me besó, fue ella la que me quitó los pantalones y fue ella quien me ha dejado unos surcos rojos en la espalda (joder, me los tatuaría para recordar lo de anoche). Eso también tiene que significar algo, ¿no?

Aunque, pensándolo mejor, nunca la había visto tan enfadada. Puede que la ira la confundiera y terminara mezclando sentimientos. Puede que su pasión fuera el extremo opuesto a la cólera y estuviera, como yo, colocada de endorfinas y adrenalina. Noto cómo reduzco la marcha al pensar en esa posibilidad, al pensar en que hemos vivido nuestra intimidad como experiencias distintas, y siento una sutil punzada de decepción.

La pesadez que siento en el pecho me obliga a pararme contra el tronco de un árbol y me obligo a respirar a un ritmo constante. Da igual las hipótesis que realice, da igual que intente justificar por qué Lal reaccionó así, la emoción del recuerdo eclipsan los demás sentimientos y no puedo contener una sonrisa de excitación. Creo que voy a soñar todas las noches con ella.


Cuando vuelvo a casa empapado en sudor, me encuentro a Lal bebiendo café y trasteando con el ordenador que Basil dejó cuando se fue.

—Buenos días —saludo.

—Buenos días. —Lal teclea frenéticamente en el dispositivo sin apartar la vista de la pantalla. Vale, primer punto de fricción, voy a decantarme por pensar que es porque está ocupada.

La rodeo por detrás y compruebo que en la pantalla está mirando lo que parecen ser las imágenes de una cámara de seguridad. En ellas se ve el forcejeo de anoche, cómo aquel tipo retuvo a Lal contra el cañón de su pistola y cómo lo dejé escapar.

—¿Cómo has hecho eso? —pregunto, inclinándome hacia las imágenes del monitor.

—Las contraseñas de los sitios tan pequeños son fáciles de descifrar.

Abro los ojos de par en par y no quepo en mi sorpresa.

—No sabía que supieras hacer eso.

—Sé lo suficiente como para que no me pillen en los cinco primeros minutos —comenta con indiferencia.

Dios, esta mujer es increíble.

Es como si la tormenta de ayer hubiera respondido a todo lo que teníamos acumulado dentro, y ahora que lo hemos soltado, las nubes se disipan y el cielo parece más despejado. Y, a pesar de todo, nunca había sentido el aire tan tenso como hoy.

Llevamos aquí demasiado tiempo. Demasiados días de búsqueda infructuosa. Los dos estamos agotados, confusos y no tenemos instrucciones ni contacto con nadie más. 

—Lal —digo con firmeza—, creo que hoy deberíamos cambiar de estrategia.

—Estoy de acuerdo —responde ella pasando un brazo por el respaldo de la silla para mirarme—, creo que deberíamos entrenar. No podemos quedarnos oxidados.

Joder, ¿siempre ha tenido los ojos tan bonitos?

Intento no tomarme su comentario como un ataque personal, teniendo en cuenta mi error de anoche, y sin vacilar me dirijo al coche y abro el maletero. No pienso quedar como un inútil delante de ella. Monto las piezas del rifle de precisión y me adentro en el bosque.

Las botas se me llenan del barro residual de la tormenta de ayer. Tengo la cabeza embotada, como si un montón de voces quisieran hablarme a la vez (algunas más racionales y otras menos) y no se dieran el turno de palabra entre ellas. Siento una presión detrás de la frente y rezo porque el dolor desaparezca después de entrenar.

En días como hoy echo de menos las prácticas de Reborn. Me las tomaba todo lo en serio que podía y aun así me encontraba seguro tras el margen de error que permite el no estar disparando a un objetivo real. Me gustaba que me felicitara por mi puntería, mi pulso imperturbable y mi capacidad de mantener la mente fría, pero ahora mismo no tengo a nadie que me refuerce así.

A veces, en la academia, iba al campo de tiro yo solo antes del amanecer. Me gustaba probar distintas armas sin nadie alrededor y sin los protectores auditivos. Siempre me he encontrado más cómodo con las de alto alcance. Tener que apuntar a un objetivo a tanta distancia me obliga a ralentizar los latidos, enfriar el pensamiento y serenarme. La de francotirador es una posición tediosa y solitaria, sin embargo yo la encuentro perfecta para mí. 

No disparé un arma hasta que empecé a prepararme para las pruebas de acceso. La primera vez me sorprendió la fuerza del retroceso y ahora ya casi no la noto. Hay algunos cadetes que me tienen rabia por lo poco humilde que soy en este asunto, pero la realidad es que soy perfectamente consciente de mis habilidades, y pecaría de falsa modestia si tratara de ocultarlas o minimizarlas.

Encuentro un cantil de unos quince metros de altura y cuando llego arriba me recreo en las vistas. No deja de sorprenderme la alfombra verde que recubre las montañas y casi puedo sentir su tacto en mi mano. Estoy solo en lo alto de la pared y me parece que soy la cosa más pequeña del mundo. Todo esto estaba aquí antes de que llegara y seguirá aquí cuando me vaya. Por alguna razón eso me hace sentir poderoso.

Desde aquí tengo una buena línea de tiro. Busco una zona llana de la piedra donde pueda apoyar el arma y coloco el bípode. Dejo caer la bolsa con la munición a un lado, apoyo el rifle y me tumbo boca abajo. Cuando coloco los codos sobre la piedra siento cómo mis escápulas se contraen, y pongo mis pies abiertos y en posición horizontal para optimizar la estabilidad, como me han enseñado. Apoyo la culata sobre mi hombro y acomodo la mejilla para mirar por el visor. Distingo conejos y pájaros en las colinas, pero yo no disparo a animales. Lal se escandalizaría si supiera esto. “¿Puedes matar a un hombre de un disparo en el pecho pero no puedes matar un gorrión?”, diría. 

Pongo el dedo en el gatillo, centro el foco en una hoja seca que cuelga de un árbol a unos mil metros de distancia y disparo. A través de la lente veo cómo la hoja sale volando de forma brusca atravesada por mi bala. Bingo. Acciono el cerrojo para recargar el rifle y lo muevo suavemente a los lados buscando otro objetivo.

Me viene el recuerdo de los ojos furibundos de Lal cuando me pidió que disparara. ¿Por qué no fui capaz? Acabo de reventar una hoja pequeña a un kilómetro de distancia pero no pude disparar a un tío que estaba a dos metros de mí. Nunca me ha faltado confianza en mi puntería y en mi determinación, y sin embargo ayer temía poder darle a Lal. 

Encuentro una piedra del tamaño de una cabeza al borde de otro cantil y vuelvo a acertar el tiro.

Lo de anoche solo fue sexo, no significó nada.

Apunto a otra piedra unos doscientos metros más lejos.

Claro, gilipollas… y por eso llevas todo el día pensando en ella.

Fallo el disparo y maldigo en voz baja.


Lal decreta que nos estamos quedando sin provisiones a mediodía y decidimos ir a Módena a reponerlas. Para no levantar sospechas nos hemos vestido todo lo casual que hemos podido. Ella lleva unos pantalones cortos y anchos vaqueros y una camisa de lino blanco de manga corta. Se ha recogido el pelo en un moño bajo y se oculta bajo las gafas de sol que cogió de la guantera hace unos días. Lamento tanto que tuviera que romper la camiseta que llevaba cuando me dispararon… Se le ajustaba a la cintura, al pecho y a los brazos y le hacía una figura deliciosa. Yo llevo un polo marrón de manga corta y unos pantalones anchos. Si hubiera sabido que íbamos a hacer tantas excursiones me habría traído mis mejores galas.

Agarro el volante con la mano derecha y apoyo el brazo izquierdo sobre la ventanilla abierta. El viento me azota en la cara y me revuelve el pelo y es una sensación maravillosa. Lal mira el paisaje deslizarse por su lado del coche y por un momento imagino que no somos soldados en una misión. Imagino que yo no tengo una herida de bala en el hombro y que ella no tiene una pistola colgada del cinturón, sino que somos un chico y una chica yendo a Módena a comprar comida para su casa en la montaña.

—¿Podemos comprar una botella de vino? —se me ocurre preguntar.

—Sí, claro —contesta Lal con tono sarcástico—, y unas ostras también, si quieres. O si lo prefieres, preparamos una pasta.

—Se me da genial la pasta —comento, divertido por la idea de cocinar con ella.

Todo lo que recibo es silencio por su parte, pero casi puedo escuchar los engranajes de su cabeza trabajar mientras piensa. Estoy seguro de que tiene tantos pensamientos rondándole como yo.

Módena no se parece nada a Palermo. Es mucho más comedida, sobria y elegante. Uno podría pensar que en Módena y en Palermo se hablan idiomas distintos. La plaza de la catedral está a rebosar de vecinos y turistas. El sol cae con aplomo sobre nosotros y proyecta sombras cortas en el pavimento. Camino con las manos metidas en los bolsillos, fascinado por la magnitud de los edificios; en momentos así me doy cuenta de que no conozco muchos sitios fuera de Sicilia. Por ejemplo, nunca he estado en Siracusa ni he tenido intención de hacerlo hasta que Lal me dijo que nació allí. De repente me muero de ganas por visitar la ciudad, a ver si adivino dónde pasó los momentos más felices de su infancia.

La sigo hasta la estructura de soportales que alberga varios comercios. Entra en una tienda de ultramarinos, se quita las gafas y habla con la dependienta señalando las latas que quiere. El italiano es un idioma precioso, pero cuando lo habla ella se vuelve sublime.

—Qué romántico, sardinas en escabeche y analgésicos.

—Deberíamos comprar fruta y carne. —Mira alrededor ignorando por completo mi comentario—. ¿Sabes cocinar?

—No hay nada que no sepa hacer —contesto con orgullo.

Lal resopla y pasa por mi lado. Verla caminar de espaldas con el pelo recogido torpemente y las sandalias planas que lleva evoca la imagen de una auténtica siciliana. Otro punto de fricción, no se rinde en la tarea de ignorarme, pero no me pienso dar por vencido. 

Camina por las calles a paso tranquilo pero firme, con la bolsa en una mano y la otra en el bolsillo con total naturalidad. Cuando se para en una frutería y sostiene algunas manzanas y cerezas, inspeccionando su estado y madurez, me doy cuenta de que me encanta verla así. Y no sé por qué. 

En la puerta de una charcutería un chico joven nos ofrece trozos de queso parmesano de una tabla que sostiene en la mano. Tiene un sabor ácido y delicioso; me encantaría cocinar algo con esto, y Lal suelta un gemido que me indica que también le ha gustado. Encontramos un pequeño puesto de vinos y le suplico comprar una botella, a lo que accede entre dientes. Estudio con detenimiento las etiquetas de las botellas y cuando levanto la mirada me encuentro a Lal reprimiendo una sonrisa.

—Este vino —comienzo a relatar sujetando una botella —es una cosecha de hace cien años. Solo se puede beber con carne cruda para neutralizar la toxicidad del alcohol, de lo contrario te emborracharías con un solo trago.

—¿En serio? —pregunta ella.

—No. —Sonrío, y le arranco una pequeña risa. Es un sonido maravilloso.

Salimos del puesto de vinos con ella caminando por delante de mí, y aprovecho la distancia para retroceder a la charcutería y comprar el queso que le gustaba.

Paseamos por una calle con otra estructura de pórticos y dos pisos por encima. El piso inferior está lleno de tiendas y carteles de exposiciones que lo atraviesan a lo ancho.

—Los portici nacieron para ampliar los pisos superiores sin quitar espacio al tránsito. —La voz de Lal rompe el silencio que durante un rato ha estado reinando entre nosotros—. Ahora los llenan de terrazas y turistas. Antes eran para el pueblo —añade, distraída.

—¿Cómo sabes eso?

—Mi madre me hizo memorizar estilos arquitectónicos cuando tenía ocho años. —Se encoge de hombros—. Supongo que eso no contaba como cuento para dormir.


De vuelta en la casa sugiero tomar la cena en el exterior. Hace una noche preciosa con la temperatura perfecta y se ven más estrellas de las que he visto en mi vida. Escogemos un lugar a unos cien metros del coche y disponemos sobre una manta las sardinas y el vino. Mientras Lal sirve la bebida en dos vasos, yo me acerco con una tabla sobre la que he partido los trozos del queso que he comprado.

—¿Qué es eso? —Se queda mirando la tabla con asombro.

—Me ha parecido que te gustaba cuando lo hemos probado antes en Módena. —Me agacho y coloco la tabla con el resto de la comida—. He pensado que te gustaría.

Mierda, estoy nervioso como si esto fuera una cita y me sudan las manos. He olvidado todo el decoro que alguna vez supe. Me siento torpe.

Cojo uno de los vasos y lo mantengo en alto para invitarla a brindar.

—Si solo nos quedan dos días de vida, me niego a pasarlos sobrio —confieso.

—¿Y si nos quedaran veinte años? —pregunta, alzando también su vaso.

—En ese caso quiero recordar este momento. —Nuestros vasos desprenden un sonido agudo al chocar.

Lal estira el brazo para agarrar un trozo de queso y juraría que esboza una sonrisa cuando se lo lleva a la boca. Es noche cerrada y hemos elegido no encender las luces del coche para iluminarnos con la intención de ahorrar batería. Apenas distinguimos la figura del otro y solo podemos identificar nuestros gestos muy de cerca. Estar a oscuras no me ayuda, me pone más ansioso, aunque a la vez siento que estoy justo donde debería estar, aquí, con ella. Giro la cabeza para mirar a Lal, que da un trago de su vaso. Es una bomba a punto de estallar y yo me he acostumbrado a vivir en su radio de explosión.

—¿Qué es lo que más extrañas de tu vida pasada? —pregunto mientras me inclino hacia atrás para apoyarme sobre los codos.

—¿Otra vez con las preguntitas?

—No tienes por qué contestar.

Hace una pausa y mira el líquido oscuro y espumoso en el interior de su vaso.

—Viajar —responde con un hilo de voz—. Sin la presión del trabajo, quiero decir. Viajar sin un objetivo ni armas ni prisas.

Me imagino a una pequeña Lal visitando lugares nuevos y fascinantes de la mano de dos figuras que la quieren y se me ablanda el corazón.

—Me toca. —Se endereza—. Algo que no hayas dicho nunca en voz alta.

Me estoy enamorando de ti.

—”Mierda, qué bueno soy en todo lo que hago”.

—Muy gracioso —suspira—. No te hace falta decirlo para parecer un cretino, ¿sabes?

Le doy un largo trago al vino mientras el silencio se vuelve a instalar entre nosotros y me tomo un tiempo para pensar en mi siguiente pregunta.

—Algo que harías si todo acabara mañana.

Se gira hacia mí y, aunque estoy demasiado lejos para distinguir su expresión, sé lo que está pensando. 

—No me mires así —le ruego.

—Así, ¿cómo?

—Como si anoche no hubiera pasado nada.

Siento que mis palabras son un cuchillo afilado que han cortado un hilo tenso entre nosotros. Ahora ambos nos hemos liberado de lo que quiera que nos mantuviera unidos y tenemos más margen de maniobra, para bien o para mal.

—Tú y yo somos muy distintos, Colonnello —admite por toda respuesta.

Sí que lo somos, pero los dos tenemos algo en común.

Estamos hechos un lío.

Notes:

He vuelto!! Siento haber tardado tanto en subir el capítulo, pero recientemente he perdido a un ser querido y no tenía la cabeza para hacer nada más. Por el momento, nuestro querido Colonnello se está dando cuenta de que tal vez sienta algo por Lal que no se esperaba sentir, que no había sentido por nadie. ¿Hasta qué punto será un problema para la misión?

Chapter 14: Lal

Summary:

Lal intenta entender lo que pasó entre Colonnello y ella, pero la urgencia de la misión y la entrada en escena de una persona de su pasado ocupan la mayor parte de su mente.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Lal

 

“Algo que harías si todo acabara mañana”.

No le contesté. Para eso tendría que contestarme a mí misma primero y me da miedo la respuesta.

No veo ninguna necesidad de hablar de lo que pasó. Fue un calentón, fue un error, y aun así es algo común que puede pasar entre compañeros de trabajo antes de mandarlo todo al infierno. Llevamos varios días conviviendo y aquella noche estábamos asustados, enfadados y agotados, no hay otra explicación.

Y, sin embargo, cuando me preguntó por algo que haría si todo acabara mañana pensé en esa noche. Pensé en nosotros viviéndola una y otra vez, como dos animales insaciables. No hay razonamiento alguno que justifique cómo me estoy comportando. Colonnello está en mi cadena de mando y debería ser la última persona que protagonice mis fantasías. Y aquí estoy, pensando en anoche, bebiendo vino y comiendo queso, en lo guapo que estaba con ropa de calle y lo sencillo que había sido ese día comprando con él.

Las cámaras de seguridad de la calle del último pueblo que visitamos revelaron algo curioso. Cuando el hombre echó a correr y desapareció de mi campo de visión se deshizo en un montón de sombras. Si no estuviera acostumbrada a estos fenómenos (gracias, CEDEF), pensaría que es un efecto de la fuerte lluvia que arreciaba. Si era una ilusión de Mukuro, ¿por qué tenía corporeidad y fuerza propia? Podría habernos matado. ¿Era un hombre de verdad o era un truco? ¿Y por qué Mukuro no se nos acerca directamente? Necesito reportar toda la información a Iemitsu, pero antes queda un punto por aclarar: el monasterio de Santa Lucia.

Colonnello parece mantener su sentido del humor. Ha hecho una broma referente al queso que compró y su hombro parece mejorar con rapidez, aunque aún lleva los vendajes. Incluso ha puesto la radio. Running up that hill suena con su ritmo disco y él da golpecitos en el volante al son de la música. Veo cómo empieza a mover la cabeza conforme avanza la canción y al poco sus labios se empiezan a mover sin emitir sonido alguno, pronunciando las palabras que conforman la letra. Estoy completamente segura de que no se da cuenta de sus propios movimientos. La verdad es que es una canción muy pegadiza, yo misma la he escuchado muchas veces mientras entrenaba. Cuando empiezo a tararear la melodía Colonnello gira la cabeza lo suficiente como para poder mirarme, y yo la ladeo en su dirección lo suficiente como para verlo sonreír mientras empieza a cantar en voz alta. Para mi sorpresa, una vez más, resulta que canta bien. La voz le brota de los labios como el agua clara de una fuente y entona cada nota a la perfección.

El ritmo jazz de Cheek to cheek sustituye la canción anterior y automáticamente apago la radio. ¿Qué cruel broma es esta?

—¿Por qué haces eso? —Colonnello responde a mi gesto volviendo a encender la radio y la canción continúa sonando, la voz grave de Louis Armstrong inundando mis tímpanos—. Es una canción preciosa.

—Suficiente música por hoy. —Me cruzo de brazos.

—¿Qué pasa, te trae recuerdos? 

Aunque distingo el tono de burla en su voz, prefiero darme la vuelta hacia la ventanilla para que no vea cómo se me enciende la cara. Nunca voy a poder volver a escuchar esa canción sin pensar en la maldita noche en el bar. Ese día diluvió como ningún otro, casi me vuelan la cabeza de un disparo, dejamos escapar un objetivo y nuestra búsqueda no dio absolutamente ningún fruto, y a pesar de todo lo único que recuerdo con todos los sentidos es a Colonnello bailando conmigo al ritmo de Cheek to cheek.

Dejamos el coche a un kilómetro del monasterio y con gran pesar descubro que el cielo vuelve a estar cubierto de nubes mientras empieza a caer una lluvia fina y suave. Si no encontramos nada en este sitio, no sé dónde más vamos a seguir buscando. Es la única pista sólida que tenemos, y elijo aferrarme a ella como un clavo ardiendo.

Las puertas del edificio ceden con un empujón de mi mano y sueltan un crujido de madera antigua. Un olor a piedra húmeda, musgo e incienso dulzón atraviesa mis fosas nasales. El viento trae notas de lavanda del claustro viejo. Solo se escucha el rumor del agua corriendo en una fuente de piedra y el viento silbando a través de los pasillos. Parece desierto, como si no viviera nadie aquí. No se escuchan pasos, ni plegarias, ni cánticos. Es como si el edificio se hubiera abierto solo para nosotros.

Caminamos por los pasillos y el golpeteo de nuestras botas contra el suelo de piedra reverbera con un eco solemne e inquietante. Tiene que haber un scriptorium por algún sitio, pero ¿qué puerta es? Colonnello se detiene frente a una entrada a la que se accede desde el claustro central e inspecciona el interior con los ojos muy abiertos. Retrocedo y miro en su dirección, y me sorprende encontrar una capilla enorme con techos altos, columnas de piedra gris y arcos de medio punto coronados por una bóveda sixpartita. Tiene dos ventanas altas y estrechas por las que entra un débil halo de luz del exterior y un modesto retablo al fondo de la nave. Sobre el altar, cubierto por una tela blanca, solo hay dos candelabros con sendas velas encendidas. Junto con la luz que entra por la puerta y las ventanas, son las únicas fuentes de iluminación de la estancia. Es un prodigio arquitectónico, teniendo en cuenta las limitadas dimensiones del conjunto del monasterio.

Al entrar en la capilla huele a lirios y el aroma a incienso queda eclipsado por el olor de la lluvia que se intensifica fuera.

—¿Estamos solos? —pregunta Colonnello.

—Eso parece.

—Qué bien. Siempre he querido hacerlo en un monasterio del siglo…

—Trece —contesto, ignorando su comentario.

—Trece. —Echa a andar en dirección al altar caminando entre las filas de bancos destinados a la oración.

Tengo una sensación muy rara, pero no sé describirla. Se supone que deberíamos estar buscando en los archivos del monasterio, pero algo me dice que debo estar aquí.

—¿Hay alguien ahí? —Una voz reverbera al fondo de la estancia y de una puerta lateral junto al altar sale una figura de baja estatura ataviada con el hábito negro de las monjas benedictinas.

Cuando se acerca a nosotros, observo que sus pupilas son de un tono gris claro que se extiende hasta los límites de sus iris y tiene la piel arrugada de alguien que ha vivido más años de lo que se esperaría.

—Perdone, madre —se disculpa Colonnello—, creíamos que no había nadie.

Pero la monja no le presta atención. En su lugar mantiene los ojos perdidos en mí.

—¿En qué os puedo ayudar? —pregunta por fin.

—Estamos realizando un doctorado en historia de la zona —responde Colonnello con una seguridad pasmosa; parece que se ha aprendido de memoria lo que tiene que decir—. Me preguntaba si podríamos echar un vistazo a…

—No me mintáis —interrumpe la mujer, y da un paso hacia mí—. Tu alma te ha traído hasta aquí, ¿a que sí?

Trago saliva. No sé de qué va todo esto, pero se está volviendo raro de cojones. La lluvia mantiene un ritmo constante, pero su sonido me inunda los oídos como si estuviera lloviendo dentro de mi cabeza.

—Eres una muchacha fuerte —me dice la monja con convicción antes de cogerme las manos con fuerza, y entonces su expresión cambia y me mira como si estuviera teniendo una revelación—. Eres la lluvia…

—Perdón, ¿qué? —interviene Colonnello.

Ella se gira para mirarlo por primera vez desde que nos hemos conocido y estira un brazo en su dirección.

—La Llama de la lluvia. —Se me encienden todas las alertas. ¿Cómo que la Llama de la lluvia? ¿De qué coño está hablando? Agarra a Colonnello de un brazo y sus ojos se abren como platos cuando ahoga un grito—. No puede ser… Tú también.

—Disculpe, madre —Colonnello esboza una sonrisa incómoda—, verá, no estoy yo muy acostumbrado a la jerga religiosa y no entiendo a qué se refiere.

La monja nos suelta a los dos y da unos pasos hacia atrás con una expresión de absoluto desconcierto.

—Dos Llamas iguales… 

—¿Qué son las Llamas? —Doy un paso hacia delante, no puedo permitir que escape.

—Solo las personas con la suficiente fuerza espiritual pueden convertirse en Llamas —recita la monja con la vista fija en algún punto entre nosotros—, pero nunca ha habido dos fuerzas equiparables… Ella no dijo nada al respecto.

—¿Ella, quién? —pregunto, ansiosa. No me gusta jugar a las adivinanzas.

—Luce no predijo esto…

Por el rabillo del ojo veo como Colonnello gira la cabeza violentamente para mirarme. ¿Luce? ¿Qué tiene que ver Luce en todo esto? 

—¿Cómo podemos encontrar a Luce? —pregunta Colonnello.

—Nadie encuentra a Luce —contesta la monja—. Ella os encontrará a vosotros.

—Es suficiente —interrumpo, tratando de imprimirle a mi voz una mezcla de desconcierto e irritación, y giro sobre mis talones en dirección a la puerta.

Cuando atravieso el claustro, el olor de la lluvia lo impregna todo. Estoy tan alterada que siento como las gotas se evaporan en cuanto entran en contacto con mi piel.

—¡Lal! —Colonnello sale del monasterio pisándome los talones, pero yo no me detengo.

No entiendo nada. No solo no hemos encontrado nada sobre las Llamas, sino que esa mujer ha insinuado que yo tengo algo que ver con ellas. Y no solo yo, también Colonnello.

—¿Qué significa que tú tengas la Llama de la lluvia? —inquiere, totalmente confundido.

—Sé tanto como tú —respondo, y las gotas de lluvia me caen pesadamente sobre las pestañas.

Siento un terrible dolor que amenaza con hacer mi cabeza estallar de un momento a otro. No se me ocurre ningún vínculo que pueda conectar a Luce con un monasterio en mitad del campo modenés, aunque es cierto que esa mujer siempre ha sido un misterio para mí. Sea como sea, solo hay una persona que pueda tener una pista sobre ella.


Durante mis primeros años de instructora recibí la misión de proteger a un miembro de un gobierno extranjero que estaba en Italia por motivos extraoficiales. Reborn me acompañó y ambos nos aseguramos de que los datos de la misión no aparecieran en los registros del COMSUBIN. Esperábamos un tren en una estación secundaria al norte de Italia. Estaba desierta, con una única máquina de bebidas que no funcionaba y sin nadie paseando salvo el revisor. El tren llevaba más de una hora de retraso y Reborn y yo nos estábamos empezando a impacientar. Una mujer con ojos azules y el pelo oscuro cortado a la altura de la mandíbula se sentó a nuestro lado en el banco donde esperábamos.

—Tenéis el reloj adelantado —nos dijo, señalando con un gesto de la cabeza el reloj de pulsera de Reborn—. Si cogéis el siguiente tren, no llegaréis a vuestro destino.

Recuerdo que después de eso me miró a mí, que mantenía una ceja en alto y un estado de alerta constante, y me dijo: No me mires como si estuvieras esperando el siguiente golpe, a veces también hay treguas. A Reborn no pareció gustarle nada que una completa desconocida se dirigiera a nosotros de esa manera, pero a mí me dejó desarmada.

Cuando llegó el tren, Reborn y yo nos incorporamos para subir a él, pero la mujer agarró la mano de Reborn y con un gesto de negación con la cabeza y una mirada suplicante nos convenció para quedarnos donde estábamos. El tren pasó de largo y fue cuando vimos una cabeza asomarse por una de las ventanas. Un hombre nos miraba con furia y frustración y maldecía con una pistola en la mano mientras se alejaba de la estación.

Nunca entendí cómo aquella mujer supo que acabaríamos muertos si subíamos al tren, pero nos salvó la vida. Desprendía un aura mística y espiritual, y si creyera en Dios, podría asegurar que ese día se presentó ante nosotros en forma de mujer.

—Me llamo Luce. —Fue todo lo que dijo.

Desde entonces la he vuelto a ver solo dos veces más. La última, de hecho, no fue durante una misión ni en un punto crítico en el que nuestra vida corría peligro. Simplemente vino al COMSUBIN a visitarnos a Reborn y a mí. Por lo que sé, él la ha visto más veces. No sé en qué circunstancias, solo sé que llegó a pasar el tiempo suficiente con ella como para que su carácter cambiara ligeramente. Alguien que lo conociera menos no lo habría notado, pero yo sí. 

Luce era tan escurridiza como aparentaba. Ni siquiera Reborn pudo localizarla; siempre era ella quien lo encontraba a él, según me contaba. Estoy segura de que si hubiera estado en su mano, habría elegido verla todos los días de su vida, aunque él nunca lo admitirá.

—¿Lal? —Reborn contesta al teléfono después de tres tonos.

—Reborn, tengo que preguntarte algo. —Entre nosotros siempre ha existido una cierta prisa por la vida. Agradezco esta carencia de preámbulos y artificios innecesarios para entablar una conversación—. ¿Dónde viste a Luce por última vez?

Guarda silencio y juraría que puedo oír los latidos de su corazón al otro lado de la línea.

—¿Por qué lo preguntas?

—Necesito dar con ella.

—Sabes que no la puedes encontrar, Lal —me recuerda.

—Tiene que haber una manera. ¿Dónde la viste por última vez?

—En Taormina, no sé si seguirá allí.

—Gracias. —Es posible que estemos persiguiendo a una sombra, pero es la única pista que tenemos.

—Oye, Lal… ¿Dónde está Colonnello? —Reborn no pertenece a la CEDEF ni sabe que yo trabajo con ellos, pero sí sabe que participo en misiones secretas ajenas al COMSUBIN y es bastante para él. Aunque claro, no hay ninguna excusa para la desaparición de un cadete recién llegado. Espera unos segundos sospechando de mi silencio antes de insistir:— ¿Lal…?

—Lo necesitaba —contesto tajante, y escucho a Reborn maldecir en italiano al otro lado del teléfono.

—¿Estás loca? ¿Se puede saber dónde lo estás metiendo? —Su voz suena dura y fría como la piedra.

Me doy cuenta de que Colonnello está mirando en mi dirección y solo espero que no esté escuchando ambas partes de la conversación. Me doy la vuelta para que no me lea los labios y reduzco el tono de mi voz.

—Confía en mí, no le pasará nada. Sabe defenderse solo.

Escucho otro silencio y sé que significa que Reborn está convencido. Yo seré dura y Colonnello impulsivo, pero Reborn es las dos cosas. Si no estuviera conforme con mi decisión, seguiría insultándome y hasta rastrearía la señal para dar conmigo y reprimirme en persona.

—Tráelo de una pieza. —Es todo lo que dice antes de colgar.

—¿Y bien…? —Colonnello está delante de mí con los brazos cruzados cuando me giro para mirarle.

—Parece que tenemos que ir a Sicilia.

Notes:

Cómo nos gusta cuando aparecen personajes del canon, ¿verdad? Esperemos que Lal pueda mantener su promesa a Reborn y devolver a Colonnello al COMSUBIN de una pieza.

Chapter 15: Colonnello

Summary:

Colonnello y Lal atraviesan toda la península itálica hasta Taormina, en busca de Luce, una mujer que no se deja encontrar tan fácilmente. A pesar de ello, es la única que puede darles respuestas acerca de su investigación.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Colonnello

 

El viaje de Módena a Taormina dura quince horas y comprende atravesar en coche toda la espina dorsal de Italia y luego cruzar en ferry desde la península hasta Sicilia. Ir en tren o en avión no es una opción si queremos evitar las explicaciones sobre por qué vamos armados hasta los dientes. Nos turnamos para conducir y así repartir el agotamiento. Mis turnos favoritos son en los que conduce ella porque así puedo mirarla a través del retrovisor sin que se dé cuenta. Las pocas veces que me ha pillado observándola he visto cómo fruncía el ceño ligeramente, pero el rubor que le subía por las mejillas decía otra cosa.

Si no estuviéramos en una misión, si no tuviera que preocuparme por acertar mi próximo tiro ni estar siempre alerta ni romperme la cabeza intentando entender qué es eso de las Llamas, el viaje en coche sería diferente. Le preguntaría a Lal sobre su vida pasada, querría saber qué tipo de libros lee y qué cosas le hacen llorar (aunque, francamente, no creo que sean muchas) y le pediría que me dijera una frase en cada idioma que conoce. Por ahora me basta con saber que este coche es suyo, que tuvo una infancia un tanto nómada y cómo suenan sus gemidos.

Me recorre un escalofrío al pensar en eso.

Después de siete horas de viaje, interrumpidas solo por una parada para repostar, una chocolatina y un chiste malo por mi parte, decidimos pasar la noche en Nápoles. Las calles de la ciudad palpitan con un caos y decadencia que aportan tragedia a la belleza. La ropa tendida en largas cuerdas entre edificio y edificio, la pintura desconchada de las fachadas y los puestos ambulantes que nos flanquean sin ningún orden ni decoro me recuerdan a algunas zonas de Palermo. Siempre me gustó ir a Palermo, a pesar del terrible aspecto con el que me recibía: el humo denso de los restaurantes, el aspecto envejecido de los edificios, los cables descolgados por todas partes y la amenaza latente en cada esquina. A pesar de la vida tranquila que llevaba (o creía que llevaba), me atraía el peligro y soñaba con explorarlo, pero cuando era un niño no pensaba que lo terminaría transitando de esta forma.

Encontramos una pensión de aspecto y reputación dudosos, pero la habitación es decente y tiene un pequeño balcón que da a una de las calles principales. Dos camas separadas, como Lal se ha asegurado de exigir.

Decidimos pasear por Nápoles con dos porciones de pizza para cenar. La ciudad bulle de gente y ruido y está iluminada por el amarillo de las farolas y el azul de las discotecas. Me divierte la idea de pensar que si le ofreciera a Lal ir a un bar le daría un patatús, teniendo en cuenta lo que pasó en el último. Es curioso cómo, por fría y cerrada que sea, he aprendido a leer sus gestos y sus miradas y poco a poco ha ido despertando en mí la esperanza de que ella se sienta tan confusa y agitada como yo. Si esta mujer fuera más accesible, estoy seguro de que ya se habría rendido a mis encantos, pero es precisamente su carácter duro e imperturbable lo que me gusta de ella. Sé que su sentido del honor, del orgullo y de la responsabilidad nunca le permitirán confesarme sus sentimientos, y es por eso por lo que a veces me gustaría haberla conocido en otro contexto.

—Me gustaría llevarte a un sitio —comenta Lal después de darle un bocado a su trozo de pizza.

Paseamos con un ritmo suave y despreocupado hasta torcer una esquina que desemboca en una calle repleta de puestos y tiendas que venden figuras de belenes. Dejamos atrás el olor a orégano y piedra mojada y el sonido de las motos y de vajilla entrechocando, y lo sustituimos por el murmullo leve de los paseantes y el tintineo de los adornos. Las figuras se amontonan sobre las mesas exteriores y los escaparates y se alzan como pequeños guardianes por las fachadas de los comercios hasta donde comienzan los toldos, recogidos ya a esta ahora. Las velas y los faroles que se reflejan en la porcelana y la madera barnizada iluminan los portales con un chorro de luz dorada que recuerda al interior de una iglesia, y siento que casi puedo atraparla entre los dedos. Nunca había visto una definición tan precisa de horror vacui

—¿Cómo sabías que esto estaba aquí? —pregunto sin poder apartar la vista de los cientos y cientos de figuras distintas que nos rodean por todos los rincones.

—He venido varias veces, Reborn nació aquí. —No sé por qué pero no me sorprende en absoluto, teniendo en cuenta su temperamento—. Ya te dije que no soy creyente ni disfruto especialmente de las tradiciones cristianas, pero nunca me canso de venir aquí.

—No le pega nada a tu carácter reservado y comedido.

—Ya lo sé —hace una pausa—. Creo que por eso me gusta.


De vuelta en el hotel, ya pasada la medianoche, me dirijo al balcón después de salir de la ducha para tomar el aire antes de dormir. Lal está apoyada sobre la barandilla observando el bullicio de la calle con el paquete de tabaco de Giulia en una mano y no sé si está a punto de fumar o acaba de terminar de hacerlo.

—Esta ciudad nunca duerme —opina cuando me apoyo en el balcón a su lado.

—Como nosotros —respondo pensativo.

—A nosotros más nos vale dormir si no queremos matarnos con el coche mañana.

—No creo que tú duermas realmente. Seguro que guardas una pistola debajo de la almohada.

Acabo de darme cuenta de que es la primera noche que dormimos tan cerca desde que nos acostamos. Hay una mesilla de noche que separa las dos camas, pero hasta ahora siempre hemos dormido en habitaciones separadas, y no sé si los nervios por estar tan cerca de ella me dejarán pegar ojo.

Los movimientos de la calle resultan hipnóticos. Las cabezas de la gente se mueven como pequeños puntos de colores bajo las hileras de banderines, restos de alguna fiesta menor. Aunque nos llega el ruido de los bares de abajo, el silencio entre Lal y yo es denso, pero no incómodo. Podría agarrarlo con ambas manos y deshacerme de él, pero de alguna forma siempre encuentra su camino de vuelta, especialmente cuando siento que ambos estamos pensando lo mismo.

Mi mano se mueve unos pocos centímetros para llegar a la suya y estiro un dedo para acariciale la piel del dorso. Ella, con un movimiento vacilante y más superficial, imita mi gesto sin mirarme. Como si eso no fuera con ella, como si su mano se moviera sola independientemente de su voluntad. Tal vez, si mirara, incluso se sorprendería de sí misma.

Como he dicho, decido agarrar el silencio con las manos y tirarlo a la calle; ya no cabe entre nosotros.

—¿Qué hacemos, Lal?

—Ir a Calabria en coche —contesta ella, apartando su mano de la mía—, luego tomar el ferry hasta Mesina y…

—No —interrumpo, girándome para colocar todo mi cuerpo mirando en su dirección—, quiero decir que qué hacemos con esto. —Nos señalo a ella y a mí con un dedo alternadamente.

Lal levanta la mirada y, aunque tiene los labios fruncidos, encuentro un brillo ansioso en sus ojos y todo su cuerpo se tensa, no sé si por la contradicción que aflora en su interior o por un estado de alerta del que es incapaz de desprenderse.

Siento que lo que estoy a punto de hacer me va a hacer estallar de puro nervio y estoy completamente seguro de que voy a morir aquí mismo, pero coloco mi mano en un lado de su cara, justo debajo de la oreja, y me acerco lentamente para besarla. El corazón me late tan fuerte que temo que ella lo escuche y descubra lo desarmado que estoy, pero en lugar de eso, apoya una mano en mi antebrazo y el contacto es ligero y delicado, como si apretar más pudiera hacer que me rompiera. Me devuelve el beso tímidamente con movimientos lentos y pacientes, y cuando me aparto de ella le acaricio el labio inferior con el pulgar y me pierdo en sus ojos.

El mundo se podría acabar mañana y yo sentiría que he hecho todo lo que tenía que hacer en esta existencia.

Lal me mira de vuelta y siento en su expresión y en su silencio cómo se debate entre volver a besarme o terminar el día siendo solo mi capitana. Finalmente, me aprieta el brazo en el que tiene su mano, cosa que yo interpreto como el deseo contenido de quedarse conmigo, pero me da la espalda para entrar en la habitación y meterse en la cama.


El horizonte siciliano que empezamos a divisar desde el ferry me recuerda a casa. Aún estamos muy lejos de Palazzo Adriano, pero ya puedo sentir el olor tostado de la polenta de mi madre y el sonido de las canciones de mi padre. El sol de julio que calienta la cubierta del barco y el interior de los coches no deja indiferente a nadie, y todas las personas que viajamos a bordo esperamos el final del trayecto fuera de nuestros vehículos y mirando el mar. Para Lal y para mí es algo natural, casi obvio. Ambos hemos crecido en paisajes costeros y el agua ha jugado un papel importante en nuestras vidas, por no hablar de que hemos terminado alistándonos a la marina.

El ferry anuncia su llegada a puerto con una bocina grave y penetrante y los pasajeros vuelven a sus coches como hormigas regresando al hormiguero. Me da por pensar en la persona que tenga que operar estas máquinas, navegando el canal de Mesina en un sentido y en el otro todo el día, y de repente mi trabajo me parece el más estimulante del mundo.

De camino a Taormina conduzco yo. Aunque no haya visitado la mayoría de la península, me sé de memoria esta isla y sé de primera mano lo bonito que es el trayecto bordeando la costa del mar Jónico en dirección Catania. Abro la ventanilla para dejar entrar la brisa marina y el olor a salitre y estiro el brazo para sentir el viento contra la palma de mi mano. Estoy en casa.

—Colonnello. —Lal me saca de mis pensamientos pronunciando mi nombre con un tono titubeante, pero sin mirarme. Giro la cabeza hacia ella y veo cómo abre la boca despacio y la vuelve a cerrar antes de tragar saliva y añadir:— Nada, déjalo. —Su puño se cierra con fuerza hasta que sus nudillos se ponen blancos, y yo opto por no insistir. Lal es como un animal salvaje, si me acerco demasiado en el momento inoportuno, terminará huyendo y tardaré mucho en volver a encontrarla.

Cuando se compara Taormina con Palermo nunca se llega a una conclusión sobre cuál de las dos es más peligrosa. Sin embargo, tengo la convicción de que, al contrario que a muchos sicilianos, a Lal nunca le ha parecido que el peligro sea el rasgo más distintivo de ninguna de las ciudades. Estar en la isla la relaja tanto como a mí, lo sé porque sus hombros parecen menos tensos y sus movimientos son ligeramente más lentos, un detalle imperceptible para aquel que no la mire tanto como la miro yo.

Atravesamos el pasadizo bajo la torre del campanario, pasando por delante de un fresco de una virgen desgastado en la pared de piedra, y salimos hacia la plaza Nueve de abril. Cuando era pequeño me gustaba pensar que el suelo, con sus baldosas en blanco y negro, era un tablero de ajedrez gigante, y mi hermano y yo nos divertíamos jugando partidas el uno contra el otro, usándonos a nosotros mismos como piezas.

—¿Y quién ganaba? —pregunta Lal, atenta a mí.

Mierda, ¿he dicho eso en voz alta?

—¿Tú qué crees?

—No tienes pinta de ser bueno en el ajedrez.

—Seguro que soy mejor que tú —susurro mientras me inclino hasta su altura para imprimir un tono desafiante en mis palabras.

—Seguro que te daría jaque mate en dos movimientos. —¿Es una apuesta lo que siento en su voz?

Ahora que caminamos por aquí y contemplo la inmensidad de la plaza, me vuelvo consciente de la todavía más abrumadora vastedad de Taormina. No sé cómo vamos a encontrar a Luce, suponiendo, claro está, que esté aquí.

—¿No sientes que vamos a tientas todo el tiempo? —Meto las manos en mis bolsillos mientras dejo escapar un suspiro.

—¿Lo dices por Luce?

—Lo digo por todo. Por los libros, por las Llamas… Ni siquiera sabemos aún quién nos está persiguiendo ni por qué.

Una vendedora de flores pasa junto a nosotros y a su paso desprende un olor a buganvilla y a lavanda que parece activar algo en Lal. Me mira con urgencia e inmediatamente sé que tiene claro adónde tenemos que ir.

La Villa Comunale es un jardín del que estoy seguro que ha servido de inspiración para poetas y artistas de todas partes del mundo. Está repleto de las mismas flores que ha olido Lal de la vendedora ambulante, además de palmeras, cipreses y otras especies mediterráneas. En contraste con lo salvaje de la vegetación hay belvederes victorianos construidos en piedra y algunas fuentes con esculturas griegas. Me encantaría tener tiempo para pasear por aquí y recrearme en cada sonido y cada aroma, pero Lal camina deprisa y yo no puedo hacer más que seguirla. Recorremos un largo tramo en el que una balaustrada blanca nos separa del mar a un lado y las sombras de los árboles cubren parcialmente el camino. Al fondo, en la esquina y de cara al horizonte, hay una mujer con un vestido blanco largo meciéndose al viento. Antes de que podamos recorrer las pocas decenas de metros que nos separan de ella, se gira en nuestra dirección, y en la distancia creo distinguir una sonrisa sincera cruzando su rostro.

—Esa es Luce —señala Lal.

Notes:

He de confesar que me divirtió mucho escribir la escena del balcón en Nápoles. Puse todo mi cariño en ese beso (seguro que Colonnello también). En general, estos capítulos en los que recorren Italia y están llenos de descripciones sensoriales son los que más me gusta escribir. Espero que vosotros los disfrutéis tanto como yo.

Chapter 16: Lal

Summary:

Luce ofrece información valiosa sobre las Llamas y les advierte sobre un enemigo que deben vigilar.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Lal

 

—Qué bien que nos volvamos a ver —saluda Luce con su característica calidez, y de repente siento que el aire se vuelve más ligero.

—Hola, Luce —le devuelvo el saludo con un gesto de la cabeza y me giro hacia Colonnello—. Él es Colonnello, trabaja conmigo.

Colonnello la saluda con el brillo en los ojos de quien se encuentra ante una deidad. La verdad es que Luce parece incorpórea.

—¿Cómo está Reborn? —pregunta ella.

—Tan irritable como siempre —contesto, y noto como mi presión sanguínea empieza a bajar. Estar cerca de Luce siempre me ha dado calma—. Estoy segura de que le habría encantado estar aquí para verte.

—Yo también —añade Luce, y sus ojos se llenan de nostalgia.

—Luce, nos gustaría preguntarte algo —Colonnello carraspea.

—Oh, ¿sí? ¿El qué?

Voy a seguirle el juego porque me cae bien y porque la necesitamos, pero tengo la certeza absoluta de que sabe perfectamente por qué estamos aquí.

—Tenemos entendido que los anillos Vongola forman parte de un sistema de protección del equilibrio mundial, junto con los anillos Mare y algo llamado Pacificadores. —Enderezo la espalda sin darme cuenta mientras empiezo mi explicación, meterme en el papel de capitana es algo que se refleja en todo mi cuerpo—. Hemos interceptado información que identifica a esos Pacificadores como protectores de unas Llamas.

—Llevamos varios días buscando libros por la zona de Módena porque esa información indicaba que podrían existir diarios o cualquier otro soporte de documentación por allí. —Me sorprende la eficiencia de la intervención de Colonnello y decido dejar que él continúe—. Las pistas nos llevaron hasta un monasterio en el que una monja nos dio una información un tanto críptica.

Luce nos observa con atención y yo hago una pausa para darle la oportunidad de terminar el relato por nosotros. No me apetece insinuar que tengo algo que ver con asuntos espirituales en los que no creo.

—Nos dijo que Colonnello y yo teníamos la Llama de la lluvia, que nunca había visto a dos personas con la misma Llama y que tú no la informaste de eso.

Por un momento el silencio se instala entre nosotros tres y la brisa que trae el mar se cuela entre nuestros cuerpos como un cuarto invitado. Juraría ver cómo los ojos de Luce se vuelven dorados durante un breve instante.

—Vosotros no tenéis la Llama de la lluvia, —añade por fin, y durante unos segundos mis hombros se relajan antes de que añada:— vosotros sois la Llama de la lluvia.

Genial. Más información en clave. 

—Pero ¿qué son las Llamas? —pregunta Colonnello con más curiosidad que apremio.

—Debéis guardar muy bien esta información —advierte ella—, ¿alguien os ha estado siguiendo?

Colonnello y yo negamos a la vez y Luce esboza una sonrisa.

—No nos han seguido hasta aquí —aclaro—, pero llevamos unos días un poco… moviditos. Colonnello recibió un tiro en el hombro y yo casi recibo otro en la cabeza.

Creo que Colonnello se ha estremecido a mi lado, pero no puedo perder tiempo en girarme y comprobarlo.

—Las Llamas —explica Luce con un tono de voz calmado— no son más que manifestaciones de la voluntad, el alma y la determinación de una persona, y solo arde dentro de los espíritus más fuertes de cada generación. Las Llama de la lluvia nace del deber y de la serenidad. —Detiene su explicación para mirarnos, primero a Colonnello y luego a mí, y asegurarse de que la estamos siguiendo—. La Llama de la lluvia ralentiza, retiene, busca el equilibrio. Y eso es exactamente lo que sois.

—¿Somos equilibrio? —inquiere Colonnello.

—Correcto.

—¿Y por qué ahora? —pregunto yo—. ¿Por qué no la habíamos sentido antes?

—Porque os habéis encontrado —concluye Luce con solemnidad—. Por eso precisamente esta generación tiene dos Llamas: os equilibráis el uno al otro. Vuestras Llamas solo pueden existir porque existe la del otro.

Esto tiene que ser una puta broma.

Cuando giro la cabeza hacia Colonnello lo encuentro mirándome con tanta confusión como siento yo. ¿Nos está sugiriendo Luce que estábamos destinados a encontrarnos y condenados a compartir existencia porque un rollo espiritual así lo ha decidido?

—¿Y qué pasa si no quiero esto? —pregunto, alzando la barbilla.

Luce suelta una risita encantadora.

—Oh, Lal. No se trata de lo que tú quieres. Se trata de que la fuerza de tu alma se ha manifestado de esta forma, y no hay nada que pueda cambiar eso.

Estoy empezando a hartarme. Hemos viajado hasta aquí solo para vernos envueltos en un misticismo que no hemos pedido, y me enfada ver que parezco la única afectada. Colonnello ha aceptado la información como quien escucha el parte meteorológico.

—¿Qué tenemos que hacer ahora? —Su voz suena tranquila pero firme. ¿Se estará divirtiendo con esto?

—Eso tendréis que descubrirlo vosotros —responde Luce—. Las Llamas refuerzan vuestras habilidades personales y en combate, pero debéis tener cuidado con aquellos que también persiguen las Llamas.

—¿Hay más?

—Hay muchas más, pero solo hay siete guardianes. Algunos tienen Llamas que no han despertado todavía. Otros tienen la fuerza suficiente como para ser portadores de una, pero no el control. —Luce entrecierra los ojos y nos mira fijamente—. Me parece que estáis familiarizados con uno de ellos.

Mierda, Mukuro. Si él es capaz de acceder al poder, sea cual sea, de las Llamas, estamos muertos.

—Luce, ¿puedo hacerte una pregunta? —intervengo.

—Por supuesto.

—¿Tú sabes quiénes han empezado a manifestar sus Llamas?

Me ofrece su mejor sonrisa y se lleva una mano al corazón.

—Yo.

El silencio que nos sobreviene a continuación es tan tenso que podría rasgarse en cualquier momento. Qué tonta he sido. Si existe algún poder espiritual, claramente es parte de Luce.

—¿Tú eres una Llama? —Creo que Colonnello está a punto de desmayarse con tanta información.

—Bueno, lo mío es un poco… complicado, pero sí.

—¿Y Mukuro? —pregunto por fin, atrayendo la mirada de Colonnello.

—Mukuro no es una amenaza —nos tranquiliza—. Su voluntad es inestable y su espíritu ambicioso, pero su fuerza no tiene precedentes. Si consiguiera manifestar su Llama…

—Si consiguiera manifestar su Llama, ¿qué?

—No lo sé. No puedo prever nada bueno.

Ya es suficiente. Necesito salir de aquí.

Notes:

Me ha costado mucho escribir este capítulo porque no quería convertir a Luce en el recurso fácil de "la guía espiritual omnisciente", y dosificar la información ha sido complicado. No es uno de mis favoritos, pero por lo menos nuestros chicos ya tienen las pistas que buscaban.