Chapter 1: Doctor Roronoa Zoro
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Lo único que inundaba la habitación era el tic tac del reloj, y el cambio de páginas de una revista que había visto mejores días.
Un hombre estaba sentado en una camilla con las manos entrelazadas, pensativo como esperando algo, mientras el peliverde continuaba con su revista como si nada.
—Uhm, disculpe... ¿Esto es algún tipo de examen o...?
Zoro alzó la mirada, su único ojo bueno se posicionó sobre el sujeto.
—En realidad estoy esperando que sean las cuatro.
—¿Eh? ¿Pero no me va a atender?
Zoro bajó la revista y la dejó sobre el carrito de implementos médicos.
—Oh, eso... —dijo pensativo. El sonido de su celular lo hizo desviarse un momento del tema principal.
—Es un examen, quédate aquí sin pestañear mirando hacia allí...
—¿Bueno...? ¿Pero esto qué tiene que ver con mi dolor de cabeza?
—Tú solo hazlo. Volveré en un rato.
Dicho esto, tomó su chaqueta y salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí. La enfermera lo miró fijamente.
Zoro se acercó, firmó una nómina y le dijo: —Dile al paciente que se vaya en media hora...
—¿Qué?
—¿Eres sorda?
—No.
—Entonces no preguntes dos veces. Luego de eso se marchó rápidamente.
Mientras Zoro trataba de poner la mayor distancia posible entre él y la clínica gratuita —y también evitar pasar por la oficina del decano para que no le gritaran por atender (medio atender) a un solo paciente en toda la tarde—, se escabulló entre el mesón principal del hospital universitario Grand Line y el ascensor, agachándose lo justo para quedar fuera del campo de visión de los internos que ya empezaban a murmurar al verlo hacer 'esa' maniobra de nuevo.
Aunque más de uno sentía el deseo oscuro de delatarlo, ninguno quería meterse en el drama entre él y Sanji.
Y cuando Zoro casi lo conseguía...
—¡Zoro! —gritó alguien con alegría desde el otro lado del pasillo.
Un pelinegro vestido con uniforme de enfermería color verde sonreía alegremente, como si no estuviera delatando a su mejor amigo.
—¡Creí que aún estabas en la clínica! —dijo alegre y pensativo a la vez—. ¿Ya terminaste tu turno? ¿Te vas a casa?
Zoro lo quería matar.
Sentía, sin necesidad de mirar atrás, la sombra oscura y quejona del rubio acercarse como un castigo divino.
Sanji tenía un radar para cada una de sus huidas.
Zoro agarró a Luffy como pudo por el cuello del uniforme y lo empujó detrás de un pilar, aún tratando inútilmente de esconderse.
—¡Zo...!
—¡Shhh! No grites, baja la voz —le ordenó Zoro, mirando de reojo hacia la oficina de administración.
Aún nada. Quizás, solo quizás, el rubio no se había dado cuenta.
—¿De quién nos escondemos? —preguntó Luffy con inocencia, como si no supiera que esto —toda esta situación— era parte de la rutina diaria.
—¿De quién crees? —gruñó—. Si me ves escondiéndome, mínimo finge no verme...
Luffy rió y miró también hacia la oficina.
Tal vez Sanji no estaba. Estaba tardando demasiado en salir. Generalmente no pasaban más de diez minutos antes de que empezaran los regaños y la huida por el ascensor. Pero esta vez… nada. No Sanji.
—Qué raro —pensó Zoro en voz alta.
—Quizás está en una reunión. Hoy había junta médica —dijo Luffy.
—¿En serio? —Zoro lo miró con desconfianza.
—Creo.
No sabía si confiar. Rara vez había juntas médicas a esa hora; solían ser a primera hora de la mañana.
Pasaron dos o tres minutos antes de que Zoro decidiera soltar a Luffy por completo y salir de su escondite.
Un grupo de internos los miraban mientras cuchicheaban; los murmullos se hacían notar, y también las miradas silenciosas del resto del personal médico.
Zoro suspiró. Sanji definitivamente había desaparecido.
Y eso era... ¿un alivio?
—¿Nos vemos en la cafetería para almorzar? —preguntó Luffy.
—Claro, tú lleva las cervezas —respondió el peliverde, acercándose al ascensor con demasiada confianza.
Demasiada.
Los doctores miraban.
Los auxiliares miraban.
Como si todos supieran algo que él no.
Pero Zoro no solía prestarle mucha atención a la gente. Siempre andaba más en su mundo que en el real.
Presionó el botón del ascensor.
No se fijó —de verdad— que el número estaba detenido en el primer piso desde hacía rato.
Entonces, las puertas se abrieron.
Y un rubio impecable, con bata médica y los brazos cruzados, estaba allí.
No estaba feliz.
Antes de que el peliverde pudiera siquiera retroceder, fue empujado hacia el interior del ascensor, y las puertas se cerraron como si tuvieran algo en su contra.
Se dio contra el otro extremo con el hombro y miró a Sanji como si fuera su peor enemigo.
—¿Pero qué mierda? ¿Cuánto rato llevas aquí? —dijo Zoro, mirándolo con cierta incredulidad.
—El suficiente —respondió el rubio. Sacó su celular y, de inmediato, le mostró la pantalla—. ¿Qué significa esto?
Zoro suspiró.
—Ya no se puede confiar ni en la confidencialidad médico-enfermeras.
—Eso no existe —replicó Sanji, seco.
Zoro desvió la mirada.
—Dejaste a un paciente solo en el box de atención y una sala de espera llena.
—Sí, bueno... la gente se enferma y yo también...
Zoro se cruzó de brazos como si estuviera ofendido.
—Tú estás sano.
—Eso no lo sabes.
—Bueno, si estás tan enfermo, te doy la baja por inutilidad.
—¡Oi! ¡Tampoco es para tanto!
—¡Entonces haz tus malditas horas de clínica! —gruñó Sanji.
—¡Ya las hice!
—¡Ignorando pacientes enfermos!
—La mayoría va por resfriados, no puedo hacer nada contra eso…
—Da igual, la gente va para que la atiendan, así que deja de joder y ponte a trabajar.
—¡Ya acabé, tengo horas de diagnóstico ahora!
—¡Me vas a pagar cada hora de clínica que no hiciste!
—¡Ah! Claro que no, yo estuve allí.
Sanji se llevó los dedos al puente de la nariz, como si aquello le doliera más que una migraña.
—Sí lo harás. No saldrás de este hospital hasta que hagas todas tus horas de clínica.
Zoro sentía que se le hinchaba una vena justo cuando la puerta del ascensor se abrió en el piso cuatro.
De pronto, decidió que era mejor no decir nada, o Sanji terminaría dándole más horas todavía.
Zoro salió del ascensor como si eso fuera a salvarlo de algo, pero Sanji salió tras él.
—¡Aún no termino contigo! —exclamó.
Zoro se dio la vuelta.
—No puedes terminar lo que no ha empezado.
Sanji se quedó callado. Ya no sabía si estaban hablando de lo mismo.
—¿Nada que decir? Supongo que gané... otra vez —agregó Zoro, como si esto se tratara de eso: de dejar callado a Sanji.
El rubio se acercó y le extendió una carpeta, que chocó justo contra su pecho.
—Paciente de 30 años. Se desmayó mientras arreglaba el techo de su casa y se fracturó la muñeca.
—Ponle un yeso y mándalo a casa.
—Luego se le inflamó la cara y le saltó un ojo para afuera.
Zoro se quedó callado, agarró la carpeta y se fue.
Cuando Zoro entró en la oficina compartida, vio a Law tomándose su posible quinta taza de café porque ese hombre dormía menos que un interno en rotación. La oficina olía a desinfectante, café viejo y tenía una planta medio muerta junto al pizarrón lleno de nombres y signos de interrogación. Carpetas médicas apiladas por todos lados. Zoro no le dio mucha importancia.
—¿Y los demás? —preguntó dejándose caer en el sofá con un suspiro largo.
—Buenas tardes, yo también estoy bien, Zoro. Robin está en el laboratorio y Chopper viendo bebés en neonatología.
Zoro asintió, sacó un frasquito del bolsillo y lo agitó. Cayeron varias pastillas en su palma, se tragó tres sin agua como si fueran dulces amargos.
Law lo observó sin decir nada, sorbiendo su café como si fuera lo único que lo mantenía vivo.
—¿Qué? —gruñó Zoro.
—Nada —respondió Law, pero en su mente pensó: “Ojalá no te desmayes”. Le tomó una foto al frasco con su celular y se la mandó a Robin con un emoji de calavera.
Zoro cerró los ojos un momento, dejándose llevar por el silencio… pero entonces los abrió apenas.
—¿Tienes algún caso raro hoy? —preguntó como si no tuviera idea del hombre con el ojo desorbitado al que Sanji casi le partió la nariz con una carpeta.
Law levantó una ceja. El silencio volvió, incómodo, largo. Luego dio otro sorbo.
—No —mintió.
Robin llegó primera y se sentó tranquilamente en su silla habitual mientras acomodaba su laptop con elegancia calculada. Ni una palabra de más, solo tecleo suave y olor a café con lavanda.
A los minutos llegó Chopper casi corriendo, con cara de que se le había hecho tarde para el apocalipsis.
—¡Perdón! ¡Es que había muchos bebés! —se disculpó el joven médico mientras se dejaba caer sobre la mesa con un quejido que mezclaba culpa y cansancio.
Zoro se levantó sin mucho drama, agarró una carpeta que había dejado sobre su silla, y la dejó caer con un golpe seco.
—Ya empezamos —dijo Robin sin levantar la vista, escribiendo algo más en su computadora.
Un mensaje para Law: "No nos va a soltar en una semana ☠️".
—Paren con el sexting y pongan atención acá —gruñó Zoro cruzándose de brazos.
Law y Robin lo miraron sin inmutarse. Era martes. Ese nivel de pasivo-agresividad era parte del aire que respiraban.
—Varón de 30 años. Se cae de su techo por no usar arnés y se rompe la muñeca —explicó Zoro, con ese tono que indicaba que, según él, merecía un premio Darwin.
—¿Diagnóstico diferencial para muñeca rota? —preguntó Chopper, confundido, revisando mentalmente si eso se lo habían enseñado o si Zoro solo estaba siendo idiota.
—Luego de la caída se le hinchó la cara y se le saltó un ojo de la cuenca —remató Zoro, como si fuera lo más normal del mundo.
Silencio.
Ese tipo de silencio que precede al:
—¿Qué? —dijeron Robin, Law y Chopper al unísono.
Zoro sonrió, satisfecho, como si acabara de lanzar una bomba y quisiera ver cómo lidiaban con los restos.
—¿Estaba usando protección para el sol? —preguntó Law.
—¿Antecedentes de enfermedades anteriores? —preguntó Robin.
—¿Infecciones o alergias a tierra, pasto o asfalto? —agregó Chopper.
Zoro se encogió de hombros mientras jugueteaba con un plumón de pizarra.
—No sé, lean el expediente…
—¿Nos lanzas la bomba y no tienes idea? —dijo Robin.
—¿Para eso están aquí o no?
—Dios, qué ganas de asesinarte —murmuró Law mientras agarraba la carpeta para sacar las copias del historial médico.
Zoro miró a Law y contestó:
—Eso dijo el rubio y aún estoy aquí.
Law quería romper el historial, pero no podía.
Chopper frunció el ceño y comentó:
—Aquí hay muy poca información... y un post-it.
Robin lo tomó y lo leyó en voz alta:
—"Si no haces tu trabajo, te suspendo una semana de tu sueldo, maldito idiota."
—Eso lo escribió Sanji-ya —comentó Law—. Puedo oler las lágrimas de sangre y la frustración en él.
Zoro lo tomó de sus manos y lo guardó en el bolsillo trasero de su pantalón.
—¿Lo guardas? —preguntó Chopper, confundido.
—Me trago sus lágrimas para dormir por la noche…
—Idiota —dijeron todos a la vez.
Robin frunció el ceño mientras leía el historial de una sola hoja.
—De verdad es poca información.
—¿Qué dice? —preguntó Zoro, mientras ponía y sacaba la tapa del plumón.
—Uhm... Se llama Simon, tiene treinta años. Su última atención médica fue... ¿hace dos años? Por un esguince en el mismo brazo, jugando tenis. Sin enfermedades crónicas, sin visitas a urgencias médicas.
Es carpintero.
No fuma, no bebe y no tiene hijos...
Oh, y es alfa.
Zoro anotó simplemente "es idiota" en el pizarrón.
—Tenemos tanta información que me dan ganas de darle un abrazo y un paracetamol —comentó Law con sarcasmo.
Zoro anotó "Law quiere hacerle cositas".
—¿En serio?
Zoro escribió: "en serio."
—¿Podemos ponernos serios aquí? No tenemos casi nada de información —se quejó Chopper.
Zoro suspiró.
—Bueno, ya que este paciente es tan responsable con su salud, empecemos por lo básico... El tipo…
—Simon —dijo Chopper.
—Salomón —dijo Zoro—, estaba en su techo cuando "algo" le pasó y se desmayó. ¿Por qué pudo desmayarse Saúl?
—Simon —insistió Chopper.
—Pudo ser un golpe de calor —comentó Law—. En un techo, con estas temperaturas, el material se calienta; su cuerpo contra el material pudo agobiarlo.
Zoro anotó "golpe de calor".
—Tal vez una infección o alergia a algún hongo, incluso alguna enfermedad causada por aves. Estaba en el techo de su casa, expuesto a quién sabe qué... —agregó la pelinegra.
—Tendría que ser una infección muy rebuscada —agregó Law.
—Las palomas transmiten toda clase de parásitos que pueden provocar un síntoma así…
—¡Hey! ¿Les traigo el barro para que lo arreglen como corresponde? —preguntó el peliverde, mientras anotaba en la pizarra: "infecciones, palomas, Law vs Robin ¡Fight!"
Zoro se quedó mirando la pizarra, y de pronto Chopper dijo:
—¿Y si es hipotiroidismo?
Zoro lo miró como si esa información le hubiera dado algo en qué pensar.
—Un hipotiroidismo sin tratar podría causar inflamación. Quizás fue demasiado alrededor de los ojos y no se había manifestado hasta caerse, por el estrés del golpe y la fractura.
Zoro anotó “¿Hipotiroidismo?” en la pizarra.
Zoro se quedó pensando y agregó:
—Algo autoinmune. Lupus, quizás nunca se lo trató el tal Soquete…
—Simon —agregó Chopper, casi llorando.
—Sandía —respondió Zoro—. Háganle pruebas para hipotiroidismo, lupus e infecciones virales. También entrevisten a Sandra para saber si consume alguna droga, y si es así, que me diga dónde la compra…
—¿Cómo? —dijo Robin, sorprendida.
—No tenemos todo el día. Solyman se muere…
Mientras el equipo salía de la oficina mirando a Zoro con cierto odio contenido, se detuvieron un momento en el pasillo para repartirse las tareas.
—Chopper, ¿quieres entrevistar al paciente? —preguntó Robin con suavidad.
El joven médico asintió con energía.
—Yo haré estudios por hipotiroidismo y deshidratación —comentó Law, sacando su teléfono para agendar los exámenes.
—Perfecto. Entonces yo me encargo de lo autoinmune... y del lupus —respondió Robin, mientras revisaba algo en su tablet.
Zoro los observó marcharse con las manos en los bolsillos, mascando el plumón con la tapa mal puesta, como si todo el mundo fuera lento menos él.
Chopper se dirigió hasta la zona de observación, donde tenían al paciente enyesado y con unos cables que se deslizaban por debajo de la bata, conectados a una máquina que emitía un sonido regular.
Entró en la habitación con una tablet bajo el brazo y un portapapeles en mano. Aunque disfrutaba hablar con los pacientes, siempre se ponía algo nervioso al principio.
—Uhm... hola —saludó con una leve sonrisa.
El paciente lo miró con curiosidad.
—¿Simon, verdad? Soy Tony Tony Chopper, y trabajo con el doctor que está a cargo de su caso...
El hombre asintió.
—Creí que lo vería a él —comentó Simon, un poco confundido.
Chopper se rascó la cabeza con cierta incomodidad antes de responder:
—Zoro no suele ver a sus pacientes. Eso lo hacemos nosotros, su equipo de trabajo.
Simon asintió lentamente, sin terminar de entender cómo un médico podía diagnosticarlo sin siquiera pasar a visitarlo.
Chopper, mientras tanto, lo observó con atención. Aún había restos de inflamación en el rostro, y un parche cubría el ojo que había salido de su órbita.
—Necesito hacerle unas preguntas, ya que hay poca información en su historial médico —explicó mientras arrastraba una banquita para sentarse a su lado.
Simon volvió a asentir y se reacomodó en la cama.
—Simon, quisiera saber si ha experimentado algún síntoma extraño durante los últimos días…
Simon asintió y respondió:
—Pues... soy una persona muy sana. Como bien, duermo ocho horas, no bebo, no fumo… Lo más grave que me ha pasado es un resfriado.
Chopper asintió con una pequeña sonrisa y comenzó a anotar en su tablet.
—En su historial dice que tuvo un esguince hace tiempo…
—Ah, sí —respondió Simon, con una risa breve—. Jugando tenis. Un accidente muy tonto.
Chopper lo registró también.
—¿Consume drogas?
El hombre alzó las cejas con una expresión de ligera sorpresa.
—Acabo de decir que no fumo ni bebo…
—Sí, pero me refiero a otro tipo de drogas. Por ejemplo, marihuana, o… algo más —aclaró Chopper con tono profesional.
Simon negó con la cabeza, aunque algo en su lenguaje corporal no coincidía. Había un leve temblor en su pierna bajo la manta, y evitó el contacto visual por un momento demasiado largo.
Chopper lo notó, pero no dijo nada. Solo anotó en silencio y pasó a la siguiente pregunta.
Simon comenzó a mover los dedos, como si deseara que la entrevista terminara pronto. Chopper notó que estaba algo ansioso, pero decidió no darle demasiada importancia. A veces, los pacientes se incomodaban con ciertas preguntas.
—¿Ha tenido fiebre o dolores musculares recientemente?
Simon negó otra vez.
Chopper lo anotó.
—¿Contacto con animales de jardín o aves?
Otra negativa.
—¿Alergias?
—Uhm… el césped suele darme alergia, pero solo picazón…
Chopper lo anotó y comentó:
—La exposición a un alérgeno de manera prolongada podría causar inflamación en la piel… ¿Ha estado expuesto últimamente?
El hombre respondió con un leve “no”.
—¿Mantiene relaciones sexuales usualmente?
Otra vez, una respuesta nerviosa: “no”.
—¿Cuándo fue su último celo?
—Hace un mes…
—¿Usa supresores?
El hombre asintió.
Chopper suspiró y lo anotó todo con demasiada paciencia.
—Última cosa: ¿tiene algún familiar que haya padecido hipotiroidismo, problemas neurológicos u otra enfermedad?
—Mi mamá tenía diabetes.
Chopper asintió y lo anotó también.
—Con eso es suficiente. Más tarde uno de mis compañeros vendrá para hacerle algunos exámenes de sangre.
El hombre asintió.
—Muchas gracias, doctor…
Chopper le sonrió antes de salir de la habitación.
¿Por qué Simón se había puesto tan nervioso de repente? Eso era raro… quizá solo le había incomodado alguna de las preguntas.
Chopper volvió a la oficina y dejó los documentos ordenados sobre la mesa. En el sofá, Zoro bebía café como si fuera lo más normal del mundo.
En cuanto el joven se sentó, comentó:
—Igual no hay mucho que decir...
Zoro sacó un frasquito de un mueble y vertió un líquido transparente en su taza.
—¿Qué te dijo?
Chopper observó cómo el líquido caía lentamente.
—¿Eso... es sake?
—Es crema transparente —respondió Zoro sin inmutarse.
—Si Sanji te descubre, te va a matar —agregó Chopper, alarmado.
—Por eso no le vamos a decir nada...
Chopper suspiró y apoyó la cabeza en la mesa.
—El tipo dice que es sano. Mencionó el esguince, pero que suele cuidar su salud. Tampoco tiene relaciones sexuales ni historial de hipotiroidismo ni nada así —comentó, arrastrando las palabras con cansancio—. Solo dijo que su mamá era diabética.
Solo lo incomodé porque le pregunté si consumía drogas…
—¿Por qué?
—No lo sé.
Zoro lo miró por encima del borde de su taza, como si Chopper acabara de decir que le preguntó si tenía alas.
—¿Y qué dijo?
—Que no. Pero... se puso raro.
—¿Raro cómo?
—Raro como "quiero terminar esta conversación lo antes posible".
Zoro se quedó en silencio unos segundos, luego murmuró:
—Quizás porque sí consume.
—No podemos asumir eso solo porque se puso nervioso —se quejó Chopper, cruzando los brazos.
—¿Y por qué no? A veces la gente miente, Chopper.
—¡También se pueden poner nerviosos porque no les gusta hablar de esas cosas!
—O porque tienen algo que ocultar.
—...Eso no es un diagnóstico —murmuró Chopper con el ceño fruncido.
—No, pero me hace pensar.
La gente miente, Chopper. Todos lo hacen, incluso yo —dijo Zoro mientras escribía en la pizarra: "¿Simon mentiroso o tímido?"
Chopper frunció el ceño.
—Es su salud. No creo que mienta.
En eso, Law y Robin entraron.
Zoro los miró y preguntó de inmediato:
—¿Quién apuesta a que Simon consume drogas?
Robin y Law se miraron.
—No dice nada de eso en sus exámenes... —comentó Robin.
—No significa que no lo haya hecho antes —agregó Zoro.
—Veinte a que se tira una línea al menos en una fiesta, una vez al año.
Zoro apuntó con el lápiz: "Law: 20"
—¿Robin?
La mujer suspiró.
—Diez a que no lo hace…
—Ilusa... ¿Chopper?
—Cien a que no lo hace.
Zoro sonrió de medio lado y lo anotó.
—¿Qué tal los exámenes?
—Negativo para todo —respondió Robin, y había cierta frustración en su voz.
—¿Law?
—La sangre está limpia en teoría —dijo Law mientras hojeaba una carpeta—, pero hay cosas que no cuadran.
—¿Cómo cuáles? —preguntó Chopper, que ya empezaba a inquietarse.
Law le pasó los resultados.
—PCR y VSG elevadas. Algo le está influyendo el sistema inmune. Podría ser una infección, pero no hay fiebre ni síntomas. También tiene la CK y la LDH altas... eso apunta a daño muscular o inflamación celular, pero no hay lesión aparente.
—¿Y la tiroides? —preguntó Robin, sentándose en el borde del escritorio.
—TSH baja, T4 normal. Podría ser estrés... o una droga estimulante.
Zoro alzó una ceja.
—¿Estimulante como...?
—Como cocaína, por ejemplo —respondió Law, sin dudar—. O algo más moderno, tipo nootrópicos ilegales. Muchos se venden como “naturales” pero alteran los niveles hormonales y neuronales.
Chopper se quedó en silencio un momento, recordando el nerviosismo de Simon, el movimiento de los dedos, la incomodidad en la entrevista.
—La IgE también está elevada —agregó Robin—. ¿Tiene alergia?
—Dijo que al césped —comentó Chopper—, pero ni siquiera presentaba ronchas.
—¿Autoinmune? —aventuró Zoro, levantando la taza de café adulterado—. ¿O tenemos un caso aún más raro?
—No hay ANA francamente positivos —dijo Robin—, aunque sí hay una ligera reactividad. Pero no lo suficiente para decir lupus o algo así.
Zoro apuntó en la pizarra:
“Síntomas de nada + Exámenes alterados = o miente, o muta”
—No me pongas eso en la pizarra —refunfuñó Chopper.
Zoro se encogió de hombros y escribió debajo:
"Caso raro: nivel 5/10 por ahora."
Robin se cruzó de brazos.
—Yo quiero repetir los exámenes. Especialmente los de sangre. Y agregar toxinas no convencionales.
—¿Te refieres a... drogas de diseño? —preguntó Chopper.
—Sí. O incluso suplementos de gimnasio —respondió Robin—. No sería la primera vez que algo “natural” desencadena algo raro.
Zoro rió suave.
—¿Y si solo está siendo tímido porque no quiere contar que se metió algo con un nombre en ruso y ahora brilla en la oscuridad?
Law levantó la mirada.
—Eso no es tan improbable como suena.
Chopper suspiró, frustrado.
—Yo confié en él…
—Y por eso perderás cien berries —dijo Zoro, apuntando de nuevo a la pizarra con una sonrisa molesta.
Zoro se quedó pensando un momento, mientras la palabra cocaína se repetía una y otra vez en su cabeza.
—Repitan los exámenes —dijo de la nada.
—¿Y tú?
—Voy a almorzar —respondió, terminándose el café alterado de un solo trago.
Salió por la puerta como si nada.
—Va a estresar al paciente... ¿verdad? —preguntó Chopper.
—Detenlo —dijo Robin, ya sacando el celular—. Yo le aviso a Sanji.
Chopper salió disparado de la habitación, seguido por Law... que en realidad solo quería ver el mundo arder.
—¡Zoro, espera! —exclamó Chopper, alcanzándolo y colgándose de su espalda como un monito aterrado—. No lo hagas…
—Solo voy a comer —comentó Zoro con total calma—. En la cafetería, con Luffy.
—Qué mentiroso más malo —dijo Law, cruzándose en su camino.
—Bueno, si es mentira... ¿y qué? Solo quiero que me diga quién es su dealer —dijo Zoro, fingiendo que no iba a traumatizar a alguien gratis.
—Si lo intimidas, no nos dirá la verdad nunca —agregó Chopper, al borde del llanto.
—No sé si lloras por los cien berries o porque le voy a preguntar si consume drogas... De todas formas, si lo hace no lo juzgo. Mira la realidad: lo del ojo haría que cualquiera se drogue... incluso yo.
—Ja, ja. Qué buen chiste —dijo Law, con una ironía tan seca que dolía.
Zoro entró en la habitación sin decir palabra. Simon, al verlo, se sentó de inmediato.
—¿Quién eres?
—¿Usas drogas? —preguntó Zoro sin presentarse, directo como una bala.
—¿¡Qué!? ¡No! —respondió Simon, visiblemente sorprendido.
Zoro comenzó a pasearse por la habitación, observando los monitores. Levantó la bolsa de orina y la movió ligeramente. El líquido tenía un tono amarillento y espeso.
—Zoro, ya dijo que no usa drogas —intervino Chopper, incómodo.
El peliverde lo ignoró y fijó su mirada en el paciente.
—Tienes el pelo graso, la piel medio gris... ¿Usas cocaína, verdad? ¿O es alguna de esas mierdas de diseño?
—De verdad no uso drogas —repitió Simon, aunque desvió la mirada un segundo.
Zoro giró hacia Law.
—¿En serio no notaron que este tipo se mete algo? No es lo que creen.
Law miró a Chopper, luego al paciente.
—Dijo que no las usaba…
—Mintió —respondió Law, esta vez con un tono más suave, casi como si le doliera admitirlo.
Zoro suspiró y miró a Simon mientras tomaba una banquita para sentarse cerca de él.
—Mira, podemos hacer esto por las buenas: nos dices qué te metes y no te expongo a exámenes muy humillantes que tu aseguradora no va a cubrir.
El paciente tragó pesado. Zoro lo miraba fijamente.
—Responde, hay gente muriendo aquí, ¿sabes?
La puerta se abrió de golpe, haciendo que todos en la habitación pegaran un salto. Un rubio alterado se quedó viendo fijamente al peliverde.
—¿Estás fastidiando al paciente?
Zoro desvió la mirada.
—No.
—Sal…
—¡Pero mamá…! —se quejó Zoro con ironía mientras se levantaba para salir. Luego miró a Chopper y a Law y murmuró:
—Que les diga qué usa. No me importa lo que tengan que hacer…
Zoro salió al pasillo, seguido de Sanji, que lo miraba como si quisiera sacarle el otro ojo a patadas.
—¿Puedo saber por qué acusas de drogadicto al paciente? —le espetó el rubio, claramente al límite de su paciencia.
—Solo quiero saber si es drogadicto —respondió Zoro, encogiéndose de hombros—. Lo es. Solo necesito que lo diga...
Sanji suspiró con fuerza. Porque si en vez de paciencia reunía fuerza... iba a dejarlo tuerto del otro ojo.
—Si ya te dijo que no lo es, entonces haz tu trabajo —dijo, alzando la voz—. No lo intimides, no lo acoses. Haz. Tu. Trabajo.
Zoro se cruzó de brazos, impasible.
—Está mintiendo. Me lo está diciendo en la cara, y tú le das palmaditas. Necesito que lo admita para pedir los exámenes correctos.
—¡Los exámenes no incluyen trauma psicológico, Zoro!
—Y además… —agregó el peliverde con tono casual— tengo veinte berries apostados con Law. No puedo perder con ese idiota otra vez.
Sanji abrió la boca, se la cerró, y volvió a abrirla.
—¿Estás usando una apuesta como justificación médica?
—Técnicamente, ya hice la hipótesis diagnóstica.
Un grupo de enfermeros los observaban desde lejos, en completo silencio, como si recordaran vívidamente cuando sus padres discutían en la cocina.
—Cariño, los niños —dijo Zoro con fingida dulzura, lanzando una sonrisa torcida a Sanji.
Sanji lo fulminó con la mirada. Y Zoro, con toda la calma del mundo, metió las manos en los bolsillos. Se saboreaba el caos que estaba por venir.
Sanji se preguntó cuándo fue la última vez que había tenido vacaciones… y por qué demonios no lo había hecho antes. Sus decisiones de vida estaban en juego según lo que dijera en ese preciso momento.
—Si me entero de que esa apuesta continúa, te voy a suspender el sueldo. Y esta vez de verdad. No solo a ti, también a Law...
—No me importa Law —respondió Zoro, encogiéndose de hombros.
—Sí te importa si lo suspendo de su práctica médica… Es quien receta tus dulces, ¿no?
Zoro abrió la boca.
Luego cerró la boca.
Sanji alzó una ceja, disfrutando el silencio como si fuera vino caro.
—Sin dulces no hay diversión —dijo finalmente, encogiéndose de hombros—. Compórtate, marimo, o de verdad voy a tener que dejarte sin ningún dulce...
Y con esa amenaza disfrazada de ternura, sonrió con una dulzura tan aterradora que Zoro no supo si quería besarlo o correr.
Sanji se giró, presionó el botón del ascensor, y antes de que las puertas se abrieran, agregó:
—Y deja de proyectar tus traumas en los pacientes…
×
Por otro lado, Law y Chopper continuaban en la habitación con Simon.
El sujeto parecía indignado. La mano le temblaba levemente, sudaba un poco, y trataba de ocultar el reciente nerviosismo que Zoro le había causado.
—Dinos la verdad —dijo Law tranquilamente—. Aquí no juzgamos...
Chopper asintió con entusiasmo.
—Es verdad. Nuestro jefe, el que vino hace un rato, fuma mucho y no tiene nada de malo... todos hacemos cosas...
Law lo miró de reojo, plano, como si comparar fumar con meterse líneas y líneas de cocaína fuera una falta de respeto a la medicina.
—Todos hacemos cosas —repitió Law—. Por ejemplo, Zoro tiene cero respeto por la autoridad y los pacientes. Y yo también.
Así que dime qué es lo que tomas, o voy a tener que… examinarte.
Cuando dijo eso, movió la tapa del lápiz que sostenía en la mano, como si fuera una promesa silenciosa de que iba a abrirlo y revisarle órgano por órgano.
—Ya dije que yo...
—“No consumes drogas” —completó Law con una sonrisa fría—. Vamos a ver si es verdad.
Se te salió un ojo para afuera, y eso es grave.
Ya sabemos que no fue deshidratación, pero tus exámenes dan señales opuestas por todos lados...
Lo que justifica lo que vamos a hacer a continuación.
La sonrisa de Law inundó la habitación como una tormenta quirúrgica.
—Chopper, programa un lavado gástrico...
—Pfft, eso no es nada —se burló el paciente, intentando mantener la compostura.
Pero la sonrisa de Law... lo dijo todo.
Chopper sacó su teléfono con nerviosismo y preguntó:
—¿E-estás seguro?
Law asintió con un solo movimiento seco.
Chopper se mordió el labio un momento, y luego programó el examen con manos temblorosas.
Law se dio la vuelta para mirar al paciente.
—Vendremos en un rato por ti. Pero si te arrepientes… solo tienes que decirlo.
Simon desvió la mirada, cruzándose de brazos con rigidez.
Chopper y Law salieron de la habitación, cerrando la puerta detrás de ellos.
Chopper lo miró con preocupación.
—Esto no está bien…
—Solo lo asustaremos un poco —respondió Law, sin una pizca de culpa.
—¿Con “un poco” quieres decir someterlo a un examen invasivo?
—Estará bien...
Chopper suspiró, bajando la mirada.
De verdad esperaba que Simon estuviera bien.
Media hora después, unos enfermeros vinieron a buscar a Simon para llevarlo a la sala de exámenes. Robin, Law y Chopper lo esperaban en el pasillo.
—¿Están seguros de esto? —preguntó Chopper con duda.
—Zoro quiere que averigüemos qué se está metiendo —dijo Law con calma quirúrgica.
—Y siempre es un buen día para revisar enzimas estomacales —agregó Robin, como si hablaran del clima.
El trío siguió al paciente en silencio, como si lo acompañaran a la morgue.
Una vez en la sala, acomodaron todo para el examen. Law se puso unos guantes de látex y miró a Simon con fría paciencia.
—¿Seguro que prefieres una manguera en tu estómago a decirnos si te drogas?
—Ya dije que no...
—Sí, sí… —murmuró Law, mientras se preparaba—. Chopper, enciende la cámara. Robin, ponte en los controles. Yo manejo la manguera.
Simon tragó pesado.
Law tomó la manguera con paciencia; la mano ni siquiera le tembló.
—...Y traga —ordenó, empujando como si no fuera para nada difícil tragarse una manguera estando despierto.
—Va bajando por el esófago —comentó Robin, observando la pantalla con calma quirúrgica.
—Si no tiene nada, les prometo que voy a declarar en su contra durante la demanda y diré que me coaccionaron —lloriqueó Chopper desde un rincón.
Simon intentó decir algo, pero con una manguera en la garganta era casi imposible.
—Estás en el estómago —indicó Robin, pensativa.
—Chopper, muy bien que te la pasas con nosotros. Enciende la “aspiradora” —dijo Law, mirando al paciente.
—¡Gahhahha! —exclamó Simon, ahogado.
—No exageres, no duele nada... —comentó Robin, mirándolo de reojo.
—Si nos dijeras qué drogas usas, no estaríamos haciendo esto —insistió Law, sin un ápice de culpa.
—Estás en las paredes del estómago, aprovecha de raspar un poco —añadió Robin, sin levantar la voz.
Law no tuvo un solo temblor mientras movía la manguera con precisión.
—¿Ya acabaron? —preguntó Chopper, visiblemente incómodo.
—Solo unos minutos más...
Chopper suspiró y miró la máquina desde su lugar. Sabía que quizás el método era radical, pero si lograban descubrir que el tipo mentía… definitivamente estaba usando algo. Solo que quizás le avergonzaba decir qué, y la actitud de sus amigos tampoco ayudaba a que se sintiera cómodo para contarlo.
Zoro se escabulló por el pasillo donde estaba la habitación de Simon. Se acercó al mesón, aprovechando que no había ninguna enfermera cerca, y comenzó a mirar los papeles a su alrededor.
¿Por qué al tipo no lo visitaba nadie?
¿Por qué no tenía contactos de emergencia?
Ni siquiera él estaba tan solo en el mundo como para no poder llamar a alguien estando hospitalizado.
Miró los papeles uno por uno, hasta que encontró la ficha médica con los datos personales, y se alejó lentamente de regreso a su oficina.
Puso la carpeta sobre la mesa y la abrió.
Ahí estaba: la foto del sujeto —para nada fotogénico— con el mismo aspecto grisáceo y el cabello grasoso que ya había visto en persona.
Leyó su dirección, y un único número de teléfono de emergencia.
—¿Por qué no lo han llamado? —murmuró, sacando su móvil para tomarle una foto al documento.
—¿A quién?
Zoro se dio vuelta bruscamente. Luffy estaba ahí, mirándolo con su típica expresión inocente.
—¿Qué haces aquí?
—Tengo hambre.
Zoro suspiró.
Cerró la carpeta y la metió en un cajón.
—Vamos.
Caminaron en silencio hasta la cafetería del hospital. Zoro tomó una bandeja, y Luffy otra, que empezó a llenarse rápidamente.
—Mocoso, no te comas todo el hospital —gruñó un viejo de bigotes trenzados, mientras le ponía un plato de ramen caliente al pelinegro.
—Usted sí sabe lo que me gusta, viejo Zeff.
Zeff no dijo nada y siguió organizando la comida. Zoro tomó una lata de soda, pero justo cuando iba a agarrar su plato de ramen, Zeff lo alejó de un manotazo.
—¡Oi!
—¿Cuántas veces lo has hecho enfadar hoy?
—Ninguna —respondió Zoro, desviando la mirada.
Zeff le dejó el plato sobre la bandeja.
—Más te vale portarte bien, o podría salirte un gusano en el ramen.
Zoro miró el plato. Por un momento, lo sospechó. Pero tenía más hambre que ganas de cuestionarlo.
Le echó una última mirada a Zeff y se alejó en busca de Luffy.
Luffy se llenó la boca con fideos rápidamente mientras miraba a Zoro comer con más calma.
—Los residentes están diciendo que estuviste acosando a tu nuevo paciente —comentó.
Zoro separó los palillos y respondió:
—Se mete drogas.
—¿Tienes pruebas?
—No, pero las tendré.
Luffy sonrió y volvió a sorber sus fideos.
—Pero Sanji te gritó... —agregó, esta vez sin mirarlo.
—Curly siempre me grita. Lo haga como él dice o no, me va a gritar igual...
Luffy lo miró, un poco confundido por la respuesta. Zoro también bebió de su sopa.
—¿Cómo harías tú para que un paciente te diga la verdad? —preguntó Zoro, bajando su cuchara.
Luffy miró al techo y se echó para atrás como si le hubieran preguntado por el sentido de la vida.
Zoro lo miró con atención, como si Luffy fuera una caja de verdades a la que se podía recurrir en momentos de duda.
—Pues... preguntando.
Zoro abrió la boca. Cerró la boca. Parpadeó y decidió seguir comiendo en silencio.
El móvil de Zoro vibró, lo que lo hizo sacarlo de inmediato para mirar la pantalla.
—Oh... tu novio tiene novedades para mí —dijo Zoro, poniéndose de pie con una sonrisa torcida.
—¿Ya te vas?
Zoro asintió y se marchó sin decir más, dejando la bandeja con todo ahí, directo a la oficina para encontrarse con sus cómplices.
Una serie de imágenes y datos estaban esparcidos por toda la mesa de reuniones cuando Zoro entró.
Sin decir nada, sacó un blister del bolsillo y se llevó cuatro pastillas a la boca de una sola vez.
—¿Y? —preguntó mientras masticaba con desgano.
—Sí usa algo —respondió Robin—, pero no sabemos qué. Aunque si lo descubrimos y es nuevo, voy a ponerle mi nombre.
Law y Chopper intercambiaron una mirada breve.
Zoro se acercó a la mesa y comenzó a revisar los papeles con seriedad, intentando entender todo lo que decían.
Zoro se quedó pensativo.
—Tiene mucha cafeína dando vueltas por ahí —comentó.
—Quizás le gustan las energéticas —dijo Chopper, tratando de mantener la hipótesis anterior: que el paciente no usaba drogas.
—Las bebidas energéticas no tienen tanta cafeína —agregó Law.
—Además, hay lidocaína —intervino Robin—. Y no le hemos dado nada de eso.
—¿Chopper, por qué insistes en decir que este tipo es una santa paloma? —se quejó Zoro, bajando el papel y mirándolo fijamente.
—¡Porque no todos los pacientes son malas personas! Quizás alguien le dio algo. ¡Quizás fue una mala decisión o no creyó que podría hacerle tanto daño como para que se le saltara el ojo de una cuenca!
El grupo se quedó en silencio.
Chopper estaba frustrado.
—Ok. No nos mates. Si realmente no usa nada, está bien, lo dejaremos así... —dijo Zoro finalmente.
—¿Eh? Pero los exámenes... —objetó Robin.
Zoro la miró y respondió:
—Vamos a centrarnos en lo principal. El tipo se cayó del techo porque se desmayó.
Se le hinchó la cara y se le saltó un ojo fuera.
Sus exámenes son contradictorios. Ya sabemos que no es autoinmune, ni hipotiroidismo. Hagamos pruebas con listas de alérgenos y enfermedades respiratorias por moho.
Law suspiró.
—¿Y si sí tiene que ver con drogas?
—Para con eso... —dijo Zoro, suspirando.
Law suspiró también, como si le hubieran quitado un juguete nuevo. La misma actitud de Zoro.
—Chopper, ayuda a Robin con los análisis de laboratorio. Tú, Law, hazte cargo de tomar las nuevas muestras... Y no le menciones drogas al paciente.
—¿Y tú qué harás? —preguntó Robin.
—Irme a casa a dormir.
"Idiota", pensaron todos al mismo tiempo.
×
Zoro tomó sus cosas como normalmente lo hacía antes de irse a casa.
Bajo el ascensor, marcó su salida con su huella dactilar y salió al estacionamiento donde estaba su camioneta, se subió y manejó lo bastante lejos como para no estar bajo el radar de quien no quería estar.
Sacó su teléfono y revisó las fotos y marcó al número de contacto que estaba allí en el documento que el espió sin permiso.
Si alguien sabía algo, ese alguien era el contacto telefónico que no visitaba a su paciente.
Dos pitidos y alguien respondió rápidamente:
—¿Quién?
Zoro miró por la ventana.
—Soy Simon, ¿cómo estás?
—¿Ya te dieron el alta del hospital? Creí que era grave...
Así que esa persona sí sabía lo del hospital. Entonces sí la llamaron.
—Sí, fue grave por un momento, pero ya estoy bien... ¿Nos reunimos a tomar algo? —respondió Zoro, falso Simon.
—¿No deberías esperar unos días? Quién sabe qué te dieron en el hospital.
Zoro medio sonrió.
—Esos tipos solo dan paracetamol y una cuenta muy cara del seguro.
Una risa del otro lado.
—¿Conoces el hotel Chanmaker?
—Sí.
—Te veo allá. Hay una fiesta. Lleva dinero. Estaré en la barra, donde siempre.
—Vale. Nos vemos allí.
Zoro no era bueno moviéndose por la ciudad. No es que no la conociera, no es que llevara poco tiempo viviendo en ella.
Simplemente era "malo con las direcciones" y lo que usualmente podría tomarle quince minutos en auto, a él podría tomarle ¿Dos horas?
Estaba perdido.
Pero, perdido con el asistente de Google.
Así que menos perdido de lo que podría estar.
Zoro estacionó su camioneta a una calle de distancia del hotel.
Un hotel con un cartel tan grande que hasta un ciego podría verlo.
—Google Maps, hijo de la gran puta... inútil de mierda —gruñó mientras abría la puerta y la cerraba demasiado fuerte para el gusto de cualquiera.
—Maldita camioneta —murmuró, y se dirigió al hotel.
Menos mal no se perdió.
Se metió en la fiesta como uno más. No se molestó en observar a nadie al principio; fue directo a la barra, que resultó ser lo más fácil de encontrar en todo ese maldito lugar.
El alcohol se podía oler desde Wano.
Se apoyó con desgano en la madera pulida y miró a su alrededor.
Gente que iba, gente que venía, todos detrás de su trago o buscando calor ajeno en la pista de baile.
Excepto uno.
Un omega de cabello castaño, ropa ajustada y actitud demasiado sugerente como para estar ahí solo por diversión.
Tenía que ser él.
Zoro pidió un whisky.
Sacó el blister de pastillas.
Varias.
Las molió con los dedos sobre la barra sin disimular, con la calma de quien sazona su comida.
Y las dejó caer en el vaso.
Después bebió.
Como si nada.
Como si le hubiera puesto azúcar al whisky.
Como si no estuviera apostando su hígado, su vida y su licencia médica en una sola jugada.
El omega sonrió y se acercó lentamente, como si el mundo le perteneciera y él decidiera cuándo permitir que alguien respirara a su lado.
—Qué audaz —comentó con media sonrisa, los ojos clavados en el vaso vacío.
—Gracias... Me gustan las emociones fuertes —respondió Zoro, apoyando un codo en la barra.
—¿Las que son dulces?
Zoro le sostuvo la mirada.
Era dealer.
Y puto.
—¿Puedes adivinar? Relaja mucho... pero no es un opiáceo.
—¿Oxy? —comentó divertido, con una sonrisa ladeada.
—Tramadol —respondió Zoro sin inmutarse.
El omega se acercó un poco más de lo que a Zoro le gustaba, un paso demasiado cerca.
—Yo puedo ofrecerte algo mucho mejor...
—¿Ah, sí? —preguntó Zoro, fingiendo interés.
El omega metió la mano en el bolsillo y sacó una bolsita con varias pastillas rosadas, de formas irregulares.
Zoro ni necesitó que le dijeran los compuestos para saber qué era.
—Qué arriesgado...
—Por ser tu primera compra te lo dejo en diez berries —ofreció el omega con una sonrisa.
Zoro fingió dudar por un instante, luego sacó la billetera y le entregó veinte.
El omega sonrió y le extendió la bolsa.
Zoro la tomó con naturalidad.
—Me encantó hacer negocios contigo.
—Si te gusta, búscame. Tengo más para ofrecer —le guiñó un ojo.
“Seguro que tienes muchas ETS para ofrecer también,” pensó Zoro mientras terminaba el whisky y se alejaba de la barra.
Zoro volvió a su camioneta y miró la pequeña bolsa entre sus dedos.
Aunque ahora tenía la droga en sus manos, no había garantía de que eso fuera exactamente lo que Simon había consumido. El omega en la barra le dijo que tenía "otras cosas", lo que no ayudaba demasiado. Además, una persona que usaba drogas de manera recreativa no siempre presentaba los mismos síntomas que un adicto o alguien con una reacción adversa.
La única forma certera de saber si esta mezcla podía provocar los efectos encontrados —la cafeína elevada, la lidocaína, la descompensación brutal— era...
Ver cómo su propio cuerpo metabolizaba la sustancia.
Una locura.
Un salto al vacío.
Pero Zoro no era exactamente conocido por su prudencia.
Si la mezcla reproducía los efectos, lo sabría. Y eso sería una pista. No una respuesta definitiva, pero sí una puerta.
Manejando de vuelta a casa, más rápido de lo recomendable, entró a su departamento y dejó la bolsa sobre la mesa de centro. Se quedó mirándola por unos segundos. Luego sacó su celular y escribió un mensaje rápido a Luffy.
“ —Lu, llámame en media hora. Si no contesto, pide una ambulancia.”
Enviado.
Zoro volvió a mirar la bolsita. Lo dudó... o tal vez no. ¿Qué era lo más grave que podía pasar? La respuesta era obvia, pero él se tragó la píldora rosada de todos modos.
Al principio, no sintió nada más que el palpitar de su corazón: primero muy lento y, de pronto, demasiado rápido para su gusto.
Un mal sabor de boca subió por su garganta y deseó poder vomitar, así que corrió al baño con esa intención, pero no logró nada.
La mierda rosada ya estaba allí, efervesciendo en su estómago.
La visión se le hizo doble y parecía que el piso se movía suavemente, lo que lo obligó a aferrarse por instinto al inodoro.
Ya no sabía si él era el que estaba en el piso o si estaba de pie en la puerta, viéndose a sí mismo, lo cual no tenía sentido porque nadie podía desdoblarse así.
A lo lejos, el ringtone de su teléfono hacía eco por todo el departamento, logrando que le doliera la cabeza, y, de pronto, la visión se le puso borrosa.
Quería contestar la llamada, se imaginaba que debía ser Luffy, pero no tenía manera de averiguarlo, y cuando trató de ponerse en pie, cayó como un saco contra el suelo y todo se apagó.
La verdad, si hubiese sido totalmente honesto consigo mismo, habría deseado sentirse lo suficientemente valiente como para llamar a otra persona en ese momento.
Una que lo fastidiaba los siete días de la semana, con cejas rizadas, mal humor y una voz que odiaba necesitar.
Pero no era tan valiente después de todo.
Y si moría, sería por su propia cobardía…
Y por no haber tenido el valor de marcar ese maldito número.
Había un "pip" constante y muy desagradable que inundaba el silencio.
Abrió los ojos lentamente antes de pensar en decir algo. Tenía sed y le dolía la mano por culpa de la aguja gigante que debía estar en ella.
—¿Zoro?
La voz temblorosa de Luffy lo hizo conectar por completo.
—Llama a Torao y dile que me haga un análisis de sangre... —dijo con la voz grave y rasposa.
Luffy se sorbió los mocos y sacó su teléfono, llamando a Law.
×
—¿No vas a ir?
Sanji alzó la vista, entre el humo del cigarrillo, y vio a Robin apoyada en el marco de la puerta, viendo al rubio que movía la pierna incesantemente.
—¿Para qué? ¿Eso cambia algo?
Robin negó con un movimiento de cabeza y se acercó para sentarse junto a él.
—¿Es la cajetilla de esta mañana? —preguntó, mirando el par de cigarros que aún estaban dentro.
—No digas nada, querida. Sus vicios superan los míos…
Robin soltó una pequeña carcajada y miró al cielo un rato, luego suspiró.
—Él sabe lo que hace cuando lo hace…
—Créeme que no se nota. A veces pareciera que…
—¿Que qué? —Robin lo miró a los ojos un momento.
Sanji cerró los suyos y apagó el cigarrillo que tenía entre las manos. Quería decirle que sentía que Zoro hacía estas cosas para castigarlo, para hacerlo sentir mal por su ojo, para recordarle que estaba allí para que no olvidara nunca que había fallado.
Pero decirle algo como eso implicaba pensar que él era importante para Zoro, y él no estaba tan seguro de eso.
—Nada.
Robin asintió, como si en el fondo supiera lo que Sanji pensaba.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó la pelinegra, mirando al fondo de la terraza.
Sanji suspiró, sacando otro cigarro de la caja, el penúltimo de su stack.
—Voy a tener que sancionarlo.
Robin alzó una ceja. No es que nunca lo sancionara, pero esta vez sonó distinto.
—Suspensión de empleo y sueldo una semana. Y voy a quitarle el caso. Se ha dedicado a jugar y no a diagnosticar al paciente... Además, no se supone que los doctores consuman drogas ilegales. Ya bastante es que tome tramadol como si fueran Skittles.
Robin suspiró.
—Es justo.
Sanji asintió mientras dejaba salir el humo por su boca.
×
Law suspiró cuando terminó de tomar las muestras de sangre. Luego, comenzó a tirar los implementos usados a la basura y comentó:
—Eres un idiota. Tuviste una sobredosis. Podrías haber muerto, ¿lo sabes?
—Por eso le avisé a Luffy —dijo Zoro, acomodándose en la cama como si lo de recién no hubiese sido gran cosa.
Law lo miró con fastidio.
—Primero, Luffy no es tu salvavidas para tus estupideces. Segundo, tu hígado está metabolizando tramadol, whisky y Tusi como si fueran caramelos. Va a colapsar, Roronoa.
Zoro no respondió. Solo lo miró como si Law no hubiese dicho nada relevante.
—Ya deja lo del paciente. Tomara drogas o no, lo vamos a descubrir igual tarde o temprano. Tú solo estás jugando a la ruleta rusa con tu cuerpo. Y créeme, no estás ganando.
Luffy hipeó desde la esquina, mordiendo su camiseta mientras las lágrimas le caían sin freno. Se acercó y se detuvo al borde de la cama, sin tocar a Zoro, sin decir más de lo necesario.
—Zoro... no quiero que te mueras.
Zoro no dijo nada. Ni siquiera lo miró. Solo cerró el ojo y dejó que el silencio se acomodara en la habitación, tan pesado como el dolor en su pecho.
Mientras Luffy dormía encima de Law, que estaba sentado en el pequeño sofá mirando su teléfono, Zoro mantenía los ojos cerrados, tratando inútilmente de dormir.
Debía ser la adrenalina, que aún le pasaba factura por culpa de sus grandes decisiones.
De pronto, escuchó el ruido de una cámara y abrió el ojo rápidamente.
—¿Qué haces?
—Un meme con tu cara... —respondió Law.
Zoro solo gruñó y miró hacia la puerta.
Nada.
Se le apretó un poco el estómago.
—¿Qué tienes?
—Nada.
Law miró a la puerta también.
—Dijo que no vendría, y que revisaras tu correo electrónico. Adjuntó tu sanción por consumir drogas ilícitas.
Zoro no dijo nada.
Se esperaba que algo así pasara.
Chapter 2: Doctores poco serios
Summary:
Zoro no está feliz.
Pero Zoro nunca está feliz y puede sacar mucho provecho de eso.
Chapter Text
Zoro leyó su correo electrónico y lo que pensó que sería, como mucho, una sanción de sueldo, resultó ser mucho más que eso. Su expresión, que nunca fue amigable, se transformó en algo mucho peor.
No rompía el teléfono con las manos solo porque iba a tener una semana menos de dinero para reemplazarlo por otro.
—
Maldito cocinero de mierda
—murmuró, molesto, y de inmediato comenzó a desconectarse todos los cables que tenía enganchados al cuerpo.
—¡¿Doctor, qué hace?! —exclamó una de las enfermeras al entrar en la habitación.
—Tengo que ir a hablar con nuestro esclavista —gruñó Zoro mientras buscaba sus pantalones en uno de los armarios de la habitación.
—Pero el Dr. Trafalgar ordenó una semana de observación...
—Y yo me estoy dando de alta —respondió—. Y soy su jefe, así que eso vale más.
La mujer suspiró y presionó el botón de emergencias para que viniera el, quizás, único doctor que podría tacklearlo de regreso a la cama.
Con el pantalón a medio cerrar, sin zapatos y aún con parte de la bata del hospital puesta, Zoro caminaba por los pasillos lo suficientemente molesto como para atraer no solo la mirada habitual de colegas e internos, sino también la de otros pacientes. Mientras se acercaba peligrosamente a la oficina de Sanji, Law trataba de alcanzarlo en su propia bata hospitalaria.
Zoro pudo ver, a través de las puertas de vidrio, que Sanji estaba reunido con dos tipos que apestaban a alfa. Al principio quiso esperar, y se quedó allí de pie, tratando de que su corazón acelerado no fuera una arritmia. Pero luego perdió la paciencia y abrió la puerta como si lo hubieran estado esperando.
—Tenemos que hablar. Ahora.
Sanji alzó la mirada. Un Zoro enojado era igual a un Zoro que no iba a parar hasta que le dieran lo que pedía, como un niño malcriado con un dulce.
Justo lo que él había creado.
—Lo siento, señores. Tenemos un paciente que se escapa de psiquiatría cada dos por tres —dijo Sanji, sin disimular su fastidio.
Zoro clavó los ojos en los dos hombres antes de responder:
—La comida de este basurero es pésima.
Uno de los tipos se aclaró la garganta, incómodo. Sanji no apartó la mirada de Zoro.
—Fuera de aquí, Zoro. No hay nada de qué hablar.
Zoro dio un paso dentro de la sala.
—¿Nada de qué hablar? ¿La maldita sanción no es nada para ti?
—Zoro, no tengo ganas de discutir. Si quieres darte el alta, genial. Si no, ve a tu habitación como hacen los pacientes y quédate allí.
Zoro apretó los puños, pero no se movió.
—Tienes tiempo para todos —soltó con la voz tensa— menos para mí, ¿eh?
El silencio se volvió espeso. Uno de los hombres se levantó.
—Quizás deberíamos continuar esta reunión después —dijo el mayor.
Sanji intentó responder, pero el otro lo interrumpió.
—Esperaremos que nos llame más tarde.
Los dos se retiraron en silencio.
Los hombres se toparon con Law, que venía detrás de Zoro. Se saludaron torpemente; su intención ahora era evitar un posible divorcio laboral.
—¿Zoro, qué haces? —se quejó Law. Intentó agarrarlo del brazo para arrastrarlo de regreso, pero en cuanto hizo el movimiento, supo que podía acabar muerto.
—¿De qué se trata todo esto? —espetó Zoro, mostrándole el celular. Leyó en voz alta, con tono sarcástico y furioso:
"Informo que, junto con la sanción de suspensión del goce de sueldo, se suma suspensión de práctica médica por el periodo de una semana".
Sanji mantuvo el rostro impasible, como si no fuera tan grave. Porque quizás no lo era. Para él.
Quería darle una lección a Zoro. Pero también —aunque no lo admitiría— sentía que necesitaba tenerlo lejos al menos por una semana.
Zoro no sabía si le dolía más el castigo… o que Sanji no lo mirara a los ojos.
Sanji se mantuvo tan calmado que cualquiera podría pensar que estaba medicado con ansiolíticos de amplio espectro. Sin embargo, era una reacción completamente suya y, lamentablemente, totalmente real.
No. No miraba a Zoro a los ojos, no porque se sintiera culpable, sino porque se sentía extrañamente herido.
—Cuando un médico de nuestro hospital rompe todas esas normas, no puedo simplemente suspenderte el sueldo y fingir que nada pasó.
—Sería grave si lo hubiera hecho durante una rotación. Lo hice en mi casa, durante mis horas de descanso —respondió Zoro seriamente, como pocas veces en su vida.
—Sigue siendo una conducta inapropiada. Y no puedo hacer la vista gorda.
Zoro soltó una risa sarcástica.
—¿Vista gorda? Ni siquiera fuiste a verme a la habitación la otra noche. ¿Me hablas de hacer la vista gorda?
Sanji apretó los puños. Quiso responder, quiso dejarlo oler sus feromonas, probablemente amargas, pero cubiertas con perfume omega para que todos lo siguieran viendo como alguien encantador, cuando en realidad no era así.
Quería renunciar a su puesto, hacer otro trabajo, cualquier cosa que lo sacara de la culpa en la que Zoro lo hundía con sus actos irresponsables, y que sentía profundamente crueles.
—Puedes soportar tu semana de vacaciones, o puedes dejar tu renuncia en mi escritorio cuando quieras. Porque no voy a cambiar de parecer.
Law, por favor, sácalo de aquí.
Trafalgar suspiró, se armó de valor y fue a sacar a Zoro antes de que empezara a romper cosas… o a gritarse con Sanji, lo que estaba segundo en su lista de “esta dinámica es completamente nueva”.
En cuanto regresó a la habitación acompañado de Law, Zoro comenzó a buscar el resto de su ropa, lanzándola sobre la cama con evidente molestia. Torao solo esperó a que masticara su rabia para hablarle de lo obvio: quizás sería mejor quedarse en el hospital, al menos hasta estar un poco más estable.
Cuando vio cómo se vestía, supo que ya era momento de intervenir.
—Oye, Zoro-ya… es normal que él esté enojado. Básicamente todos lo estamos un poco —comentó, cruzándose de brazos.
Zoro lo miró de reojo, pero continuó con su tarea.
—Piensa que no debe ser fácil para él. Eres de sus mejores doctores aquí. Tampoco debe ser agradable tener que suspenderte...
Law desvió la mirada al decirlo. No se trataba solo de ser un buen médico o de hacer bien el trabajo. Todos sabían que había algo más, que ese par de idiotas se querían y ninguno lo decía.
El peliverde continuó ignorándolo.
—No puedes esperar que te trate como si fueras intocable. Ya medio hospital te odia, y si encima no te sanciona, solo empeoraría tu situación. Podrías acabar en la junta médica...
Zoro no respondió de inmediato. Solo apretó los dientes.
—No me importa.
Torao alzó las cejas.
—¿Qué?
—Que no me importa. Me voy a casa. Que busque a otro que vea a su estúpido paciente.
—Pero tu salud...
Law se dejó caer pesadamente en una de las sillas de la habitación y se frotó el rostro con ambas manos, frustrado.
—Puedo cuidarme bien yo solo —respondió Zoro, poniéndose los zapatos—. Tampoco es nada nuevo.
Pero aunque hubiera una crisis emocional dando vueltas por el hospital Grand Line, aún había un tema pendiente: Simon seguía sin ser diagnosticado, y su estado había empeorado.
Robin entró corriendo a la habitación, seguida de Chopper y algunas enfermeras.
El paciente ya no solo tenía sus dos síntomas iniciales: había comenzado con una fiebre suave en la mañana, y ahora, por la tarde, se había disparado a treinta y nueve grados.
Además, tenía las extremidades rígidas y adoloridas, lo que lo hacía quejarse con un murmullo constante y ojos hundidos por el malestar.
Robin se acercó rápidamente al monitor, revisó el gráfico de temperatura, presionó los ganglios del cuello de Simon con cuidado y palpó el abdomen, buscando una señal más concreta que los guiara.
Suspiró.
—Descartamos meningitis viral, bacteriana, también encefalitis... —murmuró para sí—. TAC limpio, punción sin hallazgos... ¿Qué estamos pasando por alto?
Chopper alzó la mirada con preocupación desde el lado opuesto de la camilla.
Robin se pasó una mano por el cabello, frustrada. Algo se les estaba escapando. Y cada minuto lo acercaba más al límite.
Robin, Law y Chopper se reunieron en la oficina de juntas del equipo. Pero faltaba alguien: alguien que estaba enojado como un niño, y que se había ido a casa en metro porque se negó a pagar un Uber.
Se miraron entre sí.
—Tenemos un problema —dijo Robin con tono seco—. Nuestro paciente se muere.
Law suspiró y tomó el plumón, acercándose al panel de vidrio:
—Bueno, hagamos lo que él hace… empecemos anotando los síntomas.
Chopper alzó la mano como si estuviera en una clase de la universidad, logrando que sus dos compañeros lo miraran.
—¿Alguien lo está cuidando al menos?
—El paciente tiene varias enfermeras pendientes de él —respondió Robin con calma.
—Hablo de Zoro —aclaró Chopper, frunciendo el ceño.
Law volvió a suspirar con fuerza, como si le hubieran tocado una fibra:
—Síntomas —insistió, marcando la palabra en el vidrio con fuerza.
Chopper suspiró con frustración mientras miraba la pantalla de su móvil. Zoro había tenido una sobredosis la noche anterior. No debía estar solo. Al menos necesitaba que alguien estuviera cerca, por si se sentía mal o necesitaba algo.
Por algún motivo, eso lo preocupaba más que el caso de Simon.
—Entonces tenemos: lo del ojo, el desmayo, fiebre, extremidades rígidas y adoloridas… —comentó Law, repasando lo que ya tenían escrito en el panel.
—¿Sabes qué es lo raro? Su otro ojo está perfecto —dijo Robin, pensativa.
—Y que se quede así —murmuró Chopper.
Hubo un silencio breve antes de que Law hablara otra vez.
—¿Qué fue lo que no vimos en sus últimos exámenes de sangre?
Law miró la pizarra y, de pronto, tachó todo lo de la lista: síntomas, exámenes, todo.
Incluyendo la tonta apuesta. La rayó con tanta fuerza que el plumón chilló contra la superficie acrílica.
—¿Quién en su sano juicio hace una apuesta con un tipo como él? —murmuró con rabia.
Miró a Robin y Chopper seriamente, y dijo:
—Vamos a empezar todo de nuevo.
Robin y Chopper intercambiaron una mirada, pero no se negaron a la idea.
—Vamos a repetir todos los análisis otra vez. Sangre, PCR, análisis para autoinmunes, todo.
—Pero eso podría enfermarlo más —dijo Chopper, preocupado.
—Quizás necesita enfermarse más para que podamos curarlo... —comentó Robin, tomando su tablet y saliendo de la habitación.
Chopper la miró irse, luego se volvió hacia Law con duda.
—¿Vamos a llamar a Zoro?
Law no respondió. Solo volvió a mirar la pizarra en silencio.
Los análisis comenzaron a llegar desde el laboratorio. Robin los descargaba directamente en la tablet mientras Chopper leía en su computador portátil y Law anotaba lo más relevante en la pizarra.
Pero uno a uno, los resultados eran normales.
Demasiado normales.
—No hay signos de infección bacteriana —dijo Robin, desplazando los resultados con el dedo—. PCR normal. Hemograma normal. Serología viral… negativa.
—Tampoco hay reacción autoinmune —agregó Chopper, mordiéndose el labio inferior—. ANA, ANCA, factor reumatoide… todo en rango.
—¿Tóxicos? —preguntó Law, sin volverse.
—Nada. Repetimos el panel de drogas completo. Limpio.
—No puede ser —gruñó Law—. El tipo tiene fiebre, rigidez, dolor y sigue sin mejorar. ¡Algo se nos está escapando!
Robin dejó la tablet sobre la mesa. Se cruzó de brazos.
—No tiene signos de trauma neurológico que justifiquen los síntomas. Y el LCR del primer punción estaba dentro de parámetros.
—¿Repetimos la punción? —preguntó Chopper con cautela.
—No si no tenemos justificación —dijo Robin. Luego bajó la voz—. Ya lo pinchamos más de lo ético.
Law lanzó el plumón al suelo.
—Todo lo que tenemos… no nos sirve. Estamos viendo al paciente como si tuviera algo común, cuando claramente no lo es.
—Es como si estuviéramos mirando con los ojos equivocados —dijo Robin, sin mirarlos—. Como si nos faltara una pieza entera del rompecabezas.
El silencio se instaló.
Chopper cerró su computador, frustrado.
—¿Y si… no es clínico? ¿Y si no es algo que podamos ver con los métodos habituales?
Nadie respondió.
Pero en esa sala, todos empezaban a pensar lo mismo.
Los bippers de los tres comenzaron a sonar al mismo tiempo.
Simon estaba en crisis, y el equipo sentía que se morían de impotencia porque no lograban entender qué pasaba.
Al entrar en la habitación, Chopper notó que Simon tenía las cuencas de los ojos inflamadas otra vez.
La máquina marcaba arritmia, además el sujeto estaba rojo y sudaba sin parar.
Se miraron entre ellos mientras palpaban sus ganglios y trataban de estabilizarlo.
Entonces, un ruido extraño los detuvo en seco.
Su otro ojo, el que estaba intacto, hizo un "pop" y salió de su cuenca.
Los gritos de Simon llenaron la habitación, porque se dio cuenta al instante de que su otro ojo también había saltado fuera.
—Ew —murmuró Robin.
En la sala de reuniones, Law anotó en la pizarra de vidrio:
—Exoftalmia —dijo en voz alta, escribiendo la palabra—. Sudor, inflamación, fiebre...
Chopper suspiró y, luego de dudar un poco, decidió hablar:
—¿Podría ser que, efectivamente, los síntomas estén siendo inducidos por algún medicamento que nosotros mismos estamos aplicando?
Robin lo miró pensativa:
—¿Algún químico que haya activado una condición vascular inactiva?
—Quizás... —murmuró Law— Zoro vio algo que nosotros no.
—¿Tienes sus exámenes de sangre aún? —preguntó Chopper.
—En mi tablet —respondió Robin, ya desbloqueándola con rapidez.
Law se acercó, y juntos comenzaron a buscar el análisis de sangre de Zoro, revisando datos, comparando valores, buscando similitudes.
—Pero hay un problema —dijo Robin, cruzándose de brazos, pensativa—. Sanji suspendió los privilegios de Zoro en el hospital. Además, lo sacó del caso.
Chopper se mordió el labio.
—Pagaré los 130 berris. Llamémoslo… Seguro se interesa cuando sepa que tenía razón con lo de las drogas.
Law suspiró y tomó su teléfono.
Llamó una vez.
Nada.
Otro intento.
Nada.
Un último intento.
Otra vez, nada.
—No me atiende.
—Está enojado.
—Claro que está enojado. Con nosotros por cuestionarlo, con Sanji por regañarlo, suspenderlo y no visitarlo después de la sobredosis… y consigo mismo, bueno, porque así completa el círculo —explicó Robin.
Chopper se agarró la cabeza, rascándose con desesperación.
—¡Ahhh! ¡¿Qué hacemos?!
—Iré a buscarlo a su casa —dijo Law—. Estén atentos a sus teléfonos. Quizás no quiera venir, pero puede dar instrucciones desde allá.
Había una vez un peliverde al que cierto rubio insistía en llamar marimo , y al que constantemente había que vigilar, porque si se le dejaba solo era capaz de desatar el caos sin siquiera darse cuenta.
A veces, ese marimo tomaba decisiones terribles, como provocarse una sobredosis solo para probar un punto.
Y cuando las cosas no salían como él quería, se enfadaba, rompía un poco el corazón de su príncipe encantador, y luego se encerraba en su guarida a masticar su molestia con rabia muda.
Por eso, al marimo siempre había que ir a buscarlo, traerlo de regreso y recordarle que no podía ser una
drama queen
cuando además había sido un idiota.
Así que, cuando el timbre de su departamento lo sacó de su fastidio —ese que rumiaba envuelto en un montón de mantas—, gruñó feo. No tenía ganas de levantarse. Quería quedarse en su nido de rabia hasta que pasara su semana de suspensión.
Sin embargo, el sujeto afuera no se rindió con el timbre. Insistía.
Zoro tuvo que usar todas sus fuerzas para arrastrarse fuera de la cama y abrir la puerta, esperando poder espantar a quien fuera que hubiera osado molestarlo.
Law se apoyó en la puerta mientras miraba sus propios pies, esperando. Escuchó las pisadas pesadas de Zoro acercándose desde el fondo del departamento, hasta que se detuvieron justo frente a la entrada.
La puerta se abrió apenas, con pesadez.
—¿Qué? —gruñó Zoro.
—Tenías razón. Usa drogas.
—Dime algo que no sepa.
Law suspiró.
—Déjame pasar y hablemos.
—No.
—Zoro, tenías razón. ¿Qué más quieres?
Zoro abrió la boca.
Si se hubiera atrevido, lo habría dicho:
"Quiero que el rubio venga y me cuide porque me siento mal, me duele todo y esta es, probablemente, la peor resaca de mi vida."
Pero no era tan valiente como creía, así que la cerró de inmediato.
Law sabía que iba por ahí. Que su fastidio tenía nombre, rulos dorados y un delantal ajustado.
—Apártate.
—No —volvió a gruñir, como un niño malcriado.
—Hablaré con Sanji para que te levante la sanción... tú sabes que a mí me escucha un poco más.
Zoro desvió la mirada por un momento. Finalmente, se hizo a un lado y lo dejó pasar.
Law echó un vistazo al departamento.
Amplio, con una cocina al fondo —demasiado bien pensada para alguien que apenas cocinaba—, un sofá que se veía excesivamente cómodo, libros repartidos con desorden estudiado en el librero, una alfombra un poco arrugada, y tres katanas colgadas en la pared.
Era un caos… pero uno que tenía sentido.
Un desorden ordenado.
—Te ves como la mierda —dijo Law, dejando su bolso en la mesa de centro.
—Pues tú no eres rubio ni de ojos azules —murmuró Zoro, sin siquiera disimular su mal humor.
Law bufó, divertido, y echó una mirada a la cocina.
—¿Has comido? ¿Te has mantenido hidratado al menos?
—Grr... sí, ya déjame...
—Hablo de agua y comida , no de tramadol y cerveza .
Zoro desvió la mirada, culpable y molesto.
Law caminó hacia la cocina con paso firme, mientras Zoro lo seguía sin mucha convicción. El médico comenzó a limpiar el mesón como si fuera su propio espacio. Abría cajones con confianza, encendía el fuego sin preguntar, y pensaba.
Pensaba en cómo explicarle a Zoro que había tenido razón.
Y en qué, exactamente, había tenido razón.
Law puso una olla con agua a hervir y buscó sin pedir permiso un poco de arroz y algunas verduras que aún se salvaban en el refrigerador. Zoro se dejó caer en la silla del comedor con cara de perro pateado, envuelto aún en la manta con la que había abierto la puerta.
—Encontramos la droga —dijo Law mientras picaba cebolla con precisión quirúrgica—. Tusi. La confirmamos en el examen toxicológico de Simon.
Zoro no dijo nada, pero apretó los dientes.
—¿Y? —gruñó.
—Y… eso no explica todo. De hecho, explica muy poco . Los síntomas que tiene no calzan del todo con la sobredosis. O al menos no solo con eso.
—¿Entonces? —Zoro lo miraba desde la mesa, sin moverse.
Law se giró un momento para verlo.
—Repetimos todos los análisis: hemograma, PCR, anticuerpos antinucleares, ANCA, función renal, perfil hepático, coagulación. Todo. Buscando algo autoinmune, algo vascular, lo que sea.
Zoro alzó una ceja, interesado a pesar de sí mismo.
—¿Y?
— Nada . Todo sale normal o dentro de rangos. Pero el cuerpo no miente. Tiene fiebre, inflamación en ganglios, ojos saliéndose de las órbitas, sudoración, arritmia...
—O sea, se está pudriendo desde adentro, pero los exámenes dicen que está de maravilla.
—Exacto —Law suspiró y tiró la cebolla al sartén—. Por eso estamos en un callejón sin salida. Todos los caminos nos llevan a pensar que algo está dañando sus vasos sanguíneos, pero no logramos encontrar el origen.
Zoro apretó la manta con una mano.
—Y yo tenía razón desde el inicio. Drogas.
—Tenías razón —repitió Law sin sarcasmo—. Pero también estabas viendo más allá de eso.
El silencio se instaló un segundo. El sonido del arroz cayendo en el agua hirviendo llenó el espacio. Zoro bajó la cabeza, como si estuviera considerando hablar… pero no lo hizo.
—Robin cree que es una vasculitis activa, agravada por el consumo. Pero el problema es que no sabemos si es primaria o secundaria. No tenemos base.
Zoro se frotó el rostro con frustración.
—Entonces tienen que buscar el trigger . Algo lo activó.
—Exacto. Pero estamos ciegos. Sanji se está volviendo loco tratando de mantener todo en orden sin ti, Robin ya empezó a morderse las uñas, y Chopper piensa que te echa de menos pero aún no lo quiere admitir.
Zoro soltó una risa breve.
—Sanji no me echa de menos.
Law no contestó. En vez de eso, revolvió la olla y sirvió un poco del arroz caliente con verduras en un plato, lo dejó frente a Zoro sin decir nada más, y fue a buscar un vaso de agua.
—Si quieres ayudar, lo mínimo es que comas.
Zoro miró el plato. Luego a Law. Luego al plato de nuevo. No dijo gracias, pero tampoco lo empujó. Tomó el tenedor.
Y comió.
Zoro comió en silencio los primeros bocados. Law no lo presionó, se limitó a revisar unos archivos en su tablet, esperando el momento exacto en que el peliverde abriera la boca.
Y como era de esperarse, Zoro habló.
—Lo que tiene Simon... no es solo una intoxicación. Es una reacción. Su cuerpo está atacándose a sí mismo.
Law lo miró de reojo, sin interrumpir.
—No es lupus, ni es Behçet, ni Kawasaki ni ninguna de esas mierdas autoinmunes que ya habrán descartado con el ANCA y los ANA.
—Correcto —asintió Law—. Nada ha salido.
—Porque no es primario . Es secundario . Lo activó algo externo. Y por eso la inflamación es tan desordenada, tan fea.
—¿El tusi?
Zoro asintió.
—El tusi fue la mecha. Probablemente tuvo una predisposición vascular latente, algo que ya estaba en su ADN, y el consumo de esa porquería inflamó el endotelio. Eso explica el edema, la fiebre, la taquicardia, la exfoltamia. Es una vasculitis secundaria inducida por drogas.
Law lo miró largo rato antes de hablar.
—¿Y cómo lo comprobamos?
— Biopsia de piel . Si la inflamación vascular está activa, la vasculatura dermal va a mostrar necrosis fibrinoide o leucocitoclasia. Y si es una vasculitis de pequeño vaso, se va a ver. También pidan crioglobulinas y complemento. El C3 y C4 deberían estar bajos si el sistema inmune está involucrado.
Law sonrió apenas.
—Robin dijo lo mismo sobre el complemento. Tú lo estás confirmando.
Zoro se paró a dejar su plato vacío en el mesón.
—Entonces no me necesitan. Díselo a ella. Y que hagan la biopsia ya.
Law sacó su teléfono y marcó en altavoz.
—¿Robin? ¿Estás con Chopper?
—Estoy. Y Chopper también, estamos con los registros abiertos. ¿Lo convenciste?
Zoro bufó desde el fondo.
—No. Pero voy a decirles qué hacer.
Robin sonrió, lo sabían aunque no la vieran.
—Te escuchamos.
Zoro se apoyó contra la pared, cruzado de brazos. Su tono fue firme, seco, el de un médico que daba órdenes que debían seguirse.
—Biopsia de piel ahora. Crioglobulinas, complemento C3 y C4, y repitan el proteinograma para ver si hay bandas monoclonales.
—¿Sospechas crioglobulinemia mixta? —preguntó Robin, ya escribiendo.
—Sí. Y si hay, empiecen corticoides de inmediato. El tipo necesita inmunosupresión urgente.
Del otro lado de la línea, se escuchó a Chopper murmurar:
—¡Eso lo explicaría todo!
Robin intervino:
—Si sale la biopsia positiva, esto es vasculitis secundaria. Diagnóstico final.
Zoro asintió con una sonrisa apenas visible, más satisfacción que alegría. Su voz se suavizó apenas, lo suficiente para que Law lo notara.
—Eso es lo que tiene. Háganlo rápido. Si esperan, se puede complicar. El siguiente órgano podría ser el riñón o el cerebro.
Hubo un pequeño silencio antes de que Chopper hablara de nuevo, bajito, pero decidido:
—Voy a pagar los 130 berries.
—Recibido —dijo Robin—. Gracias, Zoro.
—No lo hago por ustedes —gruñó. Y cortó la llamada.
Law lo miró en silencio un segundo, antes de recoger el teléfono de la mesa.
—No lo haces por nosotros. Claro.
Zoro no respondió. Volvió al sofá, se dejó caer con la manta y cerró los ojos.
Pero por dentro, estaba tranquilo.
Porque tenía razón . Y eso, por ahora, era lo único que lo hacía sentirse un poco menos mal.
En el hospital, Robin y Chopper respiraron aliviados. Entonces, el teléfono volvió a sonar.
El nombre del llamante: Zoro .
Robin atendió con una ceja alzada.
—¿Olvidaste algo?
—Consiganle un buen oftalmólogo al pobre tipo... Va a necesitar que le reacomoden los globos oculares.
—Ew —murmuró Chopper desde atrás.
La llamada volvió a cortarse de inmediato.
×
Sanji cerró su laptop y miró el sillón en su casa. Estaba cansado, agotado, exhausto, harto... y todos sus derivados.
Cerró los ojos. Estaba tan cansado que ni siquiera tenía ganas de cocinar, y estaba tentado de llamar a su viejo para que le trajera algo.
Pero tampoco se sentía con ánimo de dar explicaciones sobre su cara de culo.
—Voy a envejecer antes de tiempo —murmuró, echando la cabeza hacia atrás y cerrando los ojos.
Entonces su teléfono sonó:
"Marimo idiota".
Sanji alzó el aparato y contestó la llamada.
—¿Qué?
—Resolví el caso.
—Estás suspendido, no puedes resolver nada desde casa.
—Sí puedo. Si no me crees, entonces llama a Robin o Chopper, a ver qué te dicen...
Luego de eso, la llamada se cortó.
Un mensaje llegó a los segundos:
"Ni siquiera necesito estar en el hospital para salvar a un paciente."
Sanji apretó el teléfono en su mano como si pudiera romperlo.
Zoro lo desafiaba constantemente, y no podía evitar preguntarse si todo eso tenía que ver con el odio reprimido que debía tenerle por todo.
Por su ojo.
Por ser su jefe.
Bajó el teléfono con fuerza contra la mesa.
Se odiaba a sí mismo por quererlo.
Por estar tontamente enamorado de alguien que, claramente, no sentía nada por él.
Ficha Médica – Paciente: Simon D.
Edad: 30 años
Género: Alfa
Motivo de ingreso:
Pérdida de conciencia con caída desde altura. Lesión ocular severa con exoftalmia unilateral. Fiebre persistente, sudoración excesiva y signos de inflamación sistémica sin etiología clara en exámenes iniciales.
Antecedentes relevantes:
Paciente refiere buena salud previa.
Hallazgos toxicológicos posteriores revelan consumo reciente de tusi (mezcla de cocaína rosada con adulterantes como levamisol, ketamina y cafeína).
No refiere enfermedades autoinmunes previas.
Sintomatología inicial :
Exoftalmia unilateral.
Fiebre continua >38,5°C.
Poliartralgias (dolor articular generalizado).
Cansancio crónico.
Lesiones cutáneas eritematosas no pruriginosas en fase avanzada.
Disnea leve (sospecha de compromiso pulmonar).
Leve hematuria.
Diagnóstico final:
Vasculitis secundaria inducida por consumo de sustancias adulteradas (tusi).
Desencadenamiento inflamatorio vascular multisistémico a partir de la exposición a químicos que alteraron la respuesta inmune del paciente.
Tratamiento aplicado:
- Metilprednisolona IV (corticoides de alta potencia) – fase aguda.
- Evaluación con inmunólogo – seguimiento para tratamiento inmunosupresor en caso de recaídas.
- Atención oftalmológica urgente: se deriva a cirugía para reacomodo ocular y manejo de secuelas visuales.
- Hidratación, soporte hepático y monitoreo respiratorio.
- Intervención psiquiátrica por consumo recreativo oculto.
Pronóstico:
Reservado a corto plazo por daño ocular. Evolución favorable en fase inflamatoria. Alta prevista tras estabilización y planificación de cirugía oftalmológica.
Caso cerrado por:
Unidad de Diagnóstico Diferencial.
Médico principal: Dr. Roronoa Zoro.
×
La semana pasó rápido para Zoro, especialmente porque, aunque hubiese estado en el hospital cumpliendo sus turnos normales, probablemente no habría sido el mismo. Su cuerpo aún resentía un poco la sobredosis, aunque si le preguntaban, seguramente diría que no se arrepentía.
En realidad, nunca sabríamos si se arrepentía.
Y el primer día desde que volvió, los residentes —sobre todo ellos— lo miraban con algo de temor. Como si algo se avecinara. Algo que ni siquiera el marimo se esperaba. Algo que Sanji estaba usando para desquitarse.
Zoro marcó el inicio de su turno como cada día y se dirigió al ascensor para dejar sus cosas en su oficina.
No tenía ganas de ver al rubio… o eso habría dicho si le preguntaban, porque la verdad era que Sanji era la primera persona que quería ver.
No obstante, su orgullo le impedía ir a administración, aunque fuera solo para decirle que era un idiota.
Sacó el blister y se tragó tres pastillas sin agua, como solía hacer, antes de dejarse caer en la silla de su escritorio.
Entonces su teléfono vibró, y junto con eso, un extraño escalofrío le recorrió la espalda.
—Necesito que vengas a mi oficina. Tengo algo que decirte.
Zoro alzó una ceja.
"¿Algo que decirme?" repitió para sí, con desdén.
Suspiró.
Zoro regresó al primer piso, pero a medida que se acercaba a la oficina, por algún motivo, fue bajando la velocidad de sus pisadas.
Sentía las miradas de los internos como si fueran agujas clavándose en su espalda.
Justo antes de entrar, se dio la vuelta y les lanzó una mirada asesina.
Era como si supieran algo que él no.
Y eso… eso no le gustaba para nada.
Puso la mano en el pomo, y le pareció demasiado fría.
Aun así, se envalentonó y empujó la puerta.
Sanji estaba allí, acompañado de otro hombre.
Un señor mayor que tomaba té como si fuera lo más normal del mundo. Un hombre de pelo blanco y tieso, con un traje demasiado antiguo y quizás demasiadas arrugas.
Y por alguna razón, algo no le gustó de todo eso.
Sobre todo porque, cuando Sanji quería, podía fingir muy bien que nada estaba pasando. Como si todo esto hubiera estado concertado desde antes.
Y lo peor: Zoro se dio cuenta de que no iba a poder decir que no.
No sabía aún qué le dirían, pero sí sabía que no iba a poder negarse.
—Uhm —dijo, dudando, algo poco común en él—. Recibí tu mensaje.
Sanji sonrió encantadoramente, tanto que Zoro sintió una leve arritmia. Aun así, tragó con fuerza.
—Qué bueno que llegas. Siéntate. ¿Quieres té?
"Esto es nuevo", pensó Zoro mientras se acercaba al sofá y se dejaba caer junto a él. Lo miró de reojo, y luego al hombre, que también parecía bastante interesado en algo.
Pero Zoro ya lo sabía.
Estaba metido en una trampa.
—Este es el Dr. Hiruluk, director de los internistas de primer año de la universidad —explicó Sanji.
—Mucho gusto —respondió Zoro, y luego susurró, inaudible—: Supongo…
El doctor extendió la mano para saludar.
—Mucho gusto. He escuchado mucho de usted y sus métodos "innovadores", doctor Roronoa.
Ok. Esto definitivamente no era bueno.
—¿Gracias...?
Hiruluk sonrió y miró a Sanji, esperando que él explicara la razón de su visita.
—El Dr. Hiruluk está próximo a retirarse, tanto de la educación como de la medicina, lo cual deja su puesto como coordinador y jefe de docencia vacante —explicó Sanji.
Zoro asintió.
“Oh, Dios. Esto no me va a gustar.”
—El doctor está preocupado, porque necesita a alguien tan experto como él para mantener la educación de los futuros médicos que hacen sus prácticas aquí… y ha escuchado mucho de ti.
—La verdad estoy muy ilusionado con que alguien como tú tome mi puesto… Entiendo que tienes buenas actitudes de liderazgo y una amplia práctica en diagnóstico, lo cual sería muy útil para los nuevos doctores…
Zoro giró la cabeza hacia Sanji como si, de pronto, le hubiera dado tortícolis.
—¿Qué? —preguntó con un tono completamente plano.
—El doctor está ofreciéndote tomar su puesto a partir de ahora, y la verdad, yo estoy de acuerdo con ello —dijo Sanji, tomando un sorbo de té negro como si tuviera todo el poder del mundo sobre él.
Traducción (mental de Zoro): Te condeno a trabajar con internistas apestosos a leche materna y no tienes escapatoria. O aceptas... o te haré pagar peor.
Zoro se aclaró la garganta.
—Creo que me gustaría pensarlo...
—No hay nada que pensar —respondió Sanji sin mirarlo siquiera.
—Esto podría terminar en Recursos Humanos —agregó Zoro, y ya no era una arritmia, era una subida de presión en tiempo real.
—Claro que no —intervino Hiruluk con una sonrisa—. Estoy seguro de que lo harás excelente.
Zoro estaba a punto de explotar.
Literalmente, explotar.
Se llevó la mano al bolsillo y apretó el blister con fuerza.
El ojo... había empezado a dolerle.
—Más de un internista podría salir severamente dañado de la experiencia —dijo Zoro—. Muy dañado.
—Para nada. Vas a ser un profesor perfecto —Sanji sonrió, pero ya no fue encantador. Fue aterrador.
—¿Podemos hablar en privado? —preguntó Zoro, entre dientes.
Se quedaron mirando. El silencio se volvió denso.
Sanji se giró hacia Hiruluk y dijo con tranquilidad:
—No se preocupe, doctor. Haré los arreglos. Zoro tomará el cargo como jefe de docencia.
Después de que se despidieron del doctor, Zoro miró a Sanji.
—¿Qué hiciste, rubio de mierda? —soltó en dos segundos.
—Nada —respondió Sanji, con inocencia forzada.
—¿Nada? ¿Ascenderme a mi peor pesadilla es “nada”?
Sanji caminó hasta su escritorio, revisando algunas carpetas mientras hablaba:
—Un ascenso es más dinero...
—Si quisiera más dinero, lo diría.
—Bueno, con más dinero puedes tener pasatiempos nuevos —comentó Sanji—. Cómo probar nuevas drogas recreativas...
—Eso fue por la ciencia.
—Y fue estúpido.
Zoro se quedó callado un momento.
—Bien. ¿Más dinero? Me lo gasto en putas...
Sanji se quedó quieto. Eso había sido un golpe bajo.
—Puedes usar tu dinero como quieras... —dijo finalmente.
—Las traeré a mi oficina.
Sanji se encogió de hombros.
—No tengo nada que decir.
Le tendió una carpeta roja.
—Paciente de nueve años. Beta. Ingresó por dolor abdominal constante.
—Que le den un diaren.
—Con sangrado en la orina.
—Problemas en los riñones.
—Y crisis de ausencia.
—Neurológico.
—La atenderás de todos modos.
—Dile a otro.
—Es tu trabajo.
—No.
—Sí.
—Que te den...
—Hazlo tú.
Zoro apretó los dientes. Había tensión en el aire, densa, insoportable. Lo miró un segundo más, clavando los ojos en él como si pudiera romperlo, y dio un paso en su dirección. Lo habría arrinconado, lo habría acorralado contra esa maldita pared y le habría dicho exactamente lo que pensaba —con la boca, con el cuerpo, con rabia y deseo— si no supiera que era una pésima idea.
Gruñó por lo bajo, se dio la vuelta y salió sin decir nada más.
Zoro salió dando zancadas, le lanzó una mirada de odio a los internos que lo observaban con nerviosismo y subió por las escaleras hasta el cuarto piso, donde estaba su oficina.
Lo hizo a pie por una razón simple:
De alguna manera tenía que sacarse el calentón que le provocaba el omega de sus sueños húmedos.
Law y Robin estaban sentados en la mesa principal de la oficina de reuniones cuando Zoro entró con cara de pocos amigos y dejó caer la carpeta roja sobre la mesa como si la gravedad pudiera destruir el hospital.
Torao alzó la vista de su libro y comentó:
—Diagnóstico: frustración sexual.
—Diagnóstico: no puede cogerse al jefe porque no tiene los huevos —añadió Robin, como si fuera la conclusión lógica.
Zoro abrió la boca, iba a defenderse... pero no había nada que defender.
Chopper entró corriendo y se lanzó sobre Zoro, colgándose de su cuello con alegría:
—¡Felicidades por tu ascenso! ¡Nuevo jefe de docencia!
Zoro se tensó.
Maldito. Ascenso. Maldito. Estúpido. Sensual. Rubio. De. Mierda.
—¡Felicidades, director! —dijeron Law y Robin a la vez, con esa alegría lúgubre que los caracterizaba.
—No se pongan tan felices. No pretendo conservarlo —gruñó Zoro, mientras trataba de soltarse a Chopper de encima sin mucho éxito.
Zoro suspiró y se dirigió a la cocinilla a prepararse un café.
—Mocosa de nueve años, beta, sangra por el culo y tiene crisis de ausencia. ¿Diagnóstico diferencial para “probablemente sean sus riñones”? —preguntó, sin mirarlos.
Los tres doctores se miraron.
—¿Por qué Sanji te dio un caso así? —preguntó Law, arqueando una ceja.
—¿No es obvio? Esto es un castigo. El rubio necesita recordarme que tiene poder sobre mí... y sobre mis pelotas. Por eso me da casos fáciles, esperando que me confíe y falle.
—Eso es muy rebuscado, ¿no crees? —intervino Chopper, abriendo la carpeta.
—Es como funciona la mente de un omega con delirios de grandeza —zanjó Zoro, dándole un trago amargo al café.
Chopper suspiró y le pasó la carpeta a Robin. Ella la revisó un momento.
—No leíste todo el historial, ¿verdad?
Zoro se metió dos pastillas en la boca sin contestar.
—Ese es su trabajo, no el mío —murmuró.
Todos suspiraron al mismo tiempo, como si acabaran de envejecer diez años.
—En fin —dijo Robin, hojeando las hojas—. Riñones, sangrado, exámenes...
Zoro chasqueó la lengua y se dejó caer en una de las sillas mientras Robin hojeaba la carpeta.
—Beta de nueve años, con sangrado rectal, dolor abdominal constante y crisis de ausencia —resumió ella en voz alta—. Los síntomas llevan tres semanas.
Law se pasó la mano por la mandíbula.
—¿Ya hay pruebas hechas?
—Solo básicas —dijo Robin—. Hemograma, PCR, orina, glucosa, scanner de abdomen. Nada que destaque.
Zoro gruñó, frustrado.
—Vamos con los exámenes primero, no creo que sea más grave que eso.
—Bueno, hagan lo suyo y me informan —dijo Zoro, levantándose de su silla mientras estiraba el cuello con desgano.
—¿Y tú a dónde vas? —preguntó Chopper, con legítima preocupación.
—Lo más lejos posible del hospital —respondió Zoro, abriendo la puerta.
El grupo lo vio marcharse en silencio.
Y volvió a perder, colectivamente, otros diez años de vida.
Mientras Zoro se dirigía al ascensor, con el pensamiento firme de que los mejores lugares para esconderse eran la morgue o el estacionamiento subterráneo, su teléfono vibró.
Lo sacó sin detenerse, con la esperanza mínima de que fuera una notificación sin importancia.
"Tus estudiantes te esperan."
El mensaje estaba firmado con un simple punto.
Sanji.
Zoro se quedó quieto un segundo. La vena de su sien palpitó.
—Maldito rubio con complejo de inferioridad omega de mierda —murmuró, apretando el teléfono como si pudiera quebrarlo con la fuerza de su odio (o calentura, dependiendo del minuto).
Se dio la vuelta en seco.
No iba a esconderse.
No hoy.
¿Querían que hiciera de profesor? Muy bien. Entonces sería el más terrorífico que pudiera imaginarse.
Tan horrible, tan desagradable, que Ricitos acabaría quitándolo del puesto porque dejaría a todos los estudiantes con receta psiquiátrica y pastillas para la ansiedad.
Así que, cuando abrió la puerta del aula, Sanji ya lo esperaba dentro, con el grupo de internos de pie, formaditos como buenos niños.
Llenos de ilusiones, esperanzas, y sueños.
Perfecto.
Zoro estaba más que listo para aplastarlos. Y por supuesto, destruirlos.
Como en toda universidad prestigiosa, sólo unos pocos llegaban al nivel de ser internos en la facultad médica de Grand Line.
En este caso, eran cinco.
Uno, un chico de gafas con el pelo rosa.
Dos, una chica guapa de cabello aguamarina que resaltaba más de la cuenta.
Tres, una joven de lentes con el cabello negro-azulado.
Cuatro, un rubio de melena larga.
Y cinco… un tipo de pecas, cabello negro, algo mayor que los demás.
Zoro lo reconoció de inmediato.
Era el hermano de Luffy.
Ace.
Ya no le gustó.
¿Cómo lo torturaba sin que Luffy se sintiera mal por ello?
Meh.
Le daba igual.
Lo haría de todos modos.
Zoro se paró junto a Sanji con cara de pocos amigos, los brazos cruzados, y ese típico lenguaje corporal de alguien que no estaba dispuesto. Ni pensaba estarlo.
Sanji se aclaró la garganta, y los murmullos en la sala se apagaron al instante.
—Bienvenidos a todos los nuevos internos de esta generación 202X —dijo el rubio con excelente actitud, alegre, como si esto fuera una de las mejores experiencias de toda su vida—.
—Soy Sanji Black, administrador de nuestro hospital universitario y decano de la facultad de medicina.
Les presento al doctor Roronoa Zoro, jefe del departamento de diagnóstico diferencial y, recientemente, nombrado director de prácticas clínicas.
Él será su profesor desde este semestre… hasta que finalicen esta etapa de su formación.
Dicho esto, Sanji lo miró con una gran sonrisa. Una de esas sonrisas suyas que Zoro no supo si quería destruir a espadazos…
…o a besos.
—Doctor Roronoa —añadió Sanji con dulzura venenosa—, ¿quiere dirigirse a sus nuevos estudiantes?
Zoro suspiró, miró al grupo con claro desprecio y dijo:
—Voy a saltarme las presentaciones. Estoy aquí, soy miserable, los odio a todos, y ustedes van a pagar por eso. Bienvenidos al infierno.
El grupo se tensó de inmediato, como si se hubieran convertido en soldados a punto de entrar en combate.
—Tienen cinco minutos para presentarse en la clínica gratuita. Si tardan más, tendrán la calificación mínima.
Los internos salieron disparados, como si estuvieran evacuando un incendio.
Zoro y Sanji se quedaron solos.
—¿Podías espantarlos más? —preguntó el rubio con una ceja alzada.
—¿Tú crees?
—Mejor pregunto si querías traumatizarlos de por vida.
—¿Querías que fuera su profesor? Pues esto es lo que obtienes… —dijo Zoro, saliendo por la puerta sin mirarlo siquiera.
Los estudiantes no supieron cómo, pero Zoro ya estaba allí, esperándolos. Todos vestían ropa médica y bata blanca, excepto uno.
Ace.
—Tú —dijo Zoro, cruzándose de brazos—. ¿Dónde está tu bata blanca?
Ace se rascó la cabeza.
—Uhm... la olvidé.
Sonrió, encantadoramente, y eso a Zoro no le gustó ni un poco.
—Menos treinta puntos de tu calificación final.
Ace se quedó blanco.
—Algunas reglas —dijo Zoro, comenzando a caminar de un lado a otro, como depredador enjaulado—: mientras estén bajo mi cuidado, no tienen nombre, no tienen vida, no tienen derechos y no son humanos.
No me molesten a menos que maten a alguien. Si tienen dudas, más vale que sean útiles. Si no, empiecen desde ya con la bibliografía obligatoria.
No acepto lloriqueos, ni quejas, ni sugerencias, ni reclamos. Aquí se vienen a buscar la vida. No soy su niñera. Espero que eso les quede claro.
El grupo volvió a mirarse entre sí, con un terror compartido y mudo.
—Y más les vale traer la maldita bata.
La chica de gafas y cabello negro azulado alzó tímidamente la mano.
—¿Qué? —dijo Zoro sin frenar su andar.
—Pero... usted no usa bata...
Zoro se detuvo, giró sobre sus talones y la miró como si fuera una cucaracha osada.
—Para ustedes, yo soy Dios. Así que puedo hacer lo que quiera. ¿Queda claro?
Silencio.
—¿¡QUEDA CLARO!?
—¡Sí, señor!
—Muy bien... —agregó Zoro, nada satisfecho.
Entonces dirigió la vista a la sala de espera, llena hasta el techo de pacientes.
—¡Felicidades, queridos pacientes! Todos los que necesiten enemas, vayan a las salas de exámenes de la uno a la cinco. Estos amables estudiantes de medicina se los realizarán de forma gratuita.
La cara de asco de los internos no se hizo esperar. Se quedaron inmovilizados, en shock.
—¿Qué esperan?
De inmediato, el grupo se puso en movimiento.
Zoro se quedó unos momentos observando cómo los estudiantes, uno a uno, se adueñaban de una sala y comenzaban a llamar a los pacientes, gracias a la nómina que la enfermera les había entregado por lástima.
Cuando vio que agarraban más o menos el ritmo, decidió dejarlos solos.
Pero no del todo.
Porque iba a desquitarse.
Iba a desquitarse tanto que esos pobres estudiantes se arrepentirían, no solo de haber aceptado la práctica clínica, sino de haber elegido estudiar medicina en primer lugar.
Zoro se quedó de pie fuera de la clínica gratuita ojeando su teléfono como si no tuviera nada más que hacer, aunque sí tenía bastante que hacer. Pero no descansaría, se lo había propuesto:
Su trabajo no era educar.
Era traumar.
Joder cada maldito momento de aprendizaje de esos pobres mortales.
—¿Qué haces aquí parado?
La voz de Law lo sacó de su ensimismamiento.
—Enseñar…
Torao miró a todos lados, entre confundido y medio harto.
—¿A quién?
Zoro señaló con el pulgar las puertas de la clínica gratuita.
—¿Enemas?
Zoro asintió.
—Eres terrible.
—De eso se trata.
—Voy a irme —dijo Law, pero no se movió.
Zoro miró la hora.
—Hora del show. ¿Quieres ver estudiantes llorar sangre?
Law se encogió de hombros y lo siguió, porque claro que sí.
Zoro se acercó a la enfermera.
—¿Cuántos pacientes han atendido hasta ahora?
La mujer miró la nómina con nerviosismo.
—Diez pacientes entre los cinco…
—¿En promedio dos por cabeza? ¿Qué hicieron, una ceremonia de iniciación con cada uno?
—Zoro… son novatos —intervino Law sin despegar la vista de su teléfono.
—Exacto. De eso se trata.
Sin decir más, Zoro se dirigió hacia las salas. Fue pasando una por una, obligándolos a salir al pasillo. Hacía calor. Todos sudados, nerviosos, con expresión de asco o derrota.
Los hizo alinearse en fila. Una fila patética.
—¿Qué pasa? ¿Ya se rinden?
Todos negaron con la cabeza. Ace tragó saliva. El chico de gafas estaba pálido. La de cabello aguamarina tenía los guantes al revés.
Zoro los escaneó con la mirada, lento, cruel.
—¿Esa bata arrugada es tu forma de representar a esta universidad? —le dijo al rubio delgado.
Se giró hacia la de lentes y cabello negro azulado.
—¿Sabes que tu etiqueta dice “estudiante de veterinaria”? A lo mejor te confundiste de edificio.
Luego a Ace:
—¿Te estás secando el sudor con la manga? Qué asco. ¿Quieres una camilla? ¿Un pañal?
Nadie se atrevía a hablar. Solo escuchaban. Tragaban.
—Están hechos un asco. Reúnanse en la sala seis. Ahora.
Corrieron como si les fuera la vida en ello, saltando charcos de desinfectante y tropezando con sillas. Law se cruzó de brazos, conteniendo una sonrisa malvada.
—Estás disfrutando esto demasiado.
—¿Y tú no?
—No lo suficiente.
En cuanto desaparecieron, amontonándose en la puerta como si fueran más torpes de lo que parecían, una sonrisa siniestra apareció en el rostro del marimo.
—Eres una persona horrible —dijo Law, serio.
—¿Realmente crees que eso me va a detener?
—No.
Zoro se dirigió a la sala seis, donde los pobres internos ya estaban alineados otra vez, igual de patéticos que antes.
Los inspeccionó sin decir palabra.
La chica de gafas tenía la bata al revés.
La de cabello aguamarina seguía con los guantes sucios puestos.
Ace tenía un tic nervioso en el ojo.
El de cabello rosa tenía una mancha sospechosa en la manga, que preferían no identificar.
Y el rubio de pelo largo temblaba como si hubiera visto la muerte… y tal vez la estaba viendo.
Zoro guardó silencio. Ese silencio. El que anticipaba daños psicológicos graves e irreversibles.
Clavó la mirada en el chico de cabello rosa.
—Tú. ¿Por qué escogiste medicina?
El chico se irguió, tragó saliva, intentó hablar.
—Eh... y-yo... eh...
—Demasiado lento —interrumpió sin pestañear.
—Tú —dijo, girándose a la chica de cabello negro.
—¿¡Yo!?
—Dios… —murmuró Zoro, sin ocultar el asco.
Cuando llegó a la de cabello aguamarina, ni siquiera preguntó. Esperaba que hubiera captado la dinámica. Pero se quedó muda. Intimidada. Paralizada.
Zoro se giró hacia Law, sin pena alguna.
—Esta es medio estúpida.
Law asintió, sin levantar la vista de su teléfono.
Zoro miró al chico rubio.
—¡Para ayudar a las personas! —soltó de golpe, como si gritándolo lo hiciera sonar mejor.
—Te equivocaste de profesión —respondió seco, ya caminando al siguiente.
Ace.
—¿Y tú?
—Me pareció divertido.
—Este también es idiota.
Silencio. Los internos se miraron entre sí, pálidos, sudados, tragando miedo. Law levantó la vista apenas, sin disimular su diversión.
Zoro cruzó los brazos.
—Si alguno sobrevive al semestre, será un milagro. Pero milagros no hacen falta. Lo que hace falta es que aprendan a no ser unos malditos inútiles.
Y con eso, sonrió. Una sonrisa que ninguno de ellos olvidaría.
—Siguiente tarea —dijo Zoro, cruzándose de brazos—. Ya que no pueden hacer un enema como la gente, en el sexto piso hubo un código marrón. Necesito que limpien el laboratorio.
—¿Código marrón? —preguntó Ace, confundido.
—Caca —aclaró Law, alzando la vista hacia él con toda la calma del mundo.
Todos tragaron saliva al mismo tiempo.
—Van a dejar ese laboratorio brillante. Eso vale un diez por ciento de su calificación final.
La chica de cabello aguamarina alzó tímidamente la mano.
—¿Qué? —bufó Zoro.
—Uhm… profesor… ¿Cuál es su método para evaluarnos?
—¿Tu nombre?
—H-Hiyori…
—Mi método depende de lo que me salga de las pelotas, Hiyori. ¿Alguna otra duda?
Ella negó con la cabeza, llena de pánico.
El grupo entero quedó congelado por un segundo. Una estática de terror colectivo.
—¿¡Qué esperan!? ¡¡Largo!!
Todos salieron disparados como ratones escapando del incendio de su madriguera.
Minutos después, los cinco internos se toparon con el infierno.
El código marrón era caca. Pero no cualquier caca: era nivel “ni el infierno es tan tenebroso”. Buscaron mopas, toallas, escobillas, mascarillas y empezaron a trabajar.
Primero en silencio. Luego, poco a poco, empezaron a hablar.
—Parece que Zoro nos odia —dijo Ace, levantando una toalla con un líquido que no valía la pena analizar.
—¿Zoro? —preguntó la chica de cabello negro.
—Es el mejor amigo de mi hermanito, él es el jefe de enfermería aquí… Soy Ace, por cierto.
La chica asintió.
—Soy Tashigi. ¿Y si hacemos una pausa para presentarnos?
Los otros tres asintieron y detuvieron el trabajo.
El chico de cabello rosa levantó la mano.
—Mi nombre es Koby, tengo veintitrés años y vengo de la ciudad East Blue. Quiero especializarme en cirugía torácica.
El siguiente fue el rubio:
—Mucho gusto, mi nombre es Helmeppo, también tengo veintitrés, y quiero especializarme en neurología.
Después habló la chica de cabello aguamarina:
—Mi nombre es Hiyori y quiero especializarme en diagnóstico diferencial...
Todos la miraron.
—¿Enloqueciste? —preguntó Tashigi.
—¿Por qué?
—Zoro, el rey del infierno, es diagnosta. ¡Y mira cómo nos tiene! ¡Limpiando mierda! ¡Y es literal!
Ace soltó una risilla.
—Seguro tiene un objetivo.
—¿Torturarnos? —preguntó Helmeppo.
—Nah, seguro que sacamos algo de todo esto…
—¿Y qué especialidad podría tener relación con recoger esto a riesgo de contraer hepatitis B?
Ace se encogió de hombros.
—Bueno, yo quiero ser médico de emergencias. Creo que me sirve acostumbrarme a esto —dijo, señalando el desastre que los rodeaba.
—¿Cuál será tu especialidad, Tashigi?
—Pediatría.
—¿Ves? Los niños hacen mucha caca...
El grupo rió.
—No sé cómo vamos a sobrevivir a esto. Pareciera que quiere hacernos reprobar a propósito —se lamentó Koby.
—Seguro nos está probando... no nos rindamos aún —dijo Hiyori.
—¿Y si le decimos a Sanji? —comentó Helmeppo.
—Seguro que él apoya esta forma de enseñanza...
—¿Qué forma de enseñanza?
Una voz los hizo congelarse.
El grupo volteó.
Sanji estaba de pie en el umbral, con su ropa de atención en emergencias y su bata médica.
—Uhm… el profesor nos envió a limpiar aquí —respondió Tashigi, nerviosa.
Sanji miró a su alrededor. El sitio era un asco.
—¿Qué?
—Dijo que era un “código marrón”.
Sanji se pasó la mano por la cara.
—Dejen eso —dijo, agotado—. Vayan a asearse y almuercen. Zoro los esperará en el auditorio.
Todos se miraron entre sí.
—Pero… —dijo Koby, preocupado.
—Solo háganlo...
Los cinco asintieron con rapidez y salieron en silencio del laboratorio.
Sanji se quedó solo.
Observó el charco de desastre, la toalla olvidada en una esquina, el olor que atravesaba la mascarilla.
Suspiró.
Sacó su teléfono y escribió:
“¿Código marrón? ¿En serio, Zoro?”
Lo envió.
Y se apoyó contra la pared, con una mano en la frente, otra en la cintura.
Zoro no estaba lejos.
Se dirigía al auditorio mientras se acomodaba los auriculares bajo la capucha. No quería pensar.
No quería sentir.
No quería…
Bip.
Sacó el teléfono.
La pantalla decía:
"¿Código marrón? ¿En serio, Zoro?"
Frunció el ceño.
No por el mensaje.
Sino por el tono.
Por el cansancio que leyó en esas pocas palabras. Por lo mucho que conocía ese maldito “¿en serio?” de Sanji.
Y porque sabía que esa mirada la había usado con él.
Muchas veces.
Guardó el teléfono sin responder.
Lo metió al bolsillo.
Y murmuró para sí:
—No se puede ni joder a unos internos en paz sin que empiece a llorar el rubio...
Pero no sonó divertido.
Ni sarcástico.
Sonó jodido.
Como si no supiera en qué momento todo había dejado de ser un juego.
Prometo que era casualidad el hecho de que Zoro encontrara a Sanji en la sala de descanso.
(Spoiler: En realidad no lo era; Zoro conocía los tiempos del rubio mejor que nadie ).
Así que en cuanto entró, cerró la puerta con una seguridad innecesaria, casi teatral.
Sanji lo miró sin moverse. Tenía el cigarro terminado entre los dedos, el mentón apoyado en la mano y en el rostro una expresión que se debatía entre el agotamiento y el existencialismo.
—¿Cuestionas mi forma de enseñar? —preguntó Zoro, sin rodeos.
Sanji no tenía ganas de discutir, pero lo hizo igual.
—Eso no es enseñar. Es tortura.
Zoro se acercó a la mesa con paso firme y, sin decir palabra, golpeó la superficie con ambas manos abiertas. El ruido retumbó en la sala vacía.
—Tú me diste este puesto —dijo, con la voz baja pero firme—. Ahora, soportalo.
Sanji se levantó y lo miró con el ceño fruncido. Zoro creyó que alzaría la voz como solía hacerlo cuando le debatía, pero su tono fue sorprendentemente controlado.
—Están aprendiendo, Zoro. La idea es que sea una experiencia significativa para ellos, no puedes exponerlos a cosas para las que no están preparados aún.
—Si no están dispuestos a exponerse, es mejor que se retiren antes de desperdiciar su tiempo —rebatió Zoro, sin dudar.
—Zoro, ellos están dispuestos a ponerse en peligro solo para lograr sorprenderte.
El peliverde frunció aún más el ceño.
—Haces esto para castigarme.
—No es cierto. Esto no es un castigo.
—¿No? ¿Vas a decir que no es un desquite por lo de la sobredosis?
—¡No lo es! ¿Por qué no entiendes que… que...?
—¿¡Que qué, rizos!? ¡Dilo!
—¡Que me preocupo por ti, mierda!
Zoro apretó los dientes. En un solo movimiento, agarró a Sanji por la muñeca y lo lanzó contra el sofá de la sala de descanso.
El rubio abrió los ojos, sorprendido. Zoro estaba sobre él, demasiado cerca, demasiado intenso.
Si no fuera por los supresores, lo sabía… el celo se le habría adelantado.
Tragó saliva.
—No necesito tu lástima —escupió Zoro con los dientes apretados.
Sanji le sostuvo la mirada.
Esa maldita mirada.
Tan azul.
Tan clara.
Tan transparente que Zoro sentía que podía ver a través de él.
Porque Sanji era la única persona que podía verlo así.
Por completo. Sin defensas. Sin máscaras.
—No es lástima.
—Sí lo es. Es culpa, es lástima… es eso que sientes cada vez que me ves. Te pesa mirar al paciente que crees que arruinaste.
Los labios de Sanji temblaron.
Eso había sido un golpe bajo.
Muy bajo.
—Lárgate —susurró.
—No. Nunca vas a lograr que te haga caso —respondió Zoro con los dientes apretados.
Sanji forcejeó, pero de pronto sintió que perdía las fuerzas. Como si algo —o alguien— le drenara toda la energía.
—¡Zoro! —insistió el rubio.
Pero Zoro no respondió.
Estaba mirándole los labios.
Rosados.
Apresados por el temblor.
Apetitosos.
Y entonces se inclinó sobre él y lo besó.
Con hambre.
Con rabia.
Con deseo.
Con ese maldito amor que llevaba años intentando ocultar bajo toneladas de hostilidad.
Al principio Sanji se resistió.
El corazón le dolía.
No quería.
No podía.
Pero en algún momento, lo agarró por la camisa y lo atrajo hacia sí, como si no pudiera respirar si no lo tenía encima.
Zoro se presionó contra él, y un jadeo escapó de los labios del rubio. Las manos del peliverde comenzaron a explorar debajo de la ropa, con dedos que no temblaban pero sí temían.
Tocaron su piel.
Rozaron sus pezones.
Jugaron a tentar lo prohibido.
Y Sanji…
Sanji rodeó su cuello con los brazos como si el contacto que compartían no fuera suficiente.
Como si nunca lo fuera.
Como si estuviera al borde del abismo y lo único que podía salvarlo era Zoro.
Se separaron un momento, solo para respirar, y fue entonces que Sanji lo sintió.
El bulto.
Presionándose con descaro, con urgencia, con necesidad pura contra su entrepierna.
Zoro estaba duro.
Violentamente duro.
Y no se molestaba en disimularlo.
Zoro no se detuvo. No pensaba detenerse.
Tenía a Sanji bajo él, el cuerpo tenso, el aliento caliente en su cuello, y sus piernas abiertas sin terminar de cerrarse jamás.
Había rabia. Había deseo. Había dolor.
Pero lo que había sobre todo era necesidad.
—Me odias, ¿no? —le susurró al oído, ronco, mientras lo empujaba contra el sofá—. Me odias tanto que no puedes dejar de mirarme así.
Sanji lo miró de vuelta, el pecho subiendo y bajando rápido, los ojos tan azules como tormenta.
—Cállate y cógeme o vete de una vez.
—No te voy a coger.
—¿Qué...?
Zoro bajó la pelvis, duro, directo. El bulto en sus pantalones rozó la entrepierna de Sanji, que soltó un jadeo seco.
Y volvió a empujar. Fuerte.
Sanji echó la cabeza hacia atrás. El movimiento le sacó un gemido contenido, uno de esos que nunca le dejaba a nadie más.
Zoro lo agarró por la cintura, lo alzó apenas y lo sentó sobre él, con las piernas abiertas sobre sus muslos, los dos todavía vestidos pero completamente expuestos.
—Esto es peor —gruñó Sanji, mordiéndose los labios—. Esto es peor que coger.
—Entonces bájate —provocó Zoro.
—Ni cagando.
Y empezó a moverse.
El rubio se frotó contra él, buscó el bulto con precisión quirúrgica, con la misma técnica con la que operaba. Se restregó lento, luego rápido. Zoro apretó las manos contra sus caderas y lo guió, respirando por la boca.
Sanji gemía bajo su aliento, sus manos aferradas al cuello del peliverde, la pelvis subiendo y bajando, girando en círculos. El roce seco de los pantalones no impedía sentir el calor. El olor. El sudor que empezaba a surgir entre ellos.
Zoro le metió una mano bajo la camisa, rozando el abdomen, y luego subió hasta sus pezones. Los pellizcó sin aviso. Sanji se tensó.
—Z-Zoro…
—Mírame —ordenó.
Y Sanji lo hizo. Lo miró directo al ojo mientras se frotaba contra su polla erecta, mientras gemía y jadeaba y maldecía por lo bajo. Mientras el placer subía, caliente, sucio, incontrolable.
Zoro empezó a moverse también. Caderas contra caderas. Frotteo contra frotteo. El sofá crujía bajo ellos. El aire estaba espeso. Los pantalones apretaban pero no impedían nada.
Sanji jadeaba su nombre.
Zoro lo gruñía contra la boca.
Y aunque no se corrieron, estuvieron cerca. Muy cerca.
Cuando se detuvieron, sudaban. Respiraban agitados. Las frentes unidas.
Zoro no dijo nada.
Sanji sí.
—Hijo de puta. Me dejaste así.
—Vengate.
—Lo haré.
Se separaron.
Sanji se acomodó la ropa, tratando de recuperar la poca compostura que le quedaba, mientras Zoro se pasó la mano por el cabello, desesperado, intentando imaginar a Zeff con ropa de encaje para que se le bajara la erección de la manera más digna posible.
El silencio que se formó entre ellos fue raro, espeso, incómodo. Nunca habían ido tan lejos y tan rápido. Y ahora estaban ahí, jadeando, cargados de deseo no resuelto, pero sin atreverse a moverse.
Sanji tragó saliva. Sabía que tenía que decir algo, cualquier cosa, antes de que el aire empezara a oler a desesperación sexual reprimida.
—Me debes diez horas de clínica —dijo, secamente—. Y trata bien a los internos o te voy a quitar otra semana de sueldo. No sé qué vas a comer a fin de mes.
—A ti te voy a comer para fin de mes —dijo Zoro con una sonrisa sádica, lasciva, mordaz.
—¡Lárgate!
Zoro se marchó dando un portazo. Pero no cualquiera. Fue el portazo: el de un alfa frustrado, caliente, y emocionalmente malherido por su propia incapacidad de decir lo que siente con palabras que no impliquen sexo o sarcasmo. El portazo de alguien que era el rey de la frustración sexual en ese momento.
Zoro se encerró en el baño de alfas, cerrando la puerta con seguro. Apoyó la frente contra la pared de azulejos fríos mientras jadeaba. No podía más.
Se bajó el cierre con torpeza, la respiración entrecortada, el cuerpo tenso. Sus dedos bajaron por su abdomen y lo rodearon como si eso fuera a sacarlo del infierno en el que él mismo se había metido.
Intentó pensar en cualquier cosa que no fuera Sanji.
Fracasó.
El recuerdo del rubio fumando, despeinado, con la boca roja y los pantalones desabrochados, se le apareció de golpe. Sanji le había gruñido, lo había manoseado, lo había dejado con la piel en llamas. Todo por culpa de esa discusión, ese sofá, ese cigarro, esa lengua.
Zoro empezó a moverse rápido, apretando los dientes para no gemir, mordiéndose el antebrazo. Sentía la presión subiendo en su abdomen, el cuerpo gritando por liberar todo lo que llevaba conteniendo desde hace semanas.
Pero no podía.
Cerró los ojos con fuerza. Imaginó la lengua de Sanji, su voz grave, sus piernas abiertas, sus uñas marcándole la espalda. Imaginó gemidos. Suplicios. Feromonas espesas y el sabor a cigarro en su lengua.
Y aún así, nada.
No podía acabar.
Su mano tembló. Lo soltó, furioso, golpeando la pared con la otra. El jadeo que le salió fue más animal que humano.
—¡Maldito seas, Ricitos de mierda…! —escupió, bajo, casi como si fuera un rezo maldito entre dientes.
Se lavó la cara con agua helada, el corazón latiéndole a mil, el pantalón aún a medio subir. Tardó casi cinco minutos en verse al espejo y no querer romperlo.
Luego salió al pasillo con el ceño fruncido, la mandíbula tensa y la verga aún medio dura, caminando como si fuera a matar a alguien. Que el mundo se prepare, porque ahora Zoro estaba más caliente y más frustrado que nunca.
Y los internos... iban a pagar los platos rotos.
En cuanto los internos lo vieron, su primer pensamiento fue uno solo:
"¿Sobreviviremos para convertirnos en residentes?"
Nadie lo sabía con certeza. Pero sí notaron algo: Zoro no estaba feliz.
Y si Zoro no era feliz, ellos tampoco lo serían.
Y lo peor de todo: ese aún era su primer día.
Zoro los miró como si fueran menos que una cucaracha.
Y eso era peor.
En ese momento —en esa realidad alternativa y cruel donde él no había terminado lo que empezó— ellos no eran nada.
Ni polvo.
Ni células.
Ni siquiera átomos.
—¿Conocen la palabra "lealtad"? —preguntó Zoro, con voz tan fría que heló hasta los glóbulos blancos de los internos.
Todos asintieron al instante. Contestar ya no era una opción. Era una orden.
—Muy bien.
Se dio la vuelta, como si eso bastara. Como si ya hubiera terminado con ellos.
Pero no.
—Tú. El del pelo amarillo.
Define lealtad.
Helmeppo comenzó a temblar como un chihuahua bajo la lluvia.
Miró a Koby como si se estuviera despidiendo.
Sintió la boca seca, la tráquea cerrada, el alma bajando por el esófago.
Pero sabía que tenía que responder. Por su vida. Por su dignidad. Por lo que quedara de ella.
—A-aapoyo y... ¿fidelidad? —Más que una respuesta, fue una pregunta. Una nacida del pánico, de la duda absoluta. Como si de repente Helmeppo hubiera olvidado hasta cómo respirar.
Zoro alzó una ceja.
—Muy bien. Es exactamente eso.
Por un instante, Helmeppo respiró tranquilo. Iluso.
—Pero parece que ninguno de ustedes, hijos de perra, práctica esa palabra.
El grupo entero se hundió en sus sillas. Incluso Ace, que siempre parecía más relajado, contuvo el aliento.
Un silencio denso llenó la sala. Tan espeso que hasta el aire parecía querer escapar.
—Escúchenme bien, minions. Si alguno de ustedes se atreve, osa o incluso piensa en ir a llorarle al rubio sexy que se cree mamá pato...
Voy a joderle tanto la existencia que desearán volver a ser un maldito embrión. ¿Quedó claro?
Por un instante, la palabra sexy flotó en la sala. Pesada. Cargada. Delatora.
Pero nadie se atrevió a decir nada.
—¿Quieren aprender medicina?
Entonces prepárense. Porque voy a meterme tanto en sus mentes, que van a tener miedo de hasta pensar en traicionarme.
—¿Entendieron? —preguntó Zoro, cruzándose de brazos.
Silencio.
Silencio total.
El tipo de silencio que dolía. Que te hacía sudar.
—¿¡ENTENDIERON?! —rugió, con una furia tan cruda que hizo eco en las paredes del auditorio.
—¡S-sí, profesor! —respondieron varios, casi al unísono, con voces quebradas.
Zoro chasqueó la lengua.
—Y no me llamen profesor, lo odio.
Me llamo Zoro, ¿queda claro?
—¡S-sí, señor!
—Perfecto.
Así me gusta.
Y mientras los internos bajaban la mirada, tragando saliva y reprimiendo lágrimas de pánico, Zoro solo pensaba en una cosa:
Rubio maldito. Me debes un orgasmo.
—Hoy —dijo Zoro, con una voz pensativa, casi suave— voy a presentarles un caso clínico. Es sencillo. Tan sencillo que incluso un niño de jardín infantil podría resolverlo.
Todos se miraron entre sí. Por un segundo, solo un segundo, creyeron que Zoro estaba a punto de convertirse en un docente amable. Ilusos.
—Niña. Beta. Nueve años. Ingresada en pediatría para diagnóstico diferencial. Presenta dolor abdominal, crisis de ausencia y sangrado anal. —Zoro levantó la mirada, con una expresión neutral, tan neutral que daba más miedo que cualquier gesto furioso—. Primera pregunta: ¿qué exámenes solicitarían?
El silencio cayó como una lápida.
Nadie respiró.
Nadie quería ser el primero.
Todos sabían que, con Zoro, cualquier palabra mal dicha podía volverse una condena.
—Tic, tac... La paciente se muere —comentó, mirándolos uno a uno.
Helmeppo se encogía en su asiento, Tashigi enterraba el lápiz en su libreta, Hiyori mantenía la vista fija en la pizarra vacía, Koby quería llorar —tenía los ojos vidriosos— y Ace tenía la mandíbula tensa, como si estuviera frente a un incendio masivo.
Zoro se dirigió a la pizarra y dibujó a una niña bastante fea.
—Una niñita de nueve años con dolor abdominal... ¿Qué le podría estar pasando?
Hiyori levantó la mano con nerviosismo.
Zoro solo la miró, como si estuviera mirando una cucaracha.
—¿Palpar el estómago? ¿Examen físico?
Zoro alzó una ceja.
—¿Qué tipo de examen físico? ¿Una prueba de esfuerzo?
Hiyori se mordió los labios.
—¿Palpar el abdomen?
Zoro asintió con un movimiento de cabeza.
—¿Por qué dudas? ¿Te dan alergia los mocosos? ¡Por supuesto que un examen físico!
Se volvió a la pizarra, agarró el plumón como si fuera un arma y escribió con esa letra suya que parecía una mezcla entre jeroglífico y amenaza:
"Masas, inflamación, dolor en zonas específicas, abdomen endurecido."
Todos miraban la pizarra como si les estuvieran revelando el sentido de la vida.
—Entiendan bien esto: si dudan, un paciente muere, y esa muerte queda en sus manos.
Helmeppo tragó saliva.
Koby cerró los ojos un segundo.
Ace apretó los puños.
Tashigi anotaba frenética.
Nadie quería ser el próximo en equivocarse.
Se paseó de nuevo entre ellos, lento, implacable, como si inspeccionara ganado antes del matadero.
Uno por uno, los miró con esa cara que no decía nada, pero lo decía todo.
Helmeppo bajó la mirada. Tashigi tensó la mandíbula. Koby fingió escribir. Ace ni respiraba. Hiyori se aferraba al lápiz como si fuera un crucifijo.
Y entonces lo vio.
Un celular, mal escondido entre las carpetas.
Zoro lo tomó sin pedir permiso. La pantalla aún estaba encendida.
"Este tipo es el rey del infierno"
decía un mensaje abierto en la conversación grupal de los internos.
Zoro sonrió. Apenas un milímetro.
—¿Rey del infierno, ah? —dijo, en voz baja, casi amable.
Guardó el celular en el bolsillo.
—Pues bienvenidos a su reinado.
El teléfono.
De Ace.
Oh, no.
Ace supo entonces que estaba frito.
Zoro giró la cabeza lentamente, como si fuera el protagonista de una película de horror.
—¿Tuyo? —preguntó, sin levantar la voz.
Ace tragó saliva.
—Sí, jefe. Mío... señor. Zoro. Jefe Zoro.
Un silencio denso cayó sobre la sala.
Zoro sacó el celular de su bolsillo y lo levantó, como quien exhibe una prueba irrefutable en un juicio por traición.
—¿"Rey del infierno"? ¿Eso soy?
Ace intentó sonreír.
—Con cariño, claro. Tipo... título honorífico. Como… "el GOAT".
Zoro ladeó la cabeza.
—Qué bueno que eres bombero. Porque vas a tener que apagar el incendio que voy a hacer en tu vida, Ace.
Claro, los internos ya habían hecho un grupo de chat titulado “La Llorería”.
Zoro dejó caer el teléfono sobre el pupitre como si no fuera nada, como si no acabara de leer una confesión de odio en pantalla completa. Luego se cruzó de brazos, mirándolos con desprecio meticuloso.
—Examen físico. ¿Qué más?
Se miraron entre sí.
—¿O qué? ¿Solo se lo van a escribir por mensaje para que no me entere? —dijo con desdén, como si supiera exactamente qué grupo tenían y cómo se llamaba.
Zoro se les quedó mirando como si viera un animal extraño en el zoológico.
No se equivoquen, Zoro no se creía el mejor.
De hecho, él sabía que era un pésimo doctor.
No se le daba bien hablar con los pacientes sin cuestionarse la vida, no le agradaban los otros médicos y, la verdad, si se morían los pacientes tampoco era mucho lo que podía hacer.
El cuerpo humano no era perfecto, después de todo.
Y él tampoco.
Pero aun así, aunque no tuvo que matarse estudiando, entendía que tenía cierta responsabilidad en lo que hacía.
Y aunque no le gustaban los niños ni quería tenerlos cerca, tampoco iba a ser tan irresponsable como para dejar a un grupo de idiotas con la duda eterna de qué habrían tenido que hacer.
Con la culpa silenciosa que les crecería como un tumor en la conciencia.
Y no, ni siquiera ellos merecían esa tortura.
Se frotó la cara con ambas manos. A su manera, estaba agotado.
Pero el espectáculo debía continuar.
Se paró al frente.
Suspiró.
Y habló.
—En este orden.
Examen físico. Palpar abdomen. Revisar pupilas. Recabar información con la familia de la menor para formular hipótesis.
Intentar estabilizar a la niña y comenzar exámenes.
Se giró hacia ellos y alzó una ceja.
—Ahora, grupo de ineptos: ¿Qué exámenes? En este orden, para no agobiar su pequeño y frágil cuerpo.
Hemograma.
Análisis de sangre.
Parásitos en deposiciones.
Ecografía abdominal, porque podría ser una masa o una malformación del intestino, el hígado o los riñones. No pueden pasarlo por alto.
Electroencefalograma para descartar causas neurológicas.
Perfil renal y electrolitos, por si hay un desequilibrio que esté provocando las crisis.
Silencio absoluto.
Zoro afiló la voz como si empuñara una katana.
—Y no. No empiecen por la resonancia o el TAC como si fueran niños ricos jugando a los doctores.
El cuerpo se investiga. No se bombardea.
Alguien tragó saliva.
Nadie respiraba.
—¿Tienen idea lo que es una crisis de ausencia? ¿No?
Entonces devuelvan sus credenciales y váyanse a vender snacks al pasillo de neurología.
Después del esfuerzo psicológico que acababa de hacer, del agotamiento que arrastraba por tener que explicarle cosas básicas a un grupo de cabezas huecas —porque Zoro odiaba esto de ser profesor, porque ni en el kínder se molestó en enseñar nada—, se giró hacia la pizarra.
Con la parsimonia de un verdugo, escribió:
“Examen rectal.”
Los estudiantes se confundieron.
Zoro no había mencionado nada sobre exámenes rectales.
Entonces... ¿Qué estaba pasando?
Oh, no.
Oh, no. No. No.
—Ustedes —dijo con tono plano— con su incompetencia... mataron a la paciente.
Los patitos bebés de Sanji se hundieron más en la silla. Se encogieron como si quisieran desaparecer dentro de sus batas blancas.
—Van a ir a la clínica gratuita —continuó, tranquilo como una tumba— y harán exámenes rectales hasta que anochezca.
Y luego... —Zoro hizo una pausa cruel, deliciosa, letal— harán rotaciones en geriatría.
A ver si aprenden a tratar un intestino grueso. Y a reconocer el sabor de la muerte.
Hubo una sinfonía de tragos de saliva.
—Fuera. De. Aquí.
Salieron a trompicones, huyendo como si hacer exámenes rectales y ver viejos muriendo fuera mejor que nada.
Y en cuanto se fueron, Zoro sonrió.
Cruel.
Sádico.
Divertido.
Exámenes rectales.
Maravillosa manera de pasar la mitad de la tarde hasta el anochecer.
Zoro lo sabía y le daba igual si mamá pata (Sanji) le volvía a regañar por "maltratar a los internos".
De hecho, mejor, porque la actitud mandona del rubio le ponía.
×
Sanji se cambió de ropa en los vestidores compartidos. Pasó del traje formal habitual a los scrubs.
Era de esas personas que no conocían el concepto de “irse a casa a descansar”, y en cuanto podía, se metía a la clínica gratuita o se ofrecía en urgencias.
No era su obligación.
No le pagaban más por eso.
Pero siempre había sido una forma de escapar, de mantener la cabeza ocupada.
Si no hacía eso, se iba a la cocina a ayudar, se turnaba con Zeff cuando no estaba en su propio restaurante, y algunos llegaban a pensar que, quizás, Sanji vivía en el hospital.
De hecho, más de uno lo había atrapado durmiendo en las salas de descanso, o directamente en una camilla abandonada en algún pasillo vacío.
Al fin y al cabo, era médico. Y ese era su trabajo.
Eso… y le gustaba ayudar con lo que sabía.
Cocinando.
Apoyando en lo que podía.
Y más de una vez había atendido gratuitamente, no en la clínica gratuita, sino de forma pro bono , porque sí. Porque no podía evitarlo.
Básicamente, Sanji se esforzaba.
Por ser suficiente.
Por ser aceptado.
Por demostrar que valía para algo.
Por eso, no se permitía flaquear.
Porque si flaqueaba, sabía que se rompería.
Y él se había prometido no hacerlo, aunque le costara todo.
Absolutamente todo.
Así que se presentó en la clínica gratuita, sabiendo que aún quedaban muchos pacientes en espera.
Miró a su alrededor y notó que la enfermera tenía una expresión extraña.
Cinco salas de exámenes ocupadas.
Sanji se acercó a ella.
—¿Qué sucede, bella señorita? —preguntó con curiosidad, siguiendo su mirada.
Todas, puertas cerradas.
—Uhm... No sé cómo explicar esto, pero...
Antes de que la enfermera pudiera hablar, un grito agudo recorrió toda la sala, seguido de un “¡Lo siento!”.
Sanji alzó una ceja.
—Los internos están haciendo exámenes rectales —dijo la enfermera, cubriéndose la cara.
Sanji solo pudo pensar Zoro .
Se acercó a la puerta de donde había venido el grito y golpeó un par de veces.
—¡Sa-sala ocupada!
Una voz nerviosa rebotó contra la madera.
Sanji no sabía de quién era esa voz.
Pero era femenina. Y bonita.
Y probablemente no tenía idea de en qué se había metido.
Porque si era el castigo de Zoro…
...pobrecita.
—Soy el Dr. Sanji, voy a entrar…
Entró.
Y no le gustó lo que vio.
Nada en absoluto.
Caca.
Eso había.
Mucha caca.
Hiyori miró a Sanji como si fuera el fin de su práctica de interna, porque eso pensó.
¿Qué más podía pensar?
Bueno, eso y que estaba cubierta de caca.
Sanji miró al paciente —al que le temblaban las piernas— con una expresión para nada feliz.
—Uhm, creo que hubo un código marrón —dijo Hiyori.
Sanji se pasó las manos por la cara. Por un momento quiso darle la razón a Zoro.
Estos chicos necesitaban mucha ayuda.
El problema era que Zoro les estaba enseñando a buscarse la vida demasiado pronto… Quizás.
—¿Qué sucedió? —preguntó Sanji, aunque no hacía falta mirar mucho para entender el desastre.
—Le-le dije al paciente que se relajara... —respondió Hiyori, muerta del asco.
Sanji desvió la vista hacia el paciente.
—¿Se encuentra bien?
El hombre negó con la cabeza, pálido.
—Nunca me había sentido peor en toda mi vida, doctor...
Y tenía sentido. Nadie estaba ahí por gusto.
—Hiyori... ve a lavarte. Yo me hago cargo.
Ella asintió, avergonzada, y salió rápido. Quería evitar una regañada que quizás no vendría… o sí.
El pobre hombre yacía acostado de lado, con el pudor hecho trizas.
Sanji apretó el biper con resignación y escribió “código marrón” antes de enviarlo a Luffy. Probablemente era el único enfermero en todo el hospital en quien podía confiar para algo así. Mientras esperaba, preparó solución salina, guantes nuevos y varias toallitas desinfectantes para ayudar al hombre.
—De verdad lo siento… —murmuró el paciente, hecho un ovillo de vergüenza.
—Está bien. Yo me disculpo —Sanji intentó sonar tranquilo, aunque estaba considerando seriamente tirarse por la ventana—. Es una interna. Está aprendiendo. Supongo que tendré que hablar con ella… —una sombra amarga se dibujó en su rostro— y con su profesor.
—¿Ella está bien?
—Claro que sí, tranquilo. Esto pasa todo el tiempo —dijo Sanji con su mejor tono profesional mientras limpiaba con amabilidad lo que quedaba del accidente.
Luego colocó una manta sobre él.
—Espere un poco antes de vestirse. El examen puede hacerse mañana por la mañana, cuando llegue un médico más experimentado.
El hombre asintió, probablemente con un trauma gastrointestinal para toda la vida.
En eso, Luffy golpeó la puerta:
—¡Vengo por el código marrón!
—¡Pasa! —respondió Sanji de inmediato.
Luffy entró con su sonrisa de siempre, derramando cloro como si fuera agua bendita sobre los restos de la tragedia.
—Wow, vaya desastre...
El hombre tenía los ojos vidriosos. Luffy lo miró y dijo con amabilidad:
—No se preocupe, esto pasa más de lo que cree. Si nos dieran un millón de berries cada vez que ocurre, seríamos millonarios.
Sanji apenas logró esbozar una sonrisa. Al menos alguien podía tomárselo con calma.
—Voy a buscar a la interna para... eh... explicarle qué hacer en estos casos —dijo, mirando a Luffy—. Gracias.
—Shi shi shi… No se preocupe, una vez un bebé vomitó sobre Traffy. Lo bañó entero. Desde entonces, dice que no quiere tener hijos —soltó riendo—. Lo traumatizó más que su pasantía en neonatología, shi shi shi…
Sanji volvió a sonreír. Apenas.
Mientras Luffy comenzaba una conversación casual con el paciente —como si hablaran de verduras en el supermercado—, él se retiró sin hacer más preguntas.
La enfermera en la estación de control apuntó con el pulgar hacia el baño de omegas.
Sanji suspiró. Ahora tendría que consolar y enseñar.
Miró su biper.
“Me las vas a pagar, cabrón”
, pensó, mientras empujaba la puerta en busca de Hiyori.
Caminó hasta la puerta, inspiró hondo.
Solo dos horas más, y podría irse a casa a dormir y fingir que todo estaba bien.
Perfectamente.
Porque esto era totalmente común.
Porque lo que había pasado con Zoro en la sala de descanso, hace unas horas, había sido solo por el calor del momento.
Porque obviamente solo tenía que aprender a poner límites.
Y no volvería a pasar.
Jamás.
O quizás necesitaba un terapeuta para sobrellevar todo esto.
Entró al baño y miró a su alrededor. Revisó bajo los cubículos hasta que vio unas zapatillas blancas y un pantalón scrub celeste.
Tragó pesado. Cerró los ojos y buscó paciencia. La misma paciencia que solo le tenía a Zoro cuando la cagaba de manera monumental.
—Hiyori-chan... ¿Estás aquí?
No seamos ilusos. Intentó sonar como si no quisiera arrancarse la piel y remojarse en desinfectante.
Un pequeño sollozo le indicó que sí.
Caminó hasta el cubículo.
—¿Puedo entrar? —preguntó, todavía intentando modular el tono como si eso fuera a hacer alguna diferencia.
—S-sí...
Sanji empujó la puerta. Hiyori estaba sentada en el inodoro. Tenía los pantalones y parte de la camiseta empapados de caca. Una que no era suya. Y que olía a mapache muerto encerrado en un armario de una casa okupa.
Sí. Así de específico.
—Perdón... no sé qué hice mal... No sé por qué se hizo... caca...
Sanji suspiró.
—Está bien. Escucha, no hiciste nada malo, Hiyori-chan. Esto pasa mucho. Lo importante es mantener la calma. Si tú te asustas, también se asusta el paciente.
Hiyori asintió. Ni siquiera se había quitado los guantes de látex.
—¿Entonces no fue porque toqué algo mal?
Sanji negó con la cabeza.
—Probablemente el paciente no hizo bien la preparación previa al examen. Pasa más seguido de lo que crees.
Ella asintió otra vez.
Sanji suspiró. Ahora venía la parte del regaño.
—Pero, Hiyori... cuando estas cosas pasen, lo que tienes que hacer es quedarte. Calmada. Decirle al paciente que no se preocupe, porque ellos se sienten peor. Nadie quiere... cagarse frente a una chica tan bonita como tú. Tienes que actuar con normalidad, ayudarlo. Porque los pacientes, en estos casos, se paralizan. No saben cómo reaccionar. Lo mejor es tomarlo con amabilidad, ayudarlo a asearse, darle un momento de calma… y mandar un código marrón por el beeper para que alguien te asista.
Hiyori asintió en silencio, tragando saliva. Sanji continuó:
—Lo que no debes hacer es huir o mostrar miedo. Sí, vas a estar toda sucia, vas a oler mal. Pero eso lo solucionas después. Aquí estamos para los pacientes. Nosotros pasamos a segundo plano. Es parte del juramento.
Ella volvió a asentir.
—Me va a echar de la práctica...
Sanji sonrió.
—Por supuesto que no. Es solo algo de novato. Ahora ya sabes qué hacer. No volverá a pasarte.
—¿Y ahora qué? —preguntó ella.
—Ve a los vestidores, límpiate bien y cámbiate el scrub. Luego regresa. La sala ya está desinfectada y probablemente el paciente se fue. Pero si lo ves de nuevo, tienes que disculparte con él. No te voy a obligar esta vez, pero la próxima sí: eso es lo correcto. No debemos hacer sentir mal a los pacientes. Tenemos que hacerlos sentir seguros y en buenas manos.
Hiyori asintió una vez más.
—Gracias... uhm... profesor.
—Solo dime Sanji.
Ella rió bajito.
—Zoro también nos dijo que lo llamáramos por su nombre…
Sanji desvió la mirada.
Zoro era un idiota. Eso no valía.
—Ve a asearte, Hiyori.
Ella se levantó y salió rápidamente del baño.
×
Mientras tanto, un par de pelos verdes asomaban por debajo de una manta tirada sobre una camilla, en algún rincón olvidado del hospital Grand Line.
Ese alguien dormía como si alguien hubiera abandonado un cadáver ahí —sin culpa, sin vergüenza, sin pulso emocional aparente.
Hasta que un bipper sonó.
Con el ceño fruncido y medio atontado, lo sacó del bolsillo del pantalón arrugado. Lo miró.
"Musgo 0"
Gruñó. Ese era el código interno para: "ven aquí y dame una explicación, maldito imbécil."
Y aunque el 99.9% de las veces obedecía,
esta vez no.
Zoro se dio la vuelta, se tapó hasta la cabeza y siguió durmiendo.
Porque no. Porque podía.
Sanji esperó.
Cinco minutos.
Diez.
Quince.
—Este hijo de puta... —murmuró, entre dientes, mientras comenzaba a escanear cada pasillo del hospital.
—Lo voy a... No sé qué voy a hacer,
pero algo haré
—gruñó.
El radar busca-Zoros se activó en automático, como un reflejo maldito.
Y Sanji echó a andar.
Volvió a sacar el bipper e insistió.
Si era necesario, iba a colapsarlo a punta de código
Musgo 0
.
Y empezó.
Uno.
Dos.
Tres.
Diez.
Treinta.
Una lluvia de notificaciones que habría despertado hasta a un cadáver.
Y si ese marimo no se presentaba en administración en los siguientes diez minutos, Sanji iba a llamar a seguridad.
Iba a poner carteles.
Iba a usar el altavoz del hospital si hacía falta.
Pero no se iba a rendir.
Lo iba a encontrar
.
Sanji se hartó.
Marchó directo a la recepción principal, apartó a la recepcionista con una mirada que decía
“no te atrevas”
y tomó el micrófono del altavoz como si fuera un arma de guerra.
Presionó el botón, respiró hondo y soltó:
—Se solicita al doctor Roronoa Zoro en administración.
AHORA.
Su voz retumbó por todo el hospital como una sentencia.
Hasta los pacientes se quedaron en silencio.
Hasta la máquina de snacks pareció dejar de zumbar.
Y si el marimo no se presentaba en los próximos cinco minutos, Sanji estaba listo para ir camilla por camilla revisando mantas.
Zoro se sentó de golpe.
Dos enfermeras lo miraban como si acabara de revivir un muerto.
— SE SOLICITA AL DOCTOR RORONOA ZORO EN ADMINISTRACIÓN. AHORA.
Ambas tragaron saliva al mismo tiempo.
—¿Qué...? —gruñó Zoro, con cara de pocos amigos.
El altavoz volvió a estallar, esta vez más amenazante, con un tono que podía dejar estéril a medio piso quirúrgico.
— SE SOLICITA AL DOCTOR RORONOA ZORO EN ADMINISTRACIÓN O EN UN MINUTO VAS A PERDER ALGO MÁS QUE TU LICENCIA.
Zoro suspiró.
Gruñó.
Maldijo.
Soltó todo el repertorio de groserías que harían sonrojar a un pirata, un albañil y probablemente al demonio mismo.
Se levantó de la camilla, dejando la manta tirada en el suelo.
La manta robada de neonatología.
La manta que Chopper buscaría durante días, sin saber que había abrigado a un criminal reincidente.
Caminó a pasos largos por el pasillo, con la mandíbula apretada y el humor al nivel de una septicemia.
Cuando estuvo frente a administración, suspiró.
— Cabrón —murmuró, y empujó la puerta para entrar.
Los murmullos no se hicieron esperar.
Todos miraban.
Todos esperaban.
Porque sabían que los gritos se iban a escuchar desde afuera.
Y es que nadie —nadie— quería perderse el espectáculo de dos titanes peleando como si se hubieran casado sin saberlo,
y ahora tuvieran una relación completamente disfuncional.
Esperen...
Es
completamente disfuncional.
Sanji lo esperaba.
Vena hinchada.
Brazos cruzados.
Cara de “soy muy infeliz y tú tienes la culpa”.
—¿Qué? —preguntó Zoro, desviando la mirada.
—¿Dónde estabas? —replicó Sanji, con la mandíbula apretada.
Zoro frunció el ceño.
—¿Ahora eres mi mamá o algo así?
—Peor. Soy tu jefe.
Zoro bufó.
—Yo me mando solo.
Sanji bufó de vuelta.
—Siéntate.
Zoro cruzó los brazos.
—No.
—Que te sientes.
—No.
—Zoro... no es el día.
—Tómate un Diazepam.
—Dijo el adicto nivel experto. ¡Qué te sientes!
Un lápiz voló en el aire. Zoro lo esquivó como un ninja, pero la expresión amenazante del rubio le hizo entender que, si quería sobrevivir un día más, más le valía sentarse.
Sanji se agarró el puente de la nariz y empezó a caminar de un lado a otro, como un animal enjaulado que ya no sabe qué más hacer.
De pronto, se detuvo y miró a Zoro.
—¿Sabes que con todas las idioteces que haces podría haberte cancelado la licencia hace rato?
Zoro miró hacia otro lado, como un niño regañado que no acepta que se equivocó.
—Es más, podrías estar en la cárcel desde hace mucho si yo quisiera... ¡Tengo pruebas de sobra y testigos hasta en la luna!
Zoro siguió sin mirarlo.
—Podría denunciarte al comité de ética, suspenderte el sueldo completo, podría... ¡Agh! ¡Marimo, si yo quisiera podría arruinarte la vida!
Zoro se mantuvo callado. Sanji suspiró.
Por primera vez, Zoro lo miró de reojo y no pudo evitar pensar que quizás lo iban a despedir.
No le dolía para nada, pero de alguna manera le parecía raro: cinco años aguantándolo y ahora Sanji lo iba a despedir.
¿Raro, no?
En realidad, solo era una elucubración, porque no entendía de dónde venía toda esta catarsis.
—Lo único que te pido es que enseñes a cinco internos, solo cinco, procedimientos básicos de medicina. Que los supervises cuando hagan algún examen a un paciente, que corrijas sus errores.
¡Solo eso!
No es tan difícil, Zoro. No te estoy pidiendo que seas su amigo, solo que cumplas con el rol que te di.
—Tú no me diste un rol. ¡Me diste un castigo!
—¡Te estoy dando un maldito voto de confianza, hijo de perra!
Zoro lo miró fijamente.
—Eres realmente agotador. De verdad. ¡Insoportable, insufrible, idiota, cabeza de musgo, con cero habilidades sociales!
¿Tan difícil es?
Es un cargo excelente y te lo doy para que te motives, y aún así lo saboteas.
—¿Crees que me haces daño a mí? ¡No! Te lo haces a ti mismo y, de paso, humillas a un grupo de chicos que no tienen idea de esto...
Zoro solo lo miraba.
Sanji se estaba desahogando de verdad.
Afuera, la gente estaba callada, escuchando el regaño de un hombre que era amable con todos.
Apoyo moral para Sanji: cien por ciento.
Apoyo para Zoro: cien por ciento… en números negativos.
—Tú sabes perfectamente que yo solo hago mi trabajo. Soy diagnosta, no profesor. No me especialicé en eso y mucho menos soy niñero —dijo Zoro, como si fuera evidente.
—¿Niñero? ¡Son graduados de la universidad! Solo han tratado con cadáveres —bufó Sanji.
—Bueno, entonces que vayan a la morgue —respondió Zoro, sin remordimientos.
Sanji se tapó la cara con ambas manos.
—Te juro, Marimo, voy a suicidarme y en mi carta de despedida voy a dejar escrito que tú tienes la culpa. Pierdo diez años de vida cada vez que trato de solucionar tus malditos errores.
—Entonces no lo hagas. No somos nada, no me debes nada —soltó Zoro, con la voz amarga. Hablaba como el villano de esta historia.
Sanji se quedó callado.
Hijo de perra insensible. Cabrón malhablado
, pensó, apretando la mandíbula.
—Te vas a poner a trabajar, así tenga que patearte por cada pasillo de este hospital.
Zoro olfateó el aire y se burló con sorna:
—Huele a omega hormonal.
Sanji sintió otra vena hinchada.
—¿En serio? ¿Te estás poniendo alfista?
Zoro medio sonrió. Era una sonrisa maliciosa, peligrosa.
—¿Te duele, no?
Sanji se quedó en silencio, y Zoro dio un paso más.
—No soy alfista. Solo digo la verdad. Esta habitación está tan llena de tus complejos que los proyectas todos en mí.
—…
Zoro continuó, ya con esa voz grave que usaba cuando estaba a punto de arrancarte la calma:
—Te da tanto miedo que te digan la verdad, rubio de mierda, que ni siquiera puedes responder. Me gritas y me regañas como si tuvieras poder sobre mí… ¿te das cuenta de lo descarado que eres?
Sanji apretó los puños. No bajó la mirada ni un segundo.
Zoro se acercó aún más, como si el verdadero depredador en esa sala fuera él.
—¿Alguna vez te has olido tus feromonas?
Sanji quiso responder, quiso decir que tomaba supresores, que no tenía ningún complejo, que se pusiera a trabajar, que lo dejara en paz.
Pero ahí estaba.
Escuchando como Zoro escupía veneno.
—Lo peor —prosiguió Zoro— es que quieres que te valide. Crees que si yo te obedezco, si yo te hago caso, entonces estás validado. Omega de mierda.
Sanji se mordió los labios.
—¿Estoy equivocado? —Zoro ladeó la cabeza como si esperara una respuesta—. No. Tengo toda la puta razón.
—Cállate —dijo Sanji, y de un tirón lo agarró por el cuello de su camiseta negra—. Cállate y no te atrevas a hablarme así de nuevo, ¿oíste? Porque la próxima vez no voy a quedarme callado.
Zoro mantuvo esa sonrisa sádica. Esa sonrisa que Sanji odiaba.
Esa que no sabía que le podía gustar.
Se quedaron mirando.
El ojo gris y oscuro de Zoro, clavado en los suyos: azules, transparentes, furiosos.
Cuando Sanji se dispuso a soltarle la camiseta…
Zoro lo besó.
Fue un beso rápido.
Húmedo.
¿Cariñoso?
Sanji hizo cortocircuito.
Su cerebro se apagó.
¿¡Qué acababa de pasar!?
Sus manos se soltaron de inmediato.
—Está bien, jefe. Me pondré a trabajar —dijo Zoro, tomando las manos del rubio para que lo soltara del todo.
Sanji no pudo decir ni una palabra. Solo escuchó la puerta cerrarse detrás de él.
No era el primer beso del día.
Ni el primer acercamiento.
Y aún así…
Estaba tratando de procesarlo.
Zoro era el villano.
Definitivamente, el villano del hospital.
Zoro se dirigió a la clínica gratuita.
¿Honestamente? Le había quedado un hormigueo en los labios.
No había planeado besarlo.
No había planeado nada de lo que había sucedido ese día y, sin embargo, ya había hecho dos cosas que justificaban terminar en Recursos Humanos.
Eso era muy común para él, pero… nunca había ido por acoso sexual.
No con alguien que olía tan bien.
Esperen.
¿Se considera acoso sexual si a la primera el otro te corresponde?
Zoro se detuvo a la mitad de su camino hasta la clínica gratuita para pensar en ello.
Pero fue un pensamiento que acalló sacando el blíster de pastillas y echándose tres a la boca.
Porque si no lo sabes, mejor no lo pienses.
Cuando entró en la sala de espera, se dio cuenta de que había sobrecupo. Miró a la enfermera que estaba apoyada en el mesón, observando el caos.
Zoro se acercó a ella.
Se echó otra pastilla a la boca y pensó que tenía que pedirle otra receta a Law.
—¿Nunca te vas a casa? —dijo Zoro, mirándola de reojo.
Ella le devolvió la mirada.
—Cuentas que pagar...
—¿Y ver el mundo arder?
—Ujum...
Las personas salían con miradas incómodas de las salas de exámenes: algunas un poco temblorosas, y otras con la extraña sensación de que tendrían que volver para hablar con un psiquiatra.
—¿Están fallando miserablemente, no? —preguntó Zoro.
—Nunca vi un escenario más triste... Y son tan lentos. Hay pacientes que llevan aquí más de una hora. No respondo si uno se muere esperando.
—Yo tampoco. Soy parte del problema, no de la solución —respondió Zoro, encogiéndose de hombros y acercándose a la sala de exámenes número uno.
—Y en la puerta número uno tenemos...
En cuanto la puerta se abrió, vio a Ace, que se sobresaltó y quitó rápidamente los dedos del trasero del paciente.
—No te avergüences, sigue.
Ya le había cortado la inspiración.
De eso se trataba, después de todo.
Zoro alzó una ceja.
—¿Lo está gozando o solo está calmado?
El paciente lo miró un segundo… y luego enterró la cabeza en la almohada.
—No es una porno, retardado con diploma. Termina con este y cierra la sala de exámenes.
Ace asintió rápidamente.
Zoro pasó a la sala número dos.
Helmeppo.
Estaba verde.
Ya no era blanco: era verde. Tenía el cabello revuelto, y había cosas pegadas ahí.
Cosas que Zoro no quería descubrir.
—¿Sabías que jugar con mierda ajena se considera un trastorno mental? —preguntó, mirando a su alrededor.
Helmeppo negó con un leve movimiento de cabeza.
—Yo tampoco sabía. Lo acabo de descubrir.
Cierra la sala y ve afuera.
Puerta dos: cerrada.
Zoro suspiró y se acercó a la puerta tres.
“El número del diablo”, pensó, justo antes de que una imagen de Sanji apareciera en su cabeza.
“Quizás me pasé con el Tramadol.”
Abrió la puerta.
Tashigi estaba allí, examinando... caca.
—¿Qué haces?
—La examino.
—Vas a contaminar la muestra.
—Pero ya está contaminada. La saqué del trasero de un extraño.
—Tiene sentido —dijo Zoro, asintiendo con la resignación de quien ha visto demasiado—. Cierra la sala y ve afuera.
Zoro temía lo que encontraría tras la puerta cuatro, aunque, al mismo tiempo, sentía que quizás ya nada podía ser peor que Helmeppo bañado en mierda.
Entró.
Koby.
Koby con los ojos vidriosos, rodeado de frascos llenos de mierda… mal etiquetados.
—¿Has pensado en buscar otro trabajo?
Koby negó con la cabeza.
Zoro suspiró.
—Déjalo así. Cierra esta sala y ve afuera.
Koby asintió, y abandonar esa habitación se sintió como si lo extrajeran del purgatorio.
Solo quedaba la sala de exámenes número cinco.
¿Ahora sí que nada podía ser peor, cierto?
Zoro sintió que el pulso le fallaba al abrir la puerta.
Las manos le temblaron, y estaba seguro de que no era por las drogas.
Hiyori estaba allí.
Sola.
No había tanta mierda (pero había), y sorprendentemente, no estaba tan sucia.
—¿Completaste cinco pacientes como dije?
Zoro era adicto, no tonto.
Ella asintió.
—¿Y por qué hay tan poca caca aquí?
Hiyori no respondió.
—Sí, lo sabía —agregó Zoro—. Si no puedes completar exámenes rectales, no sé cómo vas a sobrevivir la primera rotación. Esto es básico.
—Perdón...
—Perdón piden los ladrones. Si evitas mierda desde ya, te aviso que los pacientes vomitan, cagan, mean y huelen como el infierno. Así que dime, princesa... ¿qué vas a hacer?
Este regaño era totalmente distinto a los de Sanji.
Como si hubieran traído a Satanás para recordarle sus pecados.
—Perdón...
—Cierra. Y fuera de aquí.
Todos los internos estaban afuera, mirándose entre sí como si evaluaran a quién iban a guillotinar primero.
Zoro se acercó, aunque mantuvo una prudente distancia de seguridad.
Zoro suspiró.
¿¿Era para tener lástima??
Sí.
¿¿Era para dejar de torturar sus pobres almas??
También.
¿¿Debería parar ahora que estaba a tiempo??
Para nada.
Por supuesto que no.
De alguna forma, se había vuelto divertido.
Todo el grupo, lleno de mierda, alineado en su momento más humilde.
Law pagaría por ver eso, y Zoro estaba dispuesto a vender entradas.
—Voy a calificar su desempeño según cuánta mierda tengan encima —dijo Zoro, cruzándose de brazos.
Los cinco temblaron como gatitos huérfanos bajo la lluvia.
Zoro se paró frente a Ace.
—Me sorprende que aún no tengas una denuncia por acoso sexual. De todas formas, nos vemos en Recursos Humanos más tarde.
Ace alzó una ceja.
—¿Eso es bueno o malo? —preguntó.
—Depende del punto de vista desde donde lo mires. Es algo que llevo cuestionándome desde esta mañana.
Ace quedó más confundido de lo que ya estaba, pero quiso pensar que era algo bueno.
Aunque, mis fieles lectores, nunca estaremos seguros.
Zoro se detuvo frente a Helmeppo.
Lo estudió igual que la primera vez, como si fuera un espécimen raro descrito por Charles Darwin.
—¿Has pensado en tomar ansiolíticos? —preguntó Zoro, pensativo. Genuinamente.
Helmeppo negó con la cabeza.
—Recuérdame darte una receta.
Traducción para los lectores: "Lo hiciste bien, Helmeppo. Tus logros se muestran según el nivel de mierda que alcanzaste en este punto".
Helmeppo asintió.
—¿Gracias?
—De nada.
Zoro continuó. Se detuvo frente a Tashigi, la puerta tres.
Ugh. La miró con asco.
—Contigo ni me gasto —dijo, haciendo un movimiento con la mano. Luego se detuvo frente a Koby.
—Este es un hospital, no el supermercado de la caca ni el Ikea de frascos con mierda. Pero buena disposición de los muebles.
Koby quedó más confundido que al principio, pero al igual que Ace, quiso pensar que no lo hizo tan mal.
Entonces llegó a Hiyori.
Sonrió de forma ladina y dijo:
—Señorita Perfección apenas tiene caca en las zapatillas.
Hiyori tragó pesado, pero no podía dejar de mirarlo.
—Estamos en una clínica revisando culos, no mirándonos en el espejo. ¿Queda claro?
Hiyori asintió.
—Gracias a su amiguita, van a venir todas las mañanas a hacer una hora de exámenes rectales durante una semana. ¿Queda entendido?
—¿¿¡EH!?—chillaron todos a la vez.
—Esto es un mecanismo. Si uno no lo hace bien, los otros tampoco. Así que, una semana, de nueve a diez los quiero aquí: limpiecitos y sonrientes, revisando culos. Si no, ya verán si logran llegar a residentes el año que viene.
El grupo miró a Hiyori como si la quisieran matar.
Hiyori se hundió en sí misma, sabiendo que tendría que dormir con un ojo abierto.
—Los felicito —dijo, cruzándose de brazos—. Se han graduado de bañarse en mierda inútilmente.
Todos se miraron otra vez, como si aún intentaran procesar la experiencia traumática.
Zoro suspiró.
De verdad, ¿por qué él? ¿Cuál era el mensaje cósmico?
—Vayan a remojarse en cloro, coman algo y duerman un rato. Nos veremos en la recepción del hospital para empezar su primera rotación. Son ocho horas seguidas, así que los quiero a todos allí a las once de la noche. ¿Entendieron?
Todos asintieron como ratones asustados.
—¿¡ENTENDIERON!?
—¡S-SÍ!
Zoro apenas movió un músculo, y todos salieron huyendo como si el diablo los persiguiera.
—Malditos patitos bebés —gruñó.
Lo único que Zoro no hizo fue avisar del código marrón masivo que había ahora en la clínica… y la verdad, tampoco le importó.
×
En el baño universal del hospital, el grupo de internos se desinfectaba. Habían traído varias botellas de jabón desinfectante industrial y champú, y el vapor inundaba el lugar como una sauna improvisada.
No había pudor.
Eran doctores. No había nada raro allí para ellos.
Excepto, claro, por la cantidad ridícula de basura que se habían quitado de encima. Ni hablar de los scrubs, ahora metidos en una bolsa de residuos biológicos como si fueran evidencia de un crimen.
—No puedo creer que nos califique con caca —dijo Ace, pasándose una esponja por el brazo tatuado con fuerza.
—Al menos ahora somos caca. Hace medio día no éramos ni átomos —comentó Tashigi.
—No sé si el hecho de que me prescribiera ansiolíticos de la nada sea bueno o malo —murmuró Helmeppo mientras se limpiaba las uñas.
Tashigi suspiró, resignada:
—Bueno, al menos te dijo algo. A mí, parece que ni me registra.
—Creo que solo nos volvemos existentes cuando Sanji interfiere... —dijo Hiyori, pensativa.
Todos la miraron. Quizás la primera cosa con razonamiento que le escuchaban decir en todo el día.
—¿Dices que Zoro lo hace si Sanji lo pide? —preguntó Koby, genuinamente sorprendido.
Tashigi asintió con gravedad.
—Sanji es más amable que Zoro, pero también pienso que Zoro lo respeta. Mientras no nos respete a nosotros, no podemos esperar pasar del nivel “caca”.
—¿Entonces creen que deberíamos...? —Ace parecía un poco confundido.
—Tenemos que hacer bien esta rotación o bajaremos del nivel caca al nivel basura cósmica —dijo Helmeppo en un murmullo trágico, pero entendible.
Todos se miraron entre sí.
—Pero no sabemos en qué rotaciones nos va a poner para estar preparados. Es... impredecible —agregó Koby.
—Y guapo —suspiró Hiyori, mirando al aire como si escuchara violines.
Todos se giraron hacia ella.
Idiota, pensaron al unísono.
El grupo era como un pequeño rebaño, lo que quería decir que se desplazaban en conjunto evitando al lobo —a.k.a. Zoro— y solo se sentían seguros si el perro ovejero aparecía de vez en cuando a hacer una pequeña ronda —a.k.a. Sanji.
Y tenía sentido: Sanji los había tratado con más amor y paciencia en dos horas que sus propias madres, y el grupo siempre estaría agradecido.
Se acercaron al mesón de comida, todos con sus bandejas listos para buscarse la vida. Todos ahorrando, nada de lujos, nada de "quizás podría comer un yogurt griego con frutos secos"; solo comida sencilla.
Hasta que se toparon con Zeff.
—¿Ustedes mocosos son los internos nuevos, no?
Todos se apuntaron. Ya hasta estaban compartiendo neuronas.
—Qué bueno que me di cuenta —gruñó.
Luego les empezó a poner más comida en las bandejas, incluyendo el yogurt griego que más de alguno había mirado con desdén.
—Ustedes comen gratis. Los internos suelen ganar una basura.
Se miraron entre sí, y las lágrimas cayeron silenciosamente.
Zeff no entendió nada.
Zoro solo le había dicho que los internos comían gratis, así que que les diera lo que quisieran comer.
El grupo comió en silencio, con lágrimas que caían como si poder alimentarse por primera vez en el día fuera algo milagroso.
Quienquiera que hubiera pensado en eso de que los internos comieran gratis tenía un gran corazón.
Y ellos estaban dispuestos a pagar con sangre.
Por supuesto, nunca sabrían de esa política que Zoro pidió a Sanji por mensaje interno, y que el rubio contestó con un emoticono de manito arriba y una cartita feliz que le dio diez años de vida al peliverde.
Una prueba suficiente para que Zeff le dijera al resto de los voluntarios que no le negaran la comida a los “patitos bebé de Sanji”.
Y como pequeños patitos bebé, luego de comer, una enfermera los buscó para mostrarles las zonas de descanso: habitaciones del porte de un walk-in closet, donde cabía una cama de dos niveles.
No eran un lujo —quizás incluso un poco claustrofóbicas—, pero ¿a estas alturas qué importaba ya, si podían dormir?
Pero como toda película de terror disfrazada de comedia, las alarmas sonaron minutos antes de las 23:00.
Y todos se reunieron en la entrada del hospital.
Atontados, pero bañados. Y alimentados.
Zoro solo esperaba que no mataran a nadie.
Y si lo hacían, no pensaba hacerse responsable.
Apenas podía hacerse responsable de sí mismo.
El grupo observó cómo poco a poco llegaban otros doctores.
Zoro había decidido que si él iba a sufrir, no lo haría solo.
Todos iban a pagar por este nuevo “empleo” soportando un patito.
Robin, Chopper, Law y Sanji (el único que lo hizo como muestra de buena voluntad) se presentaron junto con él.
Los internos los vieron como si fueran los dioses del Olimpo.
Pero si supieran lo que había detrás de cada doctor, tendrían más miedo que admiración.
—Ok, idiotas, pongan atención —dijo Zoro, cruzándose de brazos.
Todos se pusieron firmes como si estuvieran en una escuela militar.
—Estos son doctores de planta del hospital, los mejores. Cada uno se irá con uno de ellos.
Ace levantó la mano de inmediato.
—¿Qué?
—¿Podemos elegir?
—Desde el momento que cruzaste esa puerta, perdiste el derecho de tener derechos.
Ace tragó pesado y bajó la mano con rapidez.
—Esto es una dictadura y las cosas funcionan como yo digo. ¿Está claro?
—¡S-sí!
Zoro sonrió de manera ladina.
Tanto poder... ¿qué hacer con él?
Ah, claro. Ya lo había olvidado: torturar.
Miró a Helmeppo.
—Tú, el nervioso.
—¡Sí!
—Te vas con el doctor Trafalgar. Estarán en cirugía, así que espero que hayas ido a mear antes de venir aquí.
Helmeppo tragó saliva.
Law suspiró, miró a Zoro con fastidio y luego se marchó sin decir palabra, con Helmeppo siguiéndolo a trompicones.
Ya eso decía mucho sobre su futuro.
—Tú, el llorón —continuó Zoro, con voz fría—. Te vas con la doctora Robin. Ella estará en Tanatología hoy. Lleva una bolsita para el vómito. No más códigos marrón por hoy.
Koby asintió, casi corriendo hacia Robin.
Ella le sonrió con amabilidad, saludándolo como si no acabara de ser arrojado a un pozo emocional.
Ambos se marcharon con una calma que parecía ilegal.
—Cuatro ojos —siguió Zoro—. Vas con Chopper a Neonatología.
Tashigi asintió.
Chopper le sonrió con amabilidad.
Pero eso no significaba nada.
Nada.
En serio.
Nada.
—Latin lover —Zoro miró a Ace—. Vas a ayudar al doctor Ricitos en la UROF, y te vas a portar bien. ¿Queda claro?
Ace se puso la mano en la cabeza como si saludara a su general.
—No te hagas el chistoso, que te repruebo y te pongo a recoger material tóxico.
Ace asintió.
Sanji lo miró también y le sonrió con demasiada amabilidad.
Demasiada para el gusto de Zoro.
Iba a tener que poner ojo en eso.
No le gustaba esa actitud de autosuficiencia.
Tenían que sufrir.
No ser felices.
Finalmente, miró a Hiyori.
—Tú, princesa. Vienes a urgencias conmigo.
Hiyori solo veía corazones.
Probablemente su mente tradujo algo como:
"Y tú, princesa, vienes a urgencias conmigo, porque yo tengo la urgencia de estar contigo",
o alguna estupidez igual de babosa.
Helmeppo y la sala de la muerte
Law caminaba en silencio y rápido. Demasiado rápido para alguien tan nervioso como Helmeppo.
El rubio no sabía qué esperar. Conocía perfectamente la fama de Law, el cirujano de la muerte, pero… ¿qué significaba eso para él? ¿Cómo afectaría eso a él?
Eso era lo que más le daba miedo: que, como la muerte, Law era una presencia incierta.
Muy callado.
Muy con cara de "No he dormido en veinticuatro horas, así que no hables o te rajo con un bisturí".
Muy "No sé por qué estudié medicina si odio a la gente."
Law se detuvo de golpe, haciendo que Helmeppo se tropezara consigo mismo.
—¿Qué haces? —preguntó Traffy, mirándolo confundido.
—N-nada…
Torao suspiró.
—Me tocó el más tonto. Lo sabía.
—¿Eh?
Traffy lo miró a los ojos como si estuviera observando un feto en un frasco.
—Hoy tengo una cirugía que dura cuatro horas. Es la extracción de un cuerpo extraño desde el intestino grueso.
Helmeppo asintió rápido.
—Veremos al paciente. Le harás la anamnesis y lo prepararás para quirófano. Después me vas a asistir durante la cirugía.
—Sí, claro. Entendido.
—Bien —Traffy lo evaluó como si aún dudara de su existencia—. Espero que aproveches de mear antes de entrar a cirugía .
Ace y los omegas que pegan y muerden
Sanji y Ace subieron al ascensor.
Ace lo miró de reojo.
Totalmente su tipo.
Delgado, rubio, amable, de ojos azules.
Demasiado principesco, y, por lo mismo, un reto. Inalcanzable, o al menos así se veía.
Y aunque no lo creyeran, así era.
Sanji no coqueteaba porque le gustara alguien; coqueteaba porque era su naturaleza. No hacía cosas para atraer por obligación, simplemente era así.
Como abejas a la miel.
O más bien… Sanji era la miel, y los alfas, las abejas.
Quizás por eso Zoro no usaba bien la cabeza cuando estaba con él.
O todo lo contrario.
No lo sabemos. Todo es confuso.
—¿Ace? ¿Estás escuchando? —Sanji frunció el ceño, apenas.
El pelinegro se sobresaltó.
No.
No había estado escuchando. Se había perdido en los ojos azules y los labios rosados.
—Eh…
Sanji suspiró.
—Lo explicaré otra vez porque me agradas y no quiero que Luffy se preocupe por ti.
Iremos a la UROF: Unidad Reproductiva Omega/Alfa. En el octavo piso, donde vamos ahora, verás muchas parejas omegas y alfas hospitalizadas por distintos motivos. Algunos estarán solos o con sus parejas, así que: sé respetuoso, pon límites y mantén la distancia. Este lugar es tranquilo y debe seguir siéndolo. ¿Entiendes?
Ace asintió.
—Ser amable con todos y tener cuidado.
Sanji sonrió, esa sonrisa amable que no pedía nada pero lo decía todo.
—Exacto. Primero visitaremos a dos pacientes míos que están en esta área, y luego bajaremos al piso uno, donde está la zona de partos.
Ace volvió a asentir.
Pero ya se estaba perdiendo en esos ojos azules otra vez.
Koby, el revive muertos.
A Koby lo podrían haber enviado a un lugar más silencioso y deprimente. En el piso diez del hospital estaba el área de Tanatología.
En cuanto entrabas, el olor a formol y depresión te pegaba una cachetada en el rostro.
Pero Robin… ella se veía como si aquello fuera un campo de flores.
—Koby-san…
El pelirrosado se sobresaltó.
—¡S-sí, señora!
Robin soltó una pequeña sonrisa tierna que se cubrió con la mano.
—Solo llámame Robin. Tranquilo.
Koby asintió, nervioso.
—Koby, esta es el área de Tanatología. Hoy haremos rondas por las habitaciones de varios pacientes que se están quedando sin tiempo… y probablemente hagamos varias declaraciones.
—¿D-declaraciones?
—Hora de muerte.
—Oh.
Robin asintió.
—Estarás bien. Yo te acompañaré todo el tiempo.
Koby sintió un pequeño nudo en el pecho.
¿Podía ser posible que… le hubiera tocado la doctora buena?
“Las haditas del dolor de estómago no existen” by Tashigi.
Tashigi estaba parada derechita, y aun así se sentía insignificante.
Y eso que Chopper era más bajito que ella.
Estaba tan nerviosa… había estudiado y dormido la mitad del tiempo que le habían dado para prepararse. Tenía que hacerlo bien.
No, debía hacerlo bien.
Esto ya no era solo sacar buenas notas.
Esto era sobrevivir la guerra.
Chopper tarareaba una canción.
Una de esas pegajosas, infantiles, que los padres odian pero soportan porque a sus hijos les gustan.
Sobre todo si están enfermos.
—Uhm... Doctor Chopper —dijo Tashigi.
El joven se sobresaltó y la miró como si hubiera visto un monstruo.
—¡S-sí!
Tashigi se asustó de regreso.
—Doctor… ¿q-qué tareas me asignará?
Chopper tragó saliva.
Se puso tenso.
Tareas. Tareas. Tareas.
Le había dicho a Zoro que podía adoptar un patito.
Pero no había pensado qué trabajo darle a un patito.
Miró a Tashigi. Se veía tan ilusionada.
¿Qué hacer?
Tenía miedo.
¿Y si ella se enojaba con él?
¿Y si pensaba que era un mal doctor?
¡No podía permitir eso!
¡La educación de una futura residente estaba en sus manos!
—Bueno... tomaremos signos vitales de los niños y supervisaremos sus avances. Como es de noche, tenemos que encargarnos de que descansen lo mejor posible. Tenemos niños m-muy enfermos… y otros que están sanando, así que debemos ser cuidadosos.
¿S-si, Tashigi?
La joven de gafas asintió con fuerza.
—¡Sí, doctor!
—Solo llámame Chopper.
—¡Sí, Chopper!
Amor en Urgencias (según Hiyori).
En el primer piso del hospital, justo conectado con la entrada de autos más amplia, estaba la sala de urgencias.
Un lugar que siempre era caótico, ruidoso, sucio y olía mal.
Además, era el sitio donde podían pasar las cosas más locas y comenzar los escenarios más peligrosos del hospital.
El lugar donde siempre había bomberos.
Donde siempre había policías.
Donde siempre había drogadictos y putas.
Y gente que Zoro no sabía de dónde había salido, pero se veían interesantes.
—Zo-Zoro... —dijo Hiyori, con esa vocecita dulce que supuestamente atraería a alguien como él.
—¿Qué?
—Uhm... Aún no me has dicho cómo funciona urgencias.
Se detuvieron frente a las puertas, y el marimo las abrió.
Literal, caos.
—Urgencias no funciona. Urgencias es una experiencia de vida —dijo Zoro.
Hiyori lo miró, extrañada.
—Aquí no se supervisa. Este es un equipo de primera respuesta. No hay tiempo para preguntas, ni para dudas, ni para “me ensucié con caca y me rompí una uña”. Se trabaja sin parar. Aquí no eres un humano. Eres una máquina. ¿Queda claro?
En algún punto, Hiyori se había perdido en ese ojo gris y en esa expresión edgy de malote que tenía Zoro.
Pero seamos honestos: ¿quién no?
Es decir... mírenlo.
Es adorable.
×
00:20 am Helmeppo y Law
Helmeppo se lavó las manos.
No una vez.
No dos veces.
Tres veces, porque Law lo obligó.
Sí, porque el pelinegro no iba a permitir que una bacteria ansiosa del patito con problemas nerviosos se colara en el quirófano.
—¿Ahora sí? —preguntó el rubio, sin mirarlo a los ojos.
—Supongo, pero si en el postoperatorio tiene fiebre, será culpa tuya por sudar y respirar demasiado —respondió Traffy, plantándose frente a la camilla donde yacía un beta dormido, con la mascarilla puesta.
03:45 am Koby y Robin
—H-hora de la muerte, 03:50 —dijo Koby con nerviosismo.
Junto al cuerpo de un viejo apestoso y ahora muerto, había otro señor igualmente apestoso, pero que aún estaba vivo.
Koby miró al viejo.
—Mis condolencias.
El viejo alzó la vista y lo miró:
—¿Que si usábamos condón?
Koby se puso pálido.
—¡¿Qué?! ¡No! Dije “MIS CONDOLENCIAS”.
—¿Cómo? ¿Ya se murió?
Koby miró a Robin, que solo supervisaba desde la puerta. Estaba callada con una mano en la boca y lo miraba como si supiera que esto iba a pasar.
“Señor, lléveme con usted”, pensó.
—¿Se murió o no se murió?
Koby volvió a mirar al viejo.
—Sí, ya se murió.
—¿QUÉ SE JODIÓ?
—¿¡QUÉ!? ¡NO! DIJE QUE SE MURIÓ.
04:00 am Tashigi y Chopper
Tashigi estaba calmada.
Pediatría era un sitio tranquilo.
Chopper era amable.
Y los niños, en su mayoría, dormían. Y eso era bueno.
Era bueno tener una experiencia suave al inicio, ¿verdad?
¿Verdad?
Tashigi se sirvió un poco de café de la máquina cuando se encontró con unos ojitos avellana que la miraban fijamente.
Una niña de cinco años. Que no estaba feliz.
Y tener un niño infeliz no era bueno en Pediatría.
Tashigi se puso a su altura.
—¿Por qué no estás acostada? —le preguntó con suavidad.
Con ojos vidriosos, la niña respondió:
—Me duele el estómago.
—Oh...
Tashigi miró la banda de identificación de la pequeña.
"Mai, 5 años. Apendicitis."
Suspiró. No era un caso grave.
Chopper venía justo detrás.
—¡Mai! ¡Ahí estás! No vuelvas a irte sola —la regañó con suavidad.
La pequeña volvió a mirar a Tashigi.
—¿Puedes decirles a las haditas del dolor de estómago que se vayan?
Chopper iba a intervenir, pero vio a Tashigi interesada. Quizás era bueno que ella intentara resolverlo, pensó. Así que decidió dejarla actuar.
—Uhm... Las haditas del dolor de estómago no existen.
Solo es la herida que tienes porque te sacaron un pedazo de intestino.
—¿Qué? —los ojos de Mai se llenaron de lágrimas.
—Pero es pequeño, y se te va a pasar con una pastilla...
—¿Las haditas no existen?
Tashigi asintió:
—Ninguna...
Mai miró a Chopper.
Él estaba hecho piedra.
Y como nadie desmintió nada, el caos se desató:
—¡¡¡WAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHH!!!
Ese “wah” desató todos los otros wah de Pediatría.
—¡Tashigi, ¿¡qué hiciste!? —exclamó Chopper, furioso.
04:25 am Hiyori y Zoro
Mientras Zoro supervisaba a Hiyori hacer unas suturas en la rodilla de un tipo que nadie sabía de dónde venía ni cómo había logrado hacerse eso en la rodilla,
de pronto, todos los bippers del lugar sonaron.
Código rojo.
Accidente de automóvil.
Zoro gruñó.
Hiyori lo miró como perrito recién nacido.
—Muévete rápido.
—Pero las suturas...
Zoro miró a una enfermera e indicó al sujeto; ella solo asintió.
—Si te digo que te muevas, te mueves —dijo Zoro con fastidio.
Hiyori asintió.
Una camilla entró primero; la sangre goteaba sin control.
—Mujer, 19 años, beta. Perforación en el intestino —exclamó el paramédico mientras Zoro recibía la camilla y movían a la paciente entre ambos.
Hiyori estaba paralizada.
Sabía que estas cosas pasaban.
Había visto heridas así, pero en cadáveres, no en personas.
Miró a Zoro, que trabajaba rápido, como si tuviera memorizado cada movimiento.
—Mierda... —murmuró. Luego miró a Hiyori—. ¡Deja de mirar como idiota y trae dos bolsas de sangre O negativo!
Hiyori asintió y corrió hacia el banco de sangre.
La tomó como una campeona en las olimpiadas, corrió de regreso.
Había vómito en el suelo: un código marrón no resuelto.
Hiyori puso el pie y se deslizó.
La sangre voló.
Y Zoro deseó no haber visto nada.
Hiyori sintió algo viscoso y con olor a óxido empapándole la cabeza.
Y vio rojo.
Literalmente.
Por un momento, el pabellón de urgencias se congeló.
Zoro se quedó viéndola unos segundos. Luego exclamó, sin inmutarse:
—¿¡Puede alguien con cerebro traer O negativo!?
Y como si su grito rompiera el hechizo, urgencias volvió a la vida.
Monitores pitando, pasos corriendo, gritos entre médicos.
Mientras tanto, Hiyori "Carrie" Kozuki seguía en el suelo, cubierta de sangre, tambaleándose entre el orgullo roto y las lágrimas que amenazaban con salir.
05:00 am Ace y Sanji.
En la UROF del primer piso, Sanji estaba con Ace asistiendo en un parto.
El omega llevaba doce horas de trabajo. Doce. Horas.
Ace estaba nervioso. Nunca había visto tantos fluidos salir de un cuerpo estresado de forma tan... natural.
—¡AAAAAAAH! ¡¿DÓNDE ESTÁ MI ESPOSO?! —gritaba el paciente como si lo estuvieran matando (y quizás lo estaban matando... ¿quién sabe?).
—Está bien, ya lo llamamos. Viene en camino —intentó calmarlo Sanji, con la serenidad de quien ya ha visto cosas peores—. Pero tienes que pujar. Por eso duele tanto.
—¡NO, NO, NO! ¡NO PIENSO DEJAR SALIR NADA DE ALLÍ HASTA QUE ESE HIJO DE PERRA NO ESTÉ AQUÍ!
Sanji tragó saliva. Pesado.
—Si no pujas, podría haber sufrimiento fetal. Tu bebé está listo para salir. Estoy seguro de que tu esposo llegará en seguida.
—¡YA DIJE QUE NO!
Ace se acercó con buena intención, torpemente amable. Estaba visiblemente cohibido con los gritos.
—Todo estará bien... El doctor Black sabe lo que hace. Tu esposo llegará pronto…
El omega lo miró, ojos desorbitados y voz poseída:
—Escúchame bien, mocoso: ese idiota tiene que estar aquí para pagar por cada maldito segundo de dolor que estoy pasando.
Ace tragó saliva.
—¡AAAAAAAH!
El grito gutural lo dejó aturdido. Literalmente. Retumbó en sus oídos.
—Está bien. Respira… uno, dos, tres —dijo Ace, tomándole la mano.
Milagrosamente, el paciente lo siguió. Respiraba con él. Lo miraba fijamente.
Sanji suspiró. Tal vez Ace sí lo lograría.
—¿Ves? Es fácil…
—¿¡FÁCIL!? —la furia regresó con fuerza—. ¡INTENTA SACAR UNA PUTA SANDÍA POR UN AGUJERO DEL TAMAÑO DE UNA ALMENDRA, MALDITO ALFA INÚTIL, BUENO PARA NADA!
Sanji apretó los labios para no reír. Lo estaba disfrutando demasiado.
Ace lo miró, pálido, en pánico.
—P-perdón… yo…
—Ace. No —le advirtió Sanji.
—Yo solo decía que—
—¿Qué? ¿¡QUÉ!? ¿¡USTEDES CREEN QUE ESTO ES FÁCIL, NO!? METERLA, ANUDAR Y TRABAJAR DE LUNES A VIERNES SIN CARGAR TRES KILOS DE CARNE EXTRA EN EL CUERPO.
Ace dio un paso atrás.
—Ace, sal de aquí.
—Pero yo...
—Si quieres vivir un día más… es momento de salir.
Ace asintió. Y salió.
Rápidamente.
07:00 am Fin de la rotación.
La rotación terminó exactamente a las siete de la mañana.
El grupo se reunió en la entrada.
Tashigi temblaba y tenía trencitas enredadas en el pelo.
Helmeppo llevaba los pantalones al revés.
Ace usaba tapones en los oídos.
Hiyori aún tenía restos de sangre seca en el cabello.
Koby llegó al final. Demasiado calmado.
A Koby le había tocado la doctora buena, después de todo.
Chapter 3: Podemos ser nada...si quieres.
Notes:
Este capítulo tiene escenas +18 gráficas. Si eso te incomoda, te invito a pasar de largo <3
Chapter Text
Día de descanso.
Después de cuatro largas semanas, Sanji por fin había conseguido hacer espacio en su agenda para un día.
Un solo maldito día de descanso.
Un día para que otro se hiciera cargo.
Un día sin omegas y betas pariendo, gritando, sangrando como si nada importara.
Un día para quedarse un rato más en la cama, mirando al vacío.
Un día.
Dios, Sanji no sabía cuánto necesitaba ese día… hasta que abrió los ojos y sintió el peso de sus músculos en su propio cuerpo.
Suspiró y volvió a cerrarlos.
No era necesario decir “cinco minutos más” ni poner una segunda alarma.
Qué alivio.
Solo él, la calidez de su manta y la soledad.
Porque prefería la soledad a muchas otras cosas que lo rodeaban.
Desde la noche anterior, antes de irse a dormir, lo había decidido: no atendería llamadas, no abriría los ojos, no haría nada a menos que su cuerpo se lo pidiera.
Es decir, solo iría al baño si no le quedaba otra opción y no comería hasta que le sonaran las tripas.
Pero los cuerpos tienen necesidades naturales. Muchas.
Y él ya tenía hambre.
Supuso que eso era bueno.
Así que, como el humano que era, se sentó en la cama y se estiró, brazos y piernas largas contra el colchón.
Caminó al baño, entró y salió sin siquiera mirarse al espejo, directo a la cocina.
Por primera vez en la semana, no necesitaba café.
Y eso lo hacía feliz.
Se preparó té negro.
Tostadas.
Huevos.
Salchichas.
Y una taza con manzanas.
Quizás era demasiado.
Pero si veía una barrita energética más, vomitaría.
Y de verdad no quería llegar a eso.
Miró la alacena.
Dios… podía hacer tantas cosas que de verdad quería, pero no había tenido tiempo.
Pasaría horas en el supermercado, solo mirando productos que podría usar para cocinar cosas deliciosas.
Quizás regalaría la mitad.
Pero ya poder cocinar era un verdadero alivio.
Porque, si hubiese podido, habría estudiado artes culinarias.
Pero ya estaba comprometido con esto.
Había hecho un juramento.
Y los juramentos no se rompen.
Así que se apresuró, porque valía la pena.
Ropa cómoda. Zapatos cómodos.
Sin bata. Sin sangre. Sin vómitos. Sin mierda.
Sin olor a hospital.
Se miró al espejo, por fin, y se sintió un poco más vivo.
Y eso era bueno.
Era bueno caminar rumbo al supermercado.
Era bueno ser una persona normal, por un día.
El supermercado era un lugar que Sanji adoraba.
Tantas opciones, música agradable, muestras gratis.
Empleadas lindas.
Carne y pescado fresco.
Entonces tomó un carrito.
Primero iría a las verduras. Se apoyó en la barra y comenzó a caminar; entonces, le pareció... digo, le pareció, porque podría ser una alucinación por estrés.
Una cabellera verde sosteniendo un canasto.
Se le apretó el pecho y aceleró el paso. Quizás era mejor ir a los abarrotes.
Quizás mejor alejarse un rato de las verduras.
Así que atravesó por el pasillo de los alcoholes… y se lo topó.
Sosteniendo una botella de sake.
Mirando la etiqueta como quien cuenta calorías.
“Mierda”, pensó.
Y Zoro lo olió, lo detectó, como si fuera un experto en Sanji’s.
Y el rubio quiso retroceder, porque quizás —solo quizás— pensó que lo iba a ignorar.
Y eso era más fácil.
Porque el calentón de hace unos días aún le tenía el pecho apretado.
El beso robado de hacía unos días.
El sobajeo caliente en el sillón de la sala de descanso. Todo le palpitaba: las venas, el corazón, el deseo.
Sanji no se entendía a sí mismo, y mucho menos entendía su relación con Zoro.
Así que, en automático, quiso retroceder.
Huir.
Huir era fácil.
Huir era lo que haría una persona cuerda.
Pero Sanji llevaba gran parte de su vida tomando decisiones erradas. Muchas.
Y aun así, lo intentó.
Genuinamente, porque esa era la única opción viable.
Así que se dio la vuelta.
Solo pudo dar un paso antes de escuchar la voz grave del marimo salvaje, que ahora parecía concentrado en una botella de cerveza artesanal.
—¿Acaso viste al diablo?
Sanji se tensó.
—Es mi día libre. Es bueno hacer como que no te conozco.
Zoro soltó una risa seca.
—Qué idiota.
—Tarado —murmuró Sanji.
—Cualquiera diría que me tienes miedo.
Sanji frunció el ceño, se dio la vuelta y lo miró de frente.
Marimo con ropa de deporte.
Cargando un bolso con una shinai.
Con el cabello desordenado.
Seguro venía del dojo.
Porque Sanji sabía más de Zoro que de muchas personas.
Como que era kendoka y gymrat.
Como que gastaba más energía de la que cualquiera podía gastar, como si le sobrara.
—No tengo nada que comprar en esta sección.
Zoro se decidió por el sake y lo miró sin expresión.
—Entonces no sé qué haces aquí.
Sanji apretó los labios.
Se puede ser más insoportable.
—Pues, hasta el lunes.
Iba a irse cuando Zoro estiró la mano y le agarró la suya.
Sanji se detuvo en seco.
El corazón.
Mierda. ¿Qué era eso? ¿Una taquicardia? ¿Una arritmia?
—¿Qué haces?
—Vamos a comer.
Sanji frunció el ceño otra vez.
—Yo compro los ingredientes y tú cocinas.
Sanji se quedó viéndolo.
—Puede ser en mi departamento o en el tuyo. Como te sientas más cómodo.
Sanji desvió la mirada.
—¿Qué? ¿Crees que vas a ser el postre? Porque no como rubios flacuchentos.
Sanji arrancó la mano con violencia y respondió:
—Bien. Tú pagas todo y yo cocino. En mi casa.
Zoro sonrió de lado. Había ganado.
—Como tú quieras.
Zoro no solo insistió en pagar los ingredientes con los que Sanji cocinaría, sino que también quiso hacerse cargo de toda la compra personal del rubio. Lo cual, por supuesto, solo hizo que Sanji se sintiera aún más avergonzado.
Pero, así como Sanji sabía cosas de Zoro, el musgoso también conocía detalles sobre él.
Sanji tenía uno de los sueldos más altos del hospital.
Pero como ofrecía consultas y tratamientos pro bono, perdía más de la mitad de su salario en descuentos voluntarios.
A eso se le sumaba que donaba regularmente a comedores sociales.
Lo que lo dejaba con un ingreso neto menor al del marimo.
Es decir, lo justo para llegar a fin de mes.
Zoro lo sabía. Sabía más sobre Sanji que cualquiera en ese maldito hospital.
Simplemente no lo decía.
Y Sanji… jamás lo admitiría.
—Vamos en mi auto —dijo Zoro.
Sanji lo miró.
—Mi casa no está tan lejos.
—No me importa. Vamos.
Zoro no preguntaba. Zoro imponía.
Así que el rubio acabó sentado en el asiento del copiloto de un auto que era extrañamente limpio para alguien que parecía un desastre andante.
Sanji lo miró de reojo y notó que Zoro hizo una expresión de dolor.
—¿Te duele el ojo?
—Un poco.
—¿Hoy no...?
—No. Hoy no.
Zoro fue cortante al admitir que no había tomado Tramadol, lo cual era raro.
Raro que Zoro no quisiera cortar el dolor inmediatamente.
Raro que no quisiera recordar a través de una sensación que le dolía más que físicamente.
El departamento de Sanji. Sencillo, pequeño.
Dos habitaciones, un baño.
Pero una cocina más equipada que cualquiera que Zoro hubiera visto en su vida.
Un sofá en la sala, una mesita con algunos libros de cocina apilados, y algunos papeles que probablemente tenían que ver con medicina reproductiva.
Una televisión en la esquina.
Una alfombra medio arrugada en una esquina.
Un hogar sencillo para alguien que los demás podían juzgar como rebuscado.
Solo Zoro sabía que no lo era.
—No te fijes en el desastre, no he tenido tiempo de hacer la limpieza.
Zoro se encogió de hombros y llevó las compras a la cocina.
Era raro. El silencio entre ellos era cómodo.
De hecho, era agradable, como si siempre lo hubieran compartido.
No había que decir demasiado, solo mirarse, compartir el espacio.
Como si siempre hubiese sido así.
—¿Hay algo que quieras comer? —preguntó Sanji mientras guardaba las compras.
"A ti", pensó Zoro, pero probablemente no se lo diría.
Al menos no aún.
—Pescado y sopa de miso.
Sanji asintió.
Preparó arroz.
Puso el pescado en la sartén.
Hizo una sopa que se veía apetitosa.
Todo eso como si fuera un experto, porque ese era su verdadero elemento.
Zoro no podía parar de mirarlo: la curva de su cuello delgado, la piel pálida que se asomaba, las manos de dedos largos y perfectos, su cintura, el final de la espalda.
Lo deseaba.
Más de lo que podía desear una copa de sake o una dosis de Tramadol.
—¿Puedes poner los platos? Están en ese mueble de allá —dijo Sanji, indicando una alacena junto a él.
Zoro se levantó, y sin darse cuenta, rozó su brazo con el de él.
Sanji se paralizó un momento, como si ese toque ardiera.
Zoro puso todo en la barra de la cocina, preparó con cuidado la disposición de la vajilla, y luego Sanji sirvió la comida.
Se sentaron en silencio.
De vez en cuando se miraban de reojo, y comían con una comodidad que se sentía... conocida.
—¿No me vas a hablar? —preguntó Zoro.
—¿De qué quieres hablar? —respondió Sanji.
—¿Duermes con alguien actualmente?
Sanji se atoró con el arroz y empezó a toser. Zoro le alcanzó un vaso con agua.
—¿De todas las cosas, eso tenías que preguntar?
—Tengo curiosidad —se justificó, encogiéndose de hombros.
Sanji suspiró.
Zoro mantenía su expresión plana, seria, como si la pregunta no fuera gran cosa.
Pero para él sí lo era.
Porque si la respuesta era sí, entonces iba a buscar al tipo.
Para matarlo.
Sanji suspiró para recuperar el aliento.
—No, no duermo con nadie... ¡¿Y de todas formas qué te importa?!
Zoro medio sonrió.
Sanji empujó su plato de sopa vacío y miró a otro lado.
—¿Y tú?
—¿Cuentan las prostitutas y las aventuras de una noche?
Sanji frunció el ceño y recogió su plato para dejarlo en el fregadero.
—Idiota —murmuró.
Zoro no pudo evitar soltar una pequeña carcajada.
—Por supuesto que no. Vaya reacción de mierda.
Sanji bufó, pero no respondió nada.
—¿Entonces si es no, para qué respondes estupideces?
—Para ver cómo reaccionas con eso...
Sanji gruñó.
—Como si me importara...
Zoro se levantó de su lugar y caminó hacia él.
Sanji fingió no darse cuenta de que el musgo estaba allí, tan cerca, lo suficiente para percibir el aroma de su perfume real, mezclado con sudor.
No era desagradable.
De hecho, le agradaba.
Y mucho.
Seamos honestos.
Lo que siguió, Sanji lo permitió, incluso si en el futuro dijera que fueron sus hormonas, las feromonas o un celo encubierto por los supresores.
Cualquiera que fuera la excusa, incluso si decía que se arrepentía, sería una de sus más grandes mentiras.
La mentira que repetiría una y otra vez solo para sacarse el dolor del pecho.
Zoro lo agarró del brazo con brusquedad; un vaso rebotó en el lavaplatos, haciendo un ruido sordo.
Sanji no alcanzó a reaccionar cuando un beso hambriento lo alcanzó.
La lengua de Zoro buscando la suya, y la poca resistencia que puso cuando sintió sus manos bajar por su espalda hasta tocarle una pierna.
—¿Qué haces? —susurró Sanji, con las manos en los hombros de Zoro como si fueran un ancla para ocultar que le temblaban las piernas.
—¿En serio tengo que explicarte cómo funciona un beso? —murmuró Zoro contra sus labios.
Sanji gruñó, pero Zoro le robó otro beso.
Y luego otro.
Y otro.
Hasta que no pudieron —o no quisieron— parar.
Ni siquiera se separaban para respirar. De pronto, uno se había convertido en el oxígeno del otro, como si ya no necesitaran nada más.
Estaban solos.
Nadie los interrumpiría.
No había ruidos de bippers ni preguntas de internos.
Solo ellos dos.
En silencio, en el mismo espacio, queriendo volverse un solo cuerpo.
—¿Dónde está tu habitación? —preguntó Zoro, rozándole el cuello con la nariz.
—Puerta del fondo, a la derecha.
Zoro esbozó la sonrisa de un lobo vestido con piel de oveja.
—Genial.
Lo alzó en brazos, tomándolo por los muslos con una facilidad insultante. Sanji lo rodeó con brazos y piernas, sin dejar de besarlo, sin dejar de mirarlo entre jadeos y labios entreabiertos.
Beso tras beso.
Cada vez más húmedo.
Más sucio.
Más caliente.
Se detuvieron frente a la cama.
Sanji comenzó a desabrocharle los pantalones, porque ya tenía más que claro lo que se venía, y Zoro no paraba de besarlo: en el cuello, en el lóbulo de la oreja, en los labios.
Tan caliente.
Tan excitante.
Tan duro.
—Voy a cogerte hasta que te quedes sin voz —susurró Zoro contra su piel.
—Quiero verte intentarlo —le respondió Sanji mientras se quitaba la camiseta.
Zoro hizo lo mismo. Se abrazaron.
Los dedos del espadachín rozaron la piel del rubio, le tomaron el cabello con fuerza.
Sanji gimió contra su boca.
—¿Lo ves? Aún no te la meto y ya te tengo gimiendo en mi boca.
—Cállate, marimo de mierda —se quejó Sanji.
Zoro lo empujó sobre la cama y tironeó sus pantalones, que salieron arrastrando los calcetines con ellos.
Sanji no se quedó atrás y le bajó los suyos de un tirón, dejando su erección a la vista.
El rubio lo miró por un momento.
No hubo preguntas.
No hubo un "¿tienes condón?"
Ni un "¿estás seguro?"
No hubo razonamientos ni cuestionamientos.
Era como una sentencia.
Ese momento estaba escrito en piedra.
Zoro chocó su frente contra la de él.
Se mantuvieron la mirada, como si con eso bastara para decirlo todo.
Ninguno de los dos quería olvidar ese momento.
Querían grabar cada expresión, cada caricia, cada gemido en la memoria.
Y que se quedaran ahí para siempre.
Zoro deslizó las manos por su estómago, por sus piernas, con devoción silenciosa.
Fue bajando con un recorrido de besos que se volvía cada vez más húmedo, más cargado de intención.
Cuando llegó a sus muslos, los mordió.
Los lamió.
Los olió, como si quisiera marcar cada parte con su presencia.
—Ah... Zoro... —murmuró Sanji, ya con la voz entrecortada.
El marimo lo miró desde abajo con intensidad, y luego se hundió en su entrepierna.
Sanji arqueó la espalda con violencia.
Sus ojos se fueron al techo.
Una pequeña voz en su cabeza susurró, entre jadeos:
"Esto es lo que necesitabas."
Sanji desvió la mirada cuando sintió los dedos de Zoro adentrarse en su canal omega.
No podía ocultarlo, su cuerpo lo delataba.
La lubricación era ridícula.
Primero un dedo.
Luego un segundo, y después un tercero.
—Mírate, empapado solo por unos dedos... —dijo Zoro con tono burlón.
—Cállate —murmuró Sanji, enterrando los dedos en la almohada mientras cerraba los ojos, como queriendo concentrarse solo en lo que sentía.
Zoro retiró los dedos y Sanji no pudo evitar un gruñido al sentirse vacío.
Lo miró sonriendo de forma sádica mientras se lamía los dedos que minutos antes habían estado dentro de él.
—Sucio...
—Lo odias tanto que no puedes dejar de mirar, ¿no?
Zoro volvió a meter los dedos, esta vez los tres juntos, preparándolo para lo que vendría.
Sanji arqueó la espalda, jadeando; una parte de él no soportaba más. Los dedos ya no eran suficientes.
Sus caderas se movieron solas, buscando fricción, buscando intensidad.
—Zoro, métemela de una vez —gruñó, como si ya no fuera una opción, sino una necesidad.
—Sí que estás necesitado... —murmuró el espadachín con media sonrisa.
Sanji lo miró directo a los ojos, con las pupilas dilatadas, el rostro convertido en una promesa voraz.
Las feromonas no mentían. Su cuerpo tampoco.
Zoro ya no decía nada más. Solo lo miraba, como si tuviera enfrente lo más jodidamente hermoso del mundo.
—Zoro...
—Pídelo con educación —se burló el marimo.
Sanji gimió bajo.
—Aaaah... Por favor.
—¿Por favor qué?
Sanji apretó los labios. Realmente lo necesitaba adentro o iba a perder la cabeza.
—Por favor, métela.
Zoro sonrió y hundió la nariz en el cuello del rubio.
—Tus deseos son órdenes para mí, rubio.
Quitó los dedos, se los lamió, y luego se posicionó sobre él.
Sanji lo miraba expectante, como si cada segundo de espera fuera una tortura.
¿Podía volverse una adicción para Zoro?
Sí. Mil veces sí.
El peliverde se hundió en él de una sola embestida. Estaba apretado, húmedo, tibio.
Sanji recogió las piernas y Zoro se sostuvo de sus muslos.
El movimiento empezó suave, sin besos, solo miradas.
Gráficas. Crudas. Intensas.
Grabando cada microexpresión en la memoria.
—No pares. No te atrevas a parar.
—No voy a hacerlo.
Sanji lo recibía sin resistencia, acompasando sus caderas al ritmo del otro.
Lo estaba disfrutando. Le gustaba tanto que hasta se sentía culpable de sentirlo así.
—Tan húmedo, tan jodidamente apretado... ¿Siempre te pones así conmigo?
—Cállate... maldito degenerado —gruñó Sanji entre jadeos.
Zoro lo embestía sin pausa, sin misericordia.
Solo fricción.
Solo calor.
Piel contra piel.
—Zoro...
—Mierda —murmuró, y le robó un beso húmedo que Sanji correspondió con fuerza, rodeándole el cuello con los brazos, aferrándose.
Zoro lo atrajo como si se fuera a hundir si no lo tenía entre sus brazos.
—Sigue... por favor, sigue... más fuerte...
Los gemidos llenaban la habitación.
Sanji estaba cerca. Muy cerca.
—Vente dentro. No te salgas...
Zoro asintió.
—Voy a llenarte tanto que no vas a poder olvidarme ni en otra vida.
El cuerpo de Sanji vibraba. El calor en su vientre, la presión... era demasiado.
La última embestida arrancó de su garganta un gemido roto.
Sus uñas se clavaron en la espalda de Zoro, sus pies se encogieron.
El espasmo lo sacudió de pies a cabeza.
—Zo... ¡ah! Zoro...
No recordaba un orgasmo como ese. No en toda su vida adulta.
Zoro siguió, imparable.
Estaba cerca también.
Temblaba.
—Mierda... —gimió, gruñendo su nombre como una súplica.
Una de las pocas veces que Sanji lo escucharía decirlo así:
—Sanji...
—Eres mío. Jodidamente mío.
Y se corrió.
Dentro.
Intenso.
Profundo.
Tan profundo que logró que Sanji llegara de nuevo.
Sintió la oleada de semen llenándolo, caliente, brutal.
—No... no te vayas a salir. Si te sales te juro que te mato. Te arranco la garganta.
Zoro rió ronco y se hundió aún más, corriéndose una vez más dentro de él.
Se miraron.
Zoro aún dentro.
Sanji temblando.
El nudo creciendo, hinchándose, sellándolos.
Se quedaron así, quietos.
Abrazados piel con piel, con el contraste entre el tono lechoso de uno y el moreno del otro como una marca, como una pintura que nadie más podría replicar.
Zoro seguía dentro.
El nudo se había ido, pero no se movía. No aún.
Y Sanji tampoco quería que lo hiciera.
Sus manos estaban entrelazadas, dedos encajados como piezas de un rompecabezas.
Sanji respiraba contra su cuello. Zoro tenía los ojos cerrados.
Era un silencio pesado pero no incómodo, como si el aire se hubiera rendido a lo inevitable.
Sanji no dijo nada. Solo apretó su mano, apenas.
Zoro le devolvió el gesto.
Y por un momento, por un maldito momento, parecía que el mundo no se estaba desmoronando.
Zoro se separó un poco. Sanji lo miró otra vez con esos ojos que parecían atravesarlo. De la misma forma en que lo había mirado en la sala de descanso ese día.
—¿Qué? —dijo Sanji, sus dedos jugueteando con la piel de Zoro.
Este frunció el ceño, se acercó y lo besó, húmedo, lento, buscando su lengua.
—No va a haber una segunda vez, estúpido marimo.
—¿Y quién está pidiendo una segunda vez? —dijo Zoro contra sus labios.
—Tú, al parecer.
Zoro bufó.
—Tarado.
—¿Eso es lo más bonito que puedes decir después del sexo?
Zoro soltó una sonrisa irónica.
—¿Quieres oír algo lindo? Me pones tan duro que podría montarte por horas, sin pausa, hasta partirte en dos.
Sanji cerró los ojos.
—Eres un asqueroso.
—Y tú, un jodido golfo.
Sanji apretó nuevamente su mano y Zoro le devolvió el gesto.
—Gritas como un animal en celo. ¿Acaso estás ovulando?
—Cállate, tarado.
Zoro hundió su nariz en el cuello del rubio y se quedó quieto un rato.
—No me callo porque me lo digas. Me callo porque quiero.
—Sí, sí…
Se quedaron quietos, abrazados piel con piel, tono lechoso y más moreno.
Un contraste único y de alguna manera, Zoro seguía dentro, el nudo se había ido, pero él no salía y Sanji tampoco quería dejarlo ir.
Sus manos estaban entrelazadas.
Cuando Sanji despertó, Zoro ya no estaba.
—Marimo de mierda —murmuró, sin moverse.
Día siguiente.
¿Culpa?
Zoro no conocía esa palabra.
¿Duda?
Esa tampoco.
Pero había algo.
Una sensación.
Un maldito cosquilleo en el estómago que no venía del hambre, ni del esfuerzo físico, ni de las putas endorfinas.
Era otra cosa.
Un bicho raro que no sabía nombrar.
¿Se había tirado al rubio?
Sí.
¿Se arrepentía?
No.
Ni un poco.
Pero ahora no sabía qué hacer con eso.
Con él.
Con lo que quedó después.
Quería volver a tirárselo.
Porque seamos honestos: se había tirado al rubio, y ahora quería repetirse el plato.
Una, dos, diez veces más.
Pero no estaba seguro de que Sanji le fuera a abrir las piernas otra vez.
Y si no lo hacía, ¿por qué dolía tanto solo pensarlo?
¿Era amor?
Zoro no sabía nada sobre eso.
Sabía sobre dopamina.
Sabía sobre cortisol.
Sabía sobre la oxitocina.
La mejor droga.
Pura, natural, jodidamente adictiva.
Quizá eso era lo que lo gobernaba cuando lo miraba.
Cuando lo olía.
Cuando recordaba su cuerpo, su voz, su sabor.
Quizá Sanji era su nueva droga.
Y eso era, precisamente, lo que más le jodía.
Sanji dudó antes de atravesar las puertas del hospital.
No quería ver a Zoro.
Se sentía raro.
¿Ofendido? No, no era eso. Había sido un polvo, nada más.
¿Avergonzado? No, no estaba seguro, porque sí había que hablar de vergüenza, entonces Zoro tendría que estar tan avergonzado como el.
¿Amor? Aunque Sanji supiera sobre eso, Zoro probablemente no tenía idea.
Apretó los puños y atravesó al hospital.
Dejar sus cosas en la oficina…
Ir a los cambiadores.
Ponerse el scrub azul.
Ese que marcaba partes de su cuerpo demasiado bien.
Ponerse su bata de médico.
Mirarse al espejo.
Fingir una sonrisa que no estaba allí.
Salir.
Acercarse a la estación de enfermería.
—¡SAAAAANJI!
El rubio se sobresaltó cuando un Luffy demasiado feliz se le colgó del cuello.
—Lu-Luffy, espacio vital.
Luffy se dio cuenta.
Sanji aún olía a Zoro.
Como si el bastardo lo hubiera hecho a propósito.
Lo miró un momento a los ojos. Sanji lo evadió.
El polvo con Zoro era su secreto.
Luffy se alejó un poco. Pero volvió a sonreír como si supiera más de lo que aparentaba.
—Hueles... conocido —dijo Luffy con una sonrisa amistosa.
Sanji desvió la mirada.
—No sé de qué hablas.
Luffy solo rió y, con su naturalidad de siempre, decidió cambiar de tema.
—Hay un paciente recién ingresado en la UROF. Un alfa de 56 años, viene por dolor al orinar.
Su análisis muestra un aumento de proteínas, pero no hay rastros de sangre.
Pensé que podría ser un caso para Zoro.
Le tendió la carpeta y Sanji la tomó, hojeando los antecedentes con rapidez.
No se veía tan complejo. Además, no tenía ningún interés en cruzarse con Zoro ese día.
—Me haré cargo yo. Medicina reproductiva es mi área.
Luffy asintió, sin cuestionarlo.
—Si necesitas ayuda con él, solo dilo. Es… un sujeto algo difícil.
Sanji asintió con una sonrisa amable, le hizo un gesto con la mano a Luffy y se alejó lentamente mientras hojeaba la carpeta.
No era por vergüenza. No era por tristeza.
Simplemente, era más fácil si no veía a Zoro por un día.
Don Krieg, paciente alfa de 56 años. Refiere disuria asociada a fiebre >37,6 °C. En el estudio inicial, se evidencia proteinuria como único hallazgo patológico.
Octavo piso del Grand Line Hospital
Don Krieg.
O el hijo de puta más desagradable que Sanji había visto en su vida.
Entró a la sala sosteniendo su tablet con la ficha médica actualizada del sujeto, todavía con toda la buena disposición de ayudarlo.
El tipo —un hombre de 56 años— estaba echado en la cama, con una venda ridícula en la cabeza.
Sanji alzó una ceja: en su ficha no decía nada sobre contusiones ni lesiones craneales.
—Buenos días —saludó con tono profesional—. Seré el médico a cargo de su caso. Mi nombre es Sanji Black, especialista en medicina reproductiva y trastornos del tracto urinario. ¿Don Krieg, correcto?
El sujeto alzó una ceja y lo examinó de pies a cabeza, con descaro.
—¿Eres omega?
Sanji lo miró, confundido.
—Uhm... sí. ¿Tiene alguna duda al respecto?
La expresión del paciente se desfiguró en un gesto de asco y fastidio.
Como si se hubiera topado con escoria humana, algo menos que un gusano bajo tierra.
Don Krieg se mantuvo en silencio mientras Sanji acomodaba la tablet sobre la mesita de comida.
—Entiendo que hay una alta cantidad de proteinuria en sus exámenes de orina; sin embargo, no ha presentado...
—Oye... Espera un momento.
Sanji se quedó callado.
—¿Hay algún problema?
—No quiero que me atienda un omega, ese es el problema...
Sanji se quedó en silencio otra vez.
Era broma.
Una. Jodida. Broma.
Primero se acostaba con el idiota del marimo por un calentón, y ahora le tocaba un imbécil como paciente.
—No necesito que un omeguita débil juegue al doctor. Vete a casa a criar mocosos...
Sanji apretó los labios. Y los puños.
—¿Cómo?
—Lo que oíste. No voy a poner mi salud en manos de un género inferior al mío. ¿Quién decide ahora quién se gradúa de medicina? Prefiero perder una bola antes que me toques un pelo.
Sanji se mantuvo en silencio, escuchando cada comentario desagradable.
—Ustedes, los omegas y las mujeres, sólo deberían dedicarse a lo que pueden hacer. Y definitivamente, eso no es ser doctores…
Y mientras Sanji escuchaba en silencio, Zoro justo iba pasando por allí, porque como era común, se había perdido.
Pero aunque era algo común para él dar muchas vueltas por el hospital y fingir que no se había perdido —y que tenía un pobre sentido de la orientación—, no pudo evitar escuchar.
—Si no me puede atender un alfa, prefiero no recibir el tratamiento o tratarme en otro hospital… dudo que la atención aquí sea apropiada si alguien como tú lleva la administración…
—Señor, si me escucha un momento…
—No quiero escucharte. Nada que salga de esa boca puede estar correcto. Es una vergüenza que alguien como tú no se haya casado aún y encima crea que tiene la capacidad de jugar con la salud de los demás. Los omegas no son tan inteligentes. No voy a ponerme en manos tuyas…
Entonces Zoro notó que era el rubio, y que se había quedado callado.
No había muchas razones por las que Sanji se podía quedar callado.
Cansancio.
Enojo.
Ambas.
Suspiró.
—Lo dejaré solo un rato, y cuando se sienta listo, puede informarme qué desea hacer.
Pisadas.
Puerta.
Clic.
Al salir, Sanji suspiró.
Como si se quitara una carga del pecho.
—Hijo de...
—¿Hijo? Es el padre de los hijos de puta —comentó Zoro, apoyado en la pared con los brazos cruzados.
Sanji lo miró.
Tensa la mandíbula.
—¿Qué haces aquí?
Zoro se encogió de hombros.
—Nada.
(Que en marimés se traduce como: "Me perdí. Otra vez. Porque soy idiota y mi sentido de la orientación murió junto con mis ganas de socializar").
Sanji entendía perfectamente el marimés, así que, con toda la dignidad (pisoteada y todo), decidió ignorarlo y acercarse a la estación de enfermería.
Zoro lo siguió.
—¿Qué tiene el tipo? —preguntó Zoro, apoyándose en el mesón mientras Sanji fingía trabajar en su tablet.
—Un alto nivel de proteínas en la orina, junto con una cantidad ridícula de karma.
—Se oye interesante —dijo Zoro, aunque era falso. Solo estaba haciendo planes.
Planes que nadie imaginaba.
—¿Interesante? Voy a derivarlo a otro hospital.
Estiró la mano y le quitó la tablet.
Sanji quiso recuperarla, pero Zoro se dio la vuelta para leer.
—¿Sin sangre en la orina? ¿Acaso Nika lo quiere?
—Eso es lo raro. Pero si no quiere que lo atienda, no lo voy a obligar. Está en su derecho de ser imbécil.
—Rara vez me compadezco, pero pobre tipo, su pareja debe estar tomando más Tramadol que yo para soportar su retardo mental —dijo Zoro tranquilamente.
Sanji alzó una ceja.
¿Qué?... Es que ¿qué?
—Zoro, es un alfista idiota. Exactamente como tú.
—No sé de dónde sacaste que soy alfista. Pero si puedes levantar un piano mejor que yo, avísame, porque estoy harto de las llamadas de Perona para que meta uno en su departamento en el piso diecisiete.
Sanji se quedó callado.
—¿Cómo?
—Solo digo que si puedes hacerlo mejor que yo, lo hagas. Porque me ahorras el esfuerzo.
Sanji estaba confundido.
Básicamente, el marimo le estaba diciendo que eso de la diferencia alfa-omega era inútil y retrógrado.
Sanji estaba confundido.
Básicamente, el marimo le estaba diciendo que eso de la diferencia alfa-omega era inútil y retrógrado.
—Déjame atenderlo.
—¿Quieres atenderlo? ¿Tú? El que no discrimina y odia a todos los pacientes por igual.
—Sí, yo. Además, sería una buena clase para mis estudiantes. Este es el tipo de cosas que tienen que aprender: lidiar con imbéciles que meten la pija Dios sabe dónde.
—¿Sospechas ETS?
—No. Pero yo podría inyectarle una.
—Musgo, si vas a meterte en problemas, mejor no.
—Era una broma. Le daré el paquete de lujo que ofrezco solo a pacientes “especiales”.
Sanji le lanzó una mirada afilada.
—¿Te pones celoso, Marimo?
Zoro ni parpadeó.
—¿Celoso de qué? ¿De que alguien más quiera tirarse a un omega con pésimo gusto? Paso.
—Eso sonó a trauma personal.
—Eso sonó a que quieres seguir hablando de mí.
—Eso es porque todos los días quiero golpearte.
—Y sin embargo, todos los días vienes a buscarme.
Zoro soltó un bufido.
Uno intenso.
Pero era falso.
—¿¿Yo buscarte a ti??—Zoro soltó una risa amarga—. Seguro. ¿Me das el caso o no?
Sanji le quitó la tablet con brusquedad y le envió los datos por correo.
—Están en tu e-mail. Solo… no hagas tonterías.
—Por supuesto que no. Ya te lo dije: los riñones le quedarán como nuevos.
Sanji lo miró con cierta incredulidad, pero… decidió confiar.
Y no debió.
Definitivamente fue una pésima idea, porque el cerebro del marimo funcionaba demasiado rápido y de manera peligrosamente creativa, saltándose por completo el juramento hipocrático y, de paso, el código penal.
Zoro entró a la habitación.
Cerró la puerta de un empujón seco, sin necesidad de levantar la voz. Su sola presencia bastaba.
Don Krieg alzó la mirada, desafiante.
Zoro se acercó sin apuro, sin expresión. Como si el aire mismo se hubiera vuelto más denso.
—El doctor Black me derivó su caso —informó, con voz plana—. Me dijo que se sentía… incómodo siendo atendido por un omega.
Se inclinó levemente, apenas, como quien examina una criatura pequeña y desagradable.
—¿Problemas de confianza?
Krieg gruñó.
—Solo digo que no está capacitado para darme atención médica. Es mi salud de la que estamos hablando.
Zoro parpadeó, despacio. Como si el comentario le diera flojera.
—Raro —soltó—. El doctor Black es experto en medicina reproductiva y del tracto urinario. Y usted está aquí por algo que le cuelga entre las piernas, ¿o me equivoco?
Silencio. Solo el zumbido de la máquina de signos vitales.
Zoro dio un paso más, invadiendo el espacio personal del paciente.
—Pero tranquilo —dijo con una media sonrisa afilada—. Yo me encargaré. Soy alfa. ¿Eso le da tranquilidad, señor Krieg?
—Si sabe hacer su trabajo, entonces pongo mi salud en sus manos —dijo Krieg con seriedad.
No sabía en qué se estaba metiendo.
Zoro miró la ficha médica, se acomodó en una banca y comenzó a llenar la anamnesis.
—¿Antecedentes familiares? ¿Cáncer, diabetes, hipertensión, retardo mental?
Levantó una ceja, lengua viperina al máximo.
—Mi padre tuvo cáncer de próstata —respondió Krieg, incorporándose un poco.
Zoro asintió con falsa solemnidad.
—Mal augurio. ¿Cuándo fue su último control de próstata?
—No voy a hacerme esa mierda.
—Bueno, lamento informarle que tendremos que hacerle un tacto rectal y exámenes de sangre para descartar trastornos asociados.
Krieg se quedó quieto.
—El cáncer suele tener una carga genética importante. Y si no quiere perder las pelotas, es mejor descartar.
—Como quiera —gruñó con fastidio.
Zoro dejó la tablet sobre la mesita de noche. Se acercó a un estante y sacó unos guantes de látex.
—¿Tiene alergia al látex? —preguntó, mostrándoselos.
—Eh... no tengo idea.
—Da igual. Una pequeña inflamación no lo joderá más de lo que ya está.
Krieg tragó con dificultad mientras Zoro se ponía los guantes.
—Póngase de lado y relaje el culo… o le va a doler.
Krieg se puso de lado.
Nivel de dignidad: bajando lentamente.
—¿No debería usar algún tipo de lubricante para esto? —preguntó, incómodo.
—Podría… pero un alfa que se respeta no le tiene miedo a un par de dedos en el culo.
Krieg frunció el ceño.
Zoro suspiró con cansancio profesional, levantó la bata sin decir nada y, sin previo aviso, introdujo los dedos con brusquedad.
Krieg soltó un jadeo involuntario que apenas logró acallar.
Tenso. Inmóvil. Terriblemente incómodo.
Zoro, en cambio, estaba relajado.
Demasiado relajado.
Zoro se acercó al mesón de enfermería y miró a la mujer que anotaba en una ficha.
—Envía un novato a la 80. Necesito una muestra de sangre completa. Mientras más novato mejor, pero que sea alfa. No se arriesguen a contaminarle los oídos a nadie con ese tipo.
La enfermera lo miró, confundida.
—¿Un novato...?
—Sí. El más torpe que tengas. Mientras más inútil, mejor. Que practique.
Ella asintió, aún algo impávida.
—De acuerdo, doctor Roronoa.
Zoro se marchó. Y justo al doblar en el pasillo, sonrió con oscuridad.
Daba igual lo que dijeran los exámenes.
Lo que pensaba hacer, lo haría de todos modos.
Zoro caminaba con paso firme. No le importaba. No tenía miedo. Que se jodieran todos, incluido ese tal Don Krieg.
¿Quién se creía que era? Le iba a mostrar lo que pasaba cuando…
¿Cuándo se metían con… su rubio?
Mientras Zoro marchaba con furia por los pasillos, Sanji hacía lo contrario: regresaba a su oficina, deseando dejar atrás a Krieg y a todo lo que lo rodeaba.
Estaba aliviado de no tener que atender al sujeto, aunque no podía negar que el repentino interés de Zoro por hacerlo le causaba una ligera incomodidad.
Pero quería confiar en él.
No sabía por qué. Zoro siempre hacía lo que quería, se salía con la suya, rompía reglas, jodía planes… y aun así, todavía le quedaba un ápice de confianza en ese idiota que parecía un pozo sin fondo.
Suspiró, cansado.
Se acercó a su escritorio, donde algunas carpetas estaban apiladas de forma ordenada. Encima había un post-it, con la bella y prolija letra de Robin.
“Revisa estas carpetas. Avísame si apruebas el contenido.”
Sanji hojeó las carpetas con cuidado.
El caso era duro: un joven, víctima de un incendio, había sufrido quemaduras severas en la mitad del rostro.
Llevaba meses en lista de espera para una reconstrucción e injertos de piel, pero su historial mostraba pocas posibilidades… hasta ahora.
Robin había movido hilos.
Y como siempre, lo había hecho con precisión quirúrgica.
Había contactado a una consultora externa, proveniente de la gran ciudad de Amazon Lily.
Una verdadera eminencia en reconstrucción facial.
Una experta en belleza y cirugía plástica.
Una leyenda en el ámbito académico y clínico: Boa Hancock.
Sanji frunció ligeramente el ceño.
Había leído ese nombre en artículos, papers y tesis durante sus años de universidad.
Siempre mencionada con admiración, casi con reverencia.
Pero aun así…
le sonaba de algo más.
¿Había salido en televisión? ¿Noticias? ¿Tal vez alguna polémica?
No lograba ubicarla del todo.
Movido por la duda —y un leve instinto de precaución— tomó el teléfono interno y marcó el anexo de Robin.
—¿Robin? —preguntó cuando la línea conectó—. Necesito hablar contigo sobre la consultora que trajiste.
Boa Hancock.
Robin se dirigía con paso elegante cuando su teléfono personal vibró suavemente.
En la pantalla apareció el mensaje de una mujer:
Boa Hancock.
"Tengo mis pasajes de avión. Solo me gustaría hablar contigo para revisar los detalles finales."
Robin sonrió. Le aliviaba.
Otro caso que pronto estaría resuelto.
Se detuvo frente a la puerta de la oficina de Sanji.
El rubio estaba sentado, impecable con su scrub azul claro, revisando carpetas.
Evaluaba a los pacientes que aún estaban en espera de consulta. Había muchas solicitudes para ser atendidos por Zoro, pero le preocupaba que el musgoso se negara a aceptar algunos casos.
Si no le llamaban la atención, simplemente se negaba.
Y como era jefe de todo un departamento médico... podía hacerlo.
Suspiró.
Toc. Toc. Toc.
Sanji alzó la vista.
—Adelante.
Robin se asomó.
—Lamento la tardanza.
Sanji le sonrió con calidez.
—Tú nunca llegas tarde, hermosa Robin.
Ella respondió con esa expresión tan enigmática suya, entre amable y lúgubre.
—¿De qué querías hablarme?
Sanji le mostró una carpeta.
—Vi que buscaste una médica adjunta para el niño que tiene lesiones por quemaduras en el rostro.
Robin asintió.
—Como me pediste ayuda con ese caso, me tomé la libertad de contactar a Boa Hancock. La conozco desde hace años y es excelente en su área. Creo que podemos confiar plenamente en ella.
—Confío completamente en tu criterio, Robin-chan.
—Qué bien. Tengo los detalles casi completos. Solo me falta tu aprobación… y el ofrecimiento de pago.
Sanji asintió.
—Usaremos dinero de la Fundación Vinsmoke. Servirá como buena propaganda para el hospital.
—Me parece una excelente idea. ¿Entonces puedo ofrecerle lo que indicó que cobra por sus servicios?
—Por supuesto, Robin. Gracias por hacerte cargo de esto. No sé qué haría sin ti.
Ella solo sonrió.
Sanji, de verdad, no sabía qué sería de él si no fuera por Robin.
Pero este evento en particular —esta simple consultoría para un paciente que realmente lo necesitaba— desataría una tormenta en las distintas relaciones dentro de nuestro hospital.
Sanji, en su completa inocencia, y Robin, desde una posición estrictamente profesional.
Sanji nunca imaginó que aquella visita —algo bueno para el hospital y tan profesional como a él le habría gustado— sería recordada semanas después como el inicio de un sacrificio amargo… y del desprecio de dos amigos a quienes estimaba demasiado.
Uno de ellos dejaría de hablarle y lo culparía sin miramientos; el otro estaría más perdido que nunca.
Y su única ancla… se ahogaba en Tramadol y sake mezclado con whisky, como si fueran lo único capaz de mantenerlo en pie.
Y esto solo se sumaría a una de las tantas idioteces que Zoro estaba dispuesto a cometer, a veces con tal descaro que parecía buscar problemas a propósito.
Zoro envió un mensaje por Bipper a sus internos.
Aparecieron en su oficina en menos de un minuto.
Jugaba con el blíster de pastillas que, en teoría, le daban tranquilidad para el nervio óptico dañado… y con la taza de café mezclado con sake que lo mantenía en ese extraño estado de alerta.
Con los pies sobre el escritorio, los cinco patitos lo miraban con nerviosismo. No había nada bueno en esa expresión: plana, pero con un aire relajado que resultaba peor.
Antes de hablar, Zoro se echó dos pastillas a la boca y las hizo pasar con un trago de café.
Las miradas se cruzaron entre ellos.
Lo habían oído en los pasillos: «El doctor Roronoa es adicto al tramadol». Pero nunca habían tenido la oportunidad de verlo en acción… hasta ese momento.
—¿E-eso es tramado?—balbuceó Helmeppo.
Zoro alzó la vista y asintió como si no fuera gran cosa.
—Buen ojo… o mejor dicho, buen oído. ¿Qué otros hallazgos de pasillo manejan?
Helmeppo empezó a temblar; Coby desvió la mirada.
—S-solo teníamos curiosidad —dijo Koby.
—La curiosidad mató al gato. —Zoro los repasó con la mirada—. Tengo su primer caso. ¿Felices?
El silencio pesó. No sabían si alegrarse o preocuparse.
—Varón, cincuenta y seis años, alfa. Proteinuria detectada en examen de orina, dolor y ardor al orinar, fiebre de bajo grado (37.5 °C) en los últimos días. Hemograma y tacto rectal ya hechos; falta completar evaluación.
Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.
—Quiero orina completa, urocultivo antes de iniciar cualquier tratamiento, función renal, y una ecografía renal y vesical. Confirmen si hay residuo postmiccional y revisen la próstata en los resultados previos. Si encuentran algo fuera de lo habitual, lo quiero en mi escritorio antes del cambio de turno.
Nadie se movió.
—¿Qué esperan? —añadió, con voz más baja pero mucho más peligrosa—. El paciente no se va a diagnosticar solo.
Los internos salieron casi a trote, cada uno con una tarea asignada, y el rumor del “adicto al tramadol” quedó opacado por la sensación de que acababan de ser lanzados a una prueba real.
—Ah, y esperen... —dijo Zoro, deteniendo al grupo.
Todos se frenaron en seco.
—Ace, hazle una punción lumbar al paciente. Aguja de 2 cm de diámetro.
Ace tragó pesado. Eso iba a doler.
—¿Estás seguro de que quieres que la haga yo?
—Él va a estar más que satisfecho con el procedimiento... —respondió Zoro con una sonrisa torcida.
—Pero... ¿Qué tiene que ver una punción lumbar con sus síntomas?
Zoro se encogió de hombros, indiferente.
—Tú solo hazla y tráeme la orden para firmarla. No te preocupes, yo respaldo el examen.
Ace asintió, con una pequeña sonrisa nerviosa.
—Bueno, Zoro…
—Es importante que la hagas.
—¡Sí, señor!
—Oh, Zoro… ¿qué le digo si pregunta para qué es el procedimiento?
Zoro se quedó pensando un momento, buscando una excusa lo bastante convincente para atravesarle la espalda al tipo con una aguja tan gruesa como una de sus arterias.
Guardó silencio unos segundos y le dio un sorbo a su café con sake.
—Dile que es para “descartar complicaciones neurológicas” —respondió al fin, con esa calma peligrosa que helaba la sangre.
Ace parpadeó.
—Pero… eso no tiene nada que ver con—
squaaack!
Un ave parada junto a la ventana picoteando la orilla como si nada.
El sonido agudo rompió el silencio, tan repentino que hasta Ace dio un salto. Nadie supo si venía de algún aparato, del pasillo… o de la mente retorcida del doctor Roronoa.
Zoro no se inmutó; dio otro sorbo a su café, como si el ruido no fuera más que música de fondo para su mal día.
—Ace. No quiero un debate. Quiero que lo hagas. Y que no derrames nada.
Ace asintió y salió de la oficina junto con los otros patitos. El grupo se quedó mirándose entre sí por un momento.
—¿Eso era café con sake? —preguntó Tashigi, algo sorprendida.
Helmeppo asintió.
—¿Viste cuántas píldoras se tomó?
Koby agregó:
—Parecía que estaba tragando mentitas...
—O rocklets —comentó Hiyori, mirando a un punto en el pasillo, con una mezcla de admiración y preocupación.
—O sea que es verdad que Zoro es un adicto —murmuró Tashigi.
—Un adicto funcional —dijo Ace en voz baja, mientras un leve amargor le subía desde el estómago—. Así que lo que dijo Luffy era cierto...
Ninguno hizo más comentarios; el silencio que siguió fue solemne, como si no solo reconocieran la adicción, sino también el peligro autodestructivo que había detrás.
El olor tenue del café mezclado con sake todavía flotaba en el aire, revolviendo ligeramente el estómago de los internos, un recordatorio palpable de la tormenta que se avecinaba.
—Hiyori y yo iremos con Ace a hacer la toma de muestras. Koby y Helmeppo, ustedes se encargan del laboratorio —dijo Tashigi, organizando al grupo.
Todos asintieron y se separaron, cada uno cargando un poco más de tensión en el pecho.
Los tres internos ingresaron en la habitación de Don Krieg, quien cambiaba de canal en el televisor sin pausa.
En cuanto los escuchó entrar, desvió la mirada hacia ellos.
—¿Ustedes son los enfermeros? Porque ya vino uno a dejarme el brazo como un colador —dijo, señalando su brazo derecho con claro fastidio en la voz.
Ace miró a Tashigi y Hiyori antes de responder.
—Uhm, no. Somos internos enviados por el doctor Roronoa para realizar una serie de exámenes y determinar su estado de salud actual. Yo soy Portgas D. Ace, y estas son la doctora Tashigi y la doctora Kozuki Hiyori.
Ambos lo saludaron con respeto.
—Pues tienen pinta de bobos los tres —gruñó Krieg—. ¿Y ustedes dos mocosas saben al menos cómo funciona el cuerpo humano?
—Es nuestro trabajo, señor —respondió Hiyori con amabilidad, sin perder la calma ante el mal humor del paciente.
Tashigi, Hiyori y Ace se acercaron a Don Krieg. Tashigi comenzó a anotar datos que aparecían en la pantalla de los monitores médicos, mientras Hiyori preparaba los instrumentos para tomar muestras.
Ace la siguió en silencio, hasta que miró al hombre, que no parecía nada feliz. Supuso que necesitaba darle una explicación, o de lo contrario solo se sentiría agredido.
—Señor Krieg, ¿verdad? —comenzó Ace—. Bueno, mis colegas van a tomar algunos exámenes de sangre, también tomaremos orina de la bolsa que está junto a usted y con eso haremos un urocultivo para descartar infecciones... pero además necesito hacerle otro examen, una punción lumbar.
Krieg miró a Hiyori y Tashigi y preguntó:
—¿O sea que vas a poner a Barbie doctora y a Betty la fea a pincharme con agujas? Porque no creo que sean las más apropiadas para ese trabajo.
Hiyori y Tashigi se miraron entre sí, un poco confundidas.
—¿Disculpe? —preguntó Ace, desconcertado.
—Son mujeres —gruñó Krieg—, ni siquiera sé por qué llevan bata blanca.
Ace sintió que se le hinchaba una vena; Hiyori y Tashigi también.
¿Cómo lidiar con un tipo así de imbécil?
Había un pensamiento colectivo en la habitación: “Nos dieron al tonto del pueblo” . Se miraron entre sí.
Hiyori se acercó a la bolsa de orina y la observó con desprecio. Amarillenta y un poco oscura, no era buen signo.
—¿Bebe mucho alcohol? —preguntó Hiyori con cierta indiferencia.
—¿Y qué te importa? —respondió Krieg, molesto.
—Lo digo por su orina, está oscura y le están administrando fluidos, así que no debería estar deshidratado...
Tashigi tomó la jeringa mientras miraba a Ace.
—Es verdad, pero creo que si no se deja tomar los exámenes, jamás lo sabremos y acabará teniendo falla hepática, ¿quizás? No podemos saberlo sin exámenes.
—También podría ser algo como rabdomiólisis, pero si el paciente no quiere que lo examinen, chicas, no hay mucho que pueda hacer. No puedo hacer todo el trabajo solo —dijo Ace, encogiéndose de hombros y apoyándose con los brazos cruzados en la pared.
—Lástima que algunos pacientes actúen de forma tan... poco cooperadora, se salvarían más vidas por eso...
Krieg los miró a los tres, que ya empezaban a guardar los instrumentos que iban a usar.
—¡Esperen!
Los tres se detuvieron.
—Solo háganlo rápido, eso de la “rabdo-no sé qué” suena mal...
Ace trató de ocultar la sonrisa, al igual que Tashigi y Hiyori, que tomaron nuevamente los instrumentos y comenzaron con lo suyo, mientras Ace esperaba.
Mientras Hiyori y Tashigi terminaban los últimos procedimientos, Ace comenzó a preparar la gran —“gran”— aguja con la que haría la punción lumbar a Don Krieg.
—¿Y eso para qué es? —gruñó Krieg.
—Ya le dije: una punción lumbar —respondió Ace.
Krieg lo miró fijamente.
—Suena a algo que hacen en la televisión a los pacientes... ya sabes, en esas series de médicos tontas...
—Sí, bueno, es un procedimiento común —comentó Tashigi—. El doctor Roronoa quiere asegurarse de cubrir “todas las áreas”.
Ace asintió.
—Esta aguja mide 2 cm de diámetro, está hecha para atravesar su espalda por la zona lumbar y tomar una muestra de líquido cefalorraquídeo... va justo entre sus vértebras... pero no se preocupe, no dolerá nada.
—¿Y eso qué tiene que ver con mis síntomas?
—Para descartar problemas del sistema nervioso —dijeron los tres al unísono.
Krieg gruñó.
—Necesito que se recueste de lado. Si se mueve podría quedarse paralítico, así que no se mueva —agregó Ace mientras miraba a sus compañeras.
—La doctora Tashigi y la doctora Hiyori lo sostendrán para evitar un accidente.
Krieg las miró con desconfianza, pero les permitió acercarse.
La aguja estaba fría como el demonio.
En cuanto Krieg sintió la punta rozar su piel, un escalofrío recorrió su cuerpo y todos sus músculos se tensaron. Un leve temblor apareció en su mandíbula, apenas perceptible, como un gesto involuntario que delataba su nerviosismo oculto.
—No se preocupe, señor Krieg. Estaremos aquí todo el tiempo —dijo Hiyori con una falsa dulzura.
—Solo procure no moverse si quiere seguir caminando normalmente.
—¿Cuántas veces ha hecho esto en toda su carrera? —preguntó Krieg, desviando la vista.
Ace introdujo la aguja firmemente.
—Bueno, esta es la primera vez.
—¿¡QUÉ!?
—Señor, no se mueva, recuerde lo que le explicamos —dijo Tashigi con voz plana—.
—El doctor mandó a un novato a hacer un examen peligroso.
Ace sonreía mientras extraía el líquido.
—Si Zoro lo pidió, supongo que confía en mí.
El líquido cayó en la jeringa hasta que logró la cantidad necesaria.
Los tres internos abandonaron la habitación en silencio. Se miraron entre sí y sonrieron, victoriosos; habían logrado algo que parecía muy difícil.
—¿Qué tanto sonríen ustedes tres? —la voz de Sanji los sobresaltó.
Se dieron la vuelta y se pusieron firmes, como si hubieran visto a un general del ejército. Pero Sanji les sonreía, genuinamente interesado, lo que los hizo calmarse por completo.
—¿Qué sucedió?
Ace sonrió ampliamente y le mostró a Sanji el frasquito con líquido transparente.
—Acabo de hacer mi primera punción lumbar y el paciente no quedó paralítico.
—¿Punción lumbar? ¿Qué paciente?
—Oh, el de la habitación de allí —dijo Hiyori, señalando una de las puertas.
Sanji conocía esa puerta y la odiaba.
—¿Por qué le hacen una punción lumbar a un paciente con problemas urinarios? —preguntó. Su expresión cambió; se puso pálido.
—Zoro la pidió, nos dijo que era importante —agregó Tashigi.
Sanji asintió; estaba mal cuestionar los procedimientos de un doctor, más frente a internos.
—Nos retiramos entonces, Helmeppo y Koby nos esperan en el laboratorio.
Sanji volvió a asentir.
¿Algo del sistema nervioso? ¿Por qué? ¿Qué sospechaba?
Squaaaaack
Un ave golpeó el vidrio de una de las salas de espera. Sanji la miró fijamente.
—Mierda.
Chapter 4: Pájaro de Mal Agüero
Chapter Text
Sanji se acercó a la ventana, entrecerrando los ojos.
Era algún tipo de cuervo… aunque ridículamente ruidoso.
El ave levantó la cabeza y lo miró como si pudiera atravesarle el cráneo con los ojos.
Sanji no era de contemplar la naturaleza, pero ese pájaro le provocaba una sensación extraña.
Algo molesto, en la parte de atrás del cuello… un susurro insistente: “¡espántalo ahora!”
Golpeó el vidrio, no muy fuerte, solo lo suficiente para incomodarlo.
Squaaaaack.
Sanji tragó saliva.
—Largo, fuera —murmuró, golpeando otra vez, ahora sí con más fuerza.
—¿Doctor?
Sanji dio un respingo.
—¿Sí?
La enfermera abrazaba la carpeta contra el pecho.
—¿Está todo bien?
—Sí, es que…
No alcanzó a terminar. El pájaro picoteó el vidrio y Sanji ya lo había declarado enemigo número uno.
—¿Puedes ir a neonatología? —le pidió sin apartar la vista del ave—. Hay una mamá allí que tiene que subir a su habitación.
La mujer sonrió y se fue hacia el ascensor.
Sanji volvió a mirar a su oponente emplumado.
—¡Y tú, largo!
El pájaro empezó a limpiarse el plumaje, completamente indiferente.
Sanji suspiró. Era médico, maldita sea, un pájaro no determinaba la paz en un hospital universitario.
Así que, luego de estudiarlo un momento más, decidió alejarse. Es decir… ¿no podía quedarse allí por siempre, verdad? ¿Verdad?
Pero cuando las puertas del ascensor se abrieron, el sonido fue como un recordatorio de algo más siniestro aún.
Squaaaaack.
Sanji tragó pesado y trató de ignorarlo. Porque era mejor hacer eso.
Supuso.
O se volvería loco.
Y era sábado, y necesitaba su cordura hasta su próximo día libre.
Mientras tanto, en el laboratorio, Helmeppo y Koby analizaban las muestras de Don Krieg.
Koby iba resaltando con un desatascador amarillo todos los resultados que estaban alterados, mientras Helmeppo, más calmado —quizás porque Zoro no estaba cerca—, iba sacando los análisis de las máquinas.
Juntos trabajaban muy bien, porque venían de la misma universidad y confiaban el uno en el otro.
Helmeppo sabía que Koby se bloqueaba bajo presión, y Koby sabía que Helmeppo se ponía nervioso con personas como Zoro, y más aún ahora, que estaban tratando con pacientes reales.
Toc. Toc. Toc.
Ambos jóvenes alzaron la cabeza y miraron hacia la entrada.
—El rey del infierno está preguntando por los exámenes —dijo Ace con media sonrisa.
Koby levantó los papeles que tenía en mano.
—Aquí están.
—Qué bien, las chicas nos esperan, Zoro quiere un diagnóstico. Dice que es “nuestro caso”.
Helmeppo se sacudió un poco.
—No hemos cometido errores, tranquilos... Al menos no hemos derramado ni sangre ni mierda hoy...
—Demasiado bueno para ser verdad —murmuró Koby.
Koby puso los resultados de los exámenes con temor sobre el escritorio de Zoro.
Tragó saliva lentamente y miró a Zoro como quien mira a la muerte.
—Me aburro... Y cuando me aburro, ceno internos... —dijo Zoro con voz peligrosa.
Helmeppo tembló.
Koby se tragó las lágrimas, Ace desvió la mirada, Tashigi no supo si tomar nota de eso, y Hiyori sintió que se le empapaban las pantaletas.
—Uhm... Los exámenes indican que el paciente tiene una infección en el epidídimo, posiblemente un absceso pequeño.
Ace asintió y se cruzó de brazos.
—Podríamos tratarlo con antibióticos de alto espectro y debería tener una buena evolución.
Helmeppo asintió, tratando de no morir de una crisis de pánico, y agregó:
—Si responde bien con los medicamentos, el riesgo de complicaciones se reduce significativamente.
Tashigi agregó también:
—Pero hay que vigilarlo de cerca por si hay mala respuesta a los antibióticos.
Zoro se levantó y miró por la ventana, el pájaro raro estaba en el árbol mirando hacia allí.
—Nah, mejor prevenir que lamentar... —comentó Zoro tranquilamente.
—¿Eso quiere decir que...? —preguntó Tashigi.
—Quiere decir que reserves un quirófano y tú, Barbie doctora, consigue una rasuradora en insumos médicos.
—¿Vamos a extirpar el absceso? —preguntó Ace.
Zoro asintió:
—Esto es una lección que no sale en los manuales, así que aprovechen que solo pasa una vez en la vida.
Zoro miró a Helmeppo.
—Tú te vienes conmigo, le vamos a dar las buenas noticias al paciente.
Helmeppo miró a Koby con una expresión de “sálvame”, pero ya estaba perdido; iba detrás de Zoro, que parecía muy satisfecho con la resolución del caso.
—No te pongas nervioso —le dijo Zoro dándole unos golpecitos en la espalda— el tipo venía por un buen tratamiento médico y eso es lo que va a obtener.
Helmeppo quiso creer en ese momento y se aferraba a ese deseo.
Así que entraron a la habitación donde Krieg dormitaba.
Zoro cerró de un portazo.
—Pon atención, porque la próxima lo harás tú solo —le dijo Zoro a Helmeppo.
—Tengo buenas noticias... —luego se quedó pensando mientras Krieg aún trataba de entender qué estaba pasando— en realidad no son tan buenas noticias.
—Mis minions diagnosticaron un absceso en sus pelotas, así que vamos a realizar una cirugía para quitar el absceso.
Krieg asintió.
—Es un procedimiento simple —dijo Zoro cruzándose de brazos— solo necesitará un par de días en el hospital y luego puede ir a casa.
Krieg asintió de nuevo.
—¿La intervención la llevará a cabo usted?
Zoro asintió.
—Mis estudiantes estarán allí, pero yo realizaré toda la cirugía.
—Entonces estoy de acuerdo.
—Helmeppo, trae la documentación al señor Krieg para que autorice su cirugía.
Helmeppo asintió.
—Otra de mis minions vendrá para rasurarlo, haremos la intervención esta noche.
Krieg asintió mientras Zoro se iba con media sonrisa en el rostro.
—Reserva un quirófano —dijo Zoro.
Helmeppo asintió, pero no se movió un centímetro.
Zoro suspiró y miró al techo, preguntándose qué cosa tan mala había hecho para merecer esto.
—Ve a la estación de cirugía y di que necesitas un quirófano para el Dr. Roronoa Zoro, disponible para las 21:00.
Helmeppo asintió y se retiró rápidamente.
Traffy se dejó caer en una silla del comedor del hospital mientras miraba al techo. Las luces blancas eran deprimentes.
Le gustaban.
Igual que el olor a desinfectante.
—¡Torao!
El médico de la muerte se sobresaltó en cuanto escuchó la voz de Luffy venir hacia él. No alcanzó a hacer nada y ya tenía al pelinegro encima, abrazándolo como si no hubiera un mañana.
—¡Lu... Luffy, oxígeno! —exclamó Traffy, tratando de soltarse.
Luffy le dio espacio para respirar y sonrió.
—Shi, shi... ¿Ya cenaste? ¿No esperaste por mí?
De inmediato, Luffy puso cara de perrito mojado.
—Te estaba esperando, idiota...
Luffy sonrió.
—¿Qué quieres comer?
—Me apetecen unos onigiris...
—¡Orden saliendo!
Con la misma energía con la que llegó, corrió hasta la zona de pedidos para conseguir la cena de ambos.
Traffy sonrió.
Luffy y él llevaban diez años casados.
Sí, se habían casado muy jóvenes, pero Luffy jamás se rendía, y al final había sido una de sus mejores decisiones.
Trabajaban en el mismo hospital y muchas veces codo a codo.
Podían cenar juntos y acomodar sus horarios.
Tenían una vida sencilla, imperturbable.
Luffy regresó con la comida, la puso sobre la mesa y se sentó frente a Torao.
—Hoy ha sido un día muy...
—¡Shhh! No lo digas —exclamó Traffy.
—¿Qué?
—Si lo dices, se invierte, y quiero cenar en paz —gruñó Traffy.
Luffy solo sonrió y se metió un onigiri a la boca.
Law sonrió de lado y mordió el suyo también.
Squaaaaack.
Luffy alzó la cabeza, mirando hacia los árboles de la zona de descanso.
—¿Qué es? —preguntó Traffy.
—Creo que es una especie de cuervo. Está metido en una rama allá arriba, no lo veo bien —respondió Luffy, levantándose para buscar al pajarraco.
—Déjalo, Luffy- ya. Vamos a comer.
Luffy le sonrió y volvió a sentarse a comer.
En el Grand Line Hospital, la pareja LuLaw era de esas llamadas legendarias.
Nunca una sola pelea.
Miel sobre hojuelas.
Uno demasiado oscuro, el otro un solecito de sonrisas con pies. Hechos el uno para el otro, una de esas relaciones en las que sabes que no importa lo que intentes, ellos no se van a separar.
Y donde había fuego, en otros lados había una erupción volcánica.
Sanji se detuvo a mirar la pantalla de quirófanos.
"Doctor Roronoa Zoro - Quirófano seis - Infección de epidídimo"
Alzó una ceja; no le parecía que el paciente estuviera tan mal como para una intervención quirúrgica... ¿Verdad? ¿Verdad?
Sanji apretó la mandíbula y quiso retirarse, pero algo en su cabeza le dijo que fuera a mirar. Seguro no era algo como él pensaba. Probablemente una intervención pequeña y él se estaba asustando por nada.
Sanji se dejó guiar por sus propios pies y así se encontró frente a la puerta de la galería del quirófano seis, donde todo parecía funcionar de manera “normal”.
Los estudiantes miraban con atención abajo mientras Zoro les indicaba cómo extraer un absceso de las pelotas de un pobre tipo.
—...entonces, si cortan de más, podría empezar una hemorragia, y creo que saben que una hemorragia en las pelotas es algo difícil de controlar... Por eso se cauteriza a medida que se van cortando los pequeños vasos sanguíneos.
Sanji miró con atención y lo notó.
Presionó el botón del intercomunicador.
—Dr. Roronoa... ¿Me indica el motivo de la cirugía?
—Absceso en el epidídimo —respondió Zoro sin levantar la cabeza.
Sanji lo vio tomar las pinzas.
—¿Qué tan grande es el absceso para que tomara esta ruta de tratamiento?
—Meh, no sé, Tashigi, ¿cuánto media el absceso?
—2 cm —dijo Tashigi, como si hubiera memorizado la tabla del nueve.
—Doctor, ¿no cree que un tratamiento con antibióticos es menos invasivo?
—Correcto, Dr. Black. Minions, escuchen al doctor, él tiene mucha razón. En casos como estos, hay que evitar cirugías innecesarias, justo como está...
—Zoro, ¿si la cirugía es innecesaria, por qué la estamos haciendo? —dijo Ace, algo nervioso.
—Zoro, baja esas pinzas y ese bisturí.
—Porque hay gente, Ace, que no merece seguir reproduciéndose.
—¡DOCTOR RORONOA, DEJE A ESE PACIENTE JUSTO AHORA! —exclamó Sanji.
Pero fue tarde, muy tarde.
Un corte.
Olor a carne quemada, y Zoro levantó una bola de carne con una pinza.
—Qué vida más deprimente —comentó, y dejó caer el testículo de Don Krieg sobre la bandeja de metal.
Los internos estaban en completo silencio, y Sanji ya había salido corriendo para ingresar al quirófano a quitarle el bisturí a Zoro.
Sanji ingresó al quirófano.
Miró el testículo mutilado en la bandeja de metal y luego a Zoro.
—Fuera del quirófano, ahora, todos —Sanji ya no era el amoroso doctor que todos conocían.
Zoro soltó los instrumentos para irse, pero Sanji le cortó el paso. —Tú te quedas.
Los internos miraron a Zoro sin saber si preparar un funeral para él o no.
Los estudiantes salieron, pero eran unas viejas chismosas; subieron a la galería y encendieron el intercomunicador para escuchar la pelea.
—¿Puedo saber por qué acabas de extraer un testículo de un paciente relativamente sano? —dijo Sanji, tratando de no perder el control.
—Reducción de daños —dijo Zoro.
Las enfermeras y el anestesista se miraban como si la sala estuviera por arder.
—¿Reducción de daños?
Zoro se encogió de hombros.
—Entre darle antibióticos de alto espectro y sacarle de una vez el absceso, esto es mucho más rápido. Estará en su casa mañana.
—¡Pero con un testículo menos!
—¡No lo va a echar de menos, créeme!
Sanji gruñó.
—¡Eres un idiota!
—No me arrepiento de haberlo castrado indefinidamente.
Sanji empezó a sentir cómo le dolía la cabeza.
—Ciérralo y envíalo a recuperación... No sé cómo vamos a solucionar esto...
—Si no le decimos, no se da cuenta —dijo Zoro en tono burlón.
Sanji le echó una mirada asesina.
Pero Zoro no se inmutó.
Sanji sabía, estaba seguro de que ese pájaro en la ventana había sido el aviso de algo más, algo que solo podía escalar.
Cuando Zoro salió de la cirugía, Sanji estaba de pie esperándolo en el pasillo.
Un rubio infeliz, listo para muchos minutos de sermón para un marimo que no estaba arrepentido de lo que había hecho.
—Te espero en mi despacho, marimo.
La voz de Sanji sonó fría, como si estuviera planeando un asesinato.
Se dio la vuelta y se alejó con grandes pisadas en dirección al ascensor.
Zoro solo lo miró irse.
No estaba realmente preocupado, a pesar de que esto tenía muchas más consecuencias que él estaba seguro se le vendrían encima.
Y aun así, no estaba asustado, ni siquiera un poco.
De hecho, no estaba preocupado.
Después de lavarse un poco la cara, se dirigió a la oficina del rubio.
—Tú vas a darle explicaciones al paciente cuando despierte, ¿entiendes? Yo no me voy a mover de aquí. ¡Sabía que esto era mala idea! ¡Sabía que tenía que mandar al tipo a otro hospital! ¡No sé por qué siempre termino confiando en ti!
Zoro solo se mantuvo callado.
—¡Ahora, largo de aquí! ¡No quiero verte!
Cuando Zoro salió del despacho de Sanji, Robin estaba de pie con los brazos cruzados esperando afuera.
—¿Qué hiciste? la rabieta de Sanji se escuchaba hasta acá afuera.
—Castré a un tipo desagradable que estaba en la UROF y ahora el rubio me quiere matar...
Robin se pasó la mano por la cara.
—Te va a caer una demanda.
—Lo sé y no me arrepiento —dijo Zoro mientras regresaba al ascensor.
La anestesia es una herramienta excelente para los médicos. Ver a los pacientes callados da tiempo para pensar: ¿Lo hice bien? ¿Lo hice mal? ¿Se va a recuperar de esto? Incluso da espacio para descansar de los pacientes desagradables… o para dar malas noticias. Y, si se tiene suerte, para dar malas noticias a pacientes desagradables.
Lo primero que vio Don Krieg al abrir los ojos fue la figura del doctor que había estado a cargo de su caso. Segundos después, una punzada le atravesó la ingle, arrancándole un jadeo ahogado de dolor.
—Buenos días, Don Krieg. ¿Cómo se siente? —Zoro miraba su tablet sin levantar la vista.
El tipo gruñó y trató de incorporarse un poco.
—Tengo sed… y me duele la entrepierna.
Zoro asintió, anotando algo sin mucho interés.
—Bueno, quiero informarle que la cirugía salió perfectamente. Quitamos el absceso pero, a partir de hoy… es monotesticular.
Don Krieg lo miró, atónito. Zoro seguía sin mostrar emoción alguna.
—¿Mono… qué?
—Monotesticular. Solo tiene una pelota. La otra se la quitamos.
—¿¡QUÉEEE!?
Ese grito retumbó por todo el hospital.
Sanji soltó el cigarro que acababa de prender fuera del hospital y alzó la cabeza.
Ahí estaba. Otra vez.
Parado en una ventana del tercer piso, como si fuera dueño del lugar.
Se acercó con la calma tensa de quien va a enfrentar a su némesis.
—No seas presumido… —murmuró—. Tengo el poder de borrarte de este hospital, solo tengo que llamar a control de plagas.
El pájaro inclinó la cabeza y empezó a acicalarse las plumas, ignorándolo por completo.
Sanji dio un paso más y entonces lo vio: un hilo blanquecino y baboso deslizándose por el vidrio.
Caca de pájaro.
El rubio tomó una piedrita del suelo y la lanzó.
—Squaaaaack.
El ave se sacudió las alas con desgano, pero ni se movió.
Frunciendo el ceño, Sanji recogió otra piedra.
—Fuera —susurró, arrojándola con un poco más de fuerza.
Crack.
El vidrio se rajó con una línea limpia hasta la base… y luego se partió en pedazos.
La gente se quedó mirando cómo el vidrio caía en cámara lenta mientras el ave, completamente ajena al caos, se acomodaba en el árbol frente a la ventana rota.
Sanji se metió las manos en los bolsillos de la bata y retrocedió un paso.
Antes de poder reaccionar, su teléfono empezó a vibrar como loco en su bolsillo.
Robin.
Con un gesto nervioso, lo sacó y contestó, intentando ignorar el hecho de que acababa de destrozar un vidrio del hospital por culpa de un pájaro con cara de mala espina.
—¿R-Robin?
—¿Te acuerdas del paciente que Zoro castró ayer por la noche?
—Ojalá pudiera olvidarlo… todo.
—Bueno… el paciente quiere el alta. Y también avisa que pondrá una denuncia por agresión contra el doctor Roronoa… y otra de mala praxis contra el hospital.
Sanji se quedó callado.
¿Qué podía decir? Entre el vidrio roto, el pájaro de mal agüero que le erizaba la piel y el marimo que parecía jugar con su cabeza, con él, con los pacientes… con todo… por un momento entendió por qué odiaba el café.
Su colon lo estaba matando.
Sanji suspiró.
—¿Puedes hacerte cargo del paciente? Si quiere irse, dale todas las facilidades. Yo me contactaré con el departamento de abogados…
—Lo que necesites, Sanji-san. Oh, por cierto… alguien rompió una ventana en el tercer piso con una piedra.
Sanji se tensó.
—Llamaré a mantención…
—¿Estás bien?
—Estaré bien cuando termine este día, Robin-chan. Aún no empieza y ya quiero que se acabe.
Colgó y apretó el teléfono en su mano, como si así pudiera contener la frustración que se le acumulaba en el pecho. Luego, con un suspiro largo, buscó en su agenda un número en específico.
“Nami-swan”.
Sanji observó a los de mantención llevarse los trozos de vidrio por el pasillo, mientras hacía girar la cajetilla de cigarros en su bolsillo como si fuera lo único capaz de mantenerlo en pie. Sabía que probablemente esa cajetilla no sobreviviría al final del día, pero nadie podía culparlo: el estrés lo estaba devorando.
Vivo.
Se pasó una mano por la nuca, exhalando con cansancio, y notó que a su alrededor todo seguía igual. La rutina diaria del hospital no parecía enterarse de la serie de problemas que iban apareciendo, uno tras otro, como fichas de dominó.
Porque ahora era solo Don Krieg.
Y eso, apenas era el principio.
Y atravesando toda esa cotidianidad tan propia del Grand Line Hospital, un hombre de traje irrumpió la poca calma que quedaba.
Traje.
Maletín.
Cara de pocos amigos.
Sanji suspiró y rogó a los cielos que un rayo fulminante lo sacara de su miseria. No solo porque estaba a punto de enfrentarse a un problema legal de proporciones, sino porque el abogado venía acompañado de dos agentes de policía.
Sanji se mantenía erguido junto a la puerta de su oficina. Solo dio dos pasos cuando los tuvo lo suficientemente cerca, estiró la mano y los saludó con la cordialidad que exigía la situación.
—¿Sanji Vinsmoke?
El rubio decidió que era mejor odiarlo desde el primer segundo. Y aunque aquello no lo hacía feliz, correspondió el gesto con firmeza.
—Mucho gusto.
—Soy Sir Crocodile, abogado del señor Don Krieg.
Sanji asintió, reprimiendo el impulso de fruncir el ceño.
—Lo imaginé. ¿Pasamos a mi oficina? La abogada del hospital debe estar por llegar.
Crocodile respondió con un breve movimiento de cabeza y lo siguió, acompañado de los dos agentes de policía que parecían arrastrar consigo el silencio del pasillo entero.
Crocodile se sentó en una de las sillas frente al escritorio. Sanji lo observó un instante; los dos policías permanecían de pie junto a la puerta, la mirada perdida en algún punto impreciso, como si estuvieran ensayando mentalmente lo que pensaban hacer.
Y Sanji lo sabía mejor que nadie. Sabía exactamente qué tenían en mente… y ya estaba calculando cómo evitar que sucediera.
—¿Café? —preguntó amablemente mientras encendía la cafetera.
—Negro, sin azúcar.
Sanji asintió, acomodando las tazas con la precisión de un cirujano. El burbujeo de la máquina llenó el silencio y, a momentos, sentía el peso de las miradas de los agentes en su espalda, como si fuera un prófugo de la justicia. Se obligó a recordar que su único error había sido… pasarle el caso al musgoso sin pensar en las consecuencias.
Colocó la taza de café frente al abogado, cuidando que no se derramara ni una gota, cuando la puerta se abrió lentamente. Una figura conocida llenó el marco con naturalidad, como si la oficina le perteneciera.
Una mujer alta, de cabello largo y ondulado, color naranja brillante, apareció con paso firme. Iba elegantemente vestida y cargaba consigo un maletín de cuero impecable.
Nami.
El microgesto de Sanji fue apenas perceptible: un suspiro de alivio que se escapó por la comisura de sus labios, como si acabara de recuperar el aire que no sabía que estaba conteniendo.
Nami sonrió en cuanto sus ojos se cruzaron con los de Sanji. Él la miró como un ciervo herido pero agradecido, y de inmediato notó cómo la disposición de la pelinaranja cambiaba, afilándose como una espada recién desenvainada.
—Un gusto. Soy una de las abogadas representantes de nuestro hospital. —Se detuvo un segundo, con una sonrisa que rezumaba confianza—. La mejor abogada de este hospital. Llámenme Nami, mucho gusto.
Se acercó hasta Crocodile y extendió la mano con un apretón firme, casi desafiante. Luego se sentó junto a él sin pedir permiso y, con la naturalidad de quien no acepta un “no” por respuesta, le quitó la taza de café.
Una cosa quedaba clara: Nami imponía donde fuera que estuviera.
Ya acomodados los tres, Crocodile se aventuró a hablar primero.
—Mi cliente, el señor Don Krieg, me solicitó tener conversaciones con ustedes. Ha impuesto una demanda por mala praxis contra el hospital después de haber perdido un testículo a manos del doctor Roronoa Zoro. —Hizo una pausa calculada, echando un vistazo de reojo a los policías—. Estos agentes, de hecho, me acompañan por ese motivo.
Nami miró a Sanji, que parecía debatirse entre enfrentarlo o lanzarse por la ventana más cercana.
—Bien, podemos tramitarlo —dijo ella, con la calma gélida de una profesional curtida—. Si estos buenos señores necesitan llevarse al doctor Roronoa, podemos pedirle que venga aquí. No se negará. Como hospital estamos dispuestos a llegar a una solución para toda esta situación.
—Y, por supuesto, a aclarar todo este malentendido. Nuestro hospital es uno de los mejores del país, jamás realizaríamos procedimientos de mala praxis —añadió Sanji, más rígido de lo que hubiera querido.
—Eso tendremos que determinarlo en la corte… —replicó Crocodile mientras sacaba un habano con gesto pausado, como si ya estuviera en control de la sala.
Nami frunció los labios en una mueca de fastidio, y sin apartar la vista del abogado, estiró la mano y le quitó el habano antes de que pudiera encenderlo. Lo dejó con suavidad sobre la mesa, frente a los policías, como quien coloca una pieza de ajedrez en su lugar.
—Eso no será un problema, abogado —continuó con voz firme y una sonrisa calculada—. Nuestro hospital tiene un historial de innovación y de práctica médica impecable.
Zoro lo sabía.
Lo supo desde que Sanji lo regañó, y desde que firmó el alta de Don Krieg.
Su bipper hizo un pip.
Código: “musgo”.
Suspiró.
Se metió cinco pastillas de tramadol y caminó hacia la oficina de Sanji.
Problemas.
Aunque él no los viera así.
Toc. Toc. Toc.
La puerta se abrió.
Zoro sintió que el estómago se le avinagraba al ver a su pelinaranja menos favorita.
Tenía sentido.
Por supuesto que Sanji la habría llamado.
Apretó la mandíbula, apenas un segundo, antes de entrar.
Zoro vio al abogaducho, justo lo que se esperaba de alguien como Don Krieg, y luego notó a los dos agentes de policía.
Se cruzó de brazos.
No, no estaba asustado.
Preocupado o molesto.
Aquí todo mundo hacía su trabajo.
Lo único que sí le preocupaba —aunque jamás lo diría en voz alta— era la expresión que hizo Sanji al verlo. Una mezcla de preocupación y cansancio que irremediablemente lo empujaba a pensar en que no había querido que el rubio pasara por todo esto.
Aunque, por otro lado, la satisfacción de haber hecho lo que hizo no se iba.
Suspiró.
—¿Me necesitaban? —preguntó con sequedad.
Sanji miró a Nami, y esta negó con la cabeza en un mensaje silencioso: “el dueño del circo controla a sus animales”.
—Dr. Roronoa, este es Sir Crocodile, abogado del señor Don Krieg. Y estos de acá son dos agentes de policía que necesitan que los acompañe... —explicó Sanji con calma fingida.
Zoro asintió.
Uno de los policías sacó unas esposas y explicó:
—Lo llevamos detenido por el cargo de agresión.
Zoro estiró las muñecas.
Cero resistencia.
Cero preocupación.
El policía le puso las esposas. Zoro miró a Sanji de reojo. El rubio trataba de ocultar que temblaba, mantenía los ojos en el suelo, todo un intento desesperado de actuar profesional.
—Le leeremos sus derechos en la patrulla...
—Perfecto, me encantan los recitales —murmuró Zoro con sorna.
Sanji apretó la mandíbula.
—Más te vale solo escuchar tus derechos y entenderlos, Zoro, no hagas nada más hasta que yo llegue a la estación de policía. ¿Entendiste? —exclamó Nami siguiéndolos fuera de la oficina.
Zoro ni se molestó en responder.
Sanji no pudo oír nada más, primero porque ya estaban lejos y segundo porque tuvo que despedirse de Sir Crocodile con un apretón de manos tan falso como la sonrisa que puso.
Apenas se quedó solo, sintió que el aire en la oficina pesaba el doble. Entonces vibró su celular:
Un mensaje de Robin iluminaba la pantalla:
“La Dra. Boa Hancock ya está aquí”.
Crocodile, Nami y Zoro se fueron en dirección a la estación de policía ante la vista, paciencia y murmullos de todo el personal médico cercano.
Sanji se quedó unos momentos dentro de su oficina antes de salir.
No, no estaba avergonzado.
No, no estaba decepcionado de Zoro.
Lo conocía demasiado bien como para saber que tenía que haber una razón detrás de lo que había hecho, aunque una parte de él dudaba si realmente quería enterarse cuál era.
Suspiró.
Se acomodó la bata, se dio un par de golpecitos en la cara y decidió ignorar el dolor de estómago que lo venía acompañando desde la mañana… o que quizá siempre había estado allí y él simplemente eligió no verlo.
Abrió la puerta y se topó de frente con Law.
Ceño fruncido.
Puños apretados.
Expresión tensa.
—Necesito hablar contigo... Sanji-ya —dijo Traffy con sequedad.
—¿Puede esperar? Una consultora acaba de llegar y está aguardando.
—Es sobre esa “consultora” —la voz de Law se endureció al marcar la palabra.
—¿Es urgente? ¿De verdad?
—Solo quiero saber qué hace la exesposa de mi esposo en este hospital, Sanji.
El rubio se paralizó.
¿Exesposa de Luffy?
Lo miró sin entender, y Law no le dio respiro.
—Trajiste a la ex de Luffy a trabajar aquí... conmigo... con él... —la voz de Law tembló, rota entre rabia y miedo.
—Traffy, yo...
—Te enviaré mi carta de renuncia por email.
La frase fue un corte seco, y Law le dio la espalda alejándose con pasos largos y furiosos.
El teléfono vibró otra vez en el bolsillo de Sanji.
“¿Sanji dónde estás? Te estamos esperando.”
De golpe, el ruido del hospital se volvió ensordecedor.
Las pisadas, las voces, las ruedas de las camillas, los bebés llorando… todo estaba a máximo volumen.
Y Sanji ahí, en medio de todos, con la garganta cerrándose, el estómago apretado, sintiendo que el aire se le hacía pesado y cada sonido lo golpeaba con fuerza.
Y a lo lejos, en medio de lo que era el verdadero caos, un cacareo agudo atravesó el aire:
“Squaaaaaaaaaack”.
Chapter 5: La reina de la belleza ha llegado
Notes:
Advertencia: Escenas +18 explicitas.
Chapter Text
Zoro acomodó la espalda contra la fría pared del calabozo de la estación de policía. Observaba fijamente a un sujeto tirado en el suelo, con la chaqueta cubriéndole la cara. Su estómago se veía ridículamente inflamado, subía y bajaba como un fuelle mal calibrado.
¿Gordo o algo peor?
La pregunta le atravesó fugazmente la mente. Podía ser el hígado, un tumor… o tal vez solo un maldito atracón de fideos instantáneos. Tenía que parar. Analizar desconocidos no iba a hacer que el tiempo pasara más rápido.
El chirrido metálico del calabozo interrumpió su silencio y Zoro giró la mirada.
Nami estaba allí, de brazos cruzados, acompañada por un agente de policía. Lo observaba como siempre, como si fuera un caso perdido. Bueno, no estaba tan equivocada.
—Muy bien, idiota —dijo con ese tono de sentencia—. El señor agente nos dará unos momentos para hablar en privado.
Zoro asintió sin interés. Se levantó despacio, estirando los brazos hasta crujir los hombros como una bestia enjaulada. Se los ofreció al policía para que le pusiera las esposas.
¿Era su primera vez? Claro que no.
El agente lo miró mal, apretó de más las esposas y lo obligó a caminar hasta una sala privada con una mesa, dos sillas y un par de botellas de agua.
—Volveré en cuarenta y cinco minutos —anunció el policía.
Nami asintió y la puerta se cerró tras él. Apenas quedaron solos, ella se acercó y le dio un golpe seco en la cabeza.
—¡Esta es por tarado!
—Tch… maldita bruja. —Zoro masculló, ladeando la cabeza con gesto de dolor fingido—. Al menos avisa antes, ¿quieres matarme tú o prefieres que lo haga la policía?
—¡Ni me hables de bruja! —le espetó, apuntándole con el dedo—. Porque aquí el que está en desventaja eres tú, Zoro.
Zoro suspiró, se dejó caer en el asiento y destapó la botella de agua para un trago largo.
Nami suspiró y se sentó frente a él, imitándolo con exactitud.
—Tenemos mucho pendiente, pero ahora solo vamos a centrarnos en sacarte de aquí lo más rápido posible —dijo Nami, mirándolo seriamente—. Pasarás una noche aquí, así que te traeré lo que necesites.
Zoro suspiró de nuevo, tomó otro trago y respondió:
—Tramadol 50 mg, y una nota de Law para que no me la quiten…
Nami asintió mientras lo anotaba en su teléfono.
—También hay cierto rubio…
Nami alzó la vista.
—¿Qué? —su tono era un látigo.
—¿Qué? —Zoro se encogió de hombros, con una media sonrisa divertida.
—Tu deuda acaba de crecer un 200%, animal… y me debes una noche de cervezas.
—Sácame de aquí y quizás te lo cuente…
—Conseguiré un trato, solo compórtate con los policías y no respondas ninguna pregunta sobre Krieg ni su caso sin que yo esté presente.
Zoro asintió.
—Seguro… pero consigue la mejor suite de este basurero.
Nami movió la cabeza en negación, como si no pudiera aceptar que ese sujeto, capaz de dejar a alguien “monotesticular”, fuera en realidad uno de sus mejores amigos.
Luffy corría por los pasillos del hospital abriendo cada puerta de cada habitación, armario, sala de guardias o de descanso. La había visto, lo que significaba que Law también la había visto, y eso no auguraba nada bueno.
Para ser claros, Luffy no estaba seguro de cómo se veía un Law infeliz. Pero sí conocía al Law celoso o inseguro: ese sí era bastante impulsivo. Solo quedaban unos escasos momentos para evitar que tomara una decisión de la que después se arrepintiera.
Hasta que lo encontró, encerrado en una de las salas de guardia, acostado en el sillón, luces apagadas, cortinas abajo y un libro cubriéndole la cara, como si no hubiera suficiente oscuridad en el mundo.
—¿Torao? —susurró Luffy, cerrando la puerta tras de sí.
Law removió un poco el libro de encima de su rostro y lo miró. No como su esposo, no como el jefe de enfermería, sino como el alfa que tenía a su exesposa paseándose por el hospital, invitada por uno de sus mejores amigos.
—¿Qué? —murmuró.
—Supongo que la viste —dijo Luffy, acercándose—.
—Por supuesto que la vi. Podría verla desde la luna… ella quiere que la vea —Law volvió a cubrirse el rostro con el libro.
Luffy se sentó en el sofá y acomodó las piernas de Law sobre él. Hubo silencio, aunque no lo parecía. Luffy sabía que había momentos en los que era mejor quedarse callado; este era uno de esos momentos. Law apretó ligeramente el libro, un microgesto que delataba su nerviosismo. Luffy no dijo nada, solo lo sostuvo, permitiendo que el silencio hablara por ellos.
—De todas las personas… de todos los especialistas en todo el país, en todo el mundo, ¿tenía que ser Boa Hancock? —murmuró Law, apretando los puños con frustración y clavando las uñas en la palma de su mano.
Luffy deslizó su mano sobre la pierna de Law y la apretó suavemente, casi como un ancla.
—Sanji no la escogió porque fuera la exesposa de uno de sus amigos —dijo con media sonrisa—. Solo fue una coincidencia, además Hancock es buena en lo suyo.
Law bajó el libro al suelo y le soltó una mirada asesina, pero su pierna tembló ligeramente bajo la presión de Luffy.
—¿La defiendes? ¿Estás de su lado?
Luffy se tensó un segundo antes de responder, manteniendo la presión ligera, casi protectora.
—¡No! No estoy tomando un lado, solo digo que no hay nada por qué sentirse inseguro…
—¿Estás diciendo que soy inseguro? ¿¡A mí!? ¿¡A uno de los mejores cirujanos de este hospital!?
Luffy se inclinó un poco hacia él, como para amortiguar el golpe de sus palabras con cercanía, y le sostuvo la mirada sin parpadear, consciente de que cualquier movimiento mal calculado podría encender la ira de Law.
Law suspiró y miró su laptop, cerrada sobre la mesita de té.
—¿Me alcanzas mi computadora? Le dije a Sanji que le enviaría mi renuncia por email…
—Traffy… No vas a renunciar al hospital porque Hancock está aquí…
—Lo haré. Nadie puede obligarme a verla si no quiero…
Luffy se inclinó hacia adelante, colocando su mano libre sobre la de Law, entrelazando los dedos sin decir nada.
—¿Me dejarás solo en el hospital? ¿Dejarás que almuerce solo? —susurró Luffy los hombros ligeramente encogidos, mirada baja.
Luffy apretó suavemente sus dedos, dándole un ancla silenciosa.
—Shi, shi… es solo Hancock, Traffy.
—Pero ella…
—Yo estoy contigo, no con ella. —Su voz era firme, pero el contacto de sus manos era lo que realmente hablaba.
Law se mordió los labios, tragando saliva, y miró a Luffy un momento más, buscando apoyo en su silencio y cercanía.
—¿De verdad tendré que comer solo todos los días? —insistió— ¿Me dejarás solo todos los turnos y, cuando llegue a casa, no habrá nadie y tendré que dormir solo porque nuestros turnos ya no coincidirán? ¿De verdad?
Luffy bajó un poco la cabeza y rozó con su frente la de Law, solo un instante, suficiente para enviar un mensaje sin palabras.
—Ok. No renunciaré… pero no quiero que estés cerca de ella —gruñó Law, aún tensando la mandíbula.
—No lo haré a menos que tenga que hacerlo…
Law no retiró la mano entrelazada; la apretó un poco, y Luffy respondió con un suave apretón.
—¡Soy enfermero! —exclamó Luffy, medio llorando, medio en serio.
Traffy asintió en contra de su voluntad, la presión de Luffy en sus dedos transmitía más que mil palabras. No le gustaba la idea, pero Luffy tenía varios argumentos a favor.
Sanji, por su lado, caminaba a paso rápido por el pasillo en dirección a la sala de juntas. Estaba preocupado. ¿Cuánto rato habría dejado esperando a Robin y a Boa por culpa de su tonto ataque de ansiedad que se negaba a desaparecer? No había tiempo para sentimentalismos.
Se detuvo cuando su colon decidió recordarle que aún existía. Con razón Judge siempre le decía que era insuficiente: si ni siquiera podía controlar un poco de estrés…
Apretó su tablet contra el pecho y empezó a maldecir por lo bajo, casi como una oración al cielo, que comenzaba con:
"Todo esto es mi puto karma por acostarme con quien no debo. Maldito, estúpido, indeseable marimo. Juro que nunca más voy a volver a pisar el mismo supermercado que él…"
Y así continuó, hasta que llegó a las puertas de la sala de juntas.
Toc. Toc. Toc.
Abrió la puerta y se encontró con la visión de dos mujeres que impacientaban cualquier distracción:
Robin, con su expresión de sabia calma; y Boa Hancock, cirujana plástica y reconstructiva, la mejor de Amazon Lily.
Alta. Delgada. Ojos marrón oscuro. Cabello negro y largo, impecable. Si ella hubiera querido, perfectamente podría ser una supermodelo… y aún así, ahí estaba, imponiendo presencia como médica.
Sanji entró sin pensar demasiado, con una de esas sonrisas que Robin sabía reconocer como ensayada de carpeta.
Ambas mujeres lo recibieron con la mirada. Robin, con la serenidad de siempre, sostenía una taza de té entre sus dedos largos, mientras que Boa, sentada con las piernas cruzadas, llevaba un vestido que parecía diseñado solo para su cuerpo y, sobre él, una bata médica común que en ella adquiría un brillo distinto, como si hubiese salido de un catálogo de alta costura.
—Y... aquí tenemos a nuestro jefe. Tarde —observó Robin, estudiándolo con calma, ojos oscuros que parecían leerlo en tres capas al mismo tiempo.
Sanji se inclinó apenas.
—Perdón, algo se complicó. Espero que me disculpen, Hancock-san, Robin-chan.
Boa lo recorrió de arriba abajo con una lentitud premeditada, ladeando apenas la cabeza, como si cada detalle fuera una prueba que debía pasar.
Rubio, ojos azules, scrub azul oscuro, algo desastroso: la chaqueta mal cerrada, mechones rebeldes que parecían desafiar la gravedad, un bolígrafo colgando de su cuello como si hubiera decidido usarlo de corbata improvisada.
La ceja de Boa se arqueó, divertida; Robin, en cambio, escondió un suspiro tras un sorbo de té.
No era propio de él, pero últimamente Sanji no se sentía muy él, sobre todo desde que Zoro había salido del hospital esposado.
—Escuché algo… —murmuró Boa, ladeando la cabeza apenas, la voz cargada de insinuación.
Sanji buscó el auxilio silencioso de Robin, quien se aclaró la garganta antes de intervenir con elegancia quirúrgica:
—Sanji, Hancock-san me contaba sobre algunos de sus casos en Amazon Lily. Creo que varios protocolos podrían ser muy útiles aquí.
El rubio asintió, caminando hacia la mesa. Se sentó entre ambas con un gesto demasiado recto para su naturaleza, las manos apretadas sobre la tablet como si fuera un salvavidas.
—Me encantaría que nos dieras tu opinión al respecto, señorita Boa.
Ella sonrió apenas, ladeando el rostro como si se permitiera el lujo de aceptar la invitación.
—Pues si les interesa, no tengo problema en alargar mi estadía.
Sanji desvió la mirada hacia Robin, rápido, como un destello de incredulidad. ¿Por qué no me dijiste que Hancock era la ex de Luffy?
Robin solo volvió a carraspear, con una calma medida.
—Pues vamos poco a poco… Debemos centrarnos en la paciente que nos reúne aquí, ¿no?
Boa asintió, pero su mirada se paseó un instante por la sala antes de volver a caer sobre él.
—Sí, aunque… creí que trabajaría como adjunta a otro cirujano. ¿Cómo se llamaba? —preguntó con un tono de confusión demasiado perfecto para ser casual.
—Trafalgar Law —respondió Sanji sin levantar la vista, deslizando el dedo sobre la pantalla como si el brillo de la tablet pudiera ocultar el recuerdo de aquella carta de renuncia. Por suerte, no estaba allí.
—Nos reuniremos con él más tarde —añadió Robin con voz firme—. Primero nos gustaría hablarte de la paciente.
Boa asintió de nuevo, pero antes de que la conversación pudiera girar, dejó caer con aparente descuido:
—Por cierto, no he visto a Luffy. Me encantaría saludarlo. ¿Dónde puedo encontrarlo después?
Sanji abrió la boca, pero Robin se adelantó con suavidad estratégica:
—Te llevaré con él. Luffy nunca se queda quieto.
La sonrisa de Boa cambió, más cálida, inesperada, casi íntima. Dio unos pequeños golpecitos con las uñas en la mesa, como marcando un ritmo privado.
—Tan típico de él… —murmuró.
Sanji mantuvo los ojos en Robin un segundo más, una súplica muda. Ella le devolvió una expresión serena, clara: yo me haré cargo. Y por algún motivo, la presión en su colon bajó al instante.
Sigilosamente, mientras Sanji buscaba a toda prisa el archivo médico del paciente, sintió la mano cálida de Robin en su muslo.
El calor le recorrió como un recordatorio incómodo de que no estaba solo, aunque su instinto siempre le gritara lo contrario.
Sanji la miró de reojo: ella solo mantenía esa sonrisa de quien sabe más de lo que aparenta, la promesa muda de que podía apoyarse en ella, de que no tenía que sostener toda la carga él solo.
No dijo nada. Carraspeó suavemente y apretó los dedos contra la carpeta, intentando controlar el temblor de su mano. Continuó, se repitió que podía hacerlo aunque se estuviera derrumbando por dentro, y finalmente encontró el archivo.
—Este es —susurró para sí mismo, inhalando profundo y abriendo la carpeta.
×
Paciente #22879
Nombre : Mocha
Edad : 9 años
Condición : Quemaduras químicas. Necesita injertos de piel y seguimiento médico constante.
Carácter : Alegre, curiosa, sensible, buena disposición para cooperar con médicos y enfermería.
Medicaciones : Analgésicos según protocolo, antibióticos tópicos y orales, cuidados de piel regulares.
Procedimientos pendientes : Injerto de piel en áreas afectadas.
Equipo médico :
Cirujana principal: Boa Hancock – especialista en cirugía plástica y reconstructiva.
Supervisor de cirugía: Trafalgar Law – cirujano, supervisa la cirugía y asegura el cumplimiento del protocolo.
Pediatra: Chopper – seguimiento postoperatorio, ajuste de medicación y controles de recuperación.
Responsable de coordinación : Sanji Black – contacto con la familia, logística hospitalaria y apoyo durante el tratamiento.
Asistente de coordinación : Robin – médica, colabora con Sanji en organización, documentación y apoyo durante todo el tratamiento.
×
Sanji compartió el archivo de Mocha con Boa, quien recibió los datos rápidamente en su laptop.
En silencio, la hermosa mujer comenzó a revisar la información:
Edad.
Tipo de laceraciones, medicamentos, tratamientos adjuntos y tratamiento esperado.
—Es realmente mucho trabajo coordinado —dijo Boa, alzando la vista hacia Sanji y Robin.
—Es un caso pro bono, así que llevamos tiempo con él. Ha sido un proceso largo para Mocha. Ha vivido más tiempo aquí en el hospital que en su propia casa con sus padres —comentó Sanji—. El objetivo final es que solo tenga que venir para curaciones sencillas y finalmente controles mensuales, hasta que solo tenga que visitarnos una vez al año como seguimiento.
Boa lo miró fijamente. Para ella, hubo algo en la expresión de Sanji mientras mantenía los ojos fijos en la tablet. No era hablar de cualquier paciente, ni como si él solo viera un trozo de carne; parecía más bien un motivo, algo profundo que lo ayudaba a sostenerse en ese momento.
—Veo que es un caso muy importante para ti, —comentó Boa.
Sanji se sobresaltó.
—T-todos lo son… Mocha lleva mucho tiempo aquí. Es momento de que vuelva a la escuela y vea a sus amigos y amigas…
Sonrió. Una sonrisa especial.
Boa medio sonrió, asintió ligeramente y dejó que sus dedos descansaran sobre la mesa, mostrando disposición.
—Pues si todo está tan bien pensado, me uno.
Sanji la miró a los ojos.
—Gracias, señorita Boa.
No fue un simple gracias. Fue un gracias honesto, lleno de verdad.
—Voy a asignar a un interno a este caso para que te ayude —comentó Sanji, pensativo mientras repasaba la ficha en la tablet—. Están en su primer año, pero creo que esta experiencia será muy buena para ellos. ¿Te parece bien?
Boa se quedó unos segundos en silencio, calibrando la idea.
—Será muy útil, de hecho.
Robin intervino con calma, como si ya hubiera anticipado la propuesta.
—Me parece excelente idea. ¿Qué tal Koby? Es responsable, lo he tenido como interno en tanatología y ha sido excelente.
Sanji sonrió con un dejo de alivio.
—Koby será, entonces.
Después de Boa parecía que la tormenta se había calmado un poco.
Sanji tuvo que encargarse de los minions (los mismos que el musgo llamaba los “patitos del rubio”), pero lo cierto era que estaba agotado. Cansado de todas las maneras en que alguien podía estarlo.
Así que, por una vez, hizo algo que odió: puso a los cinco internos a revisar preoperatorios.
Quizás lo odiaron por eso, pero a esas alturas, un hater más no sorprendía demasiado.
Al caer la noche, Sanji ya se había fumado una cajetilla entera y no paraba de mirar el árbol donde ese pajarraco desgraciado había decidido anidar.
Ya había pensado en llamar a mantenimiento para que se deshicieran de él.
Lo que Sanji no sabía era que no funcionaría.
Pero eso no era lo importante ahora.
No podía dejar de pensar en Zoro. El marimo estaba encerrado en una celda de la comisaría, probablemente perdiéndose en los dos metros cuadrados que lo rodeaban.
Sanji sabía que tenía todo el derecho de no ir a verlo.
No tenía por qué.
Zoro había cometido un error, uno grave, lo había justificado médicamente, y ahora estaban todos metidos hasta el cuello en un problema de mierda.
Y aun así, Sanji se descubrió caminando lentamente por la avenida Kamabakka, rodeado del ruido habitual de la calle, las cafeterías y pubs locales, además del interminable embotellamiento propio de la gran ciudad.
Caminaba en contra de su voluntad. La racional, al menos. No la que le dictaban sus sentimientos.
Cuando vio la entrada de la comisaría, soltó un suspiro profundo y entró.
Zoro estaba echado en el suelo de su celda. Como en un día de campo.
Miraba al techo con una pierna flexionada y la otra estirada, como si siguiera el movimiento de las estrellas.
Una bandeja a medio comer descansaba sobre la litera.
Sanji lo observó de pie frente a los barrotes, sin saber muy bien qué decir, como si el que se hubiera equivocado fuera él.
—La comida de aquí sabe a mierda —dijo Zoro sin mirarlo.
Jamás admitiría que Sanji definitivamente tenía un don para la cocina.
—Eso pasa cuando haces estupideces —respondió Sanji.
—De todas formas, ¿qué haces aquí?
—Vine a ver si seguías vivo.
—Pues ya viste, estoy vivo… y con hambre. Esa mierda es intragable.
—Me gustaría saber si entiendes que la cagaste.
—No la cagué.
—Zoro...
—No la cagué y no me vas a hacer cambiar de opinión, rubio de mierda.
—¿Por qué te enfadas conmigo?
—Porque tú… —la frase de Zoro se cortó antes de que pudiera decirlo.
Algo que Sanji había deseado escuchar desde que lo conoció hace cinco años.
Entonces se oyó el clic seco de los tacones en el piso de la comisaría. La puerta de la celda se abrió y Nami apareció, con la mirada afilada y un sobre en la mano.
—¡Al fin! —dijo—. Conseguí un arreglo con el fiscal, pero vas a tener que revisar tu praxis clínica y compensar monetariamente al paciente.
Zoro frunció el ceño, giró la cabeza hacia ella, y Sanji solo pudo suspirar mientras la tensión se cortaba de golpe, dejando en el aire promesas y secretos que aún no podían decirse en voz alta.
—No voy a revisar nada —gruñó Zoro, levantándose del suelo con esa lentitud calculada que siempre irritaba a Sanji, estirándose como un gato y pasando un brazo por encima de su cabeza. La bandeja con la comida a medio comer tembló un poco, pero no le importó.
—¿Qué? ¿Acaso quieres que te quiten la licencia? —exclamó Nami, frunciendo el ceño y dando un paso adelante, cruzando los brazos con firmeza—. ¡La audacia! ¿¡Crees que el fiscal aceptó un arreglo porque te tiene compasión, idiota!?
—Me da igual —Zoro desvió la mirada, jugando con los barrotes de la celda y dejando escapar un pequeño suspiro—. Es solo un trabajo, no es como si fuera el doctor Derek Shepard en Grey’s Anatomy.
Sanji suspiró, pasando una mano por su nuca y evitando mirar demasiado directo a Zoro, pero sus ojos traicionaban lo que sentía —Ok… ¿y en qué vas a trabajar entonces?
—No sé… seré instructor de kendo —respondió Zoro encogiéndose de hombros, y casi rozando el brazo de Sanji sin proponérselo, como si dijera “ya sabes que me gustas y me da igual”.
—Mejor quédate como doctor, los niños te lo agradecerán —dijo Nami, cruzándose de brazos, aunque un pequeño arqueo de ceja y la curva de su sonrisa traicionaron cuánto le importaba Zoro.
Nami observó a Sanji y notó esa diminuta sonrisa que se le escapaba sin querer. Quiso decir algo, pero algo le decía que era mejor callar.
Desde hacía tiempo, Sanji era más como Bambi perdido en el bosque que alguien capaz de mostrar una sonrisa de oreja a oreja. Solo suspiró, resignada.
El sonido de la llave en la puerta del calabozo rompió la tensión: el guardia estaba allí, listo para abrirla.
—Eres libre. Puedes retirar tus cosas en el mesón de recepción y debes firmar tu salida. La abogada dejará una copia del permiso del fiscal con el comisario.
Nami asintió y añadió: —Ve a retirar tus cosas y vete a casa. Yo me encargo del resto de ahora en adelante, y por favor, ya no te metas en más problemas.
Zoro gruñó, pero salió de la celda. Sanji miró a Nami, y ella le hizo un gesto con la cabeza: un silencioso “síguelo y asegúrate de que no provoque un incendio en medio de la calle”.
Sanji obedeció, porque era imposible decirle que no a Nami… y porque, en el fondo, tampoco quería hacerlo.
En cuanto salieron de la comisaría, Zoro pegó un estirón felino, desperezándose como si el mundo entero fuera suyo. Sanji lo siguió con la mirada, observando cada movimiento, caminando juntos sin rumbo fijo.
—Tengo hambre —se quejó Zoro, lanzándole al rubio una mirada que lo decía todo.
Sanji suspiró; leer al marimo siempre le resultaba demasiado fácil.
—¿Quieres que te cocine algo, no?
Zoro miró al frente, serio, como si estuviera evaluando cada palabra.
—También quiero un trago de sake.
—No te voy a alimentar tus vicios —replicó Sanji, con un deje de autoridad.
—Entonces… onigiris y pescado.
Sanji solo suspiró, negando con la cabeza, y comenzó a caminar adelante, dejando que Zoro lo siguiera a su ritmo.
Zoro no sabía por qué, pero el silencio con Sanji era cómodo, cotidiano, demasiado agradable para sentirse así.
Sabía que podían hablar de cualquier cosa.
Tenían más en común de lo que cualquiera querría entender, y, sin embargo, se daba cuenta de que podía pasar horas viéndolo cocinar, observándolo guardar los platos limpios en la alacena. Fijándose en la curva de su nuca, deseando morderlo con desesperación, aunque sabía que recibiría una patada voladora que, de alguna manera, disfrutaría demasiado.
Porque le gustaba verlo dar patadas, le gustaba verlo fruncir los labios enfadado, y le encantaba imaginarlo en la cama, con cada pequeña expresión de placer que pudiera mostrar.
Se había vuelto adicto a Sanji con solo una probada.
—Ahora que acabaste, lárgate a tu casa. Estoy cansado y mañana tengo que estar temprano en el hospital —dijo Sanji sin mirarlo mientras metía la comida sobrante en un tupper dentro del refrigerador.
Zoro lo observó. El aparato estaba hasta el tope de tuppers sin abrir y eso llamó su atención.
Se levantó silenciosamente y Sanji escuchó sus pasos, suponiendo que el musgoso se largaría como el gato verde y enorme que era. Pero en vez del clic de la puerta, oyó el crujir del sofá.
Se volteó de golpe.
—¡¿Pero qué haces en mi sofá?!
—No pienso irme. Es tarde, tengo sueño y estoy cansado.
—¿Y eso a mí qué me importa? Tienes tu propia casa, ve y duerme allí —exclamó Sanji.
—Mm... podría... pero no.
Sanji bufó, se acercó al sofá y le puso un pie encima.
—Largo… —dijo amenazante.
Zoro agarró su pie y lo arrastró sobre él. Sanji quedó cara a cara, demasiado cerca.
—No voy a volver a acostarme contigo. No cometo el mismo error dos veces —dijo intentando sonar seguro.
Spoiler: no lo estaba.
—¿Y quién habló de sexo salvaje? Ya te dije que estoy cansado… y tú también.
Sanji sintió cómo las manos del peliverde pasaban de su cintura a sus glúteos demasiado rápido.
—¿Y entonces por qué me estás tocando?
—Una cosa no quita la otra.
Sanji bufó de nuevo. Definitivamente no lo entendía… ni a él, ni a sí mismo, ni a nadie.
Sanji no sabe en qué momento se rindió, pero Zoro no se fue y él no logró echarlo.
Tampoco recuerda cómo pasaron del sofá a la cama; probablemente se disoció en ese momento.
Lo que sí tenía claro, y estaba demasiado seguro de ello, era que Zoro estaba tan pegado a él que podía sentir el cosquilleo de su respiración en el cuello.
Zoro apoyó la cabeza sobre su hombro con una naturalidad que le hizo suspirar sin darse cuenta, como si siempre hubiera sido su almohada.
Una pierna se había colado por encima de su cintura, anclándolo. Una mano firme reposaba contra su pecho, demasiado caliente, demasiado dueña, y el cuerpo de Zoro lo envolvía como un peso imposible de sacudir. Lo sostenía con la naturalidad salvaje de alguien que, inconsciente, reclama lo que es suyo.
El olor lo rodeaba, ese marimo salvaje mezclado con algo más, con esa huella que Sanji conocía demasiado bien y que su cuerpo reconocía aunque su mente gritara lo contrario. Cada mínima presión, cada roce del aliento contra su cuello, le aceleraba el corazón como un paracaídas que nunca se abría.
Zoro no cedió.
No lo soltó cuando Sanji regañó, bufó o intentó patalear. No lo soltó cuando el rubio, desesperado, decidió quedarse rígido como un tronco.
Nada cambió.
Lo único que quedó fue el cerco de esos brazos, la respiración tranquila, el calor intoxicante. Y Sanji, atrapado bajo él, entendiendo demasiado tarde que el marimo ya lo había marcado incluso en sueños.
—¿Qué clase de puto oso panda se me trepó encima…? —murmuró Sanji, aplastado entre el colchón y el peso del marimo—. Te aviso, musgo, que esto no es un hotel cápsula y yo no soy tu futón personal.
Apretó los dientes, como si realmente fuera a moverlo, pero lo único que hizo fue quedar más encerrado bajo ese brazo posesivo y la pierna atravesada en su cintura.
El rubio resopló, disimulando la taquicardia con un bufido—.
—Genial… me tocó ser el juguete de peluche del marimo…
Y aun así, no lo apartó.
Al final, Sanji se quedó dormido, tan dormido que su cuerpo se relajó por completo, entregándose sin darse cuenta. El calor, el peso, el olor… todo era demasiado abrumador y, sin embargo, demasiado cómodo.
No había nada más que pensar, definitivamente estaba demasiado cómodo para moverse de allí.
Ni para quejarse.
Ni para admitir —ni en sueños— que esa maldita posición lo hacía sentir seguro.
En la madrugada, Zoro se despertó. Ahora era Sanji quien estaba contra su pecho, hecho bolita, hundiendo la nariz en su hombro.
Si no fuera porque tenía que ir al baño, no se habría movido de allí bajo ningún concepto.
Se levantó con cuidado de no despertarlo, caminó hacia el baño mientras se rascaba la cabeza y gruñía un par de maldiciones: definitivamente no quería levantarse.
Medio miró la cama.
No podía creer que el jodido rubio pudiera verse sexy incluso mientras dormía. Por un instante, incluso consideró despertarlo para un rapidito de madrugada.
Pero no, Sanji parecía genuinamente cansado, y Zoro podía notarlo.
Gruñó de nuevo.
—Estúpido hospital...—murmuró mientras orinaba.
Al terminar, su mirada se posó en el botiquín medio abierto. La curiosidad lo venció: lo abrió por completo.
Pasta de dientes. Cremas. Lociones.
Un frasco de pastillas a nombre de Sanji Vinsmoke.
No, no Sanji Black. Vinsmoke.
Zoro devolvió el frasco a su sitio, cuidando de dejar todo exactamente como lo había encontrado. Pensó en el refrigerador abarrotado de comida y maldijo por lo bajo.
—Maldito idiota... —escupió entre dientes.
Se lavó las manos, y al volver la vista encontró a Sanji hecho un ovillo entre las sábanas. El marimo se dejó caer de nuevo a su lado, acurrucándose con un gruñido cansado. Lo observó en silencio: la respiración profunda del rubio, sus pestañas largas, los labios sonrojados, la piel lisa como si no tuviera que hacer el más mínimo esfuerzo por lucir así de perfecto… casi como si lo hiciera a propósito, solo para fastidiarlo incluso dormido.
¿Cómo alguien que se desvivía por cuidar a los demás podía olvidarse de sí mismo? Esa fue la pregunta que atravesó a Zoro en ese instante.
Él, a pesar de haber estudiado medicina, nunca se había tomado la vida como una cruzada personal. Hacía lo que tocaba, sin dramatismos. Pero Sanji… Sanji cargaba con cada paciente como si el destino del mundo dependiera de sus manos. Como si fuera su obligación, cuando no lo era.
Podía pensar que era una estupidez, pero lo peor era admitir que lo admiraba por ello.
Zoro estiró la mano y atrapó un mechón rubio. El cabello era suave y delgado, como imaginaba que debía ser el de un ángel de verdad. Lo jugueteó entre sus dedos, lo dejó caer y luego lo acomodó con cuidado.
Sanji se removió apenas, gruñó dormido y siguió descansando como si nada.
Zoro posó la mano en su cintura y la apretó suavemente, solo para convencerse de que estaba ahí, tangible, con esas feromonas omega que lo envolvían en una mezcla única de tabaco y dulzura, un perfume que solo podía pertenecerle a él.
No aguantó más. Lo atrajo hacia sí, apretándolo contra su cuerpo, encajando como si hubieran nacido para ese contacto.
Sanji había venido al mundo para Zoro. Y Zoro había venido al mundo para Sanji.
Sanji se removió entre las sábanas, una almohada contra su mejilla y cubierto hasta los hombros.
Abrió los ojos con pereza y notó que Zoro no estaba.
¿Se había ido como la última vez?
No. Un ruido proveniente de la cocina lo despertó.
Seguramente estaba robándole comida otra vez… pensó, frunciendo el ceño.
Pero lo que vio lo dejó sin palabras.
Zoro estaba en la cocina, torso desnudo, calentando unos tuppers de comida en la sartén como si eso fuera algo que hicieran juntos cada mañana. Sanji tragó saliva sin darse cuenta y se preguntó: ¿quién es este marimo y qué hizo con el mío?
—¿Quién eres y qué hiciste con el marimo? —dijo Sanji, tratando de mantener la calma.
—Idiota. Estoy preparando el desayuno con la comida que tú acumulas en el refrigerador. ¿Qué eres, una ardilla preparándose para el invierno? —gruñó Zoro, sin miramientos.
Sanji frunció el ceño y se acercó, con pasos cautelosos.
—¡¿Qué mierda te importa!? Es mi problema.
Zoro lo miró un segundo, arqueando la ceja, y luego avanzó un paso más hacia él, bloqueando su acceso a la estufa.
—Siéntate allí y espera tu desayuno —ordenó como si Sanji fuera suyo.
Sanji apretó los puños, entre la indignación y la sorpresa, y terminó sentándose. Observó cómo Zoro manejaba los tuppers que él nunca se molestaba en abrir, calentándolos con cuidado. Y aunque lo odiaba por ser tan dominante, no podía negar que sentirse cuidado por él lo desconcertaba.
Zoro le sirvió la comida en silencio y puso un tenedor frente a él. Luego se sirvió para sí mismo y, en lugar de ocupar la silla de enfrente, se dejó caer justo a su lado. Sanji frunció el ceño; el marimo olía demasiado cerca, demasiado fuerte.
—No tenías que hacerlo —dijo en un reclamo silencioso—. Yo puedo recalentar mi propia comida…
—Si puedes hacerlo, explícame por qué tienes tanta comida acumulada en el refrigerador —replicó Zoro, sin mirarlo, como si la pregunta fuera obvia.
Sanji apretó el tenedor entre sus manos.
—Simplemente pasó… a veces me quedo en el hospital y como allí.
—Qué raro, porque yo jamás te veo pisar el comedor —gruñó Zoro, dándole un bocado con total calma.
—Como con mi viejo.
—¿Todos los días?
El rubio apretó los labios y se metió el tenedor a la boca, evitando su mirada. No había mucho más que decir: Zeff iba de voluntario al hospital un par de veces a la semana, así que no, no siempre comía con él. Y Zoro, maldito entrometido, lo sabía.
Zoro bufó, apoyando el codo en la mesa como si tuviera todo el tiempo del mundo.
—Un “gracias” no estaría mal…
Sanji bajó la mirada, masticó lento y, apenas audible, murmuró:
—…Gracias.
El marimo sonrió apenas, satisfecho como si lo hubiera domado.
Comieron poco a poco, se miraban de reojo y luego fingían desinterés. Era un juego estúpido, porque la verdad era que ninguno podía ignorar al otro.
—Voy a bañarme —dijo Zoro, dejando el plato en el lavaplatos.
Sanji solo asintió, seco:
—Hay toallas en el armario.
—Tú te vienes conmigo.
El rubio casi se atragantó. Se tensó al instante.
—¡Por supuesto que no! —exclamó, nervioso.
—¡Por supuesto que sí!
En dos zancadas Zoro ya lo tenía cargado al hombro como un saco de papas. Sanji pataleó con todas sus fuerzas.
—¡Bájame, marimo de mierda! —forcejeaba como si su vida dependiera de ello.
—Tú también quieres —replicó el alfa, impasible, caminando directo al baño—. Solo será un rapidito.
—¡No quiero un rapidito! —gruñó Sanji, pero sus mejillas encendidas y el temblor en sus manos lo traicionaban. Su aroma se había vuelto espeso, innegable.
Zoro sonrió, satisfecho.
—Pues yo tampoco pienso hacerlo rápido.
Zoro cerró la puerta del baño de una patada, y solo entonces lo dejó bajar de su hombro.
Sanji frunció el ceño, como si estuviera frente a su peor enemigo.
—Eres una bestia...
Zoro no respondió. Simplemente lo tomó por la cintura y lo besó con brutal determinación.
Sanji intentó resistirse, apoyó las manos en sus hombros para apartarlo, pero era inútil: el marimo no se movía ni un centímetro. El contacto solo lo hacía temblar más, atrapado entre el deseo y la rabia.
Zoro aprovechó el forcejeo para deslizar sus manos por sus caderas. Con calma provocadora, empujó el pantalón de pijama hacia abajo, dejando al rubio medio desnudo, vulnerable, atrapado contra la pared azulejada del baño.
El omega apretó los dientes, el rubor subiéndole por el cuello.
—¡Te dije que no quería un rapidito!
Zoro sonrió contra sus labios, gruñendo bajo:
—¿Entonces porque la tienes dura?
Sanji sintió cómo Zoro llevaba una de sus manos hasta su entrepierna y lo acariciaba lentamente. No pudo evitar jadear, su cuerpo lo traicionaba; él mismo fue quien lo besó esta vez, rindiéndose al contacto.
¿De qué servía resistirse si cada fibra de su cuerpo clamaba por él?
Entre besos torpes y urgentes, Zoro estiró una mano para abrir el agua caliente. El ruido de la ducha se mezcló con los jadeos y los besos húmedos que se devoraban sin tregua.
Sanji pasó sus brazos alrededor de su cuello, aferrándose como si fuera a hundirse. Zoro, sin dejar de tocarlo, se bajó los pantalones con brusquedad.
—Quítate la camiseta —gruñó contra sus labios, impaciente.
Sanji no replicó. Obedeció con la misma urgencia con la que Zoro lo reclamaba. El agua pronto los empapó, pegando las telas y la piel, confundiendo el calor del vapor con el de sus cuerpos.
Zoro bajó la mano, apretando con descaro entre sus muslos, hasta dejarlo jadeando y tembloroso. Luego se la mostró, húmeda.
—Estás mojado.
El rubor se extendió por el rostro del rubio mientras apartaba la mirada, avergonzado de esa respuesta biológica tan incontrolable. Zoro medio sonrió, disfrutando de su rendición, y se llevó los dedos a la boca para chuparlos con lentitud provocadora.
—No hagas eso... —suplicó Sanji, la voz quebrada.
Zoro lo sujetó del mentón, obligándolo a mirarlo mientras sus dedos desaparecían entre sus labios.
—¿Por qué no? —ronroneó con una sonrisa peligrosa—. Eres malditamente delicioso… y eres mío.
Sanji sintió que el corazón le iba a estallar mientras el agua corría por sus cuerpos, confundiendo placer, feromonas y la certeza abrumadora de que estaba atrapado por su alfa.
Sanji cerró los ojos, el agua caliente le corría por la cara, pegándole el cabello rubio a la piel, mientras los dedos de Zoro seguían marcando su cintura como si ya fuera su dueño.
¿Por qué seguir fingiendo?—se mordió el labio cuando la mano áspera volvió a recorrerlo entre las piernas, arrancándole un jadeo ahogado—. ¿Para qué seguir mintiéndose, si cada caricia lo hacía temblar, si la maldita ducha apenas podía disimular lo empapado que estaba por dentro?
Zoro gruñó bajo, las feromonas alfa espesando el aire hasta marearlo. Sanji se apretó contra él, oliendo, respirando, perdiendo la batalla contra su propio cuerpo. El calor lo dominaba, las piernas le temblaban y el corazón latía tan fuerte que parecía querer salirse de su pecho.
¿Qué sentido tenía llamarlo error si era un error delicioso? Zoro lo quería. Él lo quería.
¿Cuál era el maldito problema?
Sabía que el temor de salir hecho trizas de todo esto era real, que amar a Zoro era como jugar con fuego con las manos desnudas. Pero aun así… lo adoraba.
Y solo por un instante, aunque fuese un engaño cruel, quería pensar que se lo merecía; que tenía derecho a sentirlo dentro, a dejarse quemar aunque supiera que el precio sería altísimo.
Sintió cómo Zoro lo agarraba de los muslos y lo alzaba como si no pesara nada, estampándolo contra los azulejos. El frío lo hizo arquearse con un gemido, clavando la mirada en el ojo gris que lo atravesaba.
—¿Qué?
—Está helada...
—Entonces deja que yo te caliente —gruñó Zoro antes de volver a devorarlo, colando la lengua, saboreándolo desde dentro como si no pensara soltarlo jamás.
El roce duro contra su entrada lo hizo jadear.
—¿Me quieres adentro? —susurró Zoro contra sus labios, frotándose sin piedad.
Sanji no respondió con palabras: lo besó, lo mordió, lo devoró. Ese fue su “sí”.
Ya no iba a fingir más.
Daba igual, todo daba igual.
Zoro bajó a su clavícula, a su cuello, dejando marcas ardientes que resaltaban como fuego sobre la blancura de su piel. Y entonces lo sintió… poco a poco. Primero la punta, luego el lento empuje que lo llenaba más y más. Cada roce era un golpe de calor que le arrancaba jadeos, un recordatorio de que estaba vivo.
Piel contra piel.
Dentro de él.
Y Sanji pensó que ya no importaba nada. Absolutamente nada.
Zoro empezó a moverse, empujando suavemente, haciendo que Sanji echara la cabeza hacia atrás y cerrara los ojos, concentrándose en cada sensación.
Zoro lo devoraba con besos en la piel, mientras el ritmo de sus caderas se sincronizaba con el rubio. Los pequeños gemidos no tardaron en aparecer.
—Zoro... —llamó Sanji, enterrando sus uñas en los hombros del otro.
—Estás apretado —murmuró Zoro contra su piel, su aliento caliente rozando la clavícula del rubio.
Pero Sanji amaba sentirse así, completamente atrapado y deseado.
—Como si estuvieras devorándome... —susurró, su voz temblando entre placer y abandono.
Entonces llegó el clímax: el agarre más fuerte, los gemidos que se filtraban entre el agua.
—Zoro, por favor... —jadeó Sanji, temblando.
El marimo aumentó la fuerza de sus movimientos, el leve sonido de sus cuerpos chocando resonando en el baño.
Y entonces ambos se vinieron.
Sanji, mojando su vientre, y Zoro, dentro de él, empujando sin pausa, gruñendo guturalmente y maldiciendo con su voz áspera y característica.
Quedaron allí, respirando agitadamente, mientras el agua caía sobre sus cuerpos mezclados.
Sanji miraba las gotas correr, preguntándose cómo un idiota de mierda como Zoro podía lograr tal efecto en él.
Zoro, por su parte, lo observaba, preguntándose qué tan atrapado estaba Sanji en su corazón, porque había decidido que quería que el rubio se quedara allí para siempre.
—Deberías salirte ahora —murmuró Sanji, con los muslos tensos, deseando que Zoro no se moviera jamás.
—No quiero —murmuró Zoro, apoyando la frente en el hombro del rubio.
El nudo se formó lentamente y Sanji no pudo evitar aferrarse con fuerza, dejando que su cuerpo dijera lo que su boca no quería admitir.
Otra mentira: deseaba que Zoro lo hiciera, que se anudara por completo, y su deseo lo delataba sin remedio.
Minutos después se separaron. Zoro tomó un poco de jabón y pasó su mano suavemente por la espalda de Sanji; este respondió de la misma manera. No se trataba solo de enjabonarse: cada caricia y cada beso era un pequeño ritual, un secreto compartido que solo ellos entendían.
Salieron del baño envueltos en toallas, riendo y haciéndose cosquillas, disfrutando del calor del contacto mientras recorrían la habitación. Zoro se sentó en la orilla de la cama y, sin dejar de mirarlo, hizo que Sanji se acomodara sobre sus piernas. Rozaban sus narices, se besaban y se pasaban la toalla mutuamente por el cuerpo, jugando con cada gesto como si fueran dueños del tiempo y del espacio.
—¿Qué estás haciendo conmigo, marimo? —murmuró Sanji, sus labios apenas tocando los de Zoro.
—Lo que yo quiera —respondió Zoro, tomándole la barbilla y besándolo de nuevo con esa sonrisa pícara que siempre lo desarmaba.
Sanji estaba sobre Zoro esta vez, acomodándose para otro “rapidito”, cuando su móvil rompió todo el clima con lo escandaloso de su vibración.
Ambos se separaron, como si la realidad les hubiera dado una cachetada en la cara.
Sanji miró hacia la mesita de noche.
—Nami… —gruñó, saltando torpemente lejos de Zoro.
Zoro lo miró desde la cama, sin dejar de sonreír con esa calma que enfurecía y encantaba a la vez.
Sanji, desnudo y con el teléfono en la mano, parecía un idiota atrapado con las manos en la masa.
—¿¡Qué haces que no contestas el teléfono!? ¡Llamé toda la noche y tu teléfono estaba apagado! Estoy en el hospital buscándote y nadie te ha visto… —reclamó Nami.
—Ah, eh… yo… es que me quedé dormido… —balbuceó Sanji.
Zoro se levantó de la cama, con esa sonrisa de “ya me divierto bastante”.
—¿Justo hoy? Da igual, solo apúrate en venir y trata de contactarte con Zoro.
Sanji tragó saliva.
—Yo… eh… hablaré con él…
Zoro lo interrumpió con un rápido movimiento, quitándole el teléfono y activando el altavoz.
—¿Y tú qué quieres tan temprano, bruja?
—¡¿Eh?! ¿Qué mierda haces ahí?! —exclamó Nami.
—¡Devuélveme mi teléfono! —chilló Sanji, saltando sobre Zoro, que lo esquivó con facilidad.
—¿No es obvio? ¿Quieres detalles gráficos de lo que hago aquí? —dijo Zoro, con esa picardía que hacía a Sanji arder y a Nami explotar al mismo tiempo.
—¡Zoro! —exclamaron Sanji y Nami al unísono, mientras Zoro los miraba con ese brillo travieso en el ojo, totalmente dueño de la situación.
Zoro miró a Sanji como quien acababa de ganar una batalla épica.
—¡Que sueltes mi puto teléfono! —exclamó el rubio, recogiendo unos pantalones del suelo para vestirse torpemente.
Zoro soltó una risa baja.
—Tranquilo, cocinero… no me pienso ir a ningún lado. ¿Quién más te va a aguantar cuando te da el ataque de histérica en las mañanas?
Sanji le lanzó el pantalón en la cara con todas sus fuerzas.
Zoro sonrió, satisfecho.
Sabía que, desde ahora, sus mañanas nunca volverían a ser iguales.
Chapter 6: Law: El cirujano de la muerte
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No era una mañana como las de siempre.
No, definitivamente no lo era.
Sanji quería quitarse las feromonas de Zoro de encima, pero parecía que se le habían adherido a la piel, impregnándolo como una marca invisible. Se sentía descubierto, vulnerable, casi como si hubiera venido a trabajar en ropa interior y sin zapatos. Pero no: allí estaba, cabello aún húmedo y con chupones que nadie debía ver.
Estúpido.
Estúpido.
Estúpido.
Otra vez había dejado que su omega interior tomara el control, guiando decisiones impulsivas que su parte racional había intentado impedir. Y ahora, esa misma voz lógica le gritaba que iba a salir muy mal parado de todo esto.
No muy lejos, Zoro caminaba con esa sonrisa satisfecha que le salía cuando ganaba algo importante. Y había ganado. Lo había querido así desde hacía demasiado tiempo: tener al rubio descolocado, que solo lo mirara a él.
Sanji entró en su oficina, tiró sus cosas en el sofá y fue directo al cajón de su escritorio. Sacó un espejo. Ahí estaban: pequeñas manchas rojas en el cuello. ¿Cómo demonios lo tomarían en serio los pacientes así?
Perfume.
Maquillaje.
Algo para borrar los rastros de Zoro.
Entonces, la puerta se abrió.
—¿Qué haces?
Sanji se sobresaltó.
—¡Deja de estar en todos lados! —soltó, girándose a ver al peliverde que ya se había dejado caer en el sofá como si fuera suyo.
Spoiler: probablemente lo era.
—Solo vine a decir hasta luego…
—Bueno, hasta luego. Ahora largo.
Pero Zoro no se movió. Se quedó ahí, viéndolo mientras él se maquillaba el cuello con cuidado. Después de un momento, se levantó. Se acercó demasiado. Sanji pudo sentir su aliento cálido en el oído.
—No importa cuánto los escondas —susurró, con voz baja, segura—. No puedes borrar lo que hicimos esta mañana. Tus gemidos están grabados en mi cabeza… y el sabor que tienes cuando te mojas… no se olvida.
Sanji se congeló.
Mierda.
Mierda.
Mierda.
Clic.
La puerta se cerró.
Y él se quedó solo, con el corazón acelerado y un ardor en el cuello que ni el perfume podía tapar.
Law, por su parte, no paraba de pasearse por la sala de reuniones del departamento de Diagnóstico. Su andar era felino, medido, pero el tic nervioso en su mano derecha lo delataba. Cada cierto rato miraba la tablet, como si el contenido de la pantalla fuera a cambiar por arte de magia.
Un e-mail.
Un maldito e-mail.
Demasiado temprano en la mañana para estar leyendo correos que parecían escritos solo para burlarse de él.
Pero no era un e-mail cualquiera, no era la típica comunicación burocrática entre médicos.
No. Definitivamente no.
El remitente brillaba como una maldición en letras negras: “Boa Hancock”.
Asunto: “Caso paciente #22879”.
Se mordió el labio, frustrado, y sintió el impulso de sacar un cigarro. Se moría por uno.
Maldita Boa Hancock.
Pero Law todavía no había leído el e-mail, aunque la sola notificación le había dejado un nudo en el estómago. La tentación de redactar su carta de renuncia y mandarla directo a Sanji era fuerte. Muy fuerte.
Incluso si le había prometido a Luffy que no lo haría.
Suspiró, apoyando la espalda contra la mesa mientras giraba la tablet entre sus manos. Al final, con un gesto resignado, abrió el correo electrónico:
Dr. Trafalgar,
Solicito concertar una reunión con usted para tratar el caso de la paciente #22879. Agradeceré que me indique un horario disponible para hoy.
Saludos,
Boa Hancock
Cirujana Plástica y Reconstructiva.
Law suspiró y cerró los ojos. Contó uno, dos, tres… y los volvió a abrir. Recordó su conversación con Luffy hace unos días y se convenció a sí mismo de que tenía razón: nada de esto podía cambiar su relación. Luffy estaba a su lado, con él, y eso no se deshacía tan fácil.
Sin embargo, un hormigueo de inseguridad lo recorrió de pronto, inesperado. No había sentido algo así antes. Luffy nunca había hecho ni dicho nada que pudiera hacerlo dudar, y aun así… Law se encontraba abrumado por el miedo de perder a su esposo.
Law respondió a Boa. Rápido, casi sin pensar, usando las palabras justas para sonar profesional y no como un esposo al que podrían pesarle unos cuernos invisibles. Luffy jamás haría algo así, y aun así, ese pensamiento seguía rondando en su cabeza, irritante y persistente, como un zumbido de insecto.
Dra. Hancock,
La espero a las 11:30 en la cafetería del hospital. Espero que podamos resolver todo con claridad.
Saludos,
Law Trafalgar
Cirujano general, especialista en diagnóstico.
El reloj marcaba las once de la mañana. Law tomó su laptop y la tablet, y se dirigió al ascensor con paso tranquilo, como si cada movimiento estuviera calculado. Todo parecía normal: enfermeros charlando en los pasillos, luces zumbando suavemente, carritos médicos aparcados aquí y allá.
El ascensor se abrió con demasiada rapidez, sacándolo de su calma, y entró con un suspiro contenido. Justo cuando parecía que nada podía interrumpir su rutina, un par de internos chocó contra la puerta. La obligaron a abrir de nuevo, y ellos se miraban entre sí, cuchicheando como si escondieran un secreto… o tal vez un desastre digno de ser contado en voz baja.
Law los miró de reojo, sin alterar su compostura, mientras un pensamiento fugaz le cruzaba la mente:
“Esto huele a ZoSan.”
Los internos huyeron en cuanto las puertas se abrieron en el primer piso, el mismo sitio donde Law se bajaba. Pudo escuchar los reclamos de asistentes y otros trabajadores del hospital, reprendiendo a los internos por correr por los pasillos como si fuera una carrera, mientras él se alejaba en dirección a la cafetería.
Un día normal en un hospital, aparentemente normal… hasta ahora.
Boa era de esas mujeres que podías ver desde lejos porque resaltaba entre todas las personas. Law la conocía poco, pero sabía más de lo que ella esperaba. Antes de acercarse, suspiró. No había nada por qué sentirse intimidado; sin embargo, notó un pequeño tic bajo su ojo. A ese tic lo llamaría, simplemente, “el tic de Boa”.
Law se detuvo frente a ella. Se miraron un momento, estudiándose.
—Dra. Hancock… —dijo Law, con un hilo de formalidad que apenas podía sostener.
—Dr. Trafalgar —respondió Boa con sequedad, sin levantar la guardia.
El moreno se sentó frente a ella, dejando la laptop y la tablet sobre la mesa.
Ambos callados, midiendo cada gesto. Law pensó en Luffy, en cómo su esposo estaría hoy de buen humor o preocupado por algún paciente, y no podía evitar que su pecho se tensara. Por un lado, debía mantener la calma profesional; por otro, un pequeño fuego interno le recordaba que la lealtad a Luffy estaba primero, y que ningún traspié de Hancock cambiaría eso.
—Bueno, creo que debemos centrarnos en lo que nos convoca —dijo Law sin mirarla, abriendo el archivo de Mocha mientras encendía su laptop.
Boa asintió, replicando el gesto con su tablet.
—Entiendo que Mocha sufrió quemaduras por exposición a químicos...
Law asintió.
—Historia resumida: sus vecinos cocinaban cocaína. Hubo una explosión y el humo caliente recorrió el pasillo donde ella jugaba. Sufrió quemaduras en brazos y torso.
Boa mantuvo el rostro neutro, aunque sus ojos brillaron con interés profesional.
—En un caso así, lo habitual serían múltiples cirugías. Pero solo tiene nueve años… debemos minimizar su exposición al dolor.
—Coincido —respondió Law, pasando páginas del expediente—. Mocha, pese a su edad, comprende bien su situación, aunque últimamente ha mostrado resistencia con la medicación y ciertos tratamientos.
—¿La piel no ha sanado del todo? —preguntó Boa.
—Lo suficiente para iniciar injertos —explicó él con voz plana.
Boa asintió lentamente.
—Quiero conocerla.
—Eso puedo arreglarlo —dijo Law, tecleando algo—. Hablaré con Chopper. Es su médico de cabecera.
—Perfecto —respondió ella, con una ligera sonrisa profesional—. Entiendo que tú supervisarás todo el tratamiento quirúrgico.
—Así es. No interferiré en tu plan —respondió él, serio—. Mi prioridad es que la recepción al dolor sea mínima… y que Mocha pueda volver a casa lo antes posible.
Justo cuando Law iba a terminar la reunión el mismo, Ace y Hiyori atravesaron la cafetería.
Ace no pudo evitarlo, los vio de frente y se acercó rápidamente a la mesa.
—¡Boa! ¡Cuanto tiempo son verte! —exclamo mientras la mujer se levantaba y se daban un abrazo.
Ese tipo de abrazos de quien se encuentra con un ser querido.
"Gracias por eso Ace" pensó Law a regañadientes.
—¡Ah! Traffy no sabía que trabajarías con Boa—exclamo Ace metiéndose las manos en los bolsillos de la bata.
Law desvió la mirada.
—Yo tampoco —gruñó.
—¡Ah! Ace ¿Como está Luffy? No lo he visto por el hospital ¿No trabaja aquí?
—¡Sí! Debe estar en rondas de pediatría justo ahora —comentó Ace, mientras miraba su celular.
Law le echó una mirada asesina que Ace interpretó de inmediato.
—Lo que trato de decir es que debe estar ocupado… ¡muy ocupado!
Hiyori ocultó una sonrisa; esto se iba a salir de control muy rápido si Ace no moderaba su lengua.
Hiyori agarró a Ace por el brazo y dijo en voz baja:
—Las llaves de Sanji están esperando, Ace...
Law alzó una ceja y Boa también.
—¿Llaves? —preguntaron Traffy y Boa al unísono.
Tanto Hiyori como Ace desviaron la mirada.
—U-una tarea de Zoro... —explicó Hiyori.
—¿Eh? —Boa parecía confundida—. ¿Qué tienen que ver unas llaves con Zoro?
Traffy alzó una ceja.
—¿Conoces a Zoro?
Boa se encogió de hombros.
—Claro, es el mejor amigo de Luffy...
Law quería morirse ahí mismo, pero por supuesto que no lo haría.
Ugh, pensó.
—En fin, ¿cuál es el chisme? —insistió Boa con una sonrisa curiosa.
Hiyori, con cierto desdén, soltó:
—Parece que el jefe y Zoro están... saliendo…
Ace se rasco la cabeza.
—En fin...—dijo nervioso—Tenemos que irnos, Zoro nos prometió que quien las conseguía primero tendría un misterio médico raro...
Boa ocultó una sonrisa divertida y Law se pasó la mano por la cara.
—Veo que algunas cosas nunca cambian—comentó Boa.
"Algunas cosas nunca cambian."
Traffy no pudo evitar sentir algo... Celos. Estúpidos celos, incluso de que Boa conociera más que él al mejor amigo de su esposo. Eso le daba mucha rabia.
Conocía a Zoro desde hacía mucho tiempo, pero ella llevaba años lejos de todo esto y aún así se atrevía a hablar con normalidad de algo que para él era su vida cotidiana.
¿Por qué se sentía tan inseguro? Luffy lo amaba y él amaba a Luffy, y aun así… todavía quería buscar a Sanji y golpearlo por haber traído a la ex aquí.
Suspiró lentamente y empezó a tomar sus cosas.
—Hablaré con Chopper para que te presente a Mocha.
Hancock se levantó y alzó una ceja, había cierto tono de desafío en su voz.
—¿Y no puedes hacerlo tú?
"No soy guía turístico" , quiso responder. Sin embargo, solo apretó sus cosas contra su pecho y replicó:
—Estoy ocupado, pero supongo que puedo hacerlo de paso...
Desvió la mirada y comenzó a caminar. Boa empezó a seguirlo.
"Nota mental: hacerle la vida imposible a Sanji", pensó Law con desdén, mientras escuchaba los pasos de los tacones de la hermosa mujer.
Traffy se detuvo frente al ascensor y presionó el botón; Boa se detuvo a su lado.
—¿Así que diez años, eh? —comentó Boa—. No puedo creer que hayan durado tanto…
Aquello sonó casual, pero cargado de espinas disfrazadas de buenas intenciones.
—¿Qué quieres decir? —Law la miró fijamente mientras subían en el ascensor, presionando el piso de pediatría.
—Nada… solo que Luffy y tú son… muy diferentes. Luffy siempre está lleno de alegría y energía, y bueno… tú…
—¿Yo qué? —Law no pudo evitar sonar un poco hostil, algo que Boa captó al instante.
Se inclinó un poco hacia él, con la sonrisa de alguien que ya sabe dónde apretar.
—Nada, nada… solo que Luffy siempre fue un torbellino de alegría, y tú… bueno, tú eres más… meticuloso, ¿no? —dijo, dejando que la palabra “tú” cayera como una pluma pesada sobre Law.
Law apretó los hombros y desvió la mirada, un tic que él mismo odiaba notar. “¿Por qué me molesta tanto que ella diga eso?” pensó, mientras sentía un calor extraño subirle al pecho.
—Mm, claro… meticuloso —resopló, tratando de sonar firme pero sintiendo que Boa ya había ganado esa pequeña batalla.
—Oh, no te pongas tan serio —replicó ella suavemente, casi un susurro—. Solo estaba observando… es curioso cómo alguien puede cambiar tanto… o no tanto.
—Solo me pregunto… por qué Luffy… —Boa se detuvo antes de terminar la frase.
Law completó la frase en su mente: “solo me pregunto por qué Luffy se fijó en ti”.
Se mordió el labio y frunció el ceño. No iba a darle el gusto; no entraría en su juego. Lo que ella buscaba era sacarlo de quicio, y eso lo dejaría mal parado.
Antes de que la conversación continuara, el ascensor se detuvo en el piso de pediatría.
Allí todo era colores crema: un mesón de enfermería, pasillos decorados con arcoíris, nubes y estrellas.
—Qué lindo lugar —comentó Boa con una sonrisa—. Me recuerda que Luffy quería decorar una habitación así si algún día tenía un bebé.
Law no quería tener bebés.
No aún. Quizás nunca.
No respondió nada. Él y Luffy jamás habían hablado del tema.
—Es por aquí —dijo Law, mirándola sin expresión.
Boa lo siguió en silencio hasta una zona tipo guardería. Había mesitas para personas pequeñas, juguetes por doquier, resbalines, almohadas y libros.
Mocha estaba allí: una niña de cabello negro corto y ojos avellana, con parte de su brazo vendado, corriendo junto con otros niños.
—Aquella es Mocha —dijo Law, señalándola discretamente.
Boa asintió y se acercó a saludarla. Law la siguió, quizás como una especie de competencia silenciosa, por no quedarse atrás.
Boa se agachó para saludar a Mocha, quien se sintió atraída por la apariencia de la doctora de inmediato.
—¿Eres una princesa? —preguntó Mocha, emocionada.
Boa sonrió divertida:
—Soy doctora y me haré cargo de tu tratamiento por un tiempo. Soy la Dra. Hancock.
Los ojos de Mocha se abrieron brillantes e ilusionados.
—¿De verdad?
Hancock asintió y le pasó suavemente los dedos por la cara:
—Sí, voy a cuidar tu piel para que se vea muy, muy bonita...
Mocha dio un salto de alegría.
—¿Cómo lo harás?
—Con polvos de hada.
Law sintió una punzada en el pecho. Celos. Celos de que alguien pudiera ser tan encantadora. ¿Y si Luffy se daba cuenta de que la extrañaba y que divorciarse había sido un error?
Traffy decidió que no podía quedarse atrás y se acercó; sin embargo, al verlo, Mocha cambió su expresión a una de desconfianza y se agarró de la bata de Boa, enterrando su rostro en ella.
—¡El doctor malo! —murmuró.
Law intentó transmitirle calma, suavizando su mirada para no parecer tan amenazante.
—Soy el Dr. Trafalgar y también estaré a cargo de tu caso.
Mocha lo miró con desconfianza, sacudió la cabeza como si se quitara una pesadilla de encima y exclamó:
—¡No, no quiero!
Luego salió corriendo y se refugió detrás del resbalín, evitando la mirada de Law.
Boa soltó una risita.
—Vaya… eso fue inesperado.
Traffy apretó los puños, sintiéndose frustrado.
Quizás era porque su lado omega no era el más intenso; al contrario, aceptaba que era serio e incluso taciturno. Sin embargo, se estaba esforzando, y eso lo frustraba.
Le frustraba no poder agradarle ni siquiera a una niña de nueve años.
Law no aguantaba más; si seguía así acabaría mostrando algo de sí mismo que no quería que Boa viera.
Abrió la boca para decir algo, para excusarse, cuando una voz conocida interrumpió la situación.
—¡Torao!
Law volteó. Luffy se acercaba a toda velocidad y lo abrazó como si no lo hubiera visto en años, aunque habían salido juntos de casa esa misma mañana.
Law escondió una leve sonrisa al sentir los brazos de su alfa rodeándolo por la cintura.
—Luffy, estamos en el hospital...
—Shi, shi, shi, perdón, Torao —dijo, alejándose y rascándose la cabeza con diversión.
Entonces volteó y vio a Boa.
—¡Hancock! —exclamó emocionado.
Boa sonrió, y sus mejillas se sonrojaron.
—¡Luffy!
El pelinegro se acercó y le dio un gran abrazo.
Law sintió un nudo en el estómago y tuvo que mirar a otro lado para no gritar de celos.
—¡Cuánto tiempo, Luffy! —dijo Boa— ¡Te he echado de menos!
Luffy sonrió.
—Ha pasado mucho tiempo... ¿Cómo está todo en Amazon Lily?
Y así comenzaron a hablar, mientras Law extrañamente empezaba a sentirse... invisible.
Esa conversación entre Luffy y Boa, tan cotidiana y cercana, fue como un agujero en el estómago de Law que se mantuvo todo el día. Algo que simplemente no podía dejar ir: el miedo de que Boa hubiera venido a quitarle a la persona que más amaba en el mundo.
Pero Law no era bueno con esto de los sentimientos; no sabía cómo expresarlos sin miedo a que Luffy no lo entendiera, y no entendía por qué, si Luffy era quien menos lo decepcionaría.
Así que el día transcurrió largo, extraño.
Cuando anocheció y llegaron a la salida del hospital, Luffy lo esperaba afuera, aún con el scrub de enfermería y una chaqueta sport desarreglada. Lo miró con una sonrisa que Law solo veía cuando estaban solos.
—¿Nos vamos? Tengo hambre. ¿Pedimos algo al restaurante del viejo Zeff?
Law solo asintió, estirando la mano para que Luffy entrelazara sus dedos con los suyos.
Caminaron en silencio; no vivían muy lejos, en un viejo edificio histórico que habían comprado y remodelado. A Luffy le encantaba porque antes era una estación de bomberos, pero ahora era un departamento estilo underground, con mucha luz y espacio disponible.
—Ah… me apetecen unas chuletas de cerdo con patatas fritas —dijo Luffy despreocupado.
—¿Qué te gustaría comer, Traffy? —preguntó.
Law lo miró un momento y sintió ganas de llorar.
—No lo sé… lo mismo que tú, supongo…
Luffy se quedó mirándolo, con esos ojos grandes que parecían leer algo más profundo.
Entraron en el departamento y dejaron sus cosas en el sofá. Law se dejó caer mientras se quitaba las zapatillas, y Luffy llamó al Baratie para ordenar la cena. Luego se acercó a Law y lo besó en los labios.
Law rodeó su cuello con las manos.
—¿Pasó algo malo? ¿Estás bien? —insistió Luffy.
Law mantuvo sus ojos dorados fijos en Luffy y, finalmente, se decidió a preguntar:
—¿Alguna vez te has arrepentido de haberte casado conmigo?
Chapter 7: La primera nevada del año
Chapter Text
El invierno caía sobre el Grand Line Hospital, y eso solo significaba una cosa: preocuparse y prepararse.
En especial, Sanji.
Dio una última calada a su cigarrillo mientras miraba el cielo gris. La primera helada estaba por llegar, y no solo traería más accidentes automovilísticos, sino que también personas en situación de calle buscarían refugio para sobrevivir. El hospital era un lugar seguro.
—¡AHHHHH! ¡MALDITO PAJARRACO! —gritó un hombre calvo con clavos en la nariz.
Sanji se acercó: —¿¡Señor Minatomo, está bien!?
—¡Esta bestia no quiere soltar el jodido árbol! —gruñó Minatomo mientras bajaba de la escalera, la cara llena de piquetes—. ¡Bicho endemoniado!
Sanji suspiró.
—Está bien, Minatomo. Déjalo pasar. Pasa por la clínica gratuita para que te curen esas heridas...
Minatomo asintió y se marchó gruñendo.
—Jodido pájaro… que le den por el culo…
Squaaaaaaaaaack .
Sanji suspiró, resignado. Su plan para deshacerse del pájaro simplemente no estaba funcionando.
“¿Y si llamo a control de plagas?”, pensó mientras sacaba el teléfono para tomarle una fotografía.
El pájaro era de un color entre negro y gris, con ojos delineados en un tono similar al del maldito ojo de Zoro. En el pico tenía una ligera deformación, como un pequeño monte.
Definitivamente era plaga. Seguro cambiaba sus huevos por huevos de lagarto. Seguro era un problema de sanidad pública.
—Vas a morir… —murmuró en voz baja.
—¿Quién?
Sanji dio un respingo. A su lado estaba Nami, brazos cruzados y una ceja arqueada, mirándolo con toda la curiosidad del mundo.
—N-nadie, Nami-swan —respondió con una sonrisa nerviosa.
Nami suspiró, claramente adivinando de qué iba la cosa.
—Vine a hablar de tres cosas: la licencia de Zoro, la demanda de Don Krieg… y desde cuándo tú y Zoro se están acostando.
Squaaaaaaaaaack.
“Puto pájaro”, pensó Sanji.
Mientras, en urgencias, Helmeppo estornudó ruidosamente. Ace lo miró con una ceja alzada.
—Salud… —dijo, algo sorprendido.
—Ugh, gracias —murmuró el rubio abrazándose a sí mismo.
—Vamos, no te rindas, seguro llega alguien con un machete en la cabeza o algo —comentó Ace, dándole una palmada tan fuerte en la espalda que Helmeppo se inclinó hacia adelante.
Helmeppo lo miró con expresión de “ya no le debo nada a la vida”.
Urgencias estaba más muerto que el corazón de Zoro.
(Bueno, subjetivo. Todos sabían que no era tan así).
Ace suspiró, echando una mirada al estacionamiento. Ambos estaban cagándose de frío mientras esperaban una ambulancia que no sabían si llegaría.
—Me gustaría estar en el servicio de Sanji… o del Dr. Law —dijo Helmeppo con pesar.
—Sí, pero Zoro manda.
—Zoro… manda… —repitió el interno, temblando como si hablara del mismísimo diablo.
—Podría haberme puesto con Hiyori o Tashigi —suspiró Ace..
—Hiyori hizo explotar una bolsa de sangre, así que Zoro no debe estar muy convencido de ponerla aquí de nuevo —explicó el Helmeppo con una media sonrisa.
Ace volvió a suspirar. Quizás quería estar con una omega linda y no con un beta quejumbroso. Aunque, pensándolo bien, Helmeppo estaba temblando tanto que podía servirle como estufa portátil.
Ace miró las ambulancias. Blancas, con franjas rojas y luces que parecían estar siempre listas para encenderse.
—¿Oye… alguna vez has visto una ambulancia por dentro? —preguntó Ace con genuina curiosidad.
—Nah, ni siquiera en la universidad —respondió Helmeppo.
Ace se quedó callado, observando un par de ambulancias estacionadas, ahí, solo existiendo.
—Yo tampoco —comentó, cruzándose de brazos.
—¿No que eres bombero? —preguntó su compañero.
—Los bomberos usamos carros de bomberos, son diferentes…
Helmeppo asintió y volvió a mirar la ambulancia.
—Igual me gustaría verla…
—¿Y si la vemos? —propuso Ace, ya con una sonrisa de niño travieso.
—Y Zoro nos mata.
—¡Solo un minuto, entrar y salir! ¡Vamos! —le rogó con ojos de perrito degollado.
Helmeppo dudó.
Tentador. Muy tentador.
—Bueno… pero solo un minuto.
—Uno.
Se acercaron al vehículo mirando a todos lados. Ace abrió las puertas y ambos subieron. Tras ellos, algo sonó, pero no le dieron importancia.
Oxígeno, cajas con gasas, vendas e instrumentos. Un medidor de pulsaciones.
—No era gran cosa… —murmuró Ace. —En realidad, sí se parece a un carro de bomberos.
—Ok. Ya pasó un minuto. Vámonos.
Ace asintió, pero cuando intentó abrir la puerta…
Estaba con seguro.
Mierda.
Joder.
Mierda.
Se miraron con terror. Intentaron abrir la puerta, empujarla, mover la manilla. Nada.
Atrapados. Muy atrapados.
—Zoro y Sanji nos van a matar —dijeron al unísono.
Y entonces, bocinas sonaron afuera.
Cada pitido les helaba más la sangre.
—No caigas en pánico, seguro hay una ventana abierta o la del techo —dijo Ace con nerviosismo.
Helmeppo se estiró para empujar la ventana de la parte de arriba, pero también estaba cerrada.
Ay, mierda.
Se miraron.
Ace trato con las ventanas de los costados y apretando los botones del panel de la ambulancia.
A lo lejos, se escuchó un graznido.
Squaaaaack.
El ruido de la ambulancia sonó más cerca.
No… más bien encima.
—Creo que llegó una ambulancia —murmuró Helmeppo, con un hilo de voz.
—Y nosotros no estamos allí —replicó Ace, mientras una palidez peligrosa le borraba el color del rostro.
Squaaaaack.
Ambos bippers comenzaron a sonar al unísono. Bip-bip. Bip-bip.
—Código Rojo.
—Código Azul.
Eso fue peor.
Mucho peor.
Por otro lado, Zoro estaba en su oficina jugando GTA V con su Nintendo Switch.
Piernas sobre el escritorio, echado contra el respaldo de la silla, baleando NPCs como si la vida de ellos no valiera nada. Su ceño se fruncía de vez en cuando, no por el juego, sino pensando en su licencia para ejercer la medicina. No era por responsabilidad profesional ni por vocación: le importaba porque así podía pasar todo el día cerca de Sanji sin tener que fingir interés por la burocracia.
Entonces, su bipper sonó y Zoro gruñó.
Dejó la Switch sobre el escritorio y lo miró.
Si no fuera grave, no se movería.
"Código musgo"
Zoro volvió a gruñir, porque lo sabía. Sí, lo sabía.
Seguramente alguno de los patitos de Sanji se había mandado una cagada.
Zoro clavó la mirada en la puerta.
Nada feliz.
Absolutamente nada.
Se levantó sin prisa y salió rumbo a urgencias, cada paso pesado como una advertencia.
En urgencias, el caos estalló rápido con dos doctores menos y ambulancias que llegaron una tras otra con seis pobres desgraciados víctimas de un accidente de tráfico.
No había suficiente personal médico.
Zoro iba a matar a alguien, pero primero tendría que trabajar por cuatro manos.
Así que se tragó un par de pastillas.
A estas alturas ya estaba cuestionando sus decisiones de vida.
Law apareció desde atrás y lo empujó mientras se colocaba los guantes de látex de mala gana.
—¿Dónde están tus putos internos? ¿No se suponía que habías dejado dos en este servicio? —gruñó.
Zoro lo siguió imitándolo.
—Se supone que estaban en la bahía de ambulancias.
—¡Pues parece que se confundieron de bahía porque llegaron ambulancias y no había ningún maldito doctor! —le regañó Traffy mientras comenzaba a evaluar al paciente frente a él.
Con furia miró a una enfermera y exclamó:
—¡Tú, deja de contemplar el abismo y ponle una vía periférica de calibre 16, inicia fluidoterapia ahora!
Zoro suspiró.
Traffy se ponía como una perra llorona cuando el hospital no funcionaba como a él le gustaba.
Lo único que le quedaba por hacer era agarrar unas pinzas mientras presionaba la herida con una compresa.
—¡Presiona más fuerte la maldita hemorragia! —le gruñó Law.
Zoro suspiró y metió la pinza, clampeando la arteria sin pensarlo, en automático, como si estuviera apagando un auto.
—Ya está —dijo con una tranquilidad que ponía nerviosos a todo el equipo de emergencias—. Mientras tú haces esto, yo voy a matar a un par de internos.
Se quitó los guantes y los lanzó a la basura.
—¡Más te vale encontrarlos o te prometo que estarás atrapado en este basurero conmigo toda la semana!
—¡Suena como una cita!
—¡IMBÉCIL! —exclamó Traffy.
Ace y Helmeppo estaban sentados uno frente al otro en la ambulancia.
La oscuridad los envolvía y, aunque la noche había caído, aún podían escuchar las sirenas y el bullicio de ambulancias afuera. Nadie parecía notar que estaban atrapados ahí.
—Me pregunto por qué nadie usa esta ambulancia —dijo Ace, mirando al techo.
—Quizás es la ambulancia fea —respondió Helmeppo, con voz temblorosa.
—Ojalá alguien nos eche de menos —suspiró Ace—. Me preocupa que cuando abran esto, encuentren nuestros cadáveres putrefactos...
Helmeppo tuvo un escalofrío.
—¿N-no lo dices en serio, verdad?
Ace lo miró con desdén.
—Cadáveres resecos… víctimas de una ambulancia asesina…
Helmeppo se llevó las manos al pecho.
—S-se me acaba el a-aire… ¿No sientes que hace calor aquí?
El rubio empezaba a hablar muy rápido, con un tono extraño.
Ace solo lo miró.
—Solo siento aburrimiento…
Helmeppo sentía que se ahogaba. Sus pulmones se cerraban y su corazón latía demasiado rápido.
Y el sudor…
Oh, mierda, el sudor.
—¡Ok! ¡No, esto no puede estar pasando! —exclamó, mirando a todos lados—. ¡Tenemos que salir de aquí… Ace, tenemos que salir de aquí!
Ace alzó una ceja, más entretenido que preocupado.
Helmeppo comenzaba a moverse de un lado a otro, tanteando cada rincón de la ambulancia, como si eso pudiera sacarlo de allí.
—Eh… necesitas calmarte —dijo Ace, intentando sujetarlo.
—¿Calmarme? ¿¡CALMARME!? ¿¡QUIERES QUE ME CALME, ACE!?
Ace se pegó a una de las paredes de la ambulancia, mientras Helmeppo recorría el espacio como un gato atrapado en una caja demasiado pequeña, saltando de un lado a otro.
—¡VAMOS A MORIR, ACE! ¡¡¡VAMOS A MORIR AQUÍ Y NADIE NUNCA LO SABRÁ, ENCONTRARÁN NUESTROS CADÁVERES EN UN MILLÓN DE AÑOS Y SOLO SEREMOS UN MONTÓN DE HUESOS SIN FORMA!!! ¡ACE, VAMOS A MORIR Y NO ME HABRÉ GRADUADO DE NINGUNA ESPECIALIDAD DE MEDICINA!
Helmeppo saltaba de un lado a otro, golpeando ligeramente las paredes de la ambulancia como si su energía desbordante pudiera abrir la puerta con pura fuerza de pánico. Sus manos se llevaban al cabello, tirando mechones y apretando los puños con desesperación. Cada respiración era un jadeo irregular, como si cada bocanada de aire pudiera ser la última.
Para ese momento, Ace lo miraba con atención, esperando que se calmara por sí mismo, se desmayara o, de preferencia, ambas cosas.
—Helmeppo, de verdad necesitas calmarte —dijo Ace, esbozando una sonrisa nerviosa. La verdad, empezaba a asustarse, pero no por estar atrapado, sino por el espectáculo de desesperación que era su compañero.
Helmeppo se detuvo un segundo, miró al techo como si esperara que de ahí bajara algún salvador, y luego comenzó a correr en círculos, murmurando incoherencias sobre cadáveres y diplomas perdidos. Ace solo suspiró y se apoyó contra la pared, preguntándose si sobreviviría a esto sin volverse loco.
—Helmeppo, yo creo que deberías sentarte un momento, poner tu cabeza entre tus piernas y respirar —dijo Ace de nuevo, bajando la voz, intentando sonar más paciente y amable.
—¿Respirar? ¡¡¡ESTAMOS ATRAPADOS!!! —Helmeppo agitaba los brazos como si fueran aspas de helicóptero, moviéndose de un lado a otro dentro de la ambulancia.
—Sí, pero en algún momento vamos a salir… Lo de antes lo dije de broma.
Helmeppo se quedó helado.
¿Broma?
¿Una broma?
No podía ser…
—¡TÚ! —gritó, lanzándose hacia Ace con los ojos desorbitados, agarrándolo del cuello y sacudiéndolo como si fuera un muñeco de trapo.
—¡SI NO MORIMOS AQUÍ, TE MATARÉ YO!
Clic.
Las puertas traseras de la ambulancia se abrieron de golpe.
—Nah, yo los mataré primero, par de inútiles —dijo Zoro, con la mirada sombría, cruzando los brazos mientras observaba a los dos internos temblar como dos ratones atrapados.
Ace y Helmeppo no vieron a Zoro.
Vieron a la muerte disfrazada de su profesor, y eso era peor que cualquier pesadilla.
—P-p-p-podemos explicarlo —balbuceó Helmeppo, soltando a Ace como si así pudiera borrar la escena de su memoria.
—No quiero saber —gruñó Zoro, apartándose de la puerta con una calma que daba más miedo que un grito—. Podía oír tus gritos desde la clínica gratuita, idiota… y créeme, casi llamo a un exorcista.
El ojo bueno de Zoro brilló con una luz peligrosa. Helmeppo sintió que el aire se le atascaba en la garganta; Ace, por su parte, notó el sudor recorrerle la espalda y hasta el alma.
—Ambos a urgencias. Ahora.
No lo repitió. No necesitó hacerlo. Los dos salieron disparados hacia el hospital, rezando por no volver a estar encerrados con Zoro nunca más.
Ace y Helmeppo entraron a trompicones a Urgencias, donde el caos aún reinaba. Camillas ocupadas, médicos corriendo de un lado a otro, monitores pitando como si compitieran entre ellos. Law y otros doctores parecían moverse con precisión quirúrgica, demasiado concentrados para notar el desastre que traían los internos.
Ambos se quedaron petrificados. Ya no solo se sentían idiotas: estaban convencidos de que Zoro acababa de confirmarlo.
—¿¡Por qué se quedan parados como inútiles!? ¡A trabajar o los saco del programa a los dos! —la voz de Zoro retumbó como un látigo.
Los dos dieron un respingo inmediato. Zoro pasó a su lado y, sin siquiera mirarlos, se dirigió a Law:
—Ahí tienes dos minions. Explotálos como quieras…
—¿Y tú a dónde vas? —preguntó Law con desdén, mientras cosía con calma quirúrgica la herida de un hombre inconsciente.
—A jugar Mario Kart… —respondió Zoro encogiéndose de hombros como si fuera lo más lógico del mundo.
Law alzó una ceja.
—Oh, no. Te quedas acá. Estamos hasta el cuello de pacientes porque tú no supervisaste a tus “hijos”.
—Ja. Si tuviera hijos serían el doble de competentes que estos dos idiotas —gruñó Zoro, sacando unos guantes de látex de la caja.
—Sí, sí… muchas quejas y pocas nueces. Ponte a trabajar, marimo —rugió Law con una sonrisa ladina.
Zoro suspiró y arrastró un banco para sentarse frente a la camilla. Se colocó los guantes y empezó a suturar otra de las heridas del tipo, moviendo la aguja con precisión mecánica. Sus ojos se fijaban en la laceración como si nada más existiera, mientras Law cosía con lentitud, cuidando cada punto con una delicadeza casi artística, protegiendo la piel del pobre sujeto como si quisiera borrar cualquier rastro del accidente.
—Dicen los rumores que la ex de Luffy anda por el hospital —comentó Zoro sin levantar la vista, atravesando la piel como si fuera mantequilla, sin un ápice de emoción en su voz.
Law arqueó una ceja.
—Sanji la contrató para una consulta.
La forma en que Law lo dijo dejó claro que el tema no le hacía gracia.
—¿Te molesta hablar de Boa Hancock?
Law soltó una risa seca, cargada de ironía.
—Pfft. Por supuesto que no. Es experta en cirugía reconstructiva. Fue una buena decisión. Robin apoyó la idea también.
Su tono sonaba firme, pero había una grieta apenas perceptible; una tensión contenida, como si tragara palabras que podían volverse cuchillas si las soltaba.
Zoro alzó la mirada un momento, estudiando a Law. No era tonto: detrás de esa respuesta superficial había, mínimo, un millón de quejas más.
—Tu boca dice una cosa, pero...
—Ay, no empieces, ¿quieres?
—Solo digo que, si no te importara, no pondrías cara de esposa abandonada...
Traffy suspiró.
—No soy una esposa abandonada, deja de hacer comparaciones odiosas.
—Entonces dime cuál es el problema.
Law suspiró y detuvo la sutura por un momento. Dudó. Sabía que Zoro no se reiría; de hecho, probablemente no le daría ningún consejo ni le diría nada útil. Solo... escucharía. Porque sorprendentemente, el marimo era muy bueno en eso: escuchar.
—Me incomoda verla por aquí. Hace comentarios incómodos. Honestamente, no quiero que Luffy se encuentre con ella.
Zoro solo asintió. No dijo nada, solo siguió con su trabajo.
—Sé que no está bien. Probablemente estoy actuando como un inseguro de mierda, pero me jode, ¿sabes? Me jode verla dando vueltas por el puto hospital como si fuera a adueñarse de él.
Cuando Law terminó de hablar, suspiró y volvió a tomar los instrumentos para seguir cosiendo.
—Conoces a Luffy mejor que yo —dijo Zoro de pronto.
Law alzó la vista. Zoro seguía trabajando, más lento, con más cuidado.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Law, confundido.
—Nada. Tú lo conoces mejor que yo.
Law gruñó y apretó los instrumentos con rabia.
—O también podría mandarme otra cagada como la anterior y hacer que la echen del hospital —dijo Zoro con calma—. Cualquiera funciona para ti.
Law tragó saliva, no estaba seguro de si Zoro hablaba en serio, pero esa calma suya siempre lo hacía sonar peligroso.
Law soltó una media sonrisa cansada.
—Siento que si te lo pido, lo harías.
Zoro levantó una ceja, apenas desviando la vista de lo que hacía.
—Depende. ¿Quieres que lo haga?
Mientras Zoro ayudaba a Law en urgencias, Sanji estaba sentado frente a Nami en su oficina.
El rubio, con su tercer cigarro encendido en la boca, y la pelinaranja sosteniendo una taza de café.
—Necesito que me expliques cómo fueron las cosas con Don Krieg y si tienes idea de por qué Zoro decidió extirparle un testículo al pobre tipo —dijo Nami.
Sanji soltó algo de ceniza en el cenicero sobre la mesita de café y suspiró, cansado.
—La verdad, he tratado de entenderlo, pero el diagnóstico del tipo no justificaba la extirpación de ninguna parte de su cuerpo. A veces simplemente no puedo entender en qué está pensando el marimo.
Nami anotó lo dicho.
—Voy a necesitar una copia del historial clínico de ese día y también del consentimiento informado firmado por el paciente.
—No puedo darte el historial, Nami-swan, es confidencial. Al igual que su diagnóstico. Pero, si no se justificaba, podría considerarse mala praxis incluso con el consentimiento informado firmado —respondió Sanji.
La abogada frunció el ceño y se quedó pensativa.
—Ok. Sin historial, pero sí necesito una copia del consentimiento.
—Te lo haré llegar.
—¿Tienes alguna idea de cómo vamos a solucionar todo este problema? Zoro es un idiota, pero es un buen elemento para el hospital; no puedo simplemente prescindir de él —agregó Sanji.
Nami suspiró.
—Realmente no lo sé. No puedo influir en la junta médica como tú o Robin, pero también una decisión basada en tu relación con él podría ser poco ética.
Sanji dejó el cigarrillo sobre el cenicero y la miró fijamente. Estaba frustrado. Confundido. Todo lo que estaba pasando alrededor de él era simplemente demasiado.
—El problema —dijo Sanji acomodándose en el sofá— es que yo tampoco puedo influir en la junta médica. Tengo que ser imparcial y, además, Zoro sí cometió un error… y por decisión propia. Lo peor es que ni siquiera se arrepiente.
Nami se quedó en silencio, pensativa. Bebió un sorbo de su café antes de comentar:
—Pero… fue a propósito. Él mismo lo dijo, incluso lo volvería a hacer.
—Supongo que no sé qué hacer con todo esto —comentó Sanji mientras encendía otro cigarrillo, el gesto cargado de frustración—. Ahora mismo no se me ocurre ningún motivo para solicitar algún tipo de excepción... básicamente fue agresión.
—Y lo es —confirmó Nami con frialdad, dejando la taza en la mesa—. Ese es exactamente el motivo de la demanda: agresión.
—Oye, ¿y cómo era el paciente? —preguntó Nami, pensativa—. A veces Zoro hace cosas solo porque algo o alguien no le agrada.
Sanji miró hacia la ventana. Afuera estaba oscuro; una ligera neblina empezaba a cubrir la ciudad, como presagio de nieve.
—Honestamente... —comentó, dándole una calada al cigarro—. El tipo era un idiota. Misógino, con algo en contra de los omegas. Al principio era mi paciente, pero se negó a que yo lo atendiera. Zoro... él quiso tomar el caso, voluntariamente.
Nami lo miró como si la respuesta fuera obvia.
—¿Y Zoro supo cómo te trató?
Sanji se encogió de hombros.
—¿Realmente importa? Creo que lo escuchó. Luego decidió atenderlo él.
—Entonces Zoro lo hizo por ti.
Sanji casi se atraganta con el humo del cigarro.
—¿¡Qué!? ¡Claro que no! ¡Nami-swan, eso no tiene nada que ver!
Nami sonrió de medio lado, dejando su taza en la mesa.
—Ay, Sanji... por favor, no seas idiota.
Sanji sintió cómo la sangre le subía al rostro. Tragó saliva pesadamente.
—P-pero... No. Nami, en serio.
—Sanji, podrías ser objetivo por una vez en tu vida —replicó ella con calma—. No sé qué está pasando entre ustedes, pero está claro que Zoro se preocupa por ti... Quizás de manera exagerada. —Suspiró—. Además, hueles a él. Así que dime: ¿cuánto llevan acostándose?
Sanji se quedó helado, pasmado, incapaz de responder.
Miró hacia la ventana buscando una excusa, algo que lo salvara de esa conversación. Pero nada. Solo veía el reflejo de su propio rostro cansado y la ciudad cubierta por una neblina espesa. Zoro era impredecible, y esto, al menos para Sanji, era una de esas veces.
—Sanji, dime la verdad. Si hay un conflicto de intereses, es mejor que lo sepa ahora.
Él apagó el cigarrillo con un movimiento nervioso.
—Bueno… —miró al techo— empezó hace algunas semanas. Primero fue una discusión que no sé cómo acabó con nosotros en el sofá…
Nami arqueó una ceja.
—¿Sexo?
—No. Solo fue… ya sabes…
—Ok. ¿Y después? Porque hueles a él como si lo hubiera hecho a propósito.
—No fue lo único. Días después me lo encontré en el supermercado y… terminamos comiendo juntos en mi departamento.
—Y supongo que después tú fuiste su postre.
Sanji no dijo nada. No hacía falta.
—¿Y luego? —insistió Nami.
—Luego… ese día que fuimos a la cárcel por él, quiso quedarse en mi casa. ¡Te prometo que traté de echarlo, pero no quiso irse! Esa noche no pasó nada, pero esa mañana, cuando me llamaste por teléfono…
Nami sonrió con malicia.
—Lo sabía. Era obvio. Zoro lleva cinco años detrás de ti. Eres su crush.
—Solo es sexo, Nami.
—No. No lo es. Y se nota.
Sanji abrió la boca para replicar, pero no alcanzó.
Las luces parpadearon una vez, y luego se apagaron de golpe, dejando la oficina en penumbras. El zumbido constante del hospital se detuvo y el silencio se volvió espeso, casi inquietante.
No podía ser.
Justo ahora.
En urgencias, apenas la luz se fue, todos se quedaron inmóviles. Las máquinas parpadearon y el sonido constante de los monitores se apagó, dejando un silencio pesado. El personal se miró, esperando el pitido de respaldo de los equipos, algo… algo obvio. Pero no pasó nada.
Sanji reaccionó primero. Tomó el teléfono con rapidez, marcó un número y lo llevó al oído. La voz al otro lado le sonó cansada, pero alerta. Era el ingeniero eléctrico del hospital, el mismo que había estado tratando de echar a cuervos de la azotea hacía unos días.
—Por favor dime que los generadores van a arrancar en cualquier momento —dijo Sanji, con el ceño fruncido.
—Los generadores van a arrancar en cualquier momento —repitió el hombre.
Sanji suspiró aliviado… hasta que escuchó el resto.
—No es cierto —dijo el ingeniero, bajando el tono de voz—. No logramos hacer que funcionen.
Sanji apretó el teléfono con fuerza.
—Haz que funcionen. Era para hace una hora atrás.
En ese momento, las luces de emergencia se encendieron con un parpadeo débil, iluminando los pasillos con un resplandor rojizo. No era suficiente.
—Trataré de hacer lo que pueda —contestó el hombre al otro lado de la línea—. Lo llamaré en quince minutos, jefe.
—Más te vale.
Sanji colgó el teléfono y miró a Nami con el rostro serio.
—Lo siento, pero voy a tener que dejarte sola. Los generadores no arrancan y, con el clima afuera, en cualquier momento vamos a estar a máxima capacidad…
Nami asintió con resignación.
—Ok. Voy a tratar de contactar al abogado de Don Krieg, buscaré un acuerdo con dinero. Pero sobre la licencia de Zoro… eso vamos a tener que discutirlo más adelante.
Sanji le dedicó una media sonrisa cansada.
—Gracias, Nami.
Ella lo detuvo antes de que saliera por la puerta.
—Sanji. —Él giró para mirarla—. Zoro no se acostaría contigo solo por sexo. No es tan desalmado.
Sanji se quedó en silencio. Un latido incómodo llenó el espacio entre ellos. No había tiempo para procesar lo que ella acababa de decir. No ahora.
En urgencias, Zoro y Law intercambiaron una mirada cuando notaron que la luz no regresaba. El silencio pesado duró apenas segundos antes de que los “bippers” sonaran todos al mismo tiempo.
Zoro tomó el suyo y leyó: “Código Gris”.
—Mierda —murmuró, mientras notaba que sus internos estaban paralizados.
—¿Qué es “código gris”? —preguntó Helmeppo, con voz temblorosa.
—Falla eléctrica —respondió Law con calma.
Zoro suspiró. Odiaba estos momentos.
—Tú y tú —ordenó, señalando a Ace y Helmeppo—. Busquen mantas térmicas para los pacientes críticos y para los bebés y menores de diez años. ¡Muévanse!
Ace y Helmeppo reaccionaron enseguida, saliendo como soldados entrenados.
—Ustedes de allá, consigan bolsas ambu para todos los pacientes con soporte ventilatorio. ¡Quiero una por cama!
Se giró hacia Law.
—Hay que avisar en neonatología y pediatría: no habrá calefacción. Que junten a los bebés y niños en una sola habitación. También necesitan Ambus para los prematuros.
—Entendido —respondió Law, ya moviéndose.
Zoro no se detuvo. Su voz resonó fuerte por el pasillo:
—¡Usen sus teléfonos para iluminar a sus pacientes! ¡Ahora!
La urgencia se transformó en movimiento. Pasillos oscuros iluminados por luces de celular, internos corriendo con mantas y ambus, enfermeras empujando camas. Zoro no necesitaba que le dieran órdenes: parecía hecho para el caos.
—¿Doctor, qué hacemos con los pacientes con riesgo de paro cardiorrespiratorio? No tenemos desfibriladores ni ecógrafos operativos —preguntó otro interno, nervioso, con la voz temblorosa.
—¡No preguntes tonterías! —gruñó Zoro—. RCP manual, ventilación asistida, epinefrina YA. Busquen los desfibriladores portátiles, aunque tengan batería para una sola descarga. Con los ecógrafos, improvisen: si no pueden ver, palpen.
El interno asintió y salió corriendo, esquivando camillas en penumbra.
—¡Linternas de sus teléfonos en cada paciente crítico! —ordenó Zoro mientras revisaba una vía central a oscuras—. ¡Adultos críticos primero, luego neonatos y niños menores de diez!
La sala de urgencias estaba sumida en penumbra, iluminada apenas por focos de emergencia rojos y la luz blanca de los celulares. No había alarmas, ni monitores: el silencio era roto solo por respiraciones agitadas y órdenes rápidas. En ese caos, Zoro parecía moverse como pez en el agua, frío, preciso, imparable.
Sanji buscó a Luffy en la estación principal de enfermería.
—¡Luffy! Necesito que alguien organice espacios calientes. Todos los pacientes que puedan caminar deben estar juntos en un espacio pequeño, y los que no, acérquenlos con cuidado a donde haya mantas térmicas o calor corporal disponible. Denles cualquier cosa que pueda darles calor —Sanji enterró su nerviosismo—. Además, pone a alguien a cargo de las personas que lleguen buscando refugio aquí dentro. Que tengan todo lo que necesiten. No vamos a tener calefacción por un rato.
—Ah, y las linternas son prioridad únicamente para los quirófanos—agregó finalmente.
Luffy sonrió.
—¡Ya oyeron chicos, a moverse! Shi Shi Shi...
Sanji suspiró y se dirigió hacia la UROF. Sin electricidad no podían monitorear el estado de los bebés que aún no nacían ni atender cesáreas de emergencia con normalidad. Cada minuto contaba, no solo para los pacientes, sino también para las madres y recién nacidos que necesitaban calor y soporte urgente.
Por dentro, Sanji era un verdadero caos: quería escapar, meterse en un agujero y olvidarse de todo. Pero por fuera, lo único que podía hacer era fingir calma y mantener el optimismo. Odiaba ser líder. No quería esto para él. Y sin embargo, ahí estaba.
La temperatura descendió rápidamente y pronto muchas personas comenzaron a llegar al hospital, algunas claramente buscando un lugar cálido. En esos momentos, el Grand Line Hospital no era el sitio más cómodo ni seguro.
Sanji comenzó a pensar rápido: mantener calientes a todos, pacientes y personal médico. Necesitaba organizar líquidos calientes, mantas térmicas y espacios pequeños donde pudieran agruparse, además de asegurar que los recién llegados tuvieran prioridad según su condición. Cada segundo contaba.
Sanji pasó por la UROF dando instrucciones muy parecidas a las de Zoro. Quienes hubieran tenido hijos recientemente y pudieran caminar, debían trasladarse a zonas más cálidas por su cuenta; el resto debía ser movido con ayuda. Otra regla: nadie podía quedarse solo.
Mientras todo el hospital se movilizaba, Sanji sacó su teléfono y volvió a llamar a mantenimiento.
—¿Por qué aún no hay electricidad? Tengo pacientes electrodependientes que sobreviven solo con las baterías de los malditos aparatos —gruñó, deteniéndose en un pasillo.
—Lo siento, pero al parecer la conexión entre los generadores se dañó en alguna parte del circuito y vamos a tardar más en repararlo...
Sanji suspiró.
—Supongo que tendré que empezar a trasladar pacientes a otros hospitales.
—Es lo más seguro —respondió el encargado.
Mientras Sanji colgaba y buscaba los contactos de otros hospitales y del jefe de paramédicos, unos pasos tranquilos se aproximaron a él. De pronto, una chaqueta fue puesta sobre sus hombros. Por supuesto, el rubio se sobresaltó y volteó a mirar.
Zoro estaba allí. Por primera vez en mucho, mucho tiempo usando scrubs azul de mangas cortas, como debería hacerlo un adjunto.
El corazón de Sanji se saltó un latido, porque Zoro, de por sí muy atractivo, solo acentuaba eso con el maldito uniforme. Sobre todo porque se veían sus brazos bien trabajados, sus pectorales y… bueno, Sanji ya lo había visto desnudo, pero esto… esto era totalmente distinto.
—¿Tú por qué…? —Sanji quiso preguntar por qué se había cambiado, pero este momento era como ver a un ciervo en el bosque, así que decidió callar.
—¿No tienes frío? —preguntó el rubio, desviando sus pensamientos rápidamente.
—El frío es para los débiles.
Sanji frunció el ceño.
—Idiota.
—Pero parece que tú sí tienes frío.
Sanji desvió la mirada.
—Porque lo hace—murmuró.
Zoro lo miró un instante, como evaluándolo. Se acercó lentamente y pasó sus brazos alrededor de él. Sanji se tensó automáticamente; era inesperado.
Un abrazo que duró más de un minuto. El rubio no pudo evitar apoyar su cabeza en el hombro del peliverde y aspirar su aroma. Zoro sabía perfectamente lo que hacía, dejando salir sus feromonas para calmarlo un poco. Porque Zoro sabía. Sabía mejor que cualquiera en todo el hospital cómo se sentía Sanji.
—¿Tienes menos frío ahora, Ricitos?
Sanji solo asintió. Así como lo había sostenido, Zoro lo soltó lentamente y se fue caminando como si nada hubiera pasado.
—¿A dónde vas?
—A conseguir frazadas de la bodega para repartir a las personas que se están refugiando, está empezando a nevar.
Sanji asintió y lo vio irse, como si ese abrazo no hubiera sucedido.
El rubio se mordió los labios y abrazó la chaqueta de Zoro a su alrededor.
Si hubiese podido, se habría quedado entre sus brazos mucho más tiempo…
Más del que estaba dispuesto a admitir.
A la vuelta del pasillo, no muy lejos de la escena, una enfermera vio toda la situación… por accidente.
El cocinero sabía que debía concentrarse; había mucho que hacer.
Sin luz, no podía usar la cocina del hospital, ni la calefacción, ni calentar agua. Entonces se le ocurrió algo: sacar el teléfono.
Zeff.
—¿Qué quieres, berenjena? —contestó Zeff sin darle siquiera oportunidad de saludar—. No fui a ayudar hoy al hospital, ¿es eso tu pregunta?
—¿Quieres un pedido grande para el Baratie?
—¿Eh?
—Café, té y sopa caliente… si puede ser por montón, te lo agradecería. Luego me envías la factura.
—¿Acaso no funciona la cocina?
—No tenemos electricidad y nada sirve; tengo personas cagándose de frío aquí.
—Dame treinta minutos.
Sanji suspiró aliviado.
—Gracias, viejo. Te debo una.
Zeff cortó la llamada sin decir nada más.
Sanji volvió a mirar hacia el pasillo, de camino a otra estación de enfermería, y no pudo evitar que un escalofrío le recorriera la espalda. Con el corazón latiéndole a mil, pensó en silencio:
“¿Qué estás haciendo conmigo, Zoro?”
Chapter 8: Nevada
Notes:
Este capítulo contiene escenas +18
Chapter Text
La enfermera se cubrió la boca cuando vio aquella escena.
¿El doctor Roronoa abrazando al doctor Black? Eso era totalmente inesperado; se suponía que se odiaban, o al menos eso parecía, hasta ese momento en que los vio así de cerca, como si algo hubiera cambiado de golpe.
—¿Oye, qué haces? Nos necesitan en urgencias…
—¿Ah? Es que yo…
—¿Qué pasa?
—Acabo de ver al doctor Roronoa y al doctor Black abrazados en el pasillo. El doctor Roronoa hasta le dio su chaqueta, como si le estuviera coqueteando… ¡te juro que parecía escena de drama romántico!
Y así empezó: el chisme se extendió como la pólvora. No pasó ni media hora antes de que hasta los pacientes de pediatría preguntaran si el doctor Black y el doctor Roronoa estaban “saliendo”.
Y eso que el hospital seguía sin energía; ningún aparato electrónico funcionaba todavía, pero los murmullos y las miradas no paraban.
Sanji caminaba de un lado a otro con la sensación de que algo se le escapaba, como si todos supieran un secreto menos él.
El rubio fruncía el ceño, preguntándose qué demonios se había perdido.
Law entró en una de las salas de suministro buscando más mantas térmicas, alumbrando la oscuridad con su teléfono.
Fruncía el ceño, maldiciendo la falta de electricidad y el hecho de que su batería estaba por debajo del treinta por ciento.
—No puede ser que un hospital universitario, que está a la vanguardia de la investigación médica, no tenga una jodida ampolleta encendida —gruñó el pelinegro, tropezando con uno de los estantes—. Si acabo muerto, será culpa de Sanji Black.
Suspiró y empezó a revolver entre las toallas y mantas de tela, que por cierto también necesitaría.
Su muerte no sería en vano.
La puerta se abrió de golpe y Law supo de inmediato quién era.
Sintió unos brazos aferrándose a él y esa risa tan particular.
—¿Qué haces? ¿No estás ocupado? —dijo Law, colocando sus manos sobre las de Luffy.
No tenía que verlo para saber que sonreía.
—Pues, más o menos —respondió Luffy—. Estaba paseando por el hospital porque se ve divertido cuando está oscuro.
Law se volteó a verlo, podía notar su sonrisa en la penumbra.
—¿No tienes rondas que hacer? —insistió.
—Ya las hice.
—¿Mantas que repartir?
—Eso también lo hice —dijo acercando su cara a la de Traffy.
Luffy sabía que, desde ese día en que Law había hecho aquella pregunta, las cosas estaban raras entre ellos. Bueno, el pelinegro no sabía cómo definirlo, pero sí sabía que su omega no estaba cómodo.
Y él no se quedaría tranquilo hasta que Law lo estuviera, así tuviera que encerrarse con él en un armario del hospital.
Law desvió la mirada. No sabía qué hacer; un armario nunca había sido una excusa, y él lo sabía mejor que nadie.
Pero ahora, por algún motivo, tenía miedo.
Y lo peor era que no entendía por qué.
Semanas atrás, Law había hecho una pregunta que había dejado muy confundido a Luffy.
—¿Alguna vez te has arrepentido de casarte conmigo?
Por supuesto, Luffy no sabía de dónde venía esa pregunta, así que solo pudo responder lo obvio:
—Si fuera así, no me habría casado contigo.
Pero Law era demasiado inteligente.
—También te casaste con Boa Hancock, y acabó en divorcio.
Luffy no había podido responder a eso. Tenía claro que lo suyo con Hancock no había funcionado, pero con Traffy las cosas eran totalmente distintas. Diez años juntos lo demostraban. Y aun así, en ese momento, él simplemente no supo cómo mostrarle a Law que aquello era diferente.
Que él —aunque sonara loco— era su verdadero amor.
Y por más honesto que fuera, Luffy podía notar —incluso ahora, en el armario sin electricidad del hospital— que había algo que hacía que Law no estuviera totalmente seguro de ello.
—¿No quieres? —preguntó Luffy, tomando un poco de distancia. Sus ojos, capaces de pasar en un segundo de la alegría a la seriedad, lo miraban fijo.
—¿A qué te refieres? —respondió Law.
—A estar aquí contigo. A que te abrace. ¿No quieres?
Traffy desvió la mirada. Por supuesto que quería.
—Ya son más de tres semanas —agregó Luffy—. Como si te molestara que te toque.
Law volvió los ojos hacia los de Luffy.
—¡No me molesta...! Solo he estado cansado, eso es todo.
Luffy asintió, pero no parecía convencido.
—Bueno. Entonces te dejaré solo.
Tal vez, fuera la razón que fuera, Law solo necesitaba más tiempo. Luffy ya iba a irse.
—¡E-espera! —Law lo agarró del brazo—. Espera...
Luffy lo miró con curiosidad.
—Quédate.
Law también lo extrañaba. Ni siquiera él entendía por qué estaba marcando esa distancia.
Luffy regresó y lo besó. Primero con timidez, luego con esa impaciencia que lo fue empujando poco a poco contra el muro.
Al principio, Law solo mantuvo sus manos sobre los hombros de Luffy. Siempre había algo en estar solos en un armario, con la adrenalina de que los atraparan, que hacía que las cosas se pusieran aún más intensas.
Del beso derivó una sonrisa de Luffy. Law, aún con el ceño fruncido, lo observó. ¿Cómo podía alguien iluminar hasta el sitio más oscuro con una sonrisa? Traffy estaba seguro de que solo Luffy tenía ese poder.
Law lo atrajo hacia sí con un abrazo, poniendo una mano en la nuca del pelinegro para besarlo otra vez, recibiendo una respuesta cargada de hambre y deseo. Se separaron solo un momento.
—Te necesito —dijo Law contra los labios de Luffy.
—Y yo te necesito a ti.
Una pequeña mueca escapó del rostro de Law, una sonrisa que solo Luffy tenía permitido ver.
Luffy metió una de sus manos por debajo de la parte superior del scrub de Law, recorrió su piel y jugueteó con sus pezones, haciendo que Law soltara un jadeo.
—Shh… ¿No quieres que nos escuchen, o sí? —dijo Luffy divertido.
Law apretó los labios mientras Luffy seguía acariciándolo. Traffy, por su lado, dejó caer la chaqueta, que se deslizó silenciosamente hasta el suelo. De pronto, sin darse cuenta, Luffy y él estaban en el piso, besándose con intensidad mientras tironeaban la ropa que les estorbaba sobre el frío helado, intensificando todas las sensaciones.
Luffy levantó la parte superior del scrub de Law hasta liberarlo completamente, dejándolo en un rincón oscuro del armario.
Comenzó a recorrer con impaciencia los labios por su torso. Lamió sus pezones, acarició sus costillas, besó su estómago, bajando hasta el bajo vientre, justo en la línea del elástico del pantalón azul oscuro.
Law estaba expectante, el corazón latiéndole a mil, sintiendo cada roce, cada calor de los besos de Luffy en su piel.
—Solo voy a seguir si de verdad quieres —dijo Luffy, mirándolo fijamente desde su posición.
Law suspiró, la respiración agitada, y respondió:
—De verdad quiero.
Luffy sonrió y comenzó a bajarle los pantalones lentamente hasta liberarlo por completo.
—Si nos atrapan… no sé qué cara voy a poner —murmuró Law, cubriéndose la cara con los brazos, mezclando vergüenza y deseo.
—Entonces no hagamos ruido… para que no nos atrapen —respondió Luffy, divertido, mientras el calor de sus cuerpos comenzaba a fundirse con la oscuridad del armario.
Luffy tomó una de las piernas de Law y la besó lentamente por el muslo interno, mordiendo suavemente, haciendo que Law se cubriera la boca para que un gemido no se escapara. Su otra mano se hundió en el suelo frío, buscando apoyo.
El cuerpo de Law estaba listo, anticipando recibir a su alfa. Pero Luffy había decidido que la espera había valido la pena. Continuó con los besos, la calidez de su contacto mezclada con el frío del hospital creando una sensación inesperadamente perfecta.
Law lo observaba con los ojos entrecerrados: cómo besaba y acariciaba su piel, cómo llevaba sus dedos a su entrada, descubriendo que no necesitaba más que estar cerca para mojarlo. Se dio cuenta de que solo Luffy podía lograr ese efecto en él.
Luffy volvió a acercarse a su rostro y lo besó con hambre. Law respondió acariciando su espalda, jugando con el elástico del scrub gris de Luffy hasta que la desesperación se hizo insoportable, obligándolo a arrancárselo.
Law temblaba; la mezcla de frío y excitación era demasiado placentera para solo ignorarla. Cada beso de Luffy ardía, haciéndolo estremecer, y cada caricia era un recordatorio de lo que había estado evitando por semanas.
Law apenas podía contener la respiración, abrazando a Luffy mientras este lo acariciaba y se movía sobre él, obligándolo a contener sus gemidos, apretando los labios como si fuera algo incontrolable.
Luffy metió los dedos, sintiendo la humedad caliente de Law en su piel; la necesidad real de su omega, cada movimiento, lograba que Traffy se arqueara instintivamente, cerrando los ojos y buscando sentirlo todo.
—Ah… Luffy —murmuró Law.
—¿No quieres que nos escuchen? ¿O sí? —dijo Luffy, divertido.
Law se mordió los labios, y el pelinegro siguió jugando con sus dedos, una tortura demasiado dulce como las feromonas que habían empezado a invadir el lugar.
Los labios de Luffy bajaron por su cuello, lamiendo y mordisqueando, resucitando la marca de su enlace, todo con suma delicadeza. Casi no podían pensar, solo buscarse; se conocían demasiado bien.
El calor, el frío y la humedad se habían vuelto una mezcla perfecta para ellos.
Luffy no se contuvo más: recorrió el cuerpo de Law con besos, buscando su entrada; besos, caricias, su lengua… Cada movimiento empujaba más y más a Law al límite, haciéndolo agarrar su cabello y tironearlo, moviéndose, pidiendo más y más.
Luffy se alejó y Law soltó una queja ante la soledad que sintió por la distancia. Luffy se acercó y lo besó mientras se alineaba con él, explorando aún, y entonces lo tomó con firmeza.
—¡Luffy…! —dijo Law, tratando de moderar su voz.
El pelinegro comenzó con movimientos fuertes, luego suaves, para luego intensificarlos de nuevo; poco a poco, Law empezó a seguirle el ritmo. Dos cuerpos acompasados, buscando calor y placer en la fricción del otro, moviéndose en sincronía porque se conocían demasiado bien.
Se miraban a los ojos; la expresión de placer de cada uno al sentir cada centímetro del otro en su piel, el baho en el aire… solo ellos podían darse calor.
—¿Te gusta así? —preguntó Luffy mientras sentía cómo Law se aferraba más a él, buscando darle más espacio, como si quisiera que se quedara allí para siempre.
Law sonrió.
—Más que nada en el mundo —murmuró.
Entonces vino un golpe de electricidad que empezó como un calorcito suave en el estómago y se extendió por todo su cuerpo; lo hizo arquearse y llamar a Luffy mientras este se presionaba contra él y lo sostenía con fuerza.
Law hundió su rostro en el hombro del pelinegro para acallar sus gemidos, mientras Luffy trataba de contener su respiración para no hacer demasiado ruido.
Un suspiro escapó de su boca, y poco a poco se separó de Law, dejándose caer a su lado, mientras el otro se cubría el rostro con los brazos para calmar su corazón que parecía latir a mil por hora.
Luffy y Law se miraban mientras sus respiraciones se calmaban. Las mejillas de Law aún estaban sonrojadas, al igual que las de Luffy, que lucía una gran sonrisa.
—De verdad te eché de menos —dijo Luffy, tocando su mejilla con los dedos.
Law le sonrió. Por un momento, solo un momento, olvidó que Boa Hancock no debía sentirse como una amenaza para él. Solo por un instante, quiso pensar que su pequeña burbuja de amor era intocable.
Clic.
Luffy miró hacia la puerta, y Law también.
Un fantasma verde, con cara de pocos amigos, había abierto la puerta como si nada… pero no estaba solo. Uno de los internos estaba con él: el del pelo rosa, Coby.
En cuanto los vio, Law se puso pálido. Claro, porque estaban en el suelo, post-sexo, y tal como Dios los trajo al mundo.
—Oh, hola, Coby… y Zoro —dijo Luffy, sonriendo.
Zoro estiró la mano, agarró unas mantas del estante y respondió:
—Olvídense de mí y sigan en lo suyo.
Clic.
Law quiso morir.
Zoro caminaba adelante mientras Coby lo seguía en silencio.
El interno lo observaba fijamente: ese rostro frío, como una estatua, como si ver a una pareja en el armario del hospital no fuera gran cosa.
—Uhm… —Coby quería decir algo, cualquier cosa. No porque realmente hubiera que decirlo, sino porque se sentía raro no hacerlo.
—¿Qué? ¿Nunca viste una pareja cogiendo? —preguntó Zoro, mirándolo de reojo.
Coby ajustó su postura y asintió con la cabeza.
—¡S-sí, señor! —exclamó como un soldado.
Zoro suspiró.
—Estamos en un hospital. Tú, específicamente, vas a pasar aquí más tiempo que en tu propia casa durante los próximos años. Así que no te sorprendas el día que quieras echar un polvo en alguna sala de guardia o en un armario de este lugar…
Coby abrió la boca para decir algo, quizá algún comentario inteligente sobre ética y comportamiento decente, pero la expresión de Zoro lo dijo todo: Hipócrita.
En urgencias, adonde regresaron después de entregar las mantas, la sala ya empezaba a llenarse.
Personas buscando calor, personas con síntomas derivados del frío… un hervidero humano.
Zoro frunció el ceño. No es que él fuera el rey del orden, pero el sitio tenía un sistema para funcionar, y a él le gustaba ese sistema.
—¡Se supone que este lugar tiene que estar despejado! —gruñó entre dientes, antes de dejar a Coby solo.
El pelirosado se quedó mirando a su alrededor.
Entendía por qué Zoro se ponía rabioso: el lugar realmente se había vuelto caótico.
—Coby... —la voz de Law no necesitaba alzarse para que el chico se diera cuenta de que estaba allí.
El joven médico volteó a verlo.
—¿S-sí?
—Ayúdame a trasladar algunos pacientes a zonas calientes.
Coby asintió. Se acercó y, entre ambos, acomodaron las barras de seguridad para arrastrar la camilla con una niña dormida.
El chico lo miró un momento... bueno, quizá más de lo normal.
Law suspiró y, con una voz muy calmada, dijo:
—Si hablas con alguien sobre lo que viste en el armario, te voy a sacar los ojos con mis manos. ¿Queda claro?
Coby se tensó y nuevamente ajustó su postura.
—¡Sí, señor!
Sanji se sentía raro. Ya de por sí quería romper un vidrio porque la luz no volvía, pero además ahora sentía miradas encima, como si tuviera algo pegado en la cara.
¿Sería porque la chaqueta le quedaba grande? ¿Se notaba mucho que era de Zoro y no suya?
Chocó con una enfermera; ella sonrió con timidez y pasó rápidamente con unas mantas térmicas hacia una de las zonas calientes. Se le quedó viendo un momento y entonces sintió unos brazos colgándose de sus hombros.
—¡Felicidades, Sanji! —dijo Luffy sonriendo divertido.
—¿Felicidades por qué? —preguntó Sanji, sacándoselo de encima y mirándolo con curiosidad.
Luffy se rascó la cabeza y comentó como si nada:
—Las enfermeras dicen que Zoro y tú están saliendo.
—¡¿Qué?! —exclamó Sanji.
—Sí… Dicen que Zoro y tú se estaban besando en uno de los pasillos —agregó Luffy, pensativo, mirando al techo.
Sanji empezó a sentir cómo la sangre le subía a la cara… y se le iba a los pies.
—Eso no… Nosotros no… —murmuró, sin saber qué decir.
Si alguien pudiera verlo bien, con luz, ya habría notado que se había puesto pálido como un fantasma.
Luffy volvió a sonreír, le puso una mano en el hombro a Sanji y le dijo:
—¡Ya se estaban tardando demasiado! A ver si un día de estos vienen a comer a casa conmigo y Traffy.
Sanji se quedó frío mientras Luffy volvía a sus labores como jefe de enfermeros.
“Voy a matar a alguien”, pensó Sanji. Alguien de pelo verde, grande, que hace lo que quiere sin pensar en las consecuencias.
Mientras tanto, en urgencias, Zoro ayudaba a mover camillas y a dirigir a las personas que entraban empapadas por la nieve que caía con fuerza afuera. Básicamente lo hacía porque sus internos se paralizaban como semáforos sin electricidad indicando hacia dónde debían ir. Los odiaba un poco más ahora…
—Dr. Roronoa.
Zoro se sobresaltó. Una voz demasiado conocida y demasiado seria. Se dio la vuelta: Sanji estaba allí, de brazos cruzados, ceño fruncido.
—Ocupado —dijo Zoro, dándole la espalda mientras entregaba unas mantas a un señor mayor.
—No me interesa. Necesito hablar —respondió Sanji.
Zoro suspiró.
—Dr. Black, no tengo tiempo ahora —dijo seriamente.
Sanji suspiró de nuevo.
—Dr. Roronoa, le recuerdo que tiene muchas manchas de insubordinación en sus antecedentes y no es apropiado que ignore a su jefatura.
Zoro bufó y miró a Ace.
—Tú, ayuda a acomodar a los pacientes —ordenó, luego se volvió y se cruzó de brazos.
Zoro también lo notó: los ojos de todos encima de ellos, como si esperaran algún espectáculo.
Sanji hizo un gesto para que se trasladaran a un lugar más privado.
—No es broma cuando te digo que estoy ocupado —gruñó Zoro con fastidio.
—No me interesa si estás ocupado o no. Necesito que me expliques por qué las enfermeras están comentando que estamos saliendo y que nos besamos en el pasillo…
Zoro se encogió de hombros.
—Ni idea. Y por lo demás, no es ninguna mentira.
Sanji apretó los puños.
—Pues yo no me lo tomo como citas ni como una relación, porque no lo es. ¡Es solo sexo y nada más!
Zoro frunció el ceño.
—¿Sexo nada más?
Sanji apretó los labios, su espalda tensa, listo para la mordida verbal que sabía que Zoro iba a lanzar a continuación.
El peliverde soltó una carcajada irónica y lo miró fijamente.
—No puedo creer lo que estoy escuchando. Aunque sabes… tiene sentido, porque cada vez que nos encontramos y podemos, no dudas en abrirte de piernas para mí.
—Sí, pero no hay nada más detrás. No creo que me ames o que pienses en llevarme en brazos al altar ni ninguna de esas mierdas, es solo eso…
Zoro lo quedó mirando, implacable.
—¿Acaso tú sí?
—Solo. Es. Sexo. —insistió Sanji.
—Y yo, ¿qué tengo que ver con los rumores de las enfermeras? —la voz del peliverde sonó gélida.
—Solo digo que… con quien sea que estés hablando de lo que hacemos a solas, es mejor que pares. Tengo un trabajo aquí, una posición seria en este hospital, y no es apropiado que todos estén hablando de cómo el jefe del hospital y el jefe del departamento de diagnóstico y especialista en trauma cogen, mucho menos que crean que eso pasa en horario laboral.
—No he hablado con nadie de nosotros, ni Luffy, ni Traffy, ni con alguno de nuestros amigos; mucho menos voy a comentarlo con una enfermera.
—Como sea, al menos trátame con respeto —respondió Sanji, acercándose a la puerta para irse.
Cuando se fue, Zoro murmuró:
—Eres a quien más respeto en este lugar…
Zoro llegó justo a tiempo para ver a Helmeppo y Hiyori pelear sobre qué hacer con el paciente medio morado en la camilla.
—Ok, tenemos que medirle la temperatura primero —dijo Helmeppo, sacando un termómetro como si fuera un arma secreta.
—¡No! Primero tenemos que ver si está consciente… —chilló Hiyori.
Zoro frunció el ceño. El tipo en la camilla tenía los labios azulados, apenas respiraba y temblaba de forma irregular. Literalmente, el póster de “hipotermia moderada tirando a grave”.
Se acercó, se cruzó de brazos y preguntó con esa voz que helaba más que la tormenta de afuera:
—¿Qué está pasando aquí?
Helmeppo se irguió como un soldado frente a un general.
—Varón desconocido, encontrado inconsciente en la nieve. Presenta signos de hipotermia en fase media.
—¡No sabemos si está inconsciente! —protestó Hiyori con terquedad.
Zoro la fulminó con la mirada.
—¿En serio? —se inclinó sobre el paciente y le levantó un párpado— Pupilas lentas. No responde a estímulos. Se llama inconsciente, genia.
Hiyori abrió la boca para decir algo, pero Zoro levantó una mano en gesto de “cállate antes de que me sangren los oídos”.
—Lo primero que se hace es quitarle la ropa húmeda y cubrirlo con mantas calientes. No necesitamos saber si tiene treinta y tres o treinta coma cuatro grados para entender que se está muriendo de frío.
Miró a Helmeppo.
—¿Tienes suero fisiológico?
El rubio tragó saliva y asintió.
—Pues caliéntalo y prepáralo endovenoso. Y consigan oxígeno humidificado si no quieren que les reviente un paro cardiorrespiratorio en la cara.
Hiyori levantó tímidamente la mano.
—¿Y… y si le frotamos las extremidades?
Zoro la miró con expresión de homicidio.
—Sí, claro, frotemos al paciente hasta que le provoquemos una fibrilación ventricular. Excelente idea, ¿también quieres darle un whisky para que entre en calor?
Helmeppo apretó los labios para no reírse.
Zoro suspiró, se pasó una mano por la cara y añadió:
—Dejen de discutir como idiotas. Sigan las instrucciones y quizás este cabrón vea el amanecer.
Zoro se quedó observándolos, supervisando que fueran capaces de hacerlo.
Y podían, claro que podían, el problema era que eran lentos. Demasiado lentos. Y ese tipo no tenía tiempo para internos nerviosos y torpes.
Suspiró y regresó con ellos.
Helmeppo casi tiró el suero fisiológico del susto.
—Uhm… no puedo calentarlo, los otros internos gastaron los últimos calentadores… —balbuceó.
Zoro miró a Hiyori, que apenas le quitaba la ropa al sujeto con la delicadeza de quien desenvuelve un regalo caro.
—¿Y tú qué? ¿Preparando un concurso de belleza o desvistiendo al hombre?
—Es que… huele mal —dijo ella, con un hilo de voz.
Zoro le lanzó una mirada afilada y escaneó al sujeto de pies a cabeza.
—Es un hombre en situación de calle, princesa. No va a oler a Chanel número cinco.
Ella retiró las manos de golpe, nerviosa.
Zoro bufó.
—Desviste al hombre, sécalo y acuéstate con él. Contacto piel con piel. —Luego miró a Helmeppo—. Tú, busca una manta térmica y otra normal. También toallas. Y no se les ocurra frotarlo o lo van a matar.
Hiyori se quedó paralizada, mirando al paciente como si fuera un bicho raro.
Zoro entornó los ojos.
—¡¿Qué esperas?!
Ella volvió a mirarlo, casi suplicante:
—¿Y… y si lo hace Helmeppo?
Zoro solo tuvo que clavarle la mirada, esa que prometía arrancarle la garganta sin pestañear.
—¿Qué está pasando aquí?
Helmeppo salió disparado a buscar lo que Zoro había pedido, más por miedo a que sus papás de trabajo empezaran a gritarse que por sentido de urgencia.
—Barbie doctora quiere dejar que el pobre tipo muera de frío —dijo Zoro sin mirarlo siquiera.
Sanji suspiró hondo, con la paciencia ya colgando de un hilo.
—¿En qué nivel de hipotermia está?
—¿A estas alturas? Casi grave. —Zoro ni pestañeó.
Sanji le echó una mirada suplicante a Hiyori.
—¿Podrías? Solo es un hombre. Cuando regrese la luz le pondremos calentadores, ya están trabajando en el sótano. Además, no te pasará nada, hay suficiente gente aquí.
Hiyori apretó los labios.
—No es porque sea hombre… es porque huele mal.
Zoro gruñó con desprecio.
—Ni siquiera sé por qué te lo estamos pidiendo como un favor. El tipo se muere, y tú estás en este programa. ¿Quieres permanecer en él o prefieres que te eche por mala praxis?
—Tampoco le hables así, es una novata —intervino Sanji, severo.
—Novata o no, está aquí para aprender. Y si no es capaz de hacerlo, entonces es mejor que se retire.
—¡Zoro! —Sanji alzó la voz, indignado.
—Mis internos. Yo decido cómo aprenden. Esto es lo básico.
Sanji apretó los labios con rabia contenida.
Hiyori, en medio, sintió que aquello iba a explotar en cualquier momento. Abrió la boca para decir algo, pero antes de que pudiera
Rápidamente, el chico rubio de corte raro le extendió una manta a Hiyori para que se cubriera. La muchacha se envolvió en ella, infló las mejillas con aire y, con un jadeo, se metió en la camilla junto al pobre hombre.
—Ya está, ya está, ¡dejen de pelear! —murmuró arrimándose al paciente.
Zoro miró a Sanji como si lo quisiera matar. El rubio, sin embargo, le dio la espalda con toda la rabia contenida y se marchó con pasos largos y tensos.
Zoro sintió algo en el estómago, como si el maldito cocinero le hubiera dado una patada invisible solo para desquitarse.
—Idiota —masculló el musgo.
—Estúpido gorila verde —gruñó Sanji por lo bajo, perdiéndose por el pasillo.
Honestamente, Zoro tuvo ganas de seguirlo y soltarle todo de una vez.
Que no era solo sexo.
Que su corazón latía como loco cada vez que estaban juntos.
Que su piel ardía bajo su toque y que amarlo incluso dolía con toda su maldita indiferencia.
Que se levantaba pensando en él y se dormía con él en la cabeza.
Que a veces lo único que quería era tenerlo cerca todo el día, porque era su única razón estúpida para seguir soportando el hospital.
Pero no lo hizo. Porque Zoro no creía en las palabras: a veces decirlo sonaba vacío, mientras que hacerlo era más honesto. El problema era que Sanji siempre levantaba un muro cada vez que se sentía un poco amado, como si protegerse del cariño fuera más seguro que recibirlo.
Sanji, por su parte, solo quería marcharse, que regresara la electricidad, poner todo en orden y enterrarse en su cama donde nadie pudiera verlo.
No tenía idea de cómo todo el mundo estaba asumiendo cosas que no eran del todo ciertas.
Sí.
Era cierto que se acostaba con Zoro.
Era cierto que le gustaba… No, no le gustaba: lo amaba.
Era cierto que lo deseaba con una intensidad con la que nunca había deseado a nadie.
Y también era cierto que Zoro lo había abrazado a solas en el pasillo y le había dado su chaqueta.
Chaqueta que aún tenía encima.
Se detuvo en su camino.
Un camino sin rumbo, porque en realidad solo estaba tratando de poner la mayor distancia posible.
Porque le daba miedo, porque Zoro era una persona difícil.
Porque podía lastimarse y sabía que no podría recuperarse de una herida así.
Y, aun así, quería regresar y decirle.
Decirle todo.
Sanji apretó los puños.
Por un momento lo consideró: regresar y hacerlo… ¿qué más daba ya?
—Jefe… —la voz de un enfermero lo sacó de sus pensamientos.
Lo miró con seriedad, sin decir nada.
—Una camioneta del Baratie se estacionó en una de las bahías de ambulancia…
—Oh, es verdad. Traen alimentos calientes para los pacientes. Ayúdenlos a descargar. Voy para allá enseguida.
El enfermero asintió y salió rápido, haciendo señas a otros funcionarios para que le ayudaran.
Sanji suspiró. Al menos algo estaba saliendo bien.
Sacó su teléfono y marcó a mantenimiento.
—¿Y los generadores?
—Ya casi, solo media hora más…
Sanji suspiró.
—Es todo lo que voy a tolerar. Ya tuve que enviar pacientes a otro hospital. No puedo permitirme más movimientos en ambulancia… ¡Está nevando!
—Sí, sí, sí… lo siento, jefe.
—No me sirven las disculpas, me sirven los hechos.
Luego colgó. Había sido como un desahogo, como si no hubiera estado hablando del maldito generador.
En cuanto colgó el teléfono, Sanji fue a la bahía de ambulancias, donde ya descargaban enormes termos con sopa, té y café para los pacientes y refugiados de la nieve.
Entre el vapor y el bullicio, lo vio: Zeff, firme como siempre, dándole instrucciones a su personal.
Sanji se acercó y recibió un par de palmadas fuertes en la espalda.
—Así que, berenjena… ¿cuándo pensabas decirme que te estás cogiendo al cabeza de lechuga rebelde?
Sanji se atragantó con su propio aire, mirándolo como si hubiera visto un fantasma.
—¡Eso no es del todo cierto…!
Zeff arqueó una ceja, divertido.
—Pues no es lo que escuché de unos enfermeros por allá.
Sanji sintió las miradas furtivas, las sonrisas disimuladas. Estaban todos atentos al escándalo que él no había pedido. Cerró los puños con fuerza.
—Son chismes, viejo. No hagas caso.
Zeff soltó una sonrisa ladina antes de girarse hacia su equipo.
—¡Patty, Carne, lleven esos termos a la cafetería!
Sanji suspiró, se pasó la mano por la cara y, sin mirar atrás, regresó al interior del hospital.
Mientras las raciones comenzaban a repartirse en el hospital, en urgencias las cosas se estabilizaban poco a poco.
—¿Así está bien el goteo? —preguntó Coby con evidente temor.
Zoro revisó el suero con un vistazo rápido y asintió.
—Mantenlo así y ajusta después de medir los signos cada media hora.
El pelirosado suspiró aliviado, pero Zoro chasqueó la lengua.
—Si lo haces con miedo de mí o del paciente, siempre vas a estar inseguro.
Coby lo miró en silencio. Zoro acomodó la manta térmica del hombre y añadió, con voz grave:
—Si soy duro contigo es porque creo que puedes hacerlo mejor. Si llegaste hasta aquí no fue porque te regalaran calificaciones.
Coby sintió un nudo en la garganta. Era la primera vez que escuchaba algo parecido a un elogio del médico de diagnóstico.
—¿¡Qué me estás mirando!? ¡Largo!
El interno se enderezó como un soldado y marchó al siguiente paciente casi con lágrimas en los ojos.
Entonces Zoro lo sintió: las miradas. Ese peso incómodo en la nuca. Sonrisas contenidas, cuchicheos en voz baja, como si él fuera el espectáculo del día.
Zoro intentó ignorarlos, pero ahora entendía por qué al rubio le hervía la sangre con esos chismes.
No es que a él le importara: la gente hablaba todo el tiempo.
Pero Sanji… Sanji era distinto. Le gustaba mantener su vida privada, y la exposición lo desarmaba.
—¿Es cierto que los doctores estuvieron enrollándose en la sala de descanso de adjuntos?
—Eso dicen… y que el doctor Roronoa está durmiendo en la casa del jefe.
El crujido de plástico en sus manos se oyó como un disparo. El suero que sostenía casi se partía en dos de la presión. Lo dejó caer sobre el carrito médico y caminó hacia el par de enfermeros.
Se quedaron pálidos cuando lo tuvieron encima.
—¿Algo que quieran preguntar?
Los dos hombres se hundieron en sus sillas negando con la cabeza.
—Muy bien, porque si tienen ganas de que les firme un autógrafo con sus putas entrañas, solo díganlo, chismosos de mierda.
Hubo silencio.
Un enfermero en la esquina soltó una risa nerviosa, como buscando alivianar el ambiente.
Zoro giró apenas la cabeza, lo miró… y el sonido murió de golpe.
En ese mismo instante la electricidad volvió, y el zumbido de las luces se sintió más fuerte que cualquier palabra.
Chapter 9: De aquel amor
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Los días habían pasado y la herida de la discusión pasada ardía como al principio.
Como toda herida, para poder sanarse, necesitaba ser desinfectada y luego suturada.
Pero parece que, para dos doctores que se aman, esto es mucho más difícil de lo que debería ser.
Porque, a veces, las personas que parecen amarse saben lastimarse primero antes de poder sanarse.
Y como tal, los gritos se escuchaban hasta el pasillo, donde los otros doctores ni siquiera se atrevían a entrar a servirse una taza de café para aclararse después de largas horas de consultas y atenciones.
Incluso los internos esperaban afuera a su profesor para las rondas; sin embargo, la pelea era mucho, mucho más sabrosa que cualquier café.
—¡Pues yo no te pedí que me defendieras del estúpido de Don Krieg! —exclamó Zoro, apretando los puños con ganas de romper algo.
—¡¿Y qué querías que hiciera?! ¿Dejar que te metieran en la cárcel como si nada?
—¡Ah, claro! Sanji Black, el principito del imperio Germa con complejo de madre Teresa. ¡Yo puedo solucionar mis problemas solo! —le escupió Zoro con rabia.
El rubio apretó los labios, sujetándose la bata con fuerza mientras lo miraba fijo.
—¿Qué tratas de decir?
—Que no necesito que me salves.
Sanji desvió la mirada.
—No quiero salvarte —murmuró.
Zoro lo fulminó.
—Y tampoco quiero que me trates como si todavía sintieras culpa por mi...
Sanji levantó la vista de golpe, directo a su ojo.
—Porque tú me has tratado todo este tiempo como si yo fuera el culpable.
El puño de Zoro se estrelló contra la pared, dejando una marca profunda en el yeso.
El eco del golpe resonó en la sala de descanso como si hubiera abierto una grieta en algo mucho más profundo que la pared.
Porque lo que sangraba no era el yeso, eran cinco años de heridas mal cerradas, cinco años desde aquella noche en que todo empezó.
Y de pronto, como si el tiempo mismo se burlara de ellos, los recuerdos volvieron.
Hace cinco años, el Grand Line Hospital era distinto. Pasillos más estrechos, menos camas, presupuestos reducidos, pero una educación médica impecable que sostenía todo el edificio.
Era un ambiente cargado de jóvenes especialistas recién graduados, corriendo de un lado a otro, convencidos de que cuarenta y dos horas seguidas de servicio eran una medalla de resistencia.
En ese tiempo, Zoro aún conservaba sus dos ojos grises de mirada afilada, y la misma actitud intimidante. No conocía el dolor crónico ni la dependencia de analgésicos; tampoco necesitaba disfrazar el café con whisky o sake para aguantar el día.
No era menos villano, pero sí más contenido. Cirujano de trauma, seguro de sí mismo, frío y dueño absoluto de su área de trabajo. Pasaba más tiempo en urgencias que en su propia casa, y la bata blanca todavía formaba parte de su uniforme.
La sangre no lo intimidaba. Al contrario, era en el caos del quirófano donde más cómodo se sentía.
Aún no sabía que todo eso estaba a punto de cambiar.
Sanji, por su parte, estaba inmerso en su especialización en el área de medicina reproductiva y trastornos del tracto urinario. Arrastraba a cuestas el apellido Vinsmoke, pero se hacía llamar Sanji Black: más fácil de llevar que el de su familia biológica y menos una carga a la hora de presentarse. Esa, sin embargo, era otra historia.
Su sonrisa encantadora, llena de cortesía y amabilidad, derretía más de un corazón, aunque el azul turbulento de sus ojos delataba una tristeza y un agotamiento con raíces mucho más antiguas.
Acorralado por las amenazas de una familia que nunca eligió y un imperio médico que lo presionaba constantemente, Sanji Black fingía que el apellido Vinsmoke no lo atormentaba. Sin embargo, algo en el aire, la energía implacable de ciertos colegas que aún no conocía, le hacía sentir que su mundo estaba a punto de cambiar… y que no sería para nada fácil mantener su corazón a salvo.
Hasta ese entonces, Zoro y Sanji nunca habían hablado. Sabían quién era el otro y habían intercambiado miradas más de una vez.
Sanji lo había visto en urgencias, con las manos manchadas de sangre y una calma escalofriante.
Más de una vez había escuchado hablar de diagnósticos con Robin y reír con Luffy en la cafetería, pero entre ellos: silencio. Apenas sabían quién era el otro.
Para Zoro, el principito estirado de la familia Vinsmoke.
Para Sanji, el demonio del trauma.
Hasta ese día.
El día en que un incidente puso a toda la ciudad en alerta y el jefe del hospital no dudó en enviar a dos de sus mejores médicos al terreno:
Sanji Black.
Roronoa Zoro.
Distinto transporte.
Mismo destino.
No solo un lugar. También una vida.
Pero… ¿Qué pasó ese día exactamente? Un terremoto, que al principio pareció solo un susto, derrumbó un edificio de departamentos en el centro de la ciudad.
Uno entre muchos otros.
El edificio tenía catorce pisos y cuatro departamentos por piso, relativamente nuevo, no más de cinco años de construcción… que duró demasiado poco, como un suspiro.
El trabajo de los médicos enviados era claro:
Triage.
Marcar pacientes.
Realizar primeros auxilios y enviarlos al hospital.
Determinar prioridades.
Declarar muertes.
Sanji no estaba tan seguro de ser capaz de priorizar. Todos eran importantes. ¿Quién era él para decidir?
Pero Zoro no parecía tener problema con eso. Tenía la sangre demasiado fría y la cabeza demasiado despejada cuando debía actuar.
En ese momento, Sanji dudaba sobre cómo marcar al paciente. Tenía una fractura simple; ya la había entablillado y le había administrado analgésicos, pero la indecisión aún lo carcomía.
Esa fractura fue su primera interacción con el marimo.
—Márcalo amarillo —le indicó Zoro, extendiéndole una botella de agua.
Sanji lo miró confundido.
—Cuando pase el efecto de la inyección, le dolerá.
—Probablemente. Pero para ese momento ya lo estarán trasladando al hospital —respondió el de cabellos verdes con calma escalofriante.
El rubio miró al paciente, buscando una respuesta.
—Estaré bien, hay gente peor —dijo el hombre con voz débil.
Sanji asintió y le puso la etiqueta amarilla. Cuando volvió la vista hacia Zoro, este ya se había ido.
No pudo darle las gracias. Lo único que quedó allí fue la botella de agua, intacta.
Sanji continuó con los triages, desde simples hematomas hasta heridas graves: piel lacerada, hemorragias, fracturas abiertas. Poco a poco fue entendiendo cómo priorizar, aunque lo odiaba con cada fibra de su ser.
Mientras caminaba entre los escombros, le pareció escuchar una voz débil pidiendo ayuda.
—¿Hay alguien? —preguntó con la garganta seca.
Un “sí” casi apagado le respondió, tan frágil que dudó de haberlo imaginado. Se adentró en una zona donde los restos formaban una especie de cueva improvisada.
Los golpes continuaban, lejanos pero insistentes. Sin pensarlo, se metió.
Entonces llegó la réplica. Un rugido sordo, y las piedras comenzaron a deslizarse con violencia.
Sanji creyó que moriría ahí. Sintió el frío del pánico, pero también, para su propio horror, una punzada de alivio: al fin no tendría que cargar con el peso de los Vinsmoke.
Pero el alivio fue fugaz. El miedo lo golpeó de inmediato, y el deseo de vivir rugió más fuerte que todo lo demás.
El movimiento de la tierra y el estruendo de la estructura fue brutal, como un animal rugiendo con rabia. En un instante, las paredes de aquella cueva ruinosa empezaron a venirse abajo y la única viga que las sostenía cedió con un crujido seco.
Sanji apenas alcanzó a cubrirse la cabeza, instinto puro de supervivencia, antes de que todo se viniera encima de él. El aire de sus pulmones se llenó de polvo áspero que le quemaba la garganta, una piedra le golpeó el costado, y lo invadió la idea absurda de que quizás ya estaba muerto y todavía no lo sabía.
Intentó evadir la viga, pero no fue lo suficientemente rápido: un peso brutal lo empujó contra el suelo. El estruendo se apagó de golpe y solo quedó el silencio polvoriento, su corazón martillando en los oídos.
Lo que Sanji creyó que era su sentencia final, resultó ser un cuerpo que lo cubría con fiereza.
Cuando abrió los ojos, Sanji descubrió un cuerpo sobre él. Un peliverde se había lanzado a cubrirlo sin pensarlo, y con la fuerza del impacto, vidrios y fragmentos de concreto se incrustaron en su rostro, dañando severamente su ojo izquierdo. La hemorragia brotó de inmediato.
Zoro tardó apenas un segundo en notar que su vista se oscurecía, que ese ojo se apagaba como una luz extinguida. Pero no era momento de pensar en eso.
Su espalda sostenía el peso del cemento y la viga que había estado a punto de aplastar al rubio. Sanji lo miró con sorpresa y, sin pensarlo dos veces, arrancó un trozo de su propio scrub para presionar contra la herida del marimo.
—¿Estás bien? —preguntó Zoro, con una mueca de dolor que apenas dejaba espacio para la voz.
Sanji tardó en responder; sentía el corazón en la garganta.
—E-estoy bien —balbuceó, mirando el rojo que teñía sus manos—. Tu... ojo.
Zoro aspiró aire lentamente, conteniendo un gemido mientras resistía el peso que lo oprimía.
—No es momento de pensar en eso... así que no te preocupes.
Sanji asintió, aunque no pudo apartar la vista de su rostro.
Una segunda sacudida de la tierra los hizo tensarse y cerrar los ojos. Por puro instinto, Zoro acomodó su postura, cubriendo a Sanji con todo su cuerpo; el roce fue inevitable, la cercanía sofocante.
El silencio reinó cuando la réplica cesó.
—Espero que esta mierda ya se detenga… —murmuró Zoro, sin apartar la vista del rubio.
Sanji seguía firme, sosteniendo el trozo de tela contra la herida del peliverde.
Zoro lo estudió un instante: el rostro cubierto de polvo, la sangre que bajaba por su cabeza, la palidez, la respiración entrecortada.
—Tu cabeza está sangrando —observó.
Sanji llevó una mano a la herida y, al ver sus dedos teñidos de rojo, se encogió de hombros.
—Estoy bien. No es nada. Es tu ojo lo que importa.
Zoro no respondió. Se limitó a observarlo: las cejas en espiral, la piel bajo la capa de polvo, los labios rosados, los ojos azules como un mar en tormenta.
—Bonitos ojos —balbuceó casi sin darse cuenta.
Sanji sintió calor en el pecho. No era el momento, pero su corazón no entendía de timing.
—Gracias… —murmuró.
Un nuevo silencio.
—No tenías que hacerlo —dijo Sanji, bajando la mirada.
—¿Qué?
—Salvarme. No debiste.
—¿Y dejar que murieras aplastado? No suena como un buen escenario.
Sanji soltó una risa breve, nerviosa.
—Prefiero un parche en la cara a tu cadáver.
Apretó la tela con más fuerza; Zoro maldijo entre dientes.
—Mierda…
—Perdón, si no presiono…
—También soy doctor. Lo sé.
Unas gotas de sangre cayeron sobre la mejilla de Sanji. El rubio no se movió.
—Espero que no haya otra réplica.
—Yo también —respondió Zoro, con seriedad.
—Esto es mi culpa, perdóname.
—No hagas eso. Yo lo decidí. No me pidas perdón.
Sanji tragó saliva, el peso de la culpa en el estómago.
—De todas formas… ¿en qué estabas pensando?
—Escuché a alguien pedir ayuda. O eso creí. Intenté buscar y… bueno, ya conoces el resto.
Zoro asintió.
—También lo escuché. Supongo que… llegamos tarde.
El peliverde lo miró de reojo. Sanji apartó la vista, nervioso. Y en ese gesto esquivo, en esa vulnerabilidad tan humana, Zoro lo sintió.
Un nudo en el estómago.
Algo que no tenía que ver con la sangre, ni con el dolor, ni con la muerte rondando a su alrededor.
Algo que no lo abandonaría jamás.
La respiración de Sanji continuaba irregular y muy superficial, empezaba a sentir debilidad y mucho agotamiento, sin embargo se dijo a sí mismo que si quería que el peliverde sobreviviera lo mínimo que podía hacer era sostener ese trozo de tela sobre su ojo y rezar para que alguien se diera cuenta de que estaban allí.
Zoro lo notaba, le temblaban las manos.
—¿Tienes anemia o algo así? —preguntó.
Sanji desvió la mirada, un ceño fruncido apareció en su rostro. Prefirió no responder.
Porque confesar eso solo lo haría ver más débil e inútil de lo que ya se sentía. Zoro decidió no insistir; quizás era algo que descubriría más adelante.
Mientras Sanji seguía presionando, el cosquilleo en el estómago de Zoro persistía.
—Vaya mierda de día.
Sanji sonrió de lado.
—Sip. Como un martes normal en urgencias, ¿verdad?
Zoro dejó escapar un suspiro y le correspondió la leve sonrisa.
—Excepto por la parte en que nos aplasta un edificio.
—Nada demasiado dramático, ¿no te parece?
—Hm. Supongo que no.
Un breve silencio los envolvió.
—Oye… ¿tú eres amigo de Luffy? —preguntó Zoro, intentando desviar la tensión.
—Sí, ¿tú también? —Sanji arqueó una ceja.
—Es mi mejor amigo. Siempre metido en problemas, pero medio hospital lo adora. Es demasiado alegre.
Sanji sonrió con calidez, pensando en Luffy.
—¿Conoces a Robin? —preguntó Sanji.
—Sí, también es mi amiga…
—También la mía. Fuimos compañeros en la universidad.
Un nuevo silencio cayó entre ellos, roto solo por un jadeo ahogado de Zoro. El dolor en su ojo era como un cuchillo atravesándole el globo ocular.
—Voy a necesitar unas diez cervezas después de esto —comentó Zoro con ironía.
—Y un baño de burbujas —añadió Sanji, como si nada.
Zoro lo miró con una media sonrisa torcida.
—…eso sí suena tentador.
Sanji rodó los ojos, pero el calor subió a sus mejillas. Fingió concentrarse más en el improvisado vendaje.
—Idiota.
—¿De todas formas, cuál es tu especialidad? —preguntó Zoro para mantenerlo distraído.
—Medicina reproductiva y del tracto urinario. ¿Tú eres cirujano de trauma, no es así? Creo que te he visto en urgencias.
Zoro asintió.
—Con suerte no tendremos que usar esos conocimientos aquí abajo.
Sanji sonrió, apenas.
—Tu nombre era…
—Roronoa. Roronoa Zoro. —Una sonrisa torcida apareció en su rostro—. Igual, si vamos a morir, mínimo saber con quién. ¿Tú eres el principito de la fundación Vinsmoke, o no?
Sanji soltó una risa suave, cargada de ironía.
—Soy Sanji Black.
—Mucho gusto, Sanji Black.
—Lo mismo digo.
Zoro exhaló hondo, como si se rindiera a la situación.
—Oye, rubio, si sobrevivo me debes al menos un café por las molestias.
—Se me da muy bien preparar mocca latte, si te gusta.
—Solo si no lo endulzas demasiado.
—Trato hecho.
El silencio que siguió estaba cargado, pero no incómodo. Era como si la tensión del peligro se hubiera transformado en algo distinto, más íntimo.
—Oye… —Sanji rompió la quietud—. ¿Crees que salgamos de aquí con vida?
—Más vale, porque el campeonato nacional de kendo empieza la otra semana y no pretendo perder.
—¿Eres kendoka?
—Sí. Campeón regional, categoría adulto.
Sanji rió suavemente.
—¿Un kendoka médico? No me lo esperaba.
—Ya ves. Uno nunca deja de sorprender.
La risa suave de Sanji le provocó a Zoro un calor extraño en el pecho. Algo que no tenía nada que ver con el dolor o el miedo.
Zoro se movió un poco, instintivamente para ajustar su posición y proteger mejor a Sanji. En el proceso, sus manos rozaron ligeramente las del rubio. Sanji, distraído, llevó sus dedos a la mejilla de Zoro para quitar algunos restos de polvo y pequeñas piedras del rostro y el cabello del peliverde.
Era un roce mínimo, casi imperceptible, pero suficiente para que ambos sintieran un cambio en el aire.
—No está mal… conocerte así —murmuró Zoro, casi para sí mismo.
Sanji lo miró, confundido por la honestidad repentina, pero también agradecido.
—Si en treinta minutos no viene nadie, entonces vamos a tener que empezar a hacer ruido—dijo Zoro pensativo.
—Espero que nos escuchen—murmuró Sanji.
De pronto escucharon las voces de los rescatistas, los habían localizado. Ambos suspiraron aliviados, sobre todo Sanji, preocupado por el ojo de Zoro.
Instintivamente, Zoro se inclinó para proteger mejor al rubio en caso de que se desprendiera más cemento. Sus cuerpos se rozaron más de lo esperado; un estremecimiento recorrió a ambos, eléctrico y peligroso. Zoro notó cómo la respiración de Sanji estaba entrecortada y caliente cerca de su oído, y por un instante sintió un cosquilleo extraño en el estómago. No sé qué me hace sentir esto… pero no puedo apartarme, pensó.
—Supongo que tendré que agradecerte con un buen mocca latte—dijo Sanji, intentando sonar casual.
—Supongo que también podría invitarte una cerveza—comentó Zoro, con una sonrisa débil, mitad broma, mitad seria.
Zoro aflojó un poco el peso sobre Sanji, asegurándose de que estuviera cómodo y seguro, sin perder la alerta. La cercanía inesperada había sembrado algo mucho más fuerte que el miedo: un vínculo silencioso que ni la sangre ni el dolor podrían romper.
Así fue como los rescatistas los sacaron a ambos.
Mientras los gritos retumbaban en la sala de descanso de adjuntos, Law esperaba en la puerta junto a otros doctores.
Nadie se atrevía a entrar, temiendo quedar en medio del fuego cruzado. La mayoría ya se había rendido y se había ido a buscar una máquina de café que no temblara con cada alarido.
Pero Law no. El cirujano tenía la impresión de que debía quedarse, por si la cosa se salía de control.
En eso llegó Luffy, que se plantó a su lado con la naturalidad de quien no veía nada raro en escuchar insultos dignos de una guerra mundial detrás de la puerta.
—¿Esos son Sanji y Zoro? —preguntó sorprendido, ladeando la cabeza.
Law asintió con gesto seco.
—Llevan más de una hora discutiendo. Están sacando toda la ropa sucia al sol.
Luffy se apoyó en el muro junto a él, sin despegar la oreja de la puerta.
—¿No tienes nada mejor que hacer, Luffy?
—En realidad venía a tomarme un descanso contigo. —Luffy alzó la mano y enredó sus dedos con los del pelinegro, sin apartar la vista de la puerta cerrada.
Luego bajó la mirada a sus manos unidas y sonrió.
Dentro, sin embargo, la tormenta no cedía.
Dentro, Sanji y Zoro se miraban con desdén, lanzándose heridas como cuchillas.
—¡Sí, claro! Me importas tanto que te encargaste de tratarme como basura todos estos años. —Sanji se abrazó a sí mismo, como si intentara contener el temblor de su pecho—. Seguro que voy a creer que no es solo sexo… porque vaya que lo has demostrado.
Ironía venenosa.
Zoro apretó los puños, los nudillos tensos.
—Pues déjame recordarte algo: tú fuiste el que dejó de visitarme mientras yo me pudría en esa cama de hospital.
—¡Porque cada vez que intentaba acercarme me culpabas por tu ojo! —la voz de Sanji se quebró.
—¡Porque dolía, maldita sea! ¡Dolía como la mierda!
—¡Entonces no debiste lanzarte a protegerme en ese derrumbe! ¡Tu ojo estaría intacto!
—¡No te atrevas a volver a decir eso! —Zoro lo agarró del brazo y lo empujó contra la pared, el gesto más rabioso que vulnerable.
Sanji se soltó con violencia, empujándolo de regreso, la respiración hecha un nudo.
—¡Debiste dejar que me muriera! ¡Yo no te pedí que me salvaras!
El silencio cayó de golpe.
Zoro se quedó helado. Sanji jadeaba, con los ojos convertidos en tormenta, cristalinos, al borde de un derrumbe distinto, uno que no se permitía dejar salir en forma de lágrimas.
El silencio cayó de golpe.
Zoro permaneció inmóvil, el brazo aún temblando de la fuerza contenida, mientras Sanji jadeaba con la espalda contra la pared. El rubio evitó mirarlo, porque sabía que si lo hacía la tormenta en sus ojos se rompería en lágrimas.
Ninguno dijo nada.
Ni un insulto más.
Ni una excusa.
Solo ese vacío entre los dos, lleno de cosas que nunca se habían atrevido a confesar.
Hace cinco años, el médico soberbio, el kendoka prometedor, perdió su ojo izquierdo.
Reducido a una cama de hospital en una habitación de paredes blancas con una ventana que daba a la calle, Zoro permanecía en silencio, observando el cielo con su único ojo útil.
El dolor era insoportable, como tener un fierro atravesando el cráneo; y aunque le habían administrado analgésicos de sobra, apenas conseguía un sopor molesto. El dolor seguía allí.
No era solo físico.
“Tendrás que trabajar en tu equilibrio.”
“El globo ocular quedó intacto, pero la retina se desprendió por el golpe y los escombros la dañaron.”
“Has perdido la visión de ese ojo.”
“Con el tiempo compensarás con otros sentidos, pero tardará.”
Zoro cerró el ojo bueno.
Mierda.
Mierda.
Mierda.
El torneo, su trabajo, toda su vida. Todo por el maldito ojo.
Unos pasos interrumpieron el silencio. Zoro giró hacia la puerta.
Sanji estaba allí. Vestía un pijama blanco y empujaba un soporte con una bolsa de suero. Una venda rodeaba su cabeza.
—Venía a saber cómo estás —dijo el rubio, con suavidad.
Zoro soltó una risa agria.
—¿Tú cómo crees?
Sanji no respondió. Se acercó un poco, pero no demasiado; no quería invadir su espacio.
—¿Tu ojo…?
—Mi ojo se fue a la mierda.
Sanji apretó los labios, bajó la mirada y el gesto culpable se dibujó en su rostro.
—Lo siento… —murmuró.
—Tus disculpas no me lo van a devolver, ¿sabes?
—¿Hay algo que necesites? ¿Algo que pueda hacer por ti?
—¿Puedes devolverme mi ojo?
El silencio se hizo pesado entre ambos. Zoro estaba lleno de desdén; Sanji, vacío de palabras. Sabía que no había forma de consolarlo.
—Lárgate.
—¿No quieres que…?
—Te dije que te largues —la voz del peliverde sonó gélida.
Sanji retrocedió un paso. Quiso decir algo más, pero Zoro volvió el rostro hacia la ventana, como si su sola presencia lo incomodara.
Sanji era inocente. Seguía siéndolo, pero en ese momento lo era mucho más.
Al día siguiente, fiel a su palabra, se metió en la cocina del hospital y preparó un mocca latte para Zoro. Quizás solo estaba adolorido, lo entendía; era lo lógico.
Golpeó la puerta y se asomó lentamente.
Zoro estaba sentado en la cama, mirando el suelo como si dudara en dar un paso. Estaba evaluándose a sí mismo: su visión periférica, su punto ciego, el ángulo de visión. Todo lo que había perdido porque su ojo izquierdo estaba a oscuras, como si hubieran apagado el sol.
—¿Qué haces aquí? —preguntó sin mirarlo.
Sanji se acercó y dejó el vaso de mocca latte sobre la mesita de noche.
Zoro lo miró de reojo.
—¿Qué es eso?
—Te preparé un mocca latte.
El ceño del peliverde se frunció con dureza.
—Lárgate.
—Pero…
—¡Que me dejes solo! —rugió, y con furia agarró el vaso de café para lanzarlo contra la pared. El líquido se esparció en manchas marrones, mientras Sanji se cubría los oídos por puro instinto.
Un instinto que había adquirido sobreviviendo a los Vinsmoke.
El rubio lo miró apenas un instante, con el corazón encogido, y se marchó de la habitación sin decir palabra.
En ese momento lo entendió:
era su culpa.
Y Zoro lo culpaba a él.
Lo culpaba demasiado.
Durante los días siguientes, mientras ambos permanecían hospitalizados, Sanji se dedicó a buscar maneras de compensar a Zoro.
Le llevaba café, comida, revistas o frutas, cualquier cosa que pudiera animarlo.
Pero cada vez, Zoro lo recibía con rabia.
Le lanzaba las cosas de regreso, lo insultaba, lo echaba a gritos. Como si el hombre que lo había salvado bajo los escombros hubiera desaparecido por completo.
Sanji, en silencio, empezó a sentir que él mismo lo había matado.
Zoro nunca le dijo que tenía la culpa.
Tampoco que se arrepentía de haberlo protegido.
Pero cada mirada gélida, cada palabra cortante, cada gesto de rechazo, Sanji lo interpretó como una confesión silenciosa:
que sí lo culpaba.
Y que lo odiaba por ello.
Y justamente, Zoro no lo culpaba. Tampoco se arrepentía.
Simplemente se estaba desquitando con quien era más vulnerable en ese momento.
La víctima más cercana: Sanji.
Cada vez que se decía a sí mismo que no debía, acababa haciéndolo con más rabia.
Era como si Sanji estuviera dispuesto a recibir toda su frustración y su furia, y él no dudaba en descargarla, ni una sola vez.
Pero no. Para Zoro, Sanji no tenía la culpa.
Solo era vulnerable, y Zoro se sentía un débil, así que se desquitaba cada vez de manera más cruel… hasta que Sanji dejó de ir.
Zoro lo extrañó.
"Debo ser un maldito enfermo", se repetía una y otra vez.
Porque solo un loco podía desear que la persona a la que trataba así, apareciera.
O tal vez solo quería ver un poco de su dulzura y de su bondad… hasta que, simplemente, dejó de aparecer.
Por mucho tiempo, Sanji desapareció del hospital como si lo hubieran borrado del mapa.
Durante ese tiempo, Zoro empezó a depender de analgésicos para adormecer el dolor y a abusar del alcohol.
Dejó de importarle el jodido ojo; había decidido desconectar.
Pero la ausencia del rubio… eso sí le dolía.
¿Por qué no regresaba? ¿Había renunciado?
Pasó mucho tiempo. Un año y medio.
Y, sin razón aparente, Zoro seguía pensando en él.
Pensaba en lo que había hecho, y cada vez que esa sensación extraña en el pecho aparecía, la adormecía con Tramadol.
El dolor en su ojo persistía. Su médico lo diagnosticó como dolor crónico, pero le dijo que quizá había una carga emocional detrás y le recomendó terapia.
A la mierda la terapia.
Zoro no creía en eso. Creía en la ciencia, en lo que podía ver y tocar. La terapia no era tangible.
Hasta que un día, Sanji regresó.
Pero no como un adjunto más…
Sino como su jefe.
El jefe de todo el hospital.
Estar adormecido era fácil.
Porque decías lo que querías, hacías lo que querías y te dabas cuenta de que todos podían irse a la jodida mierda.
Porque todo dejaba de tener importancia.
Ser doctor… dejó de ser importante.
Pero cuando Sanji apareció por esa puerta, esa sensación cambió.
Como si de repente todo tuviera sentido otra vez.
El año que Sanji regresó al Grand Line Hospital, Zoro retomó el kendo, comenzó a ir a fisioterapia y a entrenar todas las mañanas como solía hacerlo antes.
Aunque aún dependía de las pastillas y el alcohol, la estrella había vuelto.
Su estrella.
Y ahora, cinco años después, la misma tensión que sentían en aquel derrumbe los alcanzaba otra vez, pero en un lugar más cotidiano: la sala de descanso de adjuntos, donde los gritos y reproches continuaban sin fin.
En la sala de descanso, la tetera hirvió.
El silencio entre ambos era pesado, casi insoportable.
Zoro sabía que jamás habría perdón por todo lo que había hecho, por la manera en que lo había cargado con una culpa que nunca le correspondía.
—Lo peor de todo —dijo Sanji, con un leve temblor en la voz— es que llevas cinco años torturándome. ¿Qué es esto, Zoro? ¿Una nueva forma de castigo psicológico? Sé que tú no haces nada sin pensarlo antes, sé que eres calculador, que siempre tienes la cabeza fría… incluso cuando te adormeces. Y aún así logras hacerme sentir… culpable.
Zoro guardó silencio, clavando su único ojo en él. Sanji tenía razón. Toda la maldita razón.
—Me desquité contigo porque dolía —confesó al fin, con voz grave—. Nunca deja de doler. Solo… duele menos, pero nunca termina.
Sanji apretó los labios, los ojos fijos en él.
—Yo no quería que me salvaras. No quería que te hicieras daño por mi culpa…
—Pero yo sí quería que vivieras —respondió Zoro sin titubear—. Y pocas veces me importa que alguien viva.
El silencio volvió a invadir el espacio.
Pesado. Insoportable.
Sanji bajó la mirada.
—¿Y quién eres tú para decidir quién vive y quién muere?
Las palabras seguían rebotando entre ellos, como cuchillas. Una sola pregunta, y en ambos la misma rabia contenida:
Uno que hubiera preferido morir en ese instante.
Otro que no estaba dispuesto a dejarlo ir.
Era un dolor demasiado familiar. Un dolor con el que los dos habían aprendido a convivir.
Sanji cerró los ojos un instante, y su memoria lo arrastró.
Tres años atrás.
Sanji había vuelto al Grand Line Hospital con un título nuevo y un cargo que no pidió, pero que le impusieron.
Otra vez, la maldita sombra de los Vinsmoke.
Pero había algo que le pesaba más que cualquier responsabilidad: volver a encontrarse con Zoro.
El mismo al que le debía la vida.
El mismo que lo había odiado con tanta fuerza que cada intento por acercarse terminaba en gritos o con algo hecho pedazos contra una pared.
El hospital se veía distinto, más grande, más moderno, más vivo. Había crecido… y mucho.
Y aunque su estómago se retorcía, su mente estaba alerta, porque no sabía si realmente quería ver en qué se había convertido Zoro.
Mientras Robin le daba un pequeño tour por las nuevas instalaciones, Sanji lo vio.
En la sala de fisioterapia.
Entrenando.
Solo lo observó un instante, lo suficiente para darse cuenta de que estaba bien.
O al menos, se veía físicamente bien. Quizás demasiado bien.
—¡Auh! Zoro, ya te dije que es suficiente, bro —exclamó el fisioterapeuta, jadeando.
Zoro soltó la pesa, resoplando.
—Puedo hacer otra serie.
—No, bro, tienes que parar. Además, mira la hora.
Justo entonces, Zoro alzó la vista y lo vio.
Sanji, detrás del vidrio.
El rubio se tensó de inmediato y giró rápido hacia Robin.
Quizás ella lo notó, porque medio sonrió antes de seguir hablando como si nada.
Sanji se maldijo internamente.
“Tengo que mantenerme lejos.”
Zoro se había recuperado.
Fuerza.
Destreza.
Pero en su rostro, la amargura seguía clavada como una cicatriz.
Como si el mundo entero le debiera algo.
Sanji aún no lo sabía, pero ese mismo hombre también se había vuelto un monstruo de honestidad brutal.
Días después, hubo una breve reunión de adjuntos y titulares.
Y ese día, Sanji deseó con cada fibra de su ser que Zoro hubiese decidido no ir a trabajar. Cuando entró y vio a todos reunidos en la sala de juntas, se maldijo internamente al encontrarlo allí, apoyado contra la pared, brazos cruzados y esa cara de pocos amigos que parecía estar diseñada solo para fastidiarlo.
Sanji se obligó a apartar la mirada, recorriendo el resto de la sala, recordándose que era el jefe ahora y que tenía que actuar como tal, aunque lo último que quería era estar frente a ellos.
—Buenos días a todos —dijo, de pie, impecable con su traje, tan estirado como un alfiler—. Les agradezco que hayan hecho tiempo en sus agendas para que podamos reunirnos esta mañana. Trataré de ser breve.
Los observó con calma, confirmando que hasta ahora todo parecía ir bien.
—Bueno, mi jefatura comienza a partir de hoy y he estado revisando algunos temas relacionados con los recursos humanos y el uso de material médico y quirúrgico. Hay un déficit de dinero y material bastante grande debido a la administración anterior, por lo que tendremos que hacer algunos cambios.
El murmullo de molestia no tardó en crecer. Sanji apretó el lápiz entre sus dedos, buscando descargar ahí la tensión.
—Sé que es difícil de entender ahora, pero tendremos que fusionar algunos departamentos, crear otros y prescindir de algo de personal.
El silencio cayó de inmediato. Prescindir de personal significaba despidos.
—Por supuesto, esto no será para siempre —añadió—. En cuanto las cosas se estabilicen, todo debería mejorar...
—¿Mejorar para quién? ¿Para la fundación Vinsmoke?
El golpe de la voz lo sacudió más que el contenido. Sanji lo buscó con la mirada.
Zoro.
—No se trata de la fundación Vinsmoke —contestó, tratando de mantener firmeza en el tono—. Pero mientras no podamos estabilizar los ingresos del hospital, tenemos que apretarnos el cinturón.
—¿Y qué hay de los pobres desgraciados que se quedarán sin trabajo? —replicó Zoro, descruzando los brazos, con la voz lo bastante fuerte para que todos lo escucharan—. ¿Esperas que recen por tener la paciencia suficiente hasta que aquí las cosas mejoren y decidas recontratarlos?
Sanji exhaló despacio, luchando contra el temblor de su propia mandíbula.
—No he dicho eso. Pero quien tenga que irse tendrá las puertas abiertas cuando podamos contratar más gente.
—Vaya mierda con la fundación Vinsmoke —espetó Zoro, dándose el lujo de mirar a todos como si compartieran su opinión—. Como si la gente pudiera darse ese lujo.
Acto seguido, abrió la puerta y salió de la sala, azotándola detrás de él como un punto de exclamación.
Sanji permaneció en pie unos segundos más, tragando rabia y orgullo. Luego miró al resto de los médicos.
—Estaré disponible para responder cualquier inquietud que tengan durante estos días. Gracias por su tiempo.
Nadie dijo nada. Se levantaron y se marcharon en silencio.
Sanji se dejó caer en su asiento, agotado, con el lápiz aún atrapado entre los dedos.
Robin, en cambio, permaneció ahí. No porque necesitara más explicaciones, sino porque observaba absolutamente todo.
Y así comenzó.
La compleja relación que Sanji y Zoro empezaron a desarrollar, cargada de tensiones, silencios incómodos y momentos inesperados de cercanía. Un camino lleno de desafíos, malentendidos y descubrimientos, que ninguno de los dos sabía exactamente hacia dónde los llevaría.
Y ahora, en la sala de descanso, el silencio entre ellos ardía.
El peso de sus recuerdos cerraba la distancia, y el momento se volvía cada vez más intenso hasta que explotó.
Ninguno podía decir si era de la mejor o la peor manera posible.
—Odio esto —dijo Sanji, mirándolo a la cara—. Me duele quererte, y la única forma de que pare es estando contigo. Siempre duele, igual que a ti, pero contigo duele menos.
Zoro no se lo esperaba. No esperaba compartir esa declaración. Porque Sanji era mejor que el tramadol, mejor que el sake, mejor que el whisky, mejor que cualquier analgésico. Con él, todo se volvía soportable; lo único que tenía que hacer era estar ahí.
Sanji siempre había sido su adicción, y desde que lo perdió cinco años atrás, su vida se había convertido en un infinito síndrome de abstinencia. Esas palabras fueron un pequeño impulso. Porque Zoro no creía en palabras; creía en actos.
Se acercó, lo tomó del brazo con su brusquedad habitual y lo atrajo, rodeándolo con su otro brazo por la cintura. Robó un beso, sin perder nada con intentarlo. Creyó que Sanji lo rechazaría, y si lo hacía, no insistiría más. Pero, sorprendentemente, el rubio le correspondió.
No fue un beso hambriento. No fue un beso de los que se daban en la cama. Fue un beso suave, cálido, lleno de todo lo que ambos habían sentido y esperado por años. Un beso que podría o no repetirse.
Chapter 10: Marimos y Cirujanos
Notes:
Mención burlesca a una enfermedad del desarrollo fetal.
Chapter Text
Desde ese beso, ya habían pasado algunos días. Los murmullos en el hospital no pasaban desapercibidos; al parecer, la pareja célebre estaba en crisis: mantenían la distancia y solo interactuaban profesionalmente. Como si aquello fuera un acuerdo silencioso… quizás lo era. O no.
El hospital estaba esperando señales. Algo. Una pelea. La rebeldía habitual de Zoro o la tozudez característica de Sanji.
La campana del ascensor sacó a Sanji de sus pensamientos. Miró el número en el panel: no era su piso.
Las puertas se abrieron, y el marimo subió.
Estetoscopio colgando del cuello, mirada despreocupada… como si nada estuviera pasando.
Sanji se acomodó un poco. El aire se volvió espeso de la nada.
¿Serían sus feromonas alfa? ¿Lo hacía a propósito?
Se metió las manos en los bolsillos de la bata y fijó la vista en el reflejo plateado de las puertas cerradas.
Zoro lo miró de reojo.
Una.
Dos.
Tres veces.
Como si esperara algo. Sanji no decía nada.
—¿Vas a estar callado todo el tiempo? —gruñó Zoro sin mirarlo.
Sanji se mordió el labio.
—No. Solo estaba… pensando cosas.
Zoro suspiró exasperado y, sin previo aviso, apretó el botón de detención. El ascensor se frenó en seco.
Sanji alzó las cejas.
—¿¡Pero qué…!? —rugió, fastidiado.
—Solo quiero saber si ya lo pensaste o no.
Sanji apretó la mandíbula.
Zoro lo miraba fijo, ese ojo oscuro, gris, penetrante, diciendo mucho más que cualquier palabra.
—Lo hice.
—¿Y qué esperabas para decirme? ¿Una carta certificada?
—Eres realmente…
Zoro dejó escapar media sonrisa, con la mano aún cubriendo el panel del ascensor para impedirle tocar los botones.
Los ojos azules estudiaban su fanfarronería, el exceso de autoconfianza, esa falta de vergüenza tan propia de él.
—¿Vas a hablar o no? —insistió Zoro.
Sanji apretó los puños.
No tenía más opción que hablar.
Así que finalmente respondió.
En un tono bajo, casi con egoísmo, como si quisiera guardarse la respuesta más para sí mismo que para Zoro.
El marimo no replicó, pero una sonrisa apareció en la comisura de sus labios. No era solo certeza: había soberbia, la arrogancia de un alfa demasiado seguro de lo que esa respuesta significaba.
Eso fue suficiente para que quitara la mano del panel. El ascensor volvió a funcionar, las puertas metálicas se abrieron de nuevo, y mientras tanto, el Grand Line Hospital seguía su rutina como si nada hubiera pasado.
En pediatría, Coby trataba de controlar su pulso mientras tomaba muestras de sangre a la pequeña Mocha.
Ella lo miraba seriamente, como si lo estuviera evaluando con cada temblor de sus manos. Cada temblor era un punto menos.
—Oye… —Coby se sobresaltó y miró a Mocha.
—¿Estás seguro de que sabes hacer esto?
Coby apretó los labios, avergonzado. Sí, claro que sabía.
Ya lo había hecho varias veces en otras rotaciones y en urgencias bajo presión; sin embargo, ahora no podía estabilizar la aguja.
—Claro que sé —dijo con una sonrisa nerviosa.
—Es que tengo hambre —dijo Mocha, y su expresión lo dijo todo—. Y llevamos mucho rato en esto, estoy aburrida.
Coby bajó la aguja un momento, inspiró y la miró. No quería decirle por qué se ponía tan nervioso.
¿Y si la lastimaba con sus palabras? Conocía un poco a Mocha, y ella no quería mostrarse débil.
Mocha lo miró pensativa y, de pronto, comentó:
—¿Tienes miedo de que el doctor de pelo verde te regañe?
Coby alzó una ceja.
—Pff, por supuesto que no.
Sin embargo, su expresión decía todo lo contrario.
—Tienes mucho miedo. ¿Por eso te tiembla la mano?
Coby se mordió los labios.
—¡Bueno, sí le tengo un poco de miedo! Pero te juro que tengo mis motivos. Además, el tipo es genial y me dieron esta oportunidad de trabajar contigo, así que quiero hacerlo bien…
Mocha suspiró y le guiñó un ojo.
—Hablas de mí como si fuera un conejillo de indias. Pero, ¿sabes qué? Si me pinchas, al menos hazlo rápido, que no tengo todo el día para tus nervios.
Coby le sonrió nervioso y comenzó a preparar otra aguja.
—Ya verás, voy a ser el mejor interno de primer año… y Zoro lo dirá en voz alta.
Mocha sonrió emocionada, haciendo un gesto dramático con su brazo estirado hacia él.
—¡Entonces aquí tienes! Pero recuerda: sin llorar.
Coby inspiró, amarró el brazo de Mocha con el elástico y buscó la vena con precisión. Luego introdujo la aguja y conectó los frasquitos uno a uno, hasta completar cuatro.
De pronto, los ojitos de Mocha brillaron con emoción. Coby volteó a ver.
Boa había llegado tan elegante e imponente como siempre.
—Coby, ¿ya tienes las analíticas de Mocha?
Coby miró a la pequeña de reojo; se había tardado muchísimo, y Hancock tenía su temperamento. No tan horrible como el de Zoro, pero temperamento al fin y al cabo.
—Uhm…
—Humpf —gruñó Mocha.
Boa y Coby la miraron de inmediato.
—¡No quiero más análisis y tengo hambre! ¡Estoy aburrida! ¿¡Y a qué hora llega mi mamá!? ¡Coby, dijiste que mamá vendría si me portaba bien!
Boa suspiró y se acercó a Mocha.
—Cariño, ya hablamos sobre esto, es para poner tu piel muy bonita. ¿Te acuerdas?
Mocha se sacudió en la cama y se cruzó de brazos.
Coby sabía lo que estaba haciendo porque no era la primera vez: desviar la atención hacia una rabieta para que no lo cuestionaran cuando se portara como un incompetente.
La conversación entre Boa y Mocha fue su pie para salir de la habitación rápidamente y rogar en el laboratorio que le entregaran los análisis para ayer.
Coby caminó con rapidez entre los pasillos, evadiendo camillas, doctores y enfermeros.
Entonces se topó de frente con Law, y su espalda se tensó.
Y sus ojos también. Porque aún no olvidaba la amenaza del cirujano.
—¡B-buenos días! —exclamó el pelirosado, como si estuviese saludando a un general del ejército.
Law medio gruñó y dio un sorbo a su café.
—¿Tienes rotación en el servicio de Hancock? —preguntó el doctor secamente
Coby asintió.
—Sí, tengo que entregar estos análisis al laboratorio.
Mientras tanto, en la habitación de Mocha, la pequeña miraba su muñeca como si evaluara si Coby estaba a la altura.
—¡Date prisa, tonto! —gruñó entre dientes—. Mi piel no se va a arreglar sola.
Boa suspiró, con una media sonrisa, y le dio una palmadita en la cabeza:
—No te preocupes, cariño, Coby es muy capaz. Solo necesitamos un poquito de paciencia.
Law miró los frascos etiquetados.
—Más te vale hacerlo rápido; el caso de Mocha no es una práctica rotativa más, y tú deberías saberlo mejor que nadie.
—¡Sí, señor! —exclamó Coby y salió disparado, casi huyendo.
De hecho, estaba huyendo. Y eso a Law le agradaba, porque, al igual que Zoro, le gustaba imponer el terror.
Law ingresó en la habitación de la pequeña Mocha, que por fin podía comer algo.
Mantuvo su expresión neutra habitual y saludó sin mucho entusiasmo.
Mocha se tensó al verlo; aún le tenía un poquito de miedo.
—¿Cómo estás, Mocha? —preguntó Law.
La pequeña solo asintió y presionó su muñeca entre las manos.
—Todo un rayo de sol, Dr. Trafalgar.
—Como siempre, Dra. Hancock —respondió Law.
Boa hizo una pequeña mueca y desvió la mirada.
—Vine para corroborar el estado de Mocha.
—Pues, si todo va bien con sus analíticas, podríamos programar la primera cirugía.
Mocha los miró a ambos.
—¿Puedo ver?
Law y Boa intercambiaron miradas.
—¿Ver qué exactamente, Mocha? —preguntó Law.
—Cuando me pongan mi piel nueva.
Hancock soltó una pequeña carcajada.
—No, Mocha, es un procedimiento en el que tienes que estar dormida...
—¿Duele?
—Sí, duele. Por eso te vamos a poner a dormir; así te dolerá menos —dijo Law con su tono habitual, directo y calmado.
Mocha se tensó, y sus ojitos se cristalizaron.
—Se te dan muy bien los niños, ¿no? —murmuró Hancock, rodando los ojos mientras se acercaba a Mocha para calmarla.
—Es mejor que sepa la verdad; estas no son cosas que se adornan…
—Me sorprende que hayas aprobado la rotación en pediatría cuando estudiabas…
—Y con sobresalientes —gruñó Law entre dientes.
Mientras Law y Hancock mantenían su conversación pasivo-agresiva fuera de la habitación de Mocha, Coby recibió los resultados de las analíticas de la pequeña.
Amplió el archivo en su tablet y comenzó a leer mientras se dirigía hacia Hancock.
—PCR y potasio muy elevadas —murmuró el pelirosado en voz baja.
No era una tragedia inmediata, pero no deberían salir así, no con todos los cuidados preoperatorios que habían aplicado durante días.
Suspiró y avanzó hacia los dos doctores.
—Solo digo que, en el caso de los niños, no es necesario hablar de las partes más feas de la cirugía. Ya bastante ha pasado Mocha como para encima asustarla con que va a doler... —recriminó Hancock, furiosa.
—No está bien mentirle a los pacientes. Mocha es una niña, sí, pero sabe más del mundo que nosotros creemos. Puede enfrentar la realidad, no necesita que la traten con algodones de más —replicó Las con firmeza.
—¡Merece todos los malditos algodones que pueda darle este hospital! —exclamó Boa, apuntándolo con el dedo.
—Merece un trato digno y honesto.
Coby tragó pesado mientras ellos continuaban su discusión. No sabía exactamente cómo interrumpirlos, pero Mocha lo valía.
Se aclaró la garganta un par de veces, ruidoso, para llamar su atención. Ambos le dirigieron miradas asesinas.
—Recibí los resultados de las analíticas de Mocha y hay algunos valores que creo que deberíamos discutir... Su PCR y potasio están elevados...
—¡Fuera, Coby! ¿¡No ves que estamos ocupados?! Ambos sabemos exactamente cómo está Mocha, así que ve a otro lado… —gruñó Traffy.
Coby apretó los labios y se retiró, pero no podía dejar de mirar esos resultados.
Llevaba varias semanas siguiendo el caso; quizás no tanto como Traffy, quizás no tan experto como Hancock, pero sabía leer análisis y esos números no le gustaban.
Coby suspiró.
Quizás no había sido un buen timing para hablar sobre Mocha; les daría su espacio. Seguro que, en cuanto se calmaran, podría dialogar con ambos.
Así que el pelirosado esperó. Hasta que los vio irse por su lado.
Abrió el archivo de las analíticas de nuevo y volvió a mirar los niveles. Luego se dirigió primero hacia Boa.
Ella estaba revisando algunas cosas relacionadas con la logística del procedimiento.
Coby suspiró y se acercó como si tuviera que hablar con una reina.
—Dra. Hancock, quería mostrarle los resultados de los análisis de Mocha hoy... El PCR y el potasio están...
—Coby, sé perfectamente cómo se encuentra mi paciente. Ayer los números se mantenían estables y hoy no van a variar...
—Pero...
—Ve a vigilar a Mocha.
Coby suspiró. Quizás podría intentarlo con Law.
Lo encontró con otro paciente, serio y claramente enfadado.
—Law, estuve mirando las analíticas de Mocha y creo que...
—¿No tienes nada que hacer? Estoy ocupado...
—Pero podríamos verlas, ¿no?
—Ahora no, Coby. Lárgate.
Coby salió rápido y volvió al terreno neutral de la bahía de enfermería.
Miró la programación de quirófanos. Iban a hacer la intervención por la noche.
Se mordió los labios, dudó un instante… y decidió ir con el único que quizás escucharía: Zoro.
Mientras Coby luchaba contra gigantes, Robin cubría urgencias un rato, más por placer que por obligación. No era su especialidad, trauma no era su fuerte, pero un poco de sangre y fluidos extra no le hacían daño a nadie.
Nada parecía fuera de lo común cuando los paramédicos entraron con un hombre robusto en camilla, cubierto con frazadas y una manta térmica. Ella se acercó.
—Hombre de 45 años, sufrió una caída desde altura, con posible contusión y brazo dislocado —informó uno de los paramédicos.
Robin asintió.
—No parece tan grave, doctora, en serio —dijo el hombre, mirándola con tranquilidad.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó Robin con amabilidad.
—Norbit —respondió el hombre, con calma.
Robin le sonrió.
—Ok, Norbit, soy la doctora Robin. No debería preocuparse, pero nos aseguraremos de todo igualmente.
—En realidad, podría ocuparse de mi hermano… caí sobre él —dijo Norbit.
Robin miró hacia atrás, pero no vio ninguna otra camilla.
—¿Dónde está su hermano? —preguntó, intrigada.
Los paramédicos se encogieron de hombros.
—Solo estaba él en la escena.
Robin volvió a mirar al paciente.
—Oh, disculpe, debí mencionarlo…
Norbit se levantó la camiseta, y lo que vio Robin la dejó sin aliento. Sus ojos se iluminaron como si hubiera encontrado el Santo Grial.
Bajo la piel del hombre, claramente visible, un fetus in fetu.
Fenómeno de circo.
Robin contempló su hallazgo tratando de contener la emoción y luego miró a Norbit.
—Deme un momento, necesito pedir una consulta con un colega.
Norbit asintió.
—Oh, claro, doctora—sonrió el paciente, después de todo, no todos los días entraba un hombre con un rostro adherido al abdomen.
Sí, un rostro: ojos, nariz, boca. Todo adherido al abdomen. Y Norbit lo tenía más que claro, pero sabía que para algunos doctores no era algo común. Menos mal que era paciente.
Robin se mordió los labios, cerró las cortinas alrededor de la cama y se alejó un poco, sacando su teléfono móvil.
"Fenómeno de circo 🤓" escribió rápido como un código secreto que solo ella y Zoro compartían.
Zoro respondió en segundos:
"¿Fenómeno de circo? ¿Dónde?"
—Urgencias. Ahora. Ven. —tecleó Robin.
Zoro no tardó ni dos minutos en aparecer junto a ella, arqueando una ceja mientras evaluaba al paciente con una mezcla de curiosidad y entusiasmo. Nunca se perdía algo que mereciera su atención.
—Fenómeno de circo, eh… —murmuró, dejando escapar una media sonrisa mientras contemplaba al hombre y su curioso gemelo parásito.
Zoro sacó su mini linterna y se acercó a Norbit.
—Soy el Dr. Roronoa, mucho gusto —dijo Zoro, sin dejar de mirar el hallazgo de Robin.
—Norbit —respondió el hombre con simpatía.
Fenómeno de circo… y además simpático.
Zoro sintió que Robin compartía su premio de la lotería. La pelinegra se aclaró la garganta, cerró un momento los ojos y luego volvió a mirar al paciente.
—Norbit, al parecer tuviste una caída desde altura y aterrizaste sobre tu… “hermano”.
Zoro mantuvo la vista fija en Robin un instante, luego miró al paciente.
—¿Cómo fue la caída? —preguntó el peliverde.
—Oh, bueno, mis compañeros y yo estábamos amarrando las cuerdas del trapecio cuando me resbalé y caí… Deben haber sido unos dos metros más o menos. Yo no estaba tan arriba.
Robin se acercó para palpar cerca del abdomen, buscando algún signo de distensión, y preguntó:
—¿Trapecio?
—Sí, trabajo en el circo… ¿No han oído hablar de él? Llegamos hace poco.
Zoro y Robin intercambiaron miradas.
“Fenómeno de circo”.
Un hombre mayor entró torpemente por la puerta principal de urgencias.
—¡Norbit! ¿Cómo estás? ¿Y tu hermano?
El paciente volteó a mirar desde su camilla.
—¡Aquí estoy! —exclamó, levantando la mano.
El hombre se acercó y suspiró con alivio.
—Menos mal, muchacho. Te vi en la ambulancia y me asusté.
Zoro y Robin intercambiaron miradas antes de fijarse en el recién llegado.
—Soy Norbit el primero, su abuelo.
Ambos doctores asintieron, sin saber muy bien qué decir.
—¿Mini Norbit está bien? —preguntó el anciano, mirando a Robin y a Zoro.
—P-pues, de momento todo parece ir bien —explicó Robin amablemente—. Haremos un par de exámenes, lo mantendremos en observación y, si no hay nada mal, entonces podrá volver a lo de siempre...
Norbit el Primero suspiró aliviado.
—Espera —dijo Zoro secamente—. Tú eres Norbit, y tú, viejo, Norbit el Primero. ¿Entonces tu gemelo parásito es...?
—Mini Norbit —respondieron al unísono el paciente, su abuelo y Robin.
Zoro no pudo evitar pensar en lo increíble —y ridículo— que era todo aquello.
—Ordenemos un TAC —comentó Zoro mientras marcaba algunas casillas en su tablet. Luego echó una mirada a Mini Norbit.
—¿Uhm... no has tenido déficits nutricionales?
—Algunas veces, pero trato de cuidar mi alimentación —respondió tranquilamente.
Robin tomó su linterna y alumbró los ojos del gemelo parásito.
—¿Dolores, calambres o movimientos involuntarios?
—No, para nada.
—¿Nunca consideraste la extracción? —preguntó el peliverde.
—No. Es mi hermanito... jamás lo dejaría ir.
Robin y Zoro intercambiaron una mirada silenciosa.
—¿Reacciona a estímulos? ¿Alguna vez lo has oído susurrar o murmurar palabras?
El paciente negó con la cabeza, pero el abuelo se adelantó:
—Yo lo he oído decir tu nombre, muchacho, en más de una ocasión...
El pelirosado se detuvo en seco frente a la camilla.
Tenía un rostro en el abdomen.
Un rostro real.
Se acercó despacio, con la mezcla de curiosidad y vértigo de quien no entiende si está en un hospital o en un circo.
—¿Eso es…? —empezó a preguntar Coby, pero no alcanzó a terminar la frase.
Zoro, con media sonrisa ladeada, completó la idea por él:
—Fetus in fetus.
Coby miró el abdomen un instante más, hasta que recordó por qué estaba ahí.
—¿Zoro, podemos hablar? —tartamudeó.
El peliverde gruñó y se hizo a un lado, siguiendo a Coby.
—¿Qué?
Coby suspiró y abrió el archivo con las analíticas.
—Niña de nueve años, preoperatorio para injertos cutáneos por quemaduras químicas.
Zoro tomó la tablet y repasó los exámenes en silencio.
—Este es el caso probono que te trajo el rubio, ¿no? —dijo en voz baja.
Coby se tensó y asintió.
—Sí.
Zoro clavó la mirada en él.
—Huelo tu miedo, gafitas.
Coby se atragantó con la saliva y empezó a explicar atropelladamente:
—Es que quieren hacer la primera cirugía esta noche, pero los niveles de PCR y potasio están elevados… intenté hablar con la Dra. Hancock y con Law, pero me ignoran.
Zoro asintió con calma.
—No pueden operar a la mocosa con esos niveles; eso ya lo sabes.
—¿Puedes… hablar con ellos? —rogó Coby.
Zoro alzó una ceja.
—¿Qué? No, claro que no.
—¡Pero a ti te escuchan!
—No es mi paciente, rosadito.
Coby suspiró y siguió a Zoro hasta la bahía de enfermería.
—Seré tu esclavo.
Zoro se detuvo, lo miró y dejó caer la idea con la brusquedad habitual:
—Primero: ya eres mi esclavo. Segundo: ya dije que no.
Coby se quedó callado, mordiendo el labio, mirando la tablet.
—También es tu paciente. Si tus adjuntos o tus titulares no te escuchan, entonces pelea por él; haz que te oigan.
—¿Y si no…? —preguntó Coby con miedo.
Zoro exhaló y le dio un consejo cortante pero sincero:
—Haz ruido. Que te escuchen. Toma el toro por los cuernos. Pero nunca vengas con otro superior a pedir ayuda: acabarás metido en una lucha de egos.
Coby lo miró fijo, serio.
—¿Está mal pedir ayuda?
—Pedir ayuda está bien —respondió Zoro—, pero Law y Hancock aún no la han cagado del todo, así que todavía puedes plantarte y pararle las manos. Si no lo logras, entonces vienes a llorar... y no conmigo.
—¿Entonces con quién? —insistió Coby, nervioso.
Zoro lo miró, grave.
—¿Quién te metió en esto en primer lugar?
Coby tragó saliva.
—Procura no llegar a esa parte y que te hagan caso…
—¿Por qué dices eso? —preguntó el pelirosado, inquieto.
—Porque ellos —dijo Zoro con frialdad— te odiarán si le fallan al rubio.
La conversación con Zoro le había dejado algo muy claro: tendría que pelear solo. Mientras regresaba al piso de pediatría, cada paso resonaba en los pasillos silenciosos del hospital, como si el edificio mismo lo retara a rendirse. Un escalofrío le recorrió la espalda al recordar que el peliverde estaba bajo investigación por mala praxis; lo suyo, en cambio, era infinitamente más simple, pero la jerarquía y la terquedad de Law y Hancock lo convertían en un laberinto imposible.
Sus manos apretaban la tablet con fuerza. Tenía que ocurrírsele algo, y pronto. No podía esperar a que lo escucharan por cortesía; tenía que hacerse notar, hacerse respetar… luchar por Mocha. Y mientras el viento imaginario de urgencias le despeinaba la mente, Coby supo que, de una manera u otra, iba a tener que encontrar su propia versión de Zoro.
Decidió armar dos estrategias.
En la primera se plantaría frente a ambos y se haría escuchar.
Primero ensayó.
Se miró en el espejo del baño de alfas.
Frunció el ceño.
Se cruzó de brazos.
¿Cómo hacía Zoro para verse más grande y generar terror en los demás?
Practicó varias veces.
Puso cara de seriedad, de pocos amigos.
Cara de “no me mires porque te arranco la garganta con los dientes”.
No, no podía fallar. Tenía que intimidar, aunque fuese solo en su imaginación.
Ese era su plan A.
Y si todo iba bien, sería el único plan.
Law y Hancock estaban en uno de los laboratorios revisando los últimos detalles de la extracción de piel que harían para Mocha.
Coby tocó la puerta y se asomó.
Semblante serio.
Mirada fija.
Incluso pensó si tener un parche en el ojo lo volvería más intimidante.
Necesitaba eso: ser imponente para que lo escucharan.
Ni Hancock ni Law alzaron la mirada; ambos compartían el silencio mientras revisaban unas imágenes computarizadas por separado.
Coby aspiró aire.
—¡Tengo algo importante que decir sobre Mocha! —su voz salió demasiado aguda.
Law hizo una mueca y lo miró con fastidio.
—¿Puedes callarte? Estoy trabajando aquí.
Coby sintió un peso en la espalda.
Bueno, al menos tenía su atención, ahora solo necesitaba…
—Coby, sé un sol y tráeme un café grande —dijo Hancock, ignorando la situación.
—Yo… —Coby trató de hablar, pero de pronto todo se dio vuelta.
—Aprovecha y tráeme uno también…
Coby se quedó con las palabras en la boca.
El plan A había fallado.
El pelirosado se sentó en la cafetería con las dos tazas de café humeantes frente a él. Necesitaba un plan B: pronto habría que empezar a preparar todo —el quirófano, el personal, los equipos— y él no podía quedarse cruzado de brazos. Resopló y miró a su alrededor; entonces vio una máquina de jugos con un cartel que decía: “Fuera de servicio”. La frase se quedó dando vueltas en su cabeza como un desafío silencioso.
Miró la hora y decidió acercarse al quirófano reservado. Todo estaba listo, limpio, organizado. “¿Y si lo arruino?” pensó, y su corazón se detuvo un instante al imaginar el desastre monetario que eso podría costar. Pero un simple cartel… podría ser suficiente.
Regresó a la cafetería en silencio y tomó el cartel con cuidado, sintiéndose un poco más imponente de lo habitual, como si el peliverde lo hubiera entrenado él mismo. Un escalofrío recorrió su espalda, pero su mirada estaba firme, decidida. Luego, con manos temblorosas y el corazón latiendo a mil, lo pegó en la puerta del quirófano reservado, sin decirle a nadie.
Coby sabía que acabaría metido en problemas y, aunque no sabía qué tan graves serían, se estaba preparando para enfrentarlos.
Realizó todo lo demás tranquilamente: preparar a Mocha, hablar con su mamá, todo normal, como si no hubiera un cartel robado pegado en la puerta del quirófano.
Hancock y Law se unieron a él, asegurándole a la mamá de Mocha que todo saldría bien, y luego, juntos, arrastraron la camilla en dirección al quirófano.
—¿Oye, funciona la máquina de jugos? —dijo una enfermera a otra en el pasillo.
—No lo sé… ¿no se supone que está dañada?
Coby los miró fijamente, como si temiera que supieran algo que era un secreto solo suyo.
—¿Coby estarás conmigo todo el tiempo? —preguntó Mocha, con los ojos cristalizados.
—Sí…
Mocha frunció el ceño:
—¡Pues no te veo con tantas ganas!
Inmediatamente la pequeña se cruzó de brazos y miró a otra parte. La camilla se detuvo de golpe.
—¿“Fuera de servicio”? —dijo Law mirando a Coby.
—Creí decirte que te encargaras del preoperatorio, así que dame una buena explicación.
La voz de Law se había oscurecido, quizás demasiado.
—¿Coby? —insistió Boa.
—Yo…
—Nos estamos retrasando, doctor.
—Tenemos todo un plan quirúrgico y Mocha no ha comido nada —insistió Law.
—¿Esto es todo lo que puedo esperar de un interno que supuestamente era de los más útiles?
Coby los miraba sin saber qué decir; todo su discurso se había deformado en su cabeza.
—¿Coby? ¿Te quedas callado?
—¿En serio es todo? ¿No nos vas a dar ninguna explicación?
—¡Ya basta!
Ambos doctores se quedaron callados.
—¡Llevo todo el maldito día tratando de decirles que los exámenes están alterados y ustedes no sacan sus cabezas del trasero, así que no me dejaron más opción que clausurar el quirófano!
—¿¡Cómo que alterados!? —dijeron Hancock y Law al unísono.
—¡Pues revisen sus correos electrónicos! —exclamó Coby, medio hiperventilando.
Los dos doctores se miraron entre sí y luego sacaron sus móviles para revisar la información. Las caras de ambos cambiaron de expresión.
Coby suspiró, porque esa era la cara de un cirujano que no puede operar.
—Regresemos a la habitación. ¿Mocha, quieres helado de chocolate? —dijo Hancock, tratando de desviar la atención de la niña.
La pequeña asintió.
—Tú, retírate —dijo Law secamente, mirando a Coby—. Ahora.
El pelirosado se apartó de la camilla y los miró mientras se alejaba. Tragó pesado. Estaba metido en problemas.
Horas más tarde, Law y Boa salían furiosos de la oficina de Sanji. Coby esperaba afuera; era la primera vez en todo el día que los veía compartir algo en común.
Supuso que eso era algo bueno, aunque quizás lo sacarían del caso, así que no vería más del drama LuLaw o del BoLu, o como fuera que le dijeran los otros internos.
—¿Coby? —
El pelirosado alzó la vista; Sanji lo miraba seriamente.
—Sígueme, por favor.
El joven interno asintió, inspiró profundo y dejó salir el aire lentamente. Nunca había visto a Sanji enojado, y le daba un poco de miedo lo que se iba a encontrar; además, Zoro también estaba allí, y eso... le daba todavía más miedo.
En cuanto entró, la puerta se cerró. Zoro estaba apoyado en una de las paredes con los brazos cruzados y la vista fija en él.
Sanji le indicó que se sentara en el escritorio, y él tomó su lugar, marcando la distancia jerárquica. Un “Aquí yo soy el jefe” silencioso, pero que quedaba claro en toda la habitación.
Coby no pudo evitar sentir los hombros tensos.
Sanji miró a Zoro y preguntó en voz baja:
—¿Están allí fuera?
Zoro asintió.
—Como buitres...
Sanji suspiró, miró a Coby y empezó a hablar:
—No puedes tomar decisiones por encima de tus superiores, incluso si ellos no te escuchan. No puedes clausurar un quirófano, ni usar palabras como “trasero” para insistir en una situación.
—Cuando seas adjunto o titular, sí puedes —agregó Zoro.
Sanji le echó una mirada asesina.
—No, no puedes. Siempre debes mantener una conducta profesional intachable. Lo que hiciste hoy fue…
—Demasiado —dijo Coby a medio suspiro—. Lo sé.
Sanji negó con la cabeza.
—Fue increíble.
Coby abrió la boca para replicar, pero nada salió; solo cerró la boca y no pudo evitar sentir calor en la cara.
—¡Pon cara de que te estoy regañando! —le riñó Sanji.
Coby se puso firme y frunció el ceño.
—Gracias por luchar por Mocha y no rendirte con ella. Te estás volviendo un gran doctor, y eso es bueno.
Coby quiso llorar.
—¿Me vas a sacar del caso?
—¿Zoro, lo sacamos del caso?
El peliverde negó con la cabeza.
—Te quedas donde estás, gafitas, pero ya no clausures más quirófanos...
Sanji asintió y miró a Coby.
—Coby, los mejores doctores son los que se mantienen firmes por sus pacientes sin temor a las consecuencias —dijo Sanji.
El pelirosado asintió y, cuando creyó que acababa, Zoro agregó:
—Pero siempre recuerda que incluso los mejores doctores tienen que aprender cuáles son los límites. No somos dioses, así que ten cuidado; es fácil confundirse.
Coby miró fijamente a Zoro y luego asintió. Hubo un momento de silencio entre los tres, entonces Sanji comentó:
—Igual tengo que ponerte un castigo, así que harás las fichas clínicas del Dr. Trafalgar, la doctora Robin y el Dr. Chopper.
Coby asintió.
—¡Oi! ¿¡Y qué hay de las mías!?
Sanji frunció el ceño y respondió:
—Tú haz tu propio trabajo, tienes que dar el ejemplo.
Coby medio sonrió y asintió.
—Muchas gracias a los dos.
—Cállate y recuerda salir de aquí con cara de tragedia —le gruñó Zoro.
Coby asintió, se levantó y salió rápidamente de la oficina.
Justo después de que Coby saliera de la oficina fingiendo que había recibido el regaño de su vida, Zoro y Sanji se quedaron solos, compartiendo un breve silencio.
Pero no se equivoquen: no era un silencio incómodo, sino el de dos personas que podían entenderse incluso sin palabras.
—Te espero en la entrada, como acordamos —dijo Zoro mientras se encaminaba hacia la puerta.
Sanji mantuvo sus ojos azules fijos en él un momento y luego asintió en silencio.
Solo cuando se quedó solo, exhaló lentamente, liberándose un poco del peso del día.
Sanji se quedó un momento más mientras organizaba sus cosas. La idea de lo que seguía le hacía un nudo raro en el estómago: era distinto a su dinámica habitual con el peliverde y, además, no estaba seguro de lo que vería.
Lo que estaba por ocurrir no era algo que imaginara, y aunque trataba de hacerse a la idea no tenía mucho éxito.
Estaba cansado, sí. Incluso alzar su abrigo le parecía agotador. Pero la pequeña promesa de lo que había más allá de la puerta del hospital le daba un golpe extra de energía.
En la entrada se encontró a Zoro sentado en una de las bancas, chaqueta abierta, algo despeinado, como si el frío fuera un invento de otros.
Sanji sacó un cigarrillo y lo encendió con habilidad mientras se acercaba a él, a vista y paciencia de todo el hospital —que, por supuesto, tenía los ojos encima.
Dio una calada y se detuvo frente a él.
—Creí que ya se te había olvidado —dijo Zoro con media sonrisa.
—Estaba guardando mis cosas.
El peliverde estiró el brazo y extendió su mano, invitándolo a que la sostuviera.
—Vamos, o se nos hará tarde.
Sanji dudó un momento, pero tomó su mano suavemente. Eran callosas, cálidas y grandes.
Squack.
Ambos miraron hacia el árbol.
—Jodido pájaro… —murmuró Sanji.
Zoro alzó una ceja, siguiendo la rama con la vista. Luego comentó como si nada:
—Es una golondrina negra de mar.
Sanji lo miró.
—¿Qué?
—Una golondrina negra de mar.
Sanji frunció el ceño.
—Como si es un gato volador, mañana se va de este hospital.
Zoro soltó una carcajada breve.
—Está protegida, así que suerte con eso.
—¡¿Qué?!
—Ya sabes, esos animales que no puedes matar porque es un crimen. Además, está empollando.
Squack. Squack.
Sanji apretó los labios. Eso significaba que no podía llamar a control de plagas ni a nadie: estaba atrapado en el hospital con el jodido animal.
—No pongas esa cara, no es tan malo —dijo Zoro, tirando de él para que dejara de mirar hacia el árbol.
Sanji gruñó.
Era malo. Muy malo.
Se alejaron de la golondrina con el eco de su trinar detrás.
Las luces de la camioneta del peliverde parpadearon, dándoles una pista de dónde estaba estacionada.
Zoro se adelantó y le abrió la puerta del copiloto. Sanji no pudo ocultar una sonrisa que se le escapó sin control.
—¿Qué?
El rubio negó con un movimiento de cabeza y subió en silencio.
Zoro lo siguió.
—¿Y dónde me llevarás? —preguntó Sanji con curiosidad.
—Calla y espera.
El vehículo salió del hospital y se metió en una avenida despejada.
—Usualmente no me enfadaría por un carrito de comida callejera, pero tengo hambre… —dijo Sanji, con un dejo de nerviosismo.
—Creo que tienes un concepto muy bajo de mí si crees que te llevo a un carrito callejero en una cita.
Sanji soltó aire y arqueó una ceja.
—Bueno…
Zoro aceleró un poco más.
—En realidad es comida del súper.
Sanji lo miró fijamente.
—…
—Es broma.
El rubio rodó los ojos y se dejó caer contra el respaldo.
A las afueras de la ciudad, oculto entre jardines y árboles altos, Zoro estacionó su camioneta.
Sanji miró a su alrededor con el ceño levemente fruncido, hasta que las vio: pequeñas lucecitas destellando entre las ramas, iluminando la entrada de un restaurante discreto, casi escondido.
Un cartel de madera, escrito con tiza, lo recibió:
“Loving Woods Restaurant & Coffee”
Debajo, los especiales del día y una lista tentadora de postres.
Sanji no dijo nada.
Quizás porque su cabeza todavía intentaba procesar lo que estaba pasando a su alrededor.
El jodido marimo sabía jugar a las citas, y lo que Sanji temía era que solo le bastara una para demostrar un punto.
El punto que los había traído hasta allí: intentarlo.
El lugar era pequeño e íntimo, iluminado por luces bajas y cálidas, con música suave flotando de fondo. Las mesas, apenas para dos o tres personas, estaban rodeadas de plantas de interior que daban al espacio un aire acogedor y secreto.
Una mesera se acercó con un portapapeles en mano y una sonrisa profesional.
—¿Tiene reserva?
—Roronoa Zoro —respondió el espadachín con una calma que parecía ensayada.
La chica recorrió la lista con la vista hasta que asintió satisfecha.
—Por aquí, por favor.
Los guió hasta una mesa junto a la ventana, desde donde se podía ver un pequeño jardín y una fuente que murmuraba en la oscuridad.
—Les traeré la carta.
—Gracias —dijeron al unísono. La mesera se retiró, y el silencio entre ellos quedó suspendido, distinto al del hospital: aquí no pesaba, aquí quemaba.
Mientras esperaban la carta, mantenían una silenciosa lucha de miradas.
—¿No vas a decir nada? —preguntó Zoro con calma.
—¿Qué quieres que diga?
Zoro se encogió de hombros.
—No sé… ¿que los marimos también pueden comer en sitios decentes?—dijo Sanji alzando una ceja.
—Usualmente sí. Pero en lo personal soy más de comida de rubio rizado.—respondió Zoro.
El rubio desvió la mirada de inmediato, murmurando entre dientes:
—Vaya coqueteo descarado.
Zoro sonrió de manera soberbia, su mirada gris fija en él, disfrutando de verlo perder la compostura.
La mesera regresó con la carta y les dejó un menú a cada uno.
—Avísenme cuando estén listos.
Ambos asintieron en silencio.
Sanji hojeó el menú con curiosidad, sorprendido de inmediato. No esperaba tanto de un lugar tan pequeño.
—Wow… —exhaló, casi sin darse cuenta.
Zoro lo miró de reojo.
—¿Qué? ¿De verdad creías que no podía traerte a un lugar bonito a comer?
—No —Sanji negó con la cabeza—, solo me sorprende que haya tanta variedad para ser un sitio pequeño.
—Bueno —replicó Zoro con una media sonrisa—, tengo más sorpresas como esta… si me dejas.
Sanji se acomodó el mechón rubio que le caía sobre los ojos, desviando la vista mientras sentía el calor subiendo a sus orejas.
Mientras las luces cálidas y el aroma a comida casera envolvían a Zoro y Sanji, en el departamento de Law y Luffy las cosas estaban algo tensas.
Law estaba frente a la estufa removiendo la comida de la cacerola, con el ceño fruncido y los labios apretados. Luffy, por su parte, entró en la cocina y se asomó con una sonrisa cálida. Law sabía que él estaba allí, sin embargo decidió actuar como si no lo viera.
Luffy no tenía la culpa. Pero su presencia, en esos momentos, solo hacía que la frustración de Law aumentara.
—¿Estás enojado? —preguntó Luffy con un tono serio pero suave.
Law exhaló lentamente mientras apagaba el fuego de la cocina.
—No, no lo estoy. Solo fue un día... largo.
Luffy se mantuvo serio. Tomó cierta distancia y se sentó en el mesón, como si supiera que debía esperar. Law volvió a suspirar. Echó la cabeza hacia atrás y, de pronto, bajó los brazos.
—¿Echas de menos a Hancock a veces? —preguntó Law.
—¿Por qué me preguntas eso? —respondió Luffy, sin entender.
—Respóndeme —insistió Law.
—¿En qué sentido? —preguntó Luffy de vuelta.
Law se mostró exasperado, apretó los puños y exclamó:
—¡No sé! ¡¿No puedes solo responder?!
Luffy se levantó un poco y se acercó. Le dio un tierno beso en los labios y luego retrocedió suavemente, como si quisiera medir la reacción de Law.
—¿Por qué estás enojado? —repitió Luffy, más calmado.
—¡Estoy enojado porque estoy harto de encontrarme con la estúpida de Boa Hancock! —contestó Law, frustrado.
Luffy permaneció callado, escuchando atentamente. Law jadeó, un poco sorprendido por la calma del otro; nunca se enojaba, o al menos no con él, y eso solo aumentaba la frustración de Law.
—Perdón... —dijo Law, pasando sus manos por el rostro—. Es que... no la soporto, eso es todo.
—Traffy... —Luffy habló con suavidad, intentando acercarse.
Law alzó los ojos y se encontró con la mirada seria de Luffy.
—Creo que me iré a casa de Ace esta noche y volveré mañana, cuando ambos estemos más calmados...
Law quiso responder, pero Luffy volvió a acercarse, le dio otro pequeño beso en los labios y salió del departamento, cerrando la puerta suavemente tras de sí.
Law quedó solo, con el eco del beso aún en sus labios y un nudo en el pecho, respirando profundamente mientras trataba de calmar la mezcla de enojo y ternura que Luffy siempre lograba despertar en él.
Law caminó hacia la puerta, asegurándose de que estuviera bien cerrada, como si no pudiera creer que Luffy se hubiera ido.
No era algo que él usualmente hiciera.
No, era algo que definitivamente no haría.
¿La había cagado? ¿Había cansado a Luffy?
En la calle, el viento helado sacudía el aire mientras Luffy caminaba hacia la parada de buses. Estaba serio, algo poco común en él, siempre tan alegre y despreocupado. Mientras esperaba, repasaba en su cabeza las palabras de Law. Trataba de entenderlo, pero cada vez que se mencionaba a Hancock, Traffy se volvía más difícil de descifrar.
Suspiró. En realidad no había querido irse, pero por primera vez desde que llevaba tiempo con el cirujano, le dio miedo decir algo y luego arrepentirse.
Mientras miraba la calle, una voz conocida lo sacó de sus pensamientos:
—¿Luffy?
La reina de Roma estaba allí, sosteniendo una bolsa de compras.
—Oh, Hancock —la saludó con un gesto de mano.
—¿Qué haces aquí a esta hora? —preguntó la mujer acercándose, notando su expresión distraída.
Luffy no supo muy bien qué responder y Boa, al percibir su titubeo, no insistió.
—Bueno… nos vemos luego en el hospital —dijo ella, sonriendo levemente.
Su estómago gruñó ruidosamente, interrumpiendo el momento de tensión, y la pelinegra soltó una carcajada. Luffy rió también, algo nervioso.
—¿Ya cenaste? —preguntó Boa.
—No, supongo que muero de hambre…
—Yo tampoco he comido —respondió ella—. ¿Me acompañas?
Luffy jamás diría que no a una invitación a comer, y antes de pensarlo, aceptó. Pero mientras caminaban juntos, un pequeño escalofrío recorrió su espalda: el pelinegro pensó en Law y en cómo reaccionaría si supiera que estaba con Hancock, solo… a cenar.