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Tierra de Hombres

Summary:

Fanfic de los merodeadores versión chilenos - Ambientado en 1981 en un periodo de dictadura.

POV Sirius Black, donde es el capataz del fundo de los Potter, "El Merodeador" y recibe al nuevo forastero recién llegado de la capital, el joven y reciente titulado en pedagogía en historia, Remus Lupin.

Esta es una historia Wolfstar, ambientada en un chile antiguo donde la homofobia estaba interiorizada y el país estaba pasando por un periodo histórico complicado, la dictadura de Pinochet.

Chapter 1: Otro forastero que ayudar

Chapter Text

Fundo “El Merodeador”, sur de Chile, 1981.

 

El relincho fuerte de Niebla Negra interrumpía el silencio de la mañana invernal. Su caballo regalón estaba listo para la jornada, con la montura bien firme, de esas que no se consiguen en cualquier lado. Era un animal negro como la noche sin luna, elegante, de mirada altiva, con ese brío que sólo los caballos buenos tienen. Sirius lo cuidaba con un cariño que no le demostraba ni a las personas. Le cepillaba el pelo largo y grueso con paciencia, hablándole bajito como si fuera un hijo. Lo había rescatado de un fundo de por allá en Los Lagos, donde lo tenían hecho bolsa. El pobre animal había llegado lleno de cicatrices, con más miedo que fiereza, pero con el tiempo y la mano firme de Black, se había ganado su lugar. Eso sí, le quedaron sus mañas: se espantaba con gatos, gallinas, perros chicos... cualquier cosa que no pasara del metro. Como si no se diera cuenta que pesaba casi media tonelada. Pero así era Niebla Negra, medio loco, medio valiente. Y nadie más lo podía montar.

—¡Oe, tan atrasaos con esos sacos, mierda! —bramó Sirius, parándose firme como roble frente al galpón. Su voz retumbó entre las paredes como un trueno de agosto—. El veterinario dijo que llegaba a las seis, ¡y ya son las cuatro! ¡Muévanse, carajo!

Los trabajadores ni contestaron. Asintieron, bajando la vista, apurando el tranco. Con Sirius no se jugaba. No porque fuera malo, sino porque tenía esa presencia que imponía respeto sin necesidad de levantar la voz más de la cuenta… aunque cuando la levantaba, temblaba el piso.

Llevaba cinco años en el fundo. Cinco inviernos enteros se había ganado bajo esa lluvia terca del sur. A los dieciséis años había llegado hecho bolsa, con la ropa pegada al cuerpo, empapado hasta los huesos, con barro hasta las pestañas. Tocó la puerta de la casona Potter sin conocer a nadie. Venía arrastrando a su hermano menor, Regulus, que parecía enfermo. Flaco, agotado, y con cara de querer llorar. Pero no lloraba, porque los Black no lloraban. Venían escapando de algo que nunca contaron en voz alta.

Vieron el letrero que decía “Fundo El Merodeador – 300 km” como si fuera una señal del cielo. Los Potter los recibieron con los brazos abiertos. Tenían fama de buena gente, y no era mentira. Les ofrecieron quedarse en la casona, ayudar con los quehaceres, tener una cama seca. Regulus aceptó de una, pero Sirius… Sirius no. A los tres días ya estaba pidiendo salir de ahí. Y así, se quedó con los caballos. Primero como cuidador, luego como domador, y con el tiempo, como capataz del fundo.

Era el perro fiel de don Fleamont Potter, el patrón del fundo. Y más que eso, era el hermano de alma de James Potter. Lo había visto crecer, caer del caballo más de una vez, enamorarse y desenamorarse en una semana, armar peleas en el pueblo y volver riéndose como si nada. Sirius le tenía un cariño hondo, como de familia.

Ahora, bajo el cielo claro del invierno austral, Black ajustaba los estribos de Niebla Negra, mientras mascaba un fósforo como si fuera un cigarro. El viento soplaba fuerte, el olor a leña húmeda y pasto fresco lo envolvía todo. Era Sirius Black, el capataz de El Merodeador. El hombre que hablaba poco, trabajaba duro, y que tenía el corazón bien guardado, ahí mismo donde nadie pudiera pisarlo sin permiso.

Se montó sobre Niebla Negra. Estaba listo. Cuando la cabeza le daba vueltas, cuando los recuerdos lo picaban como zancudos en noche de verano, Sirius cabalgaba. Se iba solo, como los hombres que tienen cosas que no dicen. Daba vueltas por los linderos del fundo como si fueran suyos, como si el mundo le debiera un pedazo de tierra que pudiera llamar hogar.

Vestía una manta negra y gruesa, tejido por manos de campo, de esos que abrigan hasta el alma. Llevaba también su sombrero de huaso, negro como la noche, adornado con plumas de águila que le había regalado un viejo mapuche de la zona. Un símbolo de respeto, de que lo consideraban uno de los suyos, a pesar de ser forastero.

Salió de los terrenos de la casona con paso firme y sin mirar atrás. Apenas tocó el camino de ripio, espoleó al caballo, que salió disparado como un rayo. Las crines de Niebla Negra se agitaban al viento, igual que el pelo largo y oscuro de Black, que se le escapaba por debajo del sombrero. El viento del sur le azotaba la cara como bofetadas frías. Le gustaba. Sentía que le limpiaba el pecho, que le barría el polvo del pasado.

La tarde invernal de finales de agosto era de esas que uno se acuerda toda la vida. El sol brillando alto, bajo un par de nubes, iluminando los campos dorados de trigo del fundo vecino. Las vacas pastando tranquilas, las hojas de los árboles moviéndose con ese ritmo calmo que tiene la naturaleza cuando nadie la jode. El aire era fresco, real. Aire de campo, de verdad, no como ese veneno gris que respiraba la gente en la capital.

“Esto es libertad”, pensó. Esto era lo que siempre había soñado. Aunque no lo dijera. Aunque no lo compartiera con nadie. De su pasado, nadie sabía ni una mierda. Sólo Regulus.

Al llegar al límite del fundo, se metió al camino principal de tierra. No era muy transitado, así que siempre aprovechaba para apretar más las riendas y galopar como si el diablo lo persiguiera. Cerró los ojos un segundo, dejando que la brisa le atravesara la piel como agujas frías. El sombrero estuvo a punto de salir volando, pero no le importó. Iba con una mano sujetando las riendas y el cuerpo inclinado hacia adelante, como si el caballo y él fueran uno solo.

Pero al abrir los ojos, lo inesperado: un tipo parado justo a mitad del camino, agachado revolviendo su bolso, como si estuviera en medio de una plaza y no en un camino de paso rápido.

No alcanzó a gritar. Ya lo tenía encima. Tiró de las riendas con fuerza, y Niebla Negra se alzó con violencia, relinchando con desesperación. El freno fue tan brusco que se fue de espaldas. Todo fue golpe, piedra, tierra dura y un grito que se le quedó atorado en los pulmones.

El suelo lo recibió sin cariño. El aire se le fue como si alguien se lo hubiese arrancado del pecho de un puñetazo. Se quedó ahí, sin poder respirar, viendo cómo Niebla Negra salía disparado cuesta arriba. Cuando por fin logró inhalar un poco de oxígeno, gritó con rabia pura:

—¡¿Cómo mierda je le ocurre pararse a mita e’ camino, peazo e’ maricón?! —rugió, con la voz rota y el cuerpo adolorido.

El desconocido, que hasta entonces estaba pasmado por la escena, se acercó con cautela, estirando una mano para ayudarlo. Pero en cuanto sus dedos rozaron los de Sirius, este se le fue encima como un puma herido.

—¡Ey, fue un accidente, hombre! —exclamó el tipo, retrocediendo de inmediato, con las manos arriba, intentando zafarse de la furia de Black.

Pero Sirius no escuchaba razones. Aún tenía el pecho apretado, el cuerpo ardiendo de rabia y el alma alborotada. Y cuando el alma se le agitaba, no había quién lo calmara fácil. Lo agarró del cuello de la camisa con rabia contenida. Sus respiraciones chocaron en el aire, pesadas, calientes. Se miraron a los ojos, a centímetros. Black deseaba golpearlo, tenía la adrenalina trepada por la garganta, pero algo en la mirada del otro lo detuvo. Tal vez fue el susto, o esa cara de no saber dónde estaba parado. Lo soltó con un bufido y lo empujó hacia atrás, soltando un suspiro largo, como si el aire mismo le pesara.

—¿Se pue’ saber qué mierda hace? —escupió entre dientes.

—Estaba buscando un cigarro... Lo siento, debí orillarme, lo sé —dijo el tipo, rascándose la nuca con torpeza, sin mirarlo directamente. Al ver que Black no respondía, siguió hablando como si su vida dependiera de ello—. Estoy buscando trabajo.

Black entrecerró los ojos, aún evaluando si valía la pena romperle la cara o no.

—¿En qué e’ bueno? Yo trabajo pa’ un fundo. Acogen a forasteros como uste’, con la condición de que trabajen sus tierras…

—Bueno… —titubeó el tipo, visiblemente incómodo—. No busco trabajar en el campo. Soy maestro.

Black soltó una carcajada fuerte, genuina.

—Claro que lo e’ —dijo, mirándolo de arriba abajo—. Con esas pintas no se lo podría imaginar suando bajo el sol, con las manos llenas e’ tierra. Tiene toa la pinta de un weón de ciudad. Clase media baja, pero presentable —agregó, sin filtro, con media sonrisa torcida.

El tipo bajó la mirada, resignado.

—Lo llevaría pal pueblo, pero me espantó el caballo —continuó, todavía con restos de risa en la voz.

—Perdóneme, señor…

—No me diga señor. Se ve más viejo que yo.

—¿Disculpe? Tengo veintiún años.

—Y yo casi veintidós. Igual, no me ande diciendo señor. —Le pegó un manotazo suave en el brazo, esta vez amistoso, como quitándole hierro al asunto.

Los dos comenzaron a caminar cuesta arriba, dejando atrás el polvo del camino, en dirección a los terrenos del fundo y más allá, al pequeño pueblo. Por el camino, el desconocido—ya menos desconocido—le contó que se llamaba Remus Lupin. Un chico venido de la capital. Se había titulado hace muy poco como profesor de historia, pero por asuntos personales—que claramente no quería compartir—tuvo que dejar todo atrás. Ahora buscaba empleo con desesperación, como quien busca un bote en medio del naufragio.

—'Ta media enreda' su situación —comentó Black, mientras esquivaban una rama baja—. Faltan como tre' meses pa' que empiecen las vacaciones… ¿no cree que buscar pega ahora es medio a destiempo?

—Lo dudo, aunque no lo había pensado… —admitió Lupin, encogiéndose de hombros.

Sirius lo miró de reojo. Algo le caía bien de ese tipo. Quizás su forma de no defenderse tanto. O esa mirada triste que a veces tienen los que ya perdieron algo.

—Mejor venga conmigo a la casona —dijo al fin—. Mis patrones son buena gente, de verdad. Y soy bien amigo de su único hijo. Lo van a ayudar, confíe en mí.

Lupin asintió en silencio. A veces, los encuentros más extraños traían justo lo que uno necesitaba. Y Sirius, aunque no lo admitiría en voz alta, necesitaba un ayudante. Los caballos y el ganado en general demandaban bastante, y él no tenía veinte manos.

A mitad del camino, entre unos matorrales, encontraron a Niebla Negra, comiendo pasto como si nada hubiese pasado. Sirius chifló con fuerza y el caballo levantó la cabeza, acercándose al reconocer la voz. Con un gesto rápido, Black se montó de un salto, ajustándose la manta al cuerpo. Luego extendió la mano hacia Lupin, quien se quedó paralizado unos segundos. Parecía asustado, como si nunca hubiera visto siquiera un caballo de cerca.

—¿Nunca ha montado? —preguntó Sirius, arqueando una ceja.

Lupin negó con la cabeza, visiblemente incómodo. Se subió con torpeza, quedando detrás de Sirius, aferrándose como pudo a la montura. Pero en cuanto Black azuzó al caballo al galope, Remus no tuvo otra opción que posar una mano en la manta del jinete, buscando algo de estabilidad.

—¿Y ahora qué? ¿Me va a abrazar? —se burló Sirius, riéndose por lo bajo—. Me voy a divertir con uste’, profe.

Y galopó más rápido.

Todo lo que había contado antes era cierto. James Potter era su amigo. Su mejor amigo. Los señores Potter, dueños del fundo, no hacían demasiadas diferencias con sus trabajadores. La amistad entre el hijo del patrón y un simple peón no era mal vista en esa casa. Cuando Sirius llegó por primera vez al fundo, aún siendo casi un niño, él y James conectaron al instante. Se metían en problemas con una facilidad asombrosa, como si fueran imanes para el caos. El señor Potter, hombre recto y de voz profunda, había tomado un rol paternal con Sirius. Lo reprendía sin piedad y lo castigaba cuando era necesario, especialmente en su adolescencia, cuando Black tenía la costumbre de escaparse al bar de putas del pueblo.

James, hijo único, vivía sin mayores preocupaciones. Sus padres eran mayores y bastante permisivos. Heredero único del fundo, tenía todo servido. Pero Sirius no podía verlo como patrón ni en broma. Para él, James seguía siendo ese mimado que se las daba de trabajador, aunque no hacía mucho más que rascarse las bolas y salir de noche a coquetearle a cuanta muchacha se cruzara. Especialmente a Lily Evans, la hija del curandero del pueblo. James estaba obsesionado con ella. Cada vez que la veía, se le transformaba la cara. Pero Lily... Lily no quería saber nada. Lo encontraba arrogante, mujeriego, y de esos que piensan que con una sonrisa ya tienen el mundo ganado.

Sirius lo sabía bien. Y le divertía mucho ver cómo su amigo, tan seguro de sí mismo, se desarmaba frente a una mujer que no lo tomaba en serio.

Al llegar a la casona, Sirius dejó el caballo en una esquina y desmontó con agilidad. Remus, en cambio, tuvo bastantes problemas. Al bajar, se le resbaló el pie y casi se va de bruces al suelo. Sirius apenas contuvo una sonrisa. La escena era simplemente fantástica. Aunque no se burlaba abiertamente, recordaba bien que, cuando él había llegado por primera vez, los caballos también le daban miedo. Incluso evitaba mirarlos a los ojos.

Se acercó a la puerta principal y la abrió. Limpiándose las botas embarradas en la alfombra de entrada, le hizo un gesto a Lupin para que lo siguiera. La casa era preciosa por dentro, amplia y luminosa. Tenía forma de T, con un largo pasillo que desembocaba en un patio trasero donde se levantaba una pequeña iglesia familiar. Caminaron en silencio por el pasillo, hasta detenerse frente a una puerta gruesa de madera, enmarcada por dos lámparas de metal negro que lanzaban una luz cálida sobre la pared.

Justo cuando Sirius levantaba la mano para tocar, un grito los sobresaltó:

—¡¿Qué hacen en mi casa, comunistas de mierda?!

Ambos se giraron al instante, claramente asustados, hasta que Sirius reconoció la voz. Se relajó al instante.

—Weón imbécil —murmuró, viendo a James Potter aparecer entre risas, aplaudiendo como si acabara de contar el mejor chiste del mundo.

Si no fuera el hijo del patrón, ya le habría metido un manotazo en el brazo.

—Tranquilo, Lupin —dijo Sirius, notando que Remus no se reía ni un poco—. Este e’ el joven de quien le hablé, el señorito James.

Remus abrió los ojos, algo confundido, y estiró la mano con cierta timidez. James se la estrechó con entusiasmo.

—Mucho gusto, compañero —dijo—. ¿Buscan a mi padre? No está. Fue al pueblo con mi madre a visitar a los MacDonald. Dicen que la señora está muy mal.

—Hm… Quería presentarle a Lupin —respondió Sirius.

—¿Y a qué viene? —preguntó James, entornando los ojos.

—Otro forastero que hay que ayuar —respondió Black, encogiéndose de hombros.

—Ya veo… —James lo miró, como analizándolo—. ¿Tiene algo en mente?

—Eh… Bueno, yo… —titubeó Remus.

—Viene como ayuante —interrumpió Sirius rápidamente, antes de que pudiera protestar—. Es maestro, pero le comenté que en unos meses son las vacaciones y que encontrar empleo ahora 'ta peluo. Además, la única escuela del pueblo ya está llena…

—Eso es cierto —asintió James—. Y nos vendría bien un nuevo cuidador.

—Yo no cuido animales —saltó Lupin, frunciendo el ceño.

—¿Se está poniendo mañoso, Lupin? —bromeó James—. Así no llegará a nada…

Remus rodó los ojos, resignado. Pero Black le propinó un zape en la nuca, juguetón, mientras le decía que no le faltara el respeto al señorito James.

Poco después, los tres salieron de la casona. A Sirius, por alguna razón, permanecer más de cinco minutos dentro lo hacía sentirse incómodo. Como si no perteneciera a ese lugar. Se ahogaba.

Se apoyaron en el barandal de piedra que rodeaba la entrada, contemplando en silencio el paisaje. El jardín era hermoso y extenso, cubierto de manzanos florecidos que desprendían un suave aroma dulce. En el centro destacaba una fuente de piedra pintada de blanco, adornada con una delicada estatua de querubín que lanzaba agua por la boca.

A un costado de la casona, más allá de un pequeño grupo de árboles, se encontraba una cabaña de madera: el lugar donde vivía Sirius. Su cercanía con la familia Potter lo había llevado a vivir en los terrenos, por si ocurría alguna emergencia. No era raro que en plena madrugada tuviera que salir a los tiros con la escopeta al hombro para ahuyentar a los ladrones.

En la parte posterior del terreno, más allá del campo, un camino de tierra conducía hasta un río de aguas cristalinas, que serpenteaba entre sauces llorones. Allí solía bañarse Sirius en los veranos junto a James, riendo como si el mundo no les pesara.

Este lugar era un verdadero paraíso, considerando la situación actual del país. Black no había querido preguntar demasiado, pero sospechaba que había algo más tras la partida repentina de Remus desde la ciudad. Es decir, ¿quién dejaría todo para venir a perderse en un rincón tan remoto de Chile? Además, era maestro, lo cual decía aún más. Pero él no era de esos que se metían en la vida del resto. Solo lo veía como una buena oportunidad para tener menos trabajo. Además, ayudar a la gente le sentaba bien. Sobre todo si no tenían un lugar donde vivir.

—¿Vio la marcha que se armó en agosto del año pasado, Lupin? —preguntó Sirius, con una sonrisa ladeada—. De más que sí la vio…

—Por supuesto que la vi —respondió Lupin, sin dignarse a mirarlo.

—¿Y qué votó, ah? Maestro... —insistió Sirius, como quien tantea el terreno.

—Eso es… privado —dijo Remus, con tono cortante.

—Tranquilo, Lupin —intervino James, apoyado contra un pilar de madera, con una sonrisa algo más amable—. En esta casa hay libertad de expresión, no se preocupe. —Hizo una pausa breve antes de agregar—: Y si le hace sentir mejor… aquí se votó por el “No”.

Remus lo miró, y esbozó una pequeña sonrisa. Ese comentario pareció relajarle un poco. Black no era precisamente un apasionado por la política; de hecho, era bastante ignorante en ese ámbito, pero solía seguir lo que el señor Potter dictaba, sin hacer muchas preguntas.

Cuando la conversación comenzaba a escalar, un ruido fuerte en el fondo los interrumpió. Era el motor de un auto. Los señores Potter estaban llegando. Los nervios de Lupin volvieron a florecer.

El auto se estacionó en la entrada, y Black se apresuró a abrir la puerta para la señora Potter. La ayudó a bajar; ella venía visiblemente afectada, con la mirada caída. Sirius comprendió de inmediato lo que había sucedido. La señora MacDonald había fallecido esa misma tarde, y al menos habían tenido el consuelo de estar junto a ella en sus últimos suspiros.

Un jovencito elegante apareció corriendo para ayudar a la señora. Estaba pálida, débil y muy desanimada. El joven era su hermano: el perro fiel de la señora Potter, como solían decirle.

—Es una lástima —comentó Fleamont, cerrando la puerta del auto con cuidado, mientras abrazaba a su hijo—. Mañana será el funeral. Iremos todos. Incluido usted, Black. Tengo entendido que tiene buena relación con la señorita Mary, le hará falta.

—Así es, señor… Ahí estaré.

Fleamont se giró entonces hacia Lupin, con una ceja levantada.

—¿Y este joven, quién es?

—Es Remus Lupin, padre. —Se apresuró a explicar James—. Viene de muy lejos. Está buscando trabajo… y un lugar donde vivir.

—Las cosas están complicadas, joven… Pero no puedo rechazarlo si ya está aquí.

—No se preocupe, señor —dijo Remus, con educación—. Buscaré en otro lado.

—¡Claro que no! —exclamó James, dando un paso adelante—. Necesitamos un ayudante para Black, ¿no es así, padre?

—Eso… eso es verdad. Pero lamentablemente no puedo ofrecerle un lugar donde quedarse. Me temo que está todo ocupado en esta zona. Tendría que alojar en el pueblo…

—No se preocupe, señor. Con que me reciba aquí me basta y sobra.

—No sea modesto —interrumpió Black—. Puede vivir conmigo.

—Esa sería una buena opción. —Asintió el señor Potter, con una sonrisa amable—. Esa casa tuya es bastante espaciosa. Siempre pensé que tenia muchas comodidades, jovencito.

Lupin no supo qué responder por un buen rato, pero al parecer no tenía más opción que aceptar. Después de todo, nadie sabía cuánto tiempo llevaba buscando un lugar donde vivir. Y qué mejor que tener al hombre más simpático, empático, paciente y cariñoso del mundo: Sirius Black. Dicho por nadie, nunca.

Chapter 2: El funeral

Chapter Text

Fundo “El Merodeador”, sur de Chile, 1981.

 

Esa noche fue la primera en mucho tiempo—quizás en años—que Sirius Black no dormía completamente solo en su cabaña. Y no es que le molestara la soledad; de hecho, hasta la disfrutaba. Pero incluso él debía admitir que la presencia de otro ser humano haciendo ruido, respirando, ocupando espacio, traía consigo una extraña sensación de compañía que no sabía si le gustaba o no.

Lupin, por su parte, había llegado con lo mínimo. Un bolso de cuero gastado, lleno principalmente de libros y un par de prendas dobladas a la rápida. Parecía más bien que se había escapado que mudado, como si no hubiese tenido tiempo—o ganas—de armar una maleta decente. O quizás, simplemente, no tenía más que eso. Lo dejó a un costado de la cama, sin mucho que desordenar.

La habitación que Black le asignó estaba justo al lado de la suya. Era chica, con paredes de madera mal aisladas, y olía a polvo y encierro. La cama tenía un colchón hundido y una manta gruesa que claramente no se lavaba desde que Pinochet asumió el mando. Un mueble bajo, cojo de una pata, descansaba en una esquina. La lámpara del techo colgaba inútilmente, sin ampolleta.

—Ya la va a poner ma' cómoda… —dijo Black encogiéndose de hombros, como si eso fuera suficiente explicación para la precariedad.

La cabaña entera era de una humildad casi pintoresca: un piso de madera que crujía con cada paso, una cocina de campo con una cocina a leña vieja que escupía más humo que calor, un comedor pequeño con una mesa redonda para tres personas—cuatro, si se apretaban mucho—, un sillón de género rasposo y dos habitaciones angostas con puertas que no cerraban bien.

Lupin paseó la vista por el lugar, sin saber si sentirse agradecido o arrepentido.

—¿Y el baño? —preguntó al rato, con una voz baja, como si supiera que la respuesta no le gustaría.

Black soltó una carcajada que rebotó en las paredes de madera.

—¡Ja! ¿Se cree uste que voy a tener baño yo? ¡Ya sería mucho pue', 'eñor!

Lupin lo miró como si no supiera si hablaba en serio. Y Black, sin perder la sonrisa, señaló por la ventana con la mano abierta.

—Afuerita no ma'. Y si es una emergencia, va al baño común de los trabajadore'. Eso tan por allá… detrás del galpón, pasa el corral, y dobla donde 'tan las gallinas.

Remus se quedó mirando a través del vidrio empañado. Todo era oscuridad allá afuera, apenas algunas siluetas de árboles y estructuras borrosas bajo la luz tenue de la luna. Suspiró, profundo, como quien intenta resignarse a una realidad que le queda grande y ajena. Luego se dejó caer en el sofá, con un crujido que le recordó que hasta sentarse requería cuidado en ese lugar.

—Esto va a ser toda una experiencia… —murmuró para sí, mientras Sirius se servía un trago.

A la mañana siguiente, antes de que siquiera el gallo pudiera recordar que tenía que cantar, Sirius Black ya estaba de pie. Se levantó como siempre: sin hacer mucho ruido, sin estirarse, sin pensar. Solo se levantó. Llevaba puestas las mismas prendas del día anterior—una camisa a cuadros desabrochada, un pantalón de mezclilla gastado y unas botas con más tierra encima que su propio patio—. No recordaba la última vez que las había lavado, y la verdad, tampoco le importaba.

Salió de la cabaña, con paso firme, y se dirigió directo al grifo de afuera, uno que colgaba torcido desde la pared como si estuviera a punto de rendirse. Abrió la llave y dejó que el agua helada—recién bajada del río—le golpeara la cara como una cachetada. Se mojó el pelo con las dos manos, resoplando por el frío, y luego escupió al suelo con la naturalidad de quien lo hace cada mañana.

Ese día no sería como cualquier otro. Había mucho por hacer. La señora MacDonald había muerto la tarde anterior, y el funeral sería al mediodía. El señor Potter le había dejado bien claro que debía ir, que no podía faltar, que la jovencita Mary se lo merecía. Así que tendría que adelantar todo lo posible antes de partir.

Volvió a entrar en la cabaña, esperando escuchar algún ruido proveniente del cuarto del “profesorcito”, pero todo estaba en absoluto silencio. Se preguntó si el tal Lupin había entendido que, en el campo, el día empezaba cuando todavía era noche. Pensó en golpear la puerta con los nudillos, pero se le ocurrió una mejor idea: la abrió de una sola vez, con ese estilo sutil y delicado que lo caracterizaba—casi una patada, pero hecha con cariño—. Se quedó apoyado en el marco de la puerta, una mano en el cinturón y la otra rascándose la cabeza.

—¡Buenos día', princesa! —soltó con una sonrisa burlona al ver la expresión de Remus, que lo miraba desde la cama con ojos desorbitados, como si lo hubieran despertado con un balde de agua.

—¿Qué hora es?... —murmuró Lupin, con voz ronca y confundida, medio tapado aún.

—La hora e’ trabajar —respondió Black, como si fuera lo más obvio del mundo.

Lupin suspiró y se pasó la mano por la cara, resignado, murmurando algo sobre lo poco civilizado que era vivir fuera de Santiago.

Unos quince minutos más tarde, ambos hombres salieron de la cabaña listos para comenzar el día. O al menos eso intentaba aparentar Lupin, que seguía con cara de recién levantado y arrastraba los pies como si lo estuvieran llevando a la horca. El cielo, aunque todavía teñido de tonos azul oscuro, comenzaba a clarear poco a poco. Por lo menos ya no era noche cerrada, y el canto de los pájaros le daba al aire un tono menos hostil.

Black, en cambio, caminaba con paso enérgico, casi contento. Tenía el trabajo perfecto para que su nuevo compañero empezara con el pie derecho en el campo. No era un trabajo glamoroso, ni uno que requiriera demasiada inteligencia, pero sí mucha tolerancia... especialmente nasal. Lo mejor de todo es que a él le parecía graciosísimo que fuera precisamente el señor Lupin—tan pulcro, tan santiaguino, tan intelectual—quien tuviera que hacerlo.

—¿Alguna vez ha tenío que limpiar mierda e’ animal, Lupin? —preguntó con una sonrisa traviesa, casi infantil.

—Solo la metafórica, señor Black —respondió, sin mirarlo, con esa voz seca que usaba cuando estaba irritado pero intentando ser diplomático.

—Que no me diga ’eñor… me hace sentir viejo y decente.

Lupin soltó un suspiro y no respondió.

Llegaron a los establos. Las tablas crujían bajo sus pies y el olor los recibió con una bofetada invisible, fuerte y penetrante. Black abrió las puertas con familiaridad y un par de trabajadores se acercaron a sacar los caballos, guiándolos hacia el corral para que estiraran las patas. El aire dentro del establo estaba espeso, tibio y saturado de un aroma que combinaba heno, humedad y pura mierda de caballo.

Lupin apenas cruzó el umbral hizo una mueca que intentó disimular. Pero no pasó desapercibido. Black lo miró de reojo y no pudo aguantarse: soltó una carcajada ronca y sonora.

—Ya, profe. Se pone esto. —Le pasó unos guantes de cuero viejo y un pañuelo para cubrirse la nariz—. Agarra esa pala, y me sigue.

Lupin lo miró como si estuviera presenciando el momento más bajo de su vida.

—¿Qué voy a hacer exactamente?

—Limpiar lo que cagó el caballo de James —respondió Sirius, como si fuera algo solemne.

—¿Ese caballo blanco?... ¿El tan elegante?

—Sí, ese mismito. —Black se apoyó en la horquilla de madera, sonriendo—. Caga como cualquiera.

Lupin contuvo otra arcada, se ajustó el pañuelo en la cara con resignación y caminó hacia el rincón indicado, donde lo esperaba una montaña tibia de bienvenida.

—Yo lo tengo que dejar. —Chasqueó la lengua—. Tengo más trabajo que hacer, antes de los funerales.

—¿No hay otra cosa que pueda hacer, en vez de limpiar mierda?

Sirius levantó la ceja, se cruzó de brazos y sonrió con sorna.

—¿Prefiere supervisar a los trabajadores y que naie falte?, me toma bastante rato recorrer to' el fundo

—...

—¿O subir el cerro a buscar una vaca que se arrancó?

—Mmh…

—¿O correr tras un chivito cabrón que se metió al canal?

—...

—¿O meterse hasta las rodillas en barro a desatascar una acequia con una pala rota?

—Ya entendí.

—Entonces agarre la pala, maestro. Créame, hoy le tocó lo mejorcito.

La mañana de Black fue todo menos tranquila, tal como lo había advertido. Y no estaba exagerando. Como capataz de la parcela, su deber no era solo dar órdenes desde una silla: tenía que asignar tareas a los trabajadores, supervisar el terreno, asegurarse de que los peones y los animales estuvieran bien, que se respetaran las normas, y aún así cumplir con sus propias labores físicas del día. No era raro que terminara sudando antes de que el sol estuviera del todo arriba.

Fue en búsqueda del chivito, escuchó un chillido agudo entre los arbustos. Se acercó con cautela y lo encontró atrapado en un enredo de mallas oxidadas y ramas gruesas. El animalito pataleaba con fuerza, empapado y cubierto de barro. Black soltó un gruñido, se agachó y, sin pensarlo mucho, lo liberó con cuidado. Se lo cargó al cuello como un saquito de papas, sintiendo cómo las pezuñas le golpeaban la espalda con cada paso.

A su lado, arrastraba con la cuerda a Niebla Negra, su caballo de batalla, que bufaba como si estuviera más indignado que él. De regreso a la parcela, dejó al chivo en el corral con los demás y salió corriendo a buscar a la madre, esperando que no estuviera muy lejos. No era la primera vez que un animal se perdía, pero siempre se le hacía un nudo en la garganta cuando se trataba de crías. Había algo en ellos, en su inocencia torpe, que lo dejaba callado por dentro.

Se sentó un momento en la cerca de madera, cubierto de barro hasta las rodillas, y se quedó observando cómo el chivito exploraba su entorno con curiosidad. A veces intentaba no pensarlo demasiado, pero era inevitable: todos esos animalitos que ahora jugaban despreocupados estaban siendo criados para el matadero. Tan vivos, tan confiados. Le recordaban su propia infancia. Claro que no literalmente—aunque, metafóricamente, él también había sido criado para el matadero—. Solo que él alcanzó a escapar antes del cuchillo. Junto a su hermano.

Cuando el sol estuvo alto y la hora del funeral se acercaba, ensilló nuevamente a Niebla Negra y galopó hacia la casona. Al llegar, divisó al señorito James, sentado con elegancia en una banca de metal frente a la entrada. Vestía un traje oscuro, sobrio, perfectamente planchado. Contrastaba con todo el polvo del campo.

Black desmontó con soltura, ató la rienda a una estaca de madera y caminó hacia él. Al pasar, se tocó el borde del sombrero en un saludo respetuoso, el tipo de gesto que aprendió en el campo, no en casa. Luego se plantó frente al señorito con la seriedad que la ocasión merecía.

—¿Así piensa ir, Black? —bromeó James al verlo llegar hecho un desastre, con la camisa abierta hasta el pecho, el pantalón cubierto de barro seco y el cabello aún húmedo por el agua del canal.

—Yo creo… —respondió Sirius con una media sonrisa—. ¿Cree que su honorable padre me deje entrar así? Total, es un funeral en el campo, ¿no?

Antes de que James pudiera replicar, la puerta principal de la casona se abrió de par en par y el mismísimo señor Potter apareció en el umbral. Lo primero que hizo fue entrecerrar los ojos al ver a Sirius… luego alzó una ceja y se llevó teatralmente la mano a la frente, como si presenciara una tragedia griega.

—Niño… —suspiró con resignación—. Necesitas un baño urgente. Y ropa decente. ¿De dónde vienes, del infierno?

—No se preocupe, ’eñor —dijo Black con su tono huaso, mientras se sacudía un poco la chaqueta—. Me saco las botas y ya estoy listo pa’ llorar a la difunta.

El señor Potter no contestó. Se limitó a negar con la cabeza, con esa expresión mezcla de paciencia y derrota que solo los padres de muchos hijos sabían dominar, y caminó hacia él con paso firme. Antes de que Sirius pudiera reaccionar, lo tomó del brazo con firmeza y lo arrastró como a un niño rebelde hacia el interior de la casa, refunfuñando algo sobre “las apariencias” y “el respeto mínimo por los muertos”.

—¡Pettigrew! —gritó con fuerza mientras cruzaban el pasillo—. ¡¡Pettigrew, por Jesús, muévete!!

Al cabo de unos segundos, apareció un muchacho bajito, regordete y con una expresión tan pálida como si él mismo fuera a ser velado. Se paró derecho al ver al señor Potter, nervioso como siempre.

—¿Sí, señor?

—Prepara un baño para el joven Black. Y que se ponga algo acorde al funeral, por favor. Busca entre la ropa vieja de James… alguna camisa blanca, un pantalón que le quede. Algo limpio. Y sin barro.

—S-sí, señor… de inmediato.

Sirius le lanzó una mirada entre cómplice y resignada a James, que se aguantaba la risa desde la puerta. Mientras Pettigrew corría por el enorme pasillo, el señor Potter ya lo estaba empujando hacia el baño como si fuera un adolescente mal portado que venía llegando de una pelea en la calle.

El agua caliente le sentó como una bendición. Las únicas veces que podía darse un baño decente eran en ocasiones como esta, cuando el señor Potter quería presentarlo como un ser humano y no como una bestia del campo. Se quedó más de lo necesario, jugando con la espuma. El agua, que al principio era clara, ahora estaba casi negra: barro, sudor, polvo… y quizás hasta los pecados, como le gustaba bromear.

Se levantó de la enorme tina de metal para alcanzar una toalla cuando, sin previo aviso, la puerta se abrió de golpe.

—¡Weón! —gritó Sirius, tapándose con las manos.

—Vine a dejarle su ropa, hermanito —respondió Regulus, sin inmutarse y con una mirada que, más que fraternal, parecía una amenaza—. ¿Y para qué se tapa? Si lo he visto entero antes. Tampoco es como que tenga mucha dignidad que cuidar… —Dejó el montón de ropa doblado en una banca de madera junto a la pared.

—¿Va a ir al funeral? —preguntó Sirius, aún incómodo.

—No lo sé…

—De seguro Rosier va. Hace tiempo no se ven.

Regulus se quedó callado un segundo, como si pensara en voz baja.

—Me lo pensaré… —respondió antes de salir, cerrando la puerta con un golpe suave.

Al salir del baño, Sirius no se reconocía. Se sentía tan limpio que parecía flotar dentro de la ropa prestada. Le apretaba un poco en el cuello, y las botas lustradas lo hacían caminar extraño, como si le hubieran robado su andar de campo.

Afuera, la familia Potter ya lo esperaba. Todos impecables, vestidos de luto con elegancia. Euphemia Potter se veía claramente afectada, tomada del brazo de Regulus—una imagen curiosamente tierna—. El señor Potter, al ver a Sirius tan bien presentado, sonrió con orgullo y lo abrazó con fuerza, dándole unas palmadas en la espalda.

—¿Y el chico nuevo no nos va a acompañar? —preguntó, refiriéndose a Lupin.

—Con to’ el respeto del mundo, ’eñor… pero él no tiene na’ que ver con esto. Mejor que se quede trabajando no ma’.

—No sea malo, joven Black —dijo el señor Potter con una sonrisa tranquila—. Así aprovecha de conocer a la gente del pueblo. Le hará bien.

Sirius suspiró, resignado, acomodándose el cuello rígido de la camisa.

—Ta bien ’eñor… Uste’ manda aquí.

Pettigrew fue en búsqueda del joven Lupin. Él era un servidor de la casona; había nacido en ese lugar y prácticamente había sido criado por los Potter, ya que él y James nacieron con pocos meses de diferencia. Gracias a eso, tenía bastantes facilidades dentro del terreno. Se la pasaba afuera, arreglando el jardín—era un fanático de la naturaleza— y a menudo se encargaba de las comidas o atendía los pedidos del señor Potter.

Peter era un tipo raro, al menos según la perspectiva de Sirius. Jamás le terminó de caer bien, pero hacía su mejor esfuerzo por ignorarlo. Después de todo, era amigo de James, y Sirius seguía al señorito como si fuera una ley. Años atrás habían tenido varios roces, cuando ambos eran adolescentes. Sus personalidades chocaban constantemente, pero los señores Potter se habían encargado de calmar las aguas. Ahora, preferían mantener una relación estrictamente profesional.

Cuando Peter apareció junto a Remus, este venía pasado a cigarro, dejando en evidencia que había fumado hacía poco. El señor Potter lo olfateó de inmediato y también lo mandó a bañarse, sin aceptar excusas. Remus obedeció sin rechistar, y al rato apareció con su traje: el que había traído para dar clases. Le había pedido a Sirius traerlo de la cabaña. Ahora todos estaban listos para ir al funeral.

Los señores Potter se marcharon en su elegante automóvil, brillando como siempre entre la gente del pueblo. Sirius, en cambio, los siguió detrás en una vieja carreta tirada por dos caballos. Dentro iban sentados Remus, Peter, Regulus y un par de trabajadores más. El traqueteo constante de las ruedas sobre la tierra húmeda lo hacía pensar.

¿Qué hacía ahí? ¿Asistiendo a un funeral? No era su estilo. Seguramente el lugar estaría lleno de gente con la que no quería hablar. Él solo quería trabajar. Pero, claro… el señor Potter se lo había pedido, y Sirius no sabía negarse. Además, Mary—la hija de la difunta—lo conocía desde hacía años, y aunque nunca fueron cercanos, no podía darse el lujo de despreciar la situación. Fingir respeto, eso haría. Porque en el fondo, la señora no le caía ni un poco bien.

Suspiró pesadamente. Hubiera preferido llegar al pueblo montado en Niebla Negra, vestido de huaso, siendo el centro de atención. Las muchachitas del pueblo se volvían locas por él, y eso le fascinaba. No podía esperar a que llegara su cumpleaños—faltaba muy poco—. Era tradición que él y James salieran a beber al famoso bar de putas que funcionaba bajo absoluta clandestinidad. Este año, además, pensaba arrastrar a Lupin con ellos, quisiera o no. Tenía que vivir, aunque fuera un poco.

Cuando llegaron al pueblo, estacionó la carreta a un costado de la pequeña iglesia de madera. Estaba repleta de gente. Pueblo chico, infierno grande. Nadie se perdía un funeral, sobre todo si era una de las matriarcas de la zona. Sirius bajó de un salto y fue a ayudar a Regulus. A pesar de haber sido criados igual, su hermano era de otra pasta. No había nacido para ensuciarse las manos. El barro, el trabajo pesado… nada de eso iba con él. Regulus se sentía más cómodo entre tazas de porcelana y conversaciones refinadas. Así que bajarlo de la carreta sin que acabara empapado de barro fue casi un acto heroico. Por poco tuvo que tomarlo en brazos.

Una vez en tierra firme, Regulus desapareció entre la multitud. Seguramente había ido a buscar a sus amigos. Rara vez podía juntarse con ellos, así que aprovechaba cualquier oportunidad. Por ejemplo, con Barty Crouch Jr solo se veían durante las vacaciones: él estudiaba abogacía en la capital, y pasaba los veranos en el fundo de su padre, el dueño de las tierras vecinas.

Sirius se quedó mirando la iglesia por unos segundos. Imaginó su propio funeral, con la misma cantidad de gente. Tal vez hasta más. Hombres con sombreros oscuros, mujeres llorando, caballos amarrados al costado. Le pareció gracioso imaginarlo, aunque no sabía si alguien lloraría por él. Quizás James. Quizás Regulus. Peter… tal vez. Pero no se engañaba, la muerte no era para pensarla en voz alta.

Con un movimiento lento, se sacudió el barro de las botas y caminó hacia el templo. Fingir respeto. Solo unas horas. Y después podría volver a su rutina, a la suciedad y el trabajo, donde todo tenía más sentido. Lupin caminaba detrás de él, visiblemente incómodo. Había olvidado por completo que nadie lo conocía en el pueblo. Perfecto, ya tenía una excusa para no entrar a la iglesia. Lo tomó del brazo y comenzó a escanear el lugar en busca de un rostro familiar. Por suerte, encontró uno rápido: Lily Evans.

—¡Señorita Evans! —saludó con una cortesía inesperada.

—Buenas tardes, Black —respondió ella, con una leve sonrisa. Su rostro, aunque sereno, tenía la marca del cansancio emocional—. Una pena esta noticia, ¿no? Mary está tan afectada… Debería ir a consolarla. Con su permiso...

—Eh, señorita… —Sirius la detuvo con suavidad, apenas tocándole el brazo. Se notaba que le incomodaba ese tipo de contacto, más aún con una dama—. Disculpe, antes de que se retire… Quería presentarle a alguien.

Evans se giró, curiosa, y clavó sus ojos en Lupin. El profesor se quedó congelado un segundo.

—Este muchacho e’ Lupin, e’ nueo por aquí… —Lo miró con intensidad—. ¡Salue , mierda! —le espetó, dándole un manotazo suave en la cabeza.

—Un gusto, señorita… —respondió rápidamente, aún sobándose la nuca y lanzándole una mirada envenenada a Black—. Mi nombre es Remus Lupin. Soy profesor de historia de oficio… pero actualmente estoy trabajando para los Potter.

—¡Oh! Un profesor… —comentó Lily con interés, sonriendo con dulzura—. Debe ser usted un hombre muy culto e inteligente.

—Bueno… un poco, yo…

—Inteligente, pero no con los animales —lo interrumpió Black con una sonrisa maliciosa.

Los tres rieron por lo bajo. Lily les dedicó una última mirada amable antes de excusarse para ir con Mary. Sirius, entonces, se dedicó a recorrer el lugar con Lupin a cuestas, presentándolo a todo el mundo. Si lograba que lo conocieran, tal vez le sería más fácil conseguir empleo cuando dejara de trabajar para los Potter. Esa era su forma—algo ruda, pero efectiva—de ayudarlo.

Cuando comenzó la misa, Sirius ya estaba sentado en las primeras filas, junto a la familia Potter. No podía estar más aburrido. Odiaba la iglesia. Solo pisaba una cuando la señora Potter lo tomaba desprevenido y le pedía que la acompañara con ese tono que no admitía negativas. Fuera de eso, las evitaba como si quemaran. Lupin, por su parte, parecía un poco más tranquilo. Quizás por haberse presentado, o quizás por el hecho de estar rodeado de desconocidos que aún no lo juzgaban.

Cuando se dirigieron al cementerio, el clima pareció acompañar el momento: el cielo se había cubierto de un gris apagado. Aunque la primavera se insinuaba en el aire, el invierno aún se aferraba con fuerza. El viento helado se colaba entre los abrigos, y el ambiente se volvía cada vez más pesado, como si el mismo cielo cargara con la pena del día.

Fue un momento desgarrador, incluso para Black. Escuchar los sollozos de Mary quebró algo en su interior. No le gustaba verla así. A escondidas de todos, disimuló una lágrima y la secó con el puño de su camisa, fingiendo que se acomodaba el cuello. Nadie dijo nada, y eso fue suficiente.

Al finalizar la ceremonia, se acercó a darle el pésame. Mary lo abrazó con fuerza, sin palabras, con ese tipo de abrazo que dice más que cualquier frase. Sirius, sin perder oportunidad, aprovechó para presentarle a Lupin. Parecía como si fuera su nueva mascota, y estuviera orgulloso de mostrárselo al mundo.

—Él es Lupin, trabaja con nosotros —dijo con tono casual.

Mary le dedicó una sonrisa suave, algo ausente, pero agradecida.

Más tarde, Sirius, James y Remus se sentaron juntos en una de las bancas del cementerio, esperando a que los señores Potter decidieran que era hora de irse. El aire estaba quieto, salvo por el crujir de los árboles que se mecían bajo el viento. El cielo seguía gris, como si también quisiera llorar.

—Odio los funerales… —dijo Lupin de repente, rompiendo el silencio.

—¿Y eso? —preguntó James con suavidad.

—He estado en muchos a lo largo de mi vida. He visto morir a demasiada gente. Estoy cansado, eso es todo —respondió, sin mirar a ninguno de los dos.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Sirius y James se miraron brevemente, pero no dijeron nada. Era como si no supieran qué responder, o quizás, sabían que nada sería suficiente.

—Hace poco estuve en uno —continuó Remus, con la voz un poco más baja—. El de mi madre.

Silencio absoluto. James se inclinó ligeramente hacia él y le posó una mano en el hombro. Le regaló una sonrisa que no intentaba consolar, solo estar presente.

Sirius, en cambio, se quedó quieto. Esa confesión había tocado algo profundo, algo que aún no estaba del todo sanado. No dijo una sola palabra. Solo bajó la mirada, sintiendo cómo las palabras de Lupin removían sus propias heridas. Porque él también conocía la pérdida, aunque rara vez la nombrara.

Se quedaron así, los tres, mirando el paisaje en silencio. Los árboles que se mecían suavemente, las hojas bailando en el aire, el cielo encapotado, a punto de romperse. A lo lejos, el chillido de los treiles rompía la quietud. Malditos pájaros… Sirius los amaba. Siempre le habían parecido nostálgicos, como si su canto perteneciera a otro tiempo. A otro lugar. Al sur.

Cuando regresaron a la casona, Sirius se bajó de la carreta con un suspiro profundo. El día había sido largo, pesado en más de un sentido. Mientras los señores Potter se resguardaban dentro y los demás comenzaban a dispersarse, Black decidió terminar algunas tareas que había dejado pendientes. A Lupin, sin embargo, le indicó con un gesto que se fuera a descansar. “Váyase, se lo ganó”, le dijo, sin mirarlo demasiado.

El sol ya comenzaba a ocultarse tras las montañas cuando Sirius se cambió de ropa, calzó los guantes de cuero y volvió al trabajo. Primero se aseguró de que todos los animales estuvieran bajo resguardo. Caminó hasta el gallinero, donde revisó los candados y echó una mirada rápida al interior: todo en orden. Luego pasó por el corral de los chivos, contando en silencio que estuvieran todas; una estaba echada junto al cerco, medio dormida, y la apartó con suavidad para cerrarlo bien.

La noche caía lenta pero constante, con esa quietud que solo se siente en el sur. El aire era frío, limpio, y tenía ese aroma inconfundible de tierra húmeda y pasto recién pisado. En el establo mayor se detuvo un rato más. Revisó el caballo de James, que relinchó apenas lo sintió entrar. Lo acarició entre las orejas y le dejó un poco de grano fresco. Luego fue al suyo, Niebla Negra, que lo recibió con un bufido suave. Sirius le habló en voz baja mientras le llenaba el comedero. "Buen chico… mañana jalimos a dar una vuelta, ¿te parece?", murmuró, casi como si esperara una respuesta.

Cuando por fin terminó, ya era completamente de noche. Caminó con paso tranquilo hasta la cabaña que compartía con Lupin, se sacó los guantes y se frotó las manos para entrar en calor. El aire estaba helado, pero seco. Al llegar, se encontró con Remus afuera, con una manta sobre los hombros y un cigarro entre los dedos. Le tendió otro sin decir nada.

—¿Quiere? —preguntó al fin.

Sirius asintió, lo tomó y lo encendió con una cerilla. Se sentaron lado a lado en los viejos bancos de madera, mirando al cielo. Ahí estaban las estrellas, infinitas, brillando con una claridad imposible de ver en la ciudad. Allá arriba no existía el ruido, ni el polvo, ni las luces de neón. Solo el cielo, las montañas recortadas como sombras gigantes, y un par de grillos que cantaban a lo lejos.

Esto era vida, esto era el campo chileno.

Fumaron en silencio por un buen rato, sin necesidad de llenar el aire con palabras. Era un silencio cómodo, de esos que sólo se dan entre quienes entienden el cansancio del otro. Sirius pensaba en Mary, en el funeral, en lo raro que era sentirse tocado por algo que, en teoría, no debería afectarlo. Lupin, por su parte, observaba las constelaciones con la mirada serena, pero había una sombra en sus ojos. Como si su mente estuviera lejos, perdida entre recuerdos que no había contado todavía.

—Este cielo no lo tiene Santiago—murmuró Lupin, al fin.

Sirius asintió, sin mirarlo.

—Ni siquiera se le acerca.

Y se quedaron ahí, con el sonido del campo envolviéndolos, fumando en la noche sureña, como si el mundo entero pudiera detenerse solo un momento, para ellos dos.

Chapter 3: Cerveza y clandestinidad

Chapter Text

Fundo “El Merodeador”, sur de Chile, 1981.

 

Cumplir años, para Sirius Black, siempre había sido más que una excusa: era un derecho sagrado para emborracharse con el señorito James, aunque el infierno se abriera de par en par. Era como una misa de hombres, un ritual anual que los señores Potter venían tratando de sabotear desde que lo conocían. Cada año se inventaban una nueva estrategia para que no salieran: que Regulus tenía que hacer guardia toda la noche, que James tenía que quedarse “revisando inventario” encerrado con candado en la oficina, o que a Sirius lo miraban fijo, con ese tono de voz grave de patrón viejo, diciéndole que no debía moverse de la casona “bajo ninguna circunstancia”.

Pero ni con cadenas los detenían.

Porque una cosa era obedecer como perro fiel, y otra muy distinta era negarse a celebrar el único día del año donde se podía hacer el loco sin culpa. Y es que Black, por más que fuera leal como un perro de campo, de esos que no se despegan del amo ni con lluvia ni con hambre, tenía un límite bien claro: las órdenes valían harto, pero el trago con los amigos valía más.

Había hecho caso mil veces: cuando lo mandaron a pedir disculpas al amargado de Snape después de una pelea de aquellas; cuando lo hicieron limpiar el corral de los caballos con escobilla de dientes para que “aprendiera a respetar”; o cuando, de adolescente, lo castigaron haciéndolo vestir de mozo para una fiesta donde ni siquiera le dejaron comer. Lo había hecho todo sin chistar.

Pero en su cumpleaños, no. En su cumpleaños, Black era dueño de su alma y del carrete. Y este año no sería distinto.

El día jueves cumplía veintidós años, y ya había dejado las cosas claras desde la semana anterior. Se lo dijo a James con mirada decidida: “Este año nuevamente lo vamo' a pasar en el pueblo”. Y luego, con la misma determinación, fue a buscar a Lupin, que estaba leyendo en la cabaña, como siempre, sentado al lado de la cocina de leña, con cara de “déjenme vivir en paz”.

—Flaco. —Le soltó Sirius con una sonrisa ladeada, apoyándose contra la puerta como vaquero en cantina—. El jueves hay carrete, así que vístase decente pa’ las señoritas pa’ hacer cambio de luces, y preparese pa’ tomar hasta que se le olvide… esa historia que uste’ estudia…

Lupin lo miró por sobre el libro, con esa cara seria de siempre, y negó con la cabeza.

—Muchas gracias, Black, pero no. —Le dedicó una leve sonrisa—. El viernes no se descansa, tenemos trabajo temprano y no pienso andar con caña.

—Meh… mariconcito me salió…

—¿Disculpe? —Se levantó de golpe.

—Así me gusta. —Rio fuertemente y lo tomó de los hombres—. Parece que voi a tener que hacer mi uso de autoridad con uste’.

—¿Qué autoridad?

—La de su jefe.

Lupin frunció el ceño, ofendido.

—Mi jefe es el señor Potter, no usted.

—Meh… —dijo Sirius, sonriendo más—. Pero está a mi cargo, y no me da ni una gota e' vergüenza. El jueves uste' toma conmigo, le guste o no. Lo pongo a limpiar mierda toa la primavera si se pone porfiao.

El silencio que siguió fue largo, como esos segundos antes de que truene en medio del campo. Lupin suspiró y cerró el libro.

—Ya, filo… Sólo una copa.

Sirius soltó una carcajada tan sonora que hasta el mismo Lupin se asustó. Le dio una palmada en la espalda como quien celebra un trato bien hecho.

—Esa es, se deja engrupir Lupin... Si no se cura ese día, no está viviendo. Se lo juro por la tierra que piso.

Esa tarde de domingo se fue volando, como si el día se hubiera rendido temprano ante el frío. Black preparó una cena sencilla: un par de alcachofas hervidas y una taza de café cargado. Para él, era un manjar de dioses. Comieron en silencio, cada uno ensimismado en sus propios pensamientos, sin la necesidad de llenar el aire con palabras.

Desde que Lupin se había instalado en la cabaña, apenas llevaban unos pocos días compartiendo techo, pero Black ya se había dado cuenta de que el muchacho no era de hablar mucho. Entre el trabajo duro durante el día y el cansancio al volver, los roces eran mínimos. Se cruzaban temprano por la mañana, cuando la bruma aún cubría el campo como una frazada húmeda, y luego al anochecer, cuando retornaban rendidos y cubiertos de polvo.

Ya dentro, Lupin se refugiaba siempre en su habitación, como si necesitara aislarse del mundo. Leía sin parar, escribía en un cuaderno viejo o simplemente se quedaba sentado, fumando lento, dejando que el humo le envolviera la cara mientras miraba al techo como si buscara respuestas entre las grietas de la madera. A veces Black lo escuchaba murmurar cosas en voz baja, como si estuviera ensayando ideas o repasando recuerdos.

Lo poco que Sirius había logrado sacar en limpio era que venía de Santiago, que su madre había fallecido hace poco, y que recién se había titulado de pedagogía en historia. Nunca había trabajado en su vida, ni siquiera en vacaciones, y eso se notaba. Tenía las manos suaves, los hombros encorvados y una manera de mirar el mundo como si lo analizara todo desde lejos, sin meterse realmente en nada. Esa mezcla entre capitalino, recién salido del cascarón y eternamente pensativo, lo hacía parecer débil, perdido, casi como un fantasma de ciudad que se había equivocado de dirección y había terminado, por accidente, en un pueblo del sur.

Black no se explicaba qué hacía ahí, tan lejos de todo. Nunca quiso hablar de su cambio de aires ni explicar por qué había decidido dejar la capital para meterse en la punta del cerro. ¿No habría tenido mejor calidad de vida allá? En Santiago al menos tenía oportunidad de trabajo, locomoción que pasaba cada diez minutos, cafés de verdad y librerías donde se podía pasar el día entero. Acá, con suerte había una escuela rural cerca, donde los cabros estudiaban hasta octavo básico y después tenían que irse a un internado en alguna ciudad grande si querían seguir. ¿Y la universidad? Eso era una quimera en estas tierras. Sólo existía en las capitales regionales.

Era raro. Todo en Remus Lupin era raro. Su forma de callar, su manera de mirar de reojo como si sospechara de todo, y ese aire constante de estar esperando que algo malo ocurriera. Pero había algo que intrigaba a Black, algo en ese silencio tenso, en esos dedos manchados de tinta y nicotina, que le decía que el joven tenía una historia encima. Y si bien aún no se la contaba, Black sabía—porque lo sentía en los huesos—que tarde o temprano, algo iba a estallar.

 

[···]

 

El jueves por fin llegó, y con él, el cumpleaños de Sirius Black. Se levantó con el ánimo en alto, casi silbando, como si el cuerpo solo supiera que ese día no era uno cualquiera. Era su día. Ese día se iba a dar un lujo: se iba a bañar. Tenía que emperifollarse, pues en la noche se irían a la cantina del pueblo, y allá lo esperaban. Las señoritas lo conocían bien, sabían que en septiembre llegaba el señorito del fundo junto al más revoltoso de la zona. James y él eran clientes fijos de ese local desde hacía años. Cada cual con sus favoritas—dos, a decir verdad—, y la tradición no se rompía por nada del mundo.

Si la señora Potter llegara a enterarse de las cochinadas e inmoralidades que hacía su hijo cada vez que salía con Sirius, seguro le daría un infarto ahí mismo, con biblia en mano y todo. Pero, como cada año, volvían antes del amanecer del día siguiente, con pasos tambaleantes y ojos rojos, aunque fingiendo dignidad. Sirius se encargaba de acostar a James, peinarle el pelo como podía y dejarlo tirado en su cama como si nada hubiera pasado. Todos en la casa sabían la verdad, pero nadie decía ni pío. Parte del rito.

Ese día, Niebla Negra—su caballo regalón—ya estaba listo y ensillado. Salió con él a dar las vueltas rutinarias por el fundo, revisando el ganado, contándolos con la mirada entrenada de quien conoce hasta el color de las manchas de cada vaca. Todo parecía en orden, salvo una cerca rota que notó en el sector del corral de los chivos. Se puso a trabajar con un par de los muchachos, martillando, midiendo, reemplazando los maderos más podridos. La humedad del sur se comía la madera con el tiempo, y esas cercas ya llevaban años aguantando lluvia, viento y sol. Ya era hora de cambiarlas, se lo iba a comentar al señor Potter apenas lo viera.

Cuando terminaron, se sentó sobre uno de los postes recién afirmados y prendió un cigarro con calma. El día estaba sereno, de esos que no se apuran, medio helado pero con el sol en su punto justo, calentando los huesos sin sofocar. Observó el horizonte: el campo abierto, los árboles meciéndose con el viento, el silbido constante de las ramas quebrándose suave, los pájaros revoloteando como si no tuvieran apuro en nada. Ni un solo auto, ni una bocina, ni el bullicio apurado de la ciudad. Solo el canto natural del sur.

Suspiró profundo. Ahí, con la tierra bajo sus botas y el cielo limpio sobre su cabeza, Black sentía que esa era la verdadera vida. La suya. No necesitaba más. Y lo mejor aún estaba por venir.

Cuando su jornada terminó, Sirius volvió a la casona galopando como rayo. Dejó a Niebla Negra en el corral, justo frente al caballo de James, dándole unas palmaditas en el lomo a modo de agradecimiento.

El cielo ya empezaba a pintarse de naranjo y morado, y el aire se sentía más fresco, como anunciando que la noche se venía con todo. Al llegar, colgó su sombrero en el perchero y se sacó las botas con una patada, dejándolas tiradas afuera, como siempre. Se sirvió un café negro, fuerte y sin azúcar, como le gustaba. Amargo como la vida, decían por ahí. Mientras lo tomaba, empezó a sacarse la ropa con toda la tranquilidad del mundo, dejando la camisa, los jeans y hasta los calzoncillos botados en la cocina, como si fuera el rey del lugar.

Claro que olvidó un pequeño detalle. Uno bien insignificante, casi ridículo… que ya no vivía solo.

Cuando se dio vuelta, tal como Dios lo trajo al mundo, con cero pudor, el pecho peludo y el "amiguito" saludando al aire, se topó con los ojos enormes y sorprendidos de Remus Lupin, que lo miraba desde el marco de la puerta como si hubiera visto un fantasma... o algo peor. Sirius parpadeó, se encogió de hombros, y como si nada, dijo:

—Necesito bañarme. Uste' también debería hacerlo —mientras se colgaba una toalla al cuello.

Lo más curioso de todo es que no sintió ni una gota de vergüenza. Nunca la sentía. James lo había visto en pelota más veces de las que podía contar. Solo le daba pudor con Regulus—porque era su hermano—o con los señores Potter, por respeto, claro. Pero con Remus... nada. Tal vez porque era flacuchento, callado, y no tenía cara de ir a andar contando chismes por ahí.

Salió silbando de la cabaña rumbo a la ducha rural, una estructura rústica que apenas tenía un par de maderas a los lados, pero daba lo justo de privacidad. Estaba al aire libre. Se metió bajo el chorro helado sin temblar, aguantando como buen hombre de campo. El agua caía como cuchillas, quemándole la piel, pero él no se quejaba. Al contrario, respiró hondo y se restregó con ganas. Así se había criado, y así seguía viviendo: con dignidad, aunque le tiritaran las canillas.

La suerte no fue la misma para Remus, que entró a la ducha unos minutos después. Apenas el agua le tocó el cuerpo, se escucharon gritos como de condenado. Sirius, ya vestido y sentado adentro, se reía con fuerza mientras se amarraba los cordones de sus botas limpias.

—¡Conchesumadre está helada esta weá! —gritaba Lupin desde afuera.

—¡Bienvenido al sur! —le respondió Sirius entre carcajadas.

Cuando Remus por fin volvió a entrar, venía empapado, con la toalla bien agarrada a la cintura y tiritando. Sirius lo miró de reojo. Ahora podía verlo mejor: delgado, casi esquelético, piel blanca con algunas cicatrices dispersas. No eran profundas, pero ahí estaban, hablando de historias que aún no se habían contado.

Remus se vistió con la misma ropa con la que había llegado su primer día: pantalones cotelé color café, una camiseta crema y una chaqueta que hacía juego. Se veía limpio, peinadito, y hasta parecía más alto. Sirius asintió con la cabeza, aprobando.

—Meh, se ve cachilupi.

—¿Cachilupi?... —preguntó Remus, arrugando la frente.

—Que se ve bien, weón.

—Ah… Usted también se ve bien.

—Como siempre —respondió Sirius con una sonrisa ladina, acomodándose el cuello de la camisa como si fuera modelo de catálogo—. Vamos a la casona, robémosle perfume al señorito James.

Ambos jóvenes salieron de la cabaña esquivando el barro con cuidado. No solo porque recién se habían pegado un baño y estaban listos para salir, sino porque Peter los iba a matar si volvían a ensuciar el piso con huellas embarradas. Nadie quería enfrentarse a Peter Pettigrew enfurecido con el trapeador en la mano.

Sirius abrió la puerta de la casona sin apuro y entró, con Remus pisándole los talones. Caminaron hasta el final del pasillo derecho, donde estaba la habitación de James. Sirius, como buen descarado, abrió sin golpear siquiera. Ahí lo encontraron: al señorito Potter, parado frente al espejo, peinándose con esmero como si fuera a una gala.

—¿Poniéndose bello pa’ las mamasitas? —comentó Sirius, entrando con total confianza.

James no contestó, solo le lanzó una mirada de soslayo y siguió acomodándose el flequillo.

Ahora los tres estaban bien perfumados. James ya había cenado, y en teoría debería estar metido en la cama, descansando, a punto de dormir. Pero eso jamás iba a pasar. En cambio, tenía un pie en el marco de la ventana, listo para la fuga nocturna, mientras Sirius lo ayudaba a no matarse en el proceso.

El cuarto de James daba justo al patio trasero, donde se alzaba la pequeña iglesia privada de los Potter, así que era bastante cómico verlos escapando por la ventana bajo la mirada atenta de una virgen. Aun así, con toda la fe del mundo, los tres se persignaron antes de partir.

Bordeando la casona con sigilo, ya casi llegando a la entrada principal, una figura surgió de la nada, apuntándolos con una linterna directo a los ojos. Los dejó cegados por un segundo.

—Éntrese inmediatamente, señorito James —ordenó una voz firme. Regulus Black, en todo su esplendor.

—Salte de acá, piojo chico —masculló Sirius, sin disimular la molestia—. Ni me ha dicho feliz cumple’.

—Feliz cumpleaños, hermanito… —respondió Regulus, rodando los ojos—. El señor Potter fue bien claro: debo evitar a toda costa que se escapen.

—Como todos los años —dijo James, encogiéndose de hombros—. Y como todos los años, no nos importa.

Y así, con total descaro, siguió caminando, seguido por Sirius y Remus. Regulus caminaba tras ellos como sombra molesta, murmurando amenazas y advertencias que nadie se dignaba a escuchar. Bueno… nadie excepto Lupin, que intentaba calmarlo con promesas vacías:

—Volveremos temprano… lo juro.

Sí, claro. Una vez en la entrada, Sirius ayudó a James a subirse a la carreta, luego le ofreció una mano a Remus, que aún no dominaba bien ese tipo de movimientos con gracia. Cuando por fin estuvieron los tres arriba, Sirius tomó las riendas con aire de conquista, se acomodó en el asiento como rey en su trono, le dedicó una sonrisa arrogante a Remus y le lanzó un gesto vulgar, solo porque sí. La carreta empezó a moverse, crujiente y lenta, avanzando bajo la reciente luna mientras dejaban atrás la casona. La noche recién empezaba.

Anduvieron al menos una hora por camino de tierra, cantando a grito pelado, gritando cosas sin sentido y soltando carcajadas que espantaban a los búhos. El destino era el pueblo principal de la zona: calles adoquinadas, faroles con luz eléctrica y todo ese lujo moderno que parecía ciencia ficción en el campo.

En el camino, James y Sirius no paraban de llenarle la cabeza a Remus con historias absurdas, promesas peligrosas y advertencias que sonaban más como invitaciones. Remus solo asentía, con una mezcla de desconfianza e inocencia. Pobrecito, no tenía idea de lo que se venía.

Cuando llegaron, Sirius estacionó la carreta en una esquina donde los caballos pudieran pastar. Bajaron todos estirándose, quejándose del culo adolorido por el viaje, y James ya planeaba robarle el auto al padre la próxima vez.

—Sirius maneja mejor que yo, aunque no tenga licencia —dijo con total descaro.

Sin perder tiempo, se dirigieron al bar estrella: una casa de madera medio polvorienta con luces medio fundidas y una clientela que conocía a Sirius y James de memoria. En la entrada, una señora de voz ronca y busto opresivo los recibió a besos ruidosos.

—¡Mis niños lindos, volvieron! —gritó, estampándole un beso a Sirius que le dejó brillo en la frente.

Remus ya estaba visiblemente escandalizado. Sirius podía jurar que era la primera vez en su vida que una mujer le hablaba, y menos con ese nivel de... contacto físico. El pobre se quedó pegado en el umbral, como si entrar lo fuera a maldecir para siempre. Apenas cruzaron la puerta, James gritó a todo pulmón:

—¡Los Merodeadores ya están aquí!

Ese ridículo apodo que habían inventado en honor al fundo y que ahora gritaban como si fueran celebridades. Las chicas del bar corrieron a recibirlos. Les sacaban las chaquetas, les ofrecían shots de tequila, y Black se tomó el suyo como si fuera agua de vertiente. Remus no entendía nada. Estaba parado atrás, tieso, con cara de susto.

—¿Y este niñito tan lindo? —dijo una rubia con voz juguetona, mientras le daba una nalgada sin ningún tipo de aviso.

Remus se quedó inmóvil, como si lo hubieran petrificado.

—Nuestro nuevo amigo, Remus Lupin —anunció James, ya con dos mujeres colgadas del cuello—. ¡Quiero que me lo atiendan como se merece!

En menos de un minuto, tres chicas se le acercaron al pobre Lupin, manoseándolo y ofreciéndole tragos con nombres que él ni siquiera entendía. Una le susurró algo al oído y él casi se atraganta con su propia saliva. Sirius no podía más de la risa.

—¿‘Ta... ‘ta temblando? —dijo entre carcajadas.

Y sí, estaba temblando. Remus Lupin, profesor, estudioso, amante de los libros, había llegado al infierno… y lo estaban abrazando por todos lados.

Se sentaron cerca del escenario, donde un elegante piano de madera tocaba música ambiental con aires de bar de los años 20, solo que mucho más ruidoso, con más humo y muchas más plumas. Una señora con voz rasposa cantaba boleros en el centro, rodeada de bailarinas hermosas y semidesnudas, cubiertas apenas por abanicos de plumas gigantes y brillos tan intensos que te dejaban ciego si las mirabas de frente.

Los tres estaban rodeados de vasos vacíos y un par de shots aún vivos, ya bien entrados en calor. Sirius se giró hacia Remus, quien tenía los ojos abiertos como platos, fijos en los pechos danzantes del escenario. Era la misma mirada que puso cuando vio a Sirius completamente desnudo en la cabaña horas atrás.

Pidieron cervezas: un chop de 700cc servido en jarras de vidrio tan pesadas que requerían bíceps de leñador. James se levantó con su jarra en alto, tambaleándose un poco.

—¡Atención, atención! —gritó—. ¡Estamos aquí celebrando el cumpleaños del inigualable, del inconfundible, del infame Sirius Black! ¡Y esta noche la vamos a pasar del descueve! ¿Sí o no?

El bar estalló en gritos, aplausos, silbidos, chistes subidos de tono y hasta algún “¡yo me lo como!” desde una mesa del fondo. Sirius se levantó también, levantando su jarra como si fuese un trofeo y recibiendo una lluvia de besos de las dos señoritas que lo escoltaban como guardaespaldas sensuales. Le dejaron la cara como una servilleta de carmín. Parecía un payaso triste, pero orgulloso.

Remus se rio para sí mismo, nervioso pero cada vez más relajado. Le dio un buen trago a la cerveza. Un par de chicas guapas se unieron a la mesa, trayendo cartas y una sonrisa de esas que prometían problemas. El juego comenzó con risas y desafíos a media voz.

—¡Empezaron las apuestas, mierda! —gritó Sirius, tirando las cartas sobre la mesa como si fuera un vaquero en duelo.

Sacó 300 pesos del bolsillo, todos arrugados, y los dejó sobre la mesa.

—Para empezar nomás —dijo, con una sonrisa torcida—. No esperen que me retire sobrio.

Remus, que ya tenía un color sospechoso en las mejillas, sacó 50 pesos y los puso con modestia.

—Esto es lo único que tengo. Y lo voy a perder con dignidad.

James, en cambio, se vino arriba como si estuvieran en Las Vegas:

—¡Una luca completa! —gritó—. Me tengo fe. Hoy me retiro rico o sin calzoncillos.

Sirius levantó la ceja, tomando otro sorbo de su chop.

—No se va a retirar con ninguna de las dos.

Las cartas se barajaban con maestría sobre la mesa, entre risas, empujones amistosos y alguna que otra manito demasiado atrevida por parte de las señoritas. El grupo que rodeaba la mesa crecía a medida que los curiosos notaban que el trío escandaloso estaba en modo fiesta total. Sirius ya se había quitado el saco y estaba con la camisa remangada, James tenía el pelo más revuelto que de costumbre y Remus… bueno, Remus estaba colorado como tomate, pero con una expresión de concentración brutal, como si de repente fuera un experto en casinos clandestinos.

—Se llama “Chilena Ardiente” —explicó una de las chicas, mientras barajaba como una profesional—. Es parecido al póker, pero con más suerte y menos ropa... si se juega a fondo.

—¿Y cómo se juega? Jamás lo había escuchado…—preguntó Remus, genuinamente perdido—. ¿Segura que es un juego de verdad?

—No importa —dijo James—. Lo importante es que si ganas, te llevas plata. Y si pierdes… te llevas una experiencia traumática.

Todos rieron, menos Lupin, que tragó saliva.

Las rondas comenzaron con apuestas moderadas. Monedas, billetes arrugados, incluso un anillo de fantasía y un encendedor pasaron por el centro de la mesa. Sirius ganó la primera ronda por pura suerte, con una mano lamentable que, según la chica que hacía de crupier, “se salvó por una regla del culo”—nadie entendió qué era, pero sonó convincente—. James perdió todo en la segunda, pero no pareció importarle. Remus, sin saber cómo, ganó la tercera.

—¡Eso, Remus, pue’! —gritó Sirius, alzando el jarro de cerveza con una risa ronca, claramente ebrio—. ¡El lenteja salió con cuea de principiante, no ma’!

—¿Esto significa que ahora soy rico? —preguntó Lupin, mostrando un montoncito de billetes que apenas creía suyos.

Las rondas se sucedían con rapidez. Remus, aunque al principio dudaba incluso de cómo sostener las cartas, parecía tener un extraño don para el azar. Cada vez que apostaba, ganaba. Incluso empezó a arriesgar más: primero con 50 pesos, luego 300, y cuando se atrevió con 500, la mesa estalló de vítores al ver que ganaba otra vez.

Sirius, entre carcajadas, se inclinó hacia él.

—Jovencito, yo no digo que sea brujo, pero le anda pisando los talones al diaulo, mire que lo que hizo ni el mismo Satanás se lo habría imaginado…

Remus solo sonrió tímidamente, recogiendo su nueva montaña de billetes.

—Creo que… voy a retirarme. Con esto tengo para libros, ropa y… bueno, para vivir en paz unos meses.

—¡No, no, no! —dijo James, encendiéndose como chimenea—. ¡Ahora es cuando empieza lo bueno!

—Señorito James… —intentó intervenir Sirius, pero ya era tarde.

James vació sus bolsillos, luego pidió su abrigo y sacó de un compartimento interior un fajo de billetes que claramente no era para “una salida con los chicos”.

—¡Cinco lucas! —gritó, tirando los billetes sobre la mesa—. ¡Voy con todo!

Hubo un silencio impactado en la mesa. Al fondo, alguien silbó.

—¿Está loco? —le dijo Sirius, medio en broma, medio en serio—. Ese dinero es del patrón, ¿no?

—¿Y? —James sonrió con esa expresión arrogante suya—. ¡Voy a recuperar lo que perdí! ¡Esta ronda es mía!

—Esto va a salir mal —murmuró Remus, abrazando su bolsa de billetes con fuerza.

Y efectivamente, salió mal.

Las cartas fueron puestas sobre la mesa. Todos contuvieron la respiración. La chica que hacía de crupier miró las manos una por una, saboreando el drama.

—Gana la señorita del corset rojo —anunció, señalando a una mujer de unos treinta y pico que sonrió como gata satisfecha.

—¡¿Qué?! —James se levantó de un salto—. ¡Eso es imposible! ¡Yo tenía tres pares! 

—Y ella tenía una escalera. Eso le gana a to’ —dijo Sirius, llevándose la mano a la cara—. Lo explicaron hace cinco rondas.

—¡NOOOO!

James gritó tan fuerte que incluso la señora que cantaba en el escenario paró por un segundo. Luego volvió a cantar como si nada. James se derritió en la silla y rápidamente llegaron dos señoritas a consolarlo.

—El patrón me va a matar —comentó Sirius a Remus—. Toa esa plata… era pa’ la iglesia, tan reparándola. Toi seguro que era eso…

La mesa se desarmó entre carcajadas, vasos medio vacíos y algunas cartas cayendo al suelo. James se fue cabizbajo, con las manos en los bolsillos y el ego hecho polvo, mientras Remus recogía sus billetes con una mezcla de sorpresa y culpabilidad. Era oficial: Lupin había destronado a los reyes del juego. Aquella noche sería recordada como “la vez que el nerd santiaguino limpió a medio bar sin entender cómo”.

Incluso la señora del corset rojo—la misma que le había ganado a James con una sonrisa felina—, se acercó al pasar y le guiñó un ojo con picardía. Remus, paralizado, se sonrojó hasta las orejas.

Para levantar los ánimos tras la ruina de Potter, Remus decidió invitar una ronda de cerveza con parte de sus ganancias. Se alejaron de la multitud y se sentaron en una esquina algo más tranquila, los tres alineados en silencio, bebiendo como soldados tras una batalla particularmente extraña. La música seguía, la risa flotaba en el aire, pero el ambiente entre ellos era una pausa rara, como si ninguno supiera qué hacer después de tanto caos.

Sirius pensaba que James iba a arrastrar su miseria toda la noche, mascando derrota y quejándose de la pérdida económica... pero no. De repente, James se levantó de un salto, golpeó la mesa con ambas manos y exclamó, con los ojos brillando por el alcohol y la terquedad:

—¡Me importa todo una mierda! ¡Vinimos a celebrar, carajo!

Y sin darles tiempo de reaccionar, los tomó a ambos de la ropa y los arrastró escaleras arriba entre risas, empujones y tropiezos. El segundo piso del bar era otra historia. Más íntimo. Más oscuro. Más peligroso. Un ambiente saturado de humo espeso, perfume barato y música suave que apenas se oía por encima de las risas roncas y el crujir de los pisos viejos. Era la zona privada.

Ahí se podía fumar sin que nadie se quejara, los tragos venían con nombres secretos, y las habitaciones tenían camas en vez de mesas. Tapizadas en terciopelo rojo, con cortinas oscuras y luces bajas. A los pocos segundos de subir, fueron recibidos como si nunca hubieran perdido nada. Como si los últimos treinta minutos no hubiesen existido. Cinco mujeres de sonrisa encantadora los habían seguido, las favoritas de los chicos. Y la misma señora que los había recibido al entrar bajó las luces aún más y se puso tras ellos, dándoles masajes en los hombros como si fueran emperadores recién llegados de la guerra.

—Esto es el cielo —dijo James, ya con una chica a cada lado, riendo como niño en una juguetería.

Remus, sin embargo, se mantuvo al margen. Se sentó en una mesa baja, apoyó el vaso contra su frente para enfriar la piel encendida y observó en silencio. Desde allí, podía ver cómo Sirius se deslizaba con soltura entre las mujeres, hablándoles al oído, haciéndolas reír. Y en una esquina, James ya se estaba besando con dos a la vez, con las gafas torcidas y una de sus manos desaparecida bajo la falda de alguien.

El ambiente era cálido, decadente, cargado de deseo y descontrol. A cada minuto, se notaba que las inhibiciones caían como prendas. Sirius estaba en su salsa. Ni siquiera recordaba cuánto había bebido. La última imagen nítida que tenía era la de una copa con vino, otro beso, una carcajada, una mano en su cuello. Y después… todo se volvió flashes. Como escenas salteadas de una película que alguien había editado en completo desorden.

Abrió los ojos de golpe. Estaba desnudo sobre una cama que conocía bien. La habitación tenía ese mismo olor a incienso dulce y cuerpos cansados, a vino derramado y perfume caro. La luz era tenue, casi inexistente. Encima suyo, las dos chicas que siempre lo atendían—esas que sabían exactamente qué decirle y cómo tocarlo—se movían como si el tiempo no existiera.

Se dejó llevar. Él era un alma libre, y su "amiguito" también. No había culpa, no había peso. Sólo el momento.

Recordaba partes: la cama vibrando bajo su espalda; una de ellas besándole el cuello mientras la otra le hablaba en susurros que no entendía. Después estaba contra la pared, las uñas marcadas en su espalda, riéndose por alguna tontería. Luego al borde de la cama, jadeando, mirando a las dos mujeres jugar entre ellas mientras él era espectador de un show privado. Y de pronto, estaba encima, sintiendo los cuerpos cálidos bajo el suyo, las uñas, las piernas, el calor.

Y entonces, la oscuridad total. La película se cortó. Apagó la tele. El mundo se hundió en el silencio pesado de la madrugada, con el eco de su respiración agitada aún flotando en el aire.

Un manotazo firme lo arrancó del abismo. Sirius parpadeó una, dos veces, la garganta seca como papel y el estómago revuelto. Su cráneo latía con cada sonido, como si alguien golpeara una olla vacía. La luz del sol que entraba por la ventana era un puñal directo a sus ojos. Lo siguiente que vio fue la cara de Remus Lupin, pálido, ojeroso, con una expresión que oscilaba entre el susto, el enojo y el pánico existencial.

—¡Black! ¿Me está escuchando? —vociferó Remus, con la voz cortada de la desesperación.

—¿Ah…? —fue todo lo que Sirius logró articular, la boca pastosa, la lengua hecha trapo.

Estaba tirado, medio doblado sobre una mesa que no reconocía, la ropa a medio poner, la camisa abierta, el cinturón colgando de una presilla. Cuando trató de enderezarse, su cuerpo crujió como un mueble viejo. Todo le dolía. Todo. Se hundió de nuevo en la silla, derretido, derrotado. Al lado, Remus seguía gesticulando con las manos como si quisiera abofetearlo otra vez.

—Son las diez de la mañana —dijo finalmente.

Y ahí, el mundo se detuvo.

MIERDA. MIERDA. MIERDA.

El corazón le dio un vuelco y la náusea se fue al carajo, desplazada por el puro terror. ¿Cómo que las jodidas diez? ¡LAS DIEZ! Tenían que haber vuelto, como muy tarde, a las ocho para que cuando Regulus fuera a buscar a James para el desayuno, lo encontrara sano, salvo y bañado en la maldita casona Potter.

—No... no, no, no… esto no está pasando —balbuceó Sirius, agarrándose la cabeza.

¡Mierda! ¿Dónde demonios estaba James?

La mente de Sirius se llenó de imágenes catastróficas: el señor Potter en bata, con el periódico en la mano, preguntando por su hijo mientras Regulus llegaba al comedor solo. ¿Y él? Él, desaparecido con dos prostitutas y una botella de whisky en un bar de mala muerte.

¡JAMÁS! Jamás le había pasado esto. Siempre era el primero en levantarse, incluso después de tomarse hasta el agua del florero. Siempre conducía la carreta con los ojos entornados pero firme, y dejaba a James en su cama antes de que alguien lo notara. Pero hoy… hoy su cuerpo le había fallado. Y ahora iban a morir.

—¿Dónde ta’ James? ¡Hay que llevarlo a su casa ya mismo! El patrón… nos va a matar a lo’ do’ —dijo, casi sin aire.

Remus, que hasta ese momento había estado temblando como una hoja, se puso de pie con un movimiento brusco, como si de pronto recordara que aún estaban a tiempo de salvar algo. O al menos de reducir la pena de muerte a cadena perpetua.

—Debe tar en la habitación grande. Siempre termina ahí —dijo Black, corriendo escaleras arriba.

No sabía cómo nuevamente había llegado al primer piso, pero no era el momento de pensar en él. Subieron a los tropezones, esquivando sillas vacías y colillas de cigarro, hasta llegar a la suite privada. La puerta estaba entornada. Sirius no esperó ni medio segundo, la abrió de golpe.

Una señorita se encontraba contando una pila generosa de billetes sobre una mesa auxiliar. Al verlos entrar, apenas alzó la vista, sin sorprenderse demasiado. Los miró con un gesto que decía "ya era hora" y siguió contando.

Y ahí estaba. James Potter. Tirado en la cama como un cadáver en una pintura del Renacimiento, en calzoncillos, con una pierna fuera del colchón, la cabeza colgando hacia un costado y un leve ronquido que rompía el silencio. Había marcas de lápiz labial en su pecho, el cabello más revuelto que nunca y una botella vacía abrazada contra el abdomen como si fuera un peluche.

—Está vivo… —dijo Remus, aliviado.

—Y en calzoncillos… —añadió Sirius, medio riéndose, medio al borde del colapso.

Lo que vino después fue digno de una comedia absurda. Sirius y Remus intentaban levantar a James del colchón, pero el señorito estaba completamente desconectado del mundo. Ni los gritos, ni los movimientos bruscos surtían efecto. Golpearlo, como Remus había hecho con Sirius hacía tan solo unos minutos, ni siquiera se consideraba una opción. Al hijo del patrón no se le ponía un dedo encima.

Así que lo alzaron como pudieron, como si fuera un saco de papas elegante y borracho. James colgaba flácido entre ellos, la cabeza cayendo hacia atrás y un leve ronquido escapando de su garganta. Remus, a medio agacharse, trataba de ubicar los pantalones del susodicho, buscando entre sábanas arrugadas, ropa interior ajena y botellas vacías.

Fue la señorita la que los encontró.

—Aquí están, guapos —dijo con una sonrisa divertida, lanzándoselos en el aire.

Volvieron a tirar a James sobre la cama, lo voltearon torpemente y, entre los dos, intentaron vestirlo. Sirius tiraba de una pierna, Remus sostenía la cintura, y el resultado fue un Potter medio vestido, con los pantalones mal puestos y la camisa abrochada con botones disparejos.

La bajada por la escalera fue una obra de teatro en tres actos. Sirius iba adelante, con la mirada perdida buscando su sombrero—aunque en el fondo ya no sabía si lo había traído o lo había perdido entre besos, alcohol y vergüenza—mientras Remus descendía con James a cuestas, intentando mantener el equilibrio.

Hasta que se oyó el golpe. Sirius se giró justo a tiempo para ver a James caer por los últimos tres escalones. Remus, con los brazos vacíos, tenía una expresión de absoluto horror.

—¡Mierda! —exclamó, bajando corriendo tras él.

James soltó un gruñido. Nada grave, solo tres escalones, pero suficiente para que al fin abriera los ojos, como si el golpe lo hubiese devuelto a la vida.

—Mmmh… ¿qué… qué hora es…? —murmuró, medio dormido, mirando el techo con los ojos entrecerrados.

Abandonaron el lugar como delincuentes, con James a medio vestir, Remus sacudiéndose el polvo de las rodillas y Sirius despidiéndose con una sonrisa falsa y un gesto de sombrero invisible que no logró encontrar. Ni una vez miró atrás. Jamás había salido tan derrotado.

La carreta esperaba a medio andar, con los caballos ya inquietos. Cargaron a James como pudieron, entre quejas, forcejeos y risas nerviosas. El señorito volvió a dormirse casi al instante, la cabeza apoyada en el hombro de Lupin y los brazos colgando por los bordes. Remus, tomando el rol de niñera, se dedicó a emperifollarlo durante todo el camino. Le subió el cierre del pantalón, le abrochó la camisa torpemente, le peinó el cabello con los dedos e incluso intentó despertarlo varias veces con suaves cachetadas en las mejillas.

—James, por favor. Vamos a morir. No me haga morir así.

La carreta iba a máxima velocidad, los caballos impulsados por la desesperación de Sirius, que manejaba con los dientes apretados, los nudillos blancos de aferrarse al asiento. El camino era borroso. Sólo pensaba en llegar. En salvarse. En no ser enterrado vivo por los Potter. Pero cuando el paisaje familiar de la casona empezó a asomar entre los árboles, algo dentro de él se quebró.

El miedo.

Sirius aflojó la presión. Disminuyó la velocidad. Casi sin darse cuenta, los caballos pasaron del trote frenético a una marcha silenciosa. Entraron al terreno de la casona con sigilo, como si eso hiciera alguna diferencia. Como si pudieran esconder el desastre bajo una alfombra de flores.

Y entonces lo vio. Ahí estaba Regulus. De pie en la entrada, los brazos cruzados, la mandíbula tensa. Su expresión no era de enojo. Era de condena. Una mirada que decía “ustedes dos están muertos” sin necesidad de palabras.

—Tamo’ tan jodios… —murmuró Sirius, sin bajar la vista.

Remus se deslizó hacia un costado y suspiró, derrotado. Bajó de la carreta al mismo tiempo que Sirius, y juntos se las arreglaron—con poca dignidad y menos equilibrio—para bajar a James. El cuerpo del señorito colgaba como si fuera de trapo, pero su risa retumbaba por todo el camino de entrada. Reía. A carcajadas.

—Lo... lo pasé del descueve… El... el carrete fue… grosso, othro nivel… —le murmuraba a Regulus, arrastrando las palabras, con esa sonrisa borracha.

Regulus, que ya traía los nervios de punta, apenas podía mirarlo sin fruncir el ceño. Se había acercado para ayudar a bajarlo, pero ahora solo quería enterrarlo vivo.

Y entonces, como un hechizo que congeló la escena, la puerta de la casona se abrió. El señor Potter apareció. Estaba completamente serio. El mismo hombre amable y cálido que les sonreía a todos con ternura, ahora los miraba como si evaluara cuántos años de castigo podrían sobrevivir.

—¡Padre! —exclamó James, tropezando con las propias botas, mientras se acercaba a él con Regulus sujetándolo del brazo.

—Entra —ordenó el señor Potter con voz grave.

—Pero yo solo quería decirle que... —intentó James.

—Ahora.

Regulus no le permitió seguir hablando. Con una mano firme en la espalda, lo guió hacia el interior de la casona, cerrando la puerta tras ellos con un suave clic que sonó a sentencia.

Remus y Sirius se quedaron quietos, a un lado de la carreta. Silencio. Juntos. Inmóviles. Como dos perros que acaban de romper la vajilla más cara de la casa.

El señor Potter los miraba aún. No decía nada. Su expresión era serena, pero en esa serenidad se escondía una tormenta. Había algo distinto, una decepción pesada, tan silenciosa como cortante. Era raro verlo así. Los señores Potter eran personas mayores, sumamente amorosas, siempre comprensivos.

Pero claro… Llegar a las once de la mañana, destruidos, cargando a su hijo como un bulto incoherente… Ni el ser humano más dulce del mundo podría no enfurecerse con eso. Sirius tragó saliva. Remus bajó la mirada. Y así, con la vergüenza clavada en la nuca, terminó el peor carrete de sus vidas…

Chapter 4: Las consecuencias

Chapter Text

Fundo “El Merodeador”, sur de Chile, 1981.

 

Sirius Black, que apenas hacía un día había cumplido veintidós años, en ese momento se sentía como un niño pequeño de diez. Estaba acorralado junto a Remus, parados frente a la carreta, mientras el señor Potter los reprendía. Por haber llegado a esas horas de la mañana. Por haberlos hecho preocuparse por la vida de su hijo. Por haber alterado a la señora Potter. Por haber llegado tarde al trabajo. Y, sobre todo, porque Sirius era el capataz, y sin él los trabajadores se desordenaban y se atrasaban en todo.

Así que se comieron—con la cabeza gacha—casi media hora de una charla sobre responsabilidad. Remus estaba visiblemente avergonzado, y Sirius lo entendía: llevaba pocos días trabajando y ya se había metido en un problema. En un enorme problema. Y eso que el señor Potter todavía no sabía ni la mitad de lo que había pasado.

Como buen perro fiel, Sirius sentía que no podía ocultarle nada a su patrón. Debía contar la verdad, aunque eso significara que terminaran colgados de los tobillos hasta morir. Porque, hasta el momento, el señor Potter solo estaba decepcionado de que hubieran llegado tarde y con resaca. Pero la historia real era mucho peor. Y jamás se la imaginaría. Tal vez implicaba meter a James en problemas también… Pero Sirius no iba a mentirle a su jefe. Nunca.

—Si me permite hablar, patrón —interrumpió, con total discreción.

—Adelante —respondió el señor Potter, amable, aunque con un dejo de cansancio.

Sirius bajó la mirada, la voz apenas un susurro avergonzado.

—Le tengo que confesar algo, patrón… Uste’ sabe que yo no le miento na’...

Remus le dedicó una mirada rápida, entendiendo al instante lo que estaba a punto de suceder. Sirius levantó la cabeza, encaró al señor Potter y trató de encontrar la mejor forma de contar aquello. Se rascó la nuca, se limpió la nariz, suspiró hondo y dijo:

—Mire… anoche… —Hizo una pausa—, anoche se nos jue de la’ mano’ la celebración de mi cumple'…

—Vaya al grano —interrumpió el señor Potter, con voz firme.

—Empezamos a apostar, jugando… —Mordió su labio inferior—. A Remus le fue bastante bien, yo perdí un poco, pero na’ preocupante…

—Al grano —repitió el señor Potter, esta vez con impaciencia apenas contenida.

—El señorito James perdió mucho dinero… —Sirius tragó saliva—. Sacó un fardo de billetes del abrigo, y ese dinero no era suyo, era…

—De la iglesia —lo completó el señor Potter.

Se hizo un silencio pesado. Fleamont Potter quedó inmóvil, analizando la situación. Sirius ni siquiera se atrevía a mirarlo a los ojos ahora. Se sentía como una basura. ¿Por qué no dijo nada en el momento? ¿Por qué no lo detuvo? Estaba tan borracho que no había pensado en las consecuencias.

El silencio seguía firme, ni los pájaros se atrevían a cantar. Sirius se sentía ahora, más que nunca, como un niño pequeño. El señor Potter se llevó una mano a la frente, frotándose las sienes con las yemas de los dedos, frustrado.

—El dinero no importa —murmuró, más para sí que para ellos—. Lo que me molesta es que ese fardo se lo había confiado a James para que lo entregara hoy al sacerdote. Custodiado por usted, Sirius.

Y ya no estaba. Había sido apostado la noche anterior en un bar clandestino, bajo un juego que—ahora que estaba sobrio—era claramente inventado. Fleamont negó con la cabeza mientras soltaba un suspiro. Ya no se podía hacer nada al respecto. Por lo menos, una vez más, Sirius le había demostrado que era una persona fiel. Le había contado la verdad. Fácilmente podría haber obviado ese detalle, obligar en secreto a que James consiguiera nuevamente el dinero e ir a donarlo a la iglesia como si nada hubiese ocurrido. Pero no. Él no era así. Sirius Black no era así.

—Señor… —habló repentinamente Remus, quien hasta el momento se había mantenido en completo silencio.

—¿Sí?

—Yo puedo devolver el dinero… Es decir, no todo, pero una parte.

Sacó de su chaqueta una bolsa de lona, la abrió y dejó ver sus ganancias de la noche anterior. Por lo menos había un poco más de dos mil pesos. Extendió la mano, ofreciéndoselo a Fleamont.

—Muy amable de su parte, jovencito —dijo el señor Potter, rechazando el dinero con una sonrisa apenas visible—. Pero esta es una responsabilidad de James. Me las va a pagar… con sudor.

Luego se giró hacia Sirius y, sin mediar palabra, le pegó un manotazo seco en la cabeza.

—¡Y usted también! Para empezar, ¡todo esto fue su culpa!

—¡Ah!... —se quejó Sirius, sobándose.

—Váyase a trabajar. Se me revolvió el gallinero sin su presencia. —Le ordenó con firmeza, antes de girarse hacia Remus—. Usted también. No los quiero ver más…

Los dos se alejaron casi corriendo hacia la cabaña. Cuando estuvieron lo suficientemente lejos, estallaron en carcajadas cómplices, empujándose entre sí. La tensión acumulada necesitaba salir de alguna forma, y el cuerpo, agotado, optó por la risa.

Sirius fue el primero en entrar y cambiarse de ropa, lo más rápido que pudo. Mientras abotonaba la camisa con manos torpes, notó que su sombrero favorito colgaba tranquilamente de la pechera. Por lo menos no lo había perdido, simplemente se le había olvidado llevarlo. Un alivio mínimo, pero suficiente para hacerle soltar un resoplido triunfal.

Remus apareció poco después, vestido con la ropa de trabajo y cara de absoluto cadáver. Ninguno de los dos había dormido bien, y ahora que la adrenalina se había disipado, el cuerpo les pasaba la cuenta. Tenían sed, sueño, el estómago revuelto y un dolor de cabeza como si les retumbaran timbales en el cráneo. Cada músculo parecía una advertencia. Pero no podían detenerse. Si no se ponían a trabajar, ahora sí que el señor Potter los enterraba vivos con las vacas.

Salieron juntos. Remus caminaba casi arrastrando los pies.

—Yo no estudié para estar viviendo esto… —gruñó, con voz ronca.

Sirius soltó una carcajada, riendo como condenado, y le revolvió el pelo con fuerza.

—Cállese, niña. Vaya a ayuar con la selección del ganado. Yo me voy a dar una vuelta en Niebla Negra, a ver si logro avivar este fundo dormido.

Con esfuerzo, montó al caballo. Le dolía todo: las piernas, la espalda, incluso la mandíbula de tanto reírse antes. Mientras galopaba por los terrenos, la brisa fresca le despejó un poco la cabeza. Poco a poco, empezaron a volverle imágenes borrosas de la noche anterior. Flashes que hasta entonces parecían sueños. Se acordó de las dos señoritas, de las risas, de cuando salió de la habitación con los pantalones a medio subir. En algún momento se había sentado con Remus, que aún estaba solo en una esquina, y comenzaron a beber juntos. No recordaba qué habían hablado, pero al menos ahora tenía más claro cómo había terminado en el primer piso. Música fuerte, luces, humo... y esa absurda sensación de libertad.

Se obligó a inhalar profundo. El aire puro de la mañana llenó sus pulmones, pero también trajo consigo un pensamiento sincero y doloroso: quería morir. Literalmente no podía más.

Pasaron dos horas. Sirius recorrió campos, habló con trabajadores, anotó quejas en su libreta, intentó mantener el orden. Su cuerpo pedía una cama, pero su rol como capataz no se tomaba vacaciones.

Finalmente llegó a los terrenos cercanos a la casona, y allí lo vio: Remus, sentado sobre una cerca de madera, con un cigarro en la mano y la cara hundida entre las sombras. Parecía un veterano de guerra, recién regresado del frente. Sirius cabalgó hacia él y le regaló una sonrisa ladeada. Remus lo saludó con un gesto apenas visible, derrotado.

—¿Un cigarro, Black? —le ofreció, sin moverse.

—Me viene como anillo al deo

Sirius se bajó del caballo con un suspiro sonoro y se dejó caer junto a Remus, sobre la cerca. Ambos fumaban en silencio, con los ojos entrecerrados por el sol. Cuando terminaron el cigarro, Sirius lo miró de reojo, aún con esa media sonrisa que no sabía si era de burla o de simpatía.

—Ya, compa’ —dijo mientras se sacudía la ropa—. Vamos a mover el culo. Se está acabando la reserva de heno y las vacas no comen aire.

Dejó a Niebla Negra pastando libre, con la confianza que se tiene en un viejo amigo, y los dos caminaron arrastrando los pies hasta el granero. Remus comenzó a tirar algunos fardos hacia el frente mientras Sirius iba a buscar la carreta. El sol estaba en lo alto, el viento pegaba fuerte, y la resaca aún vibraba en sus sienes.

Cuando Sirius volvió, tirando de los bueyes, lo encontró sentado sobre un fardo, con la espalda encorvada y la mirada perdida en algún punto que no existía. Se acercó y, sin decir nada, se sentó a su lado. Tal vez—pensó—era momento de descansar un poco. Cinco minutos. Solo cinco.

—¿Día duro, eh? —preguntó, acomodándose el sombrero sobre los ojos.

—Dormí dos horas —respondió Remus sin apartar la vista del horizonte.

—Ya, pero la pasamo’ chancho anoche —soltó Sirius con una risa tonta, de esas que se le escapaban sin filtro. Tenía algo contagioso en su tonito despreocupado. A veces hasta sonaba tierno, si uno lo escuchaba con buena voluntad.

—Ustedes, mejor dicho…

—¿Cómo así, compa’? —Sirius frunció el ceño, medio confundido—. ¿No se acostó con una señorita?

—¡Dios mío! Claro que no. Yo no soy… así.

—Meh —resopló Sirius, burlón—. Avece’ se me olvida que uste’ es medio cuico…

—¿Cuico? Por favor, Black… —Remus rodó los ojos con hartazgo—. Yo vengo de una familia humilde, que me haya criado en la capital no significa nada. Viví sin lujos, en una casa pequeña. Soy del pueblo, y lucho por el pueblo.

Sirius lo miró, con una ceja levantada.

—Que no sepa montar caballos, que me moleste el mal olor o que no me sienta cómodo con prosti... con señoritas, no significa nada. No soy un acomodado de mierda —dijo, ya subiendo el tono—. Estoy en contra de las injusticias, de la desigualdad, de que unos vivan como reyes mientras otros no tienen ni tierra que sembrar. ¡Yo estuve en las marchas! ¡Vi cómo se llevaban a compañeros por pensar diferente! ¿Usted sabe lo que es eso, Black? ¿Tener miedo de que un día no vuelvas a tu casa sólo por alzar la voz?

Hizo una pausa. Tenía las mejillas encendidas y los ojos brillantes. Sirius se le quedó mirando, completamente fuera de órbita, como si le hubiesen empezado a hablar en ruso.

—Yo salí adelante solo. Nadie me regaló nada. Y si estoy aquí, es porque sé lo que cuesta cada pan en la mesa. Y mientras pueda, voy a seguir luchando, desde donde esté, por un país más justo. Porque los derechos no se piden, se conquistan.

Silencio. Sirius lo observó un segundo más, parpadeando lento, con cara de “qué chucha acaba de pasar”.

—Ya, mierda… —dijo por fin, pasándole la mano por la cara a modo de abanicada—. No dormir lo vuelve amariconao al parecer… Yo sólo lo estaba webeando…

Remus se llevó las manos a la cara y suspiró profundo, frustrado.

—Es que… de verdad estoy cansado —murmuró detrás de los dedos.

—Sí, ya caché —le respondió Sirius—. Descansemos un momento… El heno puede esperar.

Remus rio, bajó las manos del rostro y se recostó un poco mejor sobre los fardos. El silencio volvió a cubrir el granero como un manto liviano. Se quedaron así, quietos, viendo el horizonte tras la entrada, mientras el sol bajaba apenas. El aire que entraba tenía gusto a tierra, a descanso, a tregua.

El cansancio ahora le pesaba como plomo. Se le estaba echando la yegua. Ya no quería moverse ni aunque lo amenazaran. La brisa que se colaba era suave, tibia, como una caricia de madre. Le provocaba pequeños escalofríos que no molestaban. Cerró los ojos sin querer.

No supo cuánto rato pasó. Minutos, tal vez más.

De pronto sintió algo tibio, blando y cálido a su costado. Abrió apenas un ojo y lo vio: Remus se había recostado sobre su hombro, rendido a la vida, completamente dormido. Tenía los ojos cerrados, la respiración profunda y lenta, y el cuerpo casi pegado al suyo.

Sirius se quedó tieso. ¿Pero qué?… El susto le recorrió el cuerpo. Lo primero que pensó fue en los demás trabajadores. Si los pillaban así… “Black es un maricón”, iban a decir. “Son pololos en secreto”, se iba a escuchar en el comedor. “Seguro por eso viven juntos”.

Sintió cómo la incomodidad le subía por el cuello como fiebre. Pero también estaba tan cansado… Miró al frente, al campo abierto, los cerros lejanos. Apretó los dientes. Y sin entender muy bien por qué, se dejó estar. Cerró los ojos también. El sueño lo venció.

Cuando los volvió a abrir, la escena frente a él era simplemente inapropiada. Inaceptable. Una maldita vergüenza.

Estaban metidos entre los fardos, casi abrazados. Remus tenía una pierna entremedio de las suyas. ¡UNA PIERNA! Su cara estaba enterrada en su pecho, como si fueran una pareja que se había quedado dormida después de… no, ni pensarlo .

¡PERO QUÉ MIERDA! —explotó.

Saltó como si le hubiesen tirado agua fría. Despertó a Lupin al instante, quien parpadeó confundido, con el pelo revuelto y cara de susto.

—¿Qué hora es?... —preguntó, adormilado, sin entender nada.

—¿Acaso eso importa, mierda? —bramó Sirius, con la voz ronca que usaba cuando se le arrancaban los novillos o cuando regañaba a un trabajador—. ¡Levanta el culo, es una orden!

Remus se quedó helado por un segundo, luego obedeció sin chistar. Se incorporó con el ceño fruncido y sin decir una sola palabra más. La brisa ya no era suave. Y el granero ahora olía a tierra y a vergüenza. Comenzaron a cargar la carreta en completo silencio. Ninguno se atrevió a mirar al otro.

El sol, a punto de esconderse, anunciaba que la jornada estaba completa. Black ensilló por última vez a su caballo regalón para recorrer el fundo, asegurándose de que todo estuviera en orden antes de abandonar los terrenos por el día. Guardó el animal con un par de palmaditas en el lomo y caminó en dirección a la cabaña.

Esa noche no se dijeron casi nada.

Sirius aplicó su clásica ley del hielo: cuando algo le daba vergüenza, cuando no sabía cómo actuar, cuando hablar implicaba arrastrar el orgullo por el suelo. Y Remus, por su parte, tampoco pareció tener intenciones de romper el silencio. Cenaron en completo mutismo. Ni siquiera un "buenas noches" antes de encerrarse cada uno en su pieza.

 

[···]

 

A la mañana siguiente, mientras buscaba al señor Potter para entregarle su reporte diario, se topó con una escena espectacular. De esas que se le iban a quedar grabadas para el resto de su vida. James Potter. Con botas de trabajo, pantalones gastados, camisa vieja y un sombrero de cuero algo torcido. Cara seria, postura tiesa. Más que futuro patrón, parecía niño disfrazado para obra escolar.

Se quedaron mirando. Potter con gesto tieso. Sirius con una sonrisa que se le escapaba sin permiso. En ese momento se abrió la puerta detrás del joven disfrazado, y apareció el verdadero señor Potter, saliendo de su oficina.

—¡Sirius! —saludó con energía—. Veo que ya vio a mi adorable niño… Hoy empieza su castigo.

—¿El señorito va a trabajar en e’ campo? —preguntó Sirius, sin poder evitar reír.

—Por supuesto. Me tiene que devolver el dinero perdido con sudor. Por una semana entera será su nuevo ayudante. Y quiero que lo trate como tal, no como mi hijo.

—¿Le puedo tratar mal? —preguntó, visiblemente feliz.

—Eh… —Fleamont lo pensó medio segundo—. No. Pero si no quiere trabajar tiene derecho a…

—¿Pegarle? —dijo Sirius, con brillo en los ojos.

—¡Black! —Lo reprendió de inmediato—. ¡Usted no le va a pegar a nadie! ¿Así trata a mis trabajadores?

—Eh… Aquí tiene mi reporte de ayer, señor —dijo, cambiando el tema de inmediato y sacando un papelito arrugado del bolsillo—. Lo que está marcao en rojo e’ urgente. Si no limpiamos el canal se pue’ desbordar.

—Perfecto —respondió el patrón, guardando el papel en su chaqueta—. Suerte.

Y dicho eso, desapareció por el pasillo como si nada. James seguía con cara seria, como si esta situación fuera culpa de la persona que tenía enfrente. Sirius lo conocía lo suficiente como para saber que, en parte, lo creía de verdad. Y bueno… tal vez tenía algo de razón. Después de todo, uno de los deberes no escritos de Black era cuidar al señorito James y todo lo que lo rodeaba. Y esa noche, no cuidó el dinero.

Sin decir más, Sirius se lo llevó al arrastre fuera de la casona, mientras James seguía con la columna tan rígida como un palo de escoba. Black se reía a carcajadas, sin pudor, burlándose en su cara por su nuevo trabajo. Le brillaban los ojos con pura malicia.

James, hasta ahora, sólo había trabajado en el área “administrativa” del fundo. Un invento de su padre para justificar el sueldo que le pagaba. Jamás hacía nada. Sirius apostaría todo lo que tenía a que ni siquiera sabía con exactitud cómo llegaba el dinero a su casa. Y eso hacía que esta situación fuera infinitamente más graciosa. Cuatro días completos en el campo. Black lo iba a hacer mierda. Se iba a divertir mucho. Mucho más que con Remus.

Siguió el mismo ritual de iniciación que había hecho con Lupin. Lo llevó directo al establo. Iba a limpiar la mierda de su propio caballo. Bueno, en realidad, su yegua.

La famosa Doña Alba.

Había sido traída directamente desde Inglaterra, un regalo exclusivo para su cumpleaños número dieciocho. Una yegua blanca, elegante, con un brillo plateado en la melena que parecía pelo rubio de princesa. Era la reina del lugar. Tenía veterinario privado, comida especial y hasta una silla de montar importada. Y ahora, su dueño tenía que limpiar su caca por primera vez en su vida. Valía la pena ver cada segundo.

—¿Me está agarrando para el chuleteo, Black? —Se quejó James antes de cruzar la entrada del establo—. No pienso siquiera poner un pie ahí. El olor a mierda me llega hasta acá.

—Ya escuchó a su padre. Aquí mando yo.

—Por supuesto que no me mandas, esto es sólo un castigo.

—Entre le toi diciendo, pue’ —dijo Sirius, imitando un gesto de mayordomo, con falsa solemnidad.

—Prefiero arrear chivos.

Sirius soltó un suspiro largo. Se acercó sin decir nada más, lo agarró de las piernas y se lo echó al hombro. No iba a mentir: le costó un poco. James era un par de centímetros más alto que él y mucho más robusto. Tenía brazos y piernas que pesaban. Pero no pensaba demostrar debilidad frente a él. Lo dejó caer justo en el medio del establo.

James se incorporó con cara de querer vomitar.

—El olor… el olor es muy heavy —dijo tapándose la nariz.

—¡A limpiar, señorito! —le lanzó un par de guantes y una pala.

Estaba disfrutando tanto ese momento que casi le dolían las mejillas de tanto sonreír. Cuando salió del establo, con el eco de las quejas de James aún resonando en su cabeza, divisó a Remus. Estaba sentado sobre un tronco grueso, con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas encogidas, como si intentara contenerse a sí mismo. Todo tiernito, pensó Black, y se le llenó el pecho de una satisfacción extraña.

Se acercó con paso lento, desenfadado, agarrando su cinturón con una mano como si estuviera en una película del oeste.

—Meh. —Hizo ese sonido suyo, tan característico, tan suyo que ni siquiera era una palabra—. Cada ve’ que lo veo 'ta sentao

—Bueno, si no me dice qué hacer… —replicó Remus con una sonrisa apenas disimulada.

—¿Le gustaría ayudar al señorito James? —preguntó con una ceja levantada, la voz rebosante de sarcasmo.

—No, gracias… —Rio, negando con la cabeza—. Ya tuve suficiente en mis primeros días. No necesito trauma repetido.

Sirius se agachó un poco, poniéndose a su altura, y lo miró con esa sonrisa suya que parecía esconder algo todo el tiempo.

—Acompáñeme, ‘tonces. Me gustaría que conozca ma’ el campo. —Le tendió una mano con gesto amable, casi caballeroso—. Va a tener que andar a caballo, sí. No voy a dejar que me vuelva a toquetear.

Remus se sonrojó al instante, y bajó la vista.

Sirius … —murmuró, entre apenado y divertido.

Black soltó una carcajada, una de esas sinceras, escandalosas, que le nacían desde el estómago.

—¡Lo toi webeando, Lupin! —dijo mientras se alejaba un poco, todavía riéndose—. Pero igual monta. El sol ta weno y los caminos tan secos, le voy a mostrar dónde realmente se pone bonito este lugar.

Remus se levantó despacio, sacudiéndose el polvo del pantalón antes de seguirlo. Sirius sacó a Niebla Negra y a otro caballo del establo. Los ensilló con calma, y luego ayudó a Remus a montar. Este tenía las riendas completamente rígidas, como si creyera que, al menor movimiento, el animal saldría disparado campo adentro. Black montó su caballo y se ubicó a su costado.

—No haga na’, sólo relájese. —Le dijo con una sonrisa tranquila—. Cuando Niebla Negra empiece a galopar, su caballo lo va a seguir solo.

No iba a ser malo. No ese día. Comenzó con un trote suave, casi un paseo, para que Lupin se relajara poco a poco. Prácticamente rodearon la casona mientras los caballos caminaban tranquilos. Y una vez que entraron en un sendero angosto, flanqueado por álamos altos y rectos, Black aceleró apenas el galope. Alcanzó a oír un pequeño grito de Remus detrás, que le arrancó una sonrisa burlona.

Quería mostrarle los terrenos del señor Potter. Hasta ahora, Remus sólo conocía los alrededores de la casona. Lo llevó a donde pastaban las vacas, luego al canal, a la parcela vacía cubierta de árboles silvestres, cerca del río. Le mostró el corazón del campo, lo que realmente hacía latir ese lugar.

Y cuando Remus por fin empezó a soltarse, cuando dejó de apretar las riendas con tanta fuerza y comenzó a disfrutar del movimiento, galoparon juntos por los campos abiertos que colindaban con el terreno del señor Crouch. El viento les pegaba en la cara, las risas se les escapaban sin permiso, y por un rato, parecían dos adolescentes libres de todo.

Galopear con James siempre había sido su actividad favorita, pero hacerlo con Remus era otra cosa… se sentía como un niño chico otra vez. Había algo distinto en esa calma compartida, en el silencio cómodo.

Pararon a descansar en el límite este del fundo, donde los cerros altos se alzaban cubiertos de árboles nativos. El aire era fresco, y el silencio sólo lo rompía el viento entre las hojas. Se sentaron en el cerco, riendo, mientras los caballos pastaban tranquilos, recuperando el aliento.

—¿Le gusta? —preguntó Sirius.

—Definitivamente —respondió Remus, todavía sonriendo.

—¿Aún quiere ser profesor?

—¿Y eso?

—No sé… ¿no cree que es mejor trabajar aquí? Junto a mí.

—Para algo estudié, Black.

—Sí… eso es verda’.

Se quedaron mirándose un instante. Remus soltó una pequeña risa nasal y luego volvió a mirar el paisaje, perdiéndose entre los tonos verdes del bosque y el cielo abierto.

Sirius lo observó en silencio. Sabía que Lupin sólo trabajaría allí unos meses. No quería encariñarse. No debía. Pero era imposible. No hablaban mucho, ni compartían demasiado, y aún así… su presencia se sentía extrañamente familiar. Como si lo conociera de antes. Como si fuera un hermano, o algo así.

De todos sus compañeros de trabajo, Remus Lupin era su favorito.

Chapter 5: ¿Hogar?

Chapter Text

Fundo “El Merodeador”, sur de Chile, 1981.

 

El domingo al mediodía, el señorito James ya no daba más. Efectivamente, Sirius le había sacado el jugo durante esa semana entera. Lo paseó como Dios manda, de aquí para allá. No le dio ninguna tarea riesgosa ni que implicara demasiado ingenio—tampoco lo iba a torturar—, pero sí le encargó las labores más tediosas. El más feliz con todo eso era Remus, quien antes de que Potter llegara era él el encargado de esas cosas.

Durante esos días, Lupin se había entusiasmado con andar a caballo y le preguntaba constantemente a Black cuándo saldrían a dar otra vuelta. A lo que él le respondía con sarcasmo, tratando de evitarlo a toda costa. No por nada, sino porque tenían mucho trabajo y no podía darse el lujo de desaparecer por horas como la otra vez.

La hora de comer llegó. Una de las pocas ventajas de tener al señorito James trabajando era que los invitaba a almorzar a la casa. Era un poco incómodo, claro. Pero si hablamos de tranquilidad, comer con el resto de los trabajadores en la zona común era un verdadero infierno. A Sirius le gustaba, sí, se reía con las tallas y las conversaciones, pero a veces necesitaba un poco de silencio… y en ese lugar, el silencio no existía.

Los tres se acercaron a la casona. La madre de Peter, una de las sirvientas del lugar, había preparado una cazuela tan rica que el aroma se sentía a metros de distancia. Por lo general, Sirius almorzaba cualquier porquería: un sándwich sin gracia, restos del día anterior, o simplemente un buen trago de lo que tuviera en su petaca. Los únicos que tenían derecho a almorzar caliente eran los trabajadores que vivían lejos; el resto volvía a sus casas, donde sus esposas los esperaban con la comida lista. Pero Sirius no tenía a nadie. Y sus habilidades culinarias eran nulas. Su alimentación era pésima.

Obviamente, el señor Potter lo contemplaba en la comida; tenía derecho a un plato caliente, por supuesto. Pero Sirius sentía que no se lo merecía. Por eso estos ocho días los había aprovechado al máximo: la mano de la señora Pettigrew era, simplemente, de otro nivel.

Abrieron la puerta de la casona y fueron recibidos por un escándalo:

—¡¡Acabo de limpiar, por la chita!! —exclamó Peter, al borde de un colapso nervioso.

Los tres bajaron la mirada al unísono, como cachorros culpables. El barro en sus botas estaba seco, resquebrajado y cayendo a trozos sobre el suelo recién fregado. James soltó una risa contenida, mientras Peter se quedaba congelado en su lugar, como si acabara de ver un crimen. Su expresión cambió al reconocer entre los culpables al mismísimo hijo del patrón.

—S-señorito James…

—No se estrese, Peter —respondió James, muy tranquilo—. Solo ensuciamos un poquito… nada que no se pueda barrer con amor y paciencia. Vamos, muchachos, será mejor que nos quitemos las botas antes de que nos mate.

Obedecieron como niños regañados. Se quitaron las botas en la entrada y las dejaron perfectamente alineadas, como si eso pudiera enmendar el desastre. Ya descalzos, Sirius miró hacia abajo y notó con horror que uno de sus calcetines tenía un agujero tamaño escándalo justo en el dedo gordo. Se le heló la sangre. Ni hablar de lucir semejante desgracia frente a James y Remus. Con la dignidad por los suelos, se quitó ambos calcetines disimuladamente y los escondió bajo el brazo. Prefirió caminar descalzo que con su honor expuesto.

Caminaron por el pasillo principal hasta llegar al comedor: elegante, extenso, con una mesa que parecía sacada de una película inglesa y sillas acolchadas que crujían con estilo. James se sentó en la cabecera como si naciera para ello, y Sirius y Remus se ubicaron a ambos lados.

A los pocos minutos, llegó la salvación: un plato humeante de cazuela con pollo de campo, papas sureñas, trozos de zapallo, arroz, cilantro picado encima y, claramente, mucho amor de la señora Pettigrew. El aroma llenaba la sala como una manta caliente. Esto, pensó Sirius, esto era el verdadero paraíso.

Sin decir palabra, Black se lanzó sobre su plato como un náufrago. Comía con el entusiasmo de quien no había visto una comida decente en semanas, y con la delicadeza de un chancho en fiesta. Era, sin duda, el menos educado de los tres, pero le daba igual. Había confianza. Si alguien decía algo, siempre podía hacerse el ofendido.

—Se acerca el mejor día del año —comentó James mientras se limpiaba la boca con la servilleta.

—Pensé que el mejor día era mi cumpleaño’… —replicó Sirius con fingido dramatismo.

—¿A qué se refiere? —preguntó Remus, ignorando el comentario de Black con toda la dignidad del mundo.

—¡Las Fiestas Patrias, señores! Este año mi padre está como medio poseído por el espíritu del patriotismo. Quiere hacer una celebración gigantesca. No sé qué bichito le picó, pero lo vamos a pasar el descueve.

—Los padres de James aman la’ fiestas —le susurró Black a Lupin.

—Mi viejo dijo que esta será la fiesta más grande que haya hecho. Va a invitar a todo el pueblo... incluso a los vecinos —dijo James con una sonrisa pícara, lanzando una mirada significativa hacia Black.

—¿Viene la señorita Marlene? —preguntó Sirius, alzando las cejas con interés.

—¡Por supuesto! —respondió James, dándole un golpe juguetón en el brazo—. Viene todo el mundo.

La conversación giró en torno a la fiesta. James no escatimó en detalles: habló del asado, los juegos criollos, la música en vivo, los farolitos, la ramada improvisada y hasta una posible competencia de cueca. Las Fiestas Patrias en el fundo de los Potter siempre eran memorables, pero este año prometía ser legendario.

Cuando los platos quedaron vacíos, se levantaron de la mesa a regañadientes y salieron al patio. Aunque los domingos eran sagrados para descansar, Sirius, en su rol de capataz, solía dar un par de vueltas por el terreno. Y como James seguía castigado y Remus era oficialmente su sombra laboral, tenía compañía asegurada. Sólo trabajarían una hora más antes de dar por terminada la jornada.

No había mucho que hacer realmente, así que fueron a arrear las vacas para encerrarlas en su corral. Un trabajo tranquilo, que les permitió seguir conversando entre risas y bromas.

Esa semana, finalmente, llegaba a su fin… y con ella, lamentablemente, también la compañía de James. Durante esos días, los tres se habían divertido a lo grande. Había una complicidad natural entre ellos, una de esas que no se fuerzan. Remus, a pesar de su carácter reservado, había encajado perfectamente en el grupo, sobre todo después del famoso cumpleaños de Sirius. Era callado, sí, pero tenía esa clase de personalidad que no necesitaba alzar la voz para hacerse notar.

Lupin se fue directo a la cabaña. Dijo que quería visitar el pueblo y preguntó si Sirius podía llevarlo. Este accedió, pero antes comentó que pasaría a dejar al señorito a la casona. No era por seguridad, ni porque el camino fuera largo—estaban al lado—, simplemente era una excusa para seguir conversando con él. Además, a veces le gustaba entrar a saludar a la gente.

A pesar de trabajar a metros de distancia, él y Regulus apenas intercambiaban palabras. Y eso, en el fondo, le molestaba más de lo que quería admitir. No tenían la mejor relación del mundo, pero seguía siendo su hermano. Su única familia.

Entraron a la casona, esta vez asegurándose de tener los pies bien limpios. Se toparon con la señora Potter en el elegante salón, sentada, tejiendo como toda una dama del campo. Sirius la saludó con un gesto en el sombrero, y ella, encantadora como siempre, se levantó para darle un buen beso en la mejilla. Luego, con una sonrisa dulce, preguntó cómo se había portado su "pequeñito y adorable bebé".

Él respondió con la verdad, aunque no pudo evitar una sonrisa. La señora Potter era tan dulce que ni siquiera se burlaba de James por ese trato maternal. Es más, Sirius a veces le tenía una leve envidia… ¿cómo no tenerla? No todos recibían tanto amor.

—Pareces un cerdito —dijo ella, entre risas, antes de mandar a su hijo directo a la bañera.

Sirius no pudo contener la risa y acompañó a James a su cuarto. Un rato después llegó Regulus... pero lo ignoró olímpicamente.

—Señorito James, su baño está listo.

—Buena’ tarde’, mierda —interrumpió Sirius, agresivo y sin filtros.

—Buenas tardes… —respondió Regulus en un susurro casi inexistente.

—Tan de buenos modales que soi vo’ acá, y ni e' capaz de saluar a su hermano.

Regulus no respondió. Solo frunció el ceño, hizo un resoplido que le levantó el flequillo y se dio media vuelta rumbo al baño. James le dedicó a Sirius una media sonrisa cómplice antes de seguir a su empleado.

Pero Sirius no se iba a quedar tranquilo. No, señor.

Reflexionó unos minutos y luego entró también al baño, donde se encontró a James relajadísimo en la tina, mientras Regulus arrojaba su ropa en una canasta. Levantó la vista, se miraron por un par de segundos… y volvió a lo suyo.

—¿Se puede retirar? —preguntó Regulus con el ceño fruncido.

—No.

—Pues quédese a ver cómo se baña el señorito, si tanto le hace ilusión.

Regulus se sentó en una banca de madera junto a la bañera y comenzó a tallarle la espalda a James, como si aquello fuera lo más natural del mundo. Claro está, esto no era lo habitual. James se bañaba solo como cualquier persona, y Regulus no era un esclavo ni nada por el estilo. Pero, de vez en cuando, al señorito le gustaban estos lujos. Y al parecer a Regulus no le molestaba demasiado. Y quizás porque como hoy terminaba su castigo y, como buen mimado, quería "desestresarse" con unos masajes.

Sirius no lo juzgaba. Ojalá alguien lo bañara así a él, para variar.

—Regulus, me gustaría hablar con uste’.

—Estoy ocupado, ¿no me ve acaso? Yo trabajo de lunes a lunes. No tengo los domingos libres como usted.

—Si mi trabajo juera servir el té y bañar al señorito James, tampoco me quejaría.

Regulus hizo un movimiento tan brusco que salpicó agua por todas partes.

—Mire, no tengo ninguna…

—¿Pueden discutir en otro momento? —interrumpió James con total calma—. Me estoy bañando. Pido un mínimo de respeto.

—Lo siento, señorito —dijeron los hermanos Black al unísono.

Regulus le dedicó una mirada asesina a Sirius, y este se retiró con total dignidad. Se quedó afuera, de brazos cruzados. No pensaba irse así como así. Quería hablar con él. Siendo sincero, ni siquiera sabía sobre qué exactamente, pero algo había. Por otra parte, Remus lo estaba esperando en la cabaña, listo para partir al pueblo… pero le daba igual.

Pasaron los minutos y empezó a aburrirse. ¿Qué tanto hacía Regulus allá dentro? ¿También iba a bañarlo como a un bebé?

Resopló, impaciente. Y, casi como un acto reflejo, se agachó frente a la puerta, mirando por el pequeño orificio de la chapa, donde iba la llave. No se veía mucho, apenas lograba distinguir la espalda de James y los brazos de Regulus moviéndose. Lo seguía tallando. James ahora estaba recostado, con los ojos cerrados, completamente relajado.

Pero lo que llamó su atención fue cómo Regulus le acariciaba la piel. No tallaba, acariciaba. Con una delicadeza casi ridícula. Apenas lo rozaba. Sus dedos pasaban por el pecho de James con una suavidad temblorosa, como si tuviera miedo de romperlo. Se movía lentamente, incluso podía ver la mitad de su cara, sus ojos analizando su cuerpo desnudo, ¿esto era… normal?

De pronto, mientras James seguía con los ojos cerrados, casi dormido, vio cómo Regulus apartaba su mano derecha del cuerpo del señorito. La apoyó en su pierna… y luego, lentamente, la movió hacia su entrepierna.

Pero ya no pudo ver nada más. La perspectiva le cortaba la visión.

Fue entonces cuando decidió que era momento de dejar de espiar. Se levantó, incómodo, sintiéndose un poco sucio consigo mismo. Al girar la cabeza hacia la derecha, pegó un salto. El hijo de re mil puta de Remus Lupin estaba al final del pasillo. Sirius llevó la mano al pecho, sobresaltado, y caminó hacia él con el ceño fruncido.

—Pero… ¿se pue’ saer qué carajos hace aquí?

—Se estaban demorando mucho —respondió Lupin con su calma eterna—. ¿Qué estaba haciendo?

—Nada, nada… Vamos, será mejor… —lo arrió hacia la salida como si estuviera empujando a una vaca.

Lo mejor era hablar con su hermano por la tarde, u otro día...

Ambos salieron de la casona y Sirius fue a buscar la carreta. Le había ofrecido a Remus que fueran al pueblo a caballo, pero este insistió en ir en carreta, con la excusa de que quería comprar varias cosas. Black se subió arriba, y Lupin se sentó a su lado. El camino al pueblo era bastante corto, apenas unos quince minutos desde el fundo. Llegaron en un abrir y cerrar de ojos.

El pueblito era pequeño y acogedor. No era como el otro al que solían ir, donde estaba el bar, ese era más moderno, pues estaba en plena carretera, pero este tenía su encanto. Ahí todos se conocían, literalmente.

Estacionó la carreta en el centro del pueblo, junto a una pequeña plaza, y se bajaron. El primer lugar al que fueron fue la casa de Mary. Tras el fallecimiento de su madre, Sirius no la había vuelto a ver. Le había comentado a Remus que su abuela vendía hierbas medicinales, y este quería comprar unas cuantas.

—¿Me pue’ decir qué tanto va a comprar como pa’ traer la carreta?

—Bueno, quería aportar algo a la cabaña, Black. Hasta el momento usted me ha alimentado. Es momento de responder. —Le propinó una sonrisa tierna—. Voy a gastar todo lo que gané en comida y algún que otro capricho… Después de todo, ese dinero no es mío.

—Meh…

Black tocó la puerta de la vieja casa, y quien abrió fue nada menos que Lily Evans. Los invitó a pasar, y vieron a Mary sentada en el living. Se levantó a saludar a los chicos, dándole un fuerte abrazo a Sirius y saludando tímidamente a Remus. Resultaba que justo ese día Lily había estado con ella, por lo que la visita fue mucho más acogedora. Mary los invitó a tomar algo caliente, y ambos aceptaron.

Se sentaron los cuatro en la mesita de la cocina, cada uno con una taza de té. Black no era fanático; prefería un café cargado o, mejor aún, un buen vaso de licor puro. Pero jamás rechazaba algo ofrecido por una dama: era una regla personal.

Al poco rato de charla, Remus explicó el motivo de la visita, por lo que Mary llamó a su abuela y ambos desaparecieron por el fondo del pasillo.

—¿Cómo se ha sentido, señorita? —preguntó Sirius con total respeto.

—Bueno, aquí… pasando las penas. Lily ha sido un gran apoyo para mí en estos días, no me quiere dejar sola —respondió con suavidad, dejando ver que la herida seguía fresca.

—Ya veo, ya… ¿Y la señorita Marlene?

—Ayer estuvo con nosotras, ya sabe… —respondió Lily—. El señor Crouch no la deja salir mucho del fundo…

—Ese pedazo e’ maricón —soltó Black, y enseguida se cubrió la boca con fuerza—. ¡Perdón, señoritas!

—Tranquilo —respondió Mary, muerta de la risa.

—Es que ese… caballero —prosiguió, cuidando las palabras—, es un verdadero… diablo. No entiendo cómo la señorita Marlene sigue trabajando para él…

—Nosotras opinamos igual, Black… —dijo Lily.

—Debería aceptar mi oferta. Debería trabajar conmigo. Seríamos una buena dupla…

—Y una buena pareja —soltó Mary.

Ella y Lily soltaron risitas cómplices, mientras Sirius se atoraba con el té tras escuchar aquella afirmación. Sentía que los cachetes le ardían de lo rojos que estaban. Pero antes de poder pensar qué responder, llegó su salvador. La abuela de Mary y Remus regresaban a la cocina, este último con una bolsa llena de ramas secas y hojas extrañas. Sirius se levantó apresuradamente a saludar a la señora, mientras Remus lo miraba con el ceño fruncido.

—¿Por qué está tan rojo?

—Nada, hace calor… Eh… tenemos que irnos, con su permiso.

Salió apresurado de la cabaña, despidiéndose de las tres mujeres con un gesto en el sombrero. Una vez afuera, Remus no paraba de mirarlo de reojo, claramente intrigado por lo que había ocurrido dentro. Sirius, por su parte, fingía que no notaba nada, caminando con las manos en los bolsillos como si no tuviera ni una sola preocupación en el mundo.

Después de unos minutos de caminata en silencio, el momento fue olvidado. Remus retomó su propósito original: las compras. Y vaya que compró. Recorrieron varios puestos, y al poco rato la carreta estaba llena de color y vida. Había zapallos enormes, choclos aún con sus hojas, tomates rojos brillantes, paltas maduras, un saco entero de papas, ajos trenzados, una lechuga verde como la esperanza y un sinfín de otras cosas.

Sirius, que al principio parecía desinteresado, terminó ayudando a acomodar todo con más esmero del que admitiría. Hasta se permitió hacer un pequeño comentario:

 —Esto parece una obra de arte. Eso’ de… de la Fransssia .

Antes de volver, pasaron por un pequeño almacén. Remus compró un par de cuadernos, un lápiz y, antes de irse, se giró hacia Sirius con una sonrisa divertida y le extendió un pequeño chocolate.

—Tome, por portarse bien.

Sirius se echó a reír con ganas mientras lo tomaba, quitándole el envoltorio con una sonrisa burlona.

—¿Y si ahora me porto mal me da otro?

—Depende de qué tan mal.

Justo cuando estaban por subirse a la carreta para regresar al fundo, Remus se detuvo de golpe. Puso cara de haber recordado algo importante, lo cual hizo que Sirius frunciera el ceño de inmediato.

—Black —dijo, impidiéndole subir—. ¿Aquí hay alguien que arregle zapatos o esas cosas?

Sirius lo miró, dudando.

—Eh… sí. Hay un herrero que también hace trabajos así… pero yo no pienso acompañarlo.

—¿Se puede saber la razón?

—No me llevo bien con un trabajador de ahí.

—¿Quién?

—Quejicius —sentenció Sirius con un suspiro.

—¿Ah?

—Severus Snape. Un tipo que trabaja ahí. Desde que lo conozco que no’ tenemo’ mala. Somos como perro y gato, fíjese.

Remus lo observó con calma.

—¿Le hizo algo?

—No…, pero…

—Entonces cállese y acompáñeme.

Sirius lo miró con el ceño fruncido, el chocolate aún en la mano. Murmuró algo ininteligible que sonaba mucho a "maricón" y "esto no se hace entre caballeros", pero igual lo siguió, resignado, sabiendo que no había fuerza en este mundo que pudiera disuadir a Remus Lupin cuando tenía una idea en la cabeza. Y eso que lo conocía hace poco.

Entraron al local con el sonido agudo de una campanita oxidada. El lugar era oscuro, olía a metal y cuero viejo, y hacía más frío que en la cabaña de Black en invierno. Sirius apenas cruzó la puerta frunció el ceño. Y ahí estaba. Como si el destino tuviera ganas de reírse de él.

—Meh, mire quién apareció… el alma ‘e la fiesta —murmuró.

Del fondo emergió Severus Snape, con su clásica cara de pocos amigos, aunque al divisar a Sirius, esbozó una sonrisa tan sarcástica que podía cortar hierro. Black la recibió con otra igual de falsa.

—Buenas tardes, Quejicius —dijo Sirius, inclinándose apenas, como si saludara a la reina.

—Sirius —respondió Snape, seco como una piedra, pero con los ojos brillando de fastidio contenido.

Remus, visiblemente incómodo, le lanzó una mirada de advertencia a su compañero, como diciéndole "compórtese", y luego se dirigió a Snape con amabilidad.

—Disculpe… Vengo a que me arreglen estos zapatos, ¿cuánto sería?

Puso sobre el mesón un par de zapatos elegantes, uno con la suela hecha trizas y el otro arañado como si hubiese peleado con un gato. Snape los tomó con sus dedos largos y los examinó como si fueran pruebas en una escena del crimen.

—Serían… cuatrocientos cincuenta pesos —dijo finalmente, con tono monocorde.

—Perfecto —asintió Remus, sacando la billetera.

—Vaya estafa —comentó Sirius desde atrás, cruzado de brazos—. ¿Cuatrocientos cincuenta? ¿Qué? ¿Vas a hechizarlos para que caminen solo'?

Snape ni siquiera se dignó a levantar la vista.

—Si sigue hablando, puede ser más.

—¡Black! —lo regañó Remus otra vez, sin mucha esperanza.

—¿Qué? ¡Solo digo que con eje precio espero que le ponga alma nuea! —replicó, mientras caminaba lentamente por el taller, mirando todo con desdén.

Snape lo siguió con la mirada.

—Si cobrara por aguantar impertinencias, sería millonario.

—Y si yo cobrara por ver caras fea’ también me la haría de oro.

Remus, suspirando como un santo, le entregó el dinero.

—Aquí tiene, señor. ¿Cuándo estarán listos?

—El próximo viernes. —Snape apenas le dirigió la palabra, aún más seco que antes, pero sin despegar los ojos de Sirius, como si esperara que este intentara robarse algo.

—Perfecto. Muchas gracias.

Cuando salieron, Sirius lanzó un último comentario, en voz lo suficientemente alta como para que lo oyeran.

—Va a tener que bendecir esos zapato’ ante’e usarlos, Lupin. No vaya a ser que los haiga embrujao con su miseria…

—¡Black!

—¡Ya, ya! Pero ni loco vuelvo a poner un pie en este lugar —dijo ahora con tono normal

Con el carro lleno hasta las patas, finalmente se subieron a la carreta. Había sido un día largo, y Sirius soltó un suspiro casi teatral mientras tomaba las riendas. Remus se acomodó a su lado, con la bolsa de hierbas. El trayecto de vuelta fue tranquilo, salvo por algún que otro chiste sarcástico y una discusión breve sobre si la lechuga debía guardarse en agua o no. Black condujo con destreza por los caminos terrosos que llevaban a los terrenos del señor Potter, donde su cabaña esperaba como siempre: algo torcida, con las ventanas polvorientas y un aire de abandono persistente. Pero esta vez, algo era distinto.

Aparcaron frente a la entrada y les tomó un buen rato descargar todo. Cajas, bolsas, útiles, una lechuga que se escapaba cada vez que Remus la acomodaba. Pero al final, lo lograron. Y por primera vez en años—o quizás en su vida—la cabaña de Black no se sentía tan... muerta. La cocina, antes triste, polvorienta y desprovista de cualquier alegría, ahora estaba llena de colores, de olores, de cosas vivas. Paltas, tomates, choclos y hasta un ramo de hierbas frescas colgado de una cuerda improvisada.

Sirius se dejó caer en el sillón como un trapo viejo.

—Domingo largo —murmuró, cerrando los ojos.

Remus, en cambio, parecía tener cuerda para rato. Se puso a ordenar con una concentración casi quirúrgica. Sirius ya lo había notado antes: tenía una especie de manía por el orden. Cuando lo mandaba a acomodar sacos, lo hacía con una precisión matemática.

—Hoy le voy a dar una cena digna, Black —anunció desde la cocina.

—¿Ah, sí? —respondió Sirius, sin abrir los ojos.

—¡Claro! Para algo compré tantas cosas. Quiero que se alimente bien.

—¿Se está quejando de mi’ cenas, Lupin?

—Sí —respondió, sin una pizca de culpa—. Yo pensé que vivía mal en la ciudad… pero aquí vivo peor —bromeó.

—Meh —gruñó Sirius, medio sonriendo.

—Espero le guste mi mano.

—¿Y si no me gusta?

—Le voy a meter la cuchara en la boca...

Sirius soltó una risa breve, de esas que no salían tan fácil últimamente. Había algo extraño pero reconfortante en ver su casa tan llena, tan viva. Aunque no lo diría en voz alta, le gustaba. Cuando Remus sirvió la cena, al menos una hora después, Sirius no pudo evitar sentirse emocionado. Si su memoria no le fallaba, era la primera vez en la vida que un amigo le cocinaba. El plato de charquicán humeaba sobre la mesa, con ese olor tan casero que casi parecía de otro mundo. Sirius tomó una cucharada, la sopló con cuidado, y al probarla, cerró los ojos. Estaba realmente rico. No exageraba al pensar que era el mejor plato que había comido jamás. Incluso se atrevía a decir que superaba al de la señora Pettigrew, y eso ya era mucho decir.

Una sonrisa genuina se le escapó sin pedir permiso, y levantó la vista hacia Remus.

—Remus, uste’ se las mandó —dijo, alzando la cuchara como si brindara con ella—. Gracias, de verda’.

—No fue nada —respondió el otro, bajando un poco la mirada, tímido—. Es lo mínimo que puedo hacer por usted.

Lo mínimo. Sirius se quedó con esa frase dándole vueltas en la cabeza. ¿Acaso él merecía siquiera lo mínimo de alguien? ¿El mínimo de Remus Lupin? Un tipo que era todo lo contrario a él: licenciado, educado, limpio, tranquilo, de esos que hablaban con palabras largas y caminaban derecho. Y él… él era apenas un peón. Sin estudios, sin casa propia, sin herencia, sin ahorros. Sin nada.

Sirius Black no valía nada para la sociedad, y sin embargo, ahí estaba. Frente a alguien que no solo lo trataba como igual, sino que le servía un plato caliente como si valiera la pena. Como si fuera… importante. ¿Y si lo era? Tal vez, para Remus, sí.

Ese domingo fue, sin duda, el mejor de todos. Cazuela al almuerzo, charquicán para la cena, y una compañía que, sin decirlo mucho, le estaba devolviendo algo que no sabía que había perdido.

Algo parecido al hogar.

Chapter 6: Fiestas Patrias del 81

Notes:

Capitulo especial de Fiestas Patrias - Capitulo largo.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Fundo “El Merodeador”, sur de Chile, 1981.

 

Faltaba solo un día para las Fiestas Patrias. Fue un jueves por la tarde cuando Sirius recibió el llamado del señor Potter. Cuando eso pasaba, significaba problemas. Casi nunca era citado a su oficina, y por eso, cuando el joven Pettigrew lo fue a buscar con el encargo de "el patrón quiere verlo", sintió sus tripas revolverse de pura ansiedad. ¿Habría hecho algo malo? Si era así, no lo recordaba… Tenía todo al día, había solucionado los retrasos, había cumplido con la mayoría de los requisitos del patrón, había mandado a pedir madera de Temuco… Todo en orden. ¿Entonces qué?

Caminó hacia la oficina con el corazón repicando fuerte en el pecho, como si fuera a enfrentarse a un tribunal. Tocó la puerta con cautela, apenas con los nudillos, y esperó. Solo cuando escuchó el "adelante" del interior, abrió la puerta despacio y entró, con una mano escondida tras la espalda y el sombrero agarrado en la otra, en un gesto automático de respeto.

Ese día estaba casi perfecto. La primavera ya empezaba a ganarle la batalla al invierno duro que habían tenido. Los árboles se vestían de hojas nuevas, los frutales estallaban en flores, y el aire sureño, más limpio y fresco que nunca, se sentía como un regalo. Era, sin duda, la estación favorita de Sirius Black.

—Tome asiento, jovencito —anunció el señor Potter al verlo parado tan rígido en la entrada.

Sirius obedeció de inmediato, sentándose frente al patrón. Dejó el sombrero en su regazo y levantó la mirada lentamente, como quien espera el primer golpe de una sentencia. Aunque era un joven fuerte, de personalidad dura y con un tono de voz que normalmente imponía respeto, en circunstancias así parecía un verdadero cachorro asustado. Siempre había tenido sus roces con la autoridad. Y aunque sabía bien que Fleamont y Euphemia Potter eran personas amorosas y justas, no podía evitar ese respeto reverencial, casi temeroso, que le salía solo. Incluso hacia James, su mejor amigo… y futuro patrón.

—¿Por qué tiene esa cara, Black? —interrumpió el señor Potter sus pensamientos, mirándolo casi divertido—. Solo quiero hablarle de la fiesta de mañana, hombre. No me mire así…

—Perdóneme, patrón —se excusó Sirius, dejando escapar una sonrisa tímida—. Estoy tan acostumbrao a que uste’ me cite pa’ malas noticias…

—Bueno, ese es su problema —lo retó suavemente, negando con la cabeza—. En fin…

El señor Potter revolvió entre varias carpetas apiladas sobre su escritorio hasta encontrar un pequeño fajo de hojas corcheteadas. Se las entregó a Sirius con un gesto tranquilo, como si no cargaran peso alguno, pero para Black fue como recibir una roca. Tomó los papeles con ambas manos, notando de inmediato que era la lista de invitados.

—Aquí tiene —dijo el patrón—. Es su deber organizar a los empleados para que todo marche bien mañana.

Sirius bajó la mirada hacia el listado. Apenas comenzó a recorrerlo con los ojos, sintió la presión caerle de golpe sobre los hombros. Eran al menos cien nombres. Cien personas. La mayoría del pueblo, vecinos del fundo cercano, amigos del señor Potter de otras regiones, e incluso algunas autoridades importantes. Gente que esperaba ser bien atendida, alimentada, servida como correspondía en una fiesta de esa categoría. Y a él, precisamente a él, le tocaba asegurarse de que nada fallara.

Los alimentos ya estaban comprados, eso lo sabía. Solo faltaban los bebestibles, pero el señor Potter se encargaría de eso personalmente al día siguiente. Aun así, la organización era un monstruo por sí sola. Había que coordinar a los cocineros, a los mozos, a quienes acomodarían las mesas y prepararían los espacios. Sirius sintió que empezaba a sudarle la frente solo de pensarlo.

El señor Potter esperó pacientemente a que Sirius terminara de hojear los papeles, y entonces, con una voz mucho más amable, añadió:

—Mañana quiero que disfrute, Black.

Sirius levantó los ojos, un tanto incrédulo.

—Ha trabajado muy duro estos días organizando todo —continuó Potter con una sonrisa breve—. Esto sería lo último. Solo asegúrese de dejar todo preparado hoy. Organice a la gente de la casona, y luego puede irse a descansar. Mañana será un largo día para todos.

—Gracias, patrón… —murmuró Sirius, asintiendo con la cabeza mientras sujetaba las hojas con cuidado.

Se removió un poco en el asiento, sintiendo que la carga en su espalda se hacía, al menos, un poco más llevadera. Se animó entonces a preguntar:

—¿Los trajes ya llegaron, verda’?

—¡Oh, por supuesto! —exclamó Potter, como si se hubiera olvidado de comentarlo—. Están fabulosos. Si quiere verlos, los posee su hermano.

Sirius sonrió apenas, sintiendo un pequeño cosquilleo de nerviosismo en el estómago. Iba a ser una noche importante, sin duda. Se levantó del asiento, se acomodó el sombrero con un leve gesto de respeto y se retiró de la oficina. Guardó los papeles dentro de la chaqueta de mezclilla y se dispuso a recorrer la casona en busca de su hermano. Lo más lógico era que estuviera en la cocina, así que no se complicó demasiado y fue directamente hacia allí.

Y efectivamente, tenía razón.

La cocina estaba hecha un hervidero de actividad. La señora Pettigrew armaba empanadas con una destreza impresionante, Peter cortaba verduras torpemente, un par de señoritas más cocinaban algo en los fogones, y Regulus, en una esquina, escribía frenéticamente en una libreta apoyada en una mesa pequeña.

Sirius saludó en general con un movimiento de cabeza y caminó directo hacia su hermano.

—¿Está ocupao ? —preguntó, deteniéndose frente a él.

—¿Me ve descansando? —respondió Regulus sin levantar la vista, mientras seguía anotando a toda velocidad.

—Le hice una pregunta bien, mierda —gruñó Sirius, cruzándose de brazos—. No e’ necesario que siempre me responda con sarcasmo.

—Pues usted debería dejar de hacer preguntas… weonas —añadió Regulus en un susurro casi inaudible, sin perder el ritmo de su escritura.

Sirius bufó, pero decidió no morder el anzuelo.

—No vine a pelear, quería que me mostrara lo’ trajes no ma’... —dijo, poniendo una cara de fingido desconsuelo—. Pero bueno, si mi hermano ni tiene tiempo pa’ mí… será mejor que me ‘aya no ma’...

Regulus soltó un suspiro cargado de fastidio, rodó los ojos y dejó la hoja de papel a un lado. Sin decir nada, lo tomó del brazo y lo arrastró suavemente hacia su habitación. Sirius, triunfante, dejó escapar una sonrisita burlona mientras lo seguía. Regulus dormía en la primera habitación de la casona, justo al lado de la entrada, lo que le permitía ver con facilidad quiénes entraban y salían. Era una habitación pequeña, pero repleta de lujos que Sirius ni soñaba tener en su cabaña: una cama de excelente calidad, muebles elegantes, una alfombra de cuero de vaca y hasta una pequeña televisión vieja que los Potter habían estado a punto de desechar. Definitivamente, su hermano vivía mucho mejor que él.

Sirius se dejó caer sobre la cama mientras Regulus se paraba frente al clóset, rebuscando entre la ropa. Al cabo de un momento, sacó unas bolsas grandes y las dejó al lado de su hermano.

—Aquí está el suyo… y el del joven Lupin —anunció, pasándole dos bolsas.

Sirius las tomó con una emoción apenas disimulada, como si fuera un niño pequeño recibiendo su regalo de Navidad. Las tendió sobre la cama y se agachó para mirarlas con detenimiento. Eran simplemente preciosas.

Jamás se había querido vestir de traje para las Fiestas Patrias; siempre decía que era demasiado elegante para terminar tirado en el suelo con dos botellones de chicha vacías a cada costado. Pero este año, el evento era grande, y el señor Potter le había dejado claro que debía vestirse con el traje típico sí o sí.

Ahora que veía el atuendo frente a sus ojos, no encontraba motivo para quejarse. Era todo negro, como a él le gustaba, y con una camisa blanca. Sirius no pudo evitar sonreír.

—¿Listo? —preguntó Regulus, ya dándose vuelta hacia la puerta—. Debo volver a trabajar...

—Antes de que se ‘aya… me gustaría hablar con uste’.

—Hable rápido, no tengo todo el día.

Sirius suspiró, bajando la mirada un instante para ordenar sus palabras.

—Mire... Yo sé que uste' y yo no tenemo' na’ de relación estrecha. Pero realmente me está como... meo’ molestando que uste' me trate tan mal frente a la gente.

Regulus se cruzó de brazos, ladeando la cabeza con una sonrisa burlona.

—No sabía que era tan sensible…

—¡Ya basta, mierda! —le espetó Sirius, y sin pensarlo dos veces, le soltó una cachetada.

Regulus se quedó inmóvil. Una mano temblorosa le cubría la mejilla derecha, donde el golpe aún ardía como fuego recién encendido. Sus ojos, bien abiertos, reflejaban una mezcla de incredulidad y furia, y su respiración era agitada, descontrolada.

Frente a él, Sirius también jadeaba, el pecho subiéndole y bajándole como si acabara de correr una larga distancia. Sus manos temblaban. Esa explosión no era normal en él, pero algo dentro suyo había hecho clic, había reventado. Estaba harto. Harto de las actitudes infantiles de su hermano, harto de ser el único sostén de alguien que parecía despreciarlo a cada paso. Harto de cargar solo con el peso de una familia rota.

—¿Cómo… cómo se le ocurre? —escupió Regulus, la voz quebrándosele de rabia. Sus ojos brillaban, y no era sólo furia: era dolor. Dolor real.

Sirius lo sostuvo con fuerza por las muñecas, obligándolo a mirarlo. Sus rostros estaban a apenas unos centímetros de distancia, las respiraciones entrecortadas mezclándose en el reducido espacio entre ellos.

—Va a tener que empezar a respetarme un poco más —dijo Sirius, su voz baja, casi un gruñido amenazante—. Que no se le olvide quién soy yo. Soy su hermano mayor. Su única familia. La única persona en este maldito mundo de la que pue’ apoyarse.

Regulus forcejeó, pero Sirius no lo soltó. El menor apretó los dientes, los ojos llenos de rabia y orgullo herido.

—Usted fue quien me arrastró hasta aquí —escupió, intentando liberarse.

—¿Hacia una mejor vida? Sí. Fui yo —replicó Sirius con fiereza, acercándolo aún más.

—Quién sabe si hubiera tenido una vida mejor allá... —murmuró Regulus, casi para sí mismo.

Sirius soltó una carcajada amarga, dura como una bofetada.

—Tampoco lo veo quejarse cuando manosea al señorito James en los baños —disparó.

El silencio cayó sobre la habitación como un mazazo. Regulus parpadeó, como si necesitara procesar las palabras. Sus mejillas enrojecieron violentamente, no sólo por la humillación, sino por el terror de verse expuesto. Sus ojos se movieron de un lado a otro, buscando desesperadamente una salida, una explicación, cualquier cosa.

—¿De qué mierda está hablando? —preguntó, la voz tensa, forzada.

—De nada… —gruñó Sirius finalmente, soltándole las muñecas con un empujón brusco—. Será mejor que se ‘aya a trabajar no ma'...

Regulus dio un paso hacia él, negándose a dejarlo escapar tan fácil.

—Sirius, respóndame la maldita pregunta.

—¡Que vaya a trabajar, mierda! —rugió Sirius, empujándolo con fuerza, lanzándolo de espaldas contra la puerta.

Regulus se quedó allí, respirando agitadamente, sin atreverse a moverse. Sirius, por su parte, se dio media vuelta y se pasó las manos por el cabello, luchando por contener una rabia que ya no sabía contra quién estaba dirigida: su hermano, su vida, o él mismo. Finalmente, fue Sirius quien decidió salir de la habitación, dejando a su hermano atrás, solo, en medio de la tensión aún flotando en el aire. Nada había salido como lo había planeado.

Se frotó la cara con fuerza, como si quisiera arrancarse la frustración de la piel, obligarse a despertar del mal sueño en que se había convertido esa conversación. Pero no tenía tiempo para quedarse rumiando. Tenía trabajo que hacer.

Volvió a la cocina, arrastrando los pies con una pesadez que no logró disimular. Inspiró hondo, obligándose a recomponerse, y retomó su papel. Se dedicó a explicar a los trabajadores lo que debían hacer: organizar bien las cantidades de comida, distribuir los turnos de cocina y repasar los nombres de los invitados que esperaban para la gran celebración. Era importante que todo estuviera listo para mañana.

Recordó también que buena parte de la decoración recaería sobre los hombros de los que no estuvieran metidos en la cocina, como él mismo y Remus. Dio las últimas instrucciones, repasando los detalles con la autoridad improvisada que había aprendido a ejercer en situaciones como esta.

Antes de irse, y cediendo a una tentación infantil, Sirius pasó junto a una de las grandes ollas y, con un rápido movimiento, se robó una cucharada del pino de carne que hervía para las empanadas. Sonrió satisfecho mientras se llevaba el botín a la boca... hasta que escuchó el grito de la señora Pettigrew.

Salió disparado de la cocina justo a tiempo para esquivar la escoba de mimbre que la mujer blandía como si fuera un arma de guerra. No sería la primera vez que le dejaban todo el lomo rojo a escobazos. Al fin y al cabo, la señora Pettigrew no tenía piedad: era mujer de campo, y en el campo no se andaban con medias tintas.

Salió de la casona y, casi sin querer, echó un vistazo hacia atrás, hacia la ventana de la habitación donde sabía que estaba Regulus. Negó con la cabeza, como intentando sacudirse los pensamientos, y siguió su camino por el estrecho sendero de tierra que, a fuerza de pasos y años, había reemplazado al viejo pasto. Ese caminito lo llevaba hasta su cabaña, donde su amigo seguramente lo esperaba ya con la cena lista.

Al entrar, fue recibido por un Remus visiblemente feliz. De los dos, era él quien más entusiasmo mostraba por lo que se venía mañana. Nunca había vivido unas Fiestas Patrias de ese modo: Remus le había contado que, en su infancia, las celebraciones eran tranquilas, familiares; buena comida, conversación... pero nada más. Así que todo aquello que James había prometido —juegos, trajes, comida típica, música en vivo— lo tenía genuinamente emocionado. Se había ofrecido como voluntario para armar las mesas, y hasta había ido a comprar las decoraciones, encantado con la idea de acomodarlo todo él mismo.

Sirius se dejó caer sobre una de las sillas, exhausto, mientras Remus le servía un plato hondo de pantrucas, humeantes y fragantes.

—¿Se lavó las manos? —preguntó Remus, deteniendo el movimiento antes de ponerle el plato frente a la nariz. Ante la nula respuesta de Sirius, insistió—: Vaya a lavárselas, hombre...

—¡Meh! —exclamó Sirius, fingiendo indignación—. ¿Acaso e’ mi esposa o algo así?

Notó, divertido, cómo Remus se sonrojaba apenas un poco antes de rodar los ojos, tratando de ocultarlo. La escena era sencillamente graciosa: él, llegando cansado y sucio de trabajar, y Remus recibiéndolo con comida casera recién hecha, regañándolo como si fuera una costumbre de toda la vida. Casi parecían una pareja de casados. Gracioso...

 

[···]

 

El dieciocho de septiembre por fin había llegado. Desde que Sirius había encontrado a aquel flacuchento hombre en mitad del camino, jamás había visto que Remus Lupin despertara antes que él... pero hoy, increíblemente, así había sido. El aire mismo parecía cargado de algo distinto: una mezcla de humo de leña y olor a comida que provenía de la casona y llegaba hasta la cabaña . Apenas tomaron un desayuno apurado —pan, mantequilla, café negro—, ambos salieron disparados a organizar todo lo que faltaba.

Era temprano, tan temprano como en un día de trabajo duro. Todavía había neblina pegada a los cerros, el suelo frío bajo las botas, y el sol apenas intentaba despuntar. Cuando llegaron a la casona, fueron recibidos por un coro alegre de voces, gritos de entusiasmo y risas, que llenaban el ambiente como música de fondo. Los trabajadores, las muchachas de la cocina, hasta los viejos que ayudaban en los establos, todos saludaron a Sirius con ánimos elevados, contagiados por la energía de la festividad. Sirius levantó una mano a modo de saludo general y, sin perder tiempo, se lanzó a la marea de tareas pendientes.

Se encargó de ayudar a traer los mesones largos hasta el patio, aquellos pesados tablones de madera que olían a tierra y a años de historia. Junto a Remus, colgó guirnaldas de papel de colores vivos —rojo, blanco y azul—, trepándose a banquetas y ramas de árboles; luego montaron unos cuantos juegos típicos para la tarde.

Remus parecía especialmente animado, tan concentrado en la decoración que Sirius decidió no interrumpirlo ni pedirle que lo acompañara al pueblo. ¿Para qué sacarlo de ese estado casi infantil de entusiasmo? James, por su parte... bueno, Sirius estaba seguro de que ese flojo todavía roncaba en su cama cómoda, y que se aparecería a última hora, perfumado, peinado y listo para sentarse a la mesa como si hubiera trabajado desde el amanecer. Una verdadera lacra, pensó con una sonrisa torcida.

Los señores Potter ya deambulaban por la propiedad, atentos a cada detalle: supervisaban las flores, la disposición de los mesones, la calidad de lo que horneaban las mujeres en la cocina exterior. Peter también estaba ahí, de alguna forma convertido en un héroe culinario improvisado, rodeado de varias señoritas que lo instruían —o quizá lo mandoneaban— mientras se encargaban de los dulces. En cuanto a Regulus... bueno, Regulus era un misterio. Desde el altercado de ayer, no lo había vuelto a ver ni en pasillos ni en ventanas. Quizá fuera mejor así.

Sirius, tras asegurarse de que todo siguiera en marcha, partió solo rumbo al pueblo, montado en una carreta que crujía y rechinaba a cada salto sobre el camino de tierra. Iba a la máxima velocidad que la prudencia permitía —no quería perder una rueda—, pero la emoción del día le latía en el pecho como un tambor.

En menos de diez minutos llegó al único bar del pequeño de la zona, aunque en realidad era más bien una cantina de pueblo: un sitio de techos bajos, olor a humo y guisos criollos, donde uno podía tanto emborracharse como servirse un plato de cazuela.

El ambiente dieciochero ya se respiraba en cada rincón. Afuera, colgaban banderines tricolores. Adentro, el aire estaba cargado con los aromas de chicha dulce, vino tinto, licores y el inconfundible olor de los asados que ya comenzaban a chisporrotear en las brasas. Sirius conocía demasiado bien a los dueños del local —en especial a los hijos del viejo Rosier—, así que, como de costumbre, no dudó en pasar directamente detrás del mostrador, esquivando a un par de parroquianos madrugadores.

Empujó la puerta de un pequeño almacén y allí lo vio: sentado de forma despreocupada sobre un barril, con un lápiz detrás de la oreja y un cuaderno apoyado en la rodilla, estaba Evan Rosier, apuntando pedidos a toda velocidad. El joven levantó la mirada y, al reconocerlo, le dedicó una de esas sonrisas ladeadas que siempre parecían esconder algún comentario sarcástico.

—¿Qué pasó, Black? ¿Vino a robarme?

—¡Rosier! —exclamó llegando hacia él.

—Buenas tardes —saludó con una sonrisa pícara—. Ya era hora de que llegaras.

—Sí, sí… Me entretuve montando mesas… ¿Ta to’ listo?

—¡Pero por supuesto, hombre! —exclamó Evan, poniéndose de pie de un salto y agitándole la mano para que lo siguiera.

Luego de cargar, la escena era digna en todo su esplendor: la carreta estaba repleta, a punto de reventar, cargada de garrafas de vino tinto, vino blanco para el ponche de frutas; chicha de manzana y de uva que brillaban bajo el sol como botellas de oro líquido; pipeño para los terremotos; pisco para cuando la noche se pusiera buena; aguardiente para los viejos huasos de voz rasposa; licores dulces para las damas de sombreros floreados; cerveza embotellada para los sedientos —casi la mitad de la carreta estaba llena de esas pequeñas joyas de cristal—, y, por supuesto, unas cuantas botellas de bebida para los más jóvenes o los que necesitaran remojar la garganta entre copete y copete.

La vuelta a la casona fue lenta, cuidadosa, casi reverencial. Cada pequeño bache del camino hacía temblar la carga, y Sirius manejaba la carreta como si llevara frascos de dinamita: despacio, tenso, esquivando piedras y raíces de árboles, mientras el aroma a campo seco y flores silvestres lo envolvía.

Cuando llegó, estacionó con una precisión casi quirúrgica. De inmediato, varios trabajadores y mozos se acercaron a ayudarlo, riendo y tirando bromas entre sí. Algunas garrafas fueron directo al refrigerador, que ya rebalsaba de ensaladas, carnes adobadas y postres criollos; otras botellas quedaron apiladas en el quincho abierto, donde las parrillas comenzaban a calentarse y los primeros trozos de carne soltaba su aroma al cielo despejado.

Los vacunos, enormes y relucientes, ya estaban atravesados en fierros giratorios —habían como cinco—, chisporroteando sobre las brasas; sólo verlos le provocaba a Sirius una hambre tan salvaje que le crujieron las tripas. En la cocina, los dulces ya estaban listos y perfectamente ordenados: pajaritos glaseados, empolvados nevados en azúcar, chilenitos rellenos de manjar —sus favoritos de la infancia—, queques esponjosos y un kuchen de manzana que perfumaba todo el corredor. Un verdadero manjar de campo.

El patio, entretanto, parecía una postal sacada de la mejor ramada chilena: banderines tricolores ondeaban entre los árboles, banderas chilenas en cada esquina, ramas de eucalipto y sauce trenzadas como guirnaldas, mesas largas cubiertas con manteles blancos y pequeños centros de flores silvestres. Hasta habían montado un escenario improvisado con parlantes y micrófonos: esa noche habría música en vivo, tonadas y cuecas a todo pulmón. Las sillas, perfectamente alineadas, delataban que Remus había pasado por allí, incapaz de resistirse a la tentación de organizar todo como si fuese un acto solemne.

Incluso la zona del establo había sido decorada, y la yegua de James, blanca como la montaña, lucía un reluciente listón tricolor amarrado a su crin.

Sirius, satisfecho pero aún con cosas por hacer, decidió entrar a la casona, específicamente a buscar al señorito que aún no había puesto ni una mano en el trabajo. Llegó al final del pasillo, abrió la puerta de un golpe sin siquiera tocar —como era su costumbre—, y lo encontró. James estaba recostado en la cama, en pijama, viendo televisión como si el mundo allá afuera no estuviera a punto de estallar en fiesta.

—¿Es enserio, señorito? —preguntó Sirius, cruzándose de brazos y clavando la mirada en él como si fuera su padre.

—¿Qué? —respondió James, sin despegar los ojos de la pantalla, como si realmente no entendiera el problema.

—Estamos todos afuera ayudando y uste' aquí, tirao como una mula —reprochó Sirius, su acento campesino brotando más fuerte que nunca.

—¿Qué quiere que haga? Ni siquiera puedo encontrar a Regulus para que me prepare un baño —protestó James con tono de niño malcriado.

Sirius abrió la boca para decir algo —algo muy poco elegante, probablemente—, pero se contuvo. ¿Qué sacaba con pelear en pleno dieciocho? Y con el hijo del patrón…

—¿Quiere que se lo prepare yo? —preguntó en tono medio burlón, pero sincero al mismo tiempo—. No quiero que siga aquí aislao mientras to’ andamos ya con el patriotismo en las venas.

James elevó los hombros, indiferente. Pero Sirius no iba a permitir semejante frescura; decidió prepararle el baño al señorito. Caminó hasta el baño y llenó la tina de agua tibia, como a él le gustaba. Luego volvió a la habitación, y casi a rastras se trajo a James, que no quería moverse ni un centímetro, y lo obligó a meterse en la tina. James se mojó la cara y gruñó con fuerza, tratando de espabilarse de verdad.

Sirius, por su parte, fue a buscarle el traje, que estaba en la habitación de Regulus. Pero al intentar abrir la puerta, se encontró con que estaba bajo llave. Tocó con fuerza, pero no obtuvo respuesta. ¿Acaso Regulus, después de todas estas horas, todavía no había despertado? No, imposible. Él era el amo de llaves de la casona; su deber era ser de los primeros en levantarse y de los últimos en acostarse…

Algo no cuadraba.

Sirius decidió buscar a Peter Pettigrew, el servidor más “cercano” a él. Aunque no tuvieran la mejor relación, le resultaba cómodo hablar con él, ya que eran más o menos de la misma edad. No le costó mucho encontrarlo —era el más bajito y regordete de toda la cocina—. Le preguntó por su hermano, pero la respuesta lo dejó frío:

—No lo hemos visto hoy. De hecho, tuve que conseguirme las copias de las llaves en la oficina del patrón —explicó Peter, mientras amasaba pan—. El joven Regulus no quitó el pestillo de ninguna puerta esta mañana. Creo que no está…

Sirius frunció el ceño, más preocupado que antes. Le pidió una copia de la llave de la habitación de su hermano y se apuró de vuelta a la casona. Introdujo la llave con cuidado, la giró y empujó la puerta.

La imagen que encontró lo dejó boquiabierto: Regulus Black, el servidor más responsable, serio y trabajador de todos, estaba tirado en la cama, en calzoncillos y camisa, completamente dormido. A sus pies, una botella vacía. Pero qué cojones.

—¡Regulus Arcturus Black! —gritó Sirius.

Pero no hubo respuesta alguna. Se acercó a él y lo sacudió bruscamente. Nada. Le pegó una patada a la cama. Nada. Le dio un manotazo limpio en la cabeza. Nada. Hasta le dio una buena nalgada, por si las moscas… y nada.

Definitivamente, este hombre se había dormido sumamente ebrio. Sirius agarró la botella vacía que había en el suelo y la olió: licor puro.

En el velador divisó un vaso con agua, y sin pensarlo dos veces, lo agarró y se lo tiró directo a la cara. Regulus despertó tosiendo, atragantado; le había entrado todo el agua por la nariz.

—¡Despierta, mierda! —le volvió a gritar Sirius, ahora sí obteniendo respuesta.

Regulus se incorporó lentamente, casi temblando. Sirius lo observó en silencio: nunca había visto a su hermano tan demacrado... no desde aquella noche. Esa noche que escaparon. Y ahora, ahí estaba: hecho mierda, con un dolor de cabeza terrible, evadiendo sus responsabilidades.

—¿Tiene idea de la hora que e’, hermanito? ¡Casi e’ mediodía, hombre! —bramó Sirius.

—Me quiero morir… —fue lo único que murmuró Regulus, cubriéndose la cara con una mano.

—¡Pero de qué está hablando, hombre, por Dio’! ¡Levántese inmediatamente!

—No quiero… —respondió casi como un niño pequeño.

Sirius soltó un largo suspiro. ¿De qué servía enojarse? En el fondo, lo único que sentía era preocupación. De verdad.

—No tengo idea de qué le ocurre, pero tiene que trabajar. Hoy e’ un gran día y tiene que atender a mucha gente. Así que ‘aya a bañarse, póngase ropa adecua’ y salga con una sonrisa.

—No quiero… —repitió, todavía más deprimido. Incluso dejó escapar un leve gemido de resignación.

Sirius suspiró profundamente. Él no podía lidiar con esto en ese momento. Lo mejor sería llamar a la señora Potter para que se encargara de la situación. Después de todo, ambos eran sumamente cercanos; ella era casi como una madre para Regulus... incluso para Sirius.

Logró divisarla bajo los parrales de uvas y le mandó a llamar, confiándole la tarea.

Black no podía quedarse atendiendo a su hermano: había demasiadas cosas que hacer. Finalmente, sacó los trajes del clóset de Regulus y le entregó el suyo a James, que todavía seguía esperando en el baño.

—Perdone la demora —dijo rápidamente antes de salir disparado al patio, buscando a Remus entre la multitud.

Los invitados ya estaban por llegar y ellos todavía no estaban ni presentables. Cuando por fin encontró una melena clara entre la gente, lo agarró casi de las mechas y lo arrastró a la cabaña. En menos de veinte minutos, ambos ya estaban bañados y vestidos.

Salieron casi al mismo tiempo de sus habitaciones… Sirius se quedó sin palabras. Remus Lupin estaba simplemente... genial . Vestía de huaso, y le quedaba perfecto.

Llevaba puesta una chaqueta color crema, corta y entallada, sobre una camisa blanca impecable. Una faja típica, tricolor y de unos diez centímetros de ancho, le rodeaba la cintura. El pantalón era de corte recto, negro, acompañado de zapatos de cuero negro terminados en punta cuadrada, sujetos con correas, de tacón bajo y con una espuela plateada en el talón.

Sobre los pantalones, unas perneras de cuero café, cubriéndole desde el tobillo hasta la rodilla, adornadas con flecos a los costados. “Se verían espectaculares cuando montara a caballo”, pensó Sirius.

Encima de todo, llevaba el chamanto: la prenda más hermosa y característica del traje de huaso. Estaba hecho de lana, tejido a telar, en un tono marrón suave, justo como a Remus le gustaba. Y, para coronarlo, la chupalla en la cabeza, dándole el toque final.

Remus parecía todo un patriota.

Sirius, por su parte, llevaba las mismas prendas, pero en tonos más oscuros: chaqueta negra y un chamanto también oscuro, con detalles en rojo. Eso sí, en lugar de la chupalla, usaba su clásico sombrero negro, ese que tanto amaba. Ambos se veían increíbles.

Salieron de la cabaña como dos niños pequeños, sonriendo por lo bien que se veían. Mientras caminaban, las espuelas repicaban a cada paso, y cómo amaba ese sonido Sirius. Los invitados ya estaban llegando, y el ambiente se sentía completamente encendido. La música en vivo sonaba de fondo, aún solo con melodías, calentando el ánimo de todos.

Al fondo, Sirius divisó a James, vestido de huaso elegante, con una chaqueta blanca y detalles únicos que nadie más llevaba. Se veía sumamente atractivo . Regulus, por su parte, estaba en la entrada, vestido también de manera formal, con un terno negro. Su cara de muerto viviente era impresionante, aunque fingía una sonrisa mientras saludaba a los recién llegados. Sirius tuvo que contener una carcajada: era hilarante.

Pasó poco más de una hora y el lugar ya estaba casi repleto: gente por doquier. Amigos, vecinos, trabajadores, autoridades locales, gente del pueblo... de todo un poco. Muchas señoritas vestían atuendos típicos, y Sirius ya estaba babeando por dentro: todas le parecían preciosas. Aunque, claro, según él, no era un mujeriego ... solo un ferviente admirador de la belleza femenina.

Se acercó a una de las mesas atestadas de comida, sacó una empanada de horno —esa que llevaba soñando desde el día anterior—, le dio un buen mordisco y no pudo evitar exagerar su reacción: era simplemente fabulosa. Este era, sin dudas, el día más esperado del año para Sirius... después de su cumpleaños, claro.

Se disponía a servirse una copa de vino cuando sintió unas manos agarrarlo fuerte de los hombros, logrando asustarlo. Se giró abruptamente y se encontró con una escena maravillosa.

—¡Sirius! —gritó emocionada una voz conocida.

—¡Señorita Marlene! ¡Cuántas lunas, oiga! —exclamó él, abrazándola con cuidado de no derramar ni una gota de vino.

Marlene McKinnon era su amiga. Una buena amiga. Trabajaba en el fundo vecino, adiestraba y cuidaba caballos. Compartían esa pasión por los animales, y eso los había unido desde el principio. Aunque se veían pocas veces, cada encuentro era como si se hubieran visto apenas ayer. Ella vestía como huaso: camisa negra, pantalones negros, botas de cuero, y un poncho café que le sentaba de maravilla. Marlene no era muy femenina, y, sinceramente, eso era lo que más le gustaba a Sirius de ella.

Estaba a punto de decírselo cuando, de reojo, divisó a dos señoritas listas para bailar cueca: la señora Mary y la señorita Lily, luciendo vestidos hermosos y floreados. ¡Dios! Esto era el paraíso para Black. Las saludó a ambas mientras les daba una vuelta tomadas de las manos, reluciendo el falso del vestido. Les ofreció servirse de la mesa y algún trago suave.

Sirius se paseó por todos lados, sonriendo de oreja a oreja, saludando a la mayor cantidad de gente posible. Le encantaba ser el centro de atención. Le fascinaba que todos lo conocieran, que lo saludaran con cariño, con respeto, con admiración. Era un golpe de ego digno de un Black, de esos que no se negaban a disfrutar.

Ya iba por su segunda copa de vino cuando, entre la multitud, divisó a Remus. Estaba sentado en una esquina, apartado, masticando un choripán con un vaso de terremoto a medio terminar. Sirius no dudó un segundo en ir hacia él, aún con la sonrisa traviesa en los labios.

—¿Qué hace aquí tan solito, muchacho? —preguntó, dejándose caer a su lado.

—Me agobia la gente —contestó Remus, tranquilo—. Pero estoy bien aquí, no se preocupe.

—Pronto empiezan los bailes de cueca —dijo Sirius, animado—. ¿Por qué no se pilla a una señorita? James va a bailar con Lily... ¿Por qué no baila con Mary? ¡Se conocen!

—¡No, no, no! —Remus se echó a reír, negando con las manos—. Soy pésimo para bailar, no podría ser más tieso. Y aparte... creo que ni me sé bien todos los pasos...

—¡Vamo’, hombre! ¡No es tan difícil! —Rio Sirius, extendiéndole la mano con decisión—. Venga, yo le enseño.

Sin darle opción, lo jaló para levantarlo. Se ubicaron junto a un gran árbol, y justo en ese instante, como por arte de magia, una cueca comenzó a sonar de fondo. El momento perfecto. Sirius se inclinó en una reverencia elegante, con una sonrisa pícara, provocando una carcajada inmediata de Remus.

—Usted será la dama —bromeó Sirius, guiñándole un ojo.

Y sin más, comenzó a moverse, marcando los pasos básicos mientras le explicaba.

Primero el paseo. Caminó con ritmo alrededor del otro, siguiendo la melodía alegre. Sirius se acercó a Remus, algo avergonzado, sabiendo que en esa parte le debía "coquetear" a la dama. Le ofreció su brazo derecho, formal, galante. Remus, conteniendo la risa, aceptó. Dieron vueltas lentas, diciendo tonterías para disimular la incomodidad. Sirius era incapaz de soltar un piropo sin sentirse ridículo.

Se separaron entre risas y comenzaron a aplaudir, esperando que arrancara el canto. Los aplausos atrajeron a varios curiosos: Marlene entre ellos, que aplaudía entusiasmada con una enorme sonrisa. La música subió, la guitarra y el arpa arrancaron el canto.

Primera vuelta. Sirius movió el pañuelo con ganas. Remus estaba algo perdido, pero Sirius le gritaba las indicaciones con energía, como buen profesor impaciente. Hicieron las medialunas, girando de un lado a otro, aunque Lupin apenas levantaba los pies. Era más tieso que un tronco, y Sirius tenía que esquivar el contacto físico con una destreza casi cómica.

Segunda vuelta. Ahora ambos movían el pañuelo. Venía el escobillado: deslizándose con elegancia, rozando el suelo, cruzando un pie delante del otro. Ambos empezaron a disfrutarlo, contagiados por la música y las carcajadas. De fondo, comenzaron los murmullos, la picardía chilena, las burlas típicas de pueblo:

—¡Uuuuh, miren a los pololos!

—¡Miren a los mariconcitos!

—¡Siempre supe que el nuevo trabajador era medio amanerao !

—¿Ese no es el capataz?...

Pero a Sirius no le importaba. Estaba enseñándole a su amigo. Eso era todo. ¿No?

Otra vuelta, marcada por el grito vibrante del cantante:

—¡Vueltaaaaa!

Y entonces llegó el momento glorioso: el zapateo. El paso más amado por Sirius Black. El paso que latía en sus venas, el que hablaba de su orgullo, de su amor por su tierra, por su gente. El más varonil, el más enérgico, el más hermoso. Taconeó fuerte, firme, marcando cada golpe con precisión brutal, mientras las espuelas repiqueteaban como campanillas de plata, mientras mantenía el pañuelo sobre su cabeza. El polvo se levantaba bajo sus botas, y Sirius sentía el pecho inflarse de una emoción que no podía explicarse con palabras.

Era chileno. Era hijo de esta tierra. Y en ese momento, bajo el cielo abierto y la música viva, no deseaba ser otra cosa.

Vuelta final. La más cerrada. La más íntima. Sirius le ofreció el brazo a la "dama" —Remus—. Este, entre avergonzado y divertido, lo aceptó. Se reencontraron en el centro... pero enseguida se soltaron, riendo nerviosamente.

El lugar estalló en aplausos, en gritos, en carcajadas. Remus reía a carcajadas, rojo como un tomate. Pero Sirius… Sirius no se reía. Sirius estaba serio. De repente, no sabía qué sentía. Lo había dado todo en ese baile, había vibrado de emoción... Pero ahora, se sentía extraño. ¿Vacío? ¿Confundido? ¿Molesto?... Esque, ¿Por qué había bailado con un hombre?...

Salió de allí a paso rápido, abriéndose paso entre la marea de gente que reía, cantaba y gritaba al compás de la música fuerte y vibrante que parecía sacudir la tierra misma. Todo era bulla. Todos estaban felices. Todos menos él. Con los labios apretados y la rabia punzándole el pecho, Sirius se acercó a los asados. El aroma de la carne quemada le golpeó el rostro, pero no le importó. Se sirvió un vaso lleno de chicha, rebalsándolo casi, y sin pensarlo dos veces, se lo tomó de un solo trago.

Gruñó, ronco, y con un movimiento violento estampó el vaso contra el barril. El golpe resonó sordo. Se limpió la boca con el dorso de la mano, lleno de una frustración que ni siquiera entendía, y se dio media vuelta, sin saber hacia dónde iba.

Una ansiedad feroz lo invadió, como si necesitara hacer algo, cualquier cosa, para no pensar. Caminó hasta una de las mesas repletas de dulces típicos, y como si estuviera en trance, empezó a atiborrarse la boca con todo lo que encontró: empolvados, calzones rotos, alfajores. Apenas podía respirar. El azúcar se le pegaba a los dientes, le empalagaba el alma. No importaba. Nada importaba.

Hasta que sintió, otra vez, unas manos en sus hombros. Se giró, tenso, pero esta vez no era Marlene. Frente a él estaba Regulus. Más serio, más sereno. Más maduro que esta mañana.

—¿Está bien? —preguntó su hermano menor, la voz baja, atenta.

Sirius lo miró, los ojos brillosos por el atragantamiento de comida. Intentó responder, pero tosió, atorándose. Una lágrima involuntaria le brotó mientras trataba de tragarse todo aquello que le oprimía la garganta —y el pecho—. Regulus, tranquilo, le ofreció su vaso. Sirius tomó un gran sorbo. Era vino navegado, cálido y especiado, bajando mucho más fácil que su rabia. Ahora sí pudo hablar.

—El que debería preguntar eso soy yo —gruñó, tratando de sonar duro, como siempre—. Me debe mucha’ explicaciones… Mañana ‘amos a hablar.

—Estoy bien, sobreviviendo —respondió Regulus, encogiéndose apenas de hombros—. Pero reitero, ¿está bien usted?

Sirius se puso a la defensiva al instante, como un perro acorralado.

—Sí... ¿Por? —espetó, el ceño fruncido.

—Lo noto… nervioso —dijo Regulus, tranquilo, sin juzgarlo.

—¡Qué bien, mierda! —bufó Sirius, apartando la mirada, casi pateando el suelo.

Regulus no dijo nada de inmediato. No presionó. Solo estuvo ahí, acompañándolo en silencio. Finalmente, y en un intento torpe de cambiar de tema, el menor comentó:

—Vi su baile… lo hicieron bien. Ignore los comentarios de los trabajadores. Sólo están…

—Diciendo la ‘erdad —lo interrumpió Sirius, su voz rota, desbordando amargura—. No debí haber bailao con ese weón. Parecía… parecía un…

—No lo diga —lo frenó Regulus, serio ahora, su mano firme sobre el hombro de Sirius—. No sea como ellos.

El silencio entre ambos fue espeso. Sirius miraba hacia otro lado, hacia algún punto perdido entre las banderas chilenas que flameaban orgullosas.

—Meh… —soltó con desgano, como un niño que no quiere admitir que está herido.

Regulus le dedicó una pequeña sonrisa, casi imperceptible, llena de esa compasión que sólo los hermanos conocen, y suspiró.

—Me tengo que ir —dijo, soltándolo—. Debo ofrecer asado. Ya están listos. Con su permiso.

—Sí, sí… Adió’… —respondió Sirius, sin mirarlo, todavía atrapado en su propio caos.

Regulus se alejó, dejando a Sirius solo, rodeado de música, y felicidad… pero vacío como nunca.

Decidió comer parado, al lado de los parrilleros, sumergido en el humo, el calor y la conversación fácil. El vacuno estaba jugoso, tierno, casi se deshacía en la boca; también habían asado chivo, pero Sirius apenas probó un trozo. No era su favorito. Prefería la carne roja, la que se sentía viva todavía entre los dientes.

A esas alturas, ya tenía el cuerpo ligero por el alcohol: un poco de vino, un par de vasos de chicha, un terremoto, y ahora una cerveza fría que le refrescaba las manos sudadas. Comió rápido, con hambre pero sin verdadera conciencia de lo que hacía, y luego decidió caminar entre la gente, recordándose que, después de todo, era uno de los anfitriones. Tenía que mostrarse.

Se mezcló entre los asistentes con una sonrisa fácil en los labios. Sirvió tragos a algunas señoritas que se reían demasiado fuerte, sintiendo el calor de sus miradas. Peter le pasó una bandeja rebosante de brochetas de carne y Sirius, sin pensarlo dos veces, se paseó repartiéndolas. Era parte de la fiesta. Parte del deber.

Cuando todos estuvieron bien comidos y medio borrachos, llegó el momento de los juegos. Sirius lo había estado esperando con ansias… aunque ahora, con el estómago lleno hasta el tope de carne, dulces y alcohol, se preguntaba cómo demonios pensaba trepar el palo encebado.

El primer intento fue un desastre. Sirius resbaló apenas subió un par de metros, cayendo de espaldas entre carcajadas. James, en cambio —como todos los malditos años—, trepó ágil y seguro hasta la cima, arrancando la bandera de un tirón triunfal. Se llevó una botella de vino de marca y los vítores de todos los presentes.

Black no se amargó. No ese día.

En vez de eso, se redimió en la rayuela, donde se enfrentó contra uno de los trabajadores más duros del lugar y salió victorioso. Un pequeño alivio para su orgullo herido.

La carrera de sacos, sin embargo, la dejó pasar. Sólo la idea de saltar con el estómago repleto le revolvía las tripas. Vomitar delante de todos, frente a las señoritas que lo miraban… ni loco. Había que mantener la dignidad, aunque fuera sólo en apariencia.

Se quedó observando la competencia, divertido. Entre los participantes pudo distinguir a Remus, Evan, James... y, para su sorpresa, también a Snape. Entre las mujeres, vio a Lily, radiante, y a Marlene, riéndose sin cuidado.

Al final, para su disgusto, los ganadores fueron Severus Snape —maldito— y de las chicas una muchacha que no conocía. Sirius soltó una risa seca, resignado.

La tarde avanzó envuelta en una energía vibrante. Los niños corrían como locos, chillando y persiguiendo volantines que parecían rozar las nubes. Sirius alzó la vista al cielo y, por un instante breve, recordó su propia infancia. Esa época en la que correr tras un volantín era suficiente para ser feliz. Sonrió, sin darse cuenta.

La noche comenzó a caer, trayendo consigo un cambio de tono. El ambiente se volvió más adulto, más desenfrenado. El alcohol corría sin medida. La risa era más ruidosa. Los abrazos más efusivos.

Cuando Sirius bailó cueca con una señorita, apenas podía zapatear, las piernas flojas de tanto vino y tanta risa. Vio a James haciendo de galán para Lily, a Remus aceptando —por fin— bailar con Mary, y en el fondo, como un mal chiste de la vida, distinguió a Peter Pettigrew bailando torpemente con Pandora Rosier, la hermana de Evan.

No supo cómo, pero terminó sentado junto a Remus y James frente al grupo de folclore, con los pies tamborileando al ritmo y la garganta rota de tanto cantar. Cada cueca que sonaba, ellos la coreaban a todo pulmón, ebrios, felices, como si el mundo entero se hubiese reducido a ese momento perfecto. Cada uno empuñaba un vaso; Sirius ya había perdido la cuenta de qué estaba bebiendo. Algo entre pisco, vino y bebida cola, aunque a estas alturas le pasaba como si fuera agua bendita.

—¡Aro, aro, aro!... —gritó Sirius, tambaleándose mientras alzaba la copa—. ¡Brindo por las chiquillas! Por su risa y su mirar… ¡y si alguna se me arrima, no la voy a despreciar!

Un rugido de risas y vítores estalló alrededor.

—¡Eso, pariente, mierrrrda ! —gritaron varios desde el fondo, golpeando mesas y aplaudiendo.

Remus y James casi se caían de la banca de la risa. De pronto, Potter, animado, levantó su propio vaso, vacilando un poco antes de empezar:

—¡Es que tú me vuelves loco! —entonó, mientras Sirius lo miraba, expectante—. Yo por ti vivo en la juerga, si me dejas, poco a poco... ¡te voy a meter la...!

—¡Okay, okay, basta! —saltó Remus, entre carcajadas, interrumpiéndolo.

Toda la ronda estalló de nuevo en carcajadas, aplaudiendo y abucheando entre bromas. Ahora Black y Potter miraron a Lupin, desafiándolo con sonrisas cómplices. Era su turno.

—¡No, no, no! —se defendió Remus, agitando las manos—. ¡Yo no sé decir payas! —su voz arrastraba sílabas, claramente borracho.

—¡Vamo', mierda! —lo animó Sirius, palmeándole la espalda.

Remus suspiró, resignado ante la presión. Se acomodó en la banca, carraspeó y, torpemente, improvisó:

—Eh... yo... Por el lago Llanquihue nos fuimos a pasear —comenzó, la voz titubeante—. Las vistas eran lindas, qué más puedo contar… pero si te pierdes entre tanto paisaje... ¡mejor nos encontramos en la cabaña pa’l brebaje!

—¡Eso, mierrrrdaaa! —gritaron, vitoreando como si acabara de ganar un campeonato.

Sirius lo miró, primero con sorpresa y luego con una sonrisa ancha, orgulloso. Sin pensarlo, lo abrazó por los hombros, apretándolo contra él.

Así siguieron, entre risas, payas cada vez más subidas de tono, más ridículas, más románticas, más chilenas. La ebriedad los envolvía como una manta tibia. Ya había borrachos desmayados en las esquinas, roncando bajo el cielo abierto.

Ellos tres terminaron abrazados en una vieja banca de madera, riendo hasta que les dolía el estómago, los ojos brillando de tanta felicidad desbordada. Cada tanto, algún veterano que pasaba les rellenaba los vasos sin preguntar con cualquier cosa que tuviera a mano, y Sirius ya sentía los labios morados de tanto vino.

La noche estaba bien entrada. Las estrellas parecían tambalearse sobre ellos, borrosas, enormes. Y por una vez, en mucho, mucho tiempo, Sirius no sintió el peso de nada. Solo estaba ahí, riendo, vivo. Libre.

 

[···]

 

Ya era de madrugada. James había sido llevado como un saco de papas a su cama, desmayado. Sólo quedaban unos pocos sobrevivientes en el fundo, esparcidos como náufragos entre botellas vacías. La música ahora sonaba baja, íntima, como un susurro arrastrado por el viento. Adultos fumaban y bebían en silencio, murmurando palabras que se perdían entre el humo.

En la vieja banca, Remus y Sirius seguían derretidos, medio abrazados, los cuerpos pegados como buscando calor. Nadie decía nada, nadie señalaba. Porque cuando uno está borracho y se pone cariñoso con los amigos, es natural. Es inocente. Nadie te tacha de maricón.

La melodía que sonaba era una de sus favoritas, una que le removía algo adentro que preferían no nombrar.

—No te quiero sino porque te quiero… —susurró Sirius, su voz pastosa pero dulce, entonando como si el mundo fuera solo Remus y él.

Sus rostros estaban peligrosamente cerca, compartiendo el mismo aire, la misma tibieza. Sirius no miraba al frente: le cantaba a Remus, y Remus lo sabía.

—Y de quererte a no quererte llego… —siguió, casi rozándole la mejilla—. Y de esperarte cuando no te espero… Pasa mi corazón del frío al fuego.

Le temblaban las palabras, enredadas entre el alcohol y algo más. Algo que ni en la ebriedad se atrevía a decir en voz alta.

—Te quiero sólo porque a ti te quiero… —insistió Black, susurrando la siguiente línea, como un rezo—. Te odio sin fin, y odiándote te ruego… Y la medida de mi amor viajero... Es no verte y... amarte como un ciego.

La última frase le costó. La lengua se le trabó. Los ojos, por un instante, se le humedecieron. Pero antes de que pudiera perderse del todo, Remus, que había permanecido en silencio, continuó.

Su voz era distinta. Más serena, más limpia, como un bálsamo.

—Tal vez consumirá la luz de enero… —dijo Remus, mirándolo con una ternura peligrosa, de esas que podían acabar con todo.

Sirius no se atrevió a moverse. Ni a respirar.

—Su rayo cruel, mi corazón entero... Robándome la llave del sosiego…

Y entonces, como si fuera la última cuerda que aún los sostenía, Sirius se unió a él, cerrando ambos el verso:

—En esta historia sólo yo me muero ... —susurraron—. Y moriré de amor porque te quiero ... Porque te quiero, amor, a sangre y... fuego.

El silencio cayó entre ellos. Denso, espeso, cargado de algo que ninguno quería nombrar. El mundo parecía haberse suspendido en un latido interminable. Y aunque estaban demasiado borrachos, demasiado jóvenes, demasiado asustados para hacer algo más, en ese momento, lo supieron. Supieron todo. Bastaba un mínimo movimiento, un suspiro más profundo, y el mundo habría cambiado para siempre.

Pero no se movieron.

Porque aunque estaban demasiado borrachos para mentirse, también estaban demasiado asustados para atreverse.

Sirius tenía los ojos llorosos, Remus tenía la mirada triste.

Ya se había terminado el dieciocho, ya era de madrugada, ya no quedaba nada. Era otro día, otro día…

Notes:

• No Te Quiero Sino Porque Te Quiero — Violeta Parra.

Chapter 7: Necesidad varonil

Chapter Text

Fundo “El Merodeador”, sur de Chile, 1981.

 

Cuando Sirius Black abrió los ojos, empezó a cuestionarse su existencia desde el primer segundo.

Estaba en su habitación, con una caña de aquellas que parecían castigar hasta el alma. No recordaba cómo había llegado a su cama, ni mucho menos cómo había terminado usando su pijama. Su último recuerdo era borroso: él bailando rancheras con una viejita mientras el resto aplaudía, y Remus vomitando heroicamente entre unos arbustos.

Se sentó en la cama con un gruñido, frotándose la cabeza como si pudiera exprimirle la resaca. Miró el reloj en el velador. Tarde. Muy tarde. Se quedó ahí, sentado, mirando sus pies descalzos, sintiendo la pesadez de su cuerpo, de su mente. Se sentía tan deprimido, por alguna razón…

Se levantó arrastrando los pies y abrió las cortinas de un tirón. El sol invadió la habitación, revelando el desastre: su traje de huaso hecho un ovillo en un rincón, su sombrero tirado lejos, sus botas sobre la cama… y algo más. Algo que lo hizo fruncir el ceño. Ahí, cerca de su traje, estaba la chupalla de Remus Lupin. ¿Qué hacía ahí en su habitación?

Parpadeó varias veces, como si eso fuera a darle una respuesta inmediata. Y entonces, sin aviso, los recuerdos comenzaron a asaltarlo, como flashes, como un tráiler desordenado y veloz.

Él y Remus caminando tambaleantes hacia la cabaña, apoyándose uno en el otro. Remus vomitando otra vez contra un árbol, mientras él se reía como un idiota. Él tropezando en la entrada, cayendo de cara contra el piso. Remus, torpe pero determinado, ayudándolo a llegar a la cama. Discusión confusa, risas entrecortadas, dedos peleando con botones y hebillas. Remus poniéndole el pijama a medias, la chupalla deslizándose de su cabeza y cayendo al suelo. Y después… Después, el recuerdo más nítido. Se quedaron mirando. Cercanos, peligrosamente cercanos. Remus apoyado sobre él, sonriendo de manera tonta, tierna. Sirius llevando su mano a la mejilla de Remus, tocándolo como si no creyera que era real.

Y entonces... nada. Negro. Había caído dormido.

¿Qué mierda le había pasado anoche? Sirius se llevó las manos a la cara, frotándose los ojos con fuerza, como si pudiera borrar de su memoria aquella escena que lo atormentaba. Se había comportado como un estúpido. No, peor: como un maricón. Sí. Esa era la palabra. Cruda. Sucia. Brutal. Pero la correcta.

Aún podía sentir el calor de la risa de Lupin en su cara, las respiraciones mezcladas, esa canción susurrada, desafinada, que terminaron cantando a centímetros, con las narices casi tocándose. Y él, como el imbécil que era, ni siquiera se había apartado. No. Había sonreído. Había cerrado los ojos. Casi había llorado.

Pateó su cama con violencia, el colchón chirrió en protesta. No podía ser. Él no era así. No podía ser así. Se paseó por la pieza como un león enjaulado, mascullando entre dientes, enojado consigo mismo, con el vino barato, con la música, con la noche, con todo.

—Fue el copete, no más —gruñó, intentando convencerse—. Una tontera de curaos.

Como cuando uno se agarra a combos con el mejor amigo y después ni se acuerda. Sí. Eso había sido. Nada más. Pero no era tan simple. Y lo sabía. Había algo en la forma en que Lupin lo miraba a veces, callado, con esa tristeza sabia de quien ya conoce la respuesta a todas las preguntas. Y había algo —algo peor— en cómo se le apretó el pecho cuando esa mirada estuvo tan cerca, tan condenadamente cerca, que casi se olvida de quién era.

Se apoyó contra la pared, jadeando como después de una corrida larga, el corazón atragantado en la garganta. No. No podía pensar en eso. No podía permitirse ser... eso .

—No, ‘eñor —escupió en voz baja—. Aquí uno es hombre, mierda. Bien hombre.

Y sin embargo, no pudo evitarlo. Muy al fondo, como una puñalada dulce y dolorosa, la imagen volvió: Lupin riéndose bajito. Los labios apenas separados. El calor de su respiración mezclándose con la suya. Y su corazón —el muy hijo de puta— volvió a latir rápido. Traicionero. Cruel. Vivo.

Sintió ruido afuera, en la cocina. Él estaba ahí. Él estaba despierto. Se vistió rápidamente y salió como una fiera, el cuerpo tenso, la cabeza a punto de estallar. Definitivamente se había levantado con el pie izquierdo, o con el alma rota. Su mente era un pozo de odio. De asco. De asco hacia sí mismo. Seguramente era el único imbécil pensando todo mal. Remus era alguien... normal. Alguien culto, con sus ideas claras, inteligente, correcto. Apto para la sociedad. Normal .

—Buenos días, Black. —Lo saludó apenas cerró la puerta, con una sonrisa tímida, buscando normalidad—. ¿Cómo amaneció? Yo pues… un poco cansado —Rio, nervioso—. Nada grave…

Sirius se quedó frente a él, inmóvil, la expresión seria como piedra. Lo miró como si apenas lo reconociera. Como si fuera un estorbo que se había colado en su casa. Como si doliera.

—¿Y a mí qué chucha me importa? —escupió, la voz seca como tierra quebrada bajo el sol—. No soy na tu polola pa' que me ande contando sus penas.

No sonrió. No bromeó como siempre hacía. Solo lo miró con ese desprecio frío. Como si Remus fuera el recordatorio vivo de todo lo que quería arrancarse de adentro. Remus, aún intentando ser el hombre amable que era, murmuró en voz baja:

—No tiene que ser así conmigo… No hice nada.

Sirius se le acercó de golpe, tan rápido que Remus se tensó de inmediato.

—¿Y cómo quiere que sea, ah? —espetó, con rabia ciega—. ¿Cariñoso? ¿Tiernito? —Se burló, pero la voz le tembló—. No me ande mirando como anoche. No me hable como si yo fuera distinto. ¡No soy distinto!

Le empujó el pecho con ambas manos, un impulso apenas contenido, violento en su necesidad de distancia. Remus se quedó quieto, resistiendo el movimiento, el ceño fruncido. Remus Lupin era un hombre callado, sí. Odiaba el conflicto, sí. Pero no era ningún sumiso. No señor. Tenía personalidad. Tenía dignidad.

—Perdón si lo incomodé anoche —dijo Remus, serio—. Realmente no recuerdo mucho… —Se detuvo un segundo, dudando—. Solo recuerdo haberlo acostado en su cama. Perdón si… se sintió incómodo. En ese momento me pareció lo correcto. Pero ahora que estoy sobrio…

—¿Le parece inapropiado? —preguntó Sirius, mirándolo de frente, sin suavizar la voz.

—Eh… —Remus apartó la mirada, incómodo—. Sí.

Sirius sonrió, una mueca burlona torciéndole la boca. Tenía razón. Claro que tenía razón. Remus Lupin era un hombre decente. El único imbécil que se estaba pasando películas era él. ¡No! No era eso… No era que hubiera malinterpretado nada… Solo que su cabeza, completamente ebria, quizás… quizás había pensado que Remus era una mujer. Sí, eso debía ser. Después de todo, Lupin tenía un cuerpo delgado, casi frágil, como el de una dama... Su rostro no era rudo, era tierno, casi suave… Y su cabello, siempre bien cuidado, sumado a su forma tan educada de hablar, le recordaba a las señoritas del pueblo. A Lily. A Mary. Y ese olor corporal… como a chocolate, algo muy dulce. Sí. Definitivamente eso había pasado.

Suspiró, aliviado por su excusa barata, aferrándose a ella como un náufrago a un tronco.

—Me duele la caeza… —murmuró cabizbajo. Como si fuera un tipo de “perdón”.

—Ya veo… —respondió Remus, sin mirarlo—. ¿Quiere que le prepare algo? Puedo hacerle una menta con jengibre, tienen propiedades relajantes. Le puede servir…

—No, gracia’. Debo trabajar.

—Pero hoy es feriado, hombre —protestó Remus, sonriendo apenas—. Pensé que íbamos a…

—Y yo soy el capataz —Interrumpió Sirius, brusco, cortante—. Debo ordenar el desastre de ayer.

Se dio media vuelta y regresó a su habitación, buscando su sombrero de ala ancha. Agarró la chaqueta del perchero de un tirón y salió de la cabaña con paso decidido, sin mirar atrás. Necesitaba despejar su cabeza. Aunque sabía que no iba a ser un día relajante.

La gente ya estaba en pie. Era tarde. El lugar, casi vacío, parecía un campo de batalla después de la fiesta de ayer. Se forzó a ayudar en lo que podía: movió mesas, guardó sillas, barrió un poco… Todo en blanco. Como un maldito robot.

Terminó sentado en un tronco cortado, con la mirada perdida entre los pastizales. No quería pensar. No quería sentir. Estaba cansado. El cansancio físico de la noche anterior lo aplastaba, y el dolor de cabeza punzaba como un martillo dentro de su cráneo. Quizá debió aceptar la menta con jengibre que le ofreció Remus… Pero no. No quería volver a la cabaña. No quería estar cerca de él. No hoy. No quería compartir su día de descanso junto a ese joven. Que tuvieran que comer juntos, que quisiera salir a andar a caballo, que se miraran… No. No era apropiado.

Sirius Black no era como su hermano. No era un afeminado. Él sabía perfectamente lo que había ocurrido con James, ahora que tenía tiempo para pensar. Quizá eso llevaba ocurriendo desde hacía mucho. ¿James? ¿Su amigo James era… así? No. No podía ser. James era el hombre más mujeriego que conocía. Seguramente fue una simple calentura del momento. Una tontería. Un error de necesidad.

Se llevó una mano al rostro, frustrado. Porque él también se sentía necesitado. Maldita sea, lo necesitaba todo: una caricia, un abrazo, algo. Pero de una mujer. Tenía que ser una mujer… Entonces pensó en ella .

—¡Joven Sirius! —una voz conocida lo llamó.

Sirius levantó la cabeza, arrancado de golpe de sus pensamientos. Era la señora Potter, que venía caminando hacia él con ese paso decidido y afectuoso que tanto la caracterizaba. Se puso de pie de inmediato, saludándola con respeto. Euphemia le dio un cariñoso beso en la mejilla, seguido de un apretón que le sacó una leve sonrisa. Ella demostraba su cariño como una madre con todo el mundo. Y a Sirius… le gustaba. Se sentía amado.

—¿Me necesita? —preguntó, sintiendo todavía el calor en el rostro.

—Quería hablarle de su hermano… —dijo ella, con cautela.

Sirius frunció ligeramente el ceño.

—¿Hizo algo malo?

—No, no… —Negó rápido—. Es por lo de ayer. Lo vi tan mal… Me costó mucho que levantara el ánimo. Hoy le di el día libre. Está en su habitación, ¿por qué no habla con él?

Sirius desvió la mirada, incómodo. Realmente no quería. No tenía la cabeza para eso. Ayer, cuando estaba borracho, había dicho que Regulus le debía muchas explicaciones. Ayer podía con todo. Hoy, no. Hoy su paciencia era una hebra a punto de romperse. Pero Euphemia era su patrona.

—Por favor, muchacho —insistió ella, con esa ternura que a veces pesaba más que una orden—. Me preocupa.

Sirius soltó un suspiro resignado.

—Está bien, ‘eñora. Lo que uste’ mande.

Esperó a que la señora Potter entrara de nuevo a la casona antes de dejar escapar su desagrado con libertad. No tenía más opciones, al parecer. Suspiró largamente, resignado, y entró en la casa de forma poco sutil. Caminó apenas unos pasos antes de encontrarse frente a la puerta de Regulus. Tocó con fuerza, sin esperar respuesta, y empujó la puerta para entrar. Regulus estaba tirado en su cama, vestido con ropa normal —lo cual le resultó extrañísimo; siempre lo veía impecablemente formal—, hojeando el diario usado del señor Potter. Se miraron en silencio por unos segundos tensos. Sirius cerró la puerta tras de sí.

—¿Disculpe? —dijo Regulus, con una ceja arqueada.

—Tenemo’ que hablar —sentenció Sirius, con la voz grave.

Regulus se acomodó en la cama, soltando una risa corta, incrédula.

—La última vez que hablamos usted me trató muy mal…

—Se lo merecía —replicó Sirius, sin molestarse en suavizar las palabras.

Regulus rodó los ojos. Era verdad. Tal vez Sirius se había pasado un poco... Esa cachetada había sido innecesaria. Pero, honestamente, se lo había ganado. Sirius suspiró otra vez y, sin decir más, se dejó caer al borde de la cama, mirando a la pared. Regulus cerró el diario con calma y también se sentó, más cerca de su hermano.

Permanecieron un buen rato en silencio. Sirius no sabía cómo empezar la conversación… más bien, no quería hacerlo. Tenía otros planes en la cabeza, prioridades que este asunto solo venía a entorpecer. Quería irse. Lo necesitaba. La necesitaba .

—¿Y bien? —rompió el silencio al fin—. ¿Me pue’ explicar el espectáculo que presencié ayer?

—No fue un espectáculo, no exagere... —respondió Regulus, a la defensiva.

—Meh. —Rio Sirius tontamente—. Lo encontré semi desnuo, con una botella a su’ pie’, faltando al trabajo… ¿Le parece eso normal?

—Pero si usted lo ha hecho un montón de veces.

—Bueno, pero… —Sirius se quedó callado un segundo, fulminándolo con la mirada. Maldito mocoso inteligente—. ¡No me cambie el tema! —espetó, dándole un manotazo suave en la cabeza.

—¡Ey! —Se quejó Regulus—. Si viene a maltratarme otra vez…

—Que no... —Lo interrumpió Sirius, rodando los ojos—. Pero hable, fue la ‘eñora Potter quien me pidió que lo viera. Está preocupa’, jovencito.

—Sólo… —Regulus suspiró, bajando la voz—. Me afectó lo que me había dicho.

—¿Lo de James? —disparó Sirius, sin filtros.

Regulus se puso rojo al instante y desvió la mirada hacia la ventana.

—S-sí… —murmuró—. Eso… eso es mentira.

—Yo no vi nada —aclaró Sirius enseguida, carraspeando—. ¿Tamos?

Regulus asintió, todavía evitando mirarlo.

—Míreme cuando le hablo, mierda.

Lo miró al fin.

—Sí, señor —contestó con una voz suave, tímido.

Ahora el avergonzado era Sirius. "¿Señor?", pensó, desconcertado. Desvió la mirada al suelo. Jamás su hermano se había dirigido a él de esa manera. ¿Qué lo había llevado a decir eso?... Es decir, Sirius sólo estaba tratando de ser amable, ¿era raro? sí... Aunque, en el fondo, más que ayudar a su hermano, lo hacía por James, su hermano de alma.

Prefería ignorar toda la situación, hacer como si nunca hubiera ocurrido. Pero saber que Regulus se había emborrachado por… ¿miedo, quizá?… le revolvía algo en el estómago. No tenían una linda relación, ni cercana ni cordial, pero verlo mal tampoco le gustaba. Era una relación de amor y odio: Sirius no daría ni un peso por Regulus, pero sin dudarlo daría su vida por él.

Se levantó, suspirando hondo. Decidió no mirarlo a la cara. Ambos estaban incómodos.

—Ya ta hablao esto —dijo, retomando su tono huaso y seco—. Me ‘oy.

No obtuvo respuesta. Caminó hasta la puerta sin mirar hacia atrás. Era lo mejor para los dos.

Salió de la casona a paso decidido. Definitivamente no podía más. No podía aguantar un minuto más sintiéndose así, débil, extraño, ajeno a sí mismo. Necesitaba recuperar lo que era: un varón, un macho, un hombre de verdad. ¡Ya basta de mariconadas! ¡Basta de desviarse de sus valores!

Caminó al establo casi tropezando consigo mismo. Ahí estaba su fiel amigo: Niebla Negra. Lo ensilló con torpeza, manos temblorosas, como si ya ni siquiera pudiera controlar su propio cuerpo. Se montó de un salto y salió disparado, en dirección al portón del fundo. Cuando ya estaba por llegar, de reojo vio algo que le heló la sangre: Remus. Afuera de la cabaña, tendiendo ropa. Su ropa...

Sirius cerró los ojos al pasar, con la mandíbula apretada. ¿Remus lo había visto? No lo sabía. Tal vez sí, tal vez se hizo el desentendido. Pero daba igual. “¡Por la cresta! ¡Basta!” Gruñó con fuerza, apretando los dientes hasta sentir dolor, y espoleó a Niebla Negra con más violencia.

Cruzó los límites del fundo con furia reprimida, galopando como alma que lleva el diablo por la carretera de tierra. En pocos minutos lo vio. Ese cartel. Ese hermoso cartel que sólo veía unas pocas veces al año. Las tierras del señor Crouch. Entró sin frenar, como si perteneciera a aquel lugar. Atravesó la enorme casa principal, directo a la zona del establo, donde sabía que debía estar ella. Pero no. No estaba allí. Así que galopó hasta el corral. Y ahí la vio.

Marlene McKinnon. Se veía hermosa, como siempre.

Se dio una vuelta sobre el caballo, luciéndose, creyéndose la muerte. Se ubicó al borde de la cerca de madera, sonriendo de lado, arrogante, descarado.

—¡Vaya, vaya, vaya! —gritó ella, acercándose con paso despreocupado—. Pero miren a quién tenemo’ aquí... —Subió un pie a la cerca, apoyándose con desfachatez—. Al mismísimo Sirius Black...

—Buena’ tarde’, señorita —saludó él, con esa voz rasposa que siempre le salía en presencia de una mujer.

—¿A qué se debe esta visita? —preguntó Marlene, riendo entre dientes.

—Vengo a invitarla a dar un... paseo —dijo Sirius, subiendo sugestivamente las cejas.

—¿No vei que toi trabajando, Black? —le respondió ella, en tono coquetón, señalando con un gesto al caballo detrás suyo—. Lo toi amansando... Es bien chúcaro. Se parece a uno que tengo enfrente...

—Muy graciosa, señorita —dijo él, negando con la cabeza y sonriendo—. ¿Me acepta el paseo, sí o no?

—Depende, pue'.

—¿De qué, si se pue' saber?

—De si e’ uno de eso’ paseos que me gustan a mí... —lo miró directo a los ojos, con una sonrisa ladina.

Sirius soltó una carcajada baja, sabiendo exactamente a qué se refería.

—Es... un paseo que nos gusta a ambos.

Marlene sonrió de oreja a oreja, achicando los ojos con picardía. Eso significaba un sí. Él lo sabía. La conocía demasiado bien. Saltó el cerco con una elegancia natural y se montó al caballo de Black como si nada, como si lo hubiera hecho un millón de veces. Porque sí... ya lo había hecho antes.

Niebla Negra salió al trote, conocía el camino de memoria: la caseta de veranada. Durante los meses más calurosos, era indispensable trasladar el ganado del señor Potter a zonas donde el agua y el pasto fueran más abundantes. Los pastores necesitaban un lugar donde dormir, y esas casetas se convertían en su hogar por días, a veces semanas. El resto del año, en cambio, quedaban abandonadas... vacías... El lugar ideal para una escapada romántica. Sirius estaba seguro de que no era el único que las usaba para esos fines.

Dejó al caballo pastando cerca y, sin darle tiempo a protestar, tomó a Marlene en sus brazos como si fuera una princesa. Ella soltó una sarta de maldiciones, exigiendo que la dejara bajar sola, pero él sólo rio. La verdad era que se divertía mucho con ella, y por eso la quería tanto. Marlene no era como el resto de las mujeres que conocía. No babeaba por él. No le rogaba. No lo perseguía. Ella era libre, salvaje... inalcanzable. Y eso, eso lo volvía loco.

—No se haga la chora conmigo, McKinnon… —gruñó Sirius, soltándola solo para volver a agarrarla por la cintura con fuerza.

—Meh. —Se burló ella, imitando su muletilla—. No me vengai a tratar así, Black. Que si veni por lana, podi salir trasquilao...

—¿Ah, sí? —susurró él, pegándose más a su cuerpo, el calor subiéndole como una fiebre.

—Claro, hombre. Vo' a mí no me mandai… —Lo empujó juguetona, riendo bajo, ligera, provocativa.

Por la mierda... Cómo le excitaba que lo tratara así. Esa insolencia, esa fuerza suya, lo volvía loco.

Sirius le dedicó una sonrisa ladeada, cargada de hambre, con esa mirada oscura y penetrante que sólo Marlene conocía. Se acercó despacio, rozando sus labios apenas, y luego la besó con una pasión desbordada, como si el alma se le fuera en ello. No aguantaba más. Lo necesitaba. Sentía que iba a explotar si no la tenía, si no recuperaba esa parte de sí mismo que había empezado a tambalear. Ese lado que llevaba veintidós años intacto.

Bajó a su cuello, besándola, mordiéndola apenas, mientras sus manos temblaban desabrochando la camisa sucia de tierra. Aspiró su olor: fuerte, real, a colonia barata y a sudor de trabajo. “Una mujer de verdad”, pensó con desesperación, una que no tenía nada de la confusión que lo consumía por dentro.

Ella reía entre jadeos, disfrutando tenerlo así: rendido, desesperado, a sus pies. De pronto, Marlene lo agarró de la cara con ambas manos, obligándolo a mirarla. Sus ojos brillaban de malicia y victoria. Le dedicó una sonrisa pícara, una que le decía sin palabras: "Te tengo." Y Sirius, maldiciéndose y deseándola al mismo tiempo, se dejó caer de rodillas ante ella.

Sirius jadeaba, con el cuerpo temblándole de pura necesidad. La miraba como un hombre hambriento, devorándola con los ojos, mientras sus dedos —torpes, furiosos— empezaban a desabrocharse la camisa, arrancándosela como si quemara. Necesitaba sentirla, necesitaba olvidarse de todo lo demás, de todo lo que lo estaba carcomiendo por dentro.

Marlene, en cambio, se mantenía serena, altiva, mirando cómo él luchaba con su propia desesperación. Ella se quitó los pantalones con lentitud cruel, disfrutando del control, mostrando que en ese lugar, en ese momento, ella mandaba. La piel de Marlene, blanca y a la vez bronceada por el trabajo bajo el sol, brillaba bajo la luz tenue que se filtraba por la caseta. Sus curvas, su fuerza, su arrogancia... Sirius casi gruñó de la frustración, ansiándola como nunca había ansiado a nadie… ¿O sólo ansiaba probarse a sí mismo que su corazón estaba equivocado?

Cuando quedó completamente desnuda frente a él, Sirius levantó la cabeza, mirándola desde abajo con una mezcla de reverencia y hambre animal. Ella era su salvación y su perdición.

Sin esperar más, se abalanzó hacia adelante, sus manos firmes apretando sus caderas con violencia, marcando su piel, clavando los dedos en ella como si tuviera miedo de que se desvaneciera. Hundió la cabeza entre sus piernas, sin aviso, devorándola como un hombre desesperado, como un animal hambriento que no conocía otra forma de vivir que no fuera a través de ella. El gemido que soltó Marlene fue ahogado, tenso, mientras él se aferraba a ella, arrastrándola aún más contra su boca, como si quisiera fundirse en su cuerpo.

Era brutal. Era salvaje. Era Sirius Black, rogando sin palabras por volver a ser un hombre. Por poder borrar todo rastro de sentimiento vulgar e inmoral. Por dejar de parecer un maricón.

Marlene lo miraba desde arriba, los muslos temblando ligeramente, una mano enredada en el pelo de Sirius, guiándolo, empujándolo, decidiendo el ritmo. Sonrió, con esa expresión de diosa cruel que tanto lo volvía loco.

—Así me gusta… —susurró—. Que sepa cuál es su lugar, Black.

Y él gruñó, ahogado, rendido, desesperado. Porque la necesitaba. Y de alguna forma retorcida, estar a merced de ella lo hacía arder más que cualquier dominio. Marlene lo empujó hacia atrás con un movimiento firme, haciéndolo caer sentado sobre el suelo de madera.

—Ahora le toca a uste’ —le dijo, deslizándose encima con una calma provocadora, como si tuviera todo el tiempo del mundo.

Mientras él jadeaba y se quitaba los pantalones con torpeza, sin dejar de mirarla ni un segundo, como si su vida dependiera de eso.

Ella se terminó de quitar la camisa con lentitud. Cada botón, cada pliegue de su ropa que caía, era una tortura. Sirius se masturbaba sin pudor, aún sin tocarla, como un hombre que ya no tenía dignidad ni vergüenza.

—Míreme, Marlene. Míreme…

—¿Le gusta lo que ve, Black? —dijo subiendo sobre él, con lentitud, con jugueteo.

—Uste’ me vuelve loco, cresta maire… No aguant… —Pero no terminó la frase. Porque ella ya estaba montada sobre él.

Y gritó. No de dolor, no de placer, sino de furia contenida, de necesidad absoluta. Ella empezó a moverse con ritmo firme, segura, manteniendo el control incluso en ese vaivén salvaje. Él la agarraba con fuerza, como si necesitara anclarse a algo para no romperse.

Gemían, sudaban, se maldecían entre dientes. No era dulce. No era romántico. Era sexo crudo. Desesperado. Era una guerra entre dos almas que sabían exactamente cómo destruirse y reconstruirse al mismo tiempo.

Y ahí estaba Sirius Black: deshecho, jadeante, hecho trizas bajo una mujer que no lo adoraba, no lo idolatraba… pero lo conocía. Una mujer a la que no amaba, ni un poco… Ninguno de los dos sentía algo real por el otro. Era solo un juego, algo que hacían cuando la necesidad apretaba. Se usaban mutuamente. Pero cuando terminaba, llegaba el asco, la vergüenza. Porque cuando la calentura se va, llega el arrepentimiento…

Y eso era exactamente lo que sentía en ese momento.

Duró poco. Casi nada. Esa ansiedad acumulada explotó con el mínimo roce. Porque no era amor, era deseo. Sirius Black amaba acostarse con mujeres, pero nunca había llegado a apreciarlas de verdad. Nunca se había enamorado. Durante un tiempo creyó que le gustaba Marlene, pero aquella noche de pasión, cuando ambos tenían dieciocho, en el granero del señor Potter, le dejó bien en claro que sus sentimientos eran falsos.

Y ella lo sabía. Siempre lo supo. Por eso jamás lo intentaron. Porque ella tampoco lo amaba. Era como un pacto silencioso, mutuo. Un acuerdo que ambos respetaban…

Se quedaron los dos jadeando, mirando el techo de madera vieja. Estaban cansados, sudados, sucios. No sabían cuánto tiempo había pasado, pero no había sido mucho. Marlene comenzó a reír, con esa risa burlona tan suya, la que usaba cuando sabía que tenía el control. Sirius, en cambio, estaba en otro lado. En otro universo. Con la mente ida, el pecho apretado, los ojos perdidos en una mancha del techo.

¿Esto era lo que necesitaba?, ¿esto lo hacía sentir más hombre? Porque no… no se sentía así. Se sentía incluso peor que antes. Roto. Vacío. Como si se hubiera traicionado a sí mismo. Se giró lentamente, dándole la espalda, mirando la pared desnuda y polvorienta de la caseta.

—¿Está bien? —preguntó Marlene, aún divertida.

No respondió. Apenas hizo un sonido bajo, un gruñido casi. Ella no insistió.

—Si está bien entonces ‘aya a dejarme. Si el patrón se entera de que dejé al caballo solo, me mata. Me ta pagando este día libre…

—Sí, señorita… —susurró él, con la voz apagada.

Se vistieron sin hablar, sin siquiera limpiarse. Como si quisieran terminar con eso cuanto antes, volver a ser personas normales. Él la ayudó a subir al caballo con una rutina ensayada, sin mirarla a los ojos. Sin una palabra más. El camino de vuelta fue en silencio. El aire del campo se sentía más denso que nunca. Sirius galopaba rápido, pero su cabeza estaba muy lejos. Pensaba en lo tonto que había sido todo. ¿Tan desesperado estaba como para humillarse así? ¿Tan necesitado de afecto, de validación, de amor, estaba?... Y todo por él. Todo por esos pensamientos que no podía arrancarse de la mente. Por esa imagen que le dolía más de lo que quería admitir. Por Remus.

Cuando llegaron al corral, Marlene bajó del caballo sola, sin esperar ayuda. No se despidieron. No hacía falta. Y Sirius… Sirius se fue de vuelta como había llegado: galopando a toda velocidad, sin mirar atrás. Hecho una bala. Pero esta vez, no sentía furia, ni deseo, ni ansiedad. No sentía nada. Absolutamente nada.

 

[···]

 

Octubre llegó sin aviso. La primavera ya estaba instalada en el aire. Ese frío seco, propio del invierno, había desaparecido sin dejar rastro; solo quedaban las brisas frescas que acariciaban el rostro cuando el sol se alzaba en lo alto. Era la estación favorita de Sirius.

Durante esas semanas, él y Remus mantuvieron una distancia sutil, casi imperceptible. Seguían hablando, comiendo juntos, lanzándose bromas al pasar… Después de todo, vivían bajo el mismo techo. Y por más que Sirius sintiera esa molestia leve, como una astilla clavada bajo la piel, le resultaba imposible ignorar al joven. Remus le caía bien. Más que bien. Y tampoco merecía ese trato frío, injusto. Pero Sirius no sabía cómo manejarlo, así que se limitaba a dejar que el tiempo hiciera lo suyo.

Lo que sí había cambiado era la dinámica entre ellos. Sirius ya no se contenía como antes. Ya no trataba de ocultar su carácter o fingir una calma que no sentía. No tenía que demostrar nada frente a él. Ahora se enojaba con más frecuencia. Gritaba más. Explotaba ante cualquier detalle. Y Remus… Remus no se quedaba callado. Había comenzado a defender a los trabajadores cuando creía que Black se pasaba de la raya. Le discutía, con argumentos calmos pero firmes, con esa voz que no subía el tono pero que igual lo hacía arder por dentro.

Sirius lo escuchaba, o al menos fingía hacerlo. Pero en el fondo le daba igual. Que dijera lo que quisiera. Que jugara a ser justo, a ser moralmente superior. Porque si algo tenía claro Sirius Black… es que él ya no jugaba a nada.

Pero esa tarde fue distinta a las otras.

Tenían concretada una venta de vacuno. Cinco vacas estaban listas para ser llevadas por el comprador, un hombre de la ciudad. Se irían a otro campo, lejos de la región, destinadas a la reproducción. Estaban presentables, limpias, recién bañadas, encerradas en el corral pequeño. El señor Potter esperaba al caballero en la casona, mientras Sirius y Remus se encargarían de recibirlo y mostrarle todo.

Pero cuando Sirius volvió al corral veinte minutos después, se encontró con una escena poco agradable. La tranquera estaba abierta. Y ya no había cinco vacas relucientes dentro, solo tres. Las otras dos estaban llenas de barro hasta la guata. Sirius se quedó petrificado. Remus llegó justo detrás, y su expresión fue igual de seca. El chico nuevo había olvidado cerrar bien la entrada. Dos vacas se habían escapado y se revolcaron como les dio la gana. Sirius había pasado buena parte de la mañana bañándolas.

—¡¿Qué chucha hiciste, cabro 'e mierda?! —gritó sin filtro, empujando con fuerza la tranquera—. ¡Te ‘ije que dejarai to’ cerrao ! ¡¿ Sabí cuánto valen esas vacas?!

—Yo… pensé que estaba trancada…

—¿Pensaste? ¡No estai aquí pa’ pensar, weón! ¡Estai pa’ hacer lo que se te dice!

—Ya basta. Es un error, no un crimen —interrumpió Remus, firme—. El chico es nuevo.

—¿Y qué querí, que le dé un premio? —escupió Sirius, rojo de rabia.

—Quiero que deje de gritar como un energúmeno. No va a enseñar nada así.

—No estoy pa' sus clases de pedagogía, Lupin.

—No, se nota. Está para gritarle a la gente. Como si eso le hiciera sentir mejor.

Se quedaron mirándose, los dos con la mandíbula tensa.

—Entonces vai a limpiar vo’ a estas vacas de mierda otra ve’ —soltó Sirius, con un susurro filoso.

—Con gusto —respondió Remus, sonriendo con una calma provocadora—. Total, no pienso seguir mucho tiempo aquí. Yo no nací para esto.

Lo soltó sin filtro. Y Sirius quedó clavado en el suelo, mirando el horizonte, mudo. No dijo nada. Abrió la tranquera de golpe y salió disparado del lugar, sin rumbo fijo. Que los dos weones se encargaran de la venta. Él caminó rápido, con pasos torpes, como si avanzar sin dirección fuera a calmarle el incendio que tenía adentro. Se quedó sentado en una cerca lejana, observando los cerros que rodeaban el campo. No sabía si seguía enojado por lo evidente o por el hecho de que Remus le hubiera dicho eso. ¿Había sido una amenaza? ¿Una forma de manipularlo? ¿O, peor aún… era verdad? De cualquier forma, no le gustaba en lo absoluto.

Esa tarde fue el primero en llegar a la cabaña. Ya no podía volver, su orgullo se lo impedía. Era la primera venta importante a la que faltaba. Pero… ¿por qué?

"No pienso seguir mucho tiempo aquí. Yo no nací para esto".

Las palabras le martillaban en la cabeza. Era obvio que ese momento iba a llegar. Remus tenía un futuro, un camino claro. Pero..., ¿tan pronto? ¿Acaso Sirius de verdad había creído que alguien como él iba a elegir trabajar en la tierra, entre barro y estiércol, en vez de enseñar en un aula, limpio, con ropa elegante y libros bajo el brazo? Era ridículo. Estúpido. Remus tenía vocación, propósito, un motivo para existir. Y él… él no tenía nada. Sirius vivía el día a día, arrastrándose entre impulsos y errores. Sobrevivía. No era nadie. Y justo cuando empezaba a sentirse un poco más vivo, a pensar que algo —lo que fuera— podía tener sentido, pasaba esto.

Una rabia seca, silenciosa, le apretaba el pecho. ¿Acaso Sirius Black jamás iba a ser feliz? ¿O es que, simplemente, no había sido hecho para eso?

La tarde cayó sin hacer ruido, lenta y silenciosa. La cabaña olía a madera vieja, y Sirius seguía en la misma silla, con la chaqueta sucia puesta y la mirada clavada en la nada. Ni siquiera se había molestado en encender la lámpara.

Escuchó la puerta abrirse despacio, sin apuro. Pasos conocidos, cautelosos. No levantó la vista. Remus entró sin decir una sola palabra. Ni un reproche. Ni una excusa. Fue hasta la cocina, y Sirius alcanzó a oír el crujido del gas encendiéndose. Luego, el olor familiar del agua caliente, de la infusión.

Sirius no se movió, ni siquiera cuando el otro se acercó y dejó la taza sobre la mesa, justo a su lado. No hubo palabras. Solo eso: la taza humeante, el vapor leve de la menta y el jengibre colándose entre el aire denso de la cabaña. Ese aroma le golpeó el pecho como una bofetada.

Lo recordó. Esa vez, semanas atrás, cuando Remus se la ofreció como un gesto torpe de cuidado tras su arrebato. Él se lo ignoró. Y ahora ahí estaba de nuevo. Un recordatorio brutal de que había alguien que seguía viendo más allá de sus gritos, de su rabia, de su miseria.

Pero Sirius no tocó la taza. Tampoco lo miró. Se quedó ahí, inmóvil, tragando saliva con dificultad. Remus no esperó respuesta. Simplemente fue a su cuarto y cerró la puerta con suavidad.

Esa noche ninguno de los dos cenó. Y Sirius, por primera vez en mucho tiempo, no supo si lo que sentía era pena, vergüenza, o el miedo de estar jodidamente solo.

Otra vez.

Chapter 8: 31 de octubre del 81 — Parte 1

Chapter Text

Fundo “El Merodeador”, sur de Chile, 1981.

 

Las advertencias de Remus Lupin no fueron sólo palabras al viento. Se habían quedado flotando en el aire como una amenaza suave, envuelta en decencia, pero con filo. Sirius no las tomó en serio en su momento, o mejor dicho, quiso pensar que eran mentiras. Pensó que era una rabieta más, una forma de provocarlo, de sacarle reacción. Pero no. Esa mañana de octubre, lo inevitable se volvió real.

La cabaña amaneció con un cielo despejado. Sirius se levantó como siempre, con el cuerpo medio molido por el trabajo, la espalda adolorida y los ánimos bajos. Se rascó la nuca mientras caminaba hacia la cocina, y ahí estaba Remus. De pie. Pero distinto.

No vestía sus vaqueros manchados ni esa camisa que ya tenía los codos gastados. No. Llevaba su traje formal, el que apenas había usado un par de veces. Los zapatos arreglados con esmero por Snape —a quien detestaba, pero le reconocía el talento con el cuero—, la camisa limpia que había tomado prestada del traje de huaso para una ocasión especial, y una chaqueta nueva, simple pero bien cortada, que había comprado con su primer sueldo. Se había peinado hacia un costado con precisión y olía a colonia. Una buena, de esas que no son caras pero logran dejar huella. Parecía más joven, más vivo. Más él mismo.

Sirius se detuvo en seco. Remus ya se había servido té y pan. La escena era doméstica, íntima, pero esa imagen pulcra desentonaba con la madera vieja, con la loza desportillada, con el silencio aún caliente de discusiones pasadas. Lo miró sin decir nada, cruzándose con esos ojos firmes, serenos, decididos.

Se sentaron a desayunar como de costumbre. O al menos intentaron. Sirius agarró la taza de café como si fuera su único refugio. El aire estaba denso. La mesa, una vez compartida con risas o bromas, ahora parecía una frontera.

Y entonces, con total naturalidad, Remus rompió el silencio, untando el pan con mermelada de mora.

—Hoy me incorporaré más tarde al trabajo, Black.

El comentario fue dicho como quien menciona el clima, sin tono ni intención dramática. Una frase sencilla que resonó como un trueno en el pecho de Black.

—¿Y eso? ¿Se pue’ saber la razón? —preguntó con falsa calma, manteniendo la mirada en su taza.

—Iré a la escuelita del pueblo a preguntar por trabajo —respondió él, masticando despacio, dejando caer migajas sobre la mesa.

Sirius no respondió. No porque no tuviera qué decir, sino porque no sabía cómo decirlo sin parecer patético. Jugó con la cuchara dentro de la taza, el tintineo del metal fue lo único que rompió el silencio durante minutos. Pero sus gestos —el ceño apretado, los dedos tensos, la mandíbula trabada— decían todo. Y Remus, como siempre, lo notó. Pero no dijo nada. No iba a explicarse más.

Terminaron de desayunar en silencio.

Se despidieron en la puerta de la cabaña con un gesto seco. Remus subió al vehículo del señor Potter, que también tenía que ir al pueblo. Sirius se quedó mirando cómo se alejaban y entendió que todo iba a cambiar, para siempre. Aunque tal vez en ese preciso momento no se esperaba lo que iba a ocurrir días después. Ni él ni nadie. Porque, ¿por qué motivo alguien imaginaría algo así? Y no estamos hablando de Remus.

El día siguió como cualquier otro. Sirius tuvo que ayudar a una vaca a parir. Fue inesperado, llamó al veterinario, pero mientras llegaba, tuvo que hacer lo que podía. El barro, la sangre, el llanto del animal… Todo le parecía tan primitivo, tan visceral. Y aun así, algo en eso le resultaba tranquilizador. Era trabajo duro, sí, pero concreto. Real. Algo que podía tocar con las manos.

Cuando el veterinario llegó, Sirius se hizo a un lado y lo observó. Observó cómo trabajaba, cómo daba órdenes, cómo sabía exactamente qué hacer y cuándo. Admiraba esa seguridad. Esa autoridad que no se gritaba, que simplemente existía. Y por primera vez en mucho tiempo, Sirius sintió envidia. No por el título, ni por el respeto que despertaba… sino por tener un rumbo claro.

Sirius no era tonto. Nunca lo fue. De niño era rápido, vivaz, con una mente afilada como cuchillo. En su curso siempre fue de los primeros. Tenía memoria, intuición, y un talento innato para leer a las personas. Pero no terminó la escuela. Porque la vida —la real, la cruda, la que no da segundas oportunidades— se le vino encima demasiado pronto. Y cuando tuvo la opción de terminar, de tomar una vía más segura, la rechazó.

“—Quiero trabajar, quiero ganarme la vida, quiero ser libre” .

Había dicho entonces. Pero ahora, con los años encima y las manos llenas de tierra, se lo preguntaba con rabia amarga: ¿Realmente era libre? ¿Esto era libertad? Y con Remus… con él en su vida, con él apareciendo como una especie de espejo limpio, ese cuestionamiento dolía más. Porque ahora tenía un punto de comparación. Porque ahora sabía que podía haber sido más. Que tal vez merecía ser más. Pero no lo era.

Y ya era tarde.

Remus lo estaba dejando atrás, sin escándalo, sin odio. Solo caminando hacia una vida que siempre le había pertenecido. Y él… él no tenía idea de cuál era su lugar. Ni en esa casa, ni en el mundo.

Al mediodía, Remus ya había regresado. Ya no llevaba traje. Vestía como siempre, como si la mañana nunca hubiera existido. Sin embargo, algo era distinto: sus hombros estaban caídos, la mirada perdida, y sostenía un cigarrillo a medio consumir entre los dedos, mientras se apoyaba contra la cerca mirando al horizonte. Sirius lo encontró así. Inmóvil, callado, ausente.

Se acercó con calma, como quien no quiere alterar una imagen frágil. Por dentro, sentía una punzada de alivio, un egoísmo palpitante que se esforzaba por disimular. ¿Le habría ido mal? ¿Habría sido rechazado? Eso significaba que seguirían trabajando juntos. Que Remus seguiría ahí, todas las mañanas, sirviéndose té con su manera meticulosa y tranquila, caminando por el fundo con su andar elegante y sobrio. Sirius no dijo nada. No podía. No quería traicionar esa pequeña esperanza culpable que le revoloteaba en el pecho.

Pero cuando Remus habló, todo se desmoronó.

—Tenía razón, Black. No hay empleo por aquí —murmuró, sin emoción, llevándose el cigarro a los labios.

—Siempre tengo razón.

—No me quiero ir, Black… —remató, en voz baja—. Pero tampoco puedo quedarme a vivir una vida que no me pertenece.

Y fue entonces que se hizo el silencio. No el silencio cómodo de dos personas que no necesitan hablar, sino uno incómodo, lleno de cosas que no se dicen. Sirius lo entendió en el acto. Esa frase lo decía todo. “No puedo quedarme.” Y el “no quiero irme” no servía de consuelo. Era un suspiro impotente. Un lamento sin opción.

Sirius asintió, rígido, tragándose las emociones con el orgullo que lo había salvado tantas veces y condenado otras tantas. Él no sabía comunicarse. No de verdad. No con sentimientos. ¿Qué podía decir? ¿Que lo necesitaba ahí? ¿Que no quería que se fuera? ¿Que no sabía vivir solo otra vez? Nada de eso podía salir de su boca. Solo movió la cabeza, como tantas veces antes.

Desde que encontró a Remus caminando sin rumbo aquel día —empolvado, altivo, perdido—, supo que esto no iba a durar. Desde ese primer enfrentamiento, desde la burla que le hizo cuando supo que era maestro, desde que le dio las peores tareas del campo, tratándolo como si fuera una mascota. Desde entonces, Black había sabido —aunque no lo aceptara— que iba a encariñarse. Que algo se le iba a ir de las manos. Remus Lupin, con su andar medido, con su paciencia, con su forma de ver la vida, con su mirada de otro mundo, se había colado en su rutina. En su refugio. En su vida.

Y ahora se le iba.

Al día siguiente, volvió a verlo vestido de traje. El mismo porte, la misma aura. Solo que ahora el destino era distinto. La idea había sido de Fleamont, claro, siempre tan servicial, tan sabio. Le había contado sobre el pueblo central, sobre las escuelas y liceos, sobre las oportunidades que allá sí existían. Y Remus había escuchado, con esa expresión que ponía cuando ya había tomado una decisión. Esa terquedad amable que lo hacía tan insoportable… y tan imposible de no admirar.

Cuando Sirius lo vio aparecer con el bolso al hombro, no dijo mucho. Se limitó a caminar con él hasta el establo.

—Monte mi caballo —dijo de pronto, con brusquedad.

—¿Disculpe?

—Niebla Negra —aclaró—. Él e’ rápido y fuerte… Va a llegar rápido al pueblo.

Remus lo miró, con una leve sonrisa. Agradeció con un gesto. Y Sirius agregó:

—Realmente no cacho por qué se tiene que ir tan lejo’… Seguro que si esperamos un poco…

Pero no pudo terminar. No tenía argumentos.

—Black… —le dijo Lupin, con esa voz baja que usaba cuando decía la verdad—. Ya se lo he dicho un millón de veces…, esta es mi vocación.

Pero por más que Remus le explicara, Sirius estaba completamente cerrado de mente. Como si sus razones no fueran suficientes, como sí lo único que importara fuera su opinión propia. Aunque era verdad, Sirius pensaba así. Estaba cegado, siempre lo había estado. Pero no podía hacer nada, y eso era lo que más odiaba. ¿De qué servía una vocación si eso significaba alejarse? ¿De qué servía perseguir sueños si uno de los dos se quedaba atrás? Nada de eso le parecía justo. Pero no era su decisión.

Remus subió al caballo con naturalidad. Black lo quedó mirando desde abajo, él.. se veía tan distinto allá arriba, sobre Niebla Negra, con esa ropa, con ese cabello, con esa postura, con esa… Esa aura tan única. Se veía… imponente. Como si perteneciera a otro lugar. A uno mejor. Comenzó a galopar hacia la salida de la casona. Lupin a estas alturas ya había aprendido a montar a caballo, no era el mejor del mundo pero se manejaba lo suficiente como para hacer una carrera al pueblo central, estaba por lo menos a cuarenta minutos a toda velocidad en el caballo.

El caballo comenzó a avanzar, luego a galopar. Remus se alejaba. Su chaqueta ondeaba con el viento. Sus piernas subían y bajaban al ritmo del galope. Su cuerpo… su trasero…

Sirius no supo en qué momento empezó a mirar con más detalle. Solo que, de repente, estaba ahí. Fijo. Tenso. Observando con los ojos entrecerrados, sintiendo un calor súbito, incómodo, demasiado íntimo.

No lo planeó. No pensó. Fue un instinto.

Sintió su entrepierna endurecerse con una fuerza animal. Se apoyó en la pared del establo, jadeante, cerrando los ojos, mientras desabrochaba el cierre con desesperación. Su mano entró y comenzó a moverse rápido, torpemente, como si todo su cuerpo hubiera estado esperando este momento.

Pensó en Remus. Con el traje. Dando clases. Caminando por la sala. Girándose hacia el pizarrón y revelando la curva perfecta de su espalda baja. Los pantalones marcando cada línea, cada músculo. Su voz, sus dedos manchados de tiza, el cigarro colgando de sus labios.

Jadeó. La respiración se le volvió errática. La mente borrosa. Se sentía sucio. Salvaje. Vivo. No aguantó. Su cuerpo se arqueó. Soltó un gruñido ronco, contenido, y el clímax lo golpeó como una ola caliente y furiosa. El silencio que vino después fue ensordecedor.

Y entonces llegó la culpa. El asco. La náusea amarga.

“¿Qué chucha estoy haciendo?... ¿Qué clase de mierda soy?”

El corazón le latía fuerte, pero ya no de deseo, sino de angustia. Lo que segundos antes había sido placer, ahora era repulsión. Se miró las manos húmedas, el vientre descubierto, como si no fueran suyos. Sintió ganas de arrancarse la piel. Se cubrió el rostro con la otra mano, los ojos ardiendo. Lloró. Lloró en silencio, avergonzado, furioso, confuso. Porque había pensado en él. Porque le había gustado. Porque no sabía qué significaba.

Porque Sirius Black era un maricón.

Y cuando Remus volvió con una sonrisa a la tarde, todo se le vino encima.

—¡Me fue bien!

—Me alegro…

—No me contrataron, pero en un par de establecimientos dijeron que cualquier cosa me iban a llamar. Tuve que dar el teléfono fijo del señor Potter. Puede que entre como reemplazo, de todas formas queda poco tiempo de clases…

Comentó mientras Sirius le quitaba la montura a su fiel caballo. Estaba con el ceño fruncido.

—Me alegro…

Repitió. Fue lo único que contestó. Y siguió con lo suyo. Remus soltó un leve suspiro, pero no de fastidio, ni se había percatado de la molestia de Sirius. Le dio una palmadita al hombro y salió del establo, en dirección a la cabaña.

Black se quedó allí, observando fijamente a Niebla Negra, mientras le acariciaba el hocico. Depositó un tierno beso a un costado y se apoyó por unos segundos en el lomo cálido del animal, como si necesitara sostenerse de algo. El viento entraba leve por las rendijas del establo, trayendo consigo el olor del pasto, del cuero y del tabaco. Todo olía a Remus. Suspiró largo, sin darse cuenta de que estaba conteniéndose desde antes.

No había tiempo para los sentimientos, se dijo. Pero aun así, se quedó un rato más, sin moverse. Como si dejar de hacer algo… fuera lo único que podía hacer.

 

[···]

 

Era un viernes 30 de octubre.

Sirius se había despertado más temprano que de costumbre. Eran las cinco de la mañana, la neblina afuera era densa, hacía frío, mucho frío, y el cielo siquiera estaba comenzando a aclararse. Era una escena muy poco acogedora, pero ese día los señores Potter tenían un viaje importante.

Caminó hacia la casona y se encontró a la pareja sentados en el sofá, tomando té junto a Regulus. Cuando lo vieron llegar, Euphemia Potter se levantó enseguida a recibirlo, dándole un cariñoso beso, de esos que él tanto adoraba, de esos besos maternales. Y lo invitó a sentarse con ellos.

Black se sentó en un sitial, tenso.

—La ciudad no me entusiasma —comentó Fleamont—. Pero es necesario este viaje.

—¿Negocios?

—No, jovencito… —ladeó la cabeza—. Lo otro…

—Ah… —respondió en silencio.

Sirius sabía a qué se refería. Aunque vivieran en el campo, alejados del bullicio y del peligro directo, los Potter no eran ajenos a lo que ocurría en el país. Desde hacía años, en silencio y con discreción, apoyaban a grupos opositores a la dictadura. Euphemia tenía contacto con exiliados que se rehusaban a dejar el país, sirviendo como red de apoyo clandestina. Y Fleamont colaboraba con donaciones económicas destinadas a refugios, redes de protección y traslado de perseguidos políticos.

Nunca se involucraron de forma directa, pero estaban fichados desde el primer año del golpe. Su apellido, su dinero, su historial progresista, todo los convertía en una amenaza silenciosa.

Volverían el domingo a más tardar. Durante esos días, Sirius Black sería el encargado del fundo. No James, su propio hijo; él. El capataz, el perro fiel de Fleamont. El que conocía cada rincón del lugar, cada curva del terreno, cada sonido del bosque. Él, que sabía cuándo vendría la lluvia antes que los cielos se nublaran. Él, que no necesitaba mapas ni instrucciones. Él, que sabía cómo funcionaba todo. Como siempre.

Regulus ayudó a la señora Potter a salir con cuidado. Ella caminaba lento, apoyada en el brazo de su protegido, con ese andar sereno que daba la edad, o quizá la costumbre de vivir sin apuros. Sirius acomodaba la pequeña maleta en el maletero, asegurándose de que no se moviera, como si en ese gesto pudiera evitar cualquier accidente del camino. Luego cerró con suavidad. Caminó hacia la entrada, y con las manos heladas, abrió el portón de madera.

Los señores Potter se ubicaron al final de la pequeña escalera, frente al lujoso auto que ya los esperaba encendido. El humo del escape se mezclaba con la niebla espesa de esa mañana, volviendo todo aún más irreal. Hacía frío. Mucho frío. Un frío extraño. No era el frío cortante del invierno, sino uno más discreto, más emocional. Digno de un día nublado en plena primavera, cuando el sol debería estar alto, pero en cambio parecía esconderse por respeto.

Sirius se colocó frente a ellos, erguido, los brazos tras la espalda, como un soldado ante sus generales. O como un hijo ante sus padres.

—Tantas mañanas aquí… una aprende a leer el cielo —dijo de pronto la señora Potter.

Fue una frase dicha al pasar, casi como si no esperara respuesta. Pero Sirius alzó la mirada casi de inmediato, por reflejo. El cielo estaba gris, plano, espeso como papel mojado. No había señales de lluvia, pero tampoco de vida. Solo ese manto impenetrable de bruma y silencio. Inhaló profundamente, dejando que ese aire sureño, húmedo y terroso, llenara sus pulmones. Era un aire que conocía desde hace poco. Pero un aire que hablaba de casa.

Cuando bajó la mirada, Euphemia se había desprendido de Regulus y se acercaba a él con pasos suaves.

—No olvide cuidar mis flores de loto —le dijo mientras le acomodaba el cuello de la camisa, como si todavía fuera ese muchacho flaco y desalineado que llegó por primera vez al fundo—. Al joven Peter siempre se le olvida… Están casi que florecen… No me gustaría no poder verlas florecer este año…

Sirius tragó saliva. Había algo extraño en sus palabras.

—Tranquila, ‘eñora. Me encargaré personalmente de cuidarlas.

—Gracias, mi corazón —respondió ella, depositando un beso lento y cálido en su mejilla. Ese tipo de gestos que calan hondo, sin hacer ruido.

Regulus se adelantó a abrir la puerta del copiloto, ayudando a la señora a entrar en él. Lo hizo con calma y elegancia. Acostumbrado a la delicadeza de Euphemia, una señora ya de edad. Fleamont, en cambio, se giró hacia Sirius y le dio un apretón de hombros. No fue solo afectuoso; fue firme, lleno de significado.

—Confío en usted, como siempre —le dijo con una media sonrisa.

—Sí, patrón —respondió Sirius con otra sonrisa, esta vez más breve, más forzada.

Ambos se estrecharon la mano con la formalidad de los hombres que se respetan, pero también con un aire de nostalgia. El motor del auto rugió despacio y comenzó a avanzar. Sirius y Regulus se quedaron de pie junto al portón, viendo cómo el vehículo se alejaba por el camino de tierra. El sonido de las ruedas se fue desdibujando entre la niebla, hasta volverse apenas un hilo. El auto desapareció tras la curva, tragado por el paisaje blanco y espeso.

Pero aún así, ninguno se movió. Se quedaron ahí, en silencio. Como si esperar unos segundos más pudiera revertir la partida. Como si esa neblina no se los hubiera llevado del todo.

Finalmente, cuando ya no quedó ni el sonido del motor, Regulus cerró el portón con cuidado. No hizo ruido. Solo un leve chasquido de la madera que volvía a su lugar.

—Vamos —dijo con voz queda—. Todavía es temprano para trabajar.

Sirius asintió sin decir nada. Entraron a la casona. El silencio era total. Y aunque el reloj marcaba apenas las cinco y media, algo en la atmósfera hacía sentir que ese día ya estaba echado a perder. Como si el domingo nunca fuera a llegar. ¿Qué tonterías no?

El silencio dentro de la casona era casi tan denso como la niebla que había cubierto el campo durante la madrugada. El crepitar bajo de la vieja estufa se escuchaba de fondo, marcando el ritmo del tiempo que, por unos momentos, parecía no avanzar. Sirius y Regulus se habían dejado caer, sin demasiadas palabras, en el amplio sofá del salón principal. El respaldo alto y las costuras de cuero envejecido olían a los años de historia que aquel mueble había soportado.

La televisión frente a ellos murmuraba sin que ninguno prestara atención real. Había una película antigua en blanco y negro, pero sólo el zumbido del sonido les llegaba en ondas suaves. Regulus tenía los párpados pesados. Sirius, con los hombros algo vencidos hacia adelante, había entrecerrado los ojos como si pensara demasiado… pero en realidad no pensaba en nada. Estaban ahí, simplemente existiendo.

Afuera, la neblina aún no se había ido del todo, envolviendo los ventanales con una bruma opaca que volvía la luz gris y sucia. Sin embargo, al cabo de un rato —quizás minutos, quizás diez horas— Sirius sintió que la claridad le rozaba la piel. Lo percibió antes de abrir los ojos. Esa tibieza suave del sol filtrándose a través de la cortina pesada, empujando con decisión a la madrugada triste.

Cuando volvió en sí, se encontró con una figura plantada frente a ellos, con los brazos cruzados y una sonrisa dibujada de lado.

Al principio, por el reflejo del sol en la ventana, le costó enfocar. Pero no tardó en reconocerlo: la forma de pararse, el pelo revuelto como si acabara de despertar, los lentes mal colocados sobre la nariz. James. Más joven, más desordenado que su padre. Pero con esa misma mirada brillante.

—¿Qué hacen aquí los hermanitos? —preguntó con tono burlón, medio riéndose, medio sorprendido.

Sirius giró levemente el cuello, aún adormilado, y notó entonces la cercanía de Regulus, quien también comenzaba a abrir los ojos. Habían quedado uno al lado del otro y sus cuerpos, sin darse cuenta, se habían buscado en la mañana fría. Sus piernas tocaban y un hombro de Regulus descansaba apenas sobre el brazo de Sirius. No se movieron de inmediato.

—Buenos días, señorito —murmuró Regulus con voz ronca, secándose los ojos.

—¿Buenos días? ¡Excelente día! —respondió James con entusiasmo juvenil, alzando los brazos—. ¡Tenemos casa sola!

Antes de que Sirius pudiera reaccionar, una figura apareció por el pasillo que conectaba con la cocina.

—Hola, dormilones… —dijo Remus, con una sonrisa cálida.

Su voz era suave, su presencia tranquila, como siempre. Se acercó sin prisa.

—¿Qué hora es? —preguntó Sirius, incorporándose apenas.

—Son las diez de la mañana —respondió Remus, sentándose en el apoyabrazos del sofá—. Me desperté como de costumbre, pero al no encontrarlo en ninguna parte, supuse que estaba aquí.

—Nos encontramos los dos, y mira lo que hallamos —siguió James, señalándolos con una sonrisa burlona—. Abrazaditos, como buenos hermanos.

—Cállate —gruñó Sirius, pero sin demasiada fuerza—. ¡Debería 'tar trabajando! —exclamó, intentando enderezarse del todo.

James levantó una ceja.

—Tranquilo, perrito… Tus patrones ya no están.

—Eso da igual. Tengo deberes —replicó Sirius, refregándose la cara con las manos, todavía con los ojos medio cerrados.

James se encogió de hombros, quitándole peso al asunto, y se giró hacia Remus como buscando complicidad. Sirius, por su parte, ya se había puesto en pie, resoplando con algo de frustración.

—Vamos —le dijo a Remus—. Si no hay nada, nos aseguramos. Si hay, lo hacemos.

Remus no discutió. Se despidieron con un gesto y salieron por la puerta trasera, dejando atrás la calidez del salón.

El día pasó lento. Más lento de lo habitual. No había mucho por hacer; todo estaba en orden. Sirius inspeccionó lo necesario, dio instrucciones a uno de los trabajadores, y luego pasó un largo rato con Remus caminando cerca del corral de chivos, hablando de trivialidades.

James tenía una leve dependencia emocional con sus padres, y quizás por eso, cuando Regulus apareció a mitad de la jornada, traía un recado disfrazado de “orden”: el señorito Potter quería que todos se reunieran esa noche a cenar en la casona. No hubo quejas. En el fondo, a ambos les venía bien.

Esa noche cenaron como reyes. Se quedaron hasta muy tarde, los tres en la sala principal, acomodados en el largo sofá elegante, conversando sin apuro. Ahora que los señores Potter no estaban, Sirius se sentía más cómodo ocupando la casa principal. Siempre le pasaba lo mismo cuando se iban: como si el espacio respirara distinto, como si la casa fuera más habitable. Aunque todo estaba en la mente de Black.

Una radio sonaba de fondo, solo como acompañamiento. James hablaba, entretenido, de sus planes para el sábado.

—Estaba pensando en invitar a Lily… aunque no sé si querrá venir —decía, jugando con un mechón de su propio cabello.

“Esta mañana, en las afueras de la capital, efectivos de Carabineros desarticularon una presunta célula subversiva aparentemente vinculada a actividades del MIR. Según fuentes, hay tres detenidos, entre ellos un conocido ex dirigente universitario.”

Remus, que hasta entonces había estado medio ausente en la conversación, se inclinó hacia el aparato y subió el volumen. Su rostro se tensó; se notaba preocupado, inquieto. Siempre reaccionaba así cuando escuchaba noticias políticas, como si algo dentro suyo se encogiera.

Sirius lo observó de reojo. Sabía que el tema era grave, lo entendía… pero no alcanzaba a sentirse tan afectado. No al nivel de Remus. Él parecía tomárselo de forma personal.

—¿Qué pasa? —preguntó James, notando el cambio de expresión.

—Nada… Solo que estas cosas me afligen —respondió Remus, sin apartar la vista de la radio.

—Pues no la' escuche —replicó Sirius, con sarcasmo.

—No es tan sencillo… —dijo Remus, en voz más baja.

Esa noche se fueron a dormir mentalmente agotados. El ambiente había quedado algo denso, como si el día no hubiera terminado del todo bien. Sirius, sin embargo, cayó rendido al instante. Como un bebé.

El sábado pasó sin penas ni glorias. Nada relevante ocurrió. Lily no había podido asistir, pero había prometido venir el domingo, lo que bastó para mantener a James de buen ánimo.

El domingo fue un día de descanso absoluto: nadie trabajó. Desayunaron tranquilos en la casona, mientras la señora Pettigrew se afanaba en la cocina preparando algo especial para el almuerzo. Sirius, aunque con algo de pereza, se obligó a darse una ducha. Pero en medio del agua caliente, un recuerdo lo atravesó de golpe: las plantas de la señora Potter.

Ni se había acordado de ellas hasta ese momento. Bueno, en realidad solo habían pasado un par de días, así que no era tan grave… aunque igual le quedó esa sensación incómoda. Una preocupación medio tonta, pensó, pero igual se vistió y fue a verlas.

Las plantas estaban ubicadas junto a la pequeña iglesia del patio lateral, esa que quedaba cerca de la habitación de James. Allí, justo al lado, había una diminuta laguna donde la señora Potter cultivaba sus flores de loto, sus favoritas, las cuidaba como si fueran tesoros.

Sirius se detuvo a contemplarlas. ¿Qué se suponía que debía hacer exactamente? Eran plantas acuáticas. ¿Se regaban? No tenía sentido. Se agachó para observarlas mejor. Aún no florecían, pero a su juicio eran bastante lindas. Permaneció allí un rato, en silencio, sin hacer nada, simplemente mirando. Luego decidió que ya era suficiente. Las había visto. Eso bastaba.

—Tarea… cumplida.

Lily Evans llegó poco después, en su pequeño auto. Regulus fue a recibirla, no como un amo de llaves, sino más bien como un amigo. Ella entró a la casa con paso tímido, algo incómoda por estar rodeada de tantos hombres. James, por supuesto, actuó como un idiota. Lo habitual en él: intentando impresionarla de mil maneras, sin mucho éxito. Lily apenas le prestaba atención. Estaba más interesada en conversar con Remus.

Se sentaron en uno de los sillones del salón y comenzaron a charlar, aunque Sirius no alcanzaba a oír bien de qué hablaban. Aun así, el ambiente tenía un dejo incómodo, hasta que el almuerzo llegó a salvarlos. La señora Pettigrew apareció con una fuente humeante de lasaña. El aroma lo llenó todo. Por un momento, todo lo demás quedó en pausa.

—¿Cómo le fue con el empleo, Lupin? —preguntó Lily con voz suave, mientras dejaba el tenedor a un lado y lo miraba con genuino interés.

—Oh… gracias por preguntar —respondió Remus, bajando un poco la mirada—. Quedaron de llamarme, así que sigo esperando.

—¡Genial! —dijo Lily, con una sonrisa sincera—. Realmente espero que quede. Sé cuánto lo necesita… y cuánto se lo merece.

Remus asintió, agradecido, justo antes de que Sirius interviniera con un tono más seco, aunque no carente de humor.

—Aunque ejo significaría que no lo volveríamos a ver…

James frunció el ceño y giró la cabeza hacia Remus.

—¿En serio? Si eso pasa, le vamos a obligar a visitarnos. No hay escapatoria.

—No se preocupen tanto —Rio Remus, con esa risa baja y tímida que le era tan propia—. Los vendré a ver cada vez que pueda. No se librarán tan fácilmente de mí.

—Eso me parece bien. —James levantó su vaso con entusiasmo, dirigiéndoles una sonrisa a todos—. ¡Salud por Remus Lupin!

—James… —murmuró Remus, negando con la cabeza, un poco avergonzado.

Lily soltó una risita breve. Sirius, en cambio, permaneció callado. Fingía estar muy concentrado en su plato, llevándose un bocado tras otro sin decir una sola palabra. La sonrisa apenas esbozada en su rostro parecía más una fachada automática que una reacción real. Nadie lo presionó.

El ambiente se calmó un poco, como si todos al mismo tiempo se dieran cuenta de que el almuerzo estaba llegando a su fin. Los platos casi vacíos, las copas medio llenas, la luz del mediodía entrando cálida por las ventanas. Fue entonces cuando Lily rompió el silencio con un tono casual:

—Estaba pensando en ir el martes al pueblo central…

—¿Quiere que la acompañe, señorita? —se adelantó James, con su característico ímpetu, acomodándose en su silla.

—No, gracias —respondió ella con amabilidad, pero sin dudar—. Iré con Severus.

Hubo un silencio breve, pero denso. James parpadeó. Bajó lentamente la vista hacia su plato vacío, como si de pronto hubiese recordado que aún tenía hambre, aunque no quedara nada.

Sirius, que hasta entonces había estado en su propio mundo, soltó una carcajada espontánea. No fue exagerada, pero tampoco contenida. No dijo nada, simplemente rio, mientras tomaba su copa de agua. Lily frunció el ceño, confundida.

—¿Y ahora qué dije? —protestó—. No conté ningún chiste.

Sirius se limitó a encogerse de hombros.

Pero Remus no se sumó a nada. Había dejado de hablar hacía un buen rato. Estaba mirando por la ventana, la expresión ausente. Ajeno a la conversación, o quizás demasiado consciente de ella. Nadie lo notó de inmediato, pero su silencio empezaba a pesar. Como si su mente estuviera en otro mundo. Lejos de allí.

La sobremesa se hizo eterna… en el buen sentido. Pasaron al menos dos horas conversando de forma animada; a veces, Sirius olvidaba lo interesante que era hablar con Lily. Era una chica muy especial. De pronto comprendía mejor la obsesión de James: Lily era sencilla, educada, seguía las reglas, se preocupaba por los demás… pero también era divertida, bromista, con un sarcasmo encantador. Una mezcla perfecta.

Además, Lily Evans era una joven muy hermosa. Su pelo largo y anaranjado la hacía única en el pueblo; parecía una princesa entre todas. Y James lo sabía perfectamente. Pero también sabía que ella no le prestaba demasiada atención. Sinceramente, Sirius dudaba que alguna vez pudiera pasar algo entre ellos. Lily era mucho para… su propio mejor amigo. Aunque doliera. Pero eso, por supuesto, nunca lo diría en voz alta.

Ya era bastante tarde cuando Lily preguntó por el tema. Uno que nadie había tocado porque, sinceramente, nadie se había acordado. Esa tarde regresaban los señores Potter. A Sirius se le revolvió levemente el estómago. ¿Había hecho todo bien? ¿Se le había olvidado algo? ¿Había cuidado la casa como debía? Suspiró, algo nervioso, y se dejó caer en uno de los sitiales del salón.

Allí estaban casi todos los jóvenes. James, Lily y Remus compartían el sofá elegante; Regulus ocupaba el sitial frente a Sirius, y Peter se había acomodado en una pequeña banca acolchada. Eran esos raros momentos en los que podían dejar de ser trabajadores y comportarse como lo que realmente eran: jóvenes.

—¿A qué hora llegan sus padres, Potter? —preguntó Lily, con tono casual—. Quería saludarlos antes de irme.

—Ehh…

—Se supone que llegarían hace media hora —respondió Regulus, tranquilo—. Seguramente vienen atrapados en un taco enorme… Es domingo.

—Uh, es verdad… —suspiró Lily, dramáticamente.

—Deberíamos ver una película mientras esperamos —propuso Peter, entusiasta.

—Cállate, Pettigrew —soltó Sirius, sin levantar la vista.

—¡Black! —lo reprendió Remus, con severidad pero sin perder la paciencia.

—Por mí suena bien —dijo Lily sonriendo.

James se levantó de inmediato, como si de pronto aquella idea hubiera sido la más brillante del día. Se agachó frente al mueble de la televisión, donde se apilaban decenas de cintas VHS con películas interesantes. Eran propiedad del señor Potter, un entusiasta del cine en toda regla.

Remus fue el más curioso. En todo el tiempo que llevaba trabajando en el fundo, rara vez había estado tanto en la casona, y no conocía bien los lujos del lugar. Se acomodó al lado de James y comenzó a mirar con fascinación los títulos de las cajas.

—¡Tienes las de Star Wars ! —exclamó con una sonrisa genuina.

—Sí… ¿Le gustan? —preguntó James, con una mueca de disgusto—. Mi padre es fanático. Yo… me duermo viéndolas.

—No tiene cultura, James...

—Ajá… —rodó los ojos—. ¿Les parece que veamos Rocky ?

La mayoría aceptó. Democracia. James insertó el VHS en el reproductor y le dio play. Volvieron a sus lugares: James y Remus se acomodaron junto a Lily en el sofá, mientras la pantalla comenzaba a iluminar la sala con el arranque de la película.

Sirius había visto muy pocas películas en su vida, y casi todas gracias a James. Con Regulus sólo había compartido una película juntos, cuando eran adolescentes. A pesar de su memoria dispersa, esa ocasión estaba bien grabada en su mente. No era alguien con buena concentración, pero a mitad de película ya estaba completamente enganchado, con los ojos fijos y la boca entreabierta, absorto en la historia. Y al parecer no era el único: el salón entero estaba en silencio.

Durante dos horas, la casona quedó suspendida en el tiempo. En la pantalla, un boxeador humilde de Filadelfia llamado Rocky Balboa entrenaba con determinación para enfrentar al campeón del mundo, mientras la clásica banda sonora marcaba el ritmo de su ascenso imposible. Los golpes, la superación, el orgullo y la derrota gloriosa envolvieron a todos los presentes. Al terminar, Sirius y Remus comenzaron a comentar la trama de inmediato, aún encendidos por la emoción.

Regulus se levantó a guardar el VHS y apagó la televisión. Quedó de pie frente a todos, visiblemente incómodo. No parecía contento. Le lanzó una mirada a Sirius, una que solo significaba una cosa: necesitaba hablar con él.

Sin decir una palabra, ambos se encaminaron a su habitación, cercana a la entrada, mientras el resto del grupo seguía animado con la emoción reciente de la película. Una vez dentro, Regulus cerró la puerta con cuidado, y sin esperar más, comenzó a disparar sus pensamientos, apurado por la inquietud.

—Sirius… ¿Sabe qué hora es? —preguntó, aunque no le dio tiempo a contestar—. Son casi las nueve de la noche. Y los señores Potter todavía no llegan. ¿Soy el único preocupado? Debieron haber llegado hace horas…

—No sea dramático, weón —respondió Sirius entre risas, quitándole peso al asunto—. Conociendo a la ‘eñora Potter, capa’ que quiso darse un gustito y se fueron a cenar al pueblo.

—Pero, Sirius…

—¿Qué? —respondió, ya perdiendo la paciencia—. Deje de pensar en wea’, ¿quiere? Aproveche que ha tenio poco trabajo esto’ días. Tómelo como unas mini vacacione’.

—Perdón por preocuparme, pero…

—Pero nada. —Se acercó a él, sin intención de intimidarlo, pero firme—. Volvamo’, y no quiero que se pase rollos ni permita que nadie más lo haga.

Salió de la habitación decidido, volviendo al salón. Pero la inquietud no era solo de Regulus. James también se notaba incómodo.

—¿Están seguros que volvían hoy? —preguntó en cuanto ambos hermanos entraron.

—Sí, señorito —respondió Regulus de inmediato—. Seguramente llegan en un rato más.

—Mi padre odia manejar de noche… —dijo James, poniéndose de pie, aún con el ceño fruncido.

—No se preocupe, señorito —dijo Sirius—. Lo más probable es que estén en el pueblito dejando algún encargo y se quedaron a tomar once.

—Hablando de comer —interrumpió Peter—. Ya es tarde, debería preparar algo para todos…

—Gracias, Pettigrew. ¿Necesita ayuda? —se ofreció Regulus enseguida.

Ambos salieron hacia la cocina, intercambiando miradas tensas. James se volvió a sentar, cabizbajo. Lily le acarició suavemente el brazo para tranquilizarlo, mientras Sirius seguía de pie, observando por la ventana.

No estaba nervioso… o eso quería creer. Solo era un atraso. Algo humano. Pero por dentro, algo se revolvía. Conocía al señor Potter demasiado bien. Era un hombre de palabra. Siempre volvía a la hora acordada. Y, como James había dicho, detestaba manejar de noche. Si hubieran decidido quedarse una noche más, habrían avisado. Siempre avisaban. Siempre.

Regulus.

La idea cruzó su mente como un rayo. Sirius salió disparado hacia la cocina. Al entrar, comprendió de inmediato que su hermano ocultaba algo. Regulus comenzó a esquivarlo entre las mesas, pero Sirius fue más rápido. Lo alcanzó del cabello y, sin preocuparse por las formas, lo arrastró hacia afuera con violencia.

—¡Sirius, por favor! ¡Suélteme! —suplicaba Regulus.

Pero Sirius ya no escuchaba. Estaba ciego de preocupación, con el miedo palpitándole en el pecho. Lo soltó bruscamente en el cemento del patio. Regulus cayó con fuerza, jadeando, tembloroso. Pero Sirius no se detuvo.

—Recibiste el llamado de Fleamont cuando llegaron a Santiago, ¿verdad? —dijo con voz ronca, apenas conteniéndose—. ¿Verdad?

Regulus no respondió.

—¡RESPÓNDEME!

—No me tutee… Ni tutee al patrón…

—¡RESPÓNDAME, CONCHETUMADRE!

—No…

Regulus seguía en el suelo, sin intentar levantarse. Jadeaba, con los ojos brillosos, mordiéndose el labio para no llorar. Sirius ya no decía nada. Había un silencio denso, lleno de lo que no se atrevía a decir. Porque lo sentía. Tenía miedo. Miedo real.

—¿Qué?...

—Lo que escuchó —jadeó Regulus, aún con la respiración entrecortada—. ¿Puede entender ahora por qué estoy preocupado?

Sirius lo miró fijamente, los ojos desorbitados. El silencio que siguió fue breve, explosivo.

—¿¡POR QUÉ NO ME LO DIJO ANTES!? —bramó, tomándolo de la camisa con ambas manos, alzándolo del suelo como si pesara aire.

—No lo sé… —musitó el menor, casi con culpa, casi con resignación.

Durante un segundo, solo se miraron. Las pupilas dilatadas de Sirius perforaban las de Regulus como si buscaran algo escondido. Alguna verdad. Algún consuelo. Pero no lo encontró.

Lo soltó. Con brusquedad. Regulus cayó de rodillas otra vez, el sonido seco de sus manos al sostenerse contra el cemento fue lo único que se escuchó. Sirius se alejó un paso, tambaleando. Respiraba fuerte. Se apoyó contra la pared fría de la casona y cerró los ojos, como si eso fuera a detener el remolino en su cabeza.

—Hay que mantener la calma —dijo, más para sí que para el otro—. El señorito James no debe saber nada de esto… aún. Hay que tener fe. ¿Me escuchó?

—Sí… —respondió Regulus en un hilo de voz, sin alzarse del suelo.

Sirius lo dejó allí. No con desprecio, sino por necesidad. Tenía que actuar, moverse, pensar. Pensar era difícil con el corazón bombeando como un tambor de guerra. Reingresó a la casona, cruzó el pasillo iluminado tenuemente y llegó a la sala, donde todos continuaban en una especie de negación colectiva. James seguía sentado, cabizbajo; Lily lo abrazaba por los hombros; Peter había vuelto con algo de té.

Sirius no dijo nada. Solo miró a Remus y le hizo un gesto sutil con la cabeza. Remus se levantó sin hacer preguntas, con esa mirada que lo decía todo. Caminaron en silencio por el largo corredor hasta la oficina del señor Potter. La habitación estaba intacta: libros bien acomodados, una lámpara de escritorio aún encendida, el fuerte olor a cuero viejo.

Una vez dentro, Sirius cerró la puerta. Y le relató los hechos. Esperó. Esperó esa voz templada de Remus, su lógica, su control. Esperó algo que lo calmara, que le dijera “todo va a estar bien”. Pero no obtuvo nada. Remus no dijo ni una palabra. El silencio fue como una bofetada. Sirius frunció el ceño, confundido. Remus negó con la cabeza, lentamente. Caminó unos pasos. Se rascó la nuca, incómodo. Miraba todo, menos a Sirius. Y eso lo encendió por dentro.

—¿Qué pasa? —dijo Sirius, apretando los puños—. ¿Por qué no dice nada?

Remus caminó en círculos, claramente perturbado. No por la noticia, sino por algo más. Algo que llevaba tiempo en su cabeza.

—¡Remus! —exclamó Sirius, perdiendo la paciencia—. ¿Puede decir algo, por favor?

Finalmente, la voz de Remus se dejó oír.

—Esto me huele muy mal, Black. Muy mal…

Sirius parpadeó, incrédulo.

—¿Eso es todo lo que tiene para decirme? Me esperaba otra cosa de su boca. Un “tranquilo, Sirius”, un maldito “es lógico que estén demorados”, algo…

Pero Remus no lo miró. Se acercó al escritorio

—Necesito hacer una llamada —dijo en voz baja, seria, con los labios tensos—. ¿Me puede dejar solo?

—Lupin…

—Black… —dijo con firmeza, mirándolo por fin, esta vez con algo más que preocupación. Había miedo en sus ojos. Y eso fue lo peor de todo. Sirius no recordaba haber visto miedo en Remus. Nunca.

Sirius retrocedió un paso. Abrió la puerta. Y se fue.

Y las horas pasaron.

Y siguieron pasando, lentas, pesadas, arrastrándose como si el tiempo mismo se negara a avanzar.

Regulus, con paciencia forzada y palabras medidas, había logrado convencer a James de que se fuera a dormir. No fue fácil. James no quería moverse, no quería cerrar los ojos, no quería aceptar que no había nada más que pudieran hacer esa noche. Pero su cuerpo terminó cediendo antes que su mente.

Lily se había marchado poco antes, con la promesa firme de regresar en cuanto saliera el sol. Nadie se lo pidió. No hizo falta. Era el tipo de persona que siempre volvía.

Peter también se había ido, a la pequeña cabaña detrás de la casona, donde vivía con su familia.

Y entonces quedaron ellos. Tres sombras en la habitación de Regulus. Tres figuras con los ojos demasiado abiertos, con las mentes demasiado activas, con los corazones demasiado cargados. Los únicos que sabían algo —aunque fuera poco, aunque fuera confuso— no pudieron dormir. No del todo. Lo intentaron, sí. Conversaron, a ratos en voz baja, a ratos en silencio.

Las palabras se convirtieron en excusas para no cerrar los ojos.

Remus se recostó primero, apoyado en la cabecera de la cama, con los brazos cruzados y la mirada perdida. Sirius se sentó en el suelo, la espalda contra la pared, los ojos clavados en algún punto invisible del techo. Regulus iba y venía por la habitación como si moverse lo ayudara a mantener la cordura.

Hablaban de cosas pequeñas. Intrascendentes. De cuando todo era distinto. De cuando eran jóvenes y el mundo aún no les exigía estas cargas. Pero incluso esas palabras sabían a sal, sabían a algo roto.

Y poco a poco, el cansancio los venció. No como una tregua, sino como un apagón. La madrugada los atrapó en ese estado borroso entre el sueño y la vigilia, donde todo se siente más real, más pesado.

Cuando el primer rayo de luz se asomó por la ventana, los encontró allí. Dormidos. Derrotados. Juntos.

El primero en despertar fue James. La puerta de la habitación se abrió de golpe, golpeando contra la pared con un estruendo que los sacó del escaso sueño en el que se habían sumido.

—Ya estoy sumamente preocupado —soltó sin preámbulos.

Sirius se incorporó de inmediato desde el suelo, adolorido por la mala postura en la que había pasado la noche. Tenía el cabello enmarañado y una sombra oscura bajo los ojos. Se frotó el cuello sin dejar de mirar a su amigo.

—Señorito…

—No me trate como si fuera imbécil —interrumpió James, con voz tensa—. Sé que está ocurriendo algo raro. Lo sé. Ustedes están actuando extraño. Todos.

Regulus y Remus ya estaban de pie. Nadie parecía saber muy bien qué decir.

—¿Creen que ocurrió algo malo? —James avanzó un paso más hacia el centro de la habitación—. ¿Qué están pensando? ¿Por qué me están escondiendo cosas? ¿No deberíamos?...

—No podemos hacer nada, señorito —lo cortó Regulus, con voz serena pero firme—. Sólo hay que tener paciencia. Esperar.

—¡Sí, sí podemos! —explotó Remus de repente, dejando a todos en silencio por un segundo—. Si somos realistas… —suspiró, y su tono se volvió más grave, más resignado—. Podemos buscar información en la radio. Ya debería haber reportes. Además… llamé a Santiago anoche. Y lo que dijo Regulus… si los Potter no llegaron al hotel, algo debió ocurrir en...

—¿Qué? —James lo miró, el corazón a punto de estallar—. ¿Qué dijo?

—Lupin… —gruñó Sirius, con una mirada filosa, llena de advertencia.

Remus se quedó paralizado. Lo que había dicho ya estaba en el aire. Irremediablemente. No había vuelta atrás. Los hermanos Black se voltearon hacia James al mismo tiempo. Él no parecía furioso, ni triste. Parecía... quebrado. Un segundo de silencio cayó como un manto pesado sobre los cuatro.

—Regulus… —La voz de James salió baja, contenida—. ¿No me había dicho que sí habían llamado?

Regulus bajó la cabeza. El nudo en su garganta no le dejó mentir de nuevo.

—Lo siento, señorito…

James no respondió. Se dio la vuelta con rapidez y salió de la habitación, casi corriendo. Regulus y Sirius fueron tras él, intentando detenerlo, calmarlo, explicar algo que no tenía palabras suficientes. Algo que nunca debieron ocultar.

Caminó hacia el pasillo, donde la radio descansaba sobre un mueble de madera lustrada, demasiado elegante para un momento tan crudo. La encendió con manos ansiosas, torpes. El aparato chisporroteó un poco antes de encontrar la señal.

Y entonces, por horas, lo único que llenó la casona fue la voz monocorde de la radio. Noticias. Informes. Ruidos estáticos. Esperanza mezclada con terror.

Lily llegó un rato después, con Mary a su lado. Ninguna necesitó preguntar mucho. Con solo ver la expresión de Remus, supieron que algo estaba mal. Muy mal.

Para ese entonces, la preocupación ya se había propagado como una enfermedad silenciosa. La tensión era palpable, como si las paredes mismas la respiraran.

Pero a pesar de todo, Sirius aún sostenía esa leve chispa. Esa esperanza, terca y testaruda. Esa idea, casi infantil, de que tal vez todo era una confusión. Una racha de mala suerte. Una demora.

Iban a aparecer de la nada, como siempre. Cansados y maldiciendo el mal fin de semana. Iban a regañarlos por exagerar, por perder la calma. ¿No?

¿Verdad?

Pero cada hora se hacía eterna. Cada minuto. Cada segundo. El tiempo ya no era una línea recta. Era una espiral lenta, asfixiante.

Y entonces, sonó el teléfono fijo de la casona. Un sonido seco, impertinente, que rompió el silencio como un cuchillo en vidrio. James, con el rostro desencajado y los ojos perdidos, fue el primero en reaccionar. Caminó al pasillo y levantó el auricular.

—Es para Remus —dijo, sin tono, sin alma. Había decepción en su voz, pero también algo peor: resignación.

Remus se acercó. Su andar era pesado, arrastrado. Como si algo dentro de él supiera. Tomó el teléfono sin preguntar. No saludó. No musitó ni una palabra. Solo escuchó. Inmóvil. Jamás habló. Como si la voz al otro lado de la línea se lo hubiera prohibido.

Y colgó. Sin decir nada. El clic seco del auricular retumbó como una sentencia.

Sirius, apoyado en una esquina del pasillo, había presenciado todo. No preguntó. Solo lo observó, fijamente, mientras Remus se giraba lentamente. Sus miradas se encontraron. No había lágrimas. No había gritos. Solo ese dolor sordo, insoportable, que existe cuando la tragedia es tan grande que no cabe en el cuerpo.

Se quedaron así. Mirándose. Un segundo. Dos. Un minuto entero, tal vez. Y Sirius lo entendió. Lo supo. No necesitaba palabras.

Caminó hacia él. Con suavidad, como si Remus fuese un cristal a punto de romperse. Lo tomó del brazo, con esa delicadeza que nunca había usado con nadie, y lo guió hasta la oficina de Fleamont. Cerró la puerta detrás de ellos. El clic del picaporte sonó fuerte.

Remus se dejó caer en el sillón de cuero, sin fuerza. Una estatua viva.

—Black… —murmuró. Como una súplica o una advertencia.

—¿Quién lo llamó, Lupin?

—Una amiga de Santiago. —Su voz era apenas un suspiro.

—¿Y?

—Black…

—Lupin…

Silencio. Remus levantó la cabeza. Por fin. Y entonces, lo dijo.

Los mataron, Black.

El mundo se detuvo.

—Sabían que iban a Santiago. Los esperaron en la entrada de la ciudad. Los acorralaron. Los hicieron desaparecer. El sábado en la mañana fue cuando…

Pero Sirius ya no escuchaba. Su mente se apagó. Todo se hizo blanco, luego negro. Luego nada. Se quedó sordo. No por el cuerpo. Por dentro. El único sonido que percibía era el de su corazón. Pum. Pum. Pum. Tanta vida latiendo. ¿No es hermoso sentir tu propio cuerpo? Saber que estás vivo. Que aún corre sangre por tus venas. Era un día precioso allá afuera. La estación que más le gustaba. El cielo despejado. El sol alto. La brisa suave. No hacía ni frío ni calor. Perfecto.

Pero Sirius no podía disfrutar ese bello día. Porque ya no estaba ahí. No sentía sus manos. Ni sus piernas. Ni su voz. No sentía su pecho. No sentía su rabia. No sentía.

Como si fuera un espectro. Un reflejo. Un error. ¿Así se sentía morir? Tal vez. Qué bonito…

"Los mataron, Black".

Chapter 9: 31 de octubre del 81 — Parte 2

Chapter Text

Fundo “El Merodeador”, sur de Chile, 1981.

 

Remus continuaba hablando, sin parar. Dando detalles, algunas teorías personales y explicaciones que sinceramente sonaban huecas. Pero hablaba porque era eso o callar. Y si callaba, todo se iba a la mierda, así que lo hacía. Aunque Sirius no escuchaba

Él seguía ahí, en el mismo lugar donde lo había dejado aquél golpe inesperado. Estaba apoyado contra la biblioteca del señor Potter, con la cabeza gacha, sin decir nada. Ya había salido de aquél trance emocional, no le había durado mucho, pero definitivamente no estaba bien. Estaba como… apagado, lo normal, ¿no? No sentía su corazón. No sentía nada.

¿Qué se supone que uno hace con algo así? ¿Qué se dice? ¿Cómo se respira?

—No… —murmuró por fin—. Me estai webiando…

—Black, ¿no escuchó todo lo que le conté?

—Me estai webiando…

—Black… —Remus se puso de pie, se acercó—. Jamás… jamás jugaría con algo así. Yo…

—No.

—Black…

—¡QUE NO!

Sirius salió de su posición relajada de manera brusca, posándose frente a Remus. Caminó en círculos, sin un rumbo fijo, sin mirar bien. Estaba buscando algo. Un poco de aire, tal vez. O una grieta en el suelo o en las paredes donde meterse y no salir nunca más. Se apoyó contra el escritorio, pero sus manos temblaban tanto que no podía sostener su propio cuerpo por un segundo más.

—Esto no pue’ ser real. No pue’ ser. ¡NO PUEDE SER!

Y en ese preciso momento se rompió. De manera abrupta, como si alguien hubiera lanzado una piedra a un espejo. Empujó la silla, la tiró al suelo con violencia. Golpeó la estantería con el puño, sin pensarlo. No lloraba, todavía no. Pero tenía un nudo en la garganta tan grande que casi no podía respirar. Sentía que algo dentro de él quería salir corriendo, gritar, destruir todo. Pero no salía, se quedaba ahí. Atascado.

—¡Ellos me sacaron de la mierda! —escupió—. ¡Me dieron todo! ¡To’ lo que mi propia familia me negó! ¡Ellos eran mi familia!

—Black…

—Mi familia…

Y con esa frase final, colapsó. Sus piernas simplemente cedieron. Se dejó caer gentilmente al suelo, sin pelear. Quedó sentado, con la espalda contra la pared, respirando como si se estuviera ahogando. Se cubrió la cara con ambas manos, como si pudiera esconderse ahí. Como si eso sirviera de algo, como si así la noticia dejaría de ser real. Era sólo una pesadilla.

—¿Por qué?... —dijo. Pero no era una pregunta. Era un lamento.

Su voz era como la de un niño pequeño. De ese niño al que abandonaron. De ese niño que aprendió a sobrevivir en la soledad y la cruda vida. Remus se agachó junto a él. No lo tocó, no dijo nada. Sólo se quedó. Porque realmente no había otra cosa que hacer.

—¿Y James? —preguntó Sirius, entre dientes, como si le costara hablar.

—Hay que contarle…

—No… Todavía no —dijo como pudo—. Regulus…

—¿Qué?

—Regulus… —repitió, con la mirada ida.

Como si acabara de acordarse de que tenía un hermano, lo mandó a llamar. Regulus debía saber antes que James. Este tenía que ser el último en enterarse, con la noticia ya en el aire para poder contenerlo. Aunque Sirius no sabía cómo se hacía algo así. ¿Cómo se cuenta una noticia como esta? ¿Había alguna forma correcta? ¿Se lo enseñaban en alguna asignatura del colegio y justo ese día había faltado? No sabía realmente por dónde empezar. No tenía idea de cómo formar las frases. Porque no era una simple noticia, no. Era una bomba nuclear. Era lo peor que le podría pasar a cualquier hijo, a cualquier persona. Y tenía que ser Sirius quien se lo dijera.

¿Cómo se le explica a alguien que sus padres han fallecido? Y es más, que no murieron de viejos, ni de alguna enfermedad, ni siquiera en algún accidente tonto para lamentarse. No. A los Potter los habían asesinado, a sangre fría, sin advertencias, nada. No hubo oportunidad de nada, una simple emboscada en la entrada de la ciudad. Los habían torturado una tarde completa, y el 31 de octubre, el sábado por la mañana, sus cuerpos ya no respiraban, sus corazones ya no latían, ya no eran nada. Y después, silencio. Desaparición.

Así mismo como tantos otros. Como tantos en ese país que había aprendido a vivir con miedo, a callarse, a mimetizarse entre las sombras, a sobrevivir. Pero ellos no, ellos no sabían callar. Tenían ese defecto tan peligroso: eran buenas personas. Y los habían matado por esa misma razón. Por hablar, por ayudar, por ponerse del lado de los que no tenían voz. Por creer que el dolor ajeno también era suyo. No había más razones.

Ellos eran opositores. Personas decentes en un sistema podrido. Y por eso los borraron del mapa. Los hicieron desaparecer como si fueran basura, estiércol, mierda pura. Como si ellos no hubieran criado a uno de los mejores tipos que Sirius conocía. Como si no le hubieran abierto las puertas a dos niños destrozados y sucios que no eran ni de su sangre, pero que los habían acogido como un familiar más. Como si no hubieran ayudado a cientos de trabajadores desamparados y sus familias. Los Potter los habían salvado, a todos. Y ahora estaban muertos. Y lo peor de todo, tal vez jamás volverían a ver sus cuerpos. Nada dependía de ellos, sólo del destino. De la piedad de los asesinos.

Así que por supuesto que Sirius Black no entendía ni una puta mierda. ¿Cómo esto podía ser siquiera real? ¿Esto era la verdadera maldad pura? ¿Esto era lo que merecían las personas que hacían el bien? ¿Qué sentido tenía todo esto? ¿Qué carajo se suponía que uno debía hacer con toda aquella información?

Sirius sentía que se le abría una especie de hueco en el pecho. Pero no era dolor, era rabia, era injusticia. Quería gritarle al mundo, escupirlo, prenderle fuego. Porque si esto era lo que ocurría con la gente buena, entonces… ¿para qué servía todo lo demás?

Cuando Regulus llegó a la oficina comprendió la situación de forma inmediata, con tan solo ver la expresión de disgusto en el rostro de su hermano mayor le bastó. Lanzó un leve gemido, casi nulo, y se sentó como pudo en el sitial cerca de él. Apoyaba sus manos en sus rodillas, tratando de recobrar el aliento que se había esfumado al traspasar la puerta. Remus permaneció en el marco de la entrada, en completo silencio. Entendiendo finalmente que él debía nuevamente hablar, que Sirius no podría, por ahora no. Recién estaba asimilando todo.

Se acercó, muy despacio, y se ubicó entre ambos hermanos. Ya no le quedaban palabras medidas ni formas suaves de decirlo. La noticia en sí era un puñal, daba igual el ángulo en el que se viera.

Regulus lo escuchó atentamente, con los ojos muy abiertos y fijos, como si no quisiera pestañear por miedo a perderse algo, lo que sea. Por un leve momento pareció no entender, como si no hubiera oído nada. Pero luego el mensaje le pegó, como un balazo. Su pecho se agitó de golpe, una sola exhalación seca, violenta, como si en todo ese rato hubiera estado aguantando la respiración. Sus manos comenzaron a temblar. Cerró los puños con fuerza, como si así pudiera contener todo aquello que estaba comenzando a salirse de control. Luego se inclinó hacia adelante, como si su estómago doliera, o como si nuevamente su aliento se había ido. Era una herida invisible que se abría lentamente, impecable.

Regulus había vivido bajo ese techo, no Sirius. Conocía cada rincón de la casona a la perfección, incluso hasta el más mínimo detalle. Sabía cómo sonaba Euphemia cuando se reía por algo ridículo que decía James, Peter o cualquier trabajador. Sabía la hora exacta en la que Fleamont solía sentarse en el jardín los domingos, a fumar en silencio. Él los había visto en bata de madrugada, les había preparado el té en millones de ocasiones, había dormido por años bajo su mismo techo, entre sus voces, sintiéndose, por primera vez en años, seguro y querido.

Quiso decir algo, pero no salieron palabras de su boca. Solo el sonido breve de su respiración quebrada. Se levantó de golpe. El sitial se corrió hacia atrás con un golpe sordo. El mundo se había caído sobre él y ya no podía más. Salió corriendo de la oficina sin mirar atrás, negando con la cabeza.

¿Acaso finalmente había llegado el momento de contar la verdad? Sirius frotó su cien con las yemas de sus dedos, no quería pensar más. Tenía que hacerlo, como el capataz que era. Ya no había espacio para más gritos y pataletas, eso no servía para nada. Ahora era momento de ser fuerte, un verdadero hombre. Tragarse el miedo, tragarse esas ganas de vomitar. Se miraron, Remus y él, sólo por un segundo. No hacía falta decir nada más. Sirius pasó a su lado y salió al pasillo, seguido por Remus, donde James ya los estaba esperando. Se notaba enojado, muy enojado. Tenía los ojos brillosos, pero todavía no eran de tristeza. Eran de rabia, ansiedad, mentiras.

—Ustedes saben cosas que yo no. —Les dijo, sin rodeos, mirándolos de forma directa.

—Señorito… —intentó defenderse Remus.

—Hablen.

—Debería sentarse en la sala, señorito.

James lo pensó un momento, sin decir nada. Se dio media vuelta y caminó a la sala. Definitivamente el tiempo se había terminado. Sirius los mandó a llamar a todos, por lo menos a todos los que estaban en la casona. No pensaba hacer correr la noticia de uno en uno. No podía. No tenía la suficiente fuerza —ni paciencia— para repetir la historia más de dos veces. Así que una vez reunidos todos se ubicó en el centro, contra una pared. Abrió la boca y empezó a relatar, de manera lenta. Como si cada palabra le costara. Como si fueran cuchillas que salieran de su garganta y debía manejar todo con cuidado. Aunque así era en realidad, cuchillas. Pero no iban para Sirius ni para nadie, iban hacia James. Directamente hacia él.

No era capaz de levantar la vista. Miraba fijamente al suelo, a esa madera vieja y de calidad, sus líneas, manchas, basuritas, sus zapatos limpios. Hasta que se le nubló la vista. Ya no veía nada. Apenas escuchaba. Había voces, llantos, murmullos de fondo que no lograba entender. Pero Sirius sabía que faltaba una voz, la única que importaba. 

Levantó la cabeza. Y ahí estaba James. Parado en medio de todos, quieto, completamente pálido. Como si su alma hubiera decidido abandonarlo en ese preciso momento. No decía nada y no hacía nada. Hasta que bajó la mirada. Su pecho comenzó a subir y a bajar de forma violenta. Y empezó a doblarse, como si su cuerpo ya no le respondiera.

Sirius lo alcanzó justo a tiempo.

—¡Regulus! —gritó, desesperado—. Por la chita… ¿Dónde se metió ese cabro? ¡Remus!

Entre los dos lo alzaron. Lo pusieron en el sofá. Remus le hacía aire con las manos. Sirius le apretaba la camisa.

—No… —logró decir James. Apenas. Quebrado.

—Señorito… —Sirius le sostuvo la cara, firme—. Uste’ va a salir de esta. Créame…

Pero James ya no estaba allí. Sus ojos no le mostraban nada a Sirius. Nada. Sólo lágrimas. Peter apareció con un vaso de agua. Black se lo acercó a la boca, obligándolo a tomar siquiera un sorbo, aunque este no quisiera. James se llevó las manos a la cabeza. Respiraba muy fuerte, tanto así como si no pudiera con el aire. Y entonces se rompió. No gritó, no dijo nada, sólo jadeó. Unos sollozos secos. Y sus lágrimas comenzaron a caer sin parar.

Sirius no supo qué hacer. Lo abrazó de forma sincera. Él no era bueno en eso, no sabía cómo consolar a nadie. Pero sí sabía lo que se sentía, porque él también había estado ahí, en ese mismo lugar. Hecho pedazos por dentro. Y por esa razón lo sostuvo, con fuerza, sin palabras. Porque a veces el dolor no se cura hablando, sino conteniendo. Y Sirius era bueno en lo segundo.

El resto de la tarde fue un completo desastre, uno de esos momentos que jamás se podrían olvidar. Nadie hablaba de forma coherente, nadie sabía realmente qué hacer. James pasó horas tirado en el sofá, con la mirada perdida y los ojos hinchados, preguntando lo mismo una y otra vez, como si al repetir los hechos pudiese encontrar otra respuesta, una diferente, una más soportable. James lloraba a ratos, otras veces sólo respiraba fuerte, tembloroso, sin moverse. Cada palabra que salía de la boca de Remus era la única verdad que tenían, porque eso era todo lo que tenían: palabras. No habían cuerpos aún, ninguna carta oficial, no había un acta, ni una llamada, en las noticias nadie decía nada. Únicamente Remus y su voz temblorosa. Todo lo demás era el vacío. Y la incertidumbre era lo que más odiaba Sirius. Porque las muertes se entierran, se lloran, se velan, se enfrentan. Pero, ¿cómo se sobrelleva la muerte de alguien cuando ni siquiera te dan la oportunidad de despedirte? ¿Cómo se organiza un funeral sin un cadáver?

Esa tarde nadie comió, nadie tenía hambre. El silencio en la casona era tan espeso que parecía que hasta los muebles guardaban una especie de luto. 

Lily no se despegó de James ni por un segundo. Lo abrazaba, lo acariciaba como si fuera una madre, le hablaba al oído, palabras de consuelo, como si eso pudiera contener el dolor que estaba desbordando el alma del pobre muchacho. Sirius, aún en su miseria personal, no pudo evitar pensar —aunque en otras circunstancias habría sido un pensamiento en voz alta— que James se estaba aprovechando de la situación para acercarse más de lo necesario a Evans. Pero el momento era demasiado grave como para bromas.

¿Y ahora qué?

Esa pregunta no dejaba en paz a Sirius. Se repetía en su mente como una maldición dentro del cráneo. No había llorado, ni una sola lágrima había salido de sus ojos, ni cuando se quebró emocionalmente frente a Remus. Estaba seco por dentro, funcionando sólo por impulso, con la mente encendida al máximo. Ahora que todos lo sabían, que la bomba ya había estallado, le tocaba moverse, hacer algo. Cualquier cosa, lo que sea. Lo primero: Regulus. No lo había vuelto a ver en todas estas horas. De seguro se había escondido en algún rincón del terreno, huyendo como hacía siempre que no sabía enfrentar las cosas. Sirius suspiró. No era precisamente el mejor escapista del mundo, así que no podía haber ido lejos, pero el lugar era tan grande que Black tendría que ver todo.

Y luego venían las otras preguntas, las más pesadas. ¿Qué iba a pasar ahora que James era “oficialmente” el nuevo patrón de todo? ¿Seguiría con el legado de sus padres? ¿O lo mandaría todo a la mierda y se hundiría en la miseria con ellos? Porque si eso pasaba… Sirius se quedaría sin empleo, sin rumbo, sin un techo. Aunque en el fondo, eso era lo de menos. Lo peor sería la ausencia. Ese agujero en su corazón, ese que tanto le costó sanar años atrás. Esa puta injusticia de todo.

También otra cosas le rondaba en la cabeza. ¿Por qué Remus Lupin? ¿Por qué él había recibido aquella noticia? ¿Cómo llegó a sus oídos una información tan delicada y que ni siquiera circulaba por la prensa? ¿Tenía contactos?, ¿estaba metido en algo más? No quiso pensar mal, pero la coincidencia le zumbaba en la cabeza como una mosca molesta.

¿Harían una ceremonia simbólica? Aunque tal vez era muy pronto para pensar en ello… ¿James iría a Santiago a buscar respuestas? ¿Esperarían a ver si alguien decía algo? Pero si Remus tenía razón… entonces no iba a aparecer nada en ningún lado. Nunca.

Suspiró nuevamente, profundo. Como si intentara sacar todo lo que tenía guardado por la boca. No podía resolver todo ahora. Lo primero era lo primero, encontrar a su hermano. Regulus Black. Siempre desapareciendo cuando más se le necesita. Siempre tan cerca de uno, y a la vez tan lejos.

Caminó por los alrededores de la casona, en completo silencio. La brisa arrastraba el polvo del camino y el aire olía a las hojas frutales de los árboles cercanos, pero no parecía tener vida. Recorrió cada rincón que conocía: el establo, la pequeña cabaña, las bancas entre los árboles. la zona de herramientas, incluso las cercas que delimitaban los terrenos…., nada. Ni rastro del pequeño Black. Sólo le quedaba un lugar en la mente, el más obvio pero que decidió dejar al final por si las moscas. La pequeña iglesia de madera. Si no estaba allí, ¿se habría largado campo adentro? No, Regulus no era tan valiente. Ni tan idiota.

Empujó ambas puertas con cuidado. El crujido fue lo único que rompió ese silencio que acechaba el lugar. Y allí estaba: Regulus, tirado en uno de los bancos, desplomado más que sentado, con la mirada fija en el altar vacío, como si esperara que algo o alguien apareciera de la nada, un milagro. Sirius se acercó en silencio y se dejó caer a su lado. Trató de acomodar a su hermano con torpeza, enderezarlo un poco. No fue muy sencillo, el cuerpo del otro se negaba a moverse, como si le pesara todo. Pero Sirius no perdió la paciencia, hoy no era día para ser el mismo idiota de siempre. Hoy no.

Ambos suspiraron al mismo tiempo, como si se reconocieran en el gesto.

—¿Se da cuenta, hermano? —preguntó Regulus, de la nada, sin mirarlo.

—¿De qué?

—¿Se da cuenta de que todo lo bueno nos es arrebatado?

Sirius no supo qué decir. Se quedó quieto, apretando los dientes.

—¿Y ahora qué haremos? —continuó el menor.

—Ahora no’ toca ser adultos, Regulus. No hay escapatoria, ni consuelo. Ya no somo’ uno’ pendejo’ que pueden esconderse y esperar a que los adulto’ lo arreglen to’. Ahora es nuestro turno. No’ toca sostener lo que queda en pie.

—Soy un cobarde —susurró Regulus, sin emoción.

—Sí —respondió sin suavidad.

Regulus finalmente se dignó a mirarlo, sorprendido, como esperando un desmentido. Sus ojos se veían hinchados, como si hubiera dejado de llorar hace muy poco.

—Sí —repitió Sirius—. Pero me tiene a mí, y no voy a dejarle hacer estupideces. ¿De verdad piensa huir otra vez, como hizo años atrás?

—Es lo único que se me ocurre…

—Imbécil —Sirius levantó la mano, con intención de golpearle la nuca, pero la dejó caer a medio camino. Se contuvo—. ¿Va a dejar tirao al señorito? Digo… al nueo patrón. ¿Va a abandonar a James justo ahora? Él no’ necesita. Y usted también lo necesita, aunque se haga el weón. ¿Qué cree que diría Euphemia si lo viera así?

—No me saque esa carta —dijo Regulus con amargura, bajando la vista.

—Pues se la saco, hermanito, se la saco. Sé perfectamente que uste’ tenía más cercanía con lo’ Potter que yo. Sé que le duele má’. Pero eso no le da permiso para rendirse.

—¿Y ahora usted va a decidir por mí lo que siento?

—No, mierda… —Sirius apretó los ojos, dolido—. Pero tampoco voy a dejar que se entierre solo en su miseria. James no puede con to’ esto sin nosotros. No ahora.

El chico volvió a mirarlo, pero ahora de forma real. No dijo nada. Bajó la cabeza lentamente, vencido por el peso de sus palabras, del momento, del dolor. Y asintió. Con apenas un gesto. Pero bastaba.

Esa noche fue, sin lugar a dudas, la peor de su vida.

Sirius dejó a las chicas en la entrada, con un inhabitual dulce abrazo, casi de forma caballerosa, como si con ese gesto pudiera aferrarse a una normalidad que ya no existía. Lily tomó el coche y partió con Mary hacia el pueblo. Le había tocado la carga de dar la noticia, de poner en palabras lo impensable para la gente que tanto amaba a los dueños del fundo vecino.

James, por su parte, cayó completamente rendido en el sofá. Había estado luchando por mantenerse despierto, por seguir preguntando, por no soltar, pero el sueño era más fuerte que nada. El cuerpo le exigió descanso y, por fin, se sumió en un sueño profundo y pesado. El llanto lo había vaciado por dentro.

Regulus pasó la noche entera en la cocina, sentado en una banca en silencio con la señora Pettigrew y Peter, rodeado de tazas de café cargado. Apenas hablaban, solo miraban el vapor subir lentamente desde las tazas. Cada uno inmerso en sus pensamientos, en su propio dolor.

Remus y Sirius decidieron quedarse junto a James, no tenía sentido volver a la cabaña, y tampoco tratar de moverlo a su cama. El sofá se volvió un refugio improvisado, y por primera vez en todo el día, reinaba el silencio en la casona. Era un silencio tan tenso, frágil, pero necesario. James dormía, y mientras lo hiciera, no sufría. Y eso ya era una ganancia, lo único positivo de todo aquello.

La radio murmuraba noticias en voz baja desde la esquina de la mesa, como un recordatorio de que el mundo allá afuera seguía funcionando. A veces, Sirius veía a uno que otro trabajador cruzar la casona en la penumbra, sin decir nada. De vez en cuando, Remus se levantaba para tomar la radio y escuchar atentamente las cosas que le llamaban la atención, miraba de reojo a James con alivio y luego se volvía a acomodar en el sitial, desviando su mirada a la ventana. Hasta que ya no hubo nada más que ver. Solo la oscuridad. Sirius Black se había quedado dormido.

Pero cuando el sol estaba recién saliendo detrás de los cerros, algo lo despertó de golpe, el corazón le latía casi en la garganta. No había sido una pesadilla lo que lo sacó del sueño, sino un ruido seco, de motor. Un golpe contra algo duro. Luego otro. Y otro más. Después pasos, muchos pasos. Voces lejanas. Luego, nada. Un silencio espeso, que parecía contener la respiración del mundo.

Se incorporó a toda prisa, era el único en la sala. Se asomó por la ventana con fuerza, y lo vio todo. Tres vehículos alineados junto al portón de la entrada. Una media docena de hombres armados en fila. Uniformes sin insignias visibles, no las necesitaban. Llevaban armas en el cinturón, y los rostros cubiertos, mostrando esa autoridad que no pide permiso. No estaban ahí para hacer preguntas.

Sirius retrocedió instintivamente, con una punzada en el estómago. No entendía, pero algo iba mal. Algo estaba muy mal. Corrió hacia la puerta principal. Ya estaba abierta. James discutía con un hombre de cabello canoso, de ojos fríos y voz de hierro. Regulus observaba desde un rincón, pálido como un cadáver. Remus no estaba. Nadie gritaba, nadie se resistía, pero el miedo llenaba el ambiente como un gas invisible. Se notaba en los hombros tensos, en los labios apretados, en los ojos demasiado abiertos.

—Registro autorizado —dijo el canoso, mostrando un papel que nadie alcanzó a leer—. El fundo Potter está vinculado a una investigación en curso sobre actividades subversivas. Colaboren y esto terminará rápido.

—¿Qué? Pero esto debe ser un error… —empezó James, atónito.

—¿Qué está pasando aquí? —Sirius se plantó al lado de él, con el ceño fruncido.

No hubo respuesta. Solo movimiento. Entraron. Como una ola. Empujaron. Avanzaron sin mirarlos. Sirius alcanzó a agarrar a James para apartarlo, pero fue inútil. No estaban ahí por ellos. Sabían a dónde iban. Iban directo a la oficina del señor Potter. Él los siguió.

Sirius apenas podía pensar. ¿Qué buscaban? ¿Qué querían? ¿Esto era real? ¿Era una redada? ¿Un robo encubierto? ¿Un castigo? La puerta de la oficina se abrió de un golpe. Remus estaba adentro. Apenas alcanzó a girarse.

—¡¿Qué pasa?!

No le respondieron. Lo empujaron, lo tiraron al suelo. Le vaciaron los bolsillos, le quitaron los papeles, las hojas, todo. Documentos que Sirius no alcanzó a leer, pero que no tardaron en ser aplastados bajo las botas. Cuando intentó acercarse para ayudarlo, lo agarraron también. Lo empotraron contra la pared. La madera crujió con el golpe seco de su pecho. Le torcieron los brazos. No vio nada más.

Todo fue caos.

Gritos. Golpes. El sonido de cajones abriéndose a la fuerza. Libros cayendo. Sillas arrastradas. Vidrios rotos. James estaba en el suelo, inmovilizado, con una rodilla presionándole el cuello. Regulus, acorralado contra otro muro, siendo manoseado, mientras le revisaban hasta los calcetines. Los gritos de las empleadas retumbaban por la casa, agudos, desesperados. Pero nadie escuchaba.

Sirius intentaba moverse. No podía. Solo escuchaba.

—¡¿Qué hacías, pedazo de maricón?! —gritó uno.

—¡Nada! ¡Nada, se los juro! —Remus apenas alcanzaba a hablar entre los jadeos.

—¡Cállate!

Las patadas comenzaron. En las costillas. En el estómago. En las piernas. Sirius alcanzó a girar el rostro, lo vio. Remus estaba en el suelo, hecho un ovillo, recibiendo una golpiza brutal, sin razón, sin lógica. Sólo rabia.

—¡Pero qué mierda hacen! ¡Déjenlo! —gritó Sirius, desesperado.

Lo empujaron con fuerza contra la pared. Otra vez.

James seguía en el suelo. No se movía. El hombre que lo sujetaba ni lo miraba, sólo aplicaba fuerza. Regulus apenas podía mantenerse en pie. Tenía la camisa rota, la mirada perdida.

Y Sirius… Sirius no podía hacer nada.

No podía moverse. No podía ayudar. No podía gritar más. Escuchaba las cosas romperse. Escuchaba los insultos. Escuchaba los sollozos. Y lo único que sabía con certeza era que, en ese instante, no era nadie.

Sirius Black no era nadie.

Los dejaron sin palabras. Literalmente. No hubo advertencias. No hubo órdenes claras. No hubo preguntas. Solo golpes, gritos y destrucción. Como llegaron, se fueron. Quince minutos y ya no quedaba nadie. Solo el silencio.

Un quejido ahogado rompió la quietud.

—Remus… —susurró Sirius, volviendo en sí.

Corrió hacia él. Lo encontró en el suelo, temblando, con la espalda expuesta, toda la parte superior del cuerpo marcada por zonas rojas, hematomas que ya empezaban a oscurecerse. Le temblaban los brazos. Apenas podía incorporarse.

Sirius lo ayudó a sentarse, tratando de no hacerle daño. No dijo nada. ¿Qué iba a decir? Entonces James apareció, entrando corriendo, con el rostro desencajado, la voz descontrolada.

—¡¿Qué mierda fue eso?! —gritó—. ¡¿Qué buscaban?! ¡¿Qué querían?!

Nadie respondió. Nadie sabía.

Regulus apareció después, caminando lento, tambaleante. El rostro sucio, el pecho al descubierto. Sostenía la camisa hecha trizas contra el torso, apenas cubriéndose. Los ojos húmedos, la mandíbula tensa.

—Me… me manosearon entero —dijo en voz baja, con rabia contenida.

Entró a la oficina sin mirar a nadie. Como si no quisiera ser visto tampoco.

—¿Están bien? —preguntó Sirius, mirándolos a los tres. Su voz sonaba ronca, débil—. ¿Por qué solo a ustedes dos les hicieron eso?

James alzó la cabeza de golpe.

—¡Eso! ¿Por qué? ¡¿Por qué a ellos?! ¡¿Qué mierda estaban buscando en esta casa?!

—No lo sé… —murmuró Remus, con la mirada perdida.

—Supongo que yo por ser el amo de llaves —respondió Regulus desde el otro lado, sin levantar la vista—. No sé. No entiendo nada.

Sirius frunció el ceño, buscando sentido. Era absurdo. No había lógica. ¿Entonces por qué?

Remus no respondió. Estaba en otro lado. Sentado entre papeles rotos, libros tirados y muebles destruidos. Sus ojos no veían nada. No era momento para preguntas.

La oficina parecía haber sido arrasada por una bomba. Cajones abiertos, documentos por el suelo, muebles volcados. El pasillo hacia la entrada era una muestra clara de lo que había pasado: marcas en las paredes, manchas, huellas, desorden, pedazos de cosas que ya no servían. La puerta seguía abierta. El viento la empujaba con un chirrido que se colaba en los oídos como una aguja.

Los empleados comenzaban a llegar. Uno a uno, cruzaban el umbral y se detenían, paralizados. Con los ojos grandes, llenos de miedo, de preguntas sin respuesta. Nadie sabía qué decir. Nadie sabía por qué.

Sirius respiraba agitado. Caminaba de un lado a otro. Se pasó las manos por el rostro, por el cabello, como si pudiera arrancarse la desesperación. El corazón le palpitaba en la garganta, las manos le temblaban. No podía más.

—¿Por qué no’ ta pasando esto? —gruñó, casi sin voz—. Por la mierda…

Se quedó ahí, de pie, con la frente entre las manos.

Entre Sirius y Peter cargaron a Remus hasta el baño. No podían hacer mucho más, pero al menos un poco de agua caliente relajaría sus músculos golpeados. Lo dejaron con cuidado junto a la bañera.

Regulus, todavía pálido y descolocado, se encargó de calmar a James, que seguía siendo un nudo de rabia, dolor y confusión. No había que olvidarlo: sus padres estaban muertos. Y encima, acababan de vivir algo inhumano.

Remus se metió con dificultad en la bañera. El agua le arrancó un quejido sordo cuando tocó las costillas. Tenía el cuerpo a punto de romperse. Sirius miró a Peter.

—Déjenos solos.

Peter no dijo nada. Salió. Sirius se quedó un momento en silencio, observando el vapor subir.

—¿Puede dejar de mentir? —soltó de golpe.

Remus cerró los ojos.

—No es momento, Black.

Sirius se agachó frente a él. Le tomó el rostro con una mano y lo obligó a mirarlo.

—Lupin. Confíe en mí. Míreme bien. ¿Qué hacía en la oficina? ¿Por qué parecía que uste’ también buscaba algo? ¿Eso fue lo que desencadenó esto? ¿Eso fue lo que vieron? No entiendo na’, por la mierda. Nada.

Remus bajó la mirada. Respiró hondo. Estaba tragando las lágrimas como podía.

—Por favor, respóndame —insistió Sirius, con la voz quebrada—. No me trate como a un imbécil, se lo suplico. Acaban de matar a las únicas personas que me trataron como a un hijo. ¿Y ahora esto? ¿Más secretos? ¡Por la cresta!

Se llevó las manos al rostro, presionando los ojos. Jadeó.

—Black…

—Lupin… —Volvió a levantarle la cara—. Usted ya no me puede abandonar, ¿me escucha?

Remus lo miró, confundido.

—¿Qué está diciendo?

—Usted se queda aquí. En el fundo. Conmigo. Trabajando. No me deje con esto solo…

—Black, yo… me rompí el lomo por conseguir un empleo como profesor. Algo digno, algo mío. ¿Ahora va a jugar esta carta? ¿Después de todo?

—Sí, la voy a jugar. Se lo ruego —murmuró Sirius. Se acercó más. Estaban cara a cara, respirando el mismo aire cargado. Le tomó la mandíbula con firmeza—. Usted es el único que piensa con claridad. Si me deja ahora, me hundo. No puedo con todo esto, no solo. No puedo.

Remus lo miró fijo. Y en sus pupilas Black pudo verse reflejado, logró ver al chico que había crecido en esa casa, al adulto que ahora temblaba como niño.

—Está bien, lo prometo —dijo al fin.

Sirius bajó la mirada. Se apartó un poco. El silencio se estiró.

—No lo consiguieron —dijo de repente Remus.

—¿Qué?

—Lo que buscaban. No lo encontraron.

Sirius lo miró, desconcertado.

—¿Qué cosa?

—Una carta… Pero realmente no quiero hablar ahora. ¿Me deja solo?

Sirius no insistió. Se puso de pie sin decir nada y salió del baño. Cerró la puerta despacio. Se quedó parado ahí afuera, sin saber muy bien a dónde ir. Por un momento pensó en volver a su cabaña, tal vez tirarse un rato, dejar que el cerebro hiciera lo que quisiera… pero su mente no alcanzó a indagar bien en sus pensamientos cuando desde dentro del baño se escuchó un grito.

—¡Ni se le ocurra espiarme por la chapa!

Sirius retrocedió con los ojos entre sorprendidos y culpables, aunque esta vez no tenía nada que esconder. Se había olvidado por completo de aquella ocasión en la que lo pilló espiando a Regulus y James. Se alejó rápidamente del pasillo, fingiendo que no había pasado nada, y salió al exterior. Aunque ni se le había pasado por la mente hacer aquello. Necesitaba aire.

Desde el día anterior que no trabajaba. No se había acercado a los terrenos ni una sola vez, y no tenía idea de si alguien se había encargado de los animales. Pero algo en su interior le decía que sí. Los trabajadores eran constantes. La vida seguía, al parecer. Aunque no para ellos.

Había cosas que hacer, eso lo sabía. Reuniones, ventas, decisiones por tomar, facturas, terrenos, cuentas. Todo eso que antes hacían los Potter y que ahora, de pronto, estaba flotando en el aire, sin dueño. ¿Lo iba a hacer James? Ni en mil años. Pero él tampoco… Sirius nunca había tenido que lidiar con esas cosas. Sabía que existían, pero siempre a la distancia. Nunca fue su problema. Y ahora, de pronto, era de todos y de nadie. ¿Quién se hace cargo de una vida cuando los que la sostenían ya no están?

Se sentó en una banca del patio y encendió un cigarrillo. No era gran cosa, pero le daba algo que hacer con las manos. En momentos como ese, esperar era todo lo que podía hacer. Esperar que el caos bajara. Que James dejara de temblar por dentro. Que la casa volviera a respirar. Que el mundo no se fuera a la mierda de un día para otro. Que alguien —cualquiera— tomara una decisión. Él no era bueno para eso. Nunca lo fue.

Remus apareció al rato. Se sentó al lado sin decir nada. Sirius le ofreció un cigarro y él aceptó. Fumaron un rato en silencio.

—Todavía no pueo creer lo que está pasando —dijo de pronto Sirius, sin mirarlo—. Es como si estuviera esperando que aparezca el auto de lo’ Potter en la entra’… que tenga que ir a abrir el portón, como siempre. Que la ‘eñora Euphemia me apriete los cachetes y me meta algún regalo raro de la capital en el bolsillo. Que me deje la marca del ruch en la cara. Que el ‘eñor Fleamont me diga que lo hice bien, que cuidé el fundo como se esperaba. Es ridículo, pero todavía lo’ espero.

—Lo entiendo, Black… créame que lo entiendo.

—Es verdad, lo había olvidao . A uste’ se le murió su vieja.

La frase salió sin filtro, como una piedra que se lanza sin medir la fuerza. Remus solo asintió. Bajó la vista. Tal vez no era momento para esa conversación. Sirius lo supo de inmediato. Le dio la última calada al cigarro y lo tiró lejos.

—El auto —dijo Lupin, después de un momento.

—¿Disculpe?

—Ellos viajaban en auto. ¿No le parece raro que nadie haya encontrado el auto en todos estos días? Nada. Ni un rastro.

—¿Y si lo hicieron desaparecer también?

—No, no son tan hábiles. No son la gran cosa como para hacer algo así.

—¿Quiénes?

—¿Eh?

—¿Por qué tengo la sensación de que uste’ sabe quiéne’ fueron?

—No sea ridículo, Black —Remus soltó una risita tensa. No le salía muy creíble.

—Usted tiene más secretos que el Vaticano, Lupin…

—Lo siento si desconfía de mí.

—No es eso… —Sirius bajó la voz—. Pero…

Se quedó callado. No supo cómo seguir la frase, y al final, no lo hizo.

Como si fuera magia, algo lo vino a salvar. El motor de un auto se escuchó a lo lejos. Sirius alzó la vista, distrayéndose del silencio incómodo. De pronto visualizó el auto que entraba en el camino de tierra del fundo. Lo reconoció al instante: el auto de Lily Evans. Se levantó sin decir nada y fue a abrir el portón.

Se estacionó adentro, dejando una pequeña nube de polvo a su paso. Del asiento del piloto bajó Lily primero, luego al otro lado bajó Mary MacDonald, Marlene McKinnon… y por último, Severus Snape.

—¡Remus! —Lily fue directo a abrazarlo.

—Vaya, vaya, vaya… Severus Snape —comentó Sirius, apenas lo vio.

—No es momento para inmadureces, Black —le respondió Snape, sin molestarse en mirarlo del todo.

—No he dicho nada —replicó Sirius, alzando ambas cejas con inocencia fingida.

—Sirius —interrumpió Marlene, con una voz suave—. Mis condolencias.

Ella lo abrazó de inmediato, y sin pensarlo mucho le correspondió, aprentándola fuerte. Pero no llegó a contestarle nada, porque en ese preciso instante, Snape interrumpió el momento. Tenía un diario entre las manos, uno nuevo, uno de hoy.

—Tienen que mirar esto.

—Estábamos en casa de Mary las tres cuando Severus llegó corriendo a mostrarnos el diario… —dijo Lily.

—Por eso decidimos venir lo antes posible —continuó Marlene.

—Ve a la página 14 —le dijo Snape a Lupin, sin levantar mucho la voz.

Lupin agarró el diario y leyó con atención. Sus ojos se movieron rápido de un lado a otro. Cuando terminó, se lo pasó a Sirius en silencio.

 

“En horas de la madrugada del lunes, un matrimonio sin identificar falleció tras un accidente vehicular ocurrido en la Ruta 5 Sur, a la altura del ingreso norte a Santiago.

Según informaron fuentes oficiales, el vehículo en que se trasladaban perdió el control en una curva cerrada y terminó incendiado tras impactar contra una barrera de contención.

El siniestro ocurrió sin testigos presenciales y fue reportado por un conductor de carga que transitaba por la ruta el domingo pasadas las 4:00 a.m.

La autoridad confirmó que no existen indicios de participación de terceros. Personal especializado trabajó en el sitio para controlar las llamas y realizar el levantamiento correspondiente. Se descarta intervención criminal.

Los cuerpos fueron trasladados al Instituto Médico Legal. Se espera que familiares realicen los trámites pertinentes. No se entregarán más antecedentes por respeto a la privacidad de los deudos.”

Redacción central

Fuente: Carabineros de Chile / Fiscalía Metropolitana Norte”

 

Sirius cerró el diario sin decir nada por unos segundos. Se le notaba tenso, los nudillos blancos de sostener el papel con más fuerza de la necesaria. Luego levantó la mirada.

—Entren. —Ordenó con firmeza.

Los seis entraron a la casona en silencio. El ambiente era espeso, contenido. Nadie hablaba, pero todos sabían que aquello —esa nota del diario arrugado en la mano temblorosa de Sirius— era lo más cercano a una respuesta desde que todo había comenzado.

La esperanza era mínima, una hebra delgada en medio de tanto vacío, pero era suficiente. Suficiente para sostenerlos un momento más.

James comenzó a leer la nota. Lo hizo sin parpadear, con los labios apretados y los ojos brillantes. Las lágrimas le descendieron sin permiso, sin escándalo, sin sonido. Se dejó caer en el sitial principal con la mirada fija en el papel, volviendo una y otra vez a las mismas líneas, como si al releerlas algo fuese a cambiar.

Sirius se quedó de pie, todavía con la adrenalina mal digerida en el cuerpo. Apenas empezaba a poner en palabras lo que había vivido durante la redada. Hablaba entrecortado, retrocediendo, volviendo, desordenando el relato. Había tantas piezas, tantos detalles violentos e injustos, que no sabía por dónde empezar.

Marlene escuchaba con el rostro endurecido, apretando los puños, mientras Severus Snape —quien parecía un error de montaje en esa escena— permanecía en una esquina del salón, en absoluto silencio.

Sirius no podía evitar mirarlo de reojo. Nunca habría imaginado compartir una habitación con él sin estar a punto de escupirle una amenaza. Pero ahí estaba, atento, con el ceño fruncido y una especie de respeto discreto. Era insoportable admitirlo, pero el tipo también estaba afectado. Nadie que hubiese conocido a Euphemia y Fleamont Potter podía estar ajeno a su pérdida.

Cuando el relato se detuvo en una pausa natural, James pareció salir de su trance. Se frotó los ojos con violencia, como si quisiera arrancarse el dolor de raíz. Luego levantó la mirada y habló con una resolución que heló la sala.

—Tenemos que ir a Santiago. Urgente.

—Por supuesto, señorito.

—Ahora. —James miró a Sirius directamente. Sus ojos no eran los de siempre; tenían algo que dolía mirar.

—¿Ahora? Pero señorito… ¿No quiere esperar a mañana? Así estamos todos descansados… Acuérdese que hace poco vivimos algo violento, usted debe estar...

—¡No! —interrumpió James con una fuerza inesperada—. Tenemos que ir ahora. No quiero perder más tiempo, Sirius. Ni un segundo más.

Y Sirius no discutió. Porque, por primera vez en su vida, James Potter no parecía estar pidiendo algo. Estaba ordenándolo.

 

[···]

 

Esa misma tarde partirían rumbo a la capital. El viaje era inesperado, pero urgente. James llevaba horas encerrado en el baño, vomitando una y otra vez. Los nervios lo tenían completamente desbordado. Sirius lo escuchaba desde el pasillo, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.

Había un problema. Un detalle bastante serio.

James estaba demasiado afectado para conducir. Sirius, aunque confiado, no tenía licencia. Lily no podía acompañarlos. Y el único que sí podía… se negaba rotundamente.

Lo siguió a la cabaña.

—No pienso volver a ese lugar —dijo Remus, con una calma extraña, mientras alisaba por enésima vez las sábanas de su cama.

—Lupin…

—Ya tomé una decisión. Respéteme, por favor.

Hablaba sin mirarlo, concentrado en alinear las esquinas del cubrecama con una precisión casi obsesiva.

—Usted me prometió que…

—¡No es lo mismo! —saltó de golpe, girando hacia Sirius con los ojos encendidos.

—Lupin…

Remus salió de su habitación, se detuvo en la pequeña cocina, con un cigarro en la boca. Pero no hubo más insistencia. No hizo falta. Menos de una hora después, los tres estaban dentro del auto, listos para partir. Remus al volante, serio y en silencio. Sirius en el asiento del copiloto, girado hacia atrás para vigilar a James, que iba hundido en el asiento trasero, la frente pegada al vidrio, como si no pudiera sostener el peso de su propio cuerpo.

Regulus había rogado acompañarlos. Le suplicó a Sirius más de una vez, pero tenía que encargarse de la casona. Alguien tenía que hacerlo. Aunque sus súplicas fueron tan insistentes, tan tercas, que al llegar al portón, Sirius pareció dudar. Fue entonces que Remus murmuró algo que lo convenció del todo:

—Entre más, mejor.

Finalmente accedió y el chico subió corriendo al auto. Antes de seguir, Sirius bajó la ventanilla y gritó:

—¡Ey! Snape…

El aludido se acercó, con las manos en los bolsillos.

—¿Sí?

Sirius se aclaró la garganta.

—Gracias por… —le costaba decirlo—, por ya sabes.

—¿Por? —preguntó Snape con su tono habitual, entre fastidiado y superior.

—Por traernos esta noticia —dijo por fin Sirius, sin mirarlo a los ojos—. Dígale a las chicas que gracias por venir, que se sientan como en casa.

Snape asintió una sola vez.

—Lo haré, Black. Lo odio con el alma, lo sabe. Pero la ocasión lo amerita. Compañero.

Se estrecharon la mano brevemente. Un gesto incómodo, pero sincero.

El auto arrancó. A medida que avanzaban, la casona fue quedando atrás, cada vez más pequeña por el espejo retrovisor.

Nadie dijo nada durante un buen rato. Pero para Sirius, mientras el camino se abría frente a ellos, no pasó desapercibido: era la primera vez en años que salía de la zona. Y, aunque no lo admitiría en voz alta, también era la primera vez que pisaba la capital.

La situación era terrible, eso no cambiaba. Pero en el fondo del estómago, junto a la tensión y el miedo, una pizca de ansiedad por lo desconocido comenzaba a asomar.

Chapter 10: Sí, son ellos

Chapter Text

Santiago, centro de Chile, 1981.



Sirius se pasó el viaje mirando por la ventana, los campos que se extendían a ambos lados de la carretera eran tan verdes como siempre, pocas veces tenía la oportunidad de viajar y poder ver aquellos paisajes. La magia del sur se respiraba en cada rincón: pastizales infinitos, árboles nativos que bordeaban los caminos y ganado pastando libremente en parcelas abiertas. De vez en cuando, el auto cruzaba por pequeños pueblos, unos pequeños, otros más grandes, pero todos bastante parecidos, con sus casas de madera, techos de zinc y viejos letreros oxidados. 

El viaje era muy largo. Muy largo. Y ya era tarde, demasiado tarde. Era más que claro que llegarían a la capital de madrugada, y para entonces probablemente estarían aún más exhaustos que ahora. Llevaban dos horas en completo silencio, iban a la altura de Victoria, Sirius no aguantó más. El hambre empezaba a rugir en el estómago, como un animal enjaulado, que no había recibido nada más que una taza de café frío y un par de cigarrillos.

—Deberíamo’ parar en alguna picá que encontremo’ —dijo, mirando de reojo a Remus, que seguía concentrado en la ruta—. Todos tenemos hambre aquí. Y usted no debería manejar así de vacío…

—Tiene razón —admitió Remus, sonriendo con cansancio mientras pasaba el cambio—. Ya siento que se me baja el azúcar —agregó, fingiendo un leve temblor en la mano.

—Yo no quiero comer nada —murmuró James desde el asiento trasero, con la voz apagada.

—Tiene que comer. Va a necesitar fuerza pa’ todo lo que viene —replicó Sirius, sin darle opción.

Sin aportar nada más, Remus se desvió de la carretera principal para tomar una secundaria de la derecha, de esas pequeñas sin pavimentar que llevan a los pueblos pequeños. A unos pocos metros se notaban luces de un par de camiones y un auto antiguo y todo abollados estacionados junto a una gran casa de madera. Era una picada de camioneros, sin duda alguna. De esas que huelen a comida casera desde la entrada. Prometía bastante, aunque, la verdad, cualquier cosa sabe a gloria con el estómago vacío.

Lupin aparcó el auto de James junto al resto, era un auto bastante de lujo a comparación con el otro. Un Chevrolet Monte Carlo del 78, un regalo en el cumpleaños número 18 de James, uno de los tantos regalos increíbles que recibió esa vez. Era un auto hermoso, negro y muy elegante, como los que salían en las películas que solían ver los Potter. Sirius no sabía absolutamente nada de autos, pero había que ser un completo idiota como para no admitir que era uno bueno.

Los cuatro bajaron casi al mismo tiempo, estirando las piernas y brazos a más no poder, los asientos eran cómodos, sí, pero tomando en cuenta las horas de viaje y que literalmente ese mismo día habían vivido una emboscada inhumana restaba puntos significativos. Sirius se adelantó para preguntar si aún estaban atendiendo. Al rato, todos entraron y se acomodaron en una mesa para cuatro al lado de una ventana que daba a la carretera.

Ordenaron sin pensarlo mucho, leyeron a la rápida el menú del día que estaba escrito en una pizarra de tiza y llamaron a la señora que atendía. Remus ordenó un plato de carne a la olla con puré rústico. Regulus se fue por un buen plato de porotos con longaniza. Sirius pidió una cazuela —bien caldúa, dijo—, y obligó a James a pedir lo mismo que él, ante su persistente insistencia de no querer comer nada. Una sopa caliente no le haría mal, todo lo contrario. Necesitaba comer a pesar de que su cuerpo lo rechazara.

Cuando la comida ya estuvo servida en la mesa, el silencio fue reemplazado inmediatamente por el sonido de las cucharas y tenedores golpeando los platos. Comieron con tantas ganas y con una desesperación única, como si no hubieran probado algún bocado en años. Ahora que estaban más relajados, el hambre se había hecho presente, y se notaba. Incluso James se dignó a comer casi todo el plato, el apetito era más grande que la angustia en esos momentos.

—¡Ah, miérchica!   Puta que estaba wena la comía , pariente —exclamó el huaso bruto, tocándose la panza con las manos sucias.

—Dios mío, Sirius… —lo miró Regulus con desaprobación, extendiéndole una servilleta—. Límpiese.

—Gracia’. —respondió Sirius con una sonrisa desfachatada.

Una vez que los cuatro estuvieron dentro del auto, con el estómago lleno —“bien comíos”, como decía Sirius—, retomaron el viaje rumbo a la capital con un ánimo bastante mejor que el del inicio. La comida había hecho su efecto: estaban más tranquilos, menos irritables, y por un rato incluso lograron bromear entre ellos, aunque fuera con desgano.

A la altura de Talca hicieron una parada rápida para tomar café. El frío se sentía más intenso y Remus necesitaba mantenerse despierto al volante. El local era pequeño, con luces amarillentas y olor a pan tostado. No se quedaron mucho tiempo, lo justo para estirar las piernas, entrar en calor y volver a la ruta.

Ya de madrugada, Santiago les respiraba en la nuca. Cuando llegaron a la altura de Rancagua, el ambiente dentro del auto cambió por completo. El silencio se instaló sin necesidad de que nadie lo pidiera. Todos comenzaron a ponerse nerviosos. Solo quedaba una hora para llegar, una hora para enfrentar la realidad y cerrar, por fin, ese largo y agotador viaje que había sido incómodo desde el principio.

Regulus sacó un mapa de Santiago que le pertenecía al señor Potter, uno bien sencillo con cosas esenciales. Apuntó en él un par de hostales donde podrían quedarse a dormir. Había acompañado en varias ocasiones a los patrones a la capital, por lo que conocía bien ciertas zonas que frecuentaban. Remus, por otra parte, no parecía del todo convencido. Mientras los chicos discutían opciones, él permaneció en silencio. Su único aporte era asentir de vez en cuando, como por compromiso, pero no parecía estar realmente allí. Aunque todo el mundo sabía y esperaba la llegada de James a la capital tras aquella noticia del diario, era bastante obvio que no correría ningún tipo de peligro —eso era lo que todos pensaban—. Pero Remus, en cambio, tenía sus propias razones para preocuparse. Y aunque no lo decía en voz alta, Sirius notaba esa tensión.

Desde hace bastante rato que no decía una sola palabra, no respondía a los comentarios, ni lanzaba sus típicas ironías. Manejaba con los hombros tensos, la mirada fija en la ruta, y los nudillos blancos de tanto apretar el volante. Sirius no entendía del todo qué lo tenía así, pero sí sabía que algo lo estaba persiguiendo. Desde mitad del trayecto se lo notaba incómodo, como si esperara que algo —o alguien— apareciera en cualquier momento.

—¡Remus! —gritó Regulus desde el asiento trasero—. ¿Me está escuchando?

—¿Ah? Sí, claro... perdón, ¿puede repetirlo?

—Decía que deberíamos quedarnos en algún lugar cerca de esta zona, para estar a pocos minutos de donde tenemos que ir —respondió, mientras señalaba un punto en el mapa que llevaba en las piernas—. Este hostal me parece adecuado, es cómodo y el precio es razonabl-

—¡Mierda! —interrumpió Sirius de golpe, dando un grito que hizo que Remus se sobresaltara y desviara el auto un poco hacia el carril contrario.

—¡Black! ¡No grite así! —le reclamó Remus, con el corazón todavía acelerado—. Casi me da un infarto, hombre.

—Perdón, en serio. Pero ahora que hablamos de precios... ¿cómo vamo’ a pagar to’ eso?

—¿No trajo nada de efectivo? —Regulus se llevó la mano a la cara, frustrado.

—No. Esto fue to’ muy repentino, y lo poco que tenía lo eché en el estanque del auto...

Tras un segundo de silencio, los tres se voltearon a ver a James, buscando algún tipo de salvación. Él, sin decir una sola palabra, se limitó a darle unos golpecitos a los bolsillos de su chaqueta, dejando claro que tenía dinero encima. No hizo más. James estaba mucho más callado que unas horas atrás, más serio, casi distante. Pero nadie quiso preguntarle nada, lo respetaban.

A lo lejos, finalmente el cartel de “Bienvenidos a Santiago” apareció, iluminado levemente por las luces del auto. Fue una bienvenida algo amarga, pero bienvenida al fin y al cabo.

Sirius, por su parte, parecía haber olvidado completamente el motivo del viaje. Pegado a la ventana como un niño en su primer paseo, miraba las luces de la ciudad con la boca entreabierta. A esa hora, casi no había movimiento, pero aun así todo parecía mágico: las calles húmedas, los postes encendidos, los anuncios parpadeando a lo lejos. Para alguien que llevaba casi seis años viviendo en el campo, saliendo apenas al pueblo vecino de vez en cuando, aquello era otro mundo. También tomando en cuenta su dura infancia, en un pueblo de mierda que se lo conocía de pies a cabeza.

Remus, cansado pero enfocado, siguió las indicaciones de Regulus hasta el hostal marcado en el mapa. Eran cerca de las cuatro de la madrugada, y todos estaban agotados. Apenas estacionaron, Sirius fue el primero en bajarse y acercarse a la recepción. Fue recibido por una mujer de rostro seco y expresión que, para él, se parecía bastante a una lagartija.

—Sólo nos quedan habitaciones con cama matrimonial —dijo ella sin levantar la vista del libro de registro.

—Mierda... —murmuró Sirius, llevándose una mano a la nuca.

Se quedó unos segundos en silencio, mirando hacia la puerta, pensando si valía la pena buscar otro lugar a esa hora. Pero el cansancio ganó. No iba a soportar volver al auto y empezar de nuevo. Se giró y le hizo una seña a James para que se acercara a pagar, y luego regresó junto a Remus y Regulus.

—Sólo quedan habitaciones con camas matrimoniales —anunció, resignado.

—Perfecto, vámonos —dijo Remus sin siquiera dudarlo, dándose media vuelta hacia la entrada.

—James ya está pagando... —añadió Sirius en voz baja, como si no tuviera energías para más discusiones.

Los cuatro estaban ahora frente a un dilema silencioso: ¿quién dormía con quién? Sirius tenía claro que quería dormir con James. Era su mejor amigo, le tenía confianza, y ya habían compartido cama muchas veces antes. Pero solo imaginar a Regulus y Remus compartiendo una misma cama… no. Ni en sus pesadillas. Aunque también pensó que no sería tan malo dormir con Regulus. Al fin y al cabo, era su hermano, y James y Remus también se llevaban bien, eran amigos. Estaba por proponer la idea cuando James habló antes:

—Yo puedo dormir con Reg.

Nadie dijo nada. Todos aceptaron su destino sin chistar. Era lo mejor, ¿para qué discutir por una simple noche?

Cerró la puerta con el pestillo y se dejó caer sobre la cama. Hacía frío, aunque no tanto como en el sur. Aun así, esa neblina madrugadora se sentía en los huesos. Llevaba ya harto tiempo compartiendo techo con Lupin, pero dormir en la misma cama… eso ya era otro nivel. Nunca se le había pasado por la cabeza.

Se volteó a mirarlo. Lo pilló de espaldas, sacándose los vaqueros. Sirius, con disimulo, lo observó en silencio, lo analizó. Remus se agachó de manera lenta, con calma, y notó como sus calzoncillos se tensaban mientras se sacaba los calcetines, se podía ver su pequeño…

“¡No!, Sirius, basta. ¿Qué chucha estás pensando?”.

Se levantó de golpe, murmurando un garabato, y empezó a quitarse la ropa también. Al rato, ambos estaban acostados, cada uno pegado a su lado de la cama, tan lejos como el colchón lo permitía. Ninguno parecía querer acercarse ni por error. Sirius se acomodó, tratando de relajarse, pero ahora que podía dormir… el sueño se le había esfumado. Por completo.

Y al parecer, a Lupin le pasaba lo mismo.

—Estoy rendido, pero no puedo cerrar los ojos —dijo en voz baja, mirando al techo—. Supongo que es por esa angustia… de no saber qué nos espera mañana.

—Debe ser eso, sí. Pero deberíamos dormir, sobre todo uste’, que manejó tanto rato.

Hubo un silencio largo. Apenas se escuchaban unos autos a lo lejos.

—No sé si debería acompañarlos mañana, ¿sabe? Tal vez lo mejor es que vayan ustedes tres.

Sirius giró la cabeza para mirarlo con el ceño fruncido.

—Yo tampoco quiero ir, pa’ qué le voy a mentir. Llámeme cobarde si quiere, pero no me da la gana de estar con James en ese momento. No quiero verlo. No quiero verlos. Sería una imagen pa’ nunca olvidar. Ademá’, con Regulus tiene compañía suficiente.

—No, usted no lo entiende, Black.

—¿Y qué no entiendo, ah? ¿Que quiere separarse de mí pa’ ir a hacerse el misterioso otra vez? ¿Eso e’? Uste’ ni quería venir pa’ la capital, ¿y ahora se le ocurre cambiar de opinión? Usted vino aquí pa’ acompañarnos en esta tragedia de mierda. Me parece bien feo que justo ahora desaparezca pa’ arreglar sus asuntitos personales, Lupin.

—¿Asuntos personales? —replicó él, sentándose en la cama—. Usted no sabe de lo que está hablando.

—¡¡CLARO QUE SÉ!!

El grito le salió seco, violento, cortante. Tan repentino que Lupin se sobresaltó, tensando la mandíbula. Ahora los dos estaban sentados en la cama, frente a frente, con la mirada clavada el uno en el otro. Sirius tenía la respiración agitada.

—¿Uste’ cree que soy imbécil? —continuó con la voz rota—. Cree que soy un huaso bruto que no cacha ni una wea de política, ¿no? Que por no terminar mis estudios no tengo derecho a pensar. Que no entiendo lo que pasa a mi alrededor.

—Black, yo jamás siquiera he dicho algo así…

—¡Pero lo piensa! Yo lo sé. No soy imbécil. —Se inclinó hacia él, quedando peligrosamente cerca—. Yo sé por qué los mataron. Lo sé perfectamente. También sé por qué uste’ recibió la noticia antes que nadie, por qué anda siempre tan callado, tan escondido. Por qué volvió tan de golpe desde la capital, arrancando como alma que lleva el diablo. Los Potter le dieron un hogar pa’ que se refugiara, ¿cierto? ¡Yo lo sé, Lupin! ¡Yo lo sé! No soy imbécil…

En ese momento, Sirius ya estaba prácticamente encima de él. Una cercanía extraña, tensa, como si lo fuera a empujar o besar, y él mismo no supiera cuál de las dos elegir. Pero se contuvo. Retrocedió. Se pasó las manos por la cara con desesperación, frotándosela fuerte, y soltó un suspiro largo, pesado, como si estuviera cargando más que sólo el cansancio.

—Deberíamos dormir.

La frase cerró la conversación como una piedra cayendo al fondo de un pozo. Ambos volvieron a sus posiciones, cada uno al borde de la cama, dándose la espalda, fingiendo que el silencio era cómodo. Sirius se quedó quieto un rato, sintiendo cómo el calor de la discusión todavía le vibraba bajo la piel. Pero el cansancio terminó ganándole. El sueño volvió de golpe y, sin mayor esfuerzo, se hundió en la oscuridad.

Lo despertó un golpe seco y fuerte en la puerta. Un segundo después, la realidad le cayó encima como un balde de agua fría: tenían que entregar la habitación antes del mediodía. Se incorporó de golpe, todavía desorientado, y miró el reloj de Remus. Las 11:58.

—Mierda.

Despertó a Remus de un golpe, y en menos de un minuto ambos ya estaban de pie, vestidos a la rápida y aseados de forma sencilla. Recogieron sus cosas como pudieron y salieron a máxima velocidad. Afuera, los otros dos ya los estaban esperando junto al auto de James. El sol brillaba con timidez, como si también estuviera recién levantándose.

Se saludaron sin muchas palabras. James parecía estar de mejor ánimo que el día anterior, y hasta Regulus se veía más relajado, con una expresión casi… ¿amable? Algo que en él era tan poco frecuente que Sirius prefirió no pensar demasiado en eso. Mejor no hacerse preguntas.

—Lo necesito, Lupin —dijo James de pronto.

—Dígame.

—Usted es el más inteligente después de mí… eso creo.

—¿Disculpe? —interrumpieron los Black al mismo tiempo.

James los ignoró.

—Quiero que se encargue del tema del traslado, junto con Regulus. Dejé un sobre con dinero en la guantera, debería alcanzar para contratar una buena funeraria que acepte llevar los cuerpos… —hizo una pausa, tragando saliva— hasta nuestra casa en el sur. Mis padres se criaron en Santiago pero sé que jamás me perdonarían si no descansan en la tranquilidad de sus tierras.

—¿No prefiere que yo acompañe al joven Lupin, señorito? —preguntó Sirius, en tono serio.

—No. Quiero que usted me acompañe a reconocer los cuerpos.

Sirius sintió que el estómago se le apretaba. Era lo último que quería hacer. Pero ¿quién más si no él? Después de tantos días de incertidumbre, de no entender nada, de sentirse como un barco a la deriva… esto, de alguna forma, era el principio del final. O al menos, eso quería creer.

Cuando llegaron al Instituto Médico Legal, los dos se bajaron en silencio. El aire tenía ese olor estéril y metálico que uno ya asocia con la muerte incluso antes de siquiera acercarse al edificio. Apenas cerraron la puerta del coche, Remus arrancó, dejándolos solos frente al lugar antiguo.

Avanzaron sin decir palabra. Había varias personas haciendo fila afuera, esperando su turno para entrar. Algunas con caras largas, otras con los ojos rojos, y unas cuantas simplemente con esa expresión de resignación. Pero James no era de hacer fila. En un acto impulsivo —o arrogante, según se mire— se fue directo a la puerta, sin mirar a nadie. Sirius lo siguió con la cabeza gacha, sin cuestionarlo. A veces era mejor simplemente seguirle el paso.

—Buenas tardes, vengo a… —James soltó un suspiro, intentando mantener la compostura—. A identificar los cuerpos de mis padres.

La mujer tras el mostrador ni siquiera levantó la vista.

—Tiene que hacer la fila. ¿Ve a la gente afuera? Todos están esperando, igual que usted.

James apretó los dientes.

—Sí, lo sé. —Miró de reojo a Sirius, buscando algo de paciencia, y volvió a la recepcionista—. Soy James Potter. Vengo a ver a-

—La fila —repitió la mujer, tajante, sin darle oportunidad de terminar.

No hubo más que decir. James exhaló con fuerza, frustrado, y salió sin protestar. Se colocó al final de la fila con los brazos cruzados, su mirada clavada en el suelo. Sirius, en cambio, se posicionó frente a él con una leve sonrisa, casi divertida. Por una vez, parecía que el gran apellido Potter no abría todas las puertas.

Pero la satisfacción le duró poco.

Apenas cinco minutos después, un hombre de bata blanca se asomó a la puerta principal, escaneando a la multitud con la mirada.

—¿Familia de los señores Potter?

Ambos se giraron de inmediato. James dio un paso al frente sin dudar, Sirius tras él. Caminaron rápido, casi corriendo, como si temieran que la oportunidad pudiera desvanecerse si no se apuraban.

Dentro, el protocolo fue tan impersonal como doloroso. Le entregaron unos papeles a James para firmar, y a Sirius le hicieron completar una declaración de visita. “Un registro”, explicó el hombre que los guiaba, sin mucha emoción.

Sirius firmó en silencio, con la mano un poco temblorosa. Luego los condujeron por un pasillo largo hacia el fondo del viejo edificio. El aire se volvió más denso conforme avanzaban. El frío allí era diferente, no solo físico, sino profundo, como si viniera desde dentro de los muros. Sirius empezó a sentir un escalofrío constante en la espalda, uno que no desaparecía por más que se encogiera dentro del abrigo.

No era solo el clima. Era ese tipo de frío que te recuerda que estás rodeado de muerte.

Un hombre los esperaba frente a una puerta de acero sin ventanas. No los saludó, no preguntó sus nombres. Apenas alzó la mirada para observarlos, fugaz, como si fueran parte de su rutina. Luego empujó la puerta con fuerza. Adentro, la sala estaba dividida por un cristal.

—Solo unos segundos —dijo el hombre, con voz plana—. Esperen aquí. Podrán verlos a través del ventanal.

Ese olor poco habitual fue lo primero que lo golpeó. Una mezcla de desinfectante, muchos químicos, metal y algo más difícil de describir. No era sangre, era… ausencia, como si todo lo vivo hubiera sido arrancado de ese lugar. Había una luz blanca, sumamente intensa que cubría todo sin dejar siquiera una sombra visible. Sirius tuvo que hacer un verdadero esfuerzo en no quedar ciego ante esa potencia, como si aquella luz lograra quitar la poca humanidad de la sala. Y en el centro, dos camillas. Dos figuras bajo sábanas blancas…

El técnico se acercó con la misma neutralidad que tendría al mostrar un mueble dañado. Descubrió uno de los cuerpos, dejando solo el rostro visible. Sirius contuvo la respiración. Ni siquiera se dio cuenta. Fue un reflejo automático. Miró un segundo... y desvió la vista. Sentía el frío subirle por la columna, expandiéndose como un veneno lento.

—¿La reconoce? —preguntó el funcionario, sin apartar la vista del cadáver.

—Sí —respondió James, la voz apagada—. Es mi madre.

El segundo cuerpo fue revelado. Fue igual de breve. Igual de brutal. Sirius no volvió a mirar. James tampoco necesitó más tiempo. Eran ellos. Eso bastaba.

Y aunque la escena era desgarradora, había algo en la certeza que resultaba... tranquilizador. Había un cuerpo. Había una despedida posible. No se trataba de una historia inconclusa. No tendrían que vivir con la idea de que estaban perdidos, desaparecidos, devorados por el mundo. Estaban ahí.

Después vinieron los trámites.

Más papeles. Firmas. El acta de defunción oficial. El bolígrafo se deslizaba entre los dedos de Black, inseguro, como si le costara escribir su propio nombre. ¿Era suyo? ¿Era real todo esto?

El funcionario agradeció. Sin emoción. Sin mirarlos siquiera. Luego preguntó si deseaban que los cuerpos fueran entregados directamente a una funeraria. James no respondió. Sirius asintió por él.

—Sí. Ya estamos en eso.

Eso fue todo. Un trámite. Quince minutos para cerrar una vida entera. Quince minutos y un viaje de siete horas se reducían a eso. A nada, y a todo. Sirius tomó a James por el brazo con fuerza y lo arrastró fuera de allí.

—Necesito ir al baño —murmuró Potter.

Pero no llegó a tiempo. Apenas cruzó la puerta, se dobló sobre sí mismo y vomitó. Sirius se quedó a su lado, en silencio. No dijo nada. No intentó consolarlo. Ni siquiera lo miró. Solo se mantuvo firme, como si su cuerpo sirviera para contener al de James, sostenerlo en esa fractura. En eso era bueno. En resistir.

Salieron luego a tomar aire. Lo necesitaban. Ahora solo quedaba esperar a Remus y Regulus. No tardaron demasiado. Una vez cerrado el asunto del traslado, ya era bastante tarde. El hambre volvió a aparecer, como lo había hecho en los días anteriores. Como parte del ciclo.

Problemas. Resoluciones. Hambre. Problemas. Resoluciones. Hambre. ¿Eso era la vida? ¿Un patrón sin pausa que uno simplemente aprendía a aceptar?

Sirius no tenía respuestas. Solo un extraño frío. Y una desgastada sensación de haber sobrevivido, otra vez.

Comieron en un lugar cercano a donde estaban, algo liviano. Sirius no tenía mucho apetito; cuando le trajeron el plato, el hambre se le fue de golpe, como por arte de magia. Se quedó mirando la comida sin ganas, su cabeza dando vueltas con lo que había pasado hacía solo minutos. Todo ese desfile de trámites, ese olor a muerte. Su estómago no tenía espacio para nada más. Dejó el plato casi lleno.

Estaban afuera, apoyados contra el auto, pensando en qué mierda había que hacer ahora. Los chicos aprovecharon de fumarse un cigarro. Regulus, en cambio, se quedó un poco alejado, con esa cara de asco que ponía cada vez que olía el tabaco.

—Hoy vamos a dormir en un hotel —habló James, rompiendo el silencio—. Nos lo merecemos. Busquen algo bueno en el centro, uno de los mejores. Quiero una habitación decente, algo que tenga un bar, no sé. Necesito beber algo.

—Pero, señorito —murmuró Sirius—, ¿no cree que beber en momentos como este no es buena idea?

—Primero que nada, no me vuelva a decir "señorito" ni nada de eso —saltó James, con un tono que no era nada común en él—. Le recuerdo que ahora yo soy el patrón de todo, ¿no? Así que deje de tratarme como a un niño de mierda. Y segundo, es mi dinero. Yo veo en qué gastarlo.

Sirius se quedó callado, un poco sorprendido por la brusquedad de James. No era el único; Remus y Regulus también quedaron paralizados un segundo. Pero la verdad era que James tenía razón. Era el patrón. Su jefe. Sirius asintió, apenas moviendo la cabeza. Dio la última calada al cigarro y lo tiró lejos.

James y Regulus se subieron al auto para buscar en el mapa un buen hotel. Remus se acercó a Sirius, con ese gesto preocupado que siempre tenía.

—No sé si esto es una buena idea —dijo Remus.

—¿A qué se refiere, compadre?

—Yo no debería estar aquí —murmuró, con la voz apenas un susurro—. Y quedarnos en el centro de la ciudad… no sé, me da mala espina.

—No sea maricón, Lupin. ¿Qué le va a pasar, ah? —dijo Sirius, dándole un apretón amistoso en el brazo—. Póngase un gorro y pasa piola, además que yo lo protejo de cualquier wea.

—Muy amable de su parte, Black. Pero…

—¿Pero qué?

—Nada… —dijo Remus, con una sonrisa débil—. Deberíamos subir al auto. James… bueno, el patrón parece que anda de malas hoy. Mejor que subamos antes de que nos eche a todos.

Sirius soltó una carcajada tonta, pero por dentro no podía dejar de pensar en ese "pero".

“¿Pero qué, Lupin? ¿Hasta cuándo va a hacerse el misterioso conmigo? Si mis sospechas son ciertas, aunque ya todo el asunto parece obvio… debería confiar en mí. Yo lo protegería hasta morir. Como a toda mi gente, claro. No se sienta tan especial.”

—¡Black, ¿se va a subir o va a seguir pajareando?! —lo interrumpió la voz de James desde atrás.

—Chucha, perdón, patroncito. Ya voy.

Chapter 11: Pensamientos inmorales

Chapter Text

Santiago, centro de Chile, 1981.

 

Los planes de James para emborracharse no fueron detenidos por ninguno de los tres muchachos. En realidad, ni siquiera lo intentaron. Y cuando menos se lo esperaban, los cuatro estaban sentados en el bar del lujoso hotel, compartiendo copas como si aquello fuera una celebración en vez de una tragedia reciente. Al parecer, era la única forma en la que el nuevo patrón podía relajarse, y Sirius, fiel a su papel autoimpuesto de cuidador, no le vio nada de malo a compartir una noche más amistosa que solemne. Claro, siempre con el ojo atento para evitar que James se pasara de copas… aunque, curiosamente, el que se estaba pasando era otro.

Remus Lupin.

Estaba tan nervioso como Sirius había imaginado. Le había prestado su sombrero apenas cruzaron el umbral del hotel, y desde entonces no se lo había quitado ni para rascarse la cabeza. Parecía que los nervios le estaban jugando una mala pasada, sobre todo combinados con el alcohol. Después del primer vaso, la expresión de Lupin había cambiado. Se notaba. Tenía ese brillo en los ojos que solo aparecía cuando uno empezaba a perder la batalla contra el trago. Y pasada una hora, ya estaba visiblemente borracho.

Eran casi las dos de la mañana cuando Regulus, con mucha paciencia y una cuota de fuerza, consiguió llevar al patrón hasta su cama. Fue casi un espectáculo digno de aplausos lograr que James aceptara acostarse. Por poco no echó a todos y los dejó cesantes. Sirius pensó que esto probablemente se volvería costumbre: el patrón enojándose por cualquier cosa, gritando que lo dejaran en paz, y luego olvidando el asunto al día siguiente. No era raro. James siempre había tenido esa mezcla de arrogancia y terquedad que lo hacía insoportable en ciertos momentos, pero era evidente que jamás llegaría al punto de hacer algo verdaderamente estúpido. Esperaba que no.

Remus se notaba con sueño, los párpados pesados y el equilibrio tambaleante, pero Sirius no tenía planes de dejarlo ir todavía. No esa noche.

—¿Algo caliente, Lupin? —ofreció con el tono más amable que pudo, mientras se terminaba su whisky a las rocas.

—Muchas gracias, Black, pero… —Remus arrastraba un poco las palabras, como si el alcohol se le hubiese pegado a la lengua—… creo que debería ir a la cama.

—¿Tan temprano? —Sirius lo detuvo con suavidad, tomándole la muñeca antes de que pudiera ponerse de pie—. Quería conversar un ratito con uste’. ¿Me ‘a rechazar?

—¿No podría ser mañana, Black? Se lo juro, estoy realmente cansado y no creo estar en condiciones para… para... conversar.

—Hm. —Sirius alzó una mano y pidió dos cafés al camarero—. Por eso mismito quiero conversar con uste’, compadre. Ta pa’l gato, y los curao’ no mienten dicen…

—¿A qué se refiere? —preguntó Remus, aún con voz pastosa.

Cuando las pequeñas tazas humeantes llegaron a la mesa, Sirius se enderezó en su asiento. No perdió tiempo en rodeos. No era una conversación cualquiera, no era una simple charla para matar la noche. Era su último recurso.

Había insistido demasiadas veces. Había sido paciente, incluso amable, pero la paciencia no era infinita. Si quería respuestas, tendría que arrancarlas, aunque fuera con alcohol de por medio.

—¿Quién es uste’, Remus Lupin? —preguntó de forma directa, sin titubear, acariciando la taza caliente con ambas manos como si el calor le diera el valor para decir lo que seguía—. Y no me refiero a su vida ni na’. Quiero saber qué hizo. ¿Por qué tuvo que escapar de la capital como si lo viniera soplando el puro diablo? ¿Se metió en leseras políticas? ¿Huyó de alguien? ¿Qué mierda pasó, ah?

El tono no era agresivo, pero sí seco.

—Necesito que me diga la pura y santa verdad, ¿me oyó? No se me va a parar de esta mesa sin soltar todo, clarito como el agua. Yo soy capaz de hacer lo que sea por cuidar a mi patrón, ¿me entiende? Y usted… usted es un enigma. Un tipo raro, siempre mirando pa' todos laos, siempre midiendo cada palabra. Demasiado sospechoso. Pero si me dice la verdad… capaz que la cosa cambie. Capaz que hasta le eche una mano, mire.

Y le sonrió. Una sonrisa tranquila, casi amable. Como si no acabara de lanzar una amenaza camuflada en café y cortesía. Remus lo miró unos segundos, inmóvil. Tal vez no se esperaba ese golpe tan directo. Quizá pensó que todavía le quedaban unos días de respiro antes de enfrentarse a eso.

Pero no protestó.

Tomó un largo sorbo del café, como si con eso pudiera templarse, o empujar las palabras que venían atascadas en la garganta. Luego lo dejó con cuidado a un lado, exhaló con lentitud, y se preparó para hablar.

—Sí, es verdad. Tiene toda la razón —dijo Remus, bajando la mirada—. Y todas esas cosas que me dijo en el hostal la otra noche… también son ciertas. Mire… yo no hice nada malo, se lo juro. Pero sí, me metí en la boca del lobo. Y temo por mi vida, Black. Por eso escapé, como un cobarde, a la casa de los Potter.

Respiró hondo, como si confesarse le exigiera un esfuerzo físico.

—Ellos me abrieron las puertas. No planeaba quedarme en su casa. Mi idea era estar tranquilo en el pueblo, pasar desapercibido… pero las cosas se salieron de control. Y ahora, me arrepiento tanto. Siento que… que yo los maté, Black. De verdad lo siento. Y yo estaba ahí, el día de la redada. Me vieron. Saben que sigo en este lugar. Pensé que iban a venir por mí, pensé que me iban a secuestrar.

—¿Por eso la paliza? —preguntó Sirius, sin mover un músculo.

—Sí. Supongo. Digo… ¡no lo sé! —exclamó Remus, atrapado entre la culpa y el miedo—. Le prometo que nunca quise meter a su familia en nada. No era mi intención generar problemas. Si quiere que me vaya… lo voy a entender.

—¿Dejar que se ‘aya y que lo agarren como carnada fácil? —Sirius negó con la cabeza, con firmeza—. No, gracia’. No podría con esa culpa encima.

Se inclinó hacia él, con la mirada seria, clavada en los ojos del otro.

—Pero prométame una cosa, Lupin. Que no ‘a volver a dudar de mí. Yo de verdad quiero ayudarlo… pero sin la verdad de su parte… me cuesta, ¿sabe? Me cuesta harto.

Hubo un silencio enorme, un tanto incómodo, pero que servía para asentar las palabras que acababa de decir. Y finalmente cuando el otro se dignó a hablar, Sirius comprendió todo, al fin, la verdad completa. O por lo menos lo suficiente.

Remus había estado involucrado en algo más grande de lo que cualquiera imaginaba. Se había metido con gente peligrosa, muy peligrosa. Y aunque él no hubiera cometido ningún crimen, su presencia era una amenaza en sí misma. Había sido parte de un movimiento buscado, cuestionado, silenciado. Uno de los cabecillas, incluso. Y habían ido a buscarlo. Le dieron donde más dolía: su madre. Su raíz. Su refugio.

Ahora estaba ahí, en Santiago. No como un revolucionario, ni como un fugitivo altanero. Sino como un muchacho acorralado, temblando de miedo.

Un pobre muchacho.

Pobre, y muy guapo, pensó Sirius, sin poder evitarlo.

Sirius no pudo dormir bien esa noche. Tomando en cuenta que al llegar a su habitación y encontrarse con el hecho de que era todo tan blanco y limpio… y él se sentía tan sucio. Una especie de culpa le vino encima. Abrió la cama y las sábanas llegaban a quemarle los ojos con la luz de la lámpara. Sirius no se había bañado desde hace días y tan solo imaginar su cuerpo rozando esa blancura espectral le daba mucha vergüenza. Así que el huaso tímido no encontró nada mejor que dormir en el piso. Sí, tal cual. James le había pagado una habitación individual para que durmiera bien antes del viaje, pero sus pensamientos… le jugaron en contra. Era tan humilde que no quiso ensuciar algo que por protocolo siempre había que lavar.

Cuando estaba en el suelo, incómodo pero satisfecho, su mente daba vueltas tratando de procesar la información recién recolectada. Vaya, el joven Lupin sí que era todo un loquillo, pensó con cierta burla. Lupin... ¿Por qué ahora sentía esa necesidad absurda de protegerlo? Después de todo, era su amigo, ¿no? Porque todos esos pensamientos pícaros y hormonales solo eran tonterías. Malas pasadas que jugaba la soledad. Nada serio.

Y entonces, sin querer, recordó aquella mañana en la que se había masturbado viéndolo cabalgar. El recuerdo lo golpeó fuerte, nítido, crudo, como una bofetada helada. Esa escena mental le generó un escalofrío incómodo.

¿Acaso él…? No. Solo era una confusión tonta, causada por el encierro, la tensión, el duelo.

“Piensa en Marlene, weón… ¡Y ya duérmete!”

Sólo durmió un par de horas. Y apenas los primeros rayos de sol comenzaron a deslizarse sobre la cordillera de los Andes, Sirius se levantó. No sabía a dónde iba exactamente, pero su cuerpo, como si tuviera memoria propia, lo llevó directo a la habitación de Remus. Alzó la mano para tocar la puerta, pero esta se abrió justo antes.

Dos jóvenes se miraron de frente, congelados por un instante. Uno con expresión confundida. El otro, claramente asustado.

—¿Black?

—¿Lupin?... ¿Qué hace a esta’ horas? Y… vestido. ¿Va a salir?

—Necesito visitar a alguien antes de que nos vayamos. No puedo irme sin saldar mis asuntos pendientes. ¿Comprende? Como no me dejó ir ayer… tendré que hacerlo hoy. Con su permiso… —Cerró la puerta de su habitación.

—¿Y qué pasa si hoy tampoco lo dejo ir? ¿También me hará caso? Porque… —sonrió con sorna—. Por alguna razón, uste’ siempre me obedece.

—Necesito irme, Black —respondió Remus sin prestarle atención a la broma. Su voz era neutra, seca, como si no tuviera energía para discutir—. Son asuntos personales. Usted ya sabe a qué me refiero. Quiero ver a mi mejor amiga, la que me entregó la noticia de los Potter. Necesito saber si está bien. O mejor dicho… ella necesita saber que yo lo estoy.

—O sea, hace na’ ‘taba temblando de miedo por andar en esta ciudad, y ahora… ¿va a volver así nomás? Usted se volvió loco, Lupin. ¡Es un lunático!

—No me vuelva a llamar así —dijo Remus, clavando la mirada.

¿Lunático?

Se quedaron mirando. Y tras un par de segundos de silencio, Lupin continuó caminando. Entonces Sirius sintió algo dentro de sí que no supo reconocer al principio. Una rabia desconocida, como si una corriente eléctrica le naciera en el pecho y bajara hasta el estómago, rápida y ardiente. No era una rabia cualquiera: era algo visceral, casi infantil, que lo hizo pensar demasiadas cosas al mismo tiempo. ¿Quién era esa mujer de la que hablaba? Su "mejor amiga" ¿Qué hace que alguien sea mejor o peor que otro? ¿Y cómo se atrevía a marcharse así, como si nada? Era inmaduro. Egoísta. Injusto.

Sin pensarlo mucho, lo tomó con fuerza de la muñeca. Fue un impulso. Algo que su cuerpo hizo antes de que su mente pudiera detenerlo.

Se miraron. Las miradas clavadas la una en la otra. Era el momento de hablar, pero Sirius no lo hizo. En lugar de eso, dio un paso más. Y otro. Se acercó tanto que sus labios llegaron a rozarse. Apenas. Y justo cuando parecía que iba a besarlo, habló:

—Usted no va pa' ningún lado, Lupin. Ir pa' ese lugar… donde sea que sea, es un puro error, ¿me oyó? Esa gente ya debe saber que anda dando vueltas por la capital. Y yo no quiero que le pase na’.

Pero Remus no lo miraba a los ojos. No. Su mirada estaba clavada más abajo, directamente en la boca de Black. Entonces Sirius se alejó de golpe, avergonzado. ¿Qué acababa de hacer? Mierda. Se dio la vuelta y, antes de irse, añadió:

—Pero uste’ es un hombre libre, pues. Haga lo que crea conveniente… aunque ya sabe lo que opino.

Y se fue. Corriendo como un niño pequeño.

 

[···]

 

Después de aquel incidente, Sirius no volvió a ver a Remus hasta la hora de partir. No hablaron mucho; esta vez, Lupin iba atrás con Regulus. James, en mejores condiciones, insistió en conducir él mismo.

El viaje de regreso fue mucho más tranquilo que el de ida. Todos iban exhaustos, deseando llegar a casa. Los asuntos pendientes ya estaban resueltos, incluido el traslado de los cuerpos desde la funeraria hasta la Novena Región. James incluso había comenzado a fijar la fecha del funeral. Ya no se le veía tan devastado. Había asumido un rol más maduro, más práctico. Después de todo, ¿qué más se podía hacer? Había decidido no buscar responsables, no cuestionar nada. Para él, lo ocurrido fue simplemente un accidente. Un maldito accidente. Y pidió expresamente que nadie opinara lo contrario.

Remus pasó todo el viaje con la frente pegada a la ventana. No dijo palabra. Se le notaba tenso, molesto quizás. Pero Sirius, avergonzado por lo que había ocurrido esa misma mañana, no se atrevió a acercarse ni a romper el silencio.

No fue hasta que llegaron al fundo —esa misma tarde, ya bien entrada la noche— que finalmente cruzaron miradas. Ocurrió mientras descargaban las maletas. Pero justo cuando Sirius se armaba de valor para hablar, los de la casona salieron corriendo a recibirlos.

—¡Remus!

Se oyó una voz femenina, y en menos de dos segundos, Lupin ya estaba envuelto en el abrazo de la mismísima Lily Evans. Sirius pudo sentir la mirada penetrante de James a la distancia.

Tras los saludos, los abrazos y las preguntas de rigor, Sirius logró escabullirse hacia la cocina, no soportaba el cúmulo de gente hablando hasta por los codos, y con el enorme viaje y la pésima noche, un dolor de cabeza se había formado hace varias horas atrás. Allí estaba Peter, solo, fregando un plato tan limpio que parecía estar al borde de la locura.

—¿Nadie se dignó a llamar? —preguntó con evidente molestia.

—¿Disculpa?

El muchacho regordete se giró con el ceño fruncido.

—Estaba preocupado por ustedes. Nadie se molestó en llamar a la casona. Todos aquí estábamos esperando noticias. ¿Acaso no comprende que yo también fui criado por los Potter? Los conozco desde hace más años que tú, Black.

—Lo siento, Pettigrew. Pensé que Regulus lo haría… No me echí la culpa.

—Vo’ siempre tení la culpa. Perdón, es la costumbre —añadió con una sonrisa torcida.

—¿Cómo?

—Nada, olvídalo.

Sirius prefirió no decir nada más. Pudo haber iniciado una discusión, pero se mordió la lengua. Peter era uno de los pocos con el que se tuteaba, pero no por tener confianza mutua, para nada. A Sirius siempre le gustaba hablar con educación aunque le costara un poco, pero con Peter existía un roce de hace muchos años, desde que había llegado a la casona en su adolescencia. ¿Celos? Lo más probable. Es por eso que su relación había sido inestable, y en cierto punto jamás dejaron de tratarse de tú y se quedó una costumbre. Ahora que ambos eran adultos ya no se odiaban como antaño, pero preferían ignorarse. Sirius comprendía que él también era amigo de James y la gran mayoría, pero su amigo no era, lo tenía muy claro. Simplemente… toleraba su existencia.

Esas eternas horas en el auto le habían dejado un dolor de espalda insoportable, y lo único que deseaba era un baño caliente. Ahora que James era el nuevo patrón, ya no le resultaba tan incómodo quedarse en la casona, así que se permitió preparar un baño sin pedir permiso.

Los chicos estaban demasiado ocupados narrando lo ocurrido en la sala principal, y él no tenía intención alguna de participar en aquello. Menos aún quería cruzarse con Snape, quien se había quedado en la zona con las chicas. Ahora que la conmoción había pasado, se preguntaba por qué diablos había hecho eso. Ugh… Nada que un buen baño no pudiera arreglar.

Su cuerpo dolía por completo, y haber dormido apenas dos horas no ayudaba. Sentía que se iba a desmayar del cansancio. El vapor, el silencio y el calor lo envolvían como una manta, y en un instante se atrevió a cerrar los ojos. Se hundía más y más en esa quietud… hasta que, al abrirlos lentamente, vio una silueta borrosa junto a él.

Una figura se acercó. Se inclinó. Sirius entrecerró los ojos, confuso. Y entonces lo vio: el cuerpo de Remus Lupin, desnudo. Completamente desnudo frente a él. Sirius se enderezó de golpe en la bañera, con los ojos bien abiertos. ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Qué hacía ahí? ¿Y por qué desnudo? Intentó hablar, pero no pudo emitir palabra.

De pronto, Remus se metió en la bañera con él, en completo silencio. Tenía una expresión pícara, tan fuera de lugar en él, que Sirius no supo cómo reaccionar. Estaba en shock.

—Sé que lo desea tanto como yo, Black —susurró—. ¿Por qué no se relaja un poco y deja que yo mande, solo por esta vez?

—Lupin…

—Shh… no sea terco.

Y entonces ocurrió. Remus se sentó frente a él en la bañera, y con ambas manos envolvió el miembro de Sirius, erecto y tembloroso. Sirius soltó un gemido bajo, sorprendido por el contraste: las manos de Remus estaban frías, pero por alguna razón aquello no resultaba desagradable, sino todo lo contrario. Era una sensación extrañamente reconfortante, suave… excitante.

Los movimientos eran lentos, medidos, como si jugara con su paciencia, como si supiera exactamente qué hacer y cómo hacerlo. Sirius lo miró a los ojos, y encontró esa misma mirada misteriosa de siempre, llena de preguntas sin responder. Lupin se veía tan jodidamente hermoso esa noche. Era casi irreal.

Y entonces ocurrió algo más.

Un sopor extraño empezó a apoderarse de él. ¿Justo ahora? Trató de resistirse, se obligó a despertar. Y cuando finalmente abrió los ojos otra vez, jadeante, comprendió que las únicas manos que lo tocaban eran las suyas.

Sirius estaba solo. Solo, en el baño. Como un completo idiota.

Tardó unos segundos en reaccionar. Retiró la mano de su entrepierna de inmediato, como si de repente ardiera. Sus ojos estaban bien abiertos, el corazón golpeándole el pecho con fuerza. ¿Qué mierda acababa de pasar? ¿Sirius Black… acababa de fantasear con su amigo? ¿Así, tan explícitamente, tan... intensamente?

“Esto no puede estar pasando”, se repitió, abrumado.

Se inclinó hacia adelante, hundiendo la cara entre las manos mojadas. Sirius Black no era ningún maricón. No debería andar pensando en estas... cochinadas inmorales. Pero justo en ese instante, la puerta del baño se abrió de verdad. Y cuando el verdadero Remus Lupin entró, Sirius —por un maldito milisegundo— pensó que tal vez, solo tal vez… no sería tan mala idea después de todo.

—¿Se encuentra bien?

—¿Ah? Sí... ¿Algún problema?

—No, pero... hace media hora que entró al baño, pensé que le había sucedido algo.

—Creo que me estaba quedando dormido, tuve una... pesadilla.

—¿Qué soñó?

—¿Puede salir del baño? Me quiero vestir...

—Oh, sí. Disculpe. Sólo venía a ver que todo estaba bien... —Antes de retirarse, Lupin dio un paso enfrente—. Por cierto... Le hice caso, Black. No visité a nadie allá en Santiago. Supongo que estará contento... Extrañamente otra vez le obedecí.

Con una sonrisa ladeada se retiró del lugar. Sirius quedó ahí, un poco perplejo por la situación. ¿Qué había sido esa sonrisa? Y... ¿Era necesario contar eso justo ahora, con él desnudo en el baño? Ese joven lo único que hacía era darle más y más preguntas.

—A la próxima debería ponerle llave... —murmuró para sí.

Cuando salió del baño, ya no quedaba nadie en la casona; las visitas se habían ido. Pensó que era lo mejor, no quería darle las gracias a Snape ni nada por el estilo. Todos estaban demasiado cansados, así que decidió regresar solo a su cabaña, suponiendo que Remus ya estaría allí.

Pero al entrar, todo estaba oscuro. Lo más probable era que ya estuviera durmiendo. Sin más, se encerró en su pequeño cuarto, sintiéndose relajado después del baño.

Esa noche fue sumamente incómoda. No por haber visto hace poco los cuerpos sin vida de sus patrones. Ni por el viaje estresante, ni las peleas con Remus, ni siquiera por el asunto de los funerales. Tampoco por el extraño roce que había tenido con Lupin en el hotel, y aunque no lo crean, tampoco por ese sueño húmedo que tuvo en la bañera.

Lo incómodo era otra cosa.

En la cabaña de Sirius, las paredes eran de papel; se escuchaba absolutamente todo lo que ocurría alrededor. Y lo que estaba escuchando en ese momento lo tenía helado.

Si hubiera sido James, estaría muerto de la risa, feliz, y quizás se hubiera atrevido a irrumpir en la habitación de este solo para arruinarle la noche. Pero no. Los ruidos que llegaban a sus oídos provenían de la habitación de Remus.

Y esos ruidos eran gemidos. Pequeños, suaves… y tan claros que no dejaban lugar a dudas.

Sirius estaba sentado en la punta de la cama, mirando fijamente la pared que daba con la habitación de Remus, con el corazón latiendo tan rápido que parecía querer salir de su pecho. ¿Esos gemidos...? ¿Acaso se estaría masturbando? Al pensar eso, la sangre se le subió a la cara; estaba más avergonzado que nunca en su vida. Pero no podía dejar de escuchar.

Se preguntó… ¿acaso sólo se estaba satisfaciendo a sí mismo? ¿O estaría pensando en alguien? Y si la segunda opción era cierta, ¿en quién? Seguro Remus tendría alguna enamorada, ¿quizá esa chica con la que iba a juntarse? Empezaba con D… Dor… algo así. Suspiró. Lo mejor sería respetar su privacidad. Sirius se colgaría vivo si descubriera que alguien lo estuvo espiando mientras… se tocaba.

Tenía que dejar de pensar en esas tonterías. Tenía que ser un hombre. Los funerales de los señores Potter estaban a la vuelta de la esquina, y la cantidad de gente que seguramente asistiría sería enorme, más que la que vino en Fiestas Patrias. Había mucho trabajo por delante, y todo recaería en él. Porque claro, no quería que su nuevo patrón se estresara en eso. Los hermanos Black se encargarían de todo.

—Buenas noches, Lupin —murmuró en broma, antes de acostarse.

Chapter 12: El funeral, duelo, compañía y celos

Chapter Text

Fundo “El Merodeador”, sur de Chile, 1981.

 

Los funerales de los Potter habían sido el “evento” más complicado que Sirius había tenido que organizar en su vida. Jamás habría imaginado que en algún momento tendría que hacer algo así, pero lo estaba haciendo. Escribiendo a mano decenas de cartas, junto con Remus, para enviarlas a los respectivos invitados. Los conocidos, amigos y no tan amigos de los señores Potter eran infinitos, así que la mesa estaba repleta de sobres negros, y la mano de Sirius, a ese punto, ya estaba completamente dormida.

Únicamente debía escribir los apellidos de cada familia, pero James le había pedido —mejor dicho, exigido— que lo hiciera con una letra clara, prolija y elegante. Así que el día anterior había estado practicando con Lupin, porque Sirius no se caracterizaba precisamente por tener buena letra; de hecho, a veces era tan horrible que Fleamont solía mandarlo a llamar a su oficina solo para que le aclarara qué demonios había escrito. En ese proceso fue cuando descubrió la vocación natural de Remus para enseñar: en vez de sentirse regañado o ponerse con cara de orto, refunfuñando y sin ganas de escribir, Sirius se había mantenido atento, repitiendo y ensayando hasta que la letra fuera al menos decente.

James había delegado a Regulus la organización del evento. Por suerte, sus padres ya tenían un espacio reservado en el cementerio del pueblo, en el lugar más hermoso: en la cima de un cerro, con vista directa a la cascada donde nacía el río que cruzaba por detrás del fundo. Los Potter tendrían una vista privilegiada para toda la eternidad, o eso repetía James una y otra vez, como si eso le aliviara el dolor. Decía que sus padres eran unos suertudos, porque les tocaría ver la cascada por siempre.

James se notaba mucho más tranquilo que en días anteriores, probablemente porque no había tenido tiempo para detenerse a pensar en la ausencia. Había tanto trabajo acumulado desde la desaparición de sus padres y todo el lío del traspaso de mando, que apenas podía respirar. No tenía idea de por dónde empezar, pero al menos contaba con el apoyo de los chicos de la casona, en especial de Regulus y Peter.

Sirius, por su parte, se había encargado de mantener el orden afuera, entre los trabajadores: lidiando con quejas, pagos atrasados y preguntas tan estúpidas como: “¿Nuestro sueldo será el mismo, verdad?” Y una infinidad de estrés.

Mucha gente que no veía desde hacía años iba a asistir. Por ejemplo, el fiel amigo de su hermano: Barty Crouch Jr., hijo del dueño del fundo vecino. Cuando eran adolescentes, Regulus y él se llevaban de maravilla, probablemente porque tenían la misma edad, aunque Sirius jamás logró entender esa amistad tan... peculiar. Es más, él y Barty nunca se llevaron bien. Prefería mil veces ser amigo de Pettigrew antes que de Crouch. Lo encontraba excéntrico, clasista, narcisista, arrogante, mentiroso... o bueno, al menos así lo describía Sirius.

Esa mañana, Sirius fue el primero en despertar. James había dado el día libre a sus trabajadores para vivir el luto, pero aun así, alguien tenía que encargarse de los animales. No se los podía dejar solos. Durante un par de horas, Sirius dio sus típicas vueltas montado en Niebla Negra, recorriendo el terreno, chequeando a los animales y alimentando a algunos, como los caballos del establo.

Y fue ahí cuando el primer golpe de realidad lo abofeteó sin piedad.

Un hermoso caballo café, con manchas blancas, estaba junto a Doña Alba, la yegua de James. Ese caballo tan elegante pertenecía a Fleamont. ¿Acaso sabría que su amo había muerto? Sirius no estaba seguro, pero le pareció un gesto simbólico llevar a Bravío al funeral. Se lo comentó a James durante el desayuno, y él pareció tan emocionado que ni siquiera fue capaz de mirarlo a los ojos. Simplemente asintió con la cabeza y emitió un pequeño sonido de aprobación.

Bravío era un caballo imponente, hermoso… y bastante caro. Al principio, a Fleamont le costó mucho ganarse su confianza: era bravo y terco, pero con el tiempo ambos generaron un hermoso vínculo. Era muy rápido, aunque no más que Niebla Negra. Sin embargo, Sirius no podía negar que era mucho más fuerte que su propio caballo. Mientras lo cepillaba con cuidado, se preguntaba quién lo montaría ahora que su dueño ya no estaba. Bravío amaba las salidas, ¿lo vendería James? ¿O simplemente dejaría que lo usaran de vez en cuando? Aunque conociendo a su patroncito… apenas sacaba a pasear a su yegua. Siempre había sido un poco dejado con las responsabilidades que implicaban a los animales.

Cuando llegó la hora final, todo el paisaje parecía teñido de negro. Negro por los trajes, el ambiente, los corazones. El día entero estaba de luto: el pueblo, la gente, los árboles, incluso los animales. Todo, absolutamente todo, parecía comprender el respeto que se le debía a los Potter. Y lo merecían, por supuesto. Pero Sirius no podía dejar de pensar en lo deprimente que era todo aquello.

James y el resto de los cercanos que vivían en la casona —incluyendo a Remus— habían pasado toda la mañana en el velatorio, recibiendo invitados y condolencias. Sirius llegó justo antes de que se llevaran los cuerpos. Vestía de negro, impecable, más elegante de lo que jamás habría imaginado verse en su vida. Incluso se había dignado a peinarse con gel, a afeitarse correctamente la barba, a cortarse las uñas. Toda su ropa olía a detergente y perfume. Era un Sirius completamente nuevo, digno para despedir a sus patrones. Dejó un ramo de flores en el suelo, saludó a la gente y guardó silencio.

A media tarde, Sirius iba al volante, manejando detrás de los dos carros fúnebres que encabezaban el cortejo hacia el cementerio. Dentro del vehículo iban James, Remus, Peter y Regulus. Y detrás de ellos, una enorme caravana de autos y carretas serpenteaba por el camino.

En cierto momento, el cementerio estaba repleto. Muchas caras conocidas, y otras que jamás había visto. Pero todas compartían algo en común: el cariño que sentían por los Potter. Se notaba, se sentía en el aire, en las lágrimas, en los suspiros largos. La ceremonia fue dura. Sirius se mantuvo al costado de James, sujetando con una mano las riendas de Bravío, y con la otra, posada con firmeza sobre el hombro de su mejor amigo.

Cuando comenzó la música, un nudo se le formó en el estómago. Finalmente, había llegado el fin de una etapa horrorosa. Y entonces, James dio su discurso. Sirius no podía contener sus lágrimas. Lo que más odiaba en ese mundo era mostrarse vulnerable frente a los demás, pero en ese momento, agradeció profundamente que el llanto fuera generalizado, colectivo. Nadie estaba pendiente de él, y eso le permitió soltar aquellas lágrimas con disimulo. En silencio, apretando los labios, tragándose los sollozos.

Y entonces, llegó su turno. No había preparado nada. Pero necesitaba hacerlo. Sabía, con absoluta certeza, que si no decía nada... se arrepentiría por el resto de su vida.

—Bueno… —habló con un hilo en la garganta. El pequeño micrófono hizo un breve sonido estático, y por un momento, Sirius se quedó en blanco—. Yo… yo… —Miró al público—. No soy familiar directo de los Potter, pero ellos siempre me consideraron parte de su familia. Fui como un hijo pa’ ellos. Me criaron como a uno má’, porque así eran… el amor les sobraba. Y sé que muchos de los que ‘tán aquí también fueron afortunaos , como yo, de recibir un pedacito de ese amor.

Sirius miraba en todas direcciones. No sabía muy bien lo que estaba diciendo, ni a quién. ¿Debía hablar con un lenguaje correcto? ¿Decir frases bonitas y cliché? ¿Improvisar? Por un instante se sintió perdido. Entonces cruzó la mirada con Remus. Y sin que su amigo dijera nada, sus ojos le encendieron la mente. Recordó aquella conversación que habían tenido aquella tarde, mientras escribían las cartas. “Debes hablar con el corazón, Black”.

Hablar con el corazón… Respiró profundo y continuó:

—Ellos… fueron mis papás durante estos sei’ años. De verdad que lo fueron. Harto hablaban por detrás cuando me pusieron de capataz siendo tan cabro, creyendo que fue por ser el regalón del señor Fleamont. Pero no, señor. Yo me gané su confianza con trabajo. Fui su perro fiel hasta el último de sus días, y eso es lo único que me importa. Me abrieron las puertas de su casa… y yo les entregué el alma entera, sin pedir na’ a cambio.

Hizo una pausa. Su voz volvía a flaquear, le ardía la garganta y la sentía tan apretada que pensaba que iba a explotar.

—Siempre voy a llevar en el corazón to’ los retos que me gané hasta los veintidós. Siempre me voy a acordar de los castigos… y de cómo la señora Euphemia al final siempre me los perdonaba. Siempre voy a recordar esos domingos en que me invitaban a cenar… y cómo me hacían bañarme primero. —Se escuchó una risita suave entre la gente—. Me acordaré de los tirones de oreja, los gritos, los besos, los abrazos… y toas esas cosas que, según dicen, hacen los papás. Cosas que yo viví por primera vez a los dieciséis… con ellos.

»Creo que muy pocas veces se los dije en vida, pero… los amo. Eso… gracias.

Y todo ese discurso tan tierno, que por un momento había logrado conmover al público, terminó de forma abrupta y desprolija. Sirius bajó la vista, incapaz de sostener más la atención. No podía con los nervios, con la tristeza, con la vergüenza de mostrarse frágil. Pero nadie se lo reprochó. Porque incluso en su forma bruta de ser, sus palabras habían tocado el alma de todos. Se acomodó nuevamente en su puesto y escuchó las palabras del resto en silencio, cabizbajo. ¿Acaso había hablado con el corazón y por eso ahora se sentía tan avergonzado? Lo más probable.

Y cuando todo comenzaba a llegar a su fin, vino el momento de la verdadera despedida. Los ataúdes comenzaron a bajar. La gente lanzó flores. El sonido de los sollozos se volvió ensordecedor. Y cuando James se derrumbó a su lado, Sirius dejó atrás su propio dolor y lo sostuvo. Porque para eso estaba él.

Le sobó la espalda y trató de levantarlo del suelo, pero no pudo. El llanto de James era demasiado real, demasiado humano. Sirius nunca había escuchado llorar a alguien así. Le erizó la piel. Era el llanto desgarrado de un niño pequeño que recién descubre que la muerte existe.

“—¿Nunca te irás al cielo, verdad, mami?

—No, bebé. Jamás lo haré. Siempre estaré para ti y para Regie. Siempre estaremos los tres juntitos. Y cuando seas muy viejito y tengas tu familia, quizá en ese momento ya no esté… pero siempre me tendrás en tu corazón.

—Te amo, mami.

—Yo también, Sirius”.

Promesas vacías. Ese era el llanto que escuchaba ahora. El de un niño de seis años. Y no era otro que James Potter. Sirius se permitió llorar de forma real por primera vez en su vida, sin vergüenza ni culpa. Lloró a moco tendido, como dicen algunos. Ahora era él quien necesitaba contención. Sentía que le estaba dando una especie de ataque: su pecho subía y bajaba con violencia, y su mirada estaba fija en los ataúdes, que ya casi no se veían bajo la montaña de flores.

Sirius Black había vuelto a quedar huérfano. Sirius Black era un huacho.

Y cuando la ceremonia acabó, huyó de allí. No quería recibir las condolencias de nadie. Dejó a Bravío amarrado a una banca y caminó hacia lo profundo del cementerio, hasta encontrar una banca solitaria frente a una hermosa vista de árboles nativos. Araucarias. Se sentó, sacó un pañuelo blanco del bolsillo de su traje y se limpió la cara con brusquedad. Resopló con fuerza. Hubiera deseado pasar la tarde allí, solo, perdido en sus pensamientos. Pero el destino quiso otra cosa. Cuando escuchó los pasos de alguien acercándose, se preparó para rechazarlo, pero al levantar la vista y ver aquel rostro tan familiar, realmente se alegró. Remus Lupin. Se sentó a su lado en silencio y le apoyó una mano en el hombro derecho.

—Nunca había visto uno tan cerca.

—¿Qué cosa? ¿Un hombre tan fuerte como yo llorar? —dijo bromeando, mientras limpiaba su nariz.

—No, imbécil… —Rodó los ojos con gracia—. Las araucarias… Son más hermosas de lo que imaginaba.

—Sí, supongo… —Las contempló por un par de segundos, luego volvió a hablar—: ¿A qué viene todo esto, si se pue’ saber?

—Solo vine a hacerle compañía, Black. Lo vi huir de la multitud y pensé que… sería buena idea acompañarlo.

—Bueno, si una persona huye es porque quiere estar sola, ¿no cree? —dijo con torpeza, pero se arrepintió al instante—. Quédese… Me agrada su compañía, Lupin.

—La muerte es muy extraña —murmuró, como si hablara consigo mismo—. Se lleva la mente, los pensamientos, lo que éramos… pero deja atrás el cuerpo. Es casi cruel, ¿no le parece? Nuestros restos siguen aquí, como un recordatorio de lo frágiles que fuimos. Creemos que somos invencibles, inquebrantables… pero no es cierto. Somos débiles, profundamente humanos.

»Y aun así, algo en nosotros se resiste. Morimos, y sin embargo seguimos luchando por quedarnos, como si desde el otro lado quisiéramos aferrarnos al mundo a través de nuestra carne. Como si negáramos marcharnos del todo. ¿Sabía que mi madre luchó por vivir hasta verme? Estaba prácticamente sin vida cuando la encontraron, y una vez que fui a verla al hospital… simplemente dejó de respirar.

—¿Por qué me cuenta esto, Lupin?...

—Porque le tengo confianza… —Lo miró, pero Sirius no le devolvió el gesto—. Mi madre fue una gran mujer, la persona más importante de mi vida. Y por mi culpa ahora está muerta. Igual que los señores Potter. Aunque usted diga lo contrario… siento esa culpa recorriéndome todo el cuerpo. No es la primera vez que pasa. Es como si la muerte me persiguiera, como si se dedicara a arrancar todo lo que alguna vez me dio luz. Creo que estoy maldito.

—¿Maldito?... —repitió Sirius, con una leve sonrisa—. Es curioso, porque yo opino to’ lo contrario que usted. —Se dignó a mirarlo por fin—. Uste’, Lupin… realmente me ha alegrado un poco la vida desde que llegó. Es decir… ahora ya no vivo solo, me ha hecho compañía, harta en verda’. Y aunque su forma de ser es bien distinta a la mía, y hemos tenido hartos encontrones, peleas, choques… no sé cómo, pero me gusta tenerlo cerca.

»Mire, el James es mi mejor amigo, lo ha sido desde siempre, pero somos muy igualitos. Cuando discutimos, simplemente ignoramos lo sucedido y actuamos como si na’. Pero usted… usted me hace arrepentirme, por alguna razón. Siempre termino pidiéndole perdón. Es distinto. Usted es diferente a James, más que un amigo, usted es como…

Se quedó en silencio. Sirius realmente no sabía cómo continuar aquella frase. Desvió la mirada hacia los árboles con cierta incomodidad.

—¿Compañeros? —añadió Lupin, con una sonrisa sutil—. Somos como… no sé explicarlo tampoco. Es gracioso. Pero me alegra saber que piensa eso de mí. En estos tiempos no se puede confiar en mucha gente…¡Ey! —exclamó de pronto, cambiando el tema antes de que Black pudiera responder—. Usted siempre me ha obligado a contarle sobre mi vida. ¿Qué hay de la suya? Realmente no sé mucho… y me interesa.

—Oh… No sé cómo contarlo, la verdad, uste’ sae que soy malo con las palabras…

—Pues el discurso que dio hoy me pareció muy lindo, vamos, sé que puede. Usted sabe que yo no juzgo.

—Bueno, cuando era pequeño tenía una familia normal y corriente —comenzó a contar con un poco de incomodidad—. Dos padres, una casa agradable, comida…

Sirius comenzó a narrar con algo de miedo. Era la segunda vez en su vida que contaba su historia. La primera había sido cuando llegó al fundo. Le contó todo, con lujo de detalles: cómo su vida había dado un giro de la noche a la mañana, cómo en un solo año su familia se había roto por completo. Él y su hermano terminaron viviendo en un instituto para niños huérfanos, pasando de mano en mano. Algunas veces los separaban, pero siempre terminaban reencontrándose… incluso después de estar un año entero sin verse.

Sirius tuvo una infancia marcada por la negligencia, y por eso —confesó— ahora era un adulto explosivo, lleno de miedos y fiel creyente de la libertad. Pero, de todas las decisiones cuestionables que había tomado en su vida, había una de la que jamás se arrepentiría: aquella noche de invierno en la que obligó a su hermano a escapar con él. Una noche fría, dura, desesperada. Pasaron una semana completa huyendo sin rumbo, durmiendo en las calles, haciendo dedo en la carretera, mendigando comida en los locales. En un par de ocasiones, incluso, la policía casi los atrapa.

Y cuando ya no le quedaban fuerzas ni esperanzas, cuando creyó haber condenado a Regulus a una vida aún peor, apareció un hombre mayor, de rostro amable, que les ofreció llevarlos en su auto al supuesto destino que habían inventado. Pero cuando Fleamont escuchó realmente la historia de Sirius, comprendió que lo mejor no era dejarlos en ningún sitio, sino llevarlos a su casa… y llamar a la policía.

Dos adolescentes mojados, sucios y hambrientos estaban deambulando por la carretera. Era lo lógico. Sin embargo, justo cuando estaba a punto de hacerlo, su corazón se ablandó. Y les abrió las puertas de su hogar. La señora Potter le dio todo el amor que alguna vez —hace ya tanto tiempo— su propia madre le había ofrecido, ese amor cálido, sincero y sin condiciones que había creído perdido para siempre. Y James… James no solo se convirtió en su mejor amigo, se volvió su hermano, su otra mitad, su refugio en medio del caos. Con ellos, Sirius sintió por primera vez que tenía un hogar. No solo un techo o una cama caliente, sino una familia real. Una familia que lo quería. Una familia que lo eligió.

Y justo cuando todo comenzaba a ser normal, cuando sentía que por fin la vida le sonreía, cuando conocía a alguien nuevo que removía cosas dentro de él que no sabía que existían… el mundo volvió a quebrarse. Como si la felicidad fuera un privilegio que no estaba hecho para él. Le arrebataron todo.

Y como si volviera a ser aquel niño de seis años, Sirius se dio cuenta de que su cabeza estaba apoyada sobre el hombro de Remus, y que este lo acariciaba con suavidad. Carraspeó incómodo y se incorporó rápidamente, sentándose bien.

—No hay nada de qué avergonzarse, Black. ¿Por qué siempre hace lo mismo? Yo jamás lo he juzgado… —Remus se acercó un poco más, con una expresión sincera—. La verdad, lamento todo lo que tuvo que pasar. De verdad. Y me… me siento orgulloso de todo lo que ha logrado.

—¿Orgulloso? Tampoco es que haya hecho mucho… —Sirius lo miró directamente a los ojos—. Y tampoco he sido muy bueno con uste’. ¿Por qué me trata así? Lo único que he hecho es… atraparlo, como hago con to’ el mundo. ¿No lo ve? Usted debería estar trabajando como profesor, pero…

—Usted no ha hecho nada malo. Soy un adulto, tomo mis propias decisiones… Bueno, sí, usted me pidió que me quedara aquí por todo lo ocurrido, y lo acepto. No tengo ningún problema. Después de todo, igual tengo trabajo aquí en el fundo.

—Pero usted es maestro.

—Bueno… la vida es muy loca.

—Le prometo que, cuando todo esté más estable, voy a hacer todo lo que esté a mi alcance para que consiga otro empleo. Se lo juro, Lupin. Cueste lo que cueste. Usted será un gran profesor. Y si no encuentra nada… bueno, ya tiene un alumno. Recuerde que yo no terminé la escuela.

Remus soltó una risa tímida y negó con la cabeza con dulzura. Lo mejor sería regresar. Habían dejado solo a James demasiado rato con todo el peso del día. Después de todo, seguía siendo un día de luto.

 

[···]



Esa semana pasó volando. La casona no tuvo ni un solo día de descanso: siempre había alguien entrando o saliendo. Regulus —junto con el resto de los empleados, por supuesto— tuvo muchísimo trabajo atendiendo a toda esa gente. La mayoría eran trabajadores del fundo, viejos conocidos de los Potter, amigos de James, o simples figuras del pueblo que querían dar sus respetos.

Sirius, de vez en cuando, se dejaba caer a saludar, pero huía en cuanto veía una posibilidad, riéndose por dentro al ver la cara de suplicio de su mejor amigo, esa que gritaba en silencio: “Sácame de aquí, por favor”. Pero James debía ser cortés y comportarse como lo que ahora era: el nuevo patrón.

Excepto aquella tarde en que el trío inseparable se apareció por sorpresa. Lily llegó a endulzarle la jornada a James con su risa contagiosa, acompañada por Mary y Marlene. Incluso Remus se pasó luego del trabajo para saludarlos y terminó quedándose toda la noche en la casona. Sirius los acompañó un par de horas, antes de retirarse.

—¿Una tacita de té? —le ofreció Regulus cuando lo vio sentado en el salón.

—Sabe que no tomo eso. ¿Café?

Regulus puso los ojos en blanco y desapareció en dirección a la cocina. Minutos después, colocó sobre la mesa un humeante tazón de café colombiano. Sirius sonrió. Solo en la casona podía darse el lujo de tomar un café de calidad, y nunca desaprovechaba la oportunidad. En su propia cabaña, lo único que podía pagar era un café barato de esos que te arruinan el estómago por el resto del día… pero con el tiempo, ya se había acostumbrado.

Mientras saboreaba el primer sorbo, no pudo evitar observar una escena frente a él: Remus, sentado entre Lily y Mary, lucía demasiado cómodo. Y si sus ojos no le estaban jugando una mala pasada, juraría que una de sus manos rozaba peligrosamente la pierna descubierta de McDonald. El gesto era sutil, pero ahí estaba.

Las chicas adoraban a Remus. Desde que lo conocieron, se generó una conexión especial. Él solía visitarlas en el pueblo cada tanto, y eso no había pasado desapercibido para Sirius. ¿Sería Lily? Era hermosa, sí, pero todos sabían que le gustaba a James. ¿Marlene? No parecían tan compatibles. Entonces… ¿Mary?

Sirius dejó la taza a un lado y sacudió la cabeza. No era asunto suyo. No debía importarle. Pero, por algún motivo, no podía dejar de mirar aquel pequeño roce.

—Lupin, ¿un pequeño trago? —le ofreció Sirius una vez estuvieron en la cabaña.

Ambos se acomodaron en el viejo sofá. Sobre la mesa descansaban dos vasos de whisky barato con un par de hielos flotando perezosamente. Conversaron de la vida, del trabajo, de lo pesada que había sido la semana, de los animales, de James… Y, como si no hubiera estado planificado, Sirius llevó la charla hacia donde realmente quería.

—No pude evitar notar la confianza que tiene con las chiquillas… Se nota que se llevan bien —soltó, así, en medio de una pausa cualquiera.

—Oh, sí. Las tres me caen muy bien —respondió Remus, relajado—. Extrañamente entramos en confianza muy rápido. Me gusta pasar algunas tardes con ellas en la casa de Mary. Charlamos, tomamos té… y bueno, les encanta contarme su vida. Dicen que soy bueno dando consejos.

—Hm…

—¿Por qué lo pregunta?

—Na’, simplemente… me preguntaba… —Sirius se rascó la nuca, algo nervioso—. Ya sabe, uste’ es  joven… buen mozo —dijo, sin rodeos—. No voy a mentir. Entonces… yo… quería saber si… ¿Le gusta alguna de ellas?

—Eh… —Remus lo miró sorprendido, como si no se hubiera esperado esa pregunta—. Bueno, Lily es preciosa, divertida, muy inteligente… pero no es mi tipo. Además… —se quedó pensando unos segundos, como si no quisiera decirlo—. Creo que le gusta Snape.

—¡¿QUÉ?! —Sirius dejó su vaso violentamente sobre la mesa—. ¿Le gusta ese peazo e’…?

—Black…

—Perdón, continúe…

—Bueno… Marlene es guapa, pero no. Para nada mi tipo en cuanto personalidad. Y Mary… —hizo una pausa—. Ella es linda, sí. Tiene un humor ácido que me mata, y gustos muy peculiares. Siento que tenemos hartas cosas en común…

—¿Entonces le gusta?

—¿Qué? ¡Black! Por favor, no sea ridículo…

—Hoy lo vi, Lupin. Tenía la mano muy cerca ‘e su pierna. Yo… nunca haría algo así con una simple “amiga”, ¿sabe?

—Ni siquiera me percaté de eso… ¡¿Me estaba observando?! Y aparte, ¿por qué me está interrogando así?, ¿está celoso?

—¿Celoso? ¿De qué mierda estaría celoso? No sea imbécil… Solo estoy maravillado de que, por fin, alguien haya logrado llamar su atención.

Ambos quedaron en un silencio espeso, incómodo. Sirius terminó lo que quedaba en su vaso de un solo trago y, sin saber qué más decir, se levantó con la clara intención de irse a dormir. Sentía que su cara estaba roja de la vergüenza, no tenía planeado llegar a este punto con la conversación. Aunque, precisamente, tampoco sabía a qué quería llegar en realidad. Simplemente… curiosidad. Según sus pensamientos.

—Buenas noches, Lupin.

—Buenas noches, Black... —Se despidió de forma cortés, pero antes de que Sirius desapareciera, agregó—: Y para su tranquilidad… no me gusta nadie.

Sirius no respondió. Simplemente cerró la puerta tras de sí y se adentró en su habitación. Oscura, desordenada, con la cama hecha un caos, la ropa tirada por todos lados y un par de vasos de agua vacíos sobre el velador. Se dejó caer boca arriba sobre el colchón, sin molestarse en quitarse la ropa, y quedó contemplando el techo.

“¿Por qué dije eso?”, pensó. Y sin embargo, tras escuchar aquellas últimas palabras de Lupin, un raro alivio le invadió el pecho. Se permitió sonreír, apenas un poco. Hasta que cayó en cuenta de lo ridículo que era todo aquello… y se golpeó suavemente la cabeza con la palma de la mano.

—Estás cagao, Black… —murmuró para sí.

Chapter 13: Lo que uno esconde entre las piernas y guarda en la cabeza

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Fundo “El Merodeador”, sur de Chile, 1981.

 

La quincena llegó al fin, y Sirius recibió su pago con entusiasmo. James llevaba oficialmente un mes como patrón, y hasta el momento había sobrevivido bastante bien, tomando en cuenta que Sirius, más que su mano derecha, ahora era prácticamente su asistente. Por lo mismo, ese mes recibió un sueldo mayor al habitual, y no tenía nada de qué quejarse. Aunque tenía mucho menos tiempo para descansar, se sentía cómodo trabajando codo a codo con su mejor amigo.

Cuando recibió ese fajo de billetes, no pudo evitar imaginar en qué lo gastaría. Ahora que no vivía solo, los gastos del hogar eran mínimos. Remus solía encargarse de comprar la comida —según él, porque Sirius era un asco eligiendo verduras frescas—, mientras que Black cubría el resto de los gastos. Así que, al final, siempre le terminaba sobrando dinero.

El verano estaba cerca, muy cerca, y ya comenzaba a sentirse en las tardes soleadas. Ese sol enorme que alumbraba el campo de forma majestuosa anunciaba la mejor época del año en términos económicos. Se acercaban las fiestas, los comercios comenzaban a comprar más ganado, la gente del pueblo y las grandes empresas se preparaban. Se venía fuerte.

El único problema en medio de todo este auge… eran algunos trabajadores. No todos, claro, pero sí un grupo que, desde que el nuevo patrón había tomado el mando, no paraban de hablar mal a sus espaldas. En más de una ocasión, Sirius había tenido que aterrizarlos y llamarles la atención, pero ese lunes posterior al pago… explotó. Si antes no permitía que hablaran mal de su querido Fleamont, ahora defendía a su señorito con garras.

—Meh… los mariconcitos. —Soltó con burla mientras hojeaba unos papeles.

—¿A quién le habla, Black? —preguntó con desdén el otro, sin levantar la vista.

—A ustedes dos, po. ¿Creen que no escucho las weás que andan diciendo de James? Fíjense que gracias a él tienen pa’ comer —respondió Sirius, acercándose con evidente molestia.

—Cuidado con lo que dice, Black. —Se defendió el más delgado—. Nosotros tenemos de qué comer gracias al señor Fleamont, que en paz descanse. Si el señorito James ahora es patrón no fue por mérito, ¿o me va a decir que estoy mintiendo?

—No importa cómo ni cuándo. James es nuestro jefe, y hay que respetarlo como se debe.

—¡Yaaa, Black! —interrumpió el otro, burlón—. Si todos sabemos que vo’ eri el que mueve todo el cuento, flaco. Si el señorito sin vo’ estaría cagao.

—El patrón hace lo que puede, no debe ser fácil lidiar con una tropa de weones como ustedes mientras está de luto… —replicó con furia contenida.

—Cada día se pone más maricón, usté, Black. Antes no era así…

—¿Disculpa? Atrévete a repetir eso, mierda.

Maricón .

Y sin pensarlo dos veces, Sirius se le fue encima. El puñetazo fue directo a la boca, seco, preciso, liberador. El hombre cayó hacia atrás con un quejido, y si no fuera porque justo en ese momento Remus pasaba montado en su caballo, probablemente la cosa habría terminado mucho peor. Pero al menos, Sirius se quedó con la satisfacción de haberle dejado los labios reventados al imbécil.

Como si se tratara de un niño malcriado, Sirius terminó prácticamente arrastrado del brazo por Remus, mientras con la otra mano tiraba de un caballo por las riendas. Era una escena que habría resultado bastante graciosa para cualquier testigo. Últimamente, Sirius se la pasaba discutiendo y peleando con los trabajadores por la misma razón de siempre, y Remus se la pasaba calmando las aguas como podía. Odiaba tener que sacarlo de líos, pero no podía negar que disfrutaba esas charlas improvisadas cada vez que iba a “rescatarlo”. Era uno de los pocos momentos en que se veían a solas, más allá de los desayunos y las onces que compartían. El trabajo se había multiplicado, y eso significaba que casi nunca había tiempo para sentarse a hablar.

—Esta vez lo salvé de una grande, Black —dijo Remus mientras sacaba su cajetilla de cigarrillos baratos y le ofrecía uno con calma—. Si no hubiera intervenido, ahora estaría sangrando por la nariz.

—¿Está insinuando que hubiera perdido? —replicó Sirius, fingiendo ofensa mientras tomaba el cigarro y lo encendía.

—No, pero dos contra uno… difícil que no le llegara algún golpe, ¿no cree? —respondió Remus, dando una calada.

—Meh…

—Bueno, si no me va a responder como un adulto… —exhaló el humo con fastidio—. ¿Puedo usar un caballo? Quiero ir al pueblo. Puedo usar este mismo si quiere —dijo mirando al caballo que tenía a su lado.

—¿Ah, sí? —Sirius lo miró de reojo, medio socarrón—. Últimamente va harto seguio pal’ pueblo, ¿tan fanático e’ de la atención femenina, Lupin? Si es así, avíseme pue’… Capaz me disfrazo de mujer pa’ que no se sienta tan solo trabajando en el campo, digo yo.

—Qué estupidez acaba de decir, Black —Remus rodó los ojos de forma exagerada—. ¿Me presta un caballo o le tengo que ir a hablar al patrón?

—Lo que quiera… Use el mío —murmuró Sirius, resignado.

Últimamente, Remus se la pasaba en sus ratos libres en el pueblo, rodeado de sus amiguitas. No es que Sirius estuviera celoso… pero antes, esos momentos libres los pasaba con él. Por alguna razón, ahora parecía preferir estar con Lily, Mary y con Marlene cuando esta no tenía trabajo. Black realmente extrañaba esas tardes juntos, cuando recién se estaban conociendo: cuando le enseñaba a montar a caballo, cuando le mostraba rincones ocultos del fundo, cuando se quedaban fumando tirados en alguna zanja, cuando lo llevaba al río, cuando hacía el ridículo intentando montar una vaca mientras Remus se partía de la risa al otro lado. Todas esas tonterías ya no las hacían, y su relación se había vuelto casi puramente laboral, más que de amigos. Y eso, para Sirius, era realmente desalentador.

Quizá, en el fondo —bien en el fondo— sí sentía algo de celos… de amigos, claro. ¿De qué más podrían ser? James estaba demasiado ocupado siendo el nuevo patrón y apenas se veían si no era como jefe y peón, y el único amigo que tenía en el trabajo parecía preferir la compañía de mujeres. Cualquiera se sentiría desplazado. Sirius no podía evitar preguntarse si había hecho algo mal, o si Remus ya se había dado cuenta de que no valía la pena sembrar una amistad con alguien como él.

Cuando Remus partió con Niebla Negra rumbo al pueblo, Sirius no pudo evitar recordar la primera vez que lo vio montando su caballo. Aquella vez, cuando iba a buscar trabajo al pueblo central y… cuando se había desbordado por completo gracias a su andar, llegando al orgasmo en un par de minutos solo por verlo cabalgar. Un rojo intenso le subió de golpe a las mejillas; había borrado ese recuerdo de su cabeza por completo, y no entendía por qué justo ahora volvía a aparecer, si en todo este tiempo Remus había montado su caballo unas diez veces.

Ahora, mientras lo veía desaparecer entre los árboles, Sirius se puso a pensar que no hacía el amor desde hacía ya un mes. De pronto, su necesidad varonil comenzó a brotar. Últimamente se había estado satisfaciendo solo por las noches, constantemente… casi todas. Pero no era lo mismo.

—Lupin de mierda… —murmuró, mientras se frotaba la sien con las yemas de los dedos. Aunque apenas soltó la frase, se arrepintió y se quedó mirando el horizonte—. Señorita Marlene…

Tomó prestada a Doña Alba, la yegua de James, blanca como su mismo nombre. No se detuvo ni un segundo a pensarlo demasiado: montó y galopó hacia las afueras del fundo, sintiendo cómo la brisa caliente de la tarde le pegaba en la cara y le despeinaba su melena. Cada salto de la yegua bajo él parecía empeorar esa presión ardiente que ya lo tenía al borde de la locura. No recordaba la última vez que había tenido tantas ganas de alguien… o de algo.

Su mente divagaba y se volvía a concentrar solo en una imagen: Marlene. Su cabello, su forma de reírse de él, esa manera tan descarada de provocarlo sin siquiera intentarlo. Sabía que era un juego peligroso, pero esta vez ni siquiera lo pensó dos veces. Ya llevaba una erección que se volvía insoportable, pulsándole contra los pantalones a cada trote, y por un momento casi maldijo por dentro tener que aguantar la montura mientras la urgencia lo quemaba por dentro.

Al llegar al fundo del señor Crouch, pasó el cerco como un ladrón, como de costumbre. Dejó a Doña Alba atada a un tronco y se puso a buscarla entre los árboles y los corrales, revisando cada rincón como un animal desesperado. Hasta que la vio: Marlene, de espaldas, inclinada sobre un riachuelo, bebiendo agua directamente con las manos, su camisa abierta justo lo suficiente como para hacerle perder lo poco de autocontrol que le quedaba.

Sirius respiró hondo, se quitó el sombrero con un gesto galán —el único rastro de galantería que podía fingir en ese estado— y se acercó con una sonrisa ladeada, como si estuviera a punto de decir un piropo barato.

Marlene lo notó enseguida. Se incorporó, se limpió la boca con el dorso de la mano y, divertida, imitó su gesto con el sombrero. Se saludaron sin palabras. Él estaba ahí por una sola razón, y ella lo sabía. Lo había visto llegar, lo había visto galopar como un demonio desde lejos, y aunque no dijera nada, en su mirada brillaba la chispa de que entendía perfectamente para qué había venido.

—Pero mira a quién tenemo’ aquí, el mismito Black. —Lo saludó Marlene con un abrazo rápido—. ¿Buscai algo?

—Bueno, ya sabe lo que vengo a buscar, ‘eñorita… —Le sonrió con esa expresión boba y descarada, acercándose un poco más—. Hace mucho tiempo que uste’ y yo… na’ que na’. ¿Por qué no se sube a mi caballo?

Marlene se dejó agarrar apenas un segundo, lo justo para olerlo, para sentirlo. Pero esta vez no sonrió. Desvió la mirada y frunció un poco los labios, seria, seca. Sirius lo notó, pero se hizo el tonto. Se inclinó para besarle el cuello como tantas veces, pero ella lo empujó de golpe, casi sin delicadeza. Black, perplejo, se quedó mirándola, buscando una chispa de broma en sus ojos, pero no había ninguna.

—Hoy no quiero.

—¿Disculpe? —preguntó casi con un gallito, como si la palabra lo hubiera despertado de un sueño.

—Ya escuchaste —respondió Marlene, clavándole la mirada mientras se ponía una mano en la cadera, con ese gesto suyo que mostraba firmeza—. Sinceramente ya me aburrí de tus weás, Black. Ya no sé si quiero seguir tu jueguito. No soy na’ una putita pa’ cuando se te pare. Parece que vai a tener que conseguirte otra chiquilla pa’ pasar el rato.

Sirius abrió la boca, la cerró. Tragó saliva. Le ardía la cara del bochorno y, peor aún, sentía esa maldita erección presionándole los pantalones, como un recordatorio grotesco de lo patético que era en ese momento. Trató de acercarse de nuevo, bajando la voz como un perro que sabe que hizo algo mal.

—Pero… señorita Marlene, no me puede hacer esto… no ahora —susurró, casi gimiendo de rabia y vergüenza.

Marlene lo miró de arriba abajo, deteniéndose un segundo en su entrepierna. Sonrió, pero era una sonrisa dura, sin cariño.

—Dile a tu amiguito que se calme. A mí ya no me tocas, Black.

Se dio la vuelta y lo dejó ahí, plantado junto al riachuelo, solo, con la respiración trabada y la sangre ardiéndole de frustración. Ni Doña Alba se dignó a mirarlo cuando Sirius, con un bufido resignado, se pasó ambas manos por la cara, intentando tragarse la vergüenza y el enojo.

Se montó de nuevo sobre la yegua, y con la misma rapidez con la que había llegado, se marchó de ahí sin mirar atrás. Sentía el corazón retumbándole en la garganta, la cabeza caliente, el cuerpo incómodo. Ridículo. ¿Ahora qué hacía con toda esa maldita urgencia que se le había quedado clavada en la entrepierna? Apenas podía acomodarse sobre la montura; cada paso del animal lo hacía morderse el labio, desesperado, sudoroso.

Cuando por fin llegó al establo, saltó de Doña Alba sin preocuparse siquiera de amarrarla bien. Recordó, como una cachetada, aquel día en que había hecho lo mismo: encerrarse ahí, entre el olor de la paja y los animales, para dejarse llevar por esa fantasía sucia que tanto le costaba admitir.

No se lo pensó dos veces. Se abrió el cinturón con manos torpes, bajó el pantalón lo justo, metió la mano y sintió el calor, la humedad. Con un gruñido gutural se agarró fuerte, frotándose como un animal herido. Sus caderas se movían apenas, temblorosas, mientras su respiración llenaba todo el espacio de un calor turbio.

El único sonido que rompía la quietud era el de sus jadeos ásperos, sus gemidos apagados y las suaves palmadas húmedas de su propia mano. Su espalda se arqueó contra la pared de madera, sus piernas le flaquearon. Bajó la cabeza primero, mordiéndose el puño libre, pero cuando empezó a sentir el temblor que le subía por el vientre… lo vio en su mente.

Remus. Otra vez. Pero no como aquel recuerdo vago y hasta romántico de cuando lo había visto cabalgar. Esta vez, no. Esta vez su cabeza se llenó de imágenes tan groseras que le dio hasta asco de sí mismo, no eran dignas de un “macho” como él. Remus arrodillado frente a él, completamente desnudo, mirándolo con esa cara de santo descarriado. Imaginó sus manos sosteniéndolo de la cadera, su boca húmeda, abierta, obediente…

Un gemido más roto le brotó de la garganta. Sus caderas se sacudieron, casi inconscientes, buscando más. Sirius se mordió el labio hasta hacerse daño, con la mente girándole, odiándose y al mismo tiempo sintiendo ese calor subirle por todo el cuerpo como un fuego que no podía apagar.

Y cuando por fin llegó al borde, soltó el aire de golpe, jadeando su nombre sin querer. Tan fuerte, tan necesitado, que hasta los caballos se movieron inquietos.

Cuando todo terminó, Sirius se quedó quieto, respirando como si hubiera corrido kilómetros. Con la mano aún sucia, se dejó caer sentado sobre un montón de paja, mirando el suelo de tierra apretando los dientes.

—Mierda —escupió en un susurro, sin saber si reírse, maldecir o llorar.

Se quedó mirando su propia erección, tiesa y evidente bajo la luz que se colaba por las rendijas de madera. Sintió un asco profundo de sí mismo, un calor incómodo en la nuca. Guardó su miembro con manos temblorosas, respirando entrecortado, y abrochó el cinturón con dedos torpes, como si estuviera haciendo algo que no merecía ser visto por nadie.

Se levantó a duras penas, sintiendo las piernas flojas, y salió del establo sin mirar atrás. Afuera, la brisa le golpeó la cara, pero no le calmó nada. Se acercó a la vieja llave del corral y abrió el agua fría con violencia. Se lavó las manos una y otra vez, frotándose la piel como si pudiera borrarse lo que acababa de hacer. Se quedó así, doblado sobre el chorro, mirando el horizonte que ardía con el sol de la tarde.

Acababa de cruzar un límite que ni en sus peores delirios pensó que tocaría. Hasta ahora, todos esos pensamientos raros que a veces lo asaltaban sobre Remus eran cosas que Sirius podía ignorar, excusar. Siempre encontraba una mentira para convencerse de que era solo una tontería, una calentura del momento, nada real.

Pero ahora no. Ahora lo había hecho de forma consciente, despierta, cruda. Lo deseó. No como aquella vez en la bañera, no. Se lo imaginó en cada detalle como si fuera real, como si lo tuviera ahí, de rodillas, caliente, suyo. Se le vinieron a la cabeza imágenes tan claras que casi le dolía admitirlo: la cicatriz del rostro que nunca se atrevió a preguntar, esos lunares en la clavícula, la piel morena más oscura que la suya, el cabello claro, sedoso, las pestañas que parecían demasiado largas para un hombre, esas manos largas y finas que siempre parecían tan delicadas...

Y peor aún: había terminado así. Con su nombre quemándole la lengua.

Sentía que la cabeza le daba vueltas. Con la respiración pesada, como si estuviera en estado de shock, empezó a caminar con la mente vacía. Las manos aún húmedas goteaban mientras se las pasaba por la cara. Necesitaba aclararse, enfriarse, tragarse esa imagen antes de volverse loco.

El camino se le hizo corto. Cruzó el campo como un fantasma hasta llegar a su sitio: el río. Siempre venía ahí cuando quería refrescarse o cuando necesitaba vaciar la cabeza. Y ahora, jodidamente, era lo segundo.

Se dejó caer sobre la roca grande de siempre, la que se calentaba con el sol. Cerró los ojos un segundo, dejando que el murmullo del agua llenara su cabeza de un ruido más amable que su propia consciencia. Escuchó el agua chocar contra las piedras, los pájaros cantar en lo alto, como si nada malo pudiera pasar en un lugar así.

Pero él sí estaba mal.

Se arrodilló con lentitud, bajó la cabeza y metió la cara bajo el agua helada. El frío le golpeó como una cachetada bendita. Aguantó ahí sin respirar, deseando poder limpiar también la porquería de su mente, borrarla. Mantuvo la cara hundida hasta que el pecho empezó a dolerle, hasta que no pudo sostenerlo más y salió de golpe, resoplando como un perro mojado.

Se sentó de nuevo sobre la roca, empapado, temblando. Y mientras se pasaba las manos por el pelo mojado, solo pudo murmurar para sí, con un hilo de voz ronca:

—¿Qué mierda te está pasando, Black?

Suspiró, exhausto. El agua helada había logrado enfriar su cabeza, aclarándole un poco la vista de toda esa niebla sucia que le venía quemando. Ahora, sentado sobre la roca aún goteando, Sirius podía pensar mejor. O peor, dependiendo de cómo se mirara.

Su mente era un potrero lleno de caballos desbocados. Iba y venía, reventándole la sien, obligándolo a repasar cada porquería que había hecho y cada excusa barata que se había contado a sí mismo desde que tenía memoria. Se veía ahí, niño de orfanato, mocoso con cara de perro bravo, el mismo que repetía en su cabeza una y otra vez: “Yo no soy maricón, jamás lo seré.” Y sin embargo, ahí estaba, con la respiración todavía irregular, porque se acababa de correr pensando en un hombre. Ni siquiera en un desconocido: en Remus .

No había forma de disfrazarlo. Ni de enterrarlo con otra mentira. Podía buscar todas las excusas del mundo, pero ninguna le cerraba la boca a la imagen de Remus Lupin de rodillas.

Apoyó los codos en las rodillas y se pasó las manos por la cara, sintiendo el frío del agua mezclado con el calor de su vergüenza. Se obligó a pensar: ¿Cuántas mujeres? Muchas, demasiadas, se respondió sin esfuerzo. Prostitutas en el bar de mala muerte del pueblo, mujeres de paso cuando lo llevaban a la ciudad, alguna vecina que se dejaba engatusar… Cuerpos que había tocado, mordido, abierto de piernas una y otra vez hasta que su miembro quedaba vacío. Y ahora, cuando se obligaba a recordarlas, sus curvas, sus pechos, la piel suave… solo sentía un asco seco, un hueco.

Sí, eran bonitas. Sí, olían bien. Sí, gemían bonito cuando él estaba encima. Pero ¿las deseaba ? ¿De verdad las deseaba cuando no estaba borracho o caliente? ¿Alguna vez pensó en quedarse a dormir abrazado a una? ¿Salir a caminar de la mano? Ni siquiera podía imaginarlo sin que le diera flojera. Nunca tuvo novia. Nunca la quiso. Las pocas pololas de juventud habían sido un chiste: un par de besos, alguna caricia de más, una excusa para contarle a todos que era un ganador. Nada de amor, nada de ternura. Nada de verdad.

Y ahora entendía —con un nudo en la garganta que casi dolía más que la erección de antes— por qué Marlene le había cerrado la puerta en la cara. ¿La veía como una amiga? Tal vez quería creerlo, pero en el fondo la había tratado como a todas: un cuerpo para calmar sus ganas, un parche para su vacío. ¿Cuántas veces más haría lo mismo?

El recuerdo le perforó el cráneo como un clavo oxidado. Volvió a él, sin pedir siquiera permiso, esa escena que había decidido borrar de su memoria, aunque nunca pudo realmente. La humillación duele más que los golpes. Esa vez, a los trece años, cuando cayó… Se dejó besuquear en los baños por otro chico. El hermano menor de uno de los más peligrosos del orfanato, Sirius obviamente no lo sabía. Cuando sintió que por fin algo se movía dentro suyo que no era asco, ni violencia, ni miedo. Un beso apasionado, caliente, tonto, y que terminó en su peor pesadilla. El hermano del chico se enteró de todo. Lo arrastraron al patio trasero, lo desnudaron entre los árboles, lo… le hicieron cosas terribles y lo dejaron tirado allí. Quedó lleno de moretones, su cabeza sangraba y le quedó un ojo casi negro por tres semanas. Todo eso porque por fin se había atrevido a sentir algo.

Desde ese día lo había tenido claro: no iba a ser un maricón. Se había prometido a sí mismo que mataría esa parte podrida de su pecho, que la taparía a golpes de hombría, de mujeres, de bravuconadas. Que demostraría que Sirius Black era el macho alfa, el semental, el que todas querían y todos temían. Que su nombre significara sexo, poder, virilidad. Que cada mujer que se corriera bajo él borrara ese recuerdo, ese beso.

Pero cada orgasmo le dejaba un sabor a óxido. Cada pecho manchado con su esperma era una costra sobre su herida. No le calmaba nada. No le llenaba nada. Y esa tarde, justo ahora, frente a un río helado, se daba cuenta de que en el fondo no quería eso. Nunca lo había querido.

Se quedó mirando el agua como si pudiera arrancarle alguna respuesta, sintiendo que la garganta se le apretaba con una rabia vieja, vieja como su apellido. Y por primera vez, Sirius Black deseó llorar de miedo. 

Esa tarde, cuando la jornada laboral terminó y por fin regresaría a su cabaña, junto a Remus, todo parecía seguir su ritmo habitual, como si nada raro hubiera ocurrido hace unas horas atrás. Pero Sirius estaba hecho un trapo. Traía la vergüenza colgandole de los hombros como un saco de papas, la incomodidad le atravesaba el estómago, tanto que apenas podía tragar saliva, y mucho menos podía mirarlo a los ojos.

Remus, mientras tanto, parecía no notar nada… o eso fingía. Se había tomado la molestia de preparar un plato bien servido, más abundante de lo normal, y cuando se sentaron a comer se limitó a observarlo de reojo.

Sirius sentía que le ardía la cara cada vez que levantaba la vista y lo veía ahí, tan normal, tan Remus Lupin : la camisa sencilla, las mangas arremangadas, el cabello algo revuelto por el viento del camino. Y de pronto esa imagen se superponía a la otra, la sucia, la que se había inventado esa tarde, y se le revolvía todo por dentro.

—Black, ¿se encuentra bien? —se animó a preguntar Remus, bajando la voz una vez que el único ruido era el de los cubiertos y las cucharas—. ¿Le pasó algo? Lo digo por esa marca en el labio… ¡No me diga que volvió a pelearse con un trabajador!

—No es eso —contestó Sirius seco, la mirada clavada en su plato—. Fue un accidente tonto no ma’. Coma su comia callao, será mejor. Estoy cansao, nada ma’.

Remus alzó las cejas, tragó lo que tenía en la boca y dejó la cuchara sobre el plato.

—Ya veo… —dijo despacio, intentando sonar liviano—. Será mejor que se acueste temprano, yo me encargo de fregar todo esto. Con tanto trabajo por la temporada, es normal que ande reventado. Debería buscar algo para distraerse en sus ratos libres.

—¿Cómo ir a visitar a sus amiguitas del pueblo? —disparó Sirius sin pensarlo demasiado.

Remus parpadeó, ladeó la cabeza con calma.

—¿Va a seguir con eso? —preguntó, esta vez sin disimular la molestia. Dejó el cubierto a un lado y lo encaró—. Y sí, tal vez le haría bien socializar un poco más. Anda demasiado solo últimamente, Black.

Sirius soltó una risa hueca, sin humor. Se permitió mirarlo un segundo, apenas, antes de volver a hundirse en su plato.

—Bueno, si mi amigo me abandona, es lógico que ande solo, ¿no cree? —replicó, imitando a propósito su acento pulcro de la ciudad, como si eso pudiera escudarlo del nudo que tenía en la garganta.

Remus lo sostuvo con la mirada, frunció un poco el ceño, pero no dijo nada.

—Yo no lo he abandonado, Sirius —dijo finalmente, en un tono tan suave que casi sonó a disculpa.

—Meh, cómo diga —gruñó Black, tragándose toda la miseria de golpe—. Mejor coma callao , le dije.

Esa noche, Sirius no pudo dormir. Dio vueltas y más vueltas, sintiendo cómo las sábanas se volvían una trampa caliente que lo sofocaba, cómo la almohada se llenaba de pensamientos que no podía acallar. Pensó en todo y en nada a la vez. En Remus, en él mismo, en sus amigos de infancia que ya no estaban, en Regulus, en James intentando ser fuerte para todos.

Se miró las manos abiertas sobre la cobija, los dedos temblorosos, la palma marcada de callos. Miró la pared. Se destapó, volvió a taparse hasta la cabeza como un niño asustado, sudó frío. La respiración se le descompasaba y sentía un nudo pesado en la garganta. A veces se le escapaba una lágrima, ardiente.

Alcanzó su vaso de agua de la mesa de noche, bebió a sorbos torpes, como si el agua pudiera apagarle el fuego que traía en la cabeza. Se frotó la frente, la coronilla, apretó los ojos, deseando arrancarse esos pensamientos que no lo dejaban.

Sirius Black se sentía desesperado. Como si toda la máscara de seguridad que se había construido se hubiera resquebrajado en una sola tarde. Se descubrió a sí mismo, vulnerable, roto, sucio y confundido.

Esa noche, Sirius Black comprendió —sin atreverse a ponerlo en palabras— que ya no se conocía.

Chapter 14: Lo vivos también duelen

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Fundo “El Merodeador”, sur de Chile, 1981.

 

Esa semana fue, sin lugar a dudas, la más dura para Black… al menos en lo emocional. Todo en él parecía haberse vaciado, como si de pronto alguien le hubiera arrancado el alma y dejado sólo el cuerpo funcionando por costumbre. Ni los cigarrillos, ni el trabajo duro, ni las tardes junto a los caballos lograban distraerlo. Se movía en automático, hablaba poco, y hasta los peones lo notaban. Había algo distinto en él: los chistes se habían extinguido, la sonrisa socarrona había desaparecido, y su voz —esa voz siempre firme, viva, rebelde— ahora se escuchaba apagada.

Y tratándose de Sirius, era realmente inquietante verlo callado.

El tiempo, indiferente a su miseria, siguió corriendo. En un pestañeo ya se había acercado demasiado la navidad. Y por primera vez en años —desde que Sirius había llegado al fundo— no habría fiesta alguna. El aire se sentía distinto y no estaba como para celebraciones en grande, según James. Después de ya dos meses de duelo, había decidido dejar atrás la tradición de sus padres de organizar un evento familiar con invitados importantes y cenas ostentosas. Esta vez, dijo, la navidad sería entre ellos. Íntima.

Tomando en cuenta que ya había tomado las riendas del asunto, James se había convertido en poco tiempo en un patrón decente —o al menos eso quería creer Black—. Los trabajadores del fundo ya no murmuraban a sus espaldas, o si lo hacían, lo disimulaban mejor que antes. Potter había dado todo su esfuerzo para mantener el lugar a flote tras la partida de sus padres; el trabajo de Fleamont se mezclaba ahora con el que hacía Euphemia, y esa combinación, aunque pesada, estaba funcionando dentro de lo posible con la ayuda de varios.

El luto seguía latente. No se le podía pedir a un hijo único, regalón y profundamente apegado a su familia, que dejara atrás la tristeza de un día para otro y se comportara como “el hombre de la casa”. Sirius lo sabía bien. Sabía lo mucho que sufría James en silencio, lo mucho que lloraba por las noches, y la cantidad de veces que se quedaba solo en el escritorio del jefe, mirando los papeles sin realmente leerlos. El fundo seguía en pie, sí, pero el muchacho detrás del patrón seguía roto.

Regulus, que ahora cargaba con el triple de trabajo, era quien le contaba todas esas cosas a Sirius. No porque fueran cercanos, ni por gusto de andar divulgando penas ajenas, sino porque realmente le preocupaba James. Y, de alguna forma, pensaba que su hermano podía ayudar. A veces lo hacía de forma disimulada, otras con cierta dureza, pero siempre con una intención de tender un puente entre ambos, aunque ninguno de los dos lo admitiera.

Regulus siempre había sido un experto en ocultar lo que sentía. Era de esos que parecían hechos de piedra por fuera, pero que por dentro sufrían en silencio. Sirius lo sabía; lo conocía demasiado bien como para dejarse engañar por esa fachada de serenidad. Podía notar el cansancio en su mirada, la tensión en su voz cuando hablaba del trabajo, la forma en que se quedaba callado más de lo habitual. Y aun así, su hermano seguía ahí, de pie, enfrentando todo con una disciplina casi enfermiza.

Sin embargo, Sirius entendía esa necesidad de mantenerse ocupado. Él mismo había hecho lo mismo. Había llenado cada minuto de sus días con trabajo, con excusas, con cualquier cosa que le impidiera pensar. Era como si el duelo lo hubiera pasado por encima sin dejarle tiempo para sentirlo realmente. Ahora, meses después, cuando todo parecía calmarse, se daba cuenta de que ese vacío seguía dentro, intacto, esperando salir. Y entonces, su hermano volvió a aparecer frente a sus ojos.

—¿Está ocupado? —escuchó la voz familiar detrás suyo.

Sirius se giró. Regulus estaba en el umbral de su cabaña, con el rostro serio y la chaqueta algo empolvada por el camino. Era domingo, su día de descanso, y por eso mismo la visita lo tomó por sorpresa. Lo pilló limpiando sus botas en el pequeño living, un hábito casi terapéutico que había adoptado últimamente. Con un leve gesto de la cabeza, lo saludó e invitó a pasar, dejando las botas a un lado y volviendo a sentarse.

—Vengo a… hacerle una invitación —dijo Regulus tras un breve silencio—. Y espero que me lo acepte, hermano.

Sirius arqueó una ceja, apenas esbozando una sonrisa cansada.

 —¿Una invitación? —repitió—. ¿A’onde me quiere llear el que nunca sale ‘e casa?

 —Al cementerio.

Lo dijo con naturalidad, como si fuera una cosa simple. Pero para Sirius, fue como si el aire se le escapara del pecho. Sintió ese peso antiguo y conocido apretarle las costillas, esa incomodidad que lo perseguía cada vez que pensaba en el tema. Sabía perfectamente a qué se refería su hermano. Desde el día de los funerales no había vuelto a visitar a los antiguos patrones. Ni una sola vez. James lo había intentado convencer varias veces, con paciencia primero y con reproches después, pero él siempre encontraba una excusa distinta para no ir.

No sabía exactamente por qué lo evitaba. Tal vez era su manera de sobrellevar las cosas. Tal vez era cobardía. O quizás, simplemente, no quería enfrentarse al silencio que lo esperaba ahí, entre las lápidas. Últimamente su cabeza estaba ocupada con otras cosas: el trabajo, los animales, el campo… y, más recientemente, con un hombre que había trastocado su paz. Ir al cementerio no estaba en sus planes. Ni ahora, ni nunca.

—No, gracia’ —dijo al fin, seco, sin mirarlo.

La respuesta cayó como un portazo. El silencio que siguió fue incómodo. Pero Regulus no se movió. Permaneció ahí, quieto, con las manos entrelazadas delante del cuerpo, como si se negara a aceptar lo que acababa de oír. Sirius levantó la vista desde donde estaba sentado, frunciendo el ceño.

—Ya le dije ya, oiga. Retírese.

El más joven no respondió de inmediato. Solo lo observó con una calma que desconcertaba, con esa mirada suya que parecía no parpadear nunca.

 —¿Me puede acompañar? —repitió, como si la negativa anterior no hubiera existido.

Sirius dejó escapar un bufido y se puso de pie. Lo sobrepasaba por unos centímetros, y aun así, en ese momento, fue él quien se sintió más pequeño.

 —Le acabo de decir que no, ‘eñor.

Regulus sostuvo su mirada sin pestañear.

 —Por favor, Sirius.

El mayor apretó la mandíbula.

 —No use esa voz manipuladora conmigo —gruñó—. No pienso tocar ese cementerio hasta que yo lo diga, y ni uste’ ni James serán capaces de…

—Por favor… —lo interrumpió con una voz más baja, casi temblorosa—. No quiero ir solo.

Sirius soltó una risa seca, incrédula, y dio un paso atrás.

 —¿Está hablando en serio?

Pero la expresión de su hermano no cambió. No había burla, ni ironía, ni el más mínimo gesto de desafío. Solo esa sinceridad helada que a veces se le escapaba sin querer. Sirius se quedó mirándolo unos segundos, confundido, como si tratara de descifrarlo.

—¿Y James? —preguntó al fin, con voz más dura de lo que pretendía.

—Está ocupado, y realmente deseo ir ahora —respondió Regulus sin rodeos—. Por favor, Sirius. Usted sabe que no me gusta estar sin compañía fuera del fundo.

Sí, lo sabía perfectamente. Desde aquel invierno, años atrás, cuando su hermano había llegado por primera vez al fundo arrastrado por él mismo, Regulus no había vuelto a salir solo. Jamás. Siempre necesitaba tener a alguien cerca. Era como si el mundo, fuera del cerco del fundo, le pesara demasiado. La señora Euphemia solía acompañarlo cuando debía ir al pueblo, y el señor Fleamont hacía lo mismo si se trataba de algún asunto más serio. Pero desde que ambos se habían ido, no quedaba nadie que lo sacara de allí. Sirius, sin embargo, nunca había pensado que su hermano se lo pediría.

Durante unos segundos, no supo qué decir. Lo observó en silencio, con los labios apretados, y después soltó un suspiro resignado.

—Espéreme callao mientras me cambio ‘e ropa.

Fue lo único que dijo. Y en menos de media hora, ambos estaban en las afueras del cementerio, caminando en silencio entre los árboles. El aire olía a tierra húmeda y a hojas podridas, y los pasos de los hermanos resonaban suaves sobre el césped. Regulus avanzaba unos metros por delante, sosteniendo un pequeño arreglo floral que había preparado él mismo en nombre de ambos. Sirius caminaba detrás, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida en el suelo, intentando no pensar demasiado.

El camino los condujo hasta un rincón apartado, un lugar tan sereno que casi parecía fuera del mundo. Frente a una pequeña cascada descansaban las lápidas de los señores Potter, rodeadas de flores y recuerdos recientes. Era un sitio hermoso. Regulus colocó el ramo a un costado y retrocedió un paso. Ninguno de los dos habló. Solo se quedaron ahí, contemplando los nombres grabados en piedra. Sirius tragó saliva; sus manos temblaban dentro de los bolsillos. Podía sentir cómo el aire se volvía más denso con cada respiración. Y entonces, sin aviso, estalló.

El llanto vino de golpe, sin permiso, sin compasión. Como si algo en su interior hubiera cedido al fin después de tanto resistir. Las lágrimas le brotaron sin control, y un gemido ahogado escapó de su garganta mientras se arrodillaba frente a las tumbas. Se cubrió el rostro con ambas manos, intentando contener lo imposible. El dolor en el pecho lo apretó como una garra, un dolor antiguo que había estado empujando hacia el fondo desde el día del funeral. Sintió entonces un peso leve en la espalda: las manos cálidas de Regulus, dándole palmadas torpes, sin decir nada. No hacían falta palabras. Ahora entendía por qué había evitado ese lugar tanto tiempo. Lo sabía, en el fondo. Sabía que si volvía, se rompería.

Intentó calmarse, inhalar hondo, fingir que nada pasaba. Pero cuando lo logró apenas por unos segundos, un sonido lo desconcertó. Un sollozo agudo, pequeño, quebrado. Giró la cabeza despacio. Regulus estaba de rodillas junto a él, con la mirada fija en el suelo, el labio inferior temblándole y los ojos cristalinos. Las lágrimas le corrían por las mejillas hasta perderse en la línea de la mandíbula. No había impostura ni orgullo en su rostro, solo un dolor puro, tan humano que a Sirius se le apretó aún más la garganta.

Se quedó viéndolo en silencio, perplejo. Quizá por lo absurdo de la escena —dos hombres hechos y derechos, llorando frente a las tumbas de sus patrones— o quizá porque hacía demasiados años que no veía llorar a su hermano de esa forma. No desde que eran niños. Por primera vez en mucho tiempo, no dijo nada. Solo lo miró y, sin pensarlo, extendió una mano temblorosa para posarla sobre el hombro de Regulus. Ninguno intentó detener el llanto. Dejaron que la tristeza hiciera lo que tenía que hacer.

La situación se le hizo extrañamente familiar, casi como un mal presagio que volvía a repetirse. Y cuando al fin el llanto cesó, ninguno de los dos dijo una palabra. Simplemente se miraron un instante —apenas lo suficiente para reconocerse en el cansancio del otro— y emprendieron el camino de regreso, como si nada hubiera pasado, como si no acabaran de romperse juntos frente a dos tumbas. Sirius adelantó el paso, quizá por vergüenza o por costumbre, intentando disimular los ojos enrojecidos que el viento frío tampoco ayudaba a esconder. Y justo cuando cruzaban el portón del cementerio, el destino decidió jugarle una broma cruel.

Un galope retumbó a lo lejos, levantando el polvo del camino. Sirius levantó la vista, entrecerrando los ojos por el sol de la tarde, y lo vio. Un caballo venía directo hacia ellos, y sobre su lomo, dos figuras. Reconocería esa silueta en cualquier parte: el porte erguido, el cabello claro moviéndose con el viento. Remus Lupin. Y justo detrás de él, aferrada a su cintura, venía la señorita MacDonald. El estómago de Sirius se le contrajo de inmediato.

—¡Ey, Black! —saludó Lupin, sonriendo mientras tiraba de las riendas para frenar al caballo.

—Buenas tardes —agregó Mary, con ese tono amable y educado de siempre, inclinando un poco la cabeza hacia ambos hermanos.

Sirius contestó, seco:

 —Buenas tardes, ‘eñor. No lo vi esta mañana, ¿anduvo paseando temprano, acaso?

—Oh, sí —respondió él, aún sonriente, sin notar el cambio en su voz—. Ayudé a Mary con unas compras y luego la invité a dar una vuelta. No vi a James en ningún sitio, así que saqué el caballo por mi cuenta. Espero que no se enoje.

—Si don James no está, mando yo, ‘eñor Lupin —le soltó Sirius, con una mirada cortante—. No es correcto que saque los caballos sin permiso, y menos pa’ andar dándose una vueltita tonta nomás.

Remus lo miró sorprendido, el gesto amable cayendo un poco de su rostro.

 —Lo siento, Black —contestó, algo desconcertado—. De todas formas, el paseo ya terminó. Iba rumbo al fundo de los Crouch para dejar a Mary en casa de Marlene, ¿no es cierto?

—Oh, sí —intervino ella, risueña, sin percatarse de la tensión en el aire—. Marlene nos invitó a comer. ¿Quieres venir, Sirius? Ah… tú también, Regulus, si gustas.

—No gracias, señorita —rechazó la invitación con la cortesía más fingida que pudo reunir—. Supongo que nos veremos luego, Lupin. Señorita MacDonald. —Inclinó apenas la cabeza en señal de despedida.

El polvo fue lo único que quedó cuando los vio alejarse, perdiéndose entre los árboles. Sirius soltó un largo suspiro, uno de esos que parecen vaciar el alma, y se montó en su caballo. Ayudó a Regulus a subir detrás de él, y sin pensarlo demasiado, apretó las riendas. Niebla Negra salió disparado por el camino de tierra, levantando hojas secas a su paso. El aire cortante le golpeaba el rostro, y las uñas de su hermano se aferraban con fuerza a su cintura, pero a Sirius no le importaba. Solo quería correr, correr hasta olvidarse del peso en el pecho.

Desde ese maldito día, nada había vuelto a ser igual entre él y Lupin. O al menos, así lo sentía él. Sirius no podía dejar de ver el muro invisible que había construido entre ambos. No dormía bien. No comía bien. Y, sobre todo, evitaba quedarse a solas con él a toda costa.

Había descubierto que el miedo a perder la seguridad propia era tan real como la desesperación. Se sentía atrapado en una contradicción imposible: un hombre rudo, curtido por la vida, que ahora temblaba ante sus propios pensamientos. Porque no eran pensamientos cualquiera… eran imágenes que lo quemaban por dentro. Impuras, prohibidas, asfixiantes.

Con cada noche que pasaba, los recuerdos que creía enterrados volvían a levantar su voz: su niñez, la violencia, la culpa. Y ahora, esa nueva herida —la de desear a alguien que debía respetar— se mezclaba con el duelo de haber perdido, otra vez, a su familia.

Todo lo tenía al borde del colapso. Si es que ya no estaba en él.

Y verlo así, tan sereno, tan cómodo, tan feliz al lado de Mary MacDonald… lo desarmaba por completo. ¿Por qué? ¿Por qué le había molestado tanto? ¿Por qué se le había endurecido la voz al hablarle? ¿Por qué no podía simplemente comportarse como una persona normal? Las preguntas se le repetían una y otra vez, mientras el viento frío golpeaba su cara y los árboles pasaban como manchas verdes a su alrededor. Pero ninguna tenía respuesta.

Al llegar a los terrenos, Sirius dejó a su querido caballo en el corral y entró a la casona junto a su hermano. El aire fresco del exterior contrastó con el cálido aroma a pan y leña que impregnaba la cocina. Se sentó en silencio, esperando que un buen café preparado por la señora Pettigrew le ayudara a bajar los humos y a ordenar las ideas.

El primer sorbo fue reconfortante, casi un pequeño consuelo. Pero la paz duró poco. Apenas Peter cruzó la puerta, cargando un canasto lleno de huevos recién recolectados, el ánimo de Sirius se volvió a desplomar. No era que lo odiara, no. Simplemente, intuía que nada bueno saldría de su boca en ese momento.

—¿Hai visto al joven Lupin, Black? —preguntó Peter mientras dejaba el canasto sobre la mesa con un suspiro cansado—. Le quería encargar algo del pueblo, ya que siempre anda por esos laos, pero no lo he visto en to’ el día.

Sirius contempló el tazón humeante frente a él, sin fuerzas para levantar la mirada.

 —Lo vi hace poco —respondió, seco—. Estaba paseando con la señorita MacDonald. Supongo que llegará en un rato más. Si querí, puedo comentarle tu favor…

—Oh, no te preocupí —dijo Peter, acomodándose en la silla junto a él—. Ya lo haré cuando lo vea. Por cierto… —añadió con ese tono que solía usar antes de soltar una estupidez—, ¿él y Mary tienen algo?

Sirius casi se atraganta con el sorbo de café que estaba tragando. Tosió un par de veces antes de poder responder.

 —¿Cómo? ¿Te refierí a una relación? ¿Sabí algo?

—No, no —se apresuró a aclarar Peter, con una sonrisita—. Pero últimamente los veo muy cercanos. ¿No crees que se ven lindos juntos?

—¿Por qué lo dices? —replicó Sirius, esta vez con una voz más baja, casi contenida.

—Porque se la pasan de arriba a abajo, siempre están a solas. ¿Por qué un hombre y una mujer estarían tanto tiempo juntos, eh? —rió con picardía, filoso—. Es un poco obvio, Black. Aunque quizá solo sean tonteras mías… Entre nos, me cuesta creer que Remus esté con una chiquilla tan hermosa.

Lanzó una risita tonta. Sirius no reaccionó. Su rostro era una máscara.

—¿Por qué me contai esto? —soltó al fin, con una voz tan afilada como un cuchillo—. ¿Acaso eri una vieja chismosa, Pettigrew? Yo no soy na una mujer pa’ que me andi contando weas ajenas. Métete en tus asuntos.

El golpe verbal fue directo. Peter se tensó y frunció el ceño.

 —Tú preguntaste, aweonao —replicó, dolido.

Sirius tomó otro sorbo de café, esta vez con rabia, y dejó la taza con fuerza sobre la mesa.

 —Gracias por arruinar mi café.

El silencio que siguió fue incómodo. Peter se levantó refunfuñando, y Sirius se quedó solo, mirando el líquido oscuro al fondo del tazón, como si en él pudiera esconder la tormenta que llevaba dentro. Pero… ¿y si era verdad? ¿Y si él era el único que no quería reconocer que Remus tenía algo con ella? Después de todo, Peter tenía razón. ¿Qué harían dos personas a solas tanto tiempo? Era… obvio.

El pecho le dolió, igual que hace una hora en el cementerio. Pero esta vez no sentía ganas de llorar. Sentía ganas de gritar. De romper algo. De desaparecer. ¿Por qué? No lo sabía. Ni siquiera podía pensar con claridad: la rabia lo estaba consumiendo. Definitivamente había perdido la cordura. Y su decepción era tan genuina que ni siquiera se daba cuenta de lo absurdo que resultaba sentirse así. ¿Por qué le dolía? ¿Por qué deseaba que no fuera cierto? ¿Acaso… así se sentiría mejor? ¿Sabiendo que Remus seguía soltero? ¿Y por qué eso lo haría sentir mejor? ¿Acaso así él tendría una oportunidad de…?

No. Por el amor de Dios, no. Sirius se levantó de golpe, derramando el café. La taza cayó al suelo y se hizo trizas. Retrocedió un paso, murmurando una disculpa mientras la señora Pettigrew se apresuraba a limpiar el desastre. No soportó quedarse allí. Salió. Sin rumbo.

Cuando se dio cuenta, estaba en su cabaña. Se dejó caer en el sofá, exhausto, con el corazón en ruinas y la mente hecha un caos.

Y cuando escuchó unos pasos fuera de la cabaña, Sirius sintió que el mundo se le venía abajo. Remus abrió la puerta con una sonrisa genuina. Black se sintió el ser más estúpido del universo, una vez más. Lupin dejó sus cosas sobre una silla y fue directo a la cocina. Se sirvió un vaso de agua, lo bebió de un trago y volvió a llenar el vaso. Sirius lo observaba de reojo, mordiéndose la lengua… pero no pudo.

—¿Pensaba decirme algún día de su amorío con la ‘eñorita MacDonald, eh? —soltó, con una voz áspera, cargada de veneno.

Remus se giró de inmediato, con el ceño fruncido.

 —¿Disculpe? ¿De dónde saca tanta estupidez junta, Black?

—No se me haga el leso, ¿oyó? Si hasta el perro del patrón sabe esa historia…

—¿Qué cosa saben, si se puede saber? —respondió, acercándose al sofá, molesto, con esa calma peligrosa que solo él tenía.

Sirius no supo qué decir. Se sintió diminuto. Siempre le pasaba cuando Lupin se defendía con esa elegancia irritante; no podía igualar su serenidad, ni su maldita manera de hacerlo quedar como un niño caprichoso. Se levantó del sofá con brusquedad.

 —Olvídelo. Estoy cansado —murmuró, dirigiéndose a su habitación.

Pero antes de que pudiera cerrar la puerta, Remus la bloqueó con el pie.

 —No, Black, no huya de mí —dijo, alzando la voz apenas lo necesario para helarle la sangre—. Últimamente se ha estado comportando como un lunático. ¡Un paranoico! ¿Cuántas veces le he dicho que no pasa absolutamente nada con nadie? ¡Ni con Evans, ni McKinnon, ni mucho menos con MacDonald!

—Mis ojos ven lo contrario —replicó Sirius, acercándose con paso firme, amenazante—. ¿Gastar to’ su tiempo libre con ella? ¡Meh! Perdóneme por sospechar, pero no creo en la amistad tan íntima entre un hombre y una mujer.

—Vaya simio —soltó Remus con un resoplido, conteniéndose—. Yo siempre he tenido amigas, Sirius. Y, para su información, usted es… mi primer verdadero amigo masculino. Debería sentirse especial. No es de mi agrado convivir con gente tan estúpida.

Se detuvo, suspiró, y bajó la voz.

 —Perdóneme. Olvide lo último. Pero, por enésima vez, no pasa absolutamente nada con nadie. Mi corazón… está muy cerrado.

Sirius desvió la mirada.

 —Meh.

Remus sacó el pie de la puerta, pero antes de apartarse, añadió:

 —Ah, Black… ¿tanto le importa si gustara de alguien? Porque cada vez que sospecha, se pone… celoso.

—¿Cómo dijo, mierda? —Sirius abrió la puerta de golpe, el rostro encendido—. Parece que el lunático aquí es usted.

Sirius cerró la puerta de un portazo tan fuerte que el marco vibró. El sonido retumbó en toda la cabaña, como un disparo. Se quedó quieto, respirando con dificultad, las manos aún temblando. Escuchó los pasos de Remus alejándose, lentos, pesados… hasta que la puerta principal se cerró. El silencio que siguió fue insoportable.

Le hervía la sangre. No entendía por qué. O tal vez sí. La palabra “celoso” le martillaba la cabeza sin descanso, como una maldición imposible de romper. Se dejó caer sobre la cama, con el pecho agitado, mirando el techo. Intentó convencerse —una vez más— de que Remus estaba equivocado, que no era celos, que solo estaba harto de sus actitudes. Pero no era eso.

La verdad, esa asquerosa verdad que ni siquiera se atrevía a decirse en voz baja, le pesaba como una piedra en el pecho. Dolía. Dolía físicamente, como si algo lo estuviera rompiendo por dentro. Como si su corazón estuviera a punto de estallar o sus pulmones se negaran a soltar el aire. Porque sí, tal vez Lupin tenía razón. Y eso lo enfurecía todavía más. ¿En serio estaba pasando otra vez? ¿Otra vez esa maldita sensación, ese impulso asqueroso, ese deseo que creía muerto? ¿No había enterrado ya esa enfermedad años atrás, bien profundo, bajo tierra, donde nadie pudiera encontrarla?

Pero las enfermedades mentales no tienen cura. Eso dicen. Y para Sirius, sentir algo por un hombre era justo eso: una enfermedad. Ser un enfermo. Un anormal. Un maldito maricón. Y él no era nada de eso. No quería serlo. Prefería morirse antes que admitirlo. Pero ahí estaba, ardiendo por dentro solo de imaginar a Remus sonriendo con otra persona. Feliz. Feliz con alguien que no era él. Y ese pensamiento lo destruyó más que cualquier insulto.

Sirius Black, con todas las letras, sin excusas ni justificaciones, estaba celoso. Y el simple hecho de reconocerlo lo terminó por quebrar.

—¿Qué mierda estás haciendo con tu vida, hombre? —se escupió en voz baja, con rabia—. Sácatelo de la cabeza… ahora. Esto está mal, mal. Es asqueroso, es repugnante. —Su voz se quebró, reduciéndose a un hilo apenas audible—. No seas eso. No seas eso.

Se llevó las manos a la cara, presionando con tanta fuerza que sus dedos temblaron. Le ardía la frente de tanto refregarla, como si quisiera arrancarse los pensamientos a golpes. El aire pesaba. Cada respiración era una punzada. Se sentó al borde de la cama, con la mirada perdida en el suelo, y el silencio se volvió insoportable. Esto era ridículo. Ridículo, estúpido, inmoral. Una basura. Una desgracia que le corría por las venas y que no podía arrancarse ni aunque se desollara vivo.

Pero, para su suerte —o su maldición—, Sirius era un experto en fingir. En cerrar la boca, sonreír con los dientes apretados y actuar como si no pasara nada. Eso era lo que haría.

Nada.

Porque así sobreviven los que no pueden aceptar lo que sienten: lo entierran, lo disecan, lo encierran con llave. Y siguen adelante, vacíos, odiándose un poco más cada día.

Notes:

Espero hayan disfrutado de este humilde capítulo.
Supongo que pedir perdón por desaparecer tantos meses, no tengo muchas excusas, simplemente un bloqueo del cual me costó salir.

Espero esta narración esté a la altura de lo que estaban acostumbrados, me tuve que releer los últimos capítulos para acordarme de detalles y volver a agarrar el hilo... Asi que pido perdón si hay alguna incongruencia.

Pero como dice William Afton:

I always come back.