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Harry Potter y la pesadilla hecha realidad

Summary:

Harry abre los ojos en un mundo diferente… pero con recuerdos intactos de su vida anterior. Draco, el hombre que alguna vez amó y perdió, está ahí, como si nada hubiera ocurrido, como si nunca hubiera huido, pero hay una diferencia aterradora: él no recuerda nada de la historia que compartieron. En esta nueva realidad, Harry ve la oportunidad de reescribir su destino con Draco, pero el amor que alguna vez compartieron se retuerce en algo más oscuro, más intenso... y más peligroso.

Reescritura de Harry Potter y la piedra filosofal.

Chapter 1: Avada Kedavra

Summary:

Avada Kedavra es una maldición que sólo puede llevar a cabo un mago muy poderoso. El único contrahechizo conocido es que una persona sacrifique voluntariamente su vida por la víctima para protegerla, lo que usa el poder del amor para detener y rebotar la maldición.

Chapter Text

El aire estaba cargado de una tensión sofocante en la casa de los Potter en el Valle de Godric. Era una noche de Halloween en apariencia tranquila, pero la calma se hizo trizas en un instante. Una figura encapuchada emergió de la oscuridad, atravesando las protecciones que ya habían caído.

Lily Potter corrió por las escaleras, con el corazón desbocado y su hijo en brazos. Las risas infantiles de Harry, de apenas un año, resonaban inocentes en la habitación, sin comprender que la muerte se acercaba con paso decidido. Abajo, James Potter desenvainó su varita, listo para enfrentar lo inevitable. No había gritos, solo la determinación de un padre que daría su vida sin dudarlo.

"¡Lily, corre!", fue lo último que gritó James antes de que el destello verde lo consumiera.

La puerta se hizo astillas y el aire se llenó de cenizas. Lily sostuvo con fuerza a su hijo, cubriéndolo con su propio cuerpo. Las lágrimas caían por su rostro, pero su voz se mantuvo firme.

"No a Harry, por favor, ¡llévate a mí en su lugar!"

Voldemort alzó su varita, su frialdad absoluta. "Idiota."

El cuarto se iluminó con una maldición asesina, y Lily cayó al suelo sin un grito. El niño quedó expuesto. El Señor Oscuro apuntó de nuevo, su varita vibrando con el poder de la muerte.

"Avada Kedavra."

El rayo verde impactó en la frente de Harry Potter, pero algo insólito ocurrió.

El alma del niño, en su inocencia, fue arrastrada al abismo de la magia antigua. Y en ese vacío sin tiempo, otra alma tomó su lugar.


No había oscuridad, no había luz. Solo una sensación de fractura, de caída sin fin. Un torbellino de recuerdos, de rostros conocidos y perdidos, de vidas pasadas. Draco. El Ministerio. La desesperación. El amor. La obsesión. El miedo. Y entonces...

Harry despertó.

Pero no era un despertar común. Su cuerpo se sentía diminuto, atrapado, y su visión era borrosa. Intentó moverse, pero sus extremidades no respondieron como debían. Quiso hablar, pero solo un balbuceo infantil salió de su boca. La realidad lo golpeó como una daga helada.

¡Estaba en el cuerpo de un bebé!

Su mente adulta, con todos los recuerdos de su otra vida, estaba atrapada en un niño de apenas un año. Sintiendo un pánico sofocante, intentó controlar su respiración, pero su corazón latía como un tambor de guerra.

Esto no es posible.

Sin embargo, su lógica no podía negar lo evidente. Sabía exactamente dónde estaba: la habitación donde sus padres habían muerto. Podía ver el cuerpo sin vida de Lily Potter a su lado, y frente a él, los restos del ser que alguna vez fue Lord Voldemort.

¿Qué había pasado? En su mundo original, Voldemort había dejado una parte de su alma dentro de él, pero aquí... aquí el alma que había entrado en el niño no era la de Voldemort. Era la suya propia.

Eso significaba que el ciclo había cambiado. Que el destino había sido roto y reconstruido de una forma completamente nueva.

Y si eso era cierto...

Draco podía estar vivo en esta realidad.

Harry sintió una oleada de emoción. Una segunda oportunidad. Una posibilidad de rehacerlo todo, de estar con él, de evitar los errores del pasado. Su corazón, aún infantil y frágil, latía con una intensidad que no correspondía a su edad.

Pero entonces sintió otra cosa. Algo dentro de él... moviéndose.

Un pensamiento que no era suyo, una sensación de conciencia ajena, confundida, asustada. ¡La otra alma de Harry, la del niño que debía haber nacido en este mundo, también estaba aquí! Como un eco perdido dentro de su mente, un destello de inocencia y terror.

Dos almas en un solo cuerpo.

Harry contuvo el aliento, sintiendo la magnitud de lo que significaba. La magia había hecho algo que nunca antes se había visto. Él no era solo un niño con recuerdos de otra vida, sino una fusión de dos existencias distintas.

El destino había sido alterado. El eco de su antigua vida resonaba con fuerza. Y esta vez, no pensaba dejar que Draco se alejara de él.


Desde la distancia, el rugido de una motocicleta rompió la quietud de la noche. Sirius Black surcó el cielo como una sombra veloz, su corazón latiendo con violencia dentro de su pecho. Había sentido algo en su magia, una punzada de advertencia que lo obligó a acelerar, a volar como si la vida de James y Lily dependiera de ello.

Pero cuando descendió en picada frente a la casa de los Potter, la vio: en ruinas, consumida por una explosión mágica.

El suelo tembló cuando aterrizó con un golpe sordo. Bajó de la motocicleta de un salto, su varita en alto, con el aliento entrecortado. Las puertas estaban destrozadas, la madera carbonizada. El aire olía a ceniza, a muerte.

Con el corazón en un puño, cruzó el umbral. Lo primero que vio fue a James. Su hermano de alma.

Estaba desplomado en el suelo, cerca de la puerta, con los ojos aún abiertos, congelados en el último instante de su vida. Sirius sintió que el mundo se inclinaba bajo sus pies. Se tambaleó, ahogando un grito.

No. No. No.

Se arrodilló junto a James y con manos temblorosas tocó su rostro, esperando—rogando—que esto no fuera real.

"Prongs…" La voz apenas le salió, un susurro ahogado.

Pero James no se movió. No se rió. No lanzó alguna broma sarcástica como siempre hacía en los momentos de tensión. Solo estaba ahí, frío y sin vida.

Una ráfaga de furia le nubló la vista. Él los traicionó. ¡Él los vendió! Sirius apretó los dientes, su respiración convirtiéndose en un gruñido bajo. Lo mataría. Lo encontraría y lo haría pagar.

Entonces un sonido lo congeló.

Un llanto.

Sirius levantó la cabeza bruscamente.

"¡Lily!"

El pánico lo impulsó a correr. Subió las escaleras de dos en dos, tropezando con los escombros. La baranda estaba astillada, el aire impregnado de una magia oscura que lo hacía sentir enfermo.

Cuando llegó al segundo piso, al cuarto de Harry, vio la escena que lo destrozó por completo.

Lily yacía en el suelo, su cabello rojo como un charco de sangre sobre la alfombra chamuscada. Sus brazos estaban extendidos en un gesto protector, como si aún intentara detener al monstruo que había venido a arrebatarle a su hijo. Sus ojos verdes, esos ojos que siempre brillaban con vida, ahora estaban vacíos, fijos en el techo.

Sirius cayó de rodillas a su lado.

"Lily… no…" Su voz se rompió.

Apoyó la frente en la de ella por un instante, sus lágrimas cayendo sobre su piel fría.

Un ruido lo sacó de su dolor.

Un susurro. Un sonido bajo, algo que no debería estar allí.

Sirius alzó la vista… y vio el cadáver de Voldemort.

Su túnica negra estaba rasgada, su cuerpo reducido a un esqueleto pálido y marchito. No había rastro de su rostro serpentino, solo la silueta de un hombre caído, una varita a su lado. La magia oscura todavía impregnaba la habitación, vibrando con restos de un hechizo fallido.

Y en la cuna, pequeño, indefenso, con una cicatriz fresca en la frente, estaba Harry.

Su llanto era débil, como si el esfuerzo de seguir vivo lo estuviera agotando.

Sirius sintió que su cuerpo se movía por instinto. Se arrastró hasta la cuna y lo tomó en brazos con desesperación, con un terror abrumador apretándole el pecho.

"Harry… pequeño… te tengo… te tengo…"

Pero Harry sí entendía.

Porque él no era solo ese bebé de un año. Dentro de su diminuto cuerpo, una mente adulta despertaba, confundida y aterrorizada. Recordaba todo. Su vida pasada. Draco. Su amor, su odio, su desesperación por recuperarlo.

Y ahora estaba aquí.

En los brazos de Sirius. Vivo.

El shock lo golpeó con tanta fuerza que no pudo pensar, no pudo respirar. Solo pudo sentir cómo el calor del cuerpo de Sirius lo rodeaba, su aroma, su fuerza. Era él.

Harry trató de moverse, de alzar los brazos con torpeza, de aferrarse a él con todas sus fuerzas. Sirius estaba vivo.

Quiso hablar. "Sirius, no me dejes. No me entregues a Hagrid. No busques a Peter. ¡No lo hagas!"

Pero su boca no respondía. Su lengua era torpe, sus músculos inmaduros. Solo salió un gemido, un llanto roto.

Sirius lo abrazó con más fuerza.

"Shhh, pequeño. Estoy aquí. Todo estará bien…"

¡No, no estará bien!

Harry forcejeó, pataleó, quiso agarrarlo, suplicarle.

Sirius, escúchame. Si me dejas, te atraparán. Peter te inculpara. Irás a Azkaban.

Pero su llanto era solo eso. El llanto de un niño.

Sirius no entendía. No podía entender.

Respirando con dificultad, Sirius se obligó a ponerse de pie. Con Harry contra su pecho, miró a Lily por última vez, su corazón hecho pedazos.

"No dejaré que te pase nada, pequeño," murmuró, y su tono se volvió frío. Determinado. Iba a encontrar a Peter. Lo iba a hacer pagar.

Harry sollozó, desesperado. No. No. No.

Pero Sirius ya estaba moviéndose de nuevo.

Cada paso que daba parecía sacudir la casa en ruinas, su respiración entrecortada resonando en el silencio pesado que se cernía sobre ellos. La madera crujía bajo su peso, astillas sueltas rodaban por el suelo mientras avanzaba con Harry aferrado contra su pecho. La tela de su ropa olía a humo, a ceniza, a muerte. Su corazón martilleaba con un dolor sordo, una angustia que lo devoraba por dentro, pero su mente estaba fija en un solo objetivo. Peter.

Las sombras en los pasillos eran más oscuras de lo que recordaba, alargándose como dedos espectrales sobre las paredes destrozadas. La casa que había sido un hogar lleno de risas y amor ahora era un mausoleo de muerte y traición. Un sepulcro que albergaba los restos de la única familia que alguna vez tuvo.

El aire estaba cargado de polvo, de magia rota, de la energía residual de un poder que jamás debió liberarse. Pero él no se detuvo. No podía hacerlo. Si lo hacía, si permitía que su mente procesara realmente lo que había pasado, se rompería. Y no podía permitirse eso.

Descendió por las escaleras destrozadas, esquivando los escombros, sintiendo cómo la tela de su ropa se enganchaba en clavos torcidos y fragmentos de madera astillada. Su agarre en el pequeño cuerpo de Harry se afianzó, sus dedos aferrándose al niño como si él fuera lo único real en ese mar de devastación.

Cuando llegó al primer piso, su mirada fue inevitablemente atraída hacia la entrada… hacia el cuerpo que yacía en el suelo.

James Potter. Su mejor amigo. Su hermano.

Su cuerpo estaba tendido en una posición que hablaba de su última batalla: sin una varita en mano, un pie ligeramente adelantado, como si hubiera estado dando un paso al frente cuando la maldición lo alcanzó. Sus ojos, que tantas veces habían brillado con travesuras, amor y lealtad, ahora estaban fijos en la nada.

Sirius sintió que su garganta se cerraba. El dolor era insoportable. Una herida abierta y sangrante en su alma.

No pudo evitar arrodillarse.

"Prongs…" su voz fue un susurro roto, una súplica a un hombre que ya no podía escucharlo.

El frío de la noche se colaba por la puerta rota, pero el frío en su pecho era mucho peor. Sirius pasó una mano temblorosa sobre los párpados de James, cerrándolos con una ternura reverente, como si aún esperara que despertara, que se riera de alguna broma y le dijera que todo estaba bien. Pero no lo estaba. Y nunca volvería a estarlo.

Harry se removió en sus brazos.

Sirius parpadeó, recordando que el niño seguía vivo. Que James y Lily habían muerto protegiéndolo.

Eso fue suficiente para que la rabia volviera con más fuerza. Su pena se transformó en un ardor abrasador, en un fuego que le quemaba por dentro. No podía permitirse llorar. No ahora.

Con el cuerpo tenso y los ojos ardiendo, se levantó con Harry entre sus brazos y salió de la casa.

El aire de la noche era helado. El cielo estaba despejado, cruelmente hermoso, con la luna brillando en lo alto como un ojo indiferente a la tragedia que acababa de ocurrir. El viento movía suavemente las hojas caídas, arrastrando el olor a ceniza y muerte fuera de la casa.

Y allí, en la oscuridad, esperando como un mensajero del destino, estaba Hagrid.

Sirius se detuvo abruptamente.

El semigigante se encontraba al pie del jardín de la entrada, su enorme figura proyectando una sombra alargada bajo la tenue luz de la luna. Sus hombros anchos se alzaban y caían con una respiración pesada, sus ojos oscuros reflejaban el dolor, la incredulidad.

"¡Sirius!" exclamó Hagrid con la voz temblorosa, como si apenas pudiera soportar la escena ante él. "Merlín… James… Lily… ¿El niño?"

Sirius apretó los labios, protegiendo a Harry contra su pecho. No confiaba en su voz, porque si hablaba, temía que un grito escapara de su garganta.

Hagrid dio un paso adelante, su mirada desesperada buscando al pequeño en los brazos de Sirius.

"Albus me mandó," dijo, su voz grave, impregnada de tristeza. "Me pidió que trajera a Harry conmigo. Quiere que lo lleve con los Dursley, su única familia muggle."

Sirius sintió que el mundo se detenía por un instante.

No.

James y Lily jamás habrían querido eso. Nunca habrían querido que su hijo creciera con gente que lo odiaría, que lo despreciaría por lo que era.

"¡No!" Sirius dio un paso atrás, el instinto protector encendiéndose en su interior como una explosión. "¡No lo entregaré! ¡Él es mi ahijado! ¡James y Lily me lo confiaron! ¡Me lo llevaré conmigo!"

Harry, con su mente atrapada en ese cuerpo diminuto, quiso gritar de alivio.

¡Sí! ¡Sirius, llévame contigo! ¡No me dejes! ¡No lo busques!

Pero su boca solo produjo un gemido lastimero, un balbuceo incomprensible. Las palabras estaban en su mente, pero su cuerpo no las obedecía.

Hagrid negó con la cabeza, su enorme mano temblando.

"No puedo, Sirius. Dumbledore lo decidió. Dice que es lo mejor para él."

"¿¡Lo mejor!? ¿¡Con esos muggles!?" Sirius rugió con furia, su pecho subiendo y bajando con respiraciones agitadas.

No podía perderlo.

No podía perder también a Harry.

Pero entonces, un pensamiento venenoso se deslizó en su mente.

Peter.

Si no lo encontraba ahora, si lo dejaba escapar… todo esto habría sido en vano.

Respiró con dificultad, su corazón latiendo con una furia desgarradora. Sus dedos se aflojaron lentamente sobre el cuerpo de Harry.

"Hagrid…" su voz sonó rota. "Toma mi moto."

Harry gritó.

Sirius lo alzó, acercándolo a Hagrid. No. No. No.

No lo hagas.

No lo hagas.

No lo hagas.

Las lágrimas rodaron por su rostro infantil mientras sus manos diminutas se aferraban a la chaqueta de Sirius con todas sus fuerzas.

"No… no…"

Sirius no entendió.

Solo sonrió con tristeza, con la angustia pintada en cada línea de su rostro, y le pasó el pequeño cuerpo a Hagrid.

Harry pataleó, luchó, se desesperó.

¡No lo hagas! ¡No me dejes! ¡No vayas tras Peter!

Pero Hagrid ya lo sostenía. Sirius ya estaba alejándose, su expresión endurecida, su mente consumida por la venganza.

El aire se volvió insoportablemente frío cuando Sirius giró sobre sus talones y se perdió en la noche.

Y en ese instante, Harry supo que lo había perdido.

El rugido del viento fue lo único que rompió el silencio cuando Sirius giró sobre sus talones y se apareció, dejando tras de sí apenas un eco de su desesperación. La noche devoró su figura en un susurro amargo, tragándose con él la última oportunidad de que todo fuera diferente.

Hagrid ya lo sostenía con firmeza, envolviéndolo en su abrigo enorme, áspero y cálido, pero Harry no sintió consuelo. No podía sentirlo. Porque lo único que llenaba su diminuto cuerpo era una angustia que no le correspondía a un niño de un año. Sus pequeños dedos se aferraron al abrigo, no en busca de calor, sino porque su mente —una mente mucho más vieja que ese frágil cuerpo— ya entendía que todo estaba mal. Que la historia volvía a repetirse.

Sirius había desaparecido en la noche, su cabellera negra ondeando un instante antes de desvanecerse en la nada. Su expresión endurecida, su mandíbula apretada, su desesperación contenida en cada fibra de su ser… todo se quedó grabado en la memoria de Harry. Era el mismo Sirius de antes, el mismo hombre que no tardaría en caer en una trampa miserable. En una mentira que lo arrastraría al infierno de Azkaban.

Y Harry no pudo hacer nada para detenerlo.

La impotencia lo asfixió. Trató de moverse, de llamarlo, pero su cuerpo infantil no le obedeció. Su garganta, incapaz de articular palabras coherentes, solo dejó escapar un llanto tembloroso, quebrado, como si el mismo universo se burlara de él reduciéndolo a lo que era: un bebé en brazos de un gigante.

Otra vida sin Sirius. Otro destino condenado. Otro vacío imposible de llenar.

El ciclo había comenzado otra vez.

Y él era demasiado pequeño para detenerlo.

Lo que siguió después fue un borrón, un parpadeo en medio de la tormenta de su propio dolor. Hagrid subió a la moto con él, su agarre firme pero tembloroso, como si incluso el semigigante, tan imponente, sintiera el peso de la tragedia que acababa de desarrollarse. El rugido del motor rompió el silencio de la noche, y pronto, la gravedad cambió a su alrededor.

Harry sintió cómo la moto se elevaba, el viento frío mordiendo su piel expuesta. Se alejaban, cada vez más, de los cuerpos inertes de sus padres. Los cuerpos que no pudo ver bien, porque ya estaban muertos. Porque cuando sus ojos —demasiado grandes, demasiado brillantes— lograron buscar a James y Lily Potter, lo único que encontró fue un resplandor verdoso en la distancia y el eco de un destino irreversible.

Lo primero que vio en esta nueva vida fueron los cadáveres de sus padres. Y a Sirius alejándose.

Sus pequeñas manos se cerraron en puños sobre el abrigo de Hagrid, y al igual que en su vida anterior, Harry se sintió completamente solo.

Hagrid voló con él a través del cielo por lo que pareció una eternidad. La luna los observaba en su ascenso, silenciosa y ajena, como si fuera testigo impasible de otra tragedia más en la historia de la humanidad. Harry no podía medir el tiempo. No podía hacer más que hundirse en la pesadez de su propia mente, atrapado en un cuerpo diminuto y frágil, con un corazón que latía demasiado rápido, demasiado fuerte, demasiado desesperado.

Finalmente, aterrizaron en un lugar desconocido, un vecindario de calles desiertas y casas alineadas con perfección absurda. Privet Drive. Harry reconoció la escena incluso antes de que Hagrid apagara la moto, antes de que sus enormes botas tocaran el suelo y susurrara un sollozo ahogado.

Dumbledore ya estaba allí, su figura alta y solemne bajo la luz de una farola. Cuando alzó su varita y conjuró hechizos sobre él, Harry apenas prestó atención. La luz de los encantamientos destelló sobre su diminuto cuerpo, pero él no reaccionó. No importaba. Nada de lo que hiciera Dumbledore importaba.

Porque él ya no lo veía como un salvador.

Dumbledore lo había utilizado, lo había guiado como si fuera una pieza en su tablero de ajedrez, lo había criado como un sacrificio necesario para un mundo que ni siquiera lo valoraba. Snape había tenido razón. Dumbledore no era Dios, pero había jugado a serlo. Había manipulado el destino de todos, asegurándose de que Harry creyera en su papel de mártir. De que pensara que el amor era más fuerte que la magia.

No lo era.

Harry había amado a Draco, a Sirius, a sus padres. Y aún así, los perdió a los cuatro.

A James y Lily los acababa de perder por segunda vez. A Sirius lo veía alejarse, otra vez directo a la condena. Y Draco… Draco había sido el mayor error de su vida, el amor que nunca supo proteger, la persona que lo enseñó a desear, a necesitar, y a perder.

No. Esta vez, no.

El peso de su propia alma lo anclaba al presente. No importaba si era pequeño, si su cuerpo no podía hacer nada aún. Crecería. Se haría fuerte. Recuperaría a Sirius antes de que fuera demasiado tarde. Buscaría a Draco, se aseguraría de que su historia no volviera a terminar en cenizas.

Él encontraría la manera. Él siempre encontraba la manera.

Harry cerró los ojos, dejando que la brisa nocturna lo envolviera mientras Dumbledore terminaba sus hechizos y Hagrid sollozaba en silencio. Su mente bullía, su corazón ardía, y la única certeza que lo sostenía era una promesa muda que resonaba en su interior:

Esta vez, no perderé a Draco.

Chapter 2: Influencia

Summary:

La habilidad de persuadir a alguien para pensar o actuar del modo que uno desea. Una habilidad esencial para cualquier líder. Después de todo, alguien que no puede convencer a los demás no es un líder. Nadie lo sigue. Nadie lo escucha. Nadie lo teme.

Chapter Text

Harry sabía que su nombre tenía peso, que su sola existencia influía en el mundo mágico. Lo había aprendido de la peor manera, siendo convertido en un símbolo, en un mártir antes siquiera de entender lo que significaba la muerte. Sabía lo que podía hacer con esa influencia, cómo moldear el destino de aquellos que lo rodeaban si jugaba bien sus cartas. Sin embargo, en ese momento, envuelto en una manta gruesa, abandonado sobre un frío umbral de piedra, Harry Potter no era nada. No tenía poder, no tenía voz, no tenía más que un cuerpo diminuto que temblaba por el aire gélido de la madrugada.

Cuando Petunia Dursley abrió la puerta aquella mañana, su chillido rasgó el silencio de la calle. El cartón de leche resbaló de sus dedos, golpeando el suelo con un ruido sordo, pero ella no se inmutó. Sus ojos, agrandados por el shock, recorrieron la diminuta figura envuelta en la manta con el emblema de Hogwarts, su mirada oscilando entre incredulidad y horror. Durante un segundo, Harry vio en su rostro una sombra del miedo que había sentido la noche en que su hermana murió.

Petunia no quería a su hermana, pero entendía lo que su muerte significaba. Y ahora, su hijo estaba allí, frente a ella, como un recordatorio insoportable de que la magia no se desvanecía con la muerte, de que siempre encontraba la forma de regresar.

Con manos temblorosas, lo alzó del suelo. No con ternura, sino con la misma cautela con la que se sostendría un objeto maldito. Pero lo metió dentro de la casa. Eso era suficiente, por ahora.

Vernon, al ver la escena, se puso rojo de furia. Su voz retumbó en la casa como un trueno, su bigote temblando mientras discutía con su esposa. Dudley, que tenía la misma edad que Harry pero parecía un niño de tres años por su tamaño, observaba la escena con curiosidad desde su corral. Sus ojos pequeños y regordetes pasaban de su madre a su padre, y luego a la pequeña criatura que ahora compartía su casa.

“¡No lo quiero aquí, Petunia! ¡Nos traerá problemas! ¡Deberíamos llevarlo a un orfanato! ¡O mejor aún, dejarlo donde lo encontramos y que alguien más se encargue de él!”

Petunia, aunque pálida y evidentemente contrariada, se mantuvo firme.

“No podemos, Vernon. Es el hijo de Lily.”

Vernon apretó los dientes, sus puños cerrados con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. “Lily está muerta.”

El silencio que cayó sobre la casa era denso, incómodo. Petunia lo sabía. Harry lo sabía. Pero eso no cambiaba nada.

Mientras los adultos discutían su destino, Harry se limitó a sentarse en el corral de Dudley, ignorando el murmullo de voces y los gestos airados de Vernon. Su vista, sin sus lentes, era un desastre. Todo a su alrededor se veía borroso, una maraña de luces y sombras en la que apenas podía distinguir detalles. La noche anterior no se había percatado de ello, demasiado atrapado en el choque de su propia existencia, demasiado consciente del caos en su mente.

La otra alma, la del verdadero Harry Potter de este mundo, estaba más calmada ahora. Seguía allí, un eco inquieto en su conciencia, pero ya no se agitaba con nerviosismo. La sensación de tener otra presencia dentro de sí no se había desvanecido, pero Harry había aprendido a ignorarla en lo posible. Tenía cosas más importantes en las que concentrarse.

Él no era nada aquí. No tenía poder, no tenía influencia. Era solo un niño no deseado en una familia que jamás lo aceptaría. Lo había sabido en su otra vida y lo sabía ahora. Pero no importaba.

Porque todo esto era temporal.

Harry entrecerró los ojos, obligando a su vista a enfocarse en las figuras borrosas que lo rodeaban. Si algo había aprendido en su otra vida era que la información era su mejor arma. Que el conocimiento lo era todo.

Necesitaba saber más sobre su nueva realidad. Necesitaba asegurarse de que las cosas no habían cambiado de formas que no podía prever. Necesitaba encontrar la manera de conectarse con el mundo mágico sin que Dumbledore lo notara.

Dumbledore.

El pensamiento de él le revolvió el estómago.

Aquel viejo ya debía de tener un plan, ya había comenzado a mover sus piezas. Harry lo sabía porque había pasado el día anterior con él. Cuando Hagrid lo llevó inicialmente a Privet Drive, Dumbledore decidió que aún no era “seguro”, así que lo alejó. Pasaron un día entero en algún sitio que Harry no pudo reconocer del todo, un lugar frío y extraño donde Dumbledore le lanzó hechizos y le acercó artefactos antiguos, murmurando cosas que Harry no pudo comprender del todo.

Pero entendía lo suficiente.

Reconoció algunos de los hechizos de compulsión que el viejo había usado sobre él. Magia para asegurarse de que no recordara ciertas cosas, para moldearlo a su conveniencia desde la infancia. Quizás en la otra vida eso había funcionado, quizás el Harry de ese mundo no había podido notar lo que hacían con él. Pero él no era ese Harry.

Y no iba a dejar que lo manipularan de nuevo.

Cuando Hagrid regresó en la madrugada y lo llevó finalmente a Privet Drive, McGonagall ya estaba esperando. Dumbledore lo recibió como si lo viera por primera vez. Como si el día anterior no hubiera sucedido. Como si todo estuviera yendo exactamente según su plan.

Pero Harry lo había visto. Había visto las líneas invisibles de su red, el modo en que tejía la historia para asegurarse de que todo siguiera el curso que él quería.

Harry respiró hondo, su diminuto pecho elevándose con un temblor imperceptible.

No. No esta vez.

Necesitaba moverse rápido. Necesitaba asegurarse de que Dumbledore no tuviera el control absoluto. Y, sobre todo, necesitaba a Sirius.

Apretó sus pocos dientes, sintiendo un ardor en su pecho, una desesperación latente que lo consumía desde el instante en que había visto a su padrino desaparecer en la noche.

Sirius estaba en Azkaban. Solo. Encerrado. Torturado por sus propios recuerdos, por la traición que jamás cometió.

Harry lo necesitaba fuera de allí. No solo porque Sirius no merecía ese destino, sino porque él no iba a sobrevivir esta vida sin él.

No tenía magia poderosa. No tenía aliados. No tenía recursos. Pero tenía su mente, su conocimiento, y la determinación que lo había llevado a hacer lo imposible en otra vida.

Podía ser solo un niño ahora, pero crecería. Se haría fuerte. Encontraría la manera de recuperar lo que le habían arrebatado.

Porque esta vez, él no iba a dejar que la historia se repitiera. Él salvaría a Sirius. Y encontraría el camino de regreso a Draco.


La casa de los Dursley era demasiado ordenada, demasiado estructurada, demasiado normal. Cada cosa tenía su lugar, cada ruido estaba medido, cada momento seguía un patrón predecible. Dudley lloraba cuando quería algo, reía cuando sus padres le prestaban atención, golpeaba con sus pequeñas manos rechonchas los barrotes de su corral si algo no le gustaba. Era un niño normal. Vivo. Ruidoso.

Harry, en cambio, no hacía ruido.

Petunia lo notó desde el primer día, aunque intentó convencerse de que no importaba. No era normal que un bebé de un año se mantuviera tan en silencio. Que no llorara cuando tenía hambre, que no sonriera cuando lo sostenían, que sus enormes ojos verdes la observaran con una intensidad que no correspondía a su edad. No era normal que, incluso cuando Dudley intentaba empujarlo fuera del corral, Harry simplemente se quedara quieto, sin hacer nada, como si el conflicto no lo afectara en absoluto.

Había algo mal en él.

Pero claro, Petunia ya lo esperaba. Los bebés mágicos no podían ser normales, ¿verdad?

Aun así, su instinto le decía que esto era diferente. Que Harry no solo era un niño extraño por su naturaleza mágica, sino que había algo más… algo que la hacía sentir incómoda cada vez que se topaba con esos ojos que parecían ver más allá de lo que debían.

Intentaba no pensarlo demasiado. Vernon insistía en que no debían tratarlo con privilegios, que no era más que un estorbo, una carga que debían soportar porque era el hijo de su hermana muerta. Y Petunia, aunque no tenía intención de deshacerse de él, tampoco quería permitirle más de lo estrictamente necesario.

Así que en las noches, cuando terminaba su día, cuando Dudley ya dormía plácidamente en su cuna espaciosa, ella tomaba a Harry en brazos y lo llevaba a la alacena debajo de las escaleras.

Harry odiaba la alacena.

El espacio era pequeño, demasiado oscuro, demasiado sofocante. Era como regresar a un lugar que creía haber dejado atrás. El otro Harry, el niño que creció en su otra vida en esta misma casa, lo recordaba demasiado bien. Noches interminables en completa oscuridad, con apenas un hilo de aire filtrándose por la rendija de la puerta, con el polvo cubriendo cada rincón, con el silencio haciéndolo sentir insignificante.

La primera vez que Petunia cerró la puerta con él adentro, Harry sintió que el aire se le atascaba en los pulmones. Su diminuto cuerpo tembló, no por el frío, sino por la rabia visceral que explotó en su pecho. Una furia primitiva, sofocada solo por el hecho de que su cuerpo era demasiado débil para hacer algo al respecto.

Cerró los ojos con fuerza.

No estaba en la alacena. No estaba aquí. No era un niño indefenso. Era Harry Potter. Era un hombre atrapado en el cuerpo de un bebé. Tenía poder. Tenía magia. Y cuando creciera, haría que los Dursley se arrepintieran de cada maldito día que lo hicieron dormir en este lugar.

Pero el problema era que crecer tomaba tiempo.

Se obligó a respirar hondo, su pequeña mano apretándose en un puño sobre la manta raída que lo cubría. No podía permitirse quebrarse ahora. Necesitaba resistir, aguantar. Porque en el fondo de su mente, el otro Harry, la otra alma que aún estaba presente en su interior, se agitaba con miedo. Era un bebé, después de todo. No comprendía lo que sucedía, pero sentía el pavor instintivo de la oscuridad, de estar solo, de ser olvidado.

Harry lo suprimió, hundiéndolo en lo más profundo de su conciencia. No tenía tiempo para preocuparse por un niño que jamás llegaría a existir del todo.

Su magia vibraba en su interior, salvaje, contenida con dificultad en su pequeño cuerpo. Sabía que era fuerte. Que era inestable. No tenía su varita, pero podía sentir cómo la energía palpitaba dentro de él, buscando una salida. Intentaba medirla, entenderla, explorar sus límites sin que nadie lo notara. A veces, cuando Petunia lo dejaba en el corral junto a Dudley, hacía pequeñas pruebas. Movía objetos con la mente, detenía cosas en el aire por un instante antes de dejarlas caer. Pero nunca demasiado. Nunca lo suficiente como para levantar sospechas.

No debía llamar la atención.

No aún.

Mientras tanto, tenía que soportarlo. Soportar las noches en la alacena, las mañanas en el corral, la indiferencia de los Dursley, la forma en que Petunia lo miraba con recelo, como si temiera que en cualquier momento hiciera algo monstruoso. No sabía si era por la magia o porque en el fondo, muy en el fondo, su instinto le decía que Harry no era como los demás niños. Que había algo dentro de él que no debería estar allí.

Harry la odiaba por ello. Por ponerlo en la alacena. Por mirarlo con miedo. Por recordarle que, sin importar cuántas vidas viviera, siempre terminaría aquí, en esta casa, en esta maldita jaula.

Así que cerraba los ojos y se obligaba a pensar en el futuro. En el momento en que creciera lo suficiente para dejar este lugar atrás. En la forma en que encontraría la manera de liberar a Sirius de Azkaban. En la posibilidad, por más lejana que fuera, de que Draco estuviera en algún lugar del mundo pensando en él, aunque fuera por un instante.

Apretó los ojos con más fuerza.

¿Draco lo recordaría? ¿O en esta vida, en esta realidad distorsionada, simplemente viviría su vida sin saber que alguna vez hubo un Harry que lo amó hasta la locura?

La idea lo destrozaba.

Y Sirius… su padrino, el hombre que le había dado un atisbo de familia, de amor, de seguridad… ¿seguía cuerdo? ¿O los dementores ya habían fracturado su mente hasta volverlo irreconocible?

Harry no lo sabía. No podía saberlo.

Lo único que podía hacer era esperar. Resistir. Alimentar el odio en su interior hasta que llegara el día en que pudiera tomar su destino en sus propias manos.

Y entonces, haría que el mundo pagara por todo lo que le había arrebatado.

La influencia era algo que Harry había aprendido a notar incluso antes de poder caminar sin caerse. No era magia, no era poder puro, pero movía el mundo de una manera silenciosa y efectiva. Era la habilidad de controlar, de moldear las circunstancias, de hacer que los demás actuaran de acuerdo a tus deseos sin que siquiera se dieran cuenta.

Vernon tenía influencia en su empresa de taladros. No porque fuera especialmente inteligente, sino porque sabía cómo hablar con autoridad. Sus empleados lo respetaban —o al menos lo temían lo suficiente como para nunca contradecirlo— y eso le bastaba para mantener su posición. Lo veía en la forma en que se pavoneaba cada mañana antes de salir, en la manera en que contaba anécdotas a Petunia sobre cómo había regañado a algún trabajador, cómo había conseguido un nuevo cliente con su 'encanto' o cómo sus inversionistas lo consideraban indispensable. A Vernon le gustaba sentirse poderoso, le gustaba que los demás lo miraran con respeto, aunque fuera un respeto forzado.

"Hoy tuve que poner en su lugar a ese inútil de Simmons", decía Vernon mientras cortaba su carne con exagerada confianza. "El hombre no sabe la diferencia entre un taladro industrial y un juguete de plástico. Si no fuera por mí, esa empresa se iría al demonio en menos de un mes".

Petunia asentía con una sonrisa superficial, pero Harry veía en su mirada que no le importaba en absoluto lo que Vernon decía. Estaba más preocupada en que la salsa no cayera sobre el mantel impoluto.

Ella, en cambio, ejercía su influencia de otra manera. En su hogar y en el vecindario. Las demás mujeres de Privet Drive la escuchaban, la admiraban, o al menos fingían hacerlo. Era la anfitriona perfecta en sus reuniones de té, la esposa ejemplar que mantenía su casa impecable, la madre devota que cuidaba de su hijo como si fuera un príncipe. Las vecinas la miraban con cierta envidia, aunque Petunia lo interpretaba como admiración. Cuando hablaba, las otras asentían, cuando criticaba, las otras cuchicheaban en acuerdo. En su pequeño mundo de apariencias y normas estrictas, Petunia era una reina.

"Marge dice que su perro volvió a destrozarle el jardín", comentaba Petunia con desdén mientras servía el té a sus amigas. "No entiendo cómo puede vivir en semejante caos".

"¡Oh, Petunia, tu jardín es tan perfecto como siempre!", exclamaba una de sus amigas. "No sé cómo lo haces".

"Disciplina", respondía Petunia con una sonrisa orgullosa, como si estuviera compartiendo un secreto invaluable.

Dudley también tenía su propia forma de influencia, aunque la suya era más primaria. Era grande, fuerte para su edad y tenía el carácter de un niño que siempre conseguía lo que quería. Cuando las madres de Privet Drive se reunían con sus hijos, era Dudley quien dictaba el juego, quien decidía quién podía usar los juguetes, quién podía sentarse en su espacio. No hablaba con autoridad, no convencía con palabras, pero su sola presencia y sus gritos exigentes hacían que los demás niños lo siguieran sin cuestionar.

"¡Mío!", chillaba Dudley, arrancando un juguete de las manos de otro niño.

El pequeño lloraba, pero ninguna de las madres decía nada. En lugar de regañar a Dudley, su madre se reía con ternura. "Oh, Dudley es un niño tan fuerte", decía, como si estuviera orgullosa de su agresividad.

Harry veía todo esto desde la oscuridad de su alacena.

Siempre que había visitas, Petunia lo escondía ahí, asegurándose de que no hiciera ruido, de que su existencia permaneciera fuera de la vista de sus amigas, de que la imagen de su familia perfecta no se viera manchada por su presencia. En otra vida, eso lo habría lastimado, lo habría hecho sentir insignificante. Ahora, lo usaba a su favor.

Ser invisible tenía sus ventajas.

Harry entendió rápido que, si se mantenía callado, si aceptaba su lugar como Vernon decía, su vida era más fácil. No sufría castigos, no había gritos dirigidos a él, no había empujones de Dudley, ni golpes con sus juguetes. En la otra vida, Dudley y sus amigos lo habían perseguido, lo habían golpeado, lo habían atormentado por diversión. Pero ahora, Dudley apenas lo notaba. No le tenía miedo, no lo despreciaba con la misma intensidad. Simplemente no le importaba.

"Ese niño…", murmuró Petunia en una ocasión mientras lo sacaba de la alacena tras la partida de sus amigas. "Es demasiado callado… No es normal".

Vernon ni siquiera levantó la vista de su periódico. "Déjalo así. Mientras no cause problemas, mejor".

Harry se volvió una sombra en esa casa, un fantasma que existía en los márgenes de la vida de los Dursley. Y por eso, su vida era mejor.

El Harry pequeño aprendió que si esperaba en silencio, si no pedía nada, Petunia a veces dejaba sobras en su plato, las mismas cosas ricas que comía Dudley. Aprendió que si no daba problemas, si no llamaba la atención, Petunia lo sacaba con ellos de paseo. Caminaba un poco detrás, nadie le prestaba atención, pero era mejor que quedarse solo en la casa.

No era una vida feliz, pero tampoco era insoportable.

Y lo más importante, le daba tiempo. Tiempo para observar, para aprender, para fortalecerse. Tiempo para planear. Porque algún día, esa influencia que los Dursley usaban para someter a los demás, Harry la usaría para liberarse. Para recuperar lo que le habían arrebatado.

Para recuperar a Sirius. Para encontrar a Draco. Y cuando ese día llegara, no habría nada ni nadie que pudiera detenerlo.

Chapter 3: Dualismo

Summary:

El dualismo de almas es una teoría que ha existido durante mucho tiempo y puede rastrearse desde Aristóteles, Platón y la filosofía hinduista temprana que considera la mente y el cuerpo como dos sustancias distintas con diferentes naturalezas esenciales.

Amo al Harry verdadero <3

Chapter Text

El tiempo avanzaba, y con él, Harry crecía. No era un crecimiento físico muy notable, pero dentro de él, algo mucho más profundo e inquietante evolucionaba en la sombra de su conciencia. No estaba solo en su cuerpo, nunca lo había estado desde el momento en que despertó en esta nueva realidad.

Había dos almas en su interior.

Al principio, la presencia de la otra alma era apenas un murmullo, un eco distante de lo que debía haber sido el verdadero Harry Potter de este mundo. Pero con el paso del tiempo, la conciencia de esa segunda alma se volvía más palpable. No tenían los mismos recuerdos, no tenían la misma voz, pero estaban ahí. Era una energía instintiva, un residuo de la inocencia que Harry había perdido hace mucho tiempo.

Era él y al mismo tiempo no lo era.

Y Harry se preguntaba constantemente qué significaba eso.

¿Eran dos personas coexistiendo en un mismo cuerpo? ¿O acaso la verdadera alma de este mundo estaba condenada a desaparecer, consumida por su propia existencia anterior?

A veces, cuando estaba solo en la alacena, sentía un estremecimiento en lo más profundo de su mente. No eran recuerdos ni pensamientos propios, sino emociones sueltas, sensaciones que no le pertenecían. Miedo. Confusión. Un instinto básico de supervivencia que no era suyo. Era el otro Harry.

Y Harry lo reprimía. No podía permitirse dudar, no podía permitirse perder el control. Esta vida era suya ahora.

Los años pasaron y Harry aprendió que su vida en esta realidad era distinta. No mejor, no peor. Simplemente distinta.

Petunia nunca lo golpeaba, nunca lo obligaba a limpiar la casa de forma excesiva como en su otra vida. Vernon no lo encerraba por días sin comida, no le gritaba más de lo necesario. Dudley no lo perseguía con sus amigos, ni lo golpeaba por diversión.

Pero eso no significaba que lo quisieran.

Él no era más que una presencia silenciosa en la casa. Un ser que existía sin ser reconocido. Se le daba comida, porque era necesario. Se le daba un techo, porque no podían simplemente abandonarlo. Pero no había cariño. No había amor.

Era como una mascota. Algo que se tiene porque hay que tenerlo. Algo que no molesta si se mantiene en su lugar.

"Harry, tu plato", decía Petunia cada noche, colocando un pequeño plato con sobras de la cena sobre la mesa, mientras Dudley comía hasta saciarse.

Harry tomaba lo que le daban, en silencio. Siempre en silencio.

"No hagas ruido, niño", murmuraba Vernon cuando llegaba del trabajo. "Es lo único que pido".

Y Harry no hacía ruido.

No porque temiera un castigo, sino porque entendía que su silencio era su mejor arma.

Las visitas continuaban llegando a la casa Dursley, y como siempre, Petunia lo escondía en la alacena cuando alguien venía. A él no le molestaba. Desde la oscuridad, podía escuchar todo.

"¡Oh, Petunia, qué niño tan encantador es Dudley!", exclamaban las vecinas con falsa adoración.

"Siempre ha sido un niño fuerte", respondía Petunia con orgullo, sirviendo más té en las tazas de porcelana. "Nada que ver con… bueno… ya sabes".

Las mujeres no preguntaban. Nadie en Privet Drive preguntaba por el otro niño. Nadie mencionaba su existencia. Era como si fuera invisible.

Y Harry comprendió que eso era lo mejor que podía pedir.

Pero el silencio tenía un precio.

Cuando caía la noche y Petunia lo ponía en la alacena, el peso de dos conciencias en un solo cuerpo se hacía insoportable. Harry cerraba los ojos con fuerza, tratando de ignorar la sensación de que no estaba solo en su propia mente.

Pensaba en Sirius.

Pensaba en Draco.

Pensaba en la magia que vibraba en su interior, más fuerte cada día, esperando a que él la usara.

Porque tarde o temprano, la usaría.

Porque tarde o temprano, rompería el silencio.

Y cuando lo hiciera, los Dursley, Privet Drive, el mundo entero, entenderían quién era realmente Harry Potter.

A los seis años, Harry le mostro al verdadero Harry que su mejor opción era no existir más de lo necesario.

No era que los Dursley lo lastimaran, ni que pasara hambre como en su otra vida, pero la indiferencia dolía de una manera distinta. Lo alimentaban, le daban un techo, pero no lo trataban como un niño, sino como un objeto que simplemente estaba allí. Algo que no debían olvidar, pero que tampoco querían recordar demasiado.

Era mejor así.

Los días en Privet Drive comenzaban temprano. Vernon se levantaba antes del amanecer, con un gruñido grave y pasos pesados que retumbaban en la casa. Petunia ya tenía su desayuno listo: huevos, tocino, pan tostado y café. Dudley bajaba poco después, aún adormilado, arrastrando los pies por las escaleras, con su piyama de dibujos animados que le quedaba algo ajustada.

Harry ya estaba despierto cuando Petunia abrió la alacena. Nunca dormía mucho, y la luz del pasillo se sintió demasiado fuerte para sus ojos. Se levantó sin quejarse y salió en silencio, mientras Petunia suspiraba, como si su existencia fuera una carga demasiado pesada para empezar el día.

"Lávate la cara, niño", dijo ella, con una expresión de fastidio mientras servía el desayuno a Vernon. "No quiero que parezcas… enfermo".

Harry asintió sin decir nada y fue al baño.

Cuando volvió a la cocina, Vernon ya estaba en su silla, con el periódico extendido frente a él. Sus ojos apenas se levantaron cuando Harry entró.

"Hoy no quiero problemas", gruñó sin apartar la vista del papel. "Mantente lejos, haz lo que tengas que hacer y no llames la atención".

"Sí, tío Vernon", respondió Harry en voz baja.

Se sentó en su rincón usual de la mesa y esperó hasta que Petunia puso un plato frente a él. No era mucho, solo un poco de pan y un huevo frío, pero no se quejó. Dudley, en cambio, tenía una montaña de comida en su plato y devoraba todo con entusiasmo.

"Mamá, ¿puedo ir al parque con Piers y los demás hoy?", preguntó Dudley con la boca llena.

"Por supuesto, cariño", respondió Petunia con una sonrisa radiante. "Solo asegúrate de no ensuciar demasiado tu ropa".

Dudley asintió y siguió comiendo. Entonces, su mirada se posó en Harry, que masticaba en silencio su pequeño desayuno. Su primo frunció el ceño.

"¿Harry puede venir?", preguntó, aunque su tono dejaba claro que no era una invitación, sino una broma cruel.

La expresión de Vernon se endureció y bajó el periódico con un suspiro exasperado.

"Por supuesto que no", dijo con desdén. "¿Para qué querrías llevar a ese mocoso con tus amigos?"

Dudley soltó una carcajada y Harry no reaccionó.

Él ya sabía lo que pasaba cuando intentaba estar cerca de los amigos de Dudley. Ellos lo miraban con desconfianza, como si estuvieran en presencia de algo extraño e incomprensible.

"Es raro", había dicho Piers Polkiss una vez, alejándose de Harry con una mueca de disgusto. "No habla. No hace nada".

"Sí", había respondido otro niño. "Solo te mira. Es espeluznante".

Desde entonces, ni siquiera intentaban molestarlo. Los niños no querían estar cerca de él. Dudley, al ver que su primo no reaccionaba como antes, simplemente lo ignoraba la mayor parte del tiempo. Pero le gustaba mantener a Harry cerca para infundir más miedo en los demás.

A Petunia tampoco le gustaba que Harry pasara tanto tiempo en la casa.

"Deberías salir más", le dijo después del desayuno, mientras limpiaba la mesa. "Tomar un poco de sol. Pareces un fantasma".

Harry no respondió.

Sabía que lo decía porque no quería que se quedara dentro, no porque realmente le importara su bienestar.

Petunia lo sacaba al jardín a veces, lo obligaba a sentarse en la hierba mientras ella regaba las flores o hablaba con alguna vecina. No le gustaba que Harry se quedara dentro demasiado tiempo, como si temiera que la casa misma se impregnara de su presencia.

"Ve a sentarte en el patio", ordenó. "Y no te quedes bajo la sombra todo el tiempo".

Harry obedeció, como siempre. Se sentó en el césped y miró el cielo, mientras el viento le revolvía el cabello desordenado.

El mundo se sentía enorme y, al mismo tiempo, vacío.

La vida con los Dursley se movía con la monotonía de siempre. Cada día era una repetición del anterior, con Vernon leyendo su periódico en la mesa del desayuno, Petunia obsesionada con la limpieza y Dudley ocupando cada espacio con su risa exagerada y sus exigencias.

Harry se mantenía en su sitio, en silencio, observando, aprendiendo. Pero había días en los que todo se complicaba. Días en los que ya no era él quien tenía el control.

El primer incidente ocurrió una mañana, cuando Harry tenía cuatro años.

Estaba sentado en la mesa, moviendo distraídamente un pedazo de pan en su plato, cuando un escalofrío recorrió su cuerpo. Fue una sensación extraña, como si la realidad se fragmentara por un segundo. Sus dedos se tensaron alrededor del tenedor y su respiración se volvió irregular.

Y entonces dejó de ser él.

Su mente se deslizó hacia el fondo, como si se ahogara en un océano invisible. Podía ver, podía sentir, pero no podía moverse. No podía controlar nada.

El verdadero Harry había tomado el control.

"¿Harry?", llamó Petunia desde el otro lado de la mesa, con el ceño fruncido.

Él parpadeó y la miró, pero no dijo nada. Se sentía… confundido. Su cabeza giró lentamente por la habitación, como si estuviera viéndola por primera vez. La piel se le erizó.

"No hagas eso", murmuró Petunia, entrecerrando los ojos. "No te quedes mirando así".

El verdadero Harry no respondió. Su pequeño cuerpo se movió con torpeza al bajar de la silla. Se sentía diferente, desorientado. Como si el mundo no encajara del todo en su mente.

En el fondo, el otro Harry lo observaba, preocupado.

Tranquilo, pensó, su voz resonando en la mente compartida. Solo… respira.

El verdadero Harry intentó obedecer. Pero su corazón latía demasiado rápido. El suelo se sentía extraño bajo sus pies. Todo se sentía extraño.

"Si vas a quedarte ahí parado como un tonto, al menos sal de mi vista", gruñó Vernon, pasando la página del periódico con fastidio. "No quiero rarezas en la mesa".

Y así, sin más, el verdadero Harry fue expulsado de la cocina. Caminó lentamente hasta la sala y se dejó caer en el sofá, con la mirada perdida. El otro Harry permanecía con él, una sombra en su conciencia.

Te dije que no tomes el control sin avisarme.

No lo hice a propósito, respondió el verdadero Harry en su mente. Solo… pasó.

El otro suspiró. Tienes que tener más cuidado.

Dudley no quería a Harry cerca, pero le gustaba tenerlo con él cuando salían de casa.

Al principio, Harry pensó que se trataba de alguna forma de humillación, que su primo quería asegurarse de que todos supieran lo insignificante que era. Pero luego entendió la verdad.

Dudley no quería a Harry como amigo. Lo quería como un accesorio.

Cuando caminaban por el barrio o iban al parque con los amigos de Dudley, Harry se mantenía unos pasos detrás, en silencio. Y eso, de alguna manera, hacía que Dudley se sintiera más importante. Más intimidante.

"Dicen que es raro", había dicho Piers Polkiss una vez, mirándolo de reojo. "Que nunca habla. Da miedo".

Dudley se rió. "Sí. Es mi primo, pero es un bicho raro". Luego infló el pecho con orgullo. "Y vive conmigo. Apuesto a que ningún otro niño tiene algo así".

Los otros niños se miraron entre sí, inseguros. Algunos asintieron lentamente. Otros simplemente evitaron la mirada de Harry.

El otro Harry, el que observaba desde la profundidad de su mente, sintió una punzada de irritación.

Eres su maldito trofeo, pensó con desdén.

Pero el verdadero Harry no reaccionó.

A él simplemente no le importaba lo que el otro pensara.

Cuando estaban fuera, cuando Dudley decidía llevarlo consigo para exhibir su "mascota rara", el verdadero Harry tomaba el control. No porque quisiera, sino porque el otro se lo permitía.

Haz lo que quieras, le decía. Pero si intentan algo, me llamas.

El verdadero Harry no respondía, pero nunca discutía. Sabía que el otro lo protegía. Que nunca dejaría que algo malo le pasara.

El resto del día pasaba en una mezcla de silencio y observación.

Harry veía a los niños jugar, a los adultos conversar, a Petunia lanzarle miradas incómodas cuando pasaban por alguna tienda. No era normal. Nunca lo sería. Pero eso ya no le importaba.

Dudley seguía pavoneándose con sus amigos, hinchando el pecho cada vez que alguien mencionaba lo raro que era su primo.

Harry simplemente seguía caminando detrás de él.

Pero en su interior, la batalla nunca cesaba.

No puedo creerlo, murmuró el otro Harry con desdén en su mente compartida. Nos trata como si fuéramos su maldito perro guardián.

Oh, vamos, respondió el verdadero Harry con diversión. ¿No es un poco gracioso?

No. No lo es.

El verdadero Harry dejó escapar una carcajada en su mente. Vamos, admítelo, es un poco gracioso. Nos trata como su accesorio de edición limitada. No cualquier niño tiene un primo raro y siniestro que asusta a los demás.

El otro Harry bufó, claramente irritado, pero no tomó el control. Sabía que el verdadero Harry se estaba divirtiendo demasiado.

"¡Vamos, Harry, ven aquí!" llamó Dudley, chasqueando los dedos como si llamara a un perro. "Quiero que Piers te vea de cerca".

Oh, esto será bueno, pensó el verdadero Harry, tomando el control con entusiasmo. Caminó tranquilamente hasta donde estaba Dudley, metiendo las manos en los bolsillos de su chaqueta raída y levantando una ceja. "¿Me llamabas, amo?"

Piers se estremeció y miró a Dudley. "¿Por qué habla así?"

"Ni idea", dijo Dudley con fingida indiferencia, aunque una pequeña sonrisa apareció en sus labios. "A veces es raro, pero cuando está de buen humor, es menos… tú sabes, espeluznante".

Piers no pareció convencido, pero Harry le dedicó una gran sonrisa inocente, inclinando ligeramente la cabeza. "No muerdo. A menos que me lo pidan".

Piers retrocedió un paso y Dudley estalló en carcajadas. "¡Ves! ¡Es genial tenerlo cerca!"

El otro Harry suspiró en su mente. No sé qué es peor, que nos trate como un perro o que te divierta tanto.

Déjame disfrutar esto, respondió el verdadero Harry con diversión. Además, así no nos molestan. Prefiero ser su perro a ser su saco de boxeo como lo fuiste tú.

El otro Harry gruñó, pero no discutió.

En casa, las cosas no eran mucho mejores. Petunia se ponía nerviosa cuando Harry cambiaba su actitud. Un día era un niño frío, callado y observador. Al siguiente, sonreía y respondía con sarcasmo.

"Vernon, ese niño… está mal", murmuró Petunia una noche mientras preparaba el té. "A veces es tan… frío. Y luego, de repente, actúa como si fuera el niño más normal del mundo".

Vernon, que leía el periódico, gruñó sin apartar la vista. "Siempre ha estado mal. Es un mocoso raro y loco. No esperes que sea normal".

Petunia frunció los labios, claramente incómoda.

Dudley, por su parte, no quería admitirlo, pero prefería cuando su primo estaba de buen humor. Cuando era callado y siniestro, todos a su alrededor se ponían tensos. Cuando bromeaba y se comportaba más como un niño normal, era más fácil de ignorar.

"¿Qué pasa, Dud?", preguntó Harry una tarde, mientras su primo lo miraba con el ceño fruncido. "¿Extrañas cuando me quedo en silencio y doy miedo?"

Dudley resopló. "Solo no hagas lo de quedarte mirando a la nada como si estuvieras poseído. Me hace quedar mal".

Harry sonrió. "Oh, pero me gusta hacerte quedar mal".

El otro Harry suspiró. No deberías llamar la atención…

Solo un poco. Para divertirme.

El otro no respondió, pero Harry sintió su desaprobación.

Dudley bufó y se cruzó de brazos. "Solo… sé normal, ¿quieres?"

Harry se llevó una mano al pecho con fingida sorpresa. "¿Normal? ¿Yo? ¡Dudley, eso es imposible!"

Dudley puso los ojos en blanco y se fue, pero Harry pudo notar que estaba tratando de ocultar una sonrisa.

El verdadero Harry podía divertirse con estas pequeñas cosas. Sabía que el otro Harry estaba esperando. Planeando. Pero hasta que llegara ese momento, él podía encontrar formas de hacer su vida en Privet Drive un poco más interesante.

Porque aunque eran dos en un mismo cuerpo, tenían maneras muy diferentes de ver el mundo.

Chapter 4: Junta tus recuerdos con los míos

Summary:

El verdadero Harry presencia a dos hombres besándose, desencadenando un recuerdo del otro Harry con Draco. Intrigado, empieza a querer saber más sobre él, descubriendo la historia de su amor a través de los relatos del otro Harry. Poco a poco, la fascinación se convierte en emoción genuina, y ambos comparten la misma certeza: encontrar a Draco cambiará todo.

Chapter Text

Coexistir no había sido fácil.

Al principio, el verdadero Harry—el niño que había nacido en este mundo—había luchado contra la sensación de que alguien más vivía dentro de él. Se sentía extraño, asustado, incluso roto. Como si hubiera algo en él que no debía estar allí.

La mayor dificultad fue hacer que entendiera que no era un monstruo. Que no era un bicho raro.

"¿Por qué estás aquí?", preguntó una noche mientras estaba acostado en su alacena, con los brazos cruzados tras su cabeza.

El otro Harry en segundo plano, observando, respondió con calma. Porque el mundo te debe demasiado.

El verdadero Harry frunció el ceño. "¿Qué quieres decir?"

El otro guardó silencio por un momento, midiendo sus palabras. No quería cargarlo con lo que sabía. No quería convertirlo en lo que él había sido.

Solo que si yo estoy aquí, es porque el universo cometió una injusticia con nosotros. Y ahora, me toca a mí arreglarla.

El verdadero Harry no entendió del todo, pero aceptó la respuesta. Aceptó la presencia de esa sombra en su mente, esa voz que le hablaba cuando el mundo se volvía demasiado silencioso.

Pero nunca le preguntó más allá. Y el otro Harry nunca le contó todo.

No le explicó por qué sus padres murieron, ni le habló de la cicatriz en su frente, ni del futuro que le esperaba si las cosas seguían el curso que él ya conocía. No le habló de la guerra, de las muertes, del sufrimiento.

No quería que este Harry se convirtiera en el mártir que él había sido.


El tiempo pasó y Harry dejó que el niño creciera. Que viviera.

Los días en Privet Drive transcurrían con la misma monotonía de siempre. Vernon salía temprano al trabajo, gruñendo sobre incompetentes y clientes problemáticos. Petunia mantenía la casa impecable, intercambiando chismes con las vecinas sobre quién tenía el jardín más descuidado o el esposo más perezoso. Dudley corría con sus amigos por el vecindario, exigiendo atención y demostrando su dominio sobre los otros niños.

Y Harry, el niño silencioso que nadie entendía, existía en los márgenes de todo eso.

A veces, cuando caminaba por la calle con Petunia—porque ella insistía en que necesitaba "tomar aire"—los vecinos lo miraban con incomodidad. No porque hiciera algo malo, sino porque era diferente. No corría como los otros niños, no reía a carcajadas, no hacía preguntas molestas. Simplemente estaba allí, con esos ojos verdes demasiado atentos, observando todo.

"Pobre criatura", murmuró una vez la señora Figg, la anciana amante de los gatos que vivía unas casas más abajo. "Tan callado, tan… extraño".

Petunia forzó una sonrisa y asintió con rigidez. "Sí, bueno, siempre ha sido… diferente".

Figg ladeó la cabeza, observándolo con una mezcla de lástima y curiosidad. "Los niños deben jugar, Petunia. No es bueno que pase tanto tiempo solo".

Harry no dijo nada.

La soledad no le molestaba. En todo caso, la prefería. El tiempo pasó y Harry dejó que el niño creciera. Que viviera.

Durante años, se mantuvo en segundo plano, observando, sintiendo. No tomaba el control salvo cuando era necesario. Aprendió a contenerse, a esperar, porque entendió algo crucial: si él dominaba el cuerpo por demasiado tiempo, si ahogaba al otro Harry, si lo convertía en un simple recipiente, eso podría dañarlo. Y Harry no podía permitirse un alma rota.

No cuando se acercaba el momento de conocer a Draco. Porque una vez que Draco entrara en sus vidas, el verdadero Harry ya no volvería a tomar el control.

Por ahora, lo dejaba jugar, lo dejaba reír, lo dejaba ser un niño. Lo dejaba experimentar la vida que él nunca tuvo. Lo dejaba expandir su magia, fortalecer su núcleo.

"¿Por qué me dejas hacer todo esto?", preguntó el verdadero Harry un día, mientras caminaba por el barrio después de que Petunia lo sacara de la casa para "tomar aire".

El otro sonrió en su mente, con un toque de frialdad. Porque quiero que vivas antes de que tomes un descanso.

El verdadero Harry se estremeció, pero no insistió.

Pronto cumplirían diez años. Y cuando su núcleo estuviera lo suficientemente fuerte, cuando su magia estuviera lista, el otro Harry tomaría el control. Por ahora, seguiría en segundo plano. Viendo. Escuchando. Esperando. Porque cuando llegara el momento, no habría marcha atrás.

El verdadero Harry no tenía palabras para describir con precisión lo que pasaba. Era una sensación de haber vivido algo antes, de conocer un momento sin haberlo experimentado jamás. Era como si un fragmento de memoria se filtrara en su mente desde algún lugar lejano, haciéndolo dudar de lo que era real y lo que no.

Estaba sentado en el parque, tomando un descanso de la caminata que Petunia lo había obligado a hacer. Dudley y sus amigos jugaban en los columpios, corriendo de un lado a otro mientras gritaban y empujaban a los niños más pequeños. Harry se mantenía apartado, como siempre.

Fue entonces cuando lo vio.

En una esquina del parque, medio ocultos tras un árbol, dos hombres estaban juntos. No se estaban peleando, no discutían. Uno de ellos acarició la mejilla del otro y se inclinó, besándolo con suavidad.

Y el mundo tembló.

No físicamente, pero dentro de él. Fue como un tirón en su pecho, un eco de algo familiar, algo que no le pertenecía y, al mismo tiempo, sí.

Un recuerdo.

Un recuerdo que no era suyo.

Un par de manos pálidas sosteniendo su rostro con ternura. Unos ojos grises brillando bajo la luz de la luna. Un beso lento, profundo, lleno de algo más grande que él mismo.

El verdadero Harry se estremeció y cerró los ojos con fuerza, pero la imagen seguía allí, latente en su mente.

¿Qué fue eso?, preguntó en su pensamiento compartido, su voz llena de confusión.

El otro Harry guardó silencio por un momento antes de responder. Un recuerdo.

Pero no es mío.

No. Es mío.

El verdadero Harry tragó saliva y volvió a abrir los ojos, mirando a los dos hombres que seguían besándose con dulzura, completamente ajenos a su presencia.

¿Por qué puedo verlo? ¿Por qué siento como si también fuera mío?

El otro Harry suspiró. Porque compartimos un cuerpo. Y a veces, eso significa compartir recuerdos.

El verdadero Harry frunció el ceño. ¿Quién era?

El otro Harry tardó en responder. Cuando lo hizo, su voz sonó diferente. No era la usual frialdad calculada con la que hablaba de sus planes, de su magia o del futuro que los esperaba. Esta vez, su voz era más baja, más suave.

Cierra los ojos otra vez, dijo. Escucha.

El verdadero Harry obedeció, aunque con cierta vacilación. Y entonces, la voz del otro Harry continuó, no como una orden, sino como una confesión.

Draco es la única persona que me vio. No como el Elegido, no como el Niño Que Vivió, no como un héroe ni un mártir. Me vio a mí. A Harry. A la persona detrás del nombre.

El verdadero Harry se quedó quieto. No entendía. No del todo.

¿Y eso por qué es importante?

Porque el amor no es solo querer a alguien. Es pertenecer a alguien sin perderse a uno mismo. Es saber que puedes ser tú sin miedo a que te dejen. Draco me dio eso. Y yo lo perdí.

El verdadero Harry sintió algo parecido a un peso en su pecho. No era tristeza suya, pero la podía sentir. La pérdida del otro Harry, su dolor, su anhelo.

¿Eso es el amor?

El otro Harry sonrió con amargura. El amor es muchas cosas. Es risa y dolor, esperanza y desesperación. Es querer a alguien tanto que duele, pero también es la paz de saber que, cuando estás con esa persona, el mundo entero puede arder y no importaría.

El verdadero Harry se quedó en silencio. Nunca había pensado en el amor de esa manera. Para él, el amor era un concepto simple: estaba en las familias, en la amistad, en la idea de cuidar a alguien. Pero nunca lo había visto como algo tan… profundo.

¿Y no es raro?, preguntó después de un rato. Que dos hombres se amen.

El otro Harry se rió, pero sin burla. El amor es solo amor, Harry. No importa entre quiénes suceda. No es algo que puedas decidir. Simplemente es.

El verdadero Harry miró a los dos hombres una última vez antes de apartar la vista, sintiendo que algo en su interior había cambiado sin que pudiera entenderlo del todo.

Por primera vez, sintió que el otro Harry no era solo una sombra. No era solo un vigilante esperando el momento adecuado para tomar el control.

Era alguien que había amado.

Alguien que había perdido.

Y alguien que, contra todo pronóstico, aún tenía esperanza de recuperar lo que se le había arrebatado.

El verdadero Harry no sabía si entendía el amor por completo, pero sí entendía algo: si el otro Harry estaba aquí, era por Draco. Y si alguien podía hacer que esa sombra en su mente se sintiera viva otra vez, debía de haber sido alguien extraordinario.

"Cuando lo veamos", susurró el verdadero Harry en voz baja, apenas un murmullo en su mente compartida, "quiero conocerlo también".

El otro Harry no respondió enseguida. Pero cuando lo hizo, su voz fue más suave que nunca.

Lo harás.

Y por primera vez en mucho tiempo, ambos sintieron que estaban en completo acuerdo.

Desde aquel día en el parque, algo cambió en el verdadero Harry. Ya no se sentía igual que antes. Había algo nuevo dentro de él, una emoción que lo mantenía inquieto y, al mismo tiempo, emocionado. Curiosidad. Ansiedad. Ilusión. Todo mezclado de una forma que nunca antes había sentido.

Quería conocer a Draco.

No porque el otro Harry se lo hubiera impuesto, sino porque lo deseaba de verdad. Porque cada vez que escuchaba su nombre en su mente compartida, un calor extraño le llenaba el pecho. Como si ese nombre llevara consigo algo importante, algo que debía encontrar.

Y el otro Harry… El otro Harry también cambió.

No en su frialdad, no en su determinación. Pero algo en él se suavizaba cuando hablaba de Draco. Como si su presencia en la mente de Harry se hiciera más cálida, como si cada palabra sobre él lo llenara de luz.

El verdadero Harry lo notó la primera vez que mencionó a Draco después de aquel día.

"¿Cómo era?" preguntó mientras caminaba de regreso a casa tras otra salida que le impuso su tía. "¿Cómo era estar con él?"

El otro Harry tardó en responder, pero cuando lo hizo, su voz era diferente. No tenía la dureza de siempre, ni el cálculo frío de quien espera el momento de actuar.

Era todo lo que necesitaba y todo lo que jamás pensé que podía tener.

El verdadero Harry sintió que su corazón latía más rápido. "¿Puedes contarme sobre él?"

El otro Harry rió suavemente. ¿De verdad quieres saberlo?

"Sí."

Y así, el otro Harry comenzó a hablar.

Le contó sobre la primera vez que lo vio, sobre el niño de cabello rubio que caminaba con arrogancia por la tienda de túnicas, con la barbilla en alto y los ojos llenos de una confianza absoluta. Sobre cómo, en ese entonces, Harry lo había mirado con desdén y Draco lo había mirado con desafío.

Le contó sobre Hogwarts, sobre los insultos lanzados en los pasillos, sobre la rabia y la competencia, sobre el odio que poco a poco se había convertido en algo más fuerte, más profundo, más desesperado.

Le contó sobre la guerra sin mucho énfasis en eso, sobre el miedo en los ojos de Draco cuando todo se derrumbaba a su alrededor, sobre la forma en que su mano temblaba cuando no sabía en quién confiar. Sobre la forma en que, a pesar de todo, se buscaron el uno al otro en la oscuridad.

Le contó sobre el amor.

Y el verdadero Harry escuchó, fascinado.

Cada palabra era como un cuento que lo hacía sonreír, como si estuviera descubriendo la historia más maravillosa jamás contada. Podía ver a Draco en su mente, aunque nunca lo había conocido. Podía imaginarlo reír, podía imaginarlo molesto, podía imaginarlo con la mirada intensa que el otro Harry describía con tanto detalle.

"Suena increíble", dijo un día, mientras estaba acostado en su alacena, con una sonrisa tonta en el rostro.

El otro Harry sonrió con él. Lo es.

Desde entonces, cada vez que tenía un momento libre, cada vez que el mundo a su alrededor se volvía aburrido o monótono, el verdadero Harry cerraba los ojos y pedía más.

"Cuéntame otra vez sobre cuando se conocieron en el Expreso de Hogwarts."

"¿Cómo fue la primera vez que supiste que lo amabas?"

"¿Draco realmente era tan arrogante como dices?"

Y el otro Harry respondía con paciencia, con amor, con algo que parecía un anhelo doloroso.

El verdadero Harry empezó a sonreír más.

Petunia lo notó y no le gustó.

"¿Por qué sonríes?" le preguntó con desconfianza una tarde, mientras lo veía sentado en el patio, con la mirada perdida y los labios curvados en una pequeña sonrisa.

Harry parpadeó y la miró. "Solo estaba recordando algo bonito".

Petunia frunció el ceño, como si algo en su respuesta la pusiera incómoda. "Niños como tú no deberían soñar despiertos."

Harry solo sonrió más. Porque sabía algo que Petunia nunca entendería.

Draco existía. Draco estaba allí afuera, en alguna parte, esperando sin saberlo. Y cuando lo encontrara, cuando finalmente lo viera cara a cara, todo volvería a empezar.

Hasta entonces, seguiría escuchando las historias.

Porque aunque el otro Harry fuera la oscuridad y él la luz, por primera vez en su vida, ambos compartían el mismo sentimiento.

La emoción de ver a Draco Malfoy.

Chapter 5: El error de Harry Potter

Summary:

Impulsado por su impaciencia, el verdadero Harry decide buscar a Draco por su cuenta, escapando del supermercado sin Petunia y Dudley. Sin la guía del otro Harry, se pierde y es interceptado por un hombre hosco y molesto: Severus Snape. La situación empeora cuando el otro Harry regresa furioso, bombardeándolo con reproches mientras Snape lo mira con creciente desconfianza. Atrapado entre la ira en su mente y el peligro frente a él, Harry hace lo único que puede… huir.

Chapter Text

El verdadero Harry no podía seguir esperando.

Desde la conversación en el parque, cada día que pasaba se volvía una tortura. Cada segundo en aquella casa se sentía como una eternidad. La promesa del otro Harry de que verían a Draco al cumplir once años no era suficiente. Un año y cinco meses. Demasiado tiempo.

Él quería conocerlo ahora.

"Es solo un año", dijo el otro Harry una tarde mientras el verdadero Harry se recostaba en el pasto del patio trasero, mirando el cielo.

“Es demasiado”, gruñó el verdadero Harry, apretando los dientes. “¿Por qué no podemos verlo antes?”

El otro Harry rió suavemente en su mente. “Porque Draco aún no nos espera. Aún no sabe que existimos. Necesitamos que el momento sea el correcto.”

El verdadero Harry resopló con frustración. “¿Y si vamos al callejón Diagon antes? ¿Y si encontramos una forma de verlo?”

El otro Harry suspiró con paciencia. “Harry, no podemos arriesgarnos. No podemos hacer que nos noten demasiado pronto. Y además… hay alguien más a quien debemos encontrar primero.”

El verdadero Harry se giró sobre su costado, con el ceño fruncido. “Pads.”

El otro Harry asintió en su mente. “Sirius está en Azkaban, pero no podemos sacarlo todavía. No hasta que atrapemos a la rata.”

El verdadero Harry hizo una mueca. “Dijiste que la rata está con unos Weasley. ¿Quiénes son?”

El otro Harry guardó silencio por un momento antes de responder. “Una familia de magos. Son buena gente, pero no podemos confiarles esto. No aún.”

El verdadero Harry suspiró y miró el cielo. Sabía que el otro Harry tenía razón, pero odiaba esperar. Cada noche se iba a dormir con la misma sensación de impaciencia.

El día de su décimo cumpleaños llegó, y como los años anteriores, pasó desapercibido.

No hubo pastel, ni regalos, ni siquiera una mención de su existencia. Vernon leyó el periódico como siempre. Petunia lo obligó a salir al jardín para “tomar aire”. Dudley y sus amigos corrieron a su alrededor, sin mirarlo.

Pero no le importaba. Porque no estaba solo.

“Feliz cumpleaños, Harry”, dijo el otro Harry en su mente, con un tono más suave de lo habitual.

El verdadero Harry sonrió. “Gracias.”

“Te prometo que algún día lo celebraremos bien”, continuó el otro Harry. “Y no encerrados en la alacena.”

El verdadero Harry rió. “No es tan malo. Me distraes con tus historias.”

El otro Harry sonrió con orgullo. “Te mantengo entretenido.”

Y lo hacía.

Cada noche, cuando el mundo se volvía oscuro y silencioso, el otro Harry hablaba. Hablaba sobre sus planes, sobre lo que harían en Hogwarts, sobre la magia que aprenderían. Pero sobre todo, hablaba de Draco.

Draco era su historia favorita.

A veces, el verdadero Harry cerraba los ojos y trataba de imaginarlo. Un niño de cabello rubio, con ojos grises y expresión altiva. No estaba seguro de si lo veía correctamente, pero cada vez que intentaba imaginarlo, su pecho se llenaba de una calidez extraña.

“¿Por qué no me muestras más recuerdos?”, preguntó un día. “Quiero verlo.”

El otro Harry tardó en responder. “No puedo. Se están volviendo borrosos.”

El verdadero Harry se incorporó. “¿Cómo que borrosos?”

El otro Harry suspiró. “No lo sé. Es como si… cuanto más tiempo paso aquí, más difícil es recordar con claridad.”

El verdadero Harry sintió un pequeño nudo en su estómago. “¿Y si lo olvidas?”

“No lo olvidaré. Nunca lo haremos.”

Pero estaba de mal humor durante días después de eso. Y el único consuelo que tenía era hablar sobre Draco.

El verdadero Harry no se quejaba. Le gustaba escuchar. Cada historia, cada anécdota, cada momento que el otro Harry recordaba lo hacía sentir más cerca de Draco.

Pero también lo hacía sentir más impaciente.

“Quiero verlo”, dijo una noche, abrazando sus rodillas en la oscuridad de la alacena. “No quiero esperar más.”

El otro Harry rió suavemente. “¿Ves? Ahora entiendes lo que sentí cuando supe que estaba aquí y no podía ir a buscarlo.”

El verdadero Harry frunció el ceño. “¿Cómo lo soportaste?”

“No lo hice.”

El verdadero Harry se mordió el labio. “¿Entonces qué hiciste?”

El otro Harry sonrió. “Me preparé.”

Y eso era lo que debían hacer.

Pero la espera seguía siendo insoportable.

Cada día que pasaba, cada hora, cada minuto, el verdadero Harry sentía que su impaciencia crecía. Y el otro Harry, aunque lo encontraba divertido, sentía la misma ansiedad. Porque ambos sabían que cuando vieran a Draco, todo cambiaría.

Y ese día no podía llegar lo suficientemente pronto.


El verdadero Harry estaba metido en un gran, enorme, inmenso problema.

Su corazón latía con fuerza en su pecho mientras caminaba por calles desconocidas, su respiración acelerada y sus ojos moviéndose con desesperación de un lado a otro. El pánico se aferraba a su pecho como una garra helada, y deseó con todo su ser que el otro Harry estuviera con él.

Pero no estaba.

El otro Harry le había advertido unas noches atrás que estaría ausente por unos días. “Voy a visitar a una vieja amiga”, le dijo con un tono más serio de lo usual. “Ella me ayudó a entrar a este mundo. No te preocupes si no me sientes por un tiempo, volveré. Tal vez un poco débil, así que estaré silencioso.”

Harry no preguntó mucho. Sabía que el otro Harry tenía sus propios planes, que su existencia en ese mundo tenía un propósito que aún no entendía del todo. Pero no se había dado cuenta de lo que significaría su ausencia.

Ahora lo entendía. Y lo odiaba.

Todo empezó esa mañana como cualquier otra.

Petunia se había levantado temprano para ir de compras, y como siempre, Dudley la acompañaba. Harry nunca pedía ir con ellos, prefería quedarse en casa, pero por alguna razón, ese día pensó en hacerlo.

Abrió la boca para preguntar, pero Dudley se adelantó. “¡Mamá, quiero que Harry venga con nosotros!”, exclamó con entusiasmo.

Petunia arrugó la nariz. “¿Para qué?”

Dudley infló el pecho, con una sonrisa satisfecha. “Porque hay unos niños del vecindario vecino que están buscando pelearse con mis amigos. Quiero asustarlos con Harry.”

Harry puso los ojos en blanco. Era ridículo. Pero no lo sorprendía.

Petunia lo miró, indecisa. Sabía que Harry era raro, pero también sabía que los niños le temían por esa misma razón. Dudley no paraba de elogiar “lo rudo” que era Harry, aunque nunca lo había visto hacer algo realmente intimidante. Pero el miedo de los otros niños era suficiente para alimentar su ego.

“Está bien”, dijo finalmente Petunia con un suspiro. “Pero que no cause problemas.”

Dudley celebró su “victoria” y Harry solo se encogió de hombros.

El supermercado estaba lleno de gente.

Petunia los llevó directamente a los pasillos de verduras, ignorando a Dudley, que se quejaba de que quería ir a la sección de dulces. Harry caminaba detrás de ellos, en silencio, observando todo a su alrededor con una extraña sensación de inquietud.

Fue entonces cuando tomó la decisión.

No podía esperar más para conocer a Draco. No podía quedarse sentado, esperando a que todo sucediera a su debido tiempo. Quería verlo ahora. Quería encontrarlo, aunque fuera de lejos.

Así que, cuando Petunia se distrajo eligiendo manzanas y Dudley se concentró en pedirle chocolates, Harry aprovechó la oportunidad. Se deslizó entre los pasillos, caminando rápido pero sin correr. Sabía que si se apresuraba demasiado llamaría la atención.

Salió del supermercado sin que nadie lo notara.

Y entonces, el pánico se apoderó de él.

El problema no era haber salido. El problema era que nunca había estado fuera de Little Whinging sin sus tíos. Nunca había tomado decisiones importantes sin la opinión del otro Harry.

Y ahora, estaba completamente solo.

Se obligó a respirar hondo. El otro Harry le había dicho muchas veces que los magos estaban por todas partes. “Nos observan, aunque no lo parezca”, le había advertido. “No todos son buenos. Hay quienes nos reconocerán y querrán acercarse.”

Harry no había prestado mucha atención en ese momento, pero ahora deseaba haberlo hecho.

Caminó por la calle con pasos inseguros, observando a cada persona que pasaba a su lado. ¿Había algún mago aquí? ¿Cómo podría saberlo?

Intentó recordar los pocos encuentros que había tenido con magos antes. Algunos lo habían reconocido, lo habían saludado con demasiada efusividad. Otros lo habían observado desde lejos, con expresiones difíciles de leer.

Se mordió el labio. Quizás esto había sido un error. Quizás debió esperar.

Pero la idea de esperar meses enteros era insoportable.

Miró a su alrededor. No tenía idea de dónde estaba. Se alejó demasiado del supermercado sin darse cuenta.

El miedo comenzó a instalarse en su pecho, su respiración se volvió entrecortada.

“¿Y ahora qué hago?”, susurró en voz baja.

Desearía que el otro Harry estuviera aquí.

Él siempre tenía un plan. Siempre sabía qué hacer. Siempre tomaba el control cuando algo malo pasaba.

Pero estaba solo. Y por primera vez en su vida, entendió lo que significaba eso.

Su mente se llenó de pensamientos caóticos. ¿Y si alguien lo encontraba? ¿Y si un mago malo lo veía? ¿Y si Petunia se daba cuenta de su desaparición? ¿Y si lo atrapaban y lo llevaban lejos?

Se llevó las manos al rostro, tratando de calmarse. No podía entrar en pánico ahora. Necesitaba pensar.

¿Qué haría el otro Harry en su lugar?

Tomó una profunda bocanada de aire y trató de calmar sus pensamientos. Necesitaba encontrar una forma de regresar antes de que alguien notara su ausencia.

Pero antes de que pudiera hacer un plan, una voz a su espalda lo hizo congelarse. Harry tragó saliva y se giró lentamente, su mente trabajando a toda velocidad. El hombre frente a él era alto, con una chaqueta larga y oscura que lo hacía parecer una sombra ambulante. Su expresión era severa, con los labios fruncidos en lo que parecía ser una combinación de fastidio y cansancio.

Definitivamente no tenía pinta de alguien amable.

“¿Estás perdido, niño?”

Su tono no era exactamente preocupado, pero tampoco cruel. Más bien sonaba… irritado. Como si le molestara haber tenido que hablar con él.

Harry no respondió de inmediato. Su instinto le gritaba que corriera. Que se alejara.

No confíes en desconocidos, había dicho el otro Harry muchas veces.

Vernon, por otro lado, siempre decía lo contrario. “Si un extraño te habla, vete con él. Que sea problema de otro y no nuestro.”

Petunia siempre chillaba cuando Vernon decía eso, murmurando algo sobre que los vecinos lo escucharían y pensarían que eran irresponsables.

El otro Harry se enfurecía cada vez que lo recordaban. Jamás hagas caso a lo que Vernon diga. Si un desconocido te habla, corre en la dirección opuesta.

Harry intentó recordar eso ahora, pero había un pequeño problema.

Si bien el otro Harry siempre le decía qué hacer en situaciones difíciles, esta vez no estaba. Y él no tenía idea de qué hacer.

Piensa rápido. Decide en qué dirección correr.

Miró a su alrededor. Había demasiada gente. No podía ir hacia la carretera, demasiado peligroso. No podía regresar al supermercado sin llamar la atención de tía Petunia y Dudley.

El hombre arqueó una ceja, claramente esperando una respuesta. “¿Eres mudo o simplemente no sabes hablar?”

Harry frunció el ceño. No le gustaba su tono.

“Estoy bien.”

El hombre entrecerró los ojos. “No lo parece.”

Harry mantuvo su expresión neutra. No debía mostrar miedo. El otro Harry le había enseñado eso.

“Lo estoy”, insistió. “No necesito ayuda.”

El hombre soltó un suspiro exasperado. “Por supuesto que no. Porque todos los niños pequeños caminan solos por la ciudad con la seguridad de que saben exactamente a dónde van.”

Harry apretó los dientes.

“¡No soy pequeño!”, replicó.

El hombre dejó escapar una risa seca, como si esa afirmación fuera lo más ridículo que había escuchado en todo el día. “Por supuesto que no.”

La forma en que lo dijo hizo que Harry se sintiera aún más molesto.

¿Por qué me está mirando así?

El hombre volvió a suspirar, pasándose una mano por el rostro como si esto fuera una terrible pérdida de su tiempo.

“Solo dime tu nombre y dime dónde vives”, ordenó con fastidio. “Y acabaré con esta conversación innecesaria.”

Harry sintió un escalofrío. No le gustaba que un extraño quisiera saber dónde vivía.

No. Definitivamente no. Así que hizo lo único lógico en esa situación. Corrió.

La reacción del hombre fue inmediata.

“¡Detente, mocoso!”

Harry no tenía la menor intención de obedecer.

Esquivó a un grupo de personas y se metió entre dos puestos callejeros, escuchando detrás de él los pasos firmes del hombre siguiéndolo.

¡Dios, qué rápido es!

Harry zigzagueó entre la gente, su corazón latiendo con fuerza. Apenas podía ver bien con sus lentes sacudiéndose, lo que no ayudaba a su escape, pero se guiaba por instinto.

Severus Snape, por su parte, estaba completamente indignado.

Había salido para hacer una recado de Dumbledore en el mundo muggle cuando, por casualidad, vio a la réplica exacta de James Potter merodeando por la ciudad sin supervisión.

Pensó en ignorarlo.

Pero entonces, su maldita conciencia decidió recordarle que era su deber vigilar al engendro de Lily, sin importar si era un insufrible.

Y ahora, aquí estaba. Persiguiendo a un niño de diez años que, por alguna razón, pensaba que huir era una mejor opción que responder una simple pregunta.

“¡Potter, detente!”

Harry sintió un escalofrío al escuchar su apellido.

¿Cómo sabe quién soy?

No importaba. Lo único que importaba era alejarse.

Corrió hacia un callejón estrecho, saltando sobre una caja de cartón y doblando a la derecha. Sus pulmones ardían, pero no podía detenerse ahora.

El problema era que el hombre tampoco se detenía.

Y no solo eso, lo estaba alcanzando.

Harry maldijo su suerte. ¡¿Por qué el otro Harry tenía que irse justo ahora?!

Giró otra esquina, sintiendo los pasos pesados detrás de él. Si no encontraba una salida pronto, lo atraparía.

Y luego, quién sabía qué haría.

Si Vernon tenía razón, entonces este tipo podría ser un secuestrador.

Y si el otro Harry tenía razón, entonces era un mago.

No sabía cuál opción era peor. Pero no tenía intención de averiguarlo. Justo cuando estaba a punto de girar en otra dirección, sintió una fuerte presión en su muñeca.

Se había distraído un segundo. Solo un segundo. Y eso bastó para que el hombre lo atrapara.

“¡Suéltame!”, exclamó Harry, intentando forcejear.

Severus bufó, sin aliento pero aún con suficiente energía para rodar los ojos. “No grites. No voy a hacerte daño, cabeza hueca.”

Harry no dejó de forcejear. “¡No confío en desconocidos!”

Severus lo miró con una mezcla de irritación y diversión. “Ah, ¿pero huir como un ladrón sí es una buena idea?”

Harry hizo una mueca. “¡Funcionó hasta que me atrapaste!”

Severus suspiró. “Potter, eres una maldita pesadilla.”

Harry dejó de luchar solo por la sorpresa de escuchar eso. “¿Cómo sabes mi nombre?”

Severus chasqueó la lengua. “Porque Hogwarts no deja de producir cabezas huecas y tú, lamentablemente, estás en la lista.”

Harry parpadeó. “¿Hogwarts?”

Severus resopló. “No actúes como si no lo supieras.”

Harry abrió la boca para responder, pero en ese momento, una fuerte punzada en su cabeza lo hizo temblar.

El otro Harry estaba volviendo. Su voz resonó en su mente como un trueno.

“¡¿QUÉ DEMONIOS HICISTE?!

Harry tragó saliva. Definitivamente, estaba en un problema aún más grande.

“¿Dónde estás? ¡¿Por qué no te puedo sentir del todo?! ¡¿Por qué demonios hay magia fluctuando a tu alrededor?!

Severus lo miraba con el ceño cada vez más fruncido, como si con solo existir estuviera arruinándole el día. Sus ojos oscuros eran fríos, analíticos, llenos de una paciencia que se estaba agotando rápidamente.

Harry sintió la urgencia del otro Harry golpeándolo con cada palabra.

“¡RESPONDE, IDIOTA! ¡DIME QUE NO HICISTE NADA ESTÚPIDO!

Harry apretó los labios con fuerza, tratando de ignorar la sensación de su propio corazón martilleando en su pecho. No tenía idea de qué responder primero: si al hombre que lo miraba con creciente desdén o a la furiosa conciencia en su cabeza que lo estaba bombardeando con preguntas.

Severus chasqueó la lengua, claramente perdiendo lo poco de paciencia que tenía. “No tengo todo el día, Potter. No sé qué clase de estupidez planeabas hacer, pero no voy a quedarme aquí mientras un mocoso con complejo de idiota juega a las escondidas con su vida.”

Harry sintió un escalofrío.

“¡¿PLANEAR QUÉ?! ¡¿HARRY, DÓNDE ESTÁS?! ¡¿QUÉ HICISTE?!

Harry se mordió el labio. Esto no estaba saliendo nada bien.

“Genial. Justo lo que me faltaba. Un mago irritante frente a mí y el otro gritando en mi cabeza.

Severus lo miró con creciente desconfianza. “No me digas que además de ser un problema ambulante, también tienes problemas de comprensión.”

Harry sintió que su paciencia se desgastaba. “¡Estoy bien!” exclamó, aunque su voz sonó menos firme de lo que hubiera querido.

Severus lo miró como si acabara de decir la cosa más ridícula del mundo. “Oh, sí. Por supuesto. Porque todos los niños de diez años se ven perfectamente ‘bien’ cuando aparecen solos en una ciudad, corren como delincuentes y luego se quedan en silencio como si intentaran comunicarse con los fantasmas.”

“¡Dime ahora mismo qué hiciste, Harry! ¡Dímelo o te juro que cuando tome el control haré que te arrepientas!

El mareo que había sentido hace un momento empeoró.

La intensidad del otro Harry presionando su mente era abrumadora.

El verdadero Harry estaba tentado a fingir un desmayo. O simplemente a rendirse y dejar que el otro tomara el control. Después de todo, él era el que siempre sabía qué hacer cuando las cosas se complicaban.

Pero no. No podía hacer eso ahora.

Apretó los puños y se forzó a calmarse. No podía dejar que ese hombre feo viera su incomodidad. No podía dejar que el otro Harry supiera que en ese momento, por primera vez en su vida, realmente estaba asustado.

Severus entrecerró los ojos y cruzó los brazos. “Habla, Potter.”

Harry respiró hondo. “No hice nada.”

Severus soltó una carcajada seca. “Sí, claro. Porque un Potter perdido en el mundo muggle no es nada en absoluto.”

Harry sintió que la furia del otro Harry se volvía aún más intensa.

“¡¿QUÉ HACES HABLANDO CON UN MAGO QUE NO CONOCES, HARRY?! ¡¿TIENES IDEA DEL PELIGRO EN EL QUE TE PUSISTE?!

“¡No tenía idea de que era un mago hasta que empezó a hablarme!” replicó Harry en voz alta sin pensar.

Severus parpadeó. “¿Disculpa?”

Harry sintió que el pánico lo golpeaba.

Genial. Ahora parezco un loco que habla solo.

Intentó corregirse, pero Severus ya lo estaba mirando con una mezcla de desconfianza y sospecha.

“Estás solo en la ciudad, no sabes nada de lo que estás haciendo, y ahora hablas con alguien que no está aquí”, dijo Severus con tono seco. “Dime, Potter, ¿hay algo más que quieras agregar para convencerme de que eres un niño completamente normal?”

Harry hizo una mueca.

“Tal vez debería llevarte a San Mungo. Estoy seguro de que deben tener una sala especial para niños como tú.”

Harry lo miró con el ceño fruncido. “¡No estoy loco!”

Severus sonrió con sarcasmo. “¿No? Podrías haberme engañado.”

Harry sintió cómo la rabia burbujeaba en su pecho. Pero antes de que pudiera decir algo, la voz del otro Harry volvió a estallar en su mente, esta vez más controlada, pero con la misma intensidad de enojo.

“¡No me importa qué hagas, pero corre, aléjate de él ahora mismo!

Harry no necesitó más advertencias.

Giró sobre sus talones y, sin pensarlo dos veces, salió corriendo nuevamente.

Severus soltó un gruñido. “¡Por el amor de Merlín, no otra vez!”

Harry corrió lo más rápido que pudo, esquivando personas y doblando esquinas, su corazón latiendo con fuerza en su pecho.

El otro Harry seguía gritando en su cabeza, pero esta vez, era con una mezcla de alivio y enojo.

“¡Nunca más vuelvas a hacer esto, Harry! ¡Nunca más!

Harry jadeó, sin responder, porque estaba demasiado ocupado huyendo.

Pero en el fondo, sabía que el otro Harry tenía razón. Había cometido un error. Uno enorme. Y ahora, no solo casi fue secuestrado… Estaba en problemas con el otro Harry.

Chapter 6: El Nacimiento de la Serpiente

Summary:

El otro Harry toma el control durante seis meses, castigando al verdadero por su imprudencia y hundiéndolo en la oscuridad. La tensión crece mientras una presencia mágica ronda Privet Drive y la crueldad del otro se intensifica. En el cumpleaños de Dudley, Harry libera una mamba negra del zoológico y la oculta en su ropa. Pero lo más aterrador no es la serpiente… sino el vínculo que comienza a formarse entre ella y el Harry que planea usarla.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El camino de regreso al supermercado fue un infierno.

Harry corrió sin detenerse, zigzagueando entre calles, su respiración entrecortada por el esfuerzo y la ansiedad. Su corazón latía descontrolado, no solo por la carrera, sino por la tormenta de gritos y reproches que estallaba en su mente.

¡Fuiste un completo idiota, Harry! ¡Escapaste sin un plan, sin saber a dónde ibas, sin siquiera considerar lo que pasaría si alguien te reconocía!

Cada palabra del otro Harry era un latigazo de ira y frustración.

¡Y para empeorar todo, ese alguien tuvo que ser Snape! ¡SNAPE, HARRY!

Harry no tenía idea de quién era Snape, pero por el tono enloquecido del otro Harry, debía ser alguien importante. O peor, alguien peligroso.

¿Quién es Snape?” pensó, con la esperanza de calmar al otro.

¡El hombre al que acabas de hacer sospechar de nosotros!

Eso no respondía su pregunta, pero en ese momento no tenía energía para seguir discutiendo.

Cuando finalmente llegó al supermercado, con el pecho ardiendo y el sudor pegándole la camisa a la espalda, miró nervioso hacia el interior del establecimiento.

Allí estaban.

Petunia seguía comparando precios con una expresión de concentración absoluta, y Dudley estaba demasiado ocupado insistiendo en que le compraran más dulces como para notar que Harry había estado ausente.

Nadie había notado su desaparición.

La sensación de alivio fue tan fuerte que casi se derrumba.

No deberías estar aliviado. Deberías estar avergonzado., gruñó el otro Harry.

Harry ignoró el comentario y se acercó a ellos con pasos silenciosos. Petunia ni siquiera lo miró cuando se colocó a su lado, como si siempre hubiera estado allí.

Dudley, por otro lado, le lanzó una mirada rápida antes de rodar los ojos. “No sé por qué quería que vinieras.”

Harry no respondió. No tenía ganas de hablar.

Cuando finalmente salieron del supermercado y regresaron a Little Whinging, el verdadero Harry iba más retraído y cabizbajo que nunca. Cada paso que daba lo hacía hundirse más en su propia culpa, mientras el otro Harry seguía arremetiendo contra él sin descanso.

No entiendes lo que has hecho, ¿verdad?

Harry apretó los puños.

Sí lo entiendo.

No, no lo entiendes., el otro Harry siseó con frialdad. Ese hombre es astuto. No es un idiota como los Dursley. Pudo haberse dado cuenta de algo. ¡¿Sabes cuánto me ha costado mantenernos en la sombra?! ¡¿Sabes lo que arriesgaste solo porque eres un niño impaciente?!

El verdadero Harry bajó la mirada.

Solo… quería ver a Draco.

El otro Harry guardó silencio por un momento. Pero cuando habló de nuevo, su tono ya no era solo de enojo. Era tristeza.

Y por esa razón arriesgaste todo.

Harry tragó saliva. Sabía que lo que había hecho estaba mal. Sabía que había cometido un error. Pero escuchar la tristeza en la voz del otro Harry lo hacía sentir peor de lo que ya se sentía.

Cruzaron la puerta de la casa y Petunia, sin decir una sola palabra, le indicó que se fuera a la alacena. Harry no discutió. No tenía ganas de estar afuera de todos modos.

Se deslizó dentro del pequeño espacio y se dejó caer sobre el colchón delgado, cerrando los ojos con fuerza.

Y entonces, sucedió. Una oleada de frío recorrió su cuerpo, una sensación de vértigo lo golpeó con fuerza, y de repente, ya no estaba en control.

No.

Su voz se perdió en la oscuridad. El otro Harry había tomado el control.

La transición fue brutal. El otro Harry se acomodó en el cuerpo con facilidad, estirando los dedos como si estuviera liberándose de una prisión invisible. Un profundo suspiro escapó de sus labios, pero no era de alivio. Era de agotamiento.

Harry, el verdadero, sintió cómo era empujado hacia el segundo plano, ese lugar oscuro y silencioso donde el otro había estado durante años.

¿Hasta cuándo estaré aquí?” preguntó, su voz apenas un susurro en la mente compartida.

El otro Harry no respondió de inmediato.

Finalmente, murmuró con frialdad: Hasta que yo lo decida.

Harry sintió un nudo en la garganta. Sabía que esto era un castigo. Y sabía que lo merecía. Pero eso no hacía que se sintiera mejor.

Desde su lugar en la oscuridad, observó a través de los ojos del otro Harry.

Su postura era más rígida. Sus movimientos más calculados. No había la más mínima inocencia en su expresión. El otro Harry estaba furioso.

Y lo peor era que no era solo por la estupidez del verdadero Harry. Era por su propia frustración. Su encuentro con la Muerte no había salido como esperaba. Algo en su plan no había funcionado. Y ahora, encima de todo, tenía que lidiar con esto.

Se dejó caer sobre el colchón y cerró los ojos, su mente funcionando a toda velocidad.

No podía permitirse más errores. Snape ya sospechaba. El verdadero Harry ya había demostrado que no era lo suficientemente cuidadoso. Y Draco aún estaba lejos de su alcance.

Respiró hondo y dejó que la oscuridad lo envolviera. Por ahora, se encargaría de todo. Por ahora, él sería el único Harry Potter.

El tiempo pasó. Meses de silencio, meses de oscuridad. Para el verdadero Harry, esos meses fueron una pesadilla interminable. No tenía control. No tenía voz. Solo podía observar desde la profundidad de su propia mente mientras el otro Harry tomaba su lugar en el mundo exterior.

Los Dursley no notaron el cambio. Para ellos, Harry siempre había sido extraño, callado y retraído. Pero ahora, había algo más. Algo que incluso Petunia, en su obsesión por fingir que todo era normal, no podía ignorar del todo.

Harry no solo era callado. Ahora era inquietantemente quieto.

Se sentaba en silencio durante horas, sin moverse, sin hacer ruido. A veces, cuando salían al parque o lo obligaban a acompañar a Dudley en sus salidas con sus amigos, se mantenía apartado, con la mirada perdida, como si estuviera en otro mundo.

Y en cierto modo, lo estaba.

El verdadero Harry no podía hacer nada más que ver y escuchar. El otro Harry estaba en control total.

Las noches eran peores. Harry sentía la magia vibrar en los alrededores de Privet Drive. No era algo constante, sino pequeños destellos, ráfagas de energía que iban y venían.

Pero eran suficientes para hacer que su piel se erizara. El otro Harry también lo sentía. Y no le gustaba.

Nos están observando., murmuró una noche, su voz baja y tensa.

El verdadero Harry se estremeció. ¿Quién?

¿Quién crees?, respondió con irritación. Magos. Y si nos están observando, significa que sospechan.

El verdadero Harry sintió una punzada de miedo. ¿Crees que es Snape?

El otro Harry gruñó. Ese bastardo probablemente ya informó a Dumbledore. No podemos permitirnos más errores.

Harry sintió una ola de angustia recorrer su ser. El otro Harry siempre había sido cauteloso, pero ahora era paranoico. Cada sombra le parecía un peligro, cada mirada un posible espía.

El verdadero Harry sabía lo que el otro era capaz de hacer cuando se sentía amenazado. Y eso lo aterraba.

No hagas nada…

El otro Harry no respondió.

Los meses pasaron hasta convertirse en seis y la tensión entre ambos aumentó. El verdadero Harry ya no podía hablar libremente. Cada vez que intentaba mencionar a Draco, el otro Harry se enfurecía.

“Cállate.”

El tono era siempre cortante, helado, lleno de un enojo apenas contenido.

Pero Harry no podía simplemente dejarlo ir.

¿Por qué no quieres hablar de él?

El otro Harry siseó. “Te dije que te callaras.”

Pero—

Un dolor agudo lo atravesó.

Era como si algo dentro de su alma se retorciera, como si su propia magia se rebelara contra él. Un grito ahogado escapó de su conciencia mientras la oscuridad se cerraba aún más a su alrededor.

“Si vuelves a mencionarlo, haré que duela aún más.”

El verdadero Harry no respondió. No podía. Tardó días en recuperarse de esa primera lección. Pero no sería la última.

Cuando el cumpleaños número once de Dudley se acercaba, el aire se volvió aún más tenso.

Dudley estaba más insoportable que de costumbre, emocionado por su día especial. Exigía regalos, atenciones y que todos a su alrededor le recordaran constantemente que era el niño más importante del mundo.

Harry, como siempre, fue ignorado. Y a él no le molestaba. O mejor dicho, al otro Harry no le importaba.

El verdadero Harry… Él apenas tenía fuerzas para pensar en ello.

El otro lo había lastimado de nuevo. No con golpes. No con gritos. Con magia. Oscura, retorcida, algo que Harry no podía comprender del todo. Pero la había sentido en cada fibra de su ser.

Todo porque había intentado detenerlo. Los amigos de Dudley habían intentado jugarle una broma a Harry en el parque, arrojándole tierra y burlándose de su constante silencio. Dudley, aunque disfrutaba ver a sus amigos molestarlo, no se unió activamente.

Pero eso no importó. El otro Harry no lo toleró.

Harry intentó detenerlo. Déjalos, no importa.

“Importa.”

No hagas nada, por favor.

Pero el otro Harry no escuchó. Y cuando el verdadero trató de resistirse, lo castigó.

El dolor fue insoportable. Como si su propia alma se quemara desde adentro, como si algo estuviera desgarrándolo.

Y lo dejó débil durante más semanas que las anteriores veces.

Desde la más profunda oscuridad de su mente, Harry pudo ver cómo el otro Harry volvía a sentarse en silencio, con la mirada fija en la nada, planeando. Como si nada hubiera pasado.

Harry no dijo nada más.

Porque ahora entendía algo. El otro Harry no solo quería recuperar a Draco. No solo quería liberar a Padfoot.

El otro Harry estaba dispuesto a hacer lo que fuera para conseguirlo. Y eso incluía destruir cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino.

Incluso si ese obstáculo era el verdadero Harry.

El cumpleaños número once de Dudley comenzó con una opulencia exagerada, como cada año. La mesa del comedor estaba abarrotada de comida. Pancakes esponjosos cubiertos de miel, huevos revueltos con trozos de tocino crujiente, tostadas con mantequilla derretida, jugo de naranja recién exprimido y una montaña de salchichas apiladas en el centro. Todo servido en platos elegantes, como si estuvieran celebrando la coronación de un príncipe.

Dudley devoraba todo con avidez, metiendo trozos enteros de comida en su boca sin preocuparse por masticar bien. Petunia lo miraba con adoración, sirviéndole más cada vez que su plato quedaba medio vacío, mientras Vernon le daba palmaditas en la espalda con orgullo.

Harry, sentado en su rincón habitual, observaba la escena en silencio. No esperaba que le ofrecieran nada. No lo hacían otros años, y no lo harían ahora.

El otro Harry tampoco prestaba atención a la comida.

Estaba esperando. Esperando por la tarde. Esperando por el zoológico. El verdadero Harry sintió un escalofrío por la inusual alegría que sentía el otro.

El viaje al zoológico fue igual que siempre. Dudley estaba emocionado, alardeando con sus amigos sobre los regalos que ya había recibido y sobre los que aún faltaban. Petunia y Vernon reían ante cada comentario, mientras guiaban al grupo de niños de un recinto a otro.

Harry, como de costumbre, caminaba unos pasos detrás. No importaba.

Él no estaba ahí por los animales. Él estaba ahí porque el otro Harry quería estar.

Cada vez que habían visitado el zoológico en el pasado, el otro lo había detenido antes de que siquiera se acercaran a la Casa de los Reptiles. Aún no es el momento.

Pero hoy, todo era diferente. Hoy, el otro Harry entró sin dudar. Y el verdadero sintió el terror aferrarse a su pecho.

Desde la oscuridad de su mente, el verdadero Harry observó con horror cómo el otro se acercaba a la serpiente más grande del recinto.

Era una enorme boa constructor, su cuerpo enroscado en una roca dentro de un enorme terrario de vidrio. Sus escamas eran gruesas y oscuras, y sus ojos, pequeños pero inteligentes, se posaron en Harry cuando se detuvo frente a ella.

Entonces, el otro Harry habló. Pero no en inglés. Las palabras salieron en un susurro bajo, sibilante, imposible de entender para cualquiera que estuviera cerca.

Excepto para la serpiente.

El verdadero Harry sintió un escalofrío al escuchar el idioma desconocido. “No… no lo hagas…

El otro Harry lo ignoró.

La boa levantó la cabeza y parpadeó con lentitud. Luego, respondió en el mismo idioma. Harry no sabía que es lo que planea hacer, pero podía sentir que era algo malo.

El otro sonrió.

“Necesito un favor.”

La serpiente inclinó la cabeza.

“Dime cuál es la más joven y la más peligrosa de aquí.”

El verdadero Harry sintió que su mente se agitaba.

¡No! ¿Para qué?! ¡¿Qué estás planeando?!

El otro no respondió. La serpiente siseó al aire y movió su cabeza hacia una esquina del recinto.

El otro Harry la siguió con la mirada. Allí, en un pequeño terrario de cristal, una serpiente delgada y oscura estaba enrollada sobre sí misma, sus ojos brillando con una intensidad inquietante.

El otro Harry sonrió. Se acercó al vidrio y, con un ligero toque de sus dedos, una parte de este se desvaneció.

Lo suficiente para que la pequeña serpiente saliera.

El verdadero Harry sintió su respiración entrecortada.

¡¿Qué haces?! ¡Detente!

El otro ni siquiera pestañeó.

La serpiente deslizó su pequeño cuerpo fuera del terrario y, con movimientos fluidos, se deslizó bajo la manga de Harry, ocultándose entre sus ropas.

Nadie había visto nada.

Nadie excepto…

Dudley.

El niño se había quedado paralizado en su lugar, sus ojos azules abiertos de par en par mientras veía a su primo hacer algo imposible.

Pero lo peor no fue que lo viera. Lo peor fue que el otro Harry lo notó. Giró lentamente, con una sonrisa helada.

Dudley retrocedió un paso.

El otro Harry se inclinó ligeramente. “Si dices algo, te mato.”

Dudley tragó saliva con fuerza.

La voz de su Harry había sonado diferente. Más profunda. Más amenazante.

“Lo juro”, balbuceó. “No diré nada.”

El otro Harry inclinó la cabeza.

“Bien.”

El verdadero Harry, desde la profundidad de su propia mente, temblaba de miedo.

¿Qué vas a hacer con ella?

El otro Harry sonrió para sí mismo. “Ya lo verás.”

Y el verdadero Harry supo, con absoluta certeza, que lo peor aún estaba por venir.

El regreso a casa fue un silencio sofocante. Dudley estaba más callado de lo normal, aún con la sombra de lo que había visto en la Casa de los Reptiles pesando sobre él. Petunia notó su cambio de humor y le preguntó varias veces qué le pasaba, pero Dudley solo murmuró excusas vagas. Vernon, demasiado concentrado en elogiarse a sí mismo por pagar otra costosa excursión para su hijo, no le prestó atención.

Harry, en cambio, estaba emocionado. Por primera vez en toda su vida, sintió un retorcido placer al entrar en su alacena.

El verdadero Harry, desde la profundidad de su mente, se estremeció.

Esto no está bien. Esto no está bien.

Pero el otro Harry no le prestaba atención.

Se sentó en el pequeño colchón y con delicadeza deslizó una mano dentro de su ropa. Hubo un movimiento sutil, como un susurro de sombras, y la pequeña serpiente negra emergió, enroscándose lentamente alrededor de su muñeca.

Era hermosa.

Su piel era tan oscura como la noche, sus ojos como dos gotas de obsidiana líquida. Su lengua se deslizaba en el aire, probando su nuevo entorno, analizando cada partícula de su prisión de madera. Pero lo más fascinante era cómo su cuerpo se mantenía firme alrededor de Harry, con una confianza absoluta, como si supiera que él no la lastimaría.

El verdadero Harry sintió que su respiración se aceleraba.

¿Qué vas a hacer con ella, Harry?

El otro Harry no respondió de inmediato. En cambio, sus labios se curvaron en una ligera sonrisa mientras deslizaba un dedo por el lomo de la serpiente.

“Nos entendemos”, susurró en pársel, su voz fluyendo con naturalidad en el idioma de las serpientes.

La mamba negra levantó la cabeza y siseó en respuesta.

“Sí.”

El verdadero Harry se estremeció al escucharla. La voz de la serpiente en su mente era baja, cuidadosa, pero con una fuerza latente, como una corriente subterránea a punto de desatarse.

Nos entiende…

El otro Harry sonrió. “Eso es bueno.”

La serpiente inclinó la cabeza y deslizó su lengua bífida por el aire.

“Eres dos”, siseó con simpleza.

El verdadero Harry sintió que el miedo volvía a instalarse en su pecho.

El otro Harry arqueó una ceja. “¿Puedes olerlo?”

La mamba negra siseó de nuevo.

“Uno es como un ratón. Pequeño. Nervioso.”

El verdadero Harry sintió una punzada de indignación.

El otro Harry soltó una risa baja. “¿Y el otro?”

La serpiente se deslizó lentamente por su brazo, envolviendo su antebrazo con más firmeza.

“El otro es como yo.”

El verdadero Harry tragó saliva.

El otro Harry sonrió aún más. “Eso es aún mejor.”

La serpiente se mantuvo enroscada, su cuerpo vibrando con una energía silenciosa, una fuerza que aún no había liberado del todo.

El otro Harry observó sus movimientos con fascinación.

“Necesitas un nombre”, murmuró.

Y entonces, por primera vez en mucho tiempo, el otro Harry hizo algo inesperado.

Se dirigió al verdadero Harry.

“Tú elige.”

El verdadero Harry se sorprendió tanto que tardó un momento en procesar lo que había dicho.

¿Yo?

El otro Harry asintió con un tarareo mental.

¿Por qué?

El otro Harry giró la muñeca, dejando que la serpiente se acomodara mejor alrededor de su brazo.

“Porque quiero saber qué nombre le daría alguien como tú.”

El verdadero Harry se sintió atrapado. Sabía que el otro Harry estaba jugando con él, dándole una pequeña chispa de control solo para arrebatársela después.

Pero al mirar a la serpiente, tan pequeña y frágil comparada con lo que algún día podría llegar a ser, sintió un extraño apego.

Pensó por un momento. Finalmente, el otro Harry susurró el nombre.

“Naga.” El otro Harry inclinó la cabeza. “Me gusta.”

Y entonces, de manera aún más inesperada, dejó escapar un suspiro y murmuró: “Estoy cansado.”

El verdadero Harry sintió un vuelco en su interior.

Y sin previo aviso, fue empujado de vuelta a la superficie.

Era libre.

Por ahora.

El verdadero Harry pasó la noche en la alacena con Naga. Al principio, la serpiente fue reservada, observándolo con la misma cautela que había mostrado con el otro Harry. Pero pronto, pareció relajarse.

Cuando el verdadero Harry deslizó un dedo con delicadeza por su cuerpo, ella siseó suavemente, pero no con advertencia, sino con aprobación.

“Me gustas”, dijo en pársel.

Harry sonrió. “¿Por qué?”

La serpiente se deslizó por su brazo y apoyó su pequeña cabeza contra su cuello. “Eres como una cría. Débil. Pequeña. Pero eres mío ahora.”

Harry dejó escapar una risa silenciosa. “¿Tu cría?”

Naga siseó suavemente. “Sí.”

Harry no pudo evitar sentirse reconfortado por eso.

Era extraño. En su mente, el otro Harry era como un depredador, alguien que veía a los demás como piezas de un tablero, moviéndolos como mejor le convenía.

Pero para Naga, él era solo una cría. Algo que debía ser cuidado.

Y por primera vez en mucho tiempo, el verdadero Harry sintió que tenía a alguien más a quien querer.

Notes:

Dos capítulos más para que aparezca el pequeño Draco. 🥺

Chapter 7: El Susurro de la Serpiente

Summary:

Los días previos al cumpleaños de Harry están marcados por el dominio absoluto del otro Harry, quien intensifica el entrenamiento de Naga y refuerza su control sobre el verdadero. Cuando el otro Harry lleva a Naga al Hospital General de Watford, su verdadero propósito comienza a revelarse: una prueba de su poder y la ejecución de un plan que el verdadero Harry apenas puede comprender, pero que siente en lo más profundo de su ser que traerá consecuencias terribles.

Chapter Text

El tiempo avanzaba lentamente, arrastrándose como un susurro en la oscuridad.

El cumpleaños de Dudley quedó atrás, y con él, la amenaza velada del otro Harry. Dudley cumplió su promesa de guardar silencio. No mencionó a nadie lo que había visto en la Casa de los Reptiles, ni el momento en que el vidrio desapareció, ni cómo una serpiente se deslizó dentro de la ropa de su primo.

Pero el miedo en sus ojos lo delataba.

Desde aquel día, Dudley ya no lo molestaba como antes. No lo buscaba, no le lanzaba miradas de burla, no lo obligaba a jugar a ser su perro guardián. Solo lo observaba de reojo, con la mandíbula tensa y una precaución que nunca antes había mostrado.

El verdadero Harry no sabía qué pensar de eso.

Naga, en cambio, estaba encantada.

La serpiente nunca se apartaba de su lado. Dormía enroscada alrededor de su muñeca, oculta bajo la manga de su ropa. Se deslizaba bajo su camisa cuando salían al patio, acomodándose contra su espalda o su cuello, invisible para todos los demás.

A veces, cuando Harry estaba en la alacena, la dejaba deslizarse por el suelo, permitiéndole moverse libremente. La observaba con fascinación mientras ella exploraba cada rincón del pequeño espacio, su lengua probando el aire con curiosidad.

Naga no solo era silenciosa y sigilosa. Era inteligente. Observaba. Analizaba. Comprendía.

Y lo más extraño de todo… le gustaba el verdadero Harry.

“Eres diferente”, siseó una noche, mientras se enroscaba alrededor de sus dedos y el otro Harry volvía a ausentarse.

Harry sonrió, acariciando con suavidad su cabeza. “¿Diferente a qué?”

La serpiente levantó la cabeza ligeramente, como si pensara su respuesta. “Diferente al otro. Más pequeño. Menos oscuro.”

Harry tragó saliva.

Naga nunca mostraba la misma confianza con el otro Harry. Cuando él tomaba el control, la serpiente se volvía más cautelosa, más reservada, como si pudiera sentir el peligro en él.

Pero con el verdadero Harry… Lo trataba como una cría que debía proteger. Harry encontró eso extrañamente reconfortante.

Los días pasaban, y el otro Harry empezó a ausentarse más seguido. Ya no estaba constantemente en su mente, observando cada uno de sus pensamientos. Ya no interrumpía con su voz cortante cada vez que Harry hacía una pregunta que no le gustaba.

Harry sintió la diferencia de inmediato. El peso constante en su mente se aligeró. La sensación de estar siempre bajo una mirada invisible desapareció.

Pero no era libertad. Era una pausa. Porque el otro Harry siempre volvía.

“¿Dónde vas cuando desapareces?” se atrevió a preguntar un día.

El otro Harry tardó en responder.

“Visito a una vieja amiga.”

Era la misma respuesta de siempre.

El verdadero Harry dejó escapar un suspiro frustrado. “¿Por qué nunca dices quién es?”

Hubo un silencio.

Cuando el otro Harry habló de nuevo, su tono fue más suave de lo habitual. “Algún día lo entenderás.”

Harry apretó los labios, sintiendo que una punzada de incomodidad se instalaba en su pecho.

Pero no preguntó más. Porque sabía que no recibiría una respuesta.

A medida que los días se alargaban, Petunia comenzó a molestarse con la forma en que Harry pasaba tanto tiempo en la casa.

“Pareces un fantasma”, dijo un día, frunciendo el ceño mientras lo observaba desde la cocina. “Sal. Toma aire.”

Harry no protestó. No porque quisiera ir, sino porque no quería darle razones para seguir hablando.

Así que salió. Caminó por las calles de Little Whinging, con Naga escondida en su ropa, su pequeña cabeza asomando ligeramente por el cuello de su camisa.

La serpiente disfrutaba el exterior. Sentía el viento, el calor del sol, la vibración de los sonidos a su alrededor.

“¿Te gusta aquí?” preguntó Harry en un susurro.

Naga siseó suavemente. “Demasiado abierto. No es seguro.”

Harry sonrió. “Tú suenas como él.”

La serpiente se movió ligeramente. “No. No como él.”

Harry inclinó la cabeza. “¿Por qué lo tratas diferente?”

Naga deslizó su lengua bífida. “Porque no es una cría.”

Harry rió entre dientes. De alguna manera, le gustaba que Naga pensara en él como una cría.

Era extraño, pero reconfortante.

Mientras caminaba por las calles de Privet Drive de regreso, con la brisa cálida en su rostro y el sol brillando sobre su cabeza, se permitió por un momento olvidar todo lo demás. Olvidar la sombra en su mente. Olvidar las amenazas silenciosas. Olvidar el miedo de Dudley.

El verano avanzaba con una lentitud insoportable. Harry deseaba haber encontrado a Naga antes.

Hubiera querido tenerla durante el año escolar, poder llevarla escondida dentro de su uniforme, deslizarse con ella entre los pasillos de la primaria y mostrarle todo lo que él ya conocía.

La serpiente era curiosa, siempre observando, siempre explorando. Pero su curiosidad no era simple entretenimiento. No.

Naga exploraba para asegurarse de que su entorno era seguro. Porque, después de todo, Harry era su cría.

Cada vez que salían, la pequeña serpiente se deslizaba con cautela bajo su camiseta, moviéndose en su cuello o su muñeca, probando el aire con su lengua bífida. Estaba alerta a cualquier cambio, cualquier olor extraño, cualquier amenaza.

Y últimamente, las había estado encontrando.

El otro Harry aún no regresaba. Harry no sabía cuánto tiempo había pasado desde la última vez que lo sintió en su mente.

Al principio, había sido un alivio. No más amenazas, no más advertencias en voz baja, no más dolor. Pero ahora… ahora comenzaba a inquietarse.

Faltaba cada vez menos para su cumpleaños número once. Y la ausencia del otro Harry, en lugar de sentirse como libertad, comenzaba a sentirse como la calma antes de la tormenta.

Y entonces, comenzó a sentirlo. El peso de una mirada sobre su espalda. No podía verlo. No podía señalarlo. Pero lo sabía. Alguien lo estaba vigilando. Y no era solo su imaginación.

“Hay un depredador cerca.” La voz seseante de Naga le erizó la piel.

Harry tragó saliva. “¿Estás segura?”

Naga siseó con desdén, enroscándose con más firmeza alrededor de su muñeca. “Soy joven no tonta, cría. Lo huelo en el aire.”

Harry miró a su alrededor con disimulo. Privet Drive era tan monótona como siempre. Casas idénticas, jardines bien cuidados, vecinos murmurando entre ellos. Nada parecía fuera de lugar.

Pero entonces, ¿por qué se sentía observado? Su estómago se revolvió. ¿Era el hombre de aquella vez? ¿El mago llamado Snape que el otro Harry tanto odiaba?

La idea lo inquietó aún más.

Naga siseó otra vez, irritada. “Debemos regresar a la madriguera.”

Harry parpadeó. “¿La madriguera?”

“La cueva bajo las escaleras. Nuestro refugio.”

Harry sintió una punzada de incomodidad. La alacena nunca había sido un refugio para él. Siempre la había visto como una prisión. Pero para Naga, era diferente.

Para ella, era su escondite. Y ahora, por primera vez, Harry comenzó a ver el valor de estar oculto. Sin discutir, giró sobre sus talones y caminó de vuelta a casa.

La sensación de ser observado no desapareció. Pero al menos, si estaban en la madriguera, nadie los encontraría. O al menos, eso esperaba.

El refugio de la madriguera trajo una falsa sensación de seguridad. Harry y Naga se mantuvieron ocultos durante días, evitando las largas horas bajo el sol en las que Petunia lo obligaba a salir. Se movían en la oscuridad de la alacena, hablando en susurros, compartiendo un vínculo que ningún otro ser en esa casa podía comprender.

Pero la sensación de ser vigilado nunca desapareció.

Harry lo sentía cuando caminaba por las calles, cuando Petunia lo mandaba a comprar pan a la tienda de la esquina, cuando se aventuraba al patio trasero para sentir la brisa de la tarde.

Siempre estaba ahí. Un peso en su nuca, un cosquilleo en su piel.

Naga lo confirmaba cada vez que se deslizaba por su brazo y se apretaba con más fuerza.

“El depredador aún nos acecha.”

Y entonces, en la noche más silenciosa del verano, el otro Harry regresó. Fue un despertar brusco, como si algo hubiera rasgado el velo de su mente con una garra helada.

El verdadero Harry sintió la invasión antes de oír su voz. El aire se volvió pesado. Su cabeza palpitó. Su estómago se hundió en un abismo sin fondo.

Y luego, la risa. Baja, burlona, letal.

“Me extrañaste.”

Harry contuvo la respiración. La oscuridad dentro de su mente se agitó como un mar en tormenta. El otro Harry estaba ahí otra vez, sólido, presente, llenándolo todo con su sombra opresiva.

“¿D-dónde estabas?”

Hubo un susurro, como si el otro Harry exhalara con diversión.

“Te dije que visitaba a una vieja amiga.”

Harry apretó los dientes. “¿Por qué no me dejas saber quién es?”

El otro rió de nuevo. “Porque aún no estás listo.”

Naga, acurrucada en su brazo, se removió inquieta. Podía sentirlo también.

“Tu olor cambió.”

El otro Harry sonrió. “¿Te gusta?”

Naga siseó con desaprobación. “Hueles más frío.”

El verdadero Harry tragó saliva. No entendía del todo qué significaba eso, pero no le gustó. El otro Harry no pareció molesto por el comentario de Naga. De hecho, parecía más complacido que nunca.

“Falta poco para nuestro cumpleaños.”

Harry asintió, sentía que su estómago estaba hecho un nudo. “Sí.”

El otro Harry se inclinó más en el delgado colchón, su voz goteando expectación.

“Pronto, todo comenzará.”

El regreso del otro Harry marcó un cambio inmediato. El verdadero Harry fue empujado de nuevo a la oscuridad de su propia mente, condenado a ser un mero espectador. Ya no tenía control sobre su cuerpo, ni voz para protestar. Solo podía mirar, escuchar… y temer.

Extrañaba hablar con Naga. Con él, ella se mostraba más abierta, más protectora, más… cálida. Pero con el otro Harry, todo era distinto.

El otro Harry no hablaba con ella a menos que fuera necesario. No compartía pensamientos triviales ni preguntaba cosas sin importancia. Para él, Naga no era solo una compañera. Era un arma.

Y como tal, debía ser afilada. Y Harry supo, sin necesidad de preguntar, que lo que se avecinaba era inevitable.

Los entrenamientos comenzaron al día siguiente. El otro Harry la hacía moverse con rapidez, aprender a arrastrarse sin hacer ruido, a esconderse en cualquier superficie sin ser detectada. Practicaban en la alacena, en el patio trasero, incluso en los rincones más oscuros de la casa cuando todos dormían.

El verdadero Harry observaba con aprensión.

Naga aprendía rápido. Demasiado rápido. En pocos días, podía deslizarse por su brazo sin que nadie notara su presencia. Podía enroscarse y estirarse con precisión quirúrgica. Y lo peor de todo, podía responder a órdenes sin necesidad de palabras.

Habían desarrollado códigos de comunicación. Una ligera presión con los dedos significaba “detente”. Un roce en su escama izquierda significaba “mueve”. Una exhalación controlada significaba “espera”.

El verdadero Harry temía preguntar para qué estaban preparando a Naga. Pero no tardó mucho en descubrirlo.

El cumpleaños número once de Harry estaba cerca. Cada día que pasaba, el otro Harry se volvía más impaciente, más meticuloso. Estaba planeando algo. Y lo peor era que el verdadero Harry no sabía qué.

No hasta que el otro Harry tomó una decisión.

“Hoy salimos.”

El verdadero Harry sintió un escalofrío. “¿A dónde?”

El otro Harry no respondió.

Petunia, como siempre, insistió en que Harry saliera de la casa para que “tomara aire”. No le gustaba que se quedara demasiado tiempo dentro, no porque le importara su bienestar, sino porque su presencia la inquietaba.

Harry aprovechó eso.

Esperó hasta estar lo suficientemente lejos. Luego, sin dudarlo, tomó varios transportes. El verdadero Harry comenzó a entrar en pánico cuando se dio cuenta de que estaban yendo más lejos de lo normal.

Caminó por once minutos hasta llegar a la parada del autobús en la calle Ashfields. Luego, se bajó en Serviced Accommodation Watford en Market St. Desde ahí, caminó ocho cuadras, doblando en algunas calles, asegurándose de que nadie lo siguiera.

Cuando se detuvo, el verdadero Harry sintió que su sangre se congelaba.

Estaban frente al Hospital General de Watford.

“¿Por qué aquí?

El otro Harry sonrió en su mente. “Porque es momento de comprobar si todo el entrenamiento dio sus frutos.”

El verdadero Harry sintió náuseas. Naga, oculta bajo su ropa, no se movió ni un milímetro. Se mantenía completamente quieta, obedeciendo las órdenes silenciosas del otro Harry.

Harry intentó resistirse. “No. No podemos hacer esto.

El otro Harry ignoró su súplica y avanzó hacia las puertas del hospital.

El verdadero Harry tembló.

El otro Harry planeaba hacer algo muy malo.

Y Naga tenía un papel crucial en ello.

Chapter 8: Si pudiera ver tu cara una vez más, podría morir como un hombre feliz

Summary:

Harry tendrá a su Draco.

Hadrian tiene a su Éon 💖🥺

Éon es el Draco favorito de Hadrian y mío en todo el multiverso que Hadrian esta viajando.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Harry había sido muchas cosas en su vida. Un niño abandonado. Un héroe a la fuerza. El elegido de una guerra que nunca pidió. Jefe de los Aurores a los veinticinco, con cicatrices en la piel que narraban solo una fracción del desastre que habitaba bajo ella. Había aprendido a dar órdenes con voz firme, a no temblar cuando la sangre lo salpicaba, a escribir informes de muertes con la misma mano que había acariciado, con ternura infinita, la espalda de Draco en la oscuridad de una madrugada cualquiera.

Había amado a Draco Malfoy con la intensidad de quien ha visto morir todo lo demás. Draco fue la excepción. La belleza dentro del caos. Lo único que no necesitó ser salvado ni explicado, solo sentido. Fue su refugio, su cordura, su victoria silenciosa. Y luego... la muerte se lo arrancó. Un susurro tardío en medio del caos que el Propio Harry causo. Harry no supo hasta que lo sostuvo en sus brazos, hasta que la sangre tibia le mojó el pecho que la vida se fue de los ojos grises que tanto amaba que Draco se fue no amándolo, si no odiándolo, teniéndole miedo.

Desde entonces, todo fue una larga espera. Silencio. Una guerra interna sin fin.

“Volveremos a encontrarnos.” Eso fue lo último que se prometieron. Una promesa rota tantas veces que dejó de doler. O eso creía.

El viaje entre mundos no es glorioso. No hay portales dorados ni transiciones elegantes de un plano a otro. Cuando Harry invoca a la Muerte, no hay fuego, ni humo, ni grandiosas palabras. Hay silencio. Un silencio seco y cruel como el latido ausente de un cuerpo sin alma. Hay dolor, un desgarrón interno que le parte el pecho cada vez que deja un mundo atrás, cada vez que se arranca de sí mismo para intentar encontrarse, o al menos... encontrarlo.

El primero fue una trampa. La trampa más cruel de todas.

Un cuerpo infantil, frágil, herido hasta los huesos. Apenas podía sostenerse en pie. Tenía apenas un año y un alma que lloraba en los rincones de Privet Drive. Petunia no lo alimentaba. Vernon apenas lo veía. Dudley se le escapaba como si ya supiera que había algo podrido en ese niño. Y Harry —el hombre que había sido Jefe de Aurores, el que había derrotado a horrocruxes y resistido el peso de la guerra— fue obligado a habitar ese cuerpo minúsculo. Fue obligado a fingir que era débil, cuando por dentro se deshacía de poder contenido.

El hambre le golpeó como un viejo enemigo. No un hambre normal, sino el tipo de hambre que se instala en los huesos, que le susurra a los músculos que se rindan y a la mente que duerma para siempre. La magia de Harry, reprimida y cuidadosamente dosificada, fue lo único que mantuvo vivo a ese cuerpo. Un hilo invisible de calor que mantenía el corazón latiendo mientras cada día se convertía en una batalla silenciosa.

Años. Años encerrado en un cuerpo que no era suyo, respirando el aire sucio de un mundo que no le ofrecía nada. Si no fuera por sus propios hechizos, por la constante vigilancia sobre sí mismo para no quebrarse... habría muerto. Ambos habrían muerto. Harry lo sabía. Y lo odiaba.

No nací para esto, pensaba cada mañana al despertar con el estómago vacío y los labios resecos. Yo fui un guerrero. Yo fui amado. Yo amé... con todo lo que era. Yo no soy este niño débil. No soy este pedazo de carne que se arrastra en un mundo que no lo merece.

Cuando finalmente el cuerpo creció lo suficiente, cuando su magia —la verdadera, no la infantil ni la rota, sino la suya, limpia y poderosa— pudo brillar sin contaminar el alma de ese pequeño Harry, lo hizo. Lo llamó.

“Ven”, susurró con los ojos cerrados, la voz cargada de una desesperación muda, íntima. “Ven ahora. No voy a esperar más.”

La Muerte apareció sin previo aviso, como siempre lo hacía. No tenía rostro, pero su presencia llenaba el cuarto como una tormenta contenida. Estaba en las grietas del suelo, en el zumbido del aire, en el temblor de la madera bajo sus pies.

“Me has llamado muchas veces”, dijo la Muerte. “Demasiadas.”

Harry alzó el rostro. “No me interesa lo que pienses. Quiero algo de él.”

“Ya te lo he dicho—”

“¡No quiero palabras!” gritó. Sus ojos verdes, endurecidos por años de pérdida y sacrificio, ardían. “¡Hazlo! ¡Ahora! ¡Dame algo de él o juro que haré estallar este mundo con mi magia!”

La amenaza no era vacía. Ni la Muerte dudó de su intención. Por eso lo castigó.

Lo envió a otro mundo.

Uno donde la magia era distinta. Donde la historia que él conocía había tomado otra forma, otra dirección. Uno donde existía un Draco... pero no el suyo.

Aquel Draco no se llamaba Draco. Tenía su rostro, sí. Tenía incluso esa manera de mirar a los demás como si estuviera por encima del mundo. Pero no era cruel. No era arrogante. Era... amable. Demasiado amable. Tenía una risa fácil y una bondad que parecía ajena al apellido Malfoy. Tenía una alianza de oro en el dedo anular. Y Harry... Harry sintió que se deshacía por dentro.

Lo amó de todos modos. No supo cómo, ni cuándo. Pero lo amó.

Amó esa voz que aún sonaba parecida. Amó esa sonrisa que no conocía. Amó los gestos nuevos, las palabras suaves, incluso el nombre diferente. Pero no era él. Y cada noche, mientras dormía solo, Harry cerraba los ojos y rogaba que ese hombre despertara un día con sus recuerdos. Con sus cicatrices. Con todo lo que habían sido.

Pero la Muerte fue clara. Si se quedaba demasiado tiempo sin regresar al primer cuerpo, su alma —esa alma rota y forjada en fuego— se perdería en el limbo.

Así que volvió. Dejó atrás a ese Draco que no era Draco. Volvió al niño que aún era demasiado niño para entender la responsabilidad de cargar con un alma adulta en sus entrañas.

Y cuando lo encontró huyendo de Snape, lo castigó. Con palabras duras. Con ira contenida que no era para él, sino para la Muerte, para el mundo, para todo.

“¿Sabes lo que casi provocas?” gritó. “¿Sabes lo cerca que estuviste de destruirlo todo? ¡No puedes actuar como si nada importara!”

El niño lo miró con ojos grandes y asustados. Demasiado niño, pensó. Demasiado inocente, demasiado torpe, demasiado humano...

Yo no puedo seguir cuidando de ti, pensó amargamente. No puedo ser niñero de mí mismo cuando lo único que quiero es abrazarlo otra vez.

Así que, apenas tuvo la oportunidad, volvió a invocarla.

Esta vez la Muerte estaba de peor humor que nunca. Lo observó con el vacío más oscuro que Harry hubiera sentido.

“¿Vas a seguir así eternamente?” preguntó ella. “¿Vas a arrastrarte por mundos hasta que encuentres uno donde él te recuerde?”

“Sí”, respondió Harry, sin vacilar. “Sí. Hasta que él diga mi nombre con la voz que recuerdo. Hasta que sus manos tiemblen al tocarme. Hasta que sepa quién soy sin que tenga que explicarlo.”

“Eres patético.”

“Y aun así me obedecerás.”

La Muerte lo lanzó a otro mundo.

Y otro.

Y otro más.

En uno, Draco era un sanador. Llevaba túnicas blancas, y su voz estaba llena de ternura. Harry casi creyó haberlo encontrado. Hasta que lo vio besar a otro hombre en una plaza pública con un amor tan limpio, tan seguro... que supo que no tenía espacio para él.

En otro, Draco había muerto en la guerra. Ni siquiera existía una tumba. Solo un nombre en una lista. Harry lloró como si la guerra acabara de terminar.

En otro, Draco era un mestizo que creció en Francia y nunca puso un pie en Hogwarts. Era un extraño con ojos curiosos y un encanto natural. Le enseñó a bailar. Le enseñó a reír otra vez. Pero jamás le dijo "te amo".

Y en todos, la misma pregunta:

¿Por qué?

¿Por qué si nacimos para amarnos, el universo insiste en separarnos?

En uno de esos mundos, mientras veía a ese Draco preparar una poción con cuidado meticuloso, Harry lo notó: una marca. Una cicatriz en el costado del cuello, parecida a una que su Draco tenía. Se acercó sin pensar.

“¿Cómo te hiciste eso?” preguntó con voz baja.

Draco lo miró. Parpadeó. Y por un instante, solo uno, hubo algo. Un destello. Un reflejo de algo que quizás, tal vez, pudiera ser...

“Ni idea”, dijo Draco. Y volvió a sonreír.

Harry no lloró. No gritó. Solo se alejó. Supo que tendría que volver. Supo que aún no era el momento. Pero también supo esto: algún día, en algún mundo, lo encontraría. No uno parecido. No una sombra. No un eco.

A él. Su Draco. Su hogar. Y entonces, por fin, dejaría de ser una estrella rota.

No fue una entrada dramática esta vez. No hubo luces rotas ni el temblor que a veces acompañaba el cruce entre mundos. Esta vez, Harry simplemente apareció. O más bien… fue depositado, como una hoja que el viento deja caer sin hacer ruido. Se alzó en medio de una ciudad sin nombre, una calle de adoquines mojados por una lluvia reciente, donde los faroles lanzaban un resplandor cálido y extraño sobre los muros viejos. No había magia en el aire. Nada se agitaba. Y sin embargo, fue allí donde lo sintió.

Lo supo de inmediato. Hay algo en este mundo… algo distinto.

No fue un presentimiento. No fue la magia —porque este lugar apenas la reconocía—. Fue una punzada en el pecho. Un sobresalto visceral. Algo tan antiguo como la necesidad. Y por primera vez en mucho tiempo, Harry no se sintió tan perdido.

Lo encontró en una librería.

La puerta tenía una campanita que sonó con un timbre agudo, y el polvo flotaba en el aire como copos dorados. Era un lugar pequeño, encajado entre dos edificios que parecían ignorar su existencia. Las estanterías eran altas, viejas, de madera desgastada, y el olor era a papel húmedo y café rancio.

Y en medio de todo, Draco.

No lo reconoció al principio. El cabello era más largo, caía sobre su frente y las sienes, rizado suavemente como si no conociera la disciplina de los peines. Llevaba un suéter gris demasiado grande y pantalones con rodilleras remendadas. No tenía varita. No tenía cicatrices. No tenía miedo en la postura. Solo estaba ahí, sentado en una banqueta de madera, con los ojos cerrados, las manos recorriendo con suavidad las páginas de un libro en braille.

Fue cuando alzó la cabeza, como si pudiera verlo sin necesidad de mirar, que Harry lo supo.

Ese era su Draco. Pero no. No del todo.

“¿Estás perdido?” preguntó Draco, con una voz suave, sin hostilidad, sin expectativa. Como si no esperara respuestas ni explicaciones. Solo existencia.

Harry se quedó quieto. Su corazón, endurecido por viajes, pérdidas y versiones rotas del amor, se agitó con una vulnerabilidad peligrosa.

“No lo sé”, respondió al fin. Su voz sonó más joven de lo que recordaba. Más humana.

Draco ladeó un poco la cabeza, como si escuchara algo más allá de las palabras. Y entonces, sonrió. No con burla ni suficiencia. Con ternura. Una que hizo que Harry quisiera llorar sin entender por qué.

“¿Cómo te llamas?” preguntó Draco después de un largo silencio, con los dedos aún aferrados a su libro, sin necesidad de verlo para saber que su presencia lo envolvía todo.

Harry titubeó. Una pregunta tan simple. Un nombre tan gastado.

“Harry”, respondió.

“Ese no es tu nombre”, dijo de repente.

Harry parpadeó. “¿Qué?”

“Harry. No es tu nombre. No aquí. No ahora.” Se levantó de su banqueta con una facilidad que hablaba de costumbre. Luego caminó —con pasos medidos pero seguros— hacia él.

Harry no se movió. Ni siquiera cuando Draco se detuvo frente a él. Ni siquiera cuando alzó una mano y la dejó flotar, suspendida, como si esperara permiso.

Y Harry, por primera vez en años, lo dio. Bajó la cabeza, cerró los ojos. Hazlo. Si vas a romperme otra vez, hazlo con tus manos.

Los dedos de Draco tocaron primero su mejilla con la suavidad de una pluma. Y luego, exploraron su rostro con la paciencia de quien lee un mapa escrito en relieves de tiempo y dolor. Las yemas rozaron la línea de su mandíbula, el puente de su nariz, la curva que su frente describía cuando fruncía el ceño. Y en ese momento, Harry sintió que se derrumbaba. No porque lo tocaran, sino porque así lo había tocado su Draco. Con la misma delicadeza. Con la misma reverencia, como si su rostro fuera algo sagrado.

Las lágrimas bajaron sin pedir permiso. Draco continuo como si estuviera recordando un rostro que nunca había visto.

“Tu piel habla de guerra”, murmuró Draco. “Eres alguien que ha cruzado sombras. Alguien que ha dejado atrás su reflejo más veces de las que debería y tus labios… tus labios cargan el peso de muchas despedidas. Demasiadas.”

Y luego, con una sonrisa extraña, dijo:

“Hadrian. Ese debería ser tu nombre. Porque a veces, los nombres también necesitan renacer.”

Harry —Hadrian, ahora— se echó a reír. Pero fue una risa rota, húmeda. A medio camino entre la incredulidad y el llanto.

“¿Hadrian? ¿De todos los nombres posibles? Suena a emperador romano.”

“Lo es”, respondió Draco con un encogimiento de hombros. “Pero también suena a alguien que ha vivido mil vidas. Y que no quiere seguir fingiendo que todavía es el niño que alguna vez fue.”

Hadrian se cubrió el rostro con una mano. Estaba temblando. Porque Draco, este Draco sin magia, sin historia, sin recuerdos de guerra o muerte… Lo estaba viendo.

De verdad lo estaba viendo. Sin necesidad de mirar.

“Está bien”, murmuró al final, su voz apagada por el peso de todo lo que no podía decir. “Puedes llamarme Hadrian.”

Draco sonrió. “No necesito hacerlo todo el tiempo. Solo cuando olvides quién eres.”

Fue así como empezó su estancia más larga desde que cruzó por primera vez los velos de los mundos.

No hubo un propósito claro. No tuvo que proteger a Draco de nadie, ni esconder su magia, ni trazar planes de escape. Simplemente fue. Empezaron a compartir tiempo, días, silencios. Draco trabajaba en la librería, leía todo lo que sus dedos le permitían, caminaba hasta el mercado cada tarde con un bastón blanco que apenas usaba, porque conocía cada grieta de la calle como si fueran huellas de infancia.

Hadrian —Harry— se convirtió en su sombra, en sus manos auxiliares, en su interlocutor más frecuente. Y sin darse cuenta, se convirtió también en su centro.

Pasaban horas hablando. De libros. De música. De comida. De cómo los atardeceres sabían distinto cuando se los describía alguien que los amaba. Draco no preguntaba por su pasado. No buscaba explicación en los silencios, ni en las lágrimas que a veces caían sin aviso cuando Hadrian lo escuchaba reír.

Y Harry… Harry empezó a creer que si no lo encontraba en este mundo, no lo encontraría en ninguno.

Fue entonces cuando llegó la advertencia.

Un susurro en sueños. Una sombra que se deslizó por debajo de la puerta. “Has estado demasiado tiempo fuera.”

La magia del cuerpo prestado comenzaba a apagarse. Si no volvía pronto, no quedaría nada de él a lo que regresar. Sería como si nunca hubiera existido.

Hadrian miró a Draco dormir aquella noche, en el sofá, con un libro abierto en el regazo. Y lloró en silencio. Porque por primera vez, no quería irse. Este Draco no era suyo, pero lo había amado como nadie más en todos los mundos.

Porque lo amó sin condiciones. Lo amó sin saberlo. Lo amó sin magia. Y eso fue lo que más le dolió al despedirse.

No dejó notas. No dijo adiós. Solo tomó su rostro entre las manos una última vez, y susurró con voz quebrada:

“Gracias por verme.”

Draco, aún dormido, sonrió.

Y Hadrian se fue. Como siempre. Pero esta vez, dejando una promesa de regresar.


Actualidad

El 31 de julio amaneció con la misma monotonía de cualquier otro día en Privet Drive. La casa número cuatro se mantenía en su impoluta normalidad, sin señales de que aquel día fuera distinto a cualquier otro. Sin embargo, en la mente de Harry, la fecha ardía con una importancia silenciosa. Era su cumpleaños.

Petunia Dursley se quedó quieta por un segundo al ver a su sobrino en la cocina, con la espalda recta y los ojos vacíos observando la tostada que tenía en el plato. Vernon frunció el ceño, pero no dijo nada. Y Dudley, sorprendentemente, fue el único en hablar, aunque su voz sonó más perpleja que burlona.

“¿Por qué estás aquí?”

Harry lo miró, pestañeando lentamente. “¿Dónde más estaría?”

Nadie respondió. Pero la incomodidad en la habitación era palpable. Porque Harry siempre desaparecía en su cumpleaños. Era un hecho incuestionable. Desde que tenía memoria, cada 31 de julio su existencia parecía desvanecerse de Privet Drive, y ni siquiera los Dursley sabían explicarlo. Solo sabían que, al despertar, él ya no estaba. Y cuando regresaba, al anochecer o incluso hasta el día siguiente, nunca ofrecía una explicación. Dudley había preguntado una vez, pero la mirada que su madre le dirigió le bastó para callar.

Harry, enterrado en el fondo de su propia mente, sintió el frío de la comprensión. Hadrian estaba sonriendo.

"Siempre nos hemos ido lejos en nuestro cumpleaños", murmuró Hadrian, su voz resbalando como seda negra en su conciencia. "Y este año no será diferente."

El verdadero Harry sintió un escalofrío recorrer su espalda. Sabía lo que significaba. La magia oscura de Hadrian siempre había sido cautelosa, un susurro en la sangre que nunca se mezclaba con la suya propia. Desde que era pequeño, la primera vez que Hadrian lo había sacado de esa casa, la magia había sido un canal, un puente que permitía escapar de los muros sofocantes de Privet Drive. Pero aquel poder tenía un costo. La primera vez, apenas un chasquido de energía bastó para sacarlos de ahí, pero los dejó temblando y febriles por días. Con los años, caminar fue la única alternativa cuando Hadrian no pudo permitirse gastar tanto de su esencia vital.

Hasta que, dos años atrás, algo cambió. La magia del verdadero Harry creció. Se volvió más fuerte, más estable. Y con ello, Hadrian pudo tomarla prestada, usarla como ancla para su propia voluntad. Desde entonces, volver a desaparecer en su cumpleaños se había vuelto más fácil, menos agotador.

Pero esta vez, el verdadero Harry notó algo diferente.

La sombra de Hadrian en su mente vibraba con un propósito distinto, con una emoción afilada que lo hacía sentirse atrapado en una telaraña invisible.

“¿A dónde vamos?” preguntó, aunque ya sabía que la respuesta no llegaría.

Hadrian solo se rió.

"No arruines la sorpresa."

El día transcurrió con la sensación de un reloj marcando una cuenta regresiva invisible. Los Dursley lo ignoraron, como si esperar que desapareciera bastara para hacerlo real. Y cuando el sol comenzó a teñir de oro la casa, cuando la monotonía de la rutina los hizo bajar la guardia, Harry supo que era el momento.

Hadrian extendió su poder con un susurro apenas perceptible. No fue el tipo de magia explosiva que sacudía el aire. Fue algo más delicado, más calculado. Como una red tejiéndose alrededor de su cuerpo.

Naga, enroscada en su muñeca bajo la holgada manga de su camisa, siseó suavemente. “Nos vamos.”

El verdadero Harry tragó saliva, sintiendo cómo la oscuridad de Hadrian se entrelazaba con su esencia, cómo la energía se acumulaba en su piel. Un hormigueo recorrió sus venas, un eco de un poder que no era suyo.

Y entonces, la realidad se quebró.

En un parpadeo, Privet Drive quedó atrás.

La noche no era oscura. Era profunda, densa, cargada de una magia que parecía vibrar en cada sombra. Hadrian y Harry aparecieron en medio de un campo abierto, muy lejos de la luz de Privet Drive, rodeados por colinas suaves y el murmullo lejano del viento.

Naga se deslizó fuera de la manga de Hadrian y se enrolló alrededor de su cuello con lentitud, atenta a cualquier cambio en el ambiente.

El verdadero Harry, ahora en control de su cuerpo, sintió una punzada de alivio al ver que el otro no parecía tener planes oscuros para esta noche. Al menos no por ahora.

“¿Dónde estamos?” preguntó Harry en voz baja, mirando alrededor. La brisa movía suavemente el césped alto, y el cielo, despejado, estaba plagado de estrellas. Era un lugar hermoso, silencioso… pacífico.

“Un sitio seguro,” respondió Hadrian, sin darle más información, como era su costumbre. “Y más importante aún… un sitio libre de ojos que no deben ver.”

Harry miró con curiosidad a su alrededor. Sentía que algo importante estaba por ocurrir.

Y entonces Naga sacó una carta del abrigo. Un sobre de pergamino grueso, con tinta verde esmeralda. La dirección estaba escrita con una precisión impecable: Harry James Potter, Alacena bajo las escaleras, 4 Privet Drive, Little Whinging, Surrey.

Los ojos de Harry se agrandaron. Su corazón pareció detenerse.

“¡La carta de Hogwarts!” exclamó, con un brillo genuino en el rostro que no se había visto en semanas.

"Feliz cumpleaños."

Harry sostuvo la carta como si fuera un tesoro. "¿Cómo la conseguiste? No vi ninguna lechuza."

Naga siseó suavemente. Hadrian fue quien respondió desde la oscuridad mental que compartían.

"Le advertí a Naga. Lechuzas, cartas… cualquier cosa que llevara tu nombre. Ella las interceptó antes de que alguien más pudiera verlas."

Harry sonrió. "Planeaste todo eso…"

"Planeo muchas cosas, Harry."

Harry se quedó en silencio por un momento, observando el sobre con cuidado. Luego, sin pensarlo, murmuró con naturalidad:

"Gracias, Hadrian."

Hubo una pausa. Una pausa tan densa que Harry sintió cómo se le tensaban los músculos.

"¿Qué dijiste?"

Harry se rascó la nuca. "Dije gracias, Hadrian."

No hubo respuesta inmediata. Solo el eco de una emoción contenida.

"No te he dicho mi nombre todavía."

Harry sonrió, tímido. "Lo has estado repitiendo en la cabeza todo el día. No te diste cuenta, pero te oí. A veces lo susurrabas… como si no quisieras olvidarlo."

El silencio que siguió fue distinto. Era suave. Comprensivo.

"Entonces supongo que ya era hora de que lo supieras."

"¿Por qué ese nombre?" preguntó Harry, con la voz apenas un susurro. "Es… raro."

"Es un nombre que me dio alguien muy especial."

Harry se quedó pensando. "¿La vieja amiga que siempre visitas?"

"No. Ella es otra cosa. Esta persona… fue diferente."

Harry quiso preguntar más, pero Hadrian lo detuvo.

"No ahora. Mejor abre la carta. Disfrútala. Este momento es tuyo."

Harry obedeció, rompiendo el sello con manos temblorosas. El pergamino crujió bajo sus dedos, y al leer las primeras palabras de bienvenida, sintió algo que no había sentido en mucho tiempo: esperanza.

Mientras Harry reía en silencio con cada nueva línea, Hadrian se retiró suavemente al fondo de su mente, dándole espacio. A lo lejos, en la colina, la figura mental de Hadrian alzaba la vista al cielo estrellado.

Harry levantó ligeramente el rostro. "Hadrian… ¿quién te dio ese nombre?"

La voz volvió, baja, más suave que nunca.

"Alguien que no puede recordarme."

"¿Un amigo?"

"Más que eso. Es alguien muy especial… se llamaba Éon, tuve mucha suerte en encontrarlo."

El nombre flotó en la mente de ambos como una plegaria antigua. Una llama silenciosa que no se apagaba.

Y por un instante, Hadrian no fue sombra ni eco. Fue memoria. Fue amor. Fue alguien que había sido amado y olvidado.

Harry, sintiendo esa emoción latente, acarició con cariño la cabeza de Naga mientras reía por un título gracioso de un libro en la carta. Tener a Hadrian en calma, por una noche, era el mejor regalo de cumpleaños que podía imaginar.

Y Hadrian, percibiendo ese pensamiento, sonrió también. Por una noche, la oscuridad era apenas un murmullo distante.

La brisa era más suave en la cima de la colina donde las estrellas se extendían como un velo infinito sobre sus cabezas. El silencio del lugar no era incómodo, sino lleno de algo sagrado, como si incluso el mundo se hubiera detenido un momento para concederle a Harry esa noche. No había luces artificiales, ni gritos de Vernon, ni burlas de Dudley, ni órdenes secas de Petunia. Solo la noche, la luna, el campo… y un pastel.

Hadrian lo había dejado aparecer sobre una piedra lisa cubierta con una manta negra. Era pequeño, cubierto de glaseado de vainilla con detalles en verde y plata, colores que Harry no entendía pero que sentía... familiares. Naga estaba enrollada al lado, quieta como una estatua, sus ojos atentos reflejando la luz de las velas. Harry se sentó frente al pastel con las piernas cruzadas, sintiendo que sus manos temblaban un poco cuando tomó el cuchillo.

"¿Esto es para mí?" preguntó, con una sonrisa entre nerviosa y emocionada.

"Por supuesto."

"No me harás cantar el feliz cumpleaños, ¿verdad?"

"No soy tan cruel."

Harry rió bajito. Era una risa honesta, limpia. De esas que no nacían en la garganta, sino en el centro del pecho, empujada por la calidez de sentirse querido. Cortó una porción del pastel y la probó lentamente. Estaba dulce, cremoso, fresco… y real. Era suyo. Ese pastel existía para él. Para Harry. Y por un instante, creyó que eso era todo lo que necesitaba.

"Feliz cumpleaños, Hadrian", murmuró, entre bocado y bocado.

Hubo un silencio mental.

"No es mi cumpleaños."

Harry ladeó la cabeza, confundido. "¿Cómo que no? Somos la misma persona… ¿no?"

Hadrian no respondió de inmediato. Y eso, viniendo de él, era inusual. Siempre tenía una réplica rápida, sarcástica, burlona o seca. Pero esta vez, tardó.

"No lo somos."

Harry se quedó quieto. Las palabras le hicieron cosquillas incómodas en la espalda. "¿Entonces qué eres tú?"

El pastel se volvió repentinamente menos dulce en su boca. Masticó despacio, esperando una respuesta. Naga levantó la cabeza, como si también sintiera la tensión en el aire.

Finalmente, Hadrian habló, con una voz que parecía menos sombra y más niebla.

"Algo así como un enviado."

Harry frunció el ceño. "¿Enviado? ¿De dónde?"

"De donde sea que nacen las segundas oportunidades."

Harry dejó el tenedor a un lado. Miró hacia el cielo. "Eso suena muy… celestial."

"Quizá lo soy."

El niño se rió, pero fue más una risa de nervios que de diversión. "¿Me estás diciendo que eres un ángel?"

Hadrian soltó un suspiro mental. "No soy un ángel. Pero estoy aquí para ayudarte a ser feliz. Verdaderamente feliz."

Harry lo pensó un momento. Luego, con la cara manchada de glaseado, respondió con la lógica más pura y transparente que solo un niño de once años podría tener:

"Pues yo ya estoy feliz."

Hadrian pareció quedarse en silencio.

Harry señaló su plato. "Estoy comiendo pastel, no hay Dursleys gritando, y Naga está conmigo."

La serpiente siseó suavemente, como en apoyo.

"Eso no es verdadera felicidad. Es solo un momento efímero."

Harry se encogió de hombros. "Pero es un buen momento. Y no estoy comiendo solo. Naga también lo hace."

El silencio en la mente fue inmediato. Largo. Hadrian no respondió. No porque no pudiera, sino porque sabía que discutirlo no llevaría a ningún lado. Harry había hablado con una convicción tan sencilla, tan pura, que cualquier intento de contradecirlo se sentiría como romper algo delicado.

"Como digas."

Harry sonrió y tomó otro trozo de pastel, ofreciéndole una migaja a Naga, quien la olfateó y la aceptó de buen humor.

Y por un momento —aunque Hadrian no lo admitiera en voz alta—, aceptó también que tal vez, solo tal vez… eso era suficiente. Por ahora.

"Harry…"

"¿Sí?"

"Deja de darle pastel a la serpiente."

"¿Por qué? Se ve feliz."

"Porque no está diseñada para digerir azúcar, eso le hará daño."

Harry miró a Naga, quien lo observaba con ojos satisfechos y la lengua oscilando con tranquilidad. "Está bien. Solo un poco más."

Hadrian suspiró. No respondió. A veces discutir con Harry era más difícil que pelear contra una maldición.

Después del último bocado, Harry se limpió con la manga y se recostó sobre la hierba. Sostuvo la carta de Hogwarts entre sus manos, su mirada viajando por la tinta elegante y el sello de cera.

"¿Y ahora qué va a pasar?"

"Tendremos que ir al Callejón Diagon. Comprarte tus túnicas, tu varita, tus libros... Después esperar hasta el 1 de septiembre para tomar el tren a Hogwarts."

Harry giró los ojos. "¿Y qué más? ¿Exámenes? ¿Tareas? ¿Horas y horas de estudiar?"

"Sí. Todo eso."

"¿Y en qué momento conoceré a Draco?"

Hubo una pausa. Larga. Como si Hadrian acabara de recibir una bofetada mental.

"Lo verás… cuando vayamos a comprar las túnicas."

"¿¡En serio!?" Harry se incorporó de golpe, sus ojos brillando. "¿Cuándo será eso? ¿Pronto, no?"

"Sí… pronto."

Había algo extraño en el tono de Hadrian. Algo que a Harry no le pasó desapercibido.

"Lo olvidaste, ¿verdad?" dijo Harry con una mezcla de decepción y burla.

"Pasé mucho tiempo con Éon." Hadrian fue sincero, y eso hizo que Harry no se sintiera tan molesto. "Se volvió difícil... separar recuerdos."

"Pero conoceremos al Draco de aquí, ¿no?"

"Tal vez solo lo conozcas tú."

Harry parpadeó. "¿Por qué?"

"Porque tengo que irme."

La sonrisa de Harry se desvaneció lentamente, como si le hubieran apagado una vela por dentro. "¿Cuánto tiempo?"

"Poco. Solo lo necesario. Me iré cuando Hagrid aparezca."

"¿Quién es Hagrid?"

"El guardián de las llaves y terrenos de Hogwarts. Un semigigante. Grande, ruidoso, amable. Vendrá a buscarte y serás cordial con él."

Harry bajó la mirada. Su dedo trazaba lentamente los bordes del sobre. "No quiero que te vayas."

Hubo un silencio largo, espeso.

"Y no estaré del todo lejos. Pensaré en algo para que puedas llamarme si me necesitas. Siempre estaré escuchando."

"¿Lo prometes?"

"Lo prometo."

Harry cerró los ojos. La carta entre sus manos. Naga a su lado. Y Hadrian, como siempre, una sombra cálida en su mente.

La noche seguía extendiéndose a su alrededor, pero el mundo, por una vez, parecía lleno de posibilidades.

Notes:

A partir de aquí los capítulos serán más extensos.
En el próximo Harry y Draco se van a conocer 🥰

Chapter 9: Hadrian le había mentido, Draco era un odioso de lo peor.

Summary:

Harry Potter sin supervisión = Desastre asegurado.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

A mediados de agosto, el calor en Privet Drive se volvía denso, pegajoso, casi insoportable. Las ventanas abiertas no ayudaban mucho, y ni siquiera la sombra del seto en el jardín trasero ofrecía un verdadero alivio. Harry estaba sentado en una de las sillas plegables que Petunia sacaba solo para ocasiones especiales —lo cual significaba que estaban viejas, chirriantes y al borde del colapso— mientras miraba a Naga arrastrarse con evidente desgano por el pasto perfectamente cuidado. Tenía la lengua afuera, sus movimientos eran lentos, agotados.

"¿Puedes por favor dejar de hacerla perseguir ratones invisibles por una hora? Está agotada", murmuró Harry mientras acariciaba suavemente la cabeza escamosa de su amiga.

"Está entrenando. Y no eran invisibles. Uno se metió en el cobertizo."

"Una hora y media persiguiendo su olor. Eso no es entrenamiento, es tortura."

Hadrian suspiró, esa especie de exhalación densa que se filtraba en la conciencia compartida con el peso de una nube.

"Si va a acompañarte en Hogwarts, tiene que estar lista para todo."

Harry bufó, bajando la mirada hacia el pequeño cuerpo de la serpiente. Naga gimió débilmente, como si aprobara con todo su ser el cansancio. Su cola temblaba cada vez que intentaba moverse. Harry la levantó con cuidado y la enroscó sobre su brazo. Ella se acomodó allí, hundiendo su pequeña cabeza entre los pliegues de la camiseta de Harry.

"Entrenamientos de guerra, Hadrian. ¿Quieres que sea tu aliada o tu soldado?"

"Ambas cosas."

La respuesta fue tan inmediata, tan firme, que Harry supo que discutir no serviría de nada.

Había pasado poco más de dos semanas desde su cumpleaños y, aunque Hadrian había cumplido su promesa de no irse hasta que Hagrid apareciera, no significaba que se quedara quieto. A diario, lo arrastraba —a veces literal, otras con apenas una caricia mágica en sus sentidos— a lugares que Harry no conocía. Rincones de Londres que parecían ser importantes para Hadrian, pero sumamente aburridos para Harry.

"¿Dónde estamos ahora?" había preguntado más de una vez.

"Solo preparando el futuro."

Era lo único que Hadrian decía.

Harry quería preguntar más, necesitaba saber qué era eso que estaban construyendo, por qué cada visita lo dejaba temblando, por qué, a veces, al volver, sus dedos hormigueaban como si estuvieran llenos de energía o de algo más oscuro. Pero Hadrian se cerraba como una puerta sin pomo. Inaccesible.

Y Harry había aprendido, después de tantos años compartiendo cuerpo y pensamientos, que cuando Hadrian no quería hablar de algo… simplemente no lo hacía. Empujar era inútil. Desgastante.

Por eso fingía. Se recostaba en el jardín, fingía regar las plantas, fingía podar los arbustos… aunque el jardín no lo necesitaba. Había bastado con un par de movimientos extraños de Hadrian —casi un ritual más que un hechizo— para que la tierra del número cuatro de Privet Drive se convirtiera en la envidia de todo el vecindario. Las rosas nunca se marchitaban, el césped era de un verde tan brillante que parecía artificial, y ni una sola hoja estaba fuera de lugar.

Petunia estaba encantada. Y, por supuesto, ni una palabra al respecto. Ni una pregunta. Solo aceptaba, callaba y, en su manera particular, se convencía de que Harry había aprendido al fin a no arruinar las cosas.

Pero Harry no cuidaba el jardín. Hadrian sí. Y Harry solo se encargaba de fingir que sudaba bajo el sol.

Aquella tarde, mientras las cigarras zumbaban con pereza y el calor parecía derretir hasta el aire, Harry se estiró sobre la manta que había tendido cerca del seto y observó el cielo. Pensaba, como siempre, en lo que vendría. En Hogwarts, sobre todo en Draco.

"¿Cuándo va a llegar ese tal Hagrid?"

"Cuando menos lo esperes."

"Eso suena a amenaza."

"Solo una advertencia."

"Ya podrías enseñarme esos movimientos de tierra, ¿sabes? Si voy a estar solo cuando tú te vayas…"

"Aún no. No estás listo."

"¿Y cuándo estaré listo?"

"Cuando no me preguntes."

Harry resopló, cansado. Se giró hacia un lado y abrazó a Naga, que emitió un leve sonido de conformidad antes de volver a dormirse. El pasto debajo de él era tan suave que parecía alfombra.

"Odio cuando haces eso."

"¿El qué?"

"Responder con cosas que no entiendo."

Hadrian se rió, una risa que se sentía como si envolviera su cráneo desde dentro.

"¿Y tú qué crees que hacen los profesores en Hogwarts?"

Harry giró los ojos. Luego, miró hacia el cielo otra vez, la carta aún plegada y guardada bajo su camiseta, siempre cerca de su pecho. Aun sin haber conocido Hogwarts, sentía que lo esperaba. Que algo —alguien— lo esperaba allí. Y, por supuesto, estaba Draco.

"¿Has pensado en irte, verdad?"

La pregunta salió suave, como si hubiera estado flotando en el aire desde hacía días.

"Sí."

"¿Pero no lo haces porque Hagrid no ha llegado?"

"Y porque aún no estás listo."

Harry bajó la mirada a su propia mano. "¿A dónde irás cuando te vayas?"

Hubo una pausa.

"A un lugar que es mío. Deje atrás algo muy importante."

Harry tragó saliva. "¿Volverás?"

"Claro que sí. Pensaré en un método para que puedas llamarme si me necesitas ya te lo dije."

"Como un botón mágico o algo así."

"O una palabra. Ya pensaré en ello."

El silencio se instaló entre ambos. Pero no era tenso. Era triste. Como si una despedida futura ya estuviera ensayándose entre sus pensamientos.

Y mientras Harry acariciaba a Naga, con el jardín impecable como una postal, el cielo se fue tiñendo de naranja.

Hadrian, en el rincón más profundo de su conciencia, preparaba lo inevitable. Y Harry, por primera vez en semanas, deseó que el tal Hagrid no se demorara demasiado.

Los días parecían derretirse uno sobre otro como los helados olvidados al sol de agosto. Harry, sentado sobre el borde de la misma vieja silla de jardín de siempre, observaba el mundo como si lo hiciera desde detrás de un vidrio borroso. Había perdido la noción de cuántas veces Hadrian había decidido salir, cuántas veces lo había despertado al amanecer solo para decirle que tenían que ir a otro de esos sitios “especiales” que jamás explicaba, ni a dónde iban ni qué hacía ahí. Harry ya no preguntaba. Se limitaba a mirar, memorizar y guardar las sensaciones en una pequeña caja mental que algún día abriría… cuando tuviera el valor para hacerlo.

Desde hacía unos días, sin embargo, había notado un cambio. Un endurecimiento en Hadrian. Algo lo irritaba. No, algo lo enfurecía. Al principio pensó que se trataba de esa impaciencia constante que Hadrian tenía cuando sentía que algo escapaba de su control. Pero no. Era más que eso.

"Hadrian, ¿estás bien?"

"Define 'bien'."

Harry suspiró. Desde hacía una semana, Hadrian se había vuelto más críptico que nunca. Era como vivir con un enano gruñón sacado de una de esas películas infantiles que Petunia solía alquilar para Dudley. De hecho, Harry se lo había dicho en voz alta un día:

"Me recuerdas al enano gruñón de la película de la princesa con piel tan blanca como la nieve."

Hadrian no respondió. Solo gruñó en su mente. Y luego ordenó a Naga que repitiera los ejercicios de enrosque y ataque hasta que la pobre serpiente colapsó en la manga de Harry, exhausta.

"No es su culpa", murmuró Harry en una de esas tardes en que el cielo amenazaba con llover pero jamás lo hacía.

"Entonces haz que su veneno evolucione."

"¿Cómo se supone que haga eso? ¿La meto en un tanque con ácido y le pido que se adapte?"

Hadrian no respondió, lo que era peor que una réplica sarcástica. Significaba que lo estaba considerando.

Y mientras tanto, la carta de Hogwarts seguía oculta debajo del colchón. La había leído mil veces. Memorizado cada línea. Había intentado practicar la caligrafía con la que estaba escrita, convencido de que si la imitaba lo suficiente, podría forjar cualquier cosa. Era un juego, pero también una preparación. Porque Hadrian aún no se iba. Y Harry empezaba a notar que no era por falta de ganas.

"No puedo irme si no encuentro una forma de hablarte."

"¿Y no puedes dejarme… algo? ¿Un amuleto? ¿Un hechizo que se active si pienso en ti muy fuerte?"

"No eres un televisor para que funcione con control remoto."

"¡Tú no eres un mago normal! ¡Haces magia extraña!"

Hadrian chasqueó mentalmente la lengua. "Estoy haciendo lo que puedo. Pero la magia no es tan obediente como crees."

Y en ese vaivén pasaban los días. Naga ya no cazaba en su propio jardín. Los animales lo evitaban. El aroma del miedo se acumulaba en la tierra como una advertencia invisible. Por eso, Hadrian empezó a llevar a Naga a los jardines vecinos, siempre de noche, siempre cuando Petunia dormía, y Vernon resoplaba como un cerdo en el sofá. Harry los seguía en silencio, apenas sosteniéndose en su cuerpo, como un pasajero tembloroso. No le gustaba ver cómo Hadrian obligaba a la serpiente a soltar veneno sobre ratones asustados, a veces sin razón. Había dejado de preguntar por qué lo hacía. Porque ya sabía la respuesta.

Control. Poder. Miedo.

Hadrian no toleraba la idea de que algo, siquiera un insignificante roedor, pudiera escapar a su voluntad.

La última semana de agosto llegó como una hoja que cae sin ruido. Harry la sintió en los huesos. En la forma en que Hadrian no hablaba. En cómo la sombra de su presencia se volvía más densa, más tensa. Algo se acercaba. Lo inevitable se anunciaba en la brisa.

Y todo estalló una noche cualquiera.

Durante la cena, Vernon comía costillas con las manos mientras Petunia se quejaba del precio del detergente. Dudley hablaba sobre una pelea que sus amigos iban a organizar con los niños de la calle de atrás, y Harry… Harry masticaba su pan, sintiendo a Naga reposar tranquila enroscada en su tobillo. Hasta ahora ninguno de los Dursley había notado a Naga.

De pronto, llamaron a la puerta. Un golpe seco, fuerte. Como un tamborazo que hizo vibrar el suelo.

Petunia se quedó inmóvil. Vernon levantó una ceja. Dudley dejó el tenedor a medio camino de su boca.

El segundo golpe fue más fuerte. Petunia se levantó tan rápido que la silla se cayó con un chirrido de metal. Caminó hasta la puerta, murmurando entre dientes algo sobre vecinos groseros.

Y entonces, se oyó su grito.

"¡Vernon! ¡VER-NON!"

Harry se levantó instintivamente. Sentía un zumbido en la cabeza. Como electricidad.

Cuando llegó al recibidor, lo primero que vio fue la silueta.

Gigantesca. Un hombre inmenso, con una barba que parecía un arbusto y una melena igual de descontrolada. Vestía una chaqueta de cuero grueso, botas embarradas, y sonreía como si acabara de encontrar un cachorro perdido.

El umbral de la puerta parecía haber encogido. El hombre se alzaba allí, una montaña vestida con cuero y lana, con el cabello enmarañado y húmedo por la bruma nocturna. Las palabras que brotaron de su boca parecían temblar en el aire por el simple peso de su voz.

"¡Harry! Al fin. Casi no encuentro la casa."

Harry no pudo decir nada. Sus labios se entreabrieron, pero las palabras murieron antes de llegar a la lengua. Su cuerpo estaba rígido, la mirada clavada en aquella figura gigante que parecía sacada de un sueño imposible. Sentía que el suelo bajo sus pies había cambiado. Que Privet Drive ya no era tan sólido como antes.

Y en su mente, Hadrian rugía.

"Hagrid."

Solo eso. El nombre, como una campana de alarma, sacudiendo cada rincón de su conciencia compartida.

Petunia intentó cerrar la puerta con torpeza. "¡No puede estar aquí! ¡Este es un vecindario respetable! ¡No permitiremos—"

"¡¿No permitirán qué?!" rugió Hagrid, su voz resonando como un trueno entre los muros estrechos del recibidor.

Vernon apareció, rojo como un tomate y con el bigote temblando. "¡Usted no tiene ningún derecho a irrumpir en mi casa de esta manera! ¡Puede largarse por donde vino!"

"No hasta que hable con Harry." Hagrid cruzó el umbral con tanta facilidad que la puerta golpeó la pared al abrirse por completo. Su cuerpo apenas cabía en el espacio del recibidor, y tuvo que agacharse un poco para no golpear el marco con la cabeza.

Petunia dio un paso atrás, tropezando con Vernon.

"¡No puede quedarse aquí! ¡Los vecinos lo verán!"

"Entonces déjenme entrar. No vine a causar problemas, solo vine a buscar a Harry."

La tensión se podía cortar con un cuchillo. Dudley había huido escaleras arriba apenas vio al gigante. La casa se llenó de una extraña vibración: no de magia explícita, pero sí de expectativa, de algo más profundo, más viejo.

En medio de esa escena, Harry apenas podía respirar.

"Hadrian, ¿qué está pasando? ¿Por qué está aquí de repente?"

"No lo sé. Debían habernos avisado las protecciones… esto no debió de haber sucedido así. Actúa normal."

"¡Yo no sé actuar normal!"

"Solo asiente, no hagas preguntas raras. Yo te diré si algo va mal."

Harry tragó saliva. Hagrid lo miraba con una mezcla de ternura y alegría. Bajó un poco la voz al hablarle, como si temiera que se rompiera.

"Lamento llegar tan tarde. He estado todo el día tratando de encontrar la casa, pero fue imposible. Las protecciones eran... demasiado fuertes."

Los ojos de Hadrian se abrieron dentro de la mente de Harry.

"Oh no. No. No. Esto no. Que no siga por ahí."

Hagrid se rascó la cabeza, perplejo. "Nadie me dijo que la casa tenía protecciones contra localización. Tuve que pedir ayuda a un profesor. Él hizo algo con su varita y me señalo..."

"¡Desvía el tema! Ya. ¡Ahora!"

Harry forzó una sonrisa. "¿Y viniste solo por mí? ¿Vas a llevarme a... Hogwarts?"

La sonrisa de Hagrid se ensanchó, olvidando por completo la conversación anterior. "¡Claro que sí! Pero primero al Callejón Diagon, por tus cosas. No vas a entrar al colegio sin una varita, ni un caldero, ni tus libros."

En ese momento, Vernon recobró el habla. "¡El chico no irá a ninguna parte! ¡Mucho menos a esa escuela de locos!"

"¡Escúchame bien, Dursley!" Hagrid giró tan bruscamente que la alfombra se arrugó bajo sus botas. "Él fue aceptado en Hogwarts. Es su derecho. ¡Y no dejaré que lo prives de eso, sus padres lo habrían querido ahí!"

Petunia palideció como una sábana. "¡No la menciones!"

Hagrid bufó. "¡Merece saber la historia de sus padres!"

Harry se quedó inmóvil. Sentía como si su pecho se llenara de brasas. Hagrid sabía. Sabía cosas. Cosas que Petunia y Vernon jamás se atreverían a decirle.

"Hadrian..."

"Tranquilo. Te he contado todo lo que se de nuestros padres, no hay nada que ellos puedan saber que nosotros no. Ahora solo no digas nada."

Petunia intentó intervenir de nuevo. "¡No puede llevárselo así como así!"

"Tiene once años. Es más que suficiente. Y lo saben."

Harry se estremeció ante esas palabras. No porque fueran crueles, sino porque eran verdaderas. Por primera vez, alguien no lo miraba como un estorbo. Como un error. Como un problema. Sino como alguien con derecho a existir.

Hagrid se volvió hacia él otra vez.

"Tienes tu carta, ¿verdad?"

Harry asintió. Sacó el sobre arrugado de su bolsillo, como si fuera un trofeo.

Hagrid lo miró con aprobación. "Bien. Mañana temprano iremos al Callejón Diagon. Tienes que prepararte. Hogwarts es un lugar especial. No querrás llegar sin tus cosas."

"Tampoco queremos llamar la atención." Hadrian murmuró desde el fondo de la mente de Harry. "Especialmente si ese profesor que ayudó a Hagrid empieza a hacerse preguntas."

Harry parpadeó. "¿Qué profesor era? El que te ayudo a encontrarme ¿Lo conoceré en el colegio?"

Hagrid alzó los hombros. "Seguramente sí. Aunque no sé si enseñará este año. Viene y va. Siempre anda ocupado."

"Eso no me gusta nada." Hadrian siseó, su presencia encogiéndose como una tormenta que se guarda para más tarde.

Petunia cruzó los brazos. "No consentiremos que se vaya contigo."

"Ya no es asunto de ustedes."

Vernon apretó los dientes. "¡Él vive bajo nuestro techo!"

"Entonces alégrense, porque pronto dejará de hacerlo."

Harry bajó la mirada, apretando el sobre entre sus dedos.

Había tantas emociones agitándose dentro de él que apenas podía nombrarlas: miedo, ansiedad, emoción, confusión. Pero por encima de todo… esperanza.

La noche se asentó sobre Privet Drive con un peso denso, casi sofocante. A pesar del calor del verano, una corriente fría se coló por las rendijas de la casa, y todo dentro de ella parecía más pequeño con Hagrid sentado en el sofá como si fuera un gigante atrapado en una casa de muñecas. Sus botas cubiertas de barro goteaban en la alfombra, su chaqueta colgada torpemente de una silla apenas resistía el peso. Vernon lo miraba como si fuera una bomba a punto de estallar.

Petunia, sin embargo, parecía tener un plan. Apenas se aseguró de que Hagrid estaba distraído leyendo la carta de Hogwarts por tercera vez —como si comprobara que no había errores—, tomó a Harry del brazo con una fuerza inaudita y lo arrastró escaleras arriba.

Harry sintió que su corazón palpitaba con más fuerza. Dudley y Vernon pasaron junto a ellos cargando cajas y bolsas llenas de juguetes, videojuegos viejos, trofeos de torneos escolares y una absurda cantidad de dulces a medio comer. La habitación al fondo del pasillo —la que Harry solo había pisado en sueños— estaba siendo limpiada con rapidez y torpeza. Vernon tenía gotas de sudor en la frente. Dudley, por su parte, parecía ofendido por tener que ayudar a vaciar su santuario personal.

"¿Qué hacen?" preguntó Harry con la voz contenida.

Petunia no lo miró cuando respondió. "Si ese hombre pregunta, esta es tu habitación. Siempre lo ha sido. ¿Entiendes?"

Harry abrió la boca para replicar, pero Hadrian lo interrumpió con calma desde la profundidad de su mente.

"No digas nada, no es importante. Apenas un teatro para tranquilizar su conciencia. Déjalos mentir. No les debemos la verdad."

Harry tragó saliva y cerró la boca. Solo observó cómo los tres Dursley trabajaban en transformar un espacio lleno de privilegios en una ilusión de normalidad. Cuando terminaron, dejaron a Harry en la habitación, ahora casi vacía salvo por una cama individual y una lámpara que no funcionaba del todo bien. Dudley lo miró con disgusto, Vernon evitó cruzar su mirada. Solo Petunia, antes de cerrar la puerta, se detuvo unos segundos. Sus ojos eran difíciles de leer. Había algo allí, una sombra de arrepentimiento, tal vez. O simplemente miedo. Pero no dijo nada. Se fue.

El clic de la cerradura retumbó más fuerte de lo necesario.

La habitación era silenciosa, demasiado ordenada, como si intentara convencerlo de que siempre le había pertenecido. Pero olía a Dudley. Olía a plástico, a egoísmo, a juegos que nunca fueron suyos. Harry se sentó en la cama.

Y entonces, Hadrian tomó el control.

El cambio fue brusco. Harry sintió cómo lo arrastraban hacia atrás en su propia mente, cómo su cuerpo respondía de pronto a movimientos que no eran suyos. El mareo fue inmediato. Le dolía la cabeza, el pecho, las articulaciones. Se encogió dentro de sí como si lo hubieran empujado a una celda.

"Hadrian, espera... es muy rápido..."

Pero Hadrian ya estaba de pie, moviéndose con la precisión de alguien acostumbrado a dominar su entorno. Caminó hasta la ventana, corrió la cortina con un solo gesto y observó la calle, los faroles titilando, los coches aparcados en su rutina de siempre.

"No está. Ese maldito profesor se fue."

La voz era un susurro real, no mental. Hadrian hablaba en voz baja, sus palabras cargadas de veneno.

"¿De qué profesor hablas? ¿El que ayudó a Hagrid?"

"Sí. El que tocó mis protecciones como si fueran juguetes. El que las contaminó sin que me diera cuenta. Eso no debería ser posible. No con el nivel de hechizos que usé."

Con cuidado, Hadrian abrió la ventana y susurró una orden en parsel. Naga, que dormitaba enroscada alrededor de su tobillo oculta bajo su dobladillo, se deslizó hacia afuera sin emitir sonido alguno. Se perdió entre la sombra del muro de la casa, su cuerpo negro fundiéndose con la noche.

"Ve. Encuentra el rastro. El aire aún lo guarda."

Harry intentó incorporarse desde su rincón mental, tambaleándose. "¿Qué vas a hacer?"

Hadrian no respondió. Estaba de pie frente a la ventana ahora cerrada con cortinas, sus dedos trazando líneas invisibles en el aire. Estaba revisando las protecciones. Las mismas que había construido con tanta delicadeza, capa tras capa, como un castillo de cartas.

Y lo que encontró lo enfureció.

La magia estaba alterada. Infiltrada por un encantamiento de rastreo que no había antes. Era delicado, preciso, casi imperceptible. Pero ahí estaba. Una firma ajena que había manchado cada rincón de su trabajo. Como una grieta en una pared que parecía sólida.

Hadrian cerró los puños. El aire alrededor de su cuerpo vibró apenas. El suelo crujió bajo sus pies.

"¡No debía suceder así! No usaron a un profesor conmigo. Ella debió de advertirme que este día sería diferente. Y ahora todo está expuesto. Lo tengo que destruir todo. Todo. Y empezar desde cero."

Harry sintió cómo la rabia de Hadrian se desbordaba como un río que no encuentra cauce. Intentó calmarlo, como tantas veces antes.

"Hadrian, espera… no puedes hacerlo ahora. Mañana tienes que ir con Hagrid. Necesitas estar bien. Por favor…"

Pero Hadrian no quería oírlo.

Su rabia estalló en la mente compartida con un rugido tan poderoso que hizo que Harry gritara en silencio. Una ola de dolor atravesó su pecho, su espalda, su cabeza. Se encogió en su rincón, temblando. El dolor era real. Ardía como fuego oscuro dentro de sus venas.

Hadrian no dijo nada. Solo se mantuvo de pie, como una sombra al borde del abismo. Y Harry, en el fondo de su propia mente, herido y callado, se hizo pequeño.

El silencio que siguió no fue vacío. Fue punzante. Un castigo. Una advertencia.

Y afuera, en la noche que parecía tragarse al mundo, Naga se deslizaba sigilosa por los arbustos, sin saber que, en el interior de la casa, su cría estaba más sola que nunca.

La primera luz del amanecer apenas empezaba a teñir de gris azulado los bordes de las ventanas cuando Naga, silenciosa como siempre, se deslizó desde su escondite en la manga de la camiseta de Harry y trepó por su cuello hasta su mejilla. Su lengua bífida tocó su piel con un siseo frío, húmedo.

Harry gimió, revolviéndose bajo las sábanas. Dormir en una cama, una cama real, con colchón y almohada, todavía le parecía extraño. Casi no podía relajarse del todo. Pero Naga insistía.

"Demasiado temprano..." murmuró Harry, cubriéndose la cabeza con la almohada.

Pero la insistencia de la serpiente no era por capricho. En el enlace compartido, Hadrian despertó con la misma alerta súbita que se activa cuando algo no va bien. Había estado durmiendo en lo profundo, en lo más oscuro del cuerpo compartido, no porque quisiera, sino porque debía conservar la energía. Sabía que ese día sería largo y pesado.

"Hay una lechuza afuera y quiere entrar. La escucho golpeando el cristal."

Harry se enderezó de golpe, despeinado, los ojos todavía nublados por el sueño.

"¿Una lechuza...?"

El golpe contra el vidrio retumbó con más fuerza.

"Muévete y rápido. Si sigue así, despertará a Hagrid y a los Dursley. Déjala entrar."

Con pasos torpes y bostezos entrecortados, Harry bajó las escaleras. Cruzó el salón y apenas pudo contener una carcajada al ver a Hagrid, completamente aplastado sobre el sofá como si fuera un oso hibernando. Su boca estaba abierta, roncaba con tal potencia que la taza sobre la mesa vibraba levemente.

"Dios..." susurró Harry.

La lechuza golpeó de nuevo el vidrio del patio trasero. Estaba parada en el borde del marco, impaciente, con una pequeña bolsa atada a la pata y un periódico enrollado en el pico.

Harry abrió la puerta con cuidado y la lechuza entró sin esperar invitación. Se posó sobre el respaldo de una silla y lo miró con severidad.

"No despiertes a Hagrid. Sólo paga."

"¿Cuánto cuesta...?"

"Cinco knuts. ¿Olvidaste lo que te enseñé?"

Harry hizo una mueca. Claro que lo habías mencionado... pero yo no recuerdo cómo son.

Hadrian soltó un suspiro mental que sonó más como un trueno contenido.

"Ve a la alacena. Pero antes, dile a la lechuza que ya vas a pagar. O va a empezar a graznar como un demonio."

Harry miró al ave. "Ya te pago, espera un momento."

La lechuza, satisfecha, estiró una pata y sacudió las alas. Harry corrió hacia la cocina, luego fue al pasillo estrecho y abrió la puerta de su vieja prisión: la alacena bajo las escaleras. El aire allí era denso, cargado de polvo y memorias que ardían como brasas apagadas. Se estremeció.

"Izquierda. Parte trasera, tercer tablón suelto. Usa las uñas si es necesario."

Harry lo hizo. Rasgó la madera con los dedos hasta que el tablón cedió con un crujido. Detrás, oculto entre telarañas y oscuridad, había un pequeño compartimento sellado con un hechizo leve que se desactivó al instante. Dentro había diez pequeñas bolsas de tela gruesa, pesadas y tintineantes.

"Toma solo tres."

Harry obedeció. Cada una de las bolsas contenía monedas que sonaban con un timbre agudo.

"Saca cinco de bronce. Se llaman Knuts. Ponlas en la bolsa de la lechuza."

Volvió al comedor. La lechuza seguía ahí, observándolo como un bibliotecario impaciente. Harry le puso las monedas en la bolsa de su pata y el ave, satisfecha, dejó caer el ejemplar del Profeta Diario antes de salir volando por la puerta de cristal.

Cerró la puerta con cuidado.

"Esconde bien las bolsas. Dentro de tu ropa y no deben caerse."

"¿Son para los libros y las túnicas?"

"No. Para eso usaremos el oro de la bóveda en Gringotts. Estas son para cosas que no puedo comprar frente a los adultos. Cosas importantes que no deben ser compradas por dinero que se pueda rastrear. Y tú también las vas a necesitar así que no hagas preguntas."

Harry ocultó las tres bolsas entre su camiseta y la pretina del pantalón. Justo cuando volvió a alisar la ropa para que no se notara, un profundo resoplido lo hizo girar.

Hagrid se removía, abriendo un ojo con pereza.

"¿Mmm...? ¿Harry?"

Harry se acercó con una sonrisa. "Buenos días. Aquí tienes el periódico... Lo trajo una lechuza."

Hagrid se incorporó con un bostezo que casi rompió la ventana. Tomó el Profeta con manos enormes y asintió.

"Gracias, Harry. ¿Le pagaste a la lechuza?"

Harry asintió. "Tenías unas monedas en el bolsillo interior de tu abrigo. Usé eso."

Hagrid sonrió, satisfecho. "Buen chico. Me alegra que no me despertaras. No hay nada peor que una mañana sin dormir completa, ¿eh?"

Harry rió, aunque su mente aún palpitaba con el eco de la orden de Hadrian. El otro estaba en silencio ahora, probablemente ahorrando energía y eso no significaba nada bueno.

Hagrid se desperezó como un oso saliendo de su cueva, y pronto comenzó a hablar sobre el Callejón Diagon, sobre los lugares que visitarían y la lista de cosas por comprar. Su entusiasmo era contagioso, aunque a Harry le costaba concentrarse. La mezcla de emociones era abrumadora: la emoción de ir al mundo mágico por fin, la ansiedad por conocer a Draco, y la sombra persistente del mal humor de Hadrian.

Y en el fondo, algo más: un presentimiento. Como si el día que apenas comenzaba, estuviera destinado a dividir su vida en dos. Antes del Callejón. Y después de él.

El viaje desde Privet Drive hasta el centro de Londres fue largo, monótono y, para Harry, profundamente surreal. Se despidieron de los Dursley sin ceremonia, aunque Vernon murmuró algo ininteligible entre dientes mientras cerraba la puerta con fuerza tras ellos. Petunia, por su parte, solo observó a Harry por un segundo más de lo necesario, como si quisiera decir algo… pero no lo hizo, igual que la noche anterior.

Tomaron un tren que serpenteó entre los suburbios hasta una estación cerca de Charing Cross. Hagrid hablaba sin parar durante el trayecto, describiendo con entusiasmo lugares mágicos y personajes extravagantes, pero Harry apenas prestaba atención. La voz de Hadrian susurraba suave en su mente, una corriente constante que lo envolvía más que cualquier palabra hablada. Una mezcla de advertencias, planes, y una tensión soterrada que lo mantenía alerta.

Desde la estación caminaron por varias calles, hasta detenerse frente a un pub oscuro y poco llamativo entre dos edificios: El Caldero Chorreante.

"Aquí es," murmuró Hagrid, abriendo la puerta con una mano enorme.

El interior del pub estaba impregnado de humo, murmullos y tazas humeantes. Algunas brujas y magos levantaron la vista al ver a Hagrid entrar, y uno saludó con una inclinación de cabeza. Hagrid correspondió con un breve gesto antes de guiar a Harry hacia un patio trasero.

Allí, frente a una pared de ladrillos húmedos y mohosos, Hagrid sacó su paraguas rosa y golpeó con precisión tres ladrillos hacia arriba y dos al centro. El muro tembló, y los ladrillos comenzaron a reacomodarse, abriéndose como una puerta secreta hacia otro mundo.

El Callejón Diagon se desplegó ante ellos como un universo oculto. Calles adoquinadas llenas de tiendas imposibles, escaparates repletos de calderos burbujeantes, libros encantados, escobas flotantes y lechuzas enjauladas. Gente con túnicas de colores hablaba animadamente mientras se abrían paso entre las multitudes.

Harry apenas podía seguir el paso de Hagrid mientras cruzaban el bullicioso callejón. Sentía que estaba flotando, como si sus pies no tocaran realmente el suelo.

Pero Hadrian, desde el fondo de su mente, mantuvo el ancla firme.

"No te distraigas. Primero, Gringotts."

El banco se alzaba como una fortaleza de mármol blanco. Su estructura imponente parecía observar al mundo con desconfianza. Goblins encorvados, de orejas puntiagudas y miradas calculadoras, se movían por el vestíbulo principal con la eficiencia de engranajes bien aceitados.

Un goblin los guió hasta un carro de metal que se deslizaba por raíles retorcidos. El viaje fue tan vertiginoso que Harry tuvo que cerrar los ojos en varios momentos. Hagrid, por su parte, no dejaba de quejarse.

"¡Nunca me acostumbraré a estos trayectos! Malditos carros traqueteantes…"

Visitaron primero la bóveda familiar de Harry. Monedas de oro, plata y bronce brillaban bajo la tenue luz mágica. Hagrid le permitió llenar una pequeña bolsa con suficiente dinero para el año escolar, Harry pensó que si caía en un rio lo más probable es que se hundiría por el peso de las monedas que cargaba encima.

Pero el viaje no terminó ahí. El mismo goblin los condujo por otro trayecto aún más profundo, hacia una bóveda pequeña y fuertemente protegida.

"Encargo del director," dijo Hagrid en voz baja. "Solo debo recogerlo."

Harry asintió, aunque no escuchaba. La voz de Hadrian, intensa y decidida, llenaba su cabeza.

"Escúchame. Cuando regreses al vestíbulo, estarás solo. Naga y yo debemos irnos un rato. Hay algo que debo hacer."

"¿Irte? ¿A dónde? ¡No quiero estar solo!"

"No puedes venir ya que no tomara mucho tiempo. Por ahora… necesito concentración por eso Naga viene conmigo así que deberás tener cuidado con quienes se te acerquen."

Harry sintió cómo el miedo lo apretaba desde dentro.

"¿No demoraras?"

"Prometo regresar cuando estemos cerca de Draco. Solo mantente alerta. Si algo pasa… de seguro algo se te ocurrirá."

Mientras el goblin los escoltaba de vuelta, Harry vio cómo Naga, silenciosa, se deslizaba por las esquinas de las paredes y desaparecía entre las sombras.

Hagrid, aún mareado, gruñó: "¡Odio esos carros! ¡Me dejan peor que una taza de té helado!"

Harry no respondió. Tenía la garganta seca y la mirada fija en el lugar por donde Naga se había ido. El banco parecía más frío de repente. Más grande. Más vacío.

Hadrian ya no estaba. Y por primera vez en mucho tiempo… Harry sintió el mundo sin su sombra habitual. Y eso, de algún modo, lo hacía sentir aún más pequeño.

Harry apenas tuvo tiempo de respirar antes de que Hagrid le entregara la lista de materiales con una sonrisa desordenada y un murmullo sobre “tener todo a tiempo”. El trozo de pergamino estaba arrugado y húmedo por las manos del semigigante, pero Harry no se quejó. Ya conocía cada línea de memoria. Podía recitarla con los ojos cerrados. Lo había hecho durante las noches previas a la llegada de Hagrid, cuando la emoción era tan fuerte que dormirse parecía imposible.

Pero ahora… ahora lo hacía solo para alargar el tiempo.

“Primero los libros,” dijo Hagrid con su tono habitual de entusiasmo, aunque Harry percibía que aún seguía algo mareado del paseo en los carros de Gringotts.

Harry asintió. Iban a Flourish & Blotts, una tienda abarrotada de estantes hasta el techo, cada uno repleto de libros que parecían tener vida propia. Algunos chillaban si los tocabas, otros murmuraban entre sí, y uno incluso trató de morder a Hagrid cuando intentó sacar un tomo sobre criaturas mágicas.

Mientras pagaban por los libros —una fila de títulos polvorientos, otros encuadernados en cuero— Harry sintió de pronto un vacío en su costado. Revisó su ropa, su interior. Había traído tres pequeñas bolsas desde su escondite en la alacena… y ahora solo quedaba una.

¿Dónde están las otras dos?

El pensamiento lo golpeó con fuerza. Su primera reacción fue el pánico, pero luego vino la sospecha. Hadrian.

Esto fue planeado.

No tenía duda. Hadrian debió de haberle dado instrucciones a Naga para tomar las otras dos bolsas en algún momento durante el viaje o mientras Hagrid lo distraía. Harry apretó los labios, sintiendo una mezcla de irritación y resignación.

Están comprando algo sin mí. De seguro algo aburrido. O peligroso. O las dos cosas.

No dijo nada a Hagrid. No había necesidad. El semigigante no notó nada raro, demasiado ocupado con el siguiente punto en la lista.

El boticario fue una experiencia extraña: frascos de ingredientes viscosos, hierbas colgando del techo, y un olor que mezclaba lo dulce con lo podrido. Hagrid insistió en revisar cada uno de los ingredientes con una seriedad que contrastaba con su usual torpeza.

Después de eso, caminaron en dirección a la tienda de túnicas, Madam Malkin’s. El escaparate mostraba maniquíes vestidos con túnicas escolares negras que parecían moverse levemente con la brisa mágica que envolvía todo el callejón.

“Debo comprar algo antes de que cierre la otra tienda,” dijo Hagrid, deteniéndose frente a la puerta.

Harry lo miró, con el pergamino aún en la mano. “¿Quieres que entre solo?”

“¿Podrás? Solo será un rato.”

Harry asintió. “Está bien.”

Hagrid le dio una palmada en el hombro —una palmada que casi lo derriba— y se alejó a paso firme, perdiéndose entre la multitud de túnicas y sombreros puntiagudos.

Harry, sin embargo, no entró de inmediato. Se quedó en la puerta. Observó a través del escaparate cómo la enorme figura de Hagrid se alejaba más y más… hasta que lo perdió de vista.

Dentro de su cabeza, el silencio era ensordecedor. Hadrian aún no regresaba. No había un comentario sarcástico, ni una instrucción, ni siquiera una advertencia. Naga tampoco estaba. Harry se sintió… desarmado.

Quiso correr. Buscar en las sombras del callejón a su amiga. Quiso gritarle a Hadrian, preguntarle por qué lo había dejado solo justo ahora, justo cuando se acercaban a lo más importante. ¿Dónde estás? ¿Por qué no estás aquí?

Pero no lo hizo. Porque sabía que no recibiría respuesta. Porque si Hadrian estaba callado, era por una razón. Porque si Naga no estaba, era porque su ausencia era necesaria.

Así que entró.

El tintineo de una campanilla mágica anunció su llegada. El interior era cálido, perfumado con hilo nuevo y magia antigua. Pero Harry no lo notó del todo.

Giró sobre sus talones y volvió a mirar por el escaparate. Los reflejos de la tienda danzaban sobre el cristal, entremezclándose con la calle. Buscó de nuevo la figura de Hagrid, pero ya no estaba.

Y en su mente, el espacio que Hadrian solía llenar… seguía en absoluto silencio.

Harry tragó saliva. Su mano se posó en el borde de la vitrina, fría bajo sus dedos. Su reflejo lo miraba de vuelta. Pequeño, delgado, pálido.

Estoy solo. Pero también era cierto que había llegado hasta allí. Que tenía una carta. Que tenía una varita esperando ser comprada. Que tenía una túnica por probarse.

Y, pronto, tendría un nombre que se repetiría en su mente con el mismo peso que Hadrian solía tener.

Draco. Pero por ahora, todo lo que tenía era su reflejo en el escaparate… y el eco de sus propios pensamientos. Y aún así, dio un paso más dentro de la tienda. Porque lo importante estaba por comenzar.

Harry yacía en el suelo.

No había forma poética de decirlo. No era una caída elegante ni una pose dramática. Estaba completamente tendido sobre las losas perfectamente pulidas de la tienda de túnicas, enredado en capas de tela fina, con lo que probablemente era su futura túnica enrollada sobre su cabeza como un trapo de cocina abandonado.

Y justo frente a él, como una escultura de arrogancia tallada en mármol rubio, estaba él.

“¡ÉSE es Draco? ¡Ese es el Draco del que Hadrian no dejaba de hablar?” Harry casi quería llorar. “¿El amor de su vida? ¿El alma que estaba destinada a conectar con la suya a través de mundos y tragedias? ¡¿Esto?! ¡¿En serio?!”

Draco lo miraba como si estuviera observando algo particularmente repulsivo que acababa de salir del drenaje. Sus labios delgados estaban curvados en una mueca de desdén que parecía estar permanentemente adherida a su rostro.

“¡Estúpido!” espetó el niño rubio, sacudiéndose una manga como si Harry lo hubiera contaminado solo por existir en su campo visual.

Harry se levantó a duras penas, escupiendo una hebra de hilo dorado que se le había metido en la boca. Su túnica estaba hecha un desastre, Madame Malkin estaba hiperventilando al fondo de la tienda, y un estante entero con telas finas había sido volcado durante la breve, pero explosiva colisión entre él y Draco.

Todo había comenzado inocente. Harry había estado esperando en el área de pruebas, mirando distraído los maniquíes encantados que giraban lentamente sobre sus bases, cuando una voz chillona al otro lado de la tienda comenzó a quejarse del largo de las mangas de una túnica.

“¡¿Cómo pretenden que alguien con mi porte use esto?! Parezco un elfo doméstico.”

Harry había girado por curiosidad, solo para recibir de frente el peso de un cuerpo arrojado por la rabieta del otro niño. El choque fue inmediato, caótico, y absolutamente escandaloso.

Draco, por supuesto, culpó a Harry.

“¡Mira por dónde caminas, idiota! ¡Arruinas mi ropa!”

Y ahora ahí estaban. Uno encima de un nido de telas, el otro limpiando su túnica con repulsión, y Madame Malkin con un vaporizador encantado intentando evitar un colapso nervioso.

Harry cerró los ojos.

“Si Hadrian no me dice que tengo otras opciones, juro que me ahorco con esta maldita túnica.”

“¿No piensas disculparte?” exigió Draco, con los brazos cruzados.

Harry lo miró. Realmente lo miró. Era delgado, sí. Demasiado rubio. Su piel parecía haber sido hecha a medida para reflejar la luz de forma perfecta. Pero sus ojos… sus ojos eran un pozo de juicio.

“No,” dijo Harry simplemente.

Draco pareció ofendido. “¿No? ¿¡No!? ¡Estúpido mocoso! Seguro eres hijo de muggles.”

“Y tú seguro naciste con una escoba metida en—”

“¡Niño!” chilló Madame Malkin desde el fondo. “¡Cuidado con el lenguaje, por favor!”

Harry murmuró algo que no era exactamente una disculpa y volvió a sentarse entre los pliegues de tela.

Draco seguía ahí, escaneándolo con la mirada como si estuviera tomando nota para un informe posterior.

“¿Este es el destino? ¿Éste? ¿El gran amor cósmico que Hadrian cruzó mundos para recuperar?” Harry tragó saliva. “Debo tener la peor suerte en la historia del universo.”

En su mente, Hadrian seguía en silencio. Tal vez era mejor así. Porque si lo escuchaba reír o gritarle por haber lastimado a su gran amor en ese instante lo iba a echar de su cabeza para siempre.

“¿Por qué me estás mirando?” espetó Draco, cruzando los brazos con más fuerza.

Harry lo miró sin pestañear. “Porque estoy esperando que dejes de hablar.”

Draco resopló. “¡Vulgar!”

Harry se encogió de hombros. “Al menos no soy insoportable.”

“¡Madame Malkin!” chilló Draco, girándose. “¡¿Puede hacer que este salvaje deje de hablarme?!”

“¡Niños, por favor!”

Y mientras la costurera intentaba recomponer la escena del crimen textil, Harry volvió a mirar a Draco.

“No puede ser él. No puede ser.”

Y sin embargo… algo vibraba en su pecho. Algo incómodo. Molesto. Una espina que no podía ignorar.

Porque aunque todo en Draco Malfoy gritaba odioso, había algo más debajo. Algo que Hadrian no le había contado. Algo que él tendría que descubrir por sí mismo.

Por ahora, sin embargo, se limitó a tirarse de nuevo al suelo, con un suspiro dramático.

“Estoy condenado con un engendro rubio con complejo de principito. Este es mi castigo divino y siempre fui a misa.”

Madame Malkin chilló nuevamente cuando otra torre de telas cayó al suelo. Y Harry, en medio del desastre, se sintió más cerca de su futuro que nunca.

Solo esperaba sobrevivir a la prueba. Y que Hadrian, maldito Hadrian, no se enojara demasiado cuando regresara.

Notes:

Hadrian negociando su humanidad con la muerte para tener una vida con Draco y el pequeño Harry de 11 años lo arruina en menos de 10 minutos. 🙈

Chapter 10: Como el amo de la muerte termino de niñero de dos niños.

Chapter Text

Era fácil perder la noción del tiempo cuando se estaba fundido con una serpiente. No existía el roce del viento, ni el crujir de las hojas bajo las botas, ni el repiqueteo habitual de los adoquines cuando una figura humana caminaba por el callejón Diagon. Solo estaba la fricción de escamas contra piedra, el arrullo del aire tibio por los rincones húmedos y ese ritmo sibilante que solo los reptiles sabían respetar: uno que no se apresura ni se demora, que simplemente es.

Hadrian no sentía frío ni calor. No tenía párpados que pestañearan ni manos con las que cubrirse el rostro mientras pensaba en él… y sin embargo, el alma le dolía. Porque por más que la carne le fuera ajena en este momento, el corazón aún pertenecía a él mismo. A su historia. A su pérdida. Y en esa pérdida, el recuerdo de Éon se abría como un libro desgastado que nunca dejó de releer.

Éon…

El nombre resonó en su conciencia como un eco que nadie más podía oír. Un susurro suave, como una pluma rozando la piel tras una pesadilla. La única caricia que se permitía recordar sin romperse.

Éon era... su luz.

No de la forma en que lo fue Draco, ni de la manera desesperada en que Hadrian había amado en su mundo, siempre con más fuego que calma. No. Éon no era una hoguera que arrasaba. Era una estrella. Suave, paciente, serena. Un ángel sin alas visibles, pero con el alma tan transparente que Hadrian no supo defenderse.

A veces creía que Éon ni siquiera pertenecía a un mundo como ese. Que era una contradicción andante en una tierra condenada a la simpleza y normalidad. Pero allí estaba, con su cabello rubio cayendo sobre los ojos apagados por la ceguera, la sonrisa dispuesta siempre a los demás, incluso a quienes no lo merecían, y esa voz. Esa voz.

Una voz que no necesitaba mirar para saber. Una voz que reía como si jamás hubiera conocido el dolor.

Hadrian lo recordaba así. Sentado sobre el césped húmedo, con la cabeza ladeada hacia el cielo aunque no pudiera verlo, riendo con una flor entre los dedos, preguntando con inocente curiosidad cómo era el azul. Hadrian se la describía cada vez de un modo diferente solo para tener una excusa para hablarle más.

“¿Y si esta vez dices que es un azul triste?” decía Éon entre risas suaves. “Un azul que extraña algo que no recuerda.”

Y Hadrian respondía con una ternura que ni él sabía que poseía: “Entonces sería como tú… cuando no estás conmigo.”

Ahora estaba lejos. Demasiado. Perdido en otra línea del tiempo, en otro plano que ni las runas ni los portales parecían querer revelar.

Y Hadrian lo añoraba. Lo extrañaba con una ferocidad callada, que no tenía lugar en palabras ni forma humana que pudiera expresar. Era un vacío permanente, una nostalgia que le mordía el alma incluso ahora, incluso así, mientras se deslizaba como una sombra entre los muros de piedra de una Londres mágica que aún no lo conocía.

Naga serpenteaba en silencio.

La mamba negra era todo músculo y precisión, su cuerpo ondulante desplazándose sin esfuerzo sobre la piedra fría. Nadie la veía. Nadie la oía. Hadrian le había enseñado a camuflarse con paciencia y firmeza, como si entrenara a un soldado que tendría que sobrevivir en lo más oscuro de lo invisible. Ahora, la serpiente era una sombra viva, una extensión perfecta de su voluntad.

Avanza, Naga. Pronto nos desviaremos por Knockturn.

“¿Estás triste otra vez, sombra mía?” silbó Naga con voz baja y silbante, en parsel. Su tono era serpentino pero… afectuoso. Había aprendido eso de Harry, una suavidad que no era instinto, sino imitación de algo que ella no comprendía del todo.

“Siempre estoy triste cuando pienso en él” respondió Hadrian desde dentro. Su voz era como la vibración de un pensamiento, audible solo en el lazo íntimo que compartían.

Naga no replicó enseguida. Sabía lo que él significaba. No necesitaba ojos para recordar cómo cambiaban los latidos de Hadrian cuando hablaba de Éon, cómo su voz —habitualmente firme y fría— se ablandaba hasta casi parecer joven otra vez.

“Éon es tu cielo. Aun sin ver, te miró más claro que nadie.”

Hadrian cerró los ojos del alma. Porque sí, era verdad. Éon nunca lo vio, pero lo supo. Lo reconoció. Lo sostuvo en los días en que Hadrian ni siquiera sabía si seguir luchando tenía sentido. Le enseñó a respirar sin buscar la guerra en cada esquina. Le enseñó que estaba bien no saberlo todo. Que había belleza en la vulnerabilidad. Que su alma —tan desgarrada— merecía descanso.

“Lo extraño” confesó, sin vergüenza. En ese mundo, en ese cuerpo, no había nadie para juzgarlo. Solo Naga, y ella sabía más de su corazón que muchos humanos alguna vez podrían.

“¿Volverás a buscarlo cuando esto termine?”

Si termina algún día…

Hadrian deslizó la mirada interna hacia el cielo encapotado del Callejón Knockturn. Ya podían ver, a través de los sentidos prestados de Naga, las formas torcidas de las tiendas de magia oscura. Olían a madera húmeda, a polvo y sangre seca, a secretos envueltos en pergamino antiguo.

“Sí” respondió con la firmeza de una promesa. “Volveré. Y si no existe camino, lo haré. Pero no terminaré esta historia sin verlo una vez más. Necesito decirle... que nunca dejé de pensar en él.”

Naga emitió un silbido suave, que en su idioma equivalía a una caricia.

“Entonces sobrevive. Encuentra lo que vinimos a buscar. Y luego vuelve a donde te espera la luz.”

Hadrian asintió en su rincón invisible, dentro del cuerpo de la serpiente.

Porque ese era el objetivo. Esa era la meta. El motivo por el que aún se arrastraba entre sombras, por el que aún recorría mundos, por el que su alma no se rendía a la fractura permanente.

Éon. Su ángel. Su eternidad no nombrada.

Y en el rincón más recóndito de su memoria, se permitió imaginar su voz de nuevo. Esa risa de campana, ese acento dulce como miel, esa ternura que no se desvanecía con la distancia ni el tiempo.

“Hadrian… estás aquí.”

, pensó. Estoy aquí, y voy a regresar a ti. Lo juro por cada estrella que no puedes ver. Lo juro por el azul que inventamos juntos. Lo juro… por lo que siento cuando digo tu nombre.

“Éon…” susurró Hadrian entre las venas invisibles de Naga, como si decirlo pudiera acercarlo, como si la palabra en sí misma tejiera un hilo invisible entre los mundos.

El recuerdo de Éon aún ardía con dulzura en el pecho sin forma de Hadrian cuando, al fin, Naga se detuvo frente al lugar que buscaban.

La tienda estaba incrustada entre dos estructuras deformadas por la humedad y los años. El cartel que alguna vez colgó sobre la entrada se había caído, y sólo quedaban los clavos oxidados incrustados en la madera astillada. A simple vista, era una ruina. El cristal de las ventanas estaba tan cubierto de polvo que parecía piedra. Una telaraña particularmente grande colgaba del picaporte, inerte. No había campanilla, ni rastro alguno de vida. Era como si aquel local hubiese sido tragado por el tiempo, como si la misma realidad se negara a recordarlo.

Hadrian lo recordaba.

Una vez vine aquí... pensó, sintiendo cómo la calidez de Éon se deslizaba lentamente hacia el rincón más profundo de su mente, guardado con la reverencia de un relicario. Fue en una vida donde aún me engañaba con la idea de poder enmendar lo que había hecho. Vine buscando la manera de deshacer una maldición que yo mismo provoqué. Una... que le arrojé a Draco en un arrebato de ira. Fue la última vez que lo vi sin miedo en los ojos. La última antes de que me mirara como si ya no fuera digno de pronunciar su nombre.

El dolor intentó filtrarse por las rendijas de su autocontrol, pero Hadrian lo encadenó, lo encajonó junto con ese otro Draco que aún le dolía, y volvió a pensar en Éon, en su risa que atravesaba incluso las noches más largas. No, no ahora. No en este lugar. Éon debe permanecer intacto, limpio… puro. Este sitio está demasiado sucio incluso para sus recuerdos.

“Bórralo, por ahora,” se dijo a sí mismo, con una disciplina cruel. “Guárdalo donde no pueda mancharse.”

Naga siseó en voz baja, captando sus emociones, su cambio de tono. No preguntó. Nunca lo hacía cuando Hadrian no quería hablar. En vez de eso, comenzó a buscar una entrada, arrastrando su cuerpo largo y musculoso alrededor del perímetro de la tienda. La serpiente, negra como la noche sin luna, se movía con un sigilo casi felino, con la precisión de una sombra entrenada en el arte del acecho.

Encontraron una grieta, oculta entre dos ladrillos hundidos. Naga se detuvo. La magia de protección era evidente: vieja, enredada, retorcida como las raíces de un árbol enfermo. Pero potente aún. Vibraba con una frecuencia baja, peligrosa, viva. Hadrian la percibía a través de Naga como una corriente eléctrica que rozaba las escamas de la serpiente.

“Hazlo despacio,” susurró en parsel, con tono paciente. “Siente los hilos. No los rompas, bordéalos. Eres un río, no una lanza.”

“Es apretado,” respondió Naga, arrastrando la lengua bífida para probar el aire cargado. “Pero entraré. Me entrenaste para cosas peores.”

La serpiente comenzó a colarse por la rendija, usando cada músculo con control exquisito. Hadrian permanecía en silencio, enfocado, guiando con la mente, con la intención. Aunque deseaba poder usar su magia y romper la barrera en un parpadeo, sabía que eso haría saltar las alarmas. Este sitio no estaba del todo vacío.

Cuando Naga logró introducir la mitad de su cuerpo, la resistencia mágica se intensificó. Un escudo defensivo intentó empujarla fuera con un zumbido vibrante.

“Resiste,” murmuró Hadrian. “No te dejes expulsar. Yo estoy contigo.”

Un leve estremecimiento recorrió a Naga, pero no retrocedió. Con movimientos calculados, consiguió finalmente traspasar el umbral. La magia se rindió a regañadientes, como una puerta oxidada que cede con quejidos.

El interior era peor de lo que Hadrian recordaba.

La oscuridad no era natural. No era simplemente falta de luz. Era una penumbra espesa, oleosa, que parecía absorber todo brillo. Las estanterías estaban desnudas, carcomidas, cubiertas de telarañas que colgaban como sudarios. El polvo formaba una capa tan densa en el suelo que crujía bajo el cuerpo de Naga al deslizarse, aunque no había nada ni nadie para haberlo perturbado en décadas.

“Qué asco,” siseó Naga, disgustada. “Ni una rata. Ni una araña viva. Sólo... silencio y muerte.”

“No es silencio,” corrigió Hadrian. “Es espera.”

El mostrador, al fondo de la tienda, parecía inclinarse bajo su propio peso. La capa de mugre que lo cubría tenía un tono verdoso en los bordes. Era como si se hubiera podrido el mismo aire.

Hadrian hizo que Naga se subiera al mostrador, con movimientos lentos y pausados. Allí esperaron. Durante minutos interminables. El tiempo parecía congelado en ese lugar. Ni un crujido, ni una corriente de aire. Sólo el goteo lejano de una cañería rota y el sonido rítmico del corazón de Naga, fuerte y tranquilo, como el tic-tac de un reloj antiguo.

Y entonces, ocurrió.

El hombre emergió de la pared. No apareció desde una puerta secreta, ni se transportó con un giro elegante. Simplemente... se despegó. Como si la mugre misma lo hubiese gestado y dejado caer al suelo. Era alto, pero encorvado. La piel de su rostro estaba cubierta por una película grisácea, como ceniza vieja. Llevaba ropas que alguna vez fueron negras, ahora reducidas a harapos de tonos inciertos. Sus ojos eran dos piedras apagadas. Vacíos. Como si no quedara alma detrás de ellos.

Naga siseó en alarma, pero Hadrian ya se movía.

“No lo mires. No lo sientas. Sólo... deja que te guíe,” murmuró en parsel.

Y con un empuje de su voluntad, Hadrian abandonó el cuerpo de Naga.

Fue como caer por un abismo de agua helada. Como arrancarse a sí mismo de una piel que ya era parte suya. Su conciencia se estiró, se desdobló, se reformó. Como una sombra, se deslizó hacia el hombre.

El cuerpo no opuso resistencia. Era un cascarón medio muerto, apenas sostenido por hechizos menores y una voluntad débil. Hadrian entró sin dificultad. Se ancló en los huesos, en los músculos. Sintió los pulmones encogerse, el corazón agitarse con miedo antiguo. El cuerpo lo reconoció, y se sometió.

Pero entonces vino la parte difícil.

No soy este hombre. No soy este cuerpo.

Cada movimiento dolía. El cuerpo era tosco, sin agilidad, sin fuerza. La magia latía débil en la sangre, como una vela al borde de apagarse. Hadrian la tocó, la despertó, la obligó a fluir. Se movió con lentitud, tomando control de cada articulación, adaptando su mente a la arquitectura ajena de ese cuerpo que no era suyo.

Y en medio de ese esfuerzo, un pensamiento venenoso le cruzó la mente.

Así empezó Voldemort. Así se volvió sombra. Y ahora tú haces lo mismo.

La repulsión fue inmediata. Interna. Ácida. Como un rechazo visceral que se anudó en su alma.

“Esto no es lo mismo,” susurró, con voz ronca, gastada. “Yo... no lo hago por poder. Lo hago por... volver.”

A lo lejos, Naga se movió un poco, percibiendo su nuevo estado.

“¿Tienes el control?” preguntó con voz baja, atenta.

“Sí,” respondió Hadrian, mientras se enderezaba con dificultad. “Aunque este cuerpo... apesta. Está lleno de recuerdos que no me pertenecen.”

“Entonces no los leas. Haz lo que viniste a hacer y lárgate.”

Hadrian sonrió, apenas. “Sabes que nunca es tan simple.”

Caminó lentamente hacia la trastienda. Allí, bajo una baldosa rota, debía haber una puerta oculta. Lo que buscaba. Y mientras se acercaba, con los pasos torpes de un cuerpo robado, pensó por última vez en Éon.

Si algún día logras tocar mi alma otra vez, amor mío… prométeme que no huirás de lo que encuentres. Aunque esté roto. Aunque esté oscuro. Porque esta sombra aún te busca. Porque esta sombra aún... te ama.

El aire estaba viciado, espeso como un susurro maldito que se arrastraba desde las paredes. Hadrian no tenía prisa. Nunca la tenía cuando estaba por hacer algo que sabía que no podría deshacer. Sus pasos resonaban secos sobre la madera del suelo, cruzando el último tramo de la trastienda hasta detenerse frente a la baldosa rota, aquella que ocultaba la grieta más antigua de ese lugar: una entrada vetusta, sellada con hechizos tan viejos como las decisiones que lo habían llevado hasta aquí.

Se agachó con lentitud. Cada uno de sus movimientos hablaba de un cuerpo que no era suyo del todo, uno prestado o robado, uno que crujía en las articulaciones con la memoria de otra vida. Cuando deslizó los dedos por los bordes de la piedra agrietada, no lo hizo con ansiedad, sino con un respeto amargo, casi reverente. Sabía lo que había debajo. Ya había bajado esas escaleras antes. Ya había sentido cómo lo invadía el asco.

Esta vez, sin embargo, no estaba solo.

Naga, silenciosa como la serpiente que era, lo seguía con movimientos elegantes, sinuosos, rozándole los tobillos. Su escama más clara brillaba levemente, como si recogiera la poca luz que escapaba de las grietas del techo. Hadrian se detuvo. Se giró ligeramente y se acuclilló para quedar a su altura. Naga alzó la cabeza, como si supiera lo que venía.

“Sube, pequeña,” murmuró con una suavidad que nadie que lo viera creería que le pertenecía. “Ahí abajo… no quiero perderte.”

La serpiente pareció entender el peso de esa súplica. Con una docilidad casi antinatural, reptó con cuidado por su brazo hasta enroscarse sobre sus hombros. Su calor era tenue, reconfortante. Hadrian alzó una mano para acariciarle el lomo con dos dedos, apenas un roce. El cuerpo delgado de Naga se acomodó alrededor de su cuello como una bufanda viviente, inmóvil ahora, atenta. Harry haría un escándalo si algo le pasaba. Lo imaginaba ya, con los ojos brillantes de rabia, cruzado de brazos y vociferando que Naga no era un objeto, que era su amiga. Y tenía razón.

Hadrian suspiró. No permitiré que te roben. Ni a ti. Ni a él.

Abrió la trampilla con un chasquido seco. El aire que emergió de la abertura le acarició el rostro como un recuerdo frío. Bajó, peldaño a peldaño, mientras el silencio lo envolvía con dedos largos y húmedos. El pasillo al que descendió era distinto de como lo recordaba. Más limpio, sí, pero más oscuro también. Más ordenado en su maldad. Las paredes, antes sucias y con manchas de procedencia dudosa, ahora estaban revestidas con paneles oscuros y barnizados. El suelo parecía encerado, las lámparas flotantes, cubiertas con pantallas verdes, daban una luz suave pero estancada, como la de los hospitales sin esperanza.

No olía a muerte. Olía a dinero. A piel vendida, a sangre bien embotellada.

El pasillo se estiraba como una lengua negra hacia el fondo. Hadrian caminó. Los pasos eran amortiguados por alfombras gruesas que apenas ocultaban la realidad de lo que se negociaba aquí. El silencio era antinatural, como si los muros supieran escuchar y decidieran callar para proteger los secretos de quienes comerciaban dentro de ellos.

Y entonces, al final del corredor, lo vio.

El hombre estaba de pie, esperándolo. Tenía un cuerpo largo, de extremidades angulosas y una delgadez que no era por hambre, sino por naturaleza. Vestía bien, con una túnica de terciopelo granate y detalles dorados, como si quisiera parecer un noble caído en desgracia. Pero no eran sus ropas las que inquietaban. Era su rostro. Sus ojos, en particular. Avariciosos, húmedos, casi saltones, como los de un sapo que hubiera aprendido a leer pensamientos.

Hadrian no habló. No tenía por qué hacerlo.

El hombre tampoco preguntó quién era. Observó su cuerpo delgado, su andar torcido, los dedos que se cerraban con dolor al apoyarse en el bastón. Supo, por instinto, que ese no era un cliente cualquiera. Que bajo aquella piel rota había algo más. Poder, quizá. Miedo, seguro. Y lo más importante: dinero.

El comerciante lo saludó con una leve inclinación.

“Bienvenido,” dijo, la voz empapada de cortesía falsa. “¿Busca algo... en particular?”

Hadrian asintió una sola vez. No había necesidad de fingir. No aquí. El comerciante lo entendió. No preguntó más. Lo condujo hacia las sombras.

Caminaron a través de salas donde el horror se disimulaba con vitrinas bien pulidas y etiquetas manuscritas. Había frascos de cristal que contenían hadas dormidas, criaturas pequeñas con alas prensadas contra su espalda como si las hubieran sumergido en un sueño forzado. Duendecillos de Cornualles peleaban contra las paredes de sus jaulas con un zumbido sordo, mientras los globos oculares de una mantícora brillaban con una inteligencia silenciada por la poción sedante que la mantenía quieta.

Hadrian no dijo nada.

El comerciante se dio cuenta. Se apresuró a llevarlo más adentro, cruzando un arco donde las vitrinas desaparecían y eran reemplazadas por jaulas de hierro. Criaturas más grandes, más raras, más codiciadas. Vio un par de hipogrifos, uno de ellos con un ala vendada. Una quimera encadenada por el cuello, babeando sobre el suelo de piedra. Una cría de dragón dormía envuelta en cadenas encantadas. Nada de eso lo detuvo.

Fue al pasar junto a una celda iluminada por una lámpara azulada que se detuvo. Naga, sobre sus hombros, se tensó.

Frente a él, había cuerpos.

Vampiros. Veelas. Hombres lobo. Humanidades deformadas por la magia y el abandono. Algunos lo miraban con ojos apagados. Otros, con resentimiento. Los hombres lobo estaban ahí, en una esquina. Cuatro, apenas diferenciables entre sí, cubiertos de cicatrices y con la piel grisácea de quienes han sido maltratados durante años.

Hadrian los observó con detenimiento, pero no se movió.

Fue entonces cuando Naga se deslizó ligeramente. Soltó un siseo suave, íntimo. Un murmullo en pársel que retumbó como un trueno dentro de la mente de Hadrian.

Ese feo miente... hay otro... más al fondo... donde huele más sangre... más dolor...”

Hadrian bajó la mirada hacia ella.

“¿Otro?” susurró.

Naga asintió, las escamas vibrando con leve intensidad. Entonces Hadrian se volvió hacia el comerciante.

“Quiero verlos a todos.”

El comerciante sonrió, nervioso. Titubeó ahora que vio a Hadrian comunicarse con la serpiente.

“Ah… estos son todos los que tengo en este momento. Tal vez en un par de semanas—”

La mirada de Hadrian fue suficiente. Algo se rompió en la sonrisa del mago. El sudor le perló la frente, pero se recompuso rápido.

“¡Ah! Ya recuerdo. Sí, sí... tengo uno más. Muy joven. Un error de inventario. Débil. No creo que sea de su interés.”

“Muéstramelo,” ordenó Hadrian.

Lo llevaron a un corredor aún más oscuro, uno que descendía ligeramente. Allí no había vitrinas ni etiquetas. Solo miedo. El olor cambió. Ya no era un aire viciado: era sangre, sudor, lágrimas. El olor de una desesperación sin nombre.

Y allí estaban: los muggles.

Celdas toscas, cuerpos apretujados. Algunos apenas respiraban. Otros, con los ojos en blanco, ya habían abandonado la esperanza.

Y entre ellos, lo vio.

Un niño. Delgado hasta la transparencia, más herida que cuerpo. No debía tener más de once años. Tenía los labios partidos, las muñecas marcadas de intentar liberarse, la piel con hematomas de tantos tonos que parecía un lienzo descuidado. Pero era un licántropo. Hadrian lo supo al instante. No por su apariencia. Por su olor. Por la forma en que, incluso inconsciente, el cuerpo parecía contener algo más en su interior. Algo salvaje. Algo triste.

El comerciante se encogió de hombros.

“Es un muggle, por eso lo mantengo separado. Y está… roto. No creo que dure mucho, francamente.”

Hadrian no respondió.

En cambio, extendió una mano y la acercó a la boca de Naga. La serpiente se agitó ligeramente, dio un par de arcadas y expulsó una bolsa pesada que cayó al suelo con un sonido hueco. Hadrian se agachó y tomó un puñado de galeones, dejándolos brillar a la luz enferma del pasillo.

El comerciante los vio. Se abalanzó sobre ellos como si fueran aire. Sus ojos brillaban más que nunca.

“Lo prepararé para usted. Estará perfecto, mi señor.”

Hadrian ya estaba de espaldas, caminando de regreso por donde vino. A lo lejos, mientras se alejaba, comenzaron los gritos.

Gritos de muggles, gritos de dolor, gritos de terror.

Hadrian no se detuvo. Naga, sobre su cuello, susurraba en su idioma serpentino, bajito, como si intentara calmarlo. Pero no era él quien necesitaba calma.

Era el mundo. El que Hadrian iba a quemar.

Quince minutos. Hadrian los contó con una precisión clínica, con una furia silente creciendo dentro de él a cada segundo que pasaba. Quince minutos desde que aquel despreciable comerciante se esfumó por la trampilla del suelo con un gesto sumiso y las palabras: “Sólo tomará un momento, mi señor”. Quince malditos minutos en aquella tienda sofocante, llena de estantes polvorientos, frascos rotos y el inconfundible hedor del miedo reprimido.

El aire era denso, cargado de humedad, casi aceitoso. Hadrian permanecía inmóvil en una silla desvencijada, la madera crujiendo apenas bajo su peso. A su lado, sobre sus hombros, Naga se mantenía enroscada con una inquietud que no le era común. Su cuerpo oscuro, tan brillante y pulido como el ónix, se contraía con lentitud, como si la respiración del ambiente le molestara. De vez en cuando, su lengua bífida se deslizaba al aire, degustando el olor rancio del encierro, los residuos de magia antigua impregnados en los muros, y algo más: algo que le crispaba las escamas.

Hadrian bajó la mirada hacia ella, y los ojos de la mamba negra se cruzaron con los suyos.

“No es el lugar lo que te pone nerviosa”, murmuró con una suavidad que contrastaba con la creciente irritación en su pecho. “Es el tiempo. Ya debería haber vuelto.”

Naga siseó apenas, una nota baja y serpenteante que resonó en su oído como un murmullo de advertencia. Su inquietud era razonable. Harry estaba esperándolos. Hadrian había prometido que sólo sería una pequeña parada, algo rápido, algo necesario. Pero la palabra rápido parecía no existir en el vocabulario de los comerciantes del Callejón Knockturn.

Un pensamiento lo sacudió de repente, cortante y fugaz.

Tal vez ya terminó sus compras. Tal vez se encontró con el Draco de este mundo…

Una sonrisa se dibujó en sus labios, torcida y melancólica. Sí. Quizás están charlando. Quizás Draco lo está mirando como lo miraba a él, con esa mezcla de desafío y devoción absurda. Quizás están a punto de enamorarse…

La sonrisa se desvaneció tan rápido como apareció.

No. No es mi Draco. No es mi Draco. No es mi mundo. No… lo es.

En cambio, estaba aquí, rodeado de oscuridad y moho, esperando por una compra que no debía tomar más de unos minutos. Tenía cosas más importantes que hacer, una lista que cumplir, y cada segundo que pasaba lo alejaba más de Harry.

Entonces, la trampilla finalmente se abrió con un chirrido grave, como el suspiro de una casa vieja que se resigna a seguir en pie. El comerciante emergió primero, con la sonrisa servil de quien cree estar ofreciendo un tesoro, no un crimen. Detrás de él, como si lo arrastraran desde una pesadilla, apareció el niño.

Tenía el cuello rodeado por un collar de metal opaco, sin runas, sin magia, sólo brutalidad. De él pendía una cadena gruesa que sostenía un segundo hombre: alto, con los brazos cruzados, con la piel llena de marcas de hechizos mal lanzados, con el aspecto de quien se complace en romper lo que le es dado. Había algo en sus ojos: arrogancia, estupidez, y esa violencia perezosa que se cultiva cuando se siente que no habrá consecuencias.

Hadrian no se movió al principio. Observó.

El niño era pequeño, apenas llegaba a la altura de su pecho. Ojos enormes, piel sucia, cabello revuelto como maleza en invierno. Estaba descalzo. Las plantas de sus pies estaban cubiertas de heridas secas. Sus labios estaban partidos, y los huesos se marcaban bajo la piel con una crudeza que dolía de solo mirarlo. Se estremeció al escuchar las palabras del comerciante.

“Sólo ha pasado por tres lunas”, explicó el hombre con una falsa cortesía. “Apenas ocho años. Huérfano, claro. Nadie lo reclamará. Come carne cruda, como el animal que es.”

Hadrian sintió cómo el estómago se le contraía. Un odio ácido le trepó por el pecho, quemándole las costillas. Por un segundo, su visión se volvió roja. No por magia. No por poder. Por furia. Por indignación.

Naga levantó la cabeza. El siseo fue diferente esta vez: más grave, vibrante, amenazante. Su cuerpo se tensó sobre los hombros de Hadrian y, como una sombra viva, se inclinó hacia el mago que sostenía la cadena del niño.

El imbécil retrocedió un paso.

Hadrian apenas lo notó. Sus ojos estaban clavados en el niño, que temblaba. Temblaba como una hoja azotada por un viento que nunca había dejado de soplar. No por frío, no por debilidad, sino por miedo. Miedo a él.

Claro que tenía miedo. Hadrian lo comprendió de inmediato. Aquel niño, con la cadena al cuello y un pasado hecho de hambre y soledad, debía creer que se dirigía a una vida peor. Y con el cuerpo que Hadrian tenía ahora —ese que imponía autoridad, que desprendía peligro, que hablaba sin palabras de muerte y control—, era lógico.

Se acercó sin decir nada. Su mano tomó la cadena del otro mago con firmeza, sin mirarlo, sin agradecer. No hacía falta hablar. El comerciante intentó abrir la boca, soltar más consejos, advertencias quizá, pero Hadrian ya se estaba girando.

La puerta se abrió por sí sola. Hadrian no la tocó. No necesitaba hacerlo.

Salió al callejón con paso firme, arrastrando la cadena con suavidad pero sin detenerse. El niño tropezó un par de veces en los adoquines irregulares, pero no dijo una palabra. La cadena chirrió apenas, rompiendo el silencio denso del Callejón Knockturn. A sus espaldas, el comerciante gritó algo: que no era buena idea llevar a la criatura a plena vista, que podía meterse en problemas, que había formas de ocultarlo…

Hadrian ni siquiera giró la cabeza.

La primera parte está hecha, pensó con frialdad. Ahora la segunda.

Con pasos largos y decididos, se internó más profundo en el Callejón, donde los negocios parecían más oscuros, más viejos, más ajenos al tiempo. Naga no dejaba de mover la cabeza, inquieta. Su cuerpo vibraba con la ansiedad contenida. Hadrian no le dijo nada. No hacía falta.

“Camina”, le ordenó al niño, sin alzar la voz.

El niño obedeció.

No por respeto.

No por entendimiento.

Por miedo.

Hadrian apretó la mandíbula. Odiaba eso. Odiaba tener que usar la cadena. Odiaba ver esa expresión vacía en los ojos del niño, esa resignación prematura que nadie debería tener a esa edad. Pero no había otra forma. No aún.

La tienda que buscaba parecía abandonada. Tenía la fachada agrietada, una puerta a medio colgar, ventanas cubiertas de hollín. Ningún cartel. Ninguna indicación.

Entró dentro, la penumbra era espesa. Había polvo por doquier, y el olor a papel viejo y magia rancia flotaba como una nube espesa. Era una librería, sí, pero una que parecía haber sido olvidada incluso por los ladrones. Los estantes crujían bajo el peso de volúmenes antiguos, algunos ilegibles, otros sellados con cuerdas o cadenas corroídas.

Hadrian no perdió tiempo. Empezó a buscar entre los estantes, apartando libros a medio deshacer, siguiendo el instinto, el leve tirón de la magia oscura que se le adhería a la piel como humedad.

“El símbolo es un triángulo, con un círculo dentro y una línea vertical que lo divide”, explicó en voz baja al niño. “Búscalo. Rápido.”

El niño asintió con timidez y se puso a buscar. Su mirada era temerosa, pero obediente. Sus manos, pequeñas y sucias, se movían con cuidado, como si temiera dañar los libros… o ser castigado por ello.

Hadrian, mientras tanto, buscaba el otro: el que no tenía nombre ni símbolo, el que sólo podía encontrarse si uno sentía su presencia.

Tardaron más de lo que esperaba. Al final, fue Naga quien lo halló.

La serpiente siseó y se deslizó por uno de los estantes altos. Su lengua se agitó una, dos, tres veces. Luego se detuvo. Rígida. Señalando.

Hadrian alzó el brazo, y el libro cayó en su mano como si lo hubiese estado esperando.

El niño lo observó con curiosidad. Ya no parecía tan asustado de Naga. Lo miraba con un atisbo de asombro.

Hadrian alzó una ceja.

“Naga… ¿vas a hacerte amiga de todos los niños que han sido maltratados? ¿O es que ahora imitas a Harry?”

La serpiente siseó, divertida.

Hadrian suspiró. Solo esperaba que el niño y Harry se llevaran bien. O, de lo contrario… Iba a tener problemas. Muchos. Porque ahora era un adulto. Y los adultos, aunque no lo parezca, no pueden quemar el mundo tan fácilmente. A menos que lo merezca.

Hadrian salió de la tienda con pasos lentos, como si el aire denso del interior aún lo envolviera. Llevaba ambos libros firmemente sujetos bajo el brazo izquierdo —uno de ellos palpitaba con una energía apenas contenida, como si su misma encuadernación odiara ser tocada por luz solar— y con la diestra depositó, con deliberada lentitud, 25 galeones en el viejo mostrador carcomido por el tiempo y las termitas mágicas.

No había nadie atendiendo. Nadie visible, al menos.

Pero Hadrian no era estúpido.

Sabía muy bien que, en ese rincón olvidado del Callejón Knockturn, las tiendas no estaban verdaderamente abandonadas. Algo—alguien—observaba desde las sombras, desde los recovecos de las paredes o el hueco entre los libros. Magia antigua, quizás, o uno de esos espectros semiconscientes que los magos imprudentes soltaban sin querer. En cualquier caso, no iba a irse sin pagar. No por principios, sino por simple sentido común.

Además, si se atrevía a robar… Naga lo sabría. Y si Naga lo sabía, tarde o temprano se lo contaría a Harry.

Y si Harry lo descubría...

Hadrian apretó los labios, disimulando una mueca. Ese maldito niño tiene demasiados principios, pensó. Demasiada conciencia. Una brújula moral tan rígida que me hace parecer un degenerado.

Claro que no era culpa de Harry ser así.

Hadrian lo había criado. Lo había formado. Moldeado desde pequeño como si fuera arcilla templada con fuego. Le había enseñado a distinguir entre lo correcto y lo necesario. El problema era que, a veces, Harry escogía lo correcto incluso cuando lo necesario le suplicaba desde el suelo.

Y esa maldita serpiente empieza a parecerse a él, añadió mentalmente, lanzándole una mirada reprobatoria a Naga, que se deslizaba sobre sus hombros con un siseo bajo y satisfecho.

La serpiente lo miró de reojo, y Hadrian supo que se burlaba de él. A su modo silencioso y escamoso.

Suspiró. El aire del callejón estaba impregnado de una humedad rancia, con olor a brea, a sangre seca y a pociones mal conservadas. En su mano izquierda, además de los libros, sostenía una cadena: del otro extremo, el niño lo seguía, descalzo, sin protestar, con la cabeza agachada y el cabello enmarañado cubriéndole el rostro.

Hadrian había olvidado, por un segundo, lo feo que era el cuerpo que habitaba. Un mago viejo, encorvado, de piel grisácea y barba como helechos secos. Los libros que había tomado lo habían emocionado tanto —tan antiguos, tan peligrosos, tan exactos en su seducción— que por un breve instante casi se había sentido joven de nuevo. Él mismo.

Pero luego el chirrido de la cadena lo devolvió a la realidad.

Y Naga también, por supuesto.

La serpiente lo miraba con una expresión… molesta. Como si le reprochara, sin palabras, que hubiera dejado al niño caminar descalzo por el polvo y la podredumbre del Knockturn.

“¿Qué?”, murmuró Hadrian en pársel, sin detenerse. “¿Ahora tú también te conviertes en la conciencia colectiva? ¿Vas a sermonearme por no vestirlo primero? ¿Quieres que te dé un pañuelo para que te seques las lágrimas de lástima?”

Naga siseó con desdén y le lanzó un pequeño golpe con la cola justo en la mejilla.

El niño parpadeó, sorprendido, pero no dijo nada. Seguía caminando con pasos pequeños, pero constantes, como si no conociera otra forma de moverse que no fuera la obediencia. Tenía el cuello marcado por donde la cadena le rozaba la piel, pero ni una queja, ni un suspiro. Apenas el leve temblor de su respiración.

Hadrian cerró los ojos un momento, exhalando con pesadez.

No puedo seguir así, se dijo. Harry me mataría. O peor: me miraría con decepción.

Y eso era imperdonable. De modo que improvisó. Y Hadrian jamás improvisaba a la ligera.

La siguiente media hora fue, en sus propias palabras, una tortura para su sentido estético y su tolerancia. Porque, claro, estaban en el Callejón Knockturn. ¿Y qué tipo de tiendas de ropa se encontraban allí?

Lencería para súcubos, túnicas negras con aberturas estratégicas para rituales oscuros, cuero que chirriaba al caminar y capas forradas en piel de criaturas mágicas ilegales. Y todas las tiendas, sin excepción, parecían tener la misma filosofía: más carne, menos tela.

Hadrian empujó al niño detrás de él cada vez que pasaban frente a un escaparate. Lo hizo girar con brusquedad cuando una maniquí encantada empezó a quitarse la bata frente a ellos.

“Por Merlín y sus pantalones de rayas…” gruñó entre dientes. “No. No, no y mil veces no.”

La tercera tienda tenía un cartel de madera medio quemado que decía “Tú pides, yo visto”. Sonaba prometedor. Y, por algún milagro, en el interior había túnicas simples. Camisas de lino. Zapatos gastados, sí, pero enteros. Ropa.

“Necesito un conjunto completo. Para un niño.” dijo Hadrian al entrar, dejando ver el oro entre sus dedos como una advertencia y una promesa.

La bruja que atendía tenía verrugas en el cuello, los dientes más amarillos que la mantequilla rancia y un ojo que no dejaba de girar como si buscara ver el alma de uno desde distintos ángulos. Al principio no se mostró muy dispuesta. Hasta que Naga silbó, deslizando su cuerpo sobre el mostrador, dejando un rastro húmedo y ominoso.

La bruja palideció. Y obedeció.

Minutos después, el niño estaba de pie sobre un pequeño taburete, con una camisa blanca demasiado grande, unos pantalones de lana que aún olían a alcanfor, y zapatos negros un poco rígidos, pero que le calzaban bien. También le pusieron una capa sencilla, con un broche en forma de luna creciente. El niño no decía palabra, pero cada tanto alzaba la vista hacia Hadrian, como si esperara que, en cualquier momento, lo obligaran a devolverlo todo.

“¿Qué?”, murmuró Hadrian. “No voy a quitarte la ropa. No soy tan idiota. Además, ya la pagué.”

El niño bajó la mirada, en silencio.

La cadena seguía en su cuello. Hadrian no la quitó. Aún no. No porque deseara mantenerlo prisionero, sino porque era precavido. Porque el niño, con esa expresión de silencio entrenado, tenía algo en la mirada que gritaba fuga en cuanto viera una oportunidad.

Después, se dijo. Después de ver a Harry.

Cuando al fin salieron de la tienda —el niño vestido, Naga satisfecha, y Hadrian con un creciente dolor de cabeza— el Callejón Knockturn parecía aún más opresivo. La luz apenas se filtraba, y la multitud era una mezcla de mercaderes oscuros, compradores desesperados y carroñeros de la magia.

Hadrian caminó con paso firme hacia la entrada al Callejón Diagon, la cadena corta, el niño a su lado, los libros ocultos bajo su abrigo y la certeza vibrante de que no podía retrasarse más.

Harry no esperaría eternamente.

Y si lo había hecho, estaría en el Caldero Chorreante, probablemente con Hagrid, almorzando.

Y si no estaba allí…

Hadrian apretó la mandíbula.

“Si no está, Naga, te juro que voy a quemar algo. Y no me importa si eso me convierte en un hipócrita.”

Naga siseó suavemente, como quien dice veremos.

Y así, con libros malditos bajo el brazo, un niño encadenado bien vestido y una serpiente exigente al cuello, Hadrian cruzó la frontera entre dos mundos. De las sombras retorcidas del Knockturn al bullicio ruidoso y luminoso del callejón Diagon, con la esperanza de no haber llegado demasiado tarde. Porque si Harry no lo esperaba…

Las cosas podían empezar a arder. Y esta vez, de verdad.

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Harry estaba sentado en la acera frente al Caldero Chorreante, las piernas dobladas contra el pecho y los codos apoyados en las rodillas, con la barbilla colgando sobre uno de ellos mientras su vista se perdía entre los pasos apresurados de la gente. El bullicio del Londres muggle le resultaba casi reconfortante, aunque su presencia ahí, entre bolsas de papel llenas de libros, túnicas dobladas con esmero y una caja alargada que guardaba su varita nueva, lo hacía sentir como un adorno extraño en una vitrina de cosas olvidadas.

Hagrid se había ido hacía rato.

“Debo entregarle esto al profesor Dumbledore, Harry. No te preocupes, sabes volver con tus tíos, ¿no es cierto?”, le había preguntado el gigante con una mezcla de seriedad y ternura en los ojos.

Harry había asentido. Claro que sabía. Sabía cómo volver a esa casa. A ese rincón triste del número cuatro de Privet Drive donde los gritos eran lo más parecido al cariño y los silencios eran castigos más crueles que las miradas de desprecio.

Así que Hagrid se fue. Y Harry se quedó. Salió del Caldero Chorreante, cruzó el umbral de la puerta mágica que lo separaba del mundo oculto, y se dejó caer en una de las bancas de madera despostillada al borde de la acera, entre dos grandes maceteros con flores artificiales que no engañaban a nadie.

Solo voy a esperar unos minutos, se dijo al principio. Hadrian dijo que estaría conmigo. Dijo que vendría a buscarme…

Cinco minutos. Diez.

Una mujer de abrigo amarillo se acercó, mirándolo con amabilidad y algo de preocupación.

“¿Estás perdido, cariño?”

“No,” respondió Harry, con la mentira más firme que pudo fingir. “Estoy esperando a mi hermano mayor.”

La mujer sonrió, pero tardó en alejarse. No se convenció del todo.

Veinte minutos. Harry se tiró al suelo, la cabeza apoyada en su mochila y las piernas cruzadas al aire. Naga, su pequeña serpiente, no estaba con él. Había ido con Hadrian. Claro. Por eso no sentía ese cosquilleo cálido y familiar en la nuca, ni ese peso reconfortante en los hombros.

Media hora.

Harry suspiró fuerte y cruzó los brazos detrás de la cabeza, mirando las nubes que se deshilachaban sobre la ciudad como jirones viejos. Quizá se olvidó. O se perdió. O me dejó solo porque está enojado conmigo por lo de Draco…

Pensar en Draco hizo que frunciera el ceño con tanta fuerza que le dolió la frente. Si él es mi alma gemela, el universo me odia. En serio. ¿Qué clase de broma es esa?

Una sombra interrumpió la claridad del cielo, haciéndolo sobresaltarse.

La puerta del Caldero Chorreante se abrió de golpe y un hombre salió, moviéndose con prisa torpe, como si buscara a alguien. Harry se incorporó de inmediato, con un reflejo aprendido a base de miedo. Iba a agarrar sus bolsas y salir corriendo, sin mirar atrás, porque ese hombre… era feo. Feo con ganas.

Tenía una nariz torcida, cejas que parecían orugas peleando entre sí, la piel como cera derretida y los dientes amarillentos que se asomaban por unos labios demasiado delgados. Vestía como un vagabundo que intentó disfrazarse de comerciante. Todo en él gritaba: ¡peligro!

Pero en sus hombros, tambaleándose con el movimiento, descansaba una figura pequeña, brillante y escamosa: Naga.

Harry se quedó quieto. Y el hombre, al verlo, se detuvo también. Su expresión —torcida y desfigurada— pareció relajarse. Suspiró con una mezcla de alivio y exasperación.

“Por Merlín, ahí estás,” murmuró, agitado, y aunque su voz era más rasposa y grave, más rota… Harry lo supo.

“Hadrian,” dijo, entre asombro y resignación.

“¿Tienes idea de la cantidad de tiempo que perdí buscándote?” protestó el hombre feo —Hadrian, reconocía esa forma de hablar, esa manera de sonar molesto aunque por debajo estuviera claramente preocupado—. “Le pregunté a Tom, revolví la mitad del Caldero y estaba a punto de llamar a los aurores. ¿Qué haces sentado como mendigo en la calle?”

Harry no respondió. Se limitó a extender las manos hacia Naga, que se deslizaba ya por su brazo, feliz de volver a él. Empezó a quitarle con delicadeza algunas telarañas que colgaban de sus escamas. Había una en forma de espiral en su cabeza que le costó despegar.

Hadrian seguía hablando, despotricando a su lado. Su voz era ruido de fondo.

Algunas personas se detenían a mirarlos: un niño con una serpiente al hombro, un hombre feo discutiendo con él. Claro que llamaban la atención. Pero Harry no se molestó en mirar a nadie. Estaba concentrado en Naga, que se enroscaba contenta en su cuello.

Fue entonces cuando lo notó.

Detrás del hombre, medio oculto por su figura deforme, había un niño. Era más pequeño que él, más delgado, con la piel cubierta de heridas mal curadas y los ojos enormes como dos pozos oscuros. Llevaba un collar de hierro al cuello. Un collar que no era decorativo ni mágico, sino real. Un grillete. Y de ese grillete, colgaba una cadena que terminaba… en la mano de Hadrian.

Harry sintió que algo en su pecho se encendía. No era miedo. Era ira. Pura, caliente, vibrante. Se levantó de golpe y, sin pensarlo, lanzó una patada con todas sus fuerzas a la pierna del hombre feo.

“¡AUCH!” gritó Hadrian, tropezando hacia atrás. “¡¿Qué demonios haces?!”

“¡Suelta eso!” gritó Harry, señalando la cadena.

El hombre gruñó algo entre dientes. El niño lo miraba con ojos grandes, esperando, conteniendo la respiración.

Harry se acercó, tomó la cadena, intentó soltarla. No pudo. El cierre era fuerte. Giró hacia Hadrian, la rabia quemándole la garganta.

“Quítasela. Ahora. O grito. O llamo a la policía. Y te meten en la cárcel por secuestrar niños, ¿me escuchas?”

El silencio fue espeso por un instante.

Hadrian suspiró. Profundo. Lento. Y murmuró con hastío:

“¿Por qué siempre tienen que ser niños? Los odio.”

Colocó la mano sobre el collar del pequeño. Este se encogió un poco, temblando. Pero con un destello de luz pálida, el hierro desapareció. El niño se llevó las manos al cuello como si aún pudiera sentir el peso, pero cuando notó que no había nada, su expresión cambió de puro desconcierto a un asomo de alegría, como si esa libertad fuera algo que nunca imaginó recibir.

“No volverán a encadenarte,” le prometió Harry, bajando la voz.

El niño lo miró con tal devoción que Harry sintió un nudo en la garganta.

Hadrian recogió las bolsas de papel que Harry había dejado a su lado. Movió una mano y todas desaparecieron en un suave parpadeo de magia.

“Las llevé a casa,” dijo con sequedad, girándose para marcharse.

Harry lo siguió, con Naga acomodándose de nuevo en su cuello. Con una mano sostenía la del niño liberado, que no dejaba de mirarlo como si fuera algo imposible.

“Eres el hombre más feo que he visto en mi vida,” dijo Harry con toda la seriedad del mundo.

Hadrian no se giró, pero gruñó entre dientes.

“No soy yo. Estoy usando otro cuerpo.”

“¿No tenías a alguien mejor? ¿O solo te alcanzó la magia para este?” preguntó Harry, sarcástico.

El hombre se detuvo. Levantó una ceja. Y luego desapareció, como si se disolviera en el aire.

Un segundo después, otro cuerpo ocupaba su lugar. Más joven. Alto, delgado, cabello oscuro y piel tersa. Atractivo, de hecho. Y, aun así, con la misma mirada irritable de Hadrian.

“¿Mejor así, princesita?”

Harry lo miró con desdén, pero no dijo nada. Porque aunque el cuerpo hubiera cambiado, la esencia era la misma. Y mientras caminaban los tres, uno tras otro, entre la multitud, él no podía dejar de pensar en lo que había hecho.

No soy violento, pensó. Pero si alguien vuelve a ponerle una cadena al cuello a un niño… lo volvería a patear sin dudarlo.

Y esta vez, no se arrepentiría ni un segundo.

Harry estaba sentado en el metro, con la espalda apoyada contra el frío respaldo de plástico y las piernas balanceándose sin tocar completamente el suelo. A su lado, el niño que Hadrian había liberado —el niño de las heridas, del collar de hierro, de los ojos enormes y silentes— mantenía las manos unidas sobre el regazo, como si esperara que alguien se las volviera a atar.

Frente a ellos, la ciudad pasaba fugaz más allá de las ventanas del vagón, convertida en ráfagas de color gris y luces parpadeantes. El tren vibraba, y el murmullo de conversaciones, anuncios por altavoz y el leve traqueteo del metal componían una sinfonía urbana a la que Harry aún no se acostumbraba del todo.

En medio de todo eso, un cono de helado se derretía en su mano.

“No entiendo por qué vamos al hospital,” susurró Harry con la boca medio llena, el helado untándose en su nariz.

Hadrian, sentado frente a él, con el cuerpo aún prestado —aunque menos feo que el anterior— lo miró con sus ojos de siempre, esos que podían vivir en cualquier rostro, pero seguían siendo suyos. Los ojos que siempre estaban cansados. Impacientes.

“Porque es necesario.”

“Pero dijiste que no ibas a dejarnos otra vez.”

“Y no lo haré. Estaré cerca.”

Harry frunció el ceño y chupó su helado, malhumorado. El dulce alivio apenas servía para disfrazar su molestia. Cuando habían salido de la calle que rodeaba el caldero Chorreante, él solo quería volver a casa y subirse a la cama a leer todos sus libros nuevos. Pero Hadrian, como siempre, tenía otros planes.

Y Harry, como siempre, no tenía voz ni voto.

Al principio, solo Harry había recibido un helado, como soborno, o consuelo, no lo tenía claro. Pero cuando vio al niño mirándolo con esos ojos que no sabían pedir nada, tragó saliva y se giró hacia Hadrian.

“¿Puede tener uno también?”

Hadrian alzó una ceja. Lo pensó. Murmuró algo como “esto es una pérdida de tiempo”, pero accedió.

Ahora, el niño lamía con timidez el helado que sujetaba con ambas manos. No lo saboreaba. Parecía estudiarlo. Como si el simple hecho de sostenerlo fuera algo que aún no se atrevía a creer.

Harry lo observaba de reojo, preguntándose, con creciente preocupación, de dónde había sacado Hadrian a ese niño. ¿Lo encontró en algún lugar terrible? ¿Se lo robó de alguien cruel? ¿Por qué tenía un collar en el cuello?

La idea de que Hadrian lo hubiera rescatado en lugar de secuestrado le parecía más lógica, pero también más aterradora. Porque eso quería decir que el mundo tenía lugares donde los niños eran encadenados, como animales.

Intentó entablar conversación, pero fue inútil. Cada vez que hacía una pregunta —“¿Tienes nombre?”, “¿Cuántos años tienes?”, “¿Has montado en metro antes?”—, el niño se encogía un poco más. Como si las palabras fueran piedras que debía esquivar.

Finalmente, el silencio fue lo único que quedó entre ellos durante el resto del trayecto.

Cuando llegaron al Hospital General de Watford, el ruido cambió. Ya no era el de los vagones metálicos ni el zumbido subterráneo del metro, sino el del aire libre, el motor de los autos, los pasos apresurados, las conversaciones sueltas, las puertas automáticas abriéndose y cerrándose.

Hadrian los tomó a ambos por la muñeca, sin decir nada más, y los guió hasta cruzar el vestíbulo del hospital. Algunos se giraron para mirarlos. Claro que lo hacían. Era imposible no notar a dos niños con una figura alta, que no parecía su padre ni su tutor, caminando con una seguridad inquietante. Más aún cuando uno de los niños tenía heridas visibles y ojos que no sabían mentir.

Se acercaron a un mostrador. Había una mujer de bata blanca, probablemente una doctora o tal vez una enfermera muy importante, escribiendo algo en una tableta. Hadrian no dijo palabra. Solo levantó una mano, giró los dedos en un movimiento que no era natural, no para los muggles, y la mujer parpadeó lentamente.

“Una habitación,” dijo él. “Privada. Silencio. Nada de preguntas.”

Y ella asintió.

Los condujeron por pasillos blancos, impersonales, que olían a desinfectante y cansancio. Harry no miraba a nadie. No quería ver las miradas curiosas o los labios que susurraban cosas cuando pasaban.

Cuando los dejaron dentro de una habitación vacía, con una ventana alta y una camilla blanca en el centro, Hadrian se giró hacia ellos.

“No se muevan de aquí. No salgan. No hablen con nadie más que con ella,” dijo, señalando a la doctora que acababa de entrar.

Harry iba a protestar. Pero Hadrian ya se había ido.

Otra vez, pensó con un suspiro. Otra vez se va.

Pero al menos no estaba solo. Se sentó en una silla pegada a la ventana, mientras la doctora se acercaba al niño y comenzaba a hablarle con suavidad. Él no respondía. Solo la miraba. Como si no supiera si debía confiar en ella.

“¿Puedo tocarte?” le preguntó.

El niño dudó. Asintió apenas. Le pidió que se quitara la camisa. El niño no se movió. Bajó la mirada. Y Harry entendió. Se levantó y se giró hacia la ventana.

“No estoy mirando,” dijo, con la voz lo más tranquila que pudo.

El sonido de la tela al deslizarse fue seguido por un suspiro contenido. Después, el susurro de la doctora al enumerar heridas que Harry no quería imaginar.

Los minutos pasaron lentos.

Entonces, sintió una presencia a su lado. Se giró y lo vio. El niño estaba a su derecha, con una camiseta nueva puesta, el cuello limpio, los brazos vendados. Estaba mirándolo.

“Gracias,” dijo. Fue un murmullo. Roto, rasgado, débil. Pero fue una palabra. Una voz.

Harry lo miró con los ojos muy abiertos.

“¿Puedes hablar? ¡Genial! Creí que eras mudo, o que no querías hablarme. Bueno, tal vez sí, pero no ahora. Pero ahora hablaste. ¡Eso es bueno!”

El niño sonrió, apenas. Pero fue una sonrisa.

“¿Cómo te llamas? ¿Si tienes nombre? ¿Te gusto el helado? ¿Has montado alguna vez en una escoba o bicicleta? ¿Sabes hablar con las serpientes? Bueno, no todos pueden. Pero nosotros sí. Ella se llama Naga. ¿Quieres acariciarla?”

El niño no respondió a todas las preguntas. Pero tampoco se fue. Se sentó a su lado. Y por primera vez, Harry no sintió que estaba hablando con una sombra.

Tenía un posible amigo. Uno real. De carne y hueso. Con heridas en la piel, pero una voz que empezaba a despertar.

Y aunque el mundo era raro, y Hadrian más aún, y la magia una cosa caótica que apenas entendía… por ahora, eso era suficiente.

La habitación del hospital era silenciosa, bañada por la luz suave que se colaba por la ventana alta. El aire olía a alcohol, vendas limpias y algo más tenue: la sensación de que, por una vez, nadie iba a hacerles daño.

Harry y el niño estaban sentados uno junto al otro, en la camilla blanca que parecía demasiado grande para dos cuerpos tan pequeños. Naga estaba sobre las piernas de ambos, enroscada de forma perezosa, su lengua bífida asomando a ratos, como si probara la paz del momento. El niño, todavía envuelto en su silencio frágil, acariciaba con timidez la espalda escamosa de la serpiente, como si esperara que alguien lo reprendiera por atreverse. Como si esperara una mano alzada.

Harry lo miraba de reojo, conteniendo la sonrisa. Va a aprender. Le enseñaré que ya nadie puede pegarle.

Estaba tan cansado que, en un parpadeo, su cabeza se apoyó contra el marco de la ventana. La luz tibia acariciaba su cabello mientras su mente flotaba, difusa y pesada. Naga no se movía, y el niño a su lado apenas respiraba. Era uno de esos silencios llenos, no vacíos. Tranquilos. Raros para Harry.

Entonces, sintió algo. Un roce suave. Como un dedo.

Abrió los ojos de golpe.

El niño lo miraba como si lo hubiera sorprendido robando. Con los ojos abiertos de par en par, llenos de miedo y culpa. Su mano aún estaba a medio camino de retirarse. Temblaba.

“Lo siento,” susurró, apretando los labios. “No quería… quería ver si tu cabello era tan suave como parece.”

Harry parpadeó, y luego soltó una risa baja. “No te preocupes. Uno de los amigos de Dudley hacía eso todo el tiempo.”

El niño no sonrió. Se veía más asustado todavía.

“¿Y… y qué pasó con él?”

Harry ladeó la cabeza. “Hadrian casi lo mata.”

La expresión del niño se volvió de piedra. Bajó la mano con rapidez. Tragó saliva.

Harry suspiró, dejando que su cuerpo se relajara otra vez. “No te asustes. No le diré.”

Eso pareció calmarlo un poco. El niño volvió a mirar a Naga, que ya estaba medio dormida.

El tiempo pasó lento después de eso. Las manecillas del reloj colgado en la pared parecían atrapadas en un bucle, avanzando apenas. La doctora no regresaba aún. Harry se había acomodado mejor contra la ventana, y aunque sus ojos estaban abiertos, su mente viajaba lejos. ¿Dónde estás, Hadrian?

Entonces la puerta se abrió.

Y con ella, la temperatura de la habitación cambió.

Era un hombre. Alto. Delgado. De piel pálida como la luna y cabello oscuro, peinado hacia atrás con una precisión milimétrica. Tenía los ojos más intensos que Harry había visto nunca. No eran rojos, pero casi. Un marrón tan oscuro que parecían absorber la luz. Como si tuvieran dentro algo antiguo. Algo peligroso.

Harry no supo por qué lo supo. Pero lo supo. Al instante.

“Hadrian.”

La figura en la puerta no sonrió. Solo asintió con la cabeza.

El niño a su lado se pegó instintivamente a Harry, como si lo reconociera también, aunque fuera por instinto. Harry no se movió. Solo lo tomó de la mano con firmeza. Su mirada no se apartaba de la del recién llegado.

“Parezco un vampiro,” murmuró.

Hadrian entrecerró los ojos. “¿Disculpa?”

Harry sonrió. “Pareces un vampiro. Pálido, elegante, da miedo. Pero bonito.”

El silencio se estiró por un segundo, y entonces Hadrian fingió una risa. “¿Bonito?” repitió, como si fuera una ofensa.

Pero Harry conocía ese tono. Esa risa. Era la misma que sonaba en su mente cuando compartían cuerpo. No necesitaba más confirmación. Era Hadrian. De verdad. Entero. Físico. Real.

Y, sin pensarlo, se lanzó hacia él.

Los brazos de Harry se cerraron alrededor de su cintura, su cara enterrada en su pecho. Hadrian no respondió de inmediato. Sus manos se quedaron flotando por un momento, como si no supiera qué hacer. Pero al final, una de ellas se posó sobre el cabello de Harry, en un gesto que fue más antiguo que cualquiera de sus palabras.

“¿Volviste?” susurró Harry. “¿Volviste de verdad?”

Hadrian asintió. “Recuperé lo que me quitaron.”

Harry se apartó solo lo justo para mirarlo a los ojos. “Entonces… ¿Sirius también? ¿Vas a sacarlo?”

Hadrian lo miró, y esta vez su voz fue apenas un murmullo. “Lo prometí, ¿no?”

El niño detrás de ellos se mantenía en silencio, mirando con una mezcla de asombro y reverencia.

Harry le sonrió. “Ven. Él no muerde. Bueno… a veces, pero a mí no me ha mordido aún.”

Hadrian resopló. “Qué manera de describirme.”

“Es la verdad,” replicó Harry, con una sonrisa más amplia.

Y en ese momento, en esa habitación pequeña de hospital, donde la tristeza y la incertidumbre habían pesado por tanto tiempo… algo cambió. Algo se encendió.

Harry ya no estaba solo. Hadrian estaba de vuelta. El niño ya no tenía collar. Y la historia que estaba a punto de comenzar era, por fin, suya. Suya para escribirla.

Con magia. Con cicatrices. Y con esperanza.

Chapter 11: Peverell

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Hadrian estaba de pie en el centro de la habitación que una vez fuera santuario de los juguetes y berrinches de Dudley Dursley. Las paredes estaban cubiertas de papel tapiz infantil que mostraba trenes sonrientes, aunque la sonrisa se estaba pelando en una esquina. La alfombra aún conservaba marcas de coches de juguete arrastrados con demasiada violencia, y el aire olía a polvo y a plástico viejo.

No es que a Hadrian, a Harry o al niño les gustara estar allí. A ninguno de los tres. Pero por el momento, esa habitación con cama rechinante y cortinas de dinosaurios era lo único que tenían.

Hadrian se sentó en la única silla decente del lugar, la espalda recta, los brazos cruzados sobre el pecho. Su nuevo cuerpo —el real, el original, el que la muerte había preservado como un amuleto sagrado— todavía no respondía del todo bien. Había pasado demasiado tiempo dormido en ese hospital mugriento y demasiado esfuerzo en recuperarlo sin alertar al mundo mágico. El escape había sido un caos cuidadosamente orquestado: el despertar de un cuerpo en estado vegetal, el pánico del personal al encontrar a otro hombre inconsciente en su lugar. Una alarma médica, dos enfermeras desmayadas, un guardia confundido, y luego… nada. Nada más que el aire del mundo exterior llenándole los pulmones por primera vez en años.

Y ahora estaba allí, de vuelta en Privet Drive.

Ridículo.

“¿Hadrian?” la voz de Harry sonó desde el suelo, donde estaba arrodillado sobre la alfombra mostrando con emoción cada uno de sus objetos escolares al niño más pequeño que ahora lo seguía como una sombra muda.

Hadrian giró levemente la cabeza, los ojos oscuros posándose sobre ellos. El niño, aún sin nombre, estaba fascinado con el frasco de escamas de dragón.

“¡Mira esto!” decía Harry, rebuscando en su bolsa como si se tratara de un cofre de tesoros. “Estos son mis ingredientes para pociones. No los huelas, algunos huelen como Dudley después de comer pescado.”

El niño no se reía, pero sí sonreía. Apenas. Como si no supiera del todo cómo hacerlo, pero quisiera intentarlo por Harry.

Hadrian cerró los ojos por un momento. Le dolía la cabeza. Demasiado ruido, demasiadas variables. No podía seguir durmiendo bajo el techo de los Dursley. Pero buscar un hogar nuevo no era tan sencillo. Necesitaba un espacio que aceptara magia, un lugar donde pudiera colocar protecciones sin alertar al Ministerio, un sitio oculto a los ojos de Dumbledore.

Cambiar galeones por libras muggles era una posibilidad, pero perderían valor. Y el tiempo apremiaba.

Una casa mágica… y discreta. Oculta. No rastreable. ¿Y cómo conseguir eso con un niño lobo, un niño elegido y sin varita?

Ah, sí. Su varita. Maldita sea. La muerte no se la había devuelto. Le había dicho que “ya la encontraría”, como si fuera una tarea doméstica. Como si buscar su canal de poder fuera igual que barrer debajo de la cama.

Hadrian chasqueó la lengua.

“¿Qué pasa?” preguntó Harry, sin dejar de mostrarle al niño un libro que tenía una cubierta que susurraba en voz baja.

“Nada,” gruñó Hadrian. “Estoy haciendo lo que mejor sé hacer: arreglar el mundo con las uñas.”

Harry lo miró por encima del hombro.

“¿No podemos usar esta casa mágica de la que hablas como escondite?”

Hadrian bufó.

“¿Y llamar la atención de Dumbledore? No gracias. Ese viejo mete su nariz donde no lo llaman. Si me ve, no solo querrá saber de dónde salí… probablemente también quiera encerrarme.”

Harry se puso de pie, un frasco en la mano.

“Entonces, ¿nos quedamos aquí?”

Hadrian negó con la cabeza. Sus ojos, esos pozos negros que ardían como carbón, se fijaron en él.

“No. Solo hasta que se me ocurra algo. No puedes quedarte aquí, Harry. Ellos te soportan porque creen que deben hacerlo, pero no te quieren. Y él,” miró al niño con una expresión menos hostil de lo normal, “no puede vivir bajo el mismo techo que Vernon sin que acabe atado de nuevo.”

Harry se encogió de hombros.

“Pero hay una cama. Y Naga duerme conmigo. No es tan terrible…”

“¿Y qué harás si un día Petunia entra y pisa a Naga?” espetó Hadrian.

Harry abrió los ojos, horrorizado.

“¡Eso no va a pasar!”

“No si salimos de aquí pronto,” murmuró Hadrian, más para sí mismo que para nadie más. Sus dedos tamborileaban sobre su muslo. Pensando. Midiendo opciones que aún no existían.

El niño se sentó en la alfombra con un suspiro apenas audible. Harry se agachó de nuevo a su lado y volvió a hablarle en voz baja, mostrándole una pluma de quien sabe dónde saco como si fuera el tesoro más raro del mundo. El niño lo miró con ojos llenos de asombro y miedo a partes iguales. Pero no se alejaba. Nunca se alejaba de Harry.

Hadrian los observó. No dijo nada. Porque, aunque nunca lo admitiría, algo se removía en su pecho. Algo pequeño. Y molesto. Algo que se parecía demasiado a ternura.

La habitación, por horrible que fuera, estaba llena de vida. Pequeña. Desordenada. Desesperadamente humana. Y en medio de eso, Hadrian se sentía… fuera de lugar. Pero también en casa. Un poco. Solo un poco. Por ahora.

Encuentra una casa. Encuentra la varita. Protege al niño. Protege a Harry. Y luego… Draco.

Siempre Draco. Hadrian cerró los ojos y dejó que los sonidos lo envolvieran: la risa de Harry, suave y llena de algo parecido a esperanza; el crujido de una página al pasar; el suspiro largo del niño, que al fin parecía respirar con más libertad.

La habitación estaba envuelta en una cálida quietud. Harry y el niño estaban sentados en la alfombra, los pies descalzos y las cabezas juntas sobre uno de los libros que Harry había comprado en el Callejón Diagon. No sabían si lo que estaban leyendo era real o una broma del autor, porque la risa contenida de ambos era tan ligera que parecía flotar en el aire, como si no quisiera perturbar la atmósfera amable que habían creado. Incluso Naga, enroscada con pereza sobre los pies de Harry, parecía estar disfrutando del momento.

Hadrian los observaba desde el borde de la cama. A pesar de la serenidad que ofrecía la escena, en su interior algo comenzaba a hervir con una incomodidad molesta.  Entonces, de golpe, lo recordó.

La tienda de túnicas.

Sus ojos se entrecerraron. El recuerdo de lo que debía haber sido el momento más importante —el encuentro entre Harry y Draco— aún no había sido mencionado. Y eso, viniendo de Harry, era raro. Era sospechoso.

Hadrian se acercó despacio, sentándose en la alfombra como si no fuera el hombre que era. Como si no arrastrara oscuridad consigo. Y con una voz deliberadamente suave, preguntó:

“Harry… ¿qué pasó en la tienda de túnicas?”

El silencio fue inmediato. Casi brutal.

Harry se tensó. Se notó en la línea de sus hombros, en la forma en que su sonrisa desapareció, en cómo el niño lobo a su lado se puso rígido, como un animal atrapado por el olor de un depredador. Y Hadrian, con su paciencia ya colgando de un hilo muy delgado, lo repitió:

“Harry. ¿Qué pasó?”

El niño lobo se arrastró hacia un rincón, como si la tensión le atravesara la piel. Tenía los ojos abiertos como platos, y Harry lo notó. Lo notó todo. Se giró bruscamente hacia Hadrian, con el ceño fruncido.

“No lo asustes,” dijo Harry, la voz baja, pero firme. “No es su culpa.”

“No estoy preguntando por él. Te estoy preguntando a ti.”

Harry se puso de pie de golpe y lo empujó con ambas manos. Hadrian apenas se movió, pero la furia de Harry fue tan inesperada que incluso Naga alzó la cabeza, alerta.

“¡Me mentiste!” gritó Harry. “¡Me engañaste! Dijiste que Draco era bueno. Que era amable. ¡Que me amaba! Pero el Draco que vi es un niño horrible. ¡Malo! ¡Burlón! ¡Engreído! ¡Detestable!”

Hadrian se quedó en silencio. No porque no tuviera palabras, sino porque todas estaban desordenadas en su garganta. El niño al que había protegido durante años, el cuerpo que compartió, la conciencia que guió… estaba insultando a Draco.

A su Draco.

Naga se movió de inmediato, deslizándose entre ambos, enroscándose alrededor de Harry como una barrera viviente. Y el niño lobo, a pesar de su fragilidad, se colocó frente a Harry con un gruñido bajo y desafiante.

Hadrian los miró. A los tres. A sus traidores.

Se obligó a respirar. No valía la pena. No iba a rebajarse. No iba a romperse por un arrebato infantil.

“Está bien,” dijo con una frialdad controlada. “Solo cuéntame qué pasó.”

Harry cruzó los brazos. Su boca era una línea de ira. Pero lo hizo. Habló.

“Entré a la tienda. Estaba vacía al principio. Luego vi a ese niño. Rubiecito. Con cara de que el mundo le debía todo. Estaba solo como yo y me empujó sin querer, o eso dijo. Yo choqué con él también. Fue un accidente. Pero me culpó. Me llamó idiota. ¡Idiota! ¡Como si fuera yo quien buscaba pelear!”

Hadrian cerró los ojos. Se veía venir.

“¿Y?”

“Y luego… le dije algo. No me acuerdo qué. Él dijo algo peor. Y... nos empujamos. Rodamos por el suelo. Entre telas. Como…. Salvajes… Madame Malkin casi se muere. Nos separaron como si fuéramos gatos callejeros, ¿Puedes creerlo?”

Hadrian se llevó una mano al rostro.

“Dioses…”

“¡No me voy a disculpar!” dijo Harry de inmediato, señalándolo. “¡Lo odio! ¡Me miró como si fuera basura! ¡Y tú me dijiste que me amaba!”

Hadrian se levantó lentamente. Parecía más sombra que cuerpo. Más decepción que enojo.

“Harry. Escúchame bien. No importa qué haya pasado. No importa qué palabras se dijeron. Él es Draco. Él es importante. Y tú…”

“No le debo nada.”

“Es tu destino.”

“¡Mi destino soy yo!” gritó Harry. “¡No él!”

Naga siseó con fuerza. El niño lobo apretó los puños. Y Hadrian… Hadrian se sintió cansado. Antiguo. Como si llevara mil años persiguiendo una idea que tal vez… no podía existir en este mundo.

Se giró hacia la ventana. Afuera, la calle era silenciosa. La noche avanzaba sin esperar a nadie.

Tal vez —solo tal vez— tendría que empezar todo de nuevo. Otra vez.

El silencio que se extendió después de los gritos fue espeso, como una neblina densa colándose entre los muebles de la pequeña habitación. Nadie se movía. Nadie respiraba muy fuerte. Ni el niño lobo, ni Naga, ni Harry se atrevían a hacer ruido. Hadrian no se giró, no habló enseguida. Solo observaba la ventana, inmóvil. Su sombra, a pesar de la luz tenue, parecía extenderse más de lo natural.

Entonces, sin mirar atrás, su voz se alzó. Baja. Dura. Inapelable.

“Te vas a disculpar cuando lo veas.”

Harry abrió la boca, dispuesto a replicar. A gritar tal vez. Pero Hadrian se giró de golpe, tan rápido, tan brutalmente veloz, que ni Naga ni el niño lobo tuvieron tiempo de reaccionar. En un parpadeo, Hadrian lo tenía sujeto por el cuello de la camiseta, alzándolo unos centímetros del suelo, haciendo que sus pies buscaran el equilibrio que le fue arrebatado.

“¡Mírame!” exigió, sus ojos clavándose en los de Harry. Eran pozos oscuros, brillantes, llenos de algo más que enojo. Había historia allí. Dolor. Locura contenida. “He vivido cosas que tú no puedes imaginar. He sangrado, he luchado, he muerto por Draco. Y si tú —tú, mocoso idiota— vuelves a arruinarlo, juro que seré yo quien tome el control. Para siempre.”

Harry, con dificultad, lo sostuvo la mirada. No lloró. No gritó. Solo susurró:

“Si haces eso, nunca volverás a ver a Éon.”

La reacción fue inmediata. Fue como un latigazo. Hadrian soltó un rugido gutural y lanzó a Harry contra la cama con tal fuerza que el colchón crujió y los resortes chillaron. Naga siseó alarmada, arrastrándose hacia su cría, enroscándose con urgencia. El niño lobo soltó un jadeo, a punto de intervenir.

Hadrian giró hacia la serpiente con la rabia aún encendida en su rostro. “Si alguien entra por esa puerta, los muerdes hasta matarlos.”

“¡No!” gritó Harry, incorporándose. “¡No le digas eso!”

Pero Hadrian ignoró el clamor. Con voz baja y venenosa, continuó hablando con Naga en pársel:

Protégelo de cualquiera. De todos. No importa quién sea. Nadie entra. Nadie sale.”

Naga dudó, su lengua oscilando con ansiedad. Pero se quedó donde estaba, envolviendo en si misma con más firmeza.

Hadrian avanzó hasta ella, la tomó bruscamente por el cuello, y la arrojó junto a Harry en la cama como si fuera un trapo. Harry gateo a abrazarla, con el corazón desbocado.

“¡Déjala! ¡Déjala, por favor!”

Pero Hadrian ya se giraba hacia el niño lobo, que intentó alejarse de él, con sus movimientos torpes por el miedo y los vendajes. Hadrian se inclinó, sus ojos ya no negros, sino teñidos de un rojo oscuro y antinatural. Una amenaza viva.

“Es hora de que me demuestres que valió la pena comprarte,” murmuró con frialdad. “Nadie con magia debe acercarse a esta casa. Si lo hacen… haces que Harry sangre. ¿Entendido?”

El niño negó débilmente, temblando. Hadrian lo tomó de los brazos y lo apretó con fuerza. “¿Entendiste?”

Cuando Harry intentó bajar de la cama, furioso, Hadrian solo lo miró. Una mirada helada, de las que detienen corazones. Harry se congeló, el cuerpo paralizado, como si su voluntad hubiera sido robada por completo.

“Obedece,” dijo Hadrian al niño. “Y no me hagas arrepentirme.”

Entonces se arregló el cabello, se sacudió la ropa y se giró lentamente, mirándolos a todos. Harry, tenso, protegiendo a Naga. El niño lobo, tembloroso, con la mirada baja. La escena perfecta del caos emocional.

Hadrian caminó hacia Harry, se inclinó junto a su rostro y le susurró con una sonrisa torcida:

“Olvídate de ver a Sirius.”

Harry sintió como si le arrancaran el aire del pecho. Sus ojos se llenaron de lágrimas al instante, gruesas y calientes, empañando su visión. Hadrian se enderezó, dio media vuelta y caminó hacia la puerta sin mirar atrás.

“Me voy. Cuando regrese… más te vale haber pensado mejor si no quieres disculparte.”

La puerta se cerró con un leve clic.

Y el silencio volvió. Pero ya no era tenso.

Era devastador.

Harry rompió en llanto. Un llanto agudo, contenido durante demasiados días. Naga siseó dulcemente, pegando su cabeza al rostro de su cría con ternura. El niño lobo se acercó, lento, inseguro. Le tocó la mano.

“Está bien,” susurró. Su voz seguía rota, pero estaba allí. “Ya se fue.”

Y así, mientras la noche caía sobre Privet Drive, tres figuras se refugiaban en la oscuridad de una habitación que nunca fue un hogar.

Hadrian cerró la puerta tras de sí con la calma meticulosa de quien sabe que ha dejado caos a sus espaldas. El pasillo estaba oscuro, silencioso. Cada paso que daba sobre la alfombra amortiguada del rellano era como el eco de una decisión ya tomada. El aire era denso, espeso, como si la casa misma contuviera el aliento.

Cuando llegó al tramo superior de la escalera, la figura pálida y temblorosa de Petunia se asomó desde la puerta del baño, probablemente rumbo a la cocina, o a asegurarse de que todo en su perfecta casa permaneciera en su lugar. Pero al verlo, se congeló.

Su rostro palideció aún más, si eso era posible, y un chillido ahogado se escapó de sus labios. Era más un sollozo contenido que un grito, como si su garganta ya supiera que no debía emitir un sonido. Hadrian no dijo nada al principio. Solo alzó una mano. Y Petunia Dursley fue levantada del suelo como si unas manos invisibles se cerraran sobre su garganta.

Se agitó, pataleó, su rostro se tornó rojo y luego morado, los dedos arañaban el aire en busca de algo, cualquier cosa, pero no había nada más que la fuerza de Hadrian, intangible y absoluta.

Se acercó a ella lentamente, con los ojos como brasas. Su voz fue un susurro, apenas audible, pero cada palabra fue un ancla de hierro.

“Escúchame, y escucha bien. No grites. No llores. No te acerques a esa habitación. No molestes a mis niños.”

Petunia parpadeó, sin aire, sus ojos enrojecidos por la presión. La desesperación nublaba su rostro.

“Si Vernon o tu repugnante hijo se atreven a entrar allí, si siquiera se les ocurre levantar la voz o alzar una mano… los mato.”

Su voz no tembló. No rugió. Fue lija fría, tallando cada sílaba con certeza.

“¿Me entendiste?”

Ella asintió como pudo, lágrimas ya resbalando por sus mejillas. Hadrian la sostuvo un segundo más en el aire, luego soltó el hechizo y Petunia cayó al suelo con un ruido sordo. No se movió de inmediato. Solo jadeaba, doblada sobre sí misma, como si quisiera hacerse más pequeña, desaparecer dentro del suelo.

Hadrian pasó por encima de ella sin detenerse.

“Regresaré tarde, tía Petunia.”

Y con eso, abrió la puerta principal. El aire de la noche lo recibió con un golpe frío que le erizó la piel, aunque en realidad, nada podía congelar el ardor de su pecho en ese momento.

No miró atrás. Caminó por la acera con paso firme, cruzó la calle, dobló una esquina, se internó en un pequeño parque abandonado y solo ahí —cuando supo que nadie podía verlo—, sacó el libro.

Era grueso, encuadernado en cuero, y en su tapa negra estaba grabado el símbolo de las Reliquias de la Muerte: el triángulo, el círculo y la línea. Lo abrió con dedos rápidos, ansiosos, pasando página tras página, buscando sin detenerse, murmurando palabras en idiomas muertos, antiguos hogares y nombres olvidados.

La luna estaba alta, y los faroles del parque lanzaban sombras largas. Hadrian se sentó en un banco de piedra, el libro sobre sus rodillas, los ojos encendidos por la rabia contenida y el peso del recuerdo. Había algo que necesitaba. Una página. Una pista. Un fragmento perdido.

Vamos, vamos… tiene que estar aquí.

El viento alzó su cabello oscuro, la noche a su alrededor parecía vibrar con una energía distinta. Todo se había salido de control: Harry, el niño lobo, Draco… Draco.

Cerró los ojos un momento. El nombre de Draco ya no era refugio. Era herida abierta.

Tenía que encontrar la respuesta. Antes de que fuera demasiado tarde. Antes de que lo perdiera todo otra vez. La página se detuvo bajo sus dedos. Y Hadrian supo que al fin, al fin, el verdadero viaje comenzaba.

Hadrian regresó a Privet Drive justo antes del amanecer. El cielo apenas comenzaba a aclararse con una luz gris y silenciosa que bañaba los tejados uniformes del vecindario. El aire era frío, y el silencio envolvía la calle como una sábana pesada. La casa número 4 dormía. Los Dursley dormían. El pequeño demonio dormía. Pero no todos en esa casa descansaban.

Naga, despierta y alerta, se mantenía enroscada junto al costado de Harry, y el niño lobo, encogido en la esquina del colchón, mantenía los ojos fijos en la puerta. Fue él quien primero detectó la magia que se acercaba a la casa, quien supo que Hadrian estaba ahí mucho antes de que los pasos invisibles tocaran el césped. La serpiente siseó en reconocimiento cuando Hadrian cruzó frente a la ventana.

Los pasos del hombre fueron silenciosos, sus movimientos tan precisos como los de una sombra entrenada. Subió las escaleras sin provocar un solo crujido y se deslizó dentro de la habitación que los Dursley le habían asignado a Harry. Una habitación que jamás había sido un hogar. Que nunca debió haber contenido nada más que rencor. Y sin embargo, ahí estaban.

Harry dormía profundamente, en el centro de la cama, una mano bajo la mejilla, la respiración tranquila. Naga levantó la cabeza al instante, sus ojos oscuros fijos en Hadrian. El niño lobo también lo miraba, con temor contenido, pero sin moverse ni emitir sonido alguno.

Hadrian alzó su varita con un gesto lento, y ambos —serpiente y niño— se tensaron. Sin embargo, el movimiento no era violento. Con un encantamiento sin palabras, Hadrian hizo que todos los objetos de Harry se agruparan con eficiencia sobrenatural. Los libros se cerraron, los frascos se embalaron, las ropas se doblaron solas, y cada cosa desapareció en miniatura dentro del interior encantado de su chaqueta. No dejó nada atrás. Nada que indicara que un niño había vivido allí.

Con la misma voz baja y cansada, Hadrian dijo en pársel:

Despiértalo.”

Naga obedeció sin rechistar. Su lengua fría tocó la mejilla de su cría. Harry se removió, gimió entre sueños, pero abrió los ojos lentamente, parpadeando con pereza.

Al ver a Hadrian, el niño se incorporó débilmente, frotándose los ojos. El niño lobo, silencioso como siempre, ya estaba de pie, sosteniéndose del filo de la cama.

“Bajen,” dijo Hadrian, su voz ronca. “Los espero abajo.”

Salió sin añadir más, dejando la puerta entreabierta. Mientras descendía las escaleras, cruzó el pasillo con paso decidido y fue directamente hacia la alacena. Abrió con cuidado la pequeña puerta bajo las escaleras y se agachó para alcanzar el compartimiento oculto. Ahí, como lo había dejado la mañana anterior, estaban las siete bolsas de galeones que había almacenado en previsión de este día. Las sacó, las guardó dentro de su chaqueta y se incorporó.

Cuando volvió al pasillo, los tres ya lo esperaban al pie de la escalera. Harry medio dormido, apoyado en el niño lobo, apenas consciente. Hadrian se quitó la chaqueta y se la colocó a Harry sobre los hombros con suavidad.

“¿Qué pasa?” murmuró Harry, con la voz cargada de sueño.

“Vamos a casa,” respondió Hadrian simplemente.

Harry asintió, como si esas palabras no significaran mucho todavía. Hadrian les indicó que esperaran allí y se dirigió de nuevo escaleras arriba.

La casa estaba silenciosa. Los Dursley dormían. Y era mejor así.

Entró primero en la habitación de Vernon y Petunia. Ambos estaban tendidos, profundamente dormidos, con los rostros distorsionados por años de rutina y amargura. Hadrian levantó su varita. Su mirada era fría. Calculadora.

Obliviate,” susurró, y con movimientos precisos, tejió los encantamientos.

Borró a Harry. Borró a Lily. Borró la magia. Y por puro placer retorcido, borró a Dudley. Les arrancó los recuerdos uno por uno, los sustituyó con otros, los distorsionó hasta que ni siquiera sus emociones originales permanecieran.

Cuando salió de la habitación, fue directo a la de Dudley. El niño roncaba, el rostro sudoroso. Hadrian se acercó con cautela, como si observara una pieza de museo. Le apuntó con la varita.

Dolorem habebis,” murmuró.

Cambió sus recuerdos. Le robó su identidad. Dejó un revoltijo de imágenes que jamás encajarían. Dudley se agitó en sueños, murmurando incoherencias. Hadrian sonrió, satisfecho. Luego, antes de irse, fragmentó la estructura de su memoria hasta que cualquier intento de curación muggle o mágica sería una odisea.

Descendió las escaleras sin prisa. Pasó por la cocina. Giró la perilla del gas, dejando que el olor metálico y acre se mezclara con el aire viciado.

En el pasillo, Harry ya estaba a punto de dormirse de pie. Hadrian se inclinó, lo tomó en brazos con naturalidad, como si pesara lo mismo que una manta. El niño lobo, obediente, abrió la puerta principal.

“Coge a Naga,” dijo Hadrian con voz suave, pero firme.

El niño asintió, recibiendo a la serpiente que se deslizó hasta sus brazos. Hadrian miró por última vez el interior de la casa. Su expresión era impasible.

Con un gesto de su varita, creó una llama pequeña, apenas una chispa… pero con magia antigua. Magia viva.

El fuego se deslizó dentro como si supiera exactamente adónde ir.

Hadrian cerró la puerta tras de sí. Selló la magia con un hechizo ilusorio que haría que la casa pareciera vacía e intacta… al menos hasta que la llamarada fuera demasiado grande para ocultarla.

Caminó unos pasos alejándose, con Harry en brazos. Tomó la mano del niño lobo. Este dio un respingo por el calor del contacto.

Y entonces, con un leve giro del cuerpo y la mente ya enfocada en el destino… desaparecieron.

Privet Drive retumbó segundos después con el estruendo de una explosión. El gas encendido devoró la cocina primero, y luego se extendió como una bestia hambrienta. Petunia gritó. Vernon rugió. Dudley chilló como un animal acorralado. Pero para entonces, ya era tarde.

La casa número 4 era, finalmente, cenizas. Y Harry Potter… se había ido para siempre.

El aire era espeso en la entrada de la antigua casa Peverell. Hadrian apenas lo notaba. Se había detenido justo después de cerrar la puerta tras ellos, los ojos clavados en la nada, el cuerpo rígido como si aún no se permitiera relajarse. Afuera, la oscuridad empezaba a ceder al amanecer, pero dentro de esa casa de piedra y madera ancestral, parecía que la noche había decidido quedarse para siempre.

No estoy loco.

Se lo repitió por décima vez, con una calma forzada. Una afirmación que no necesitaba testigos, porque era solo para él. Una especie de mantra. De talismán contra la culpa.

No estoy loco. Soy una persona muy madura. Demasiado, tal vez. He pasado por cosas que romperían a cualquiera.

Saltos entre mundos, arrastrado por magia rota y ecos del destino. Criar a Harry desde las sombras de sus mentes, protegerlo de todo, de todos. Buscar a Draco... siempre Draco, como una estela constante incluso en los peores momentos. Hadrian respiró hondo. Cada segundo de su existencia había sido una decisión difícil, una estrategia, una batalla. No estaba loco. Estaba cansado.

Claro que aparecerse con dos niños y una mamba negra desde un vecindario muggle tras incendiar una casa... quizá, solo quizá, había sido un poco impulsivo.

“Solo un poco,” murmuró para sí mismo, con sarcasmo.

El niño lobo no lo había tomado bien. Hadrian, en su supuesta sabiduría, debería haberlo anticipado. El pobre estaba desnutrido, herido y traumado. ¡Y no había comido nada más que un helado en todo el día!

Ni Harry tampoco.

Ni él.

Y como si el universo se deleitara en su desgracia, Harry despertó al final de la aparición, confundido, mareado, y vomitó directamente en su pecho.

Hadrian no tuvo tiempo de reaccionar. El niño lobo, unos segundos después, imitó a Harry. Cayó de rodillas y vomitó en el suelo, temblando por la experiencia.

Y como si fuera una cruel broma final, Naga también se sumó al desastre, deslizándose hasta sus pies y escupiendo su contenido directamente en sus zapatos.

Hubo un momento de silencio. Largo. Desgarrador.

El hedor era asqueroso. Y Hadrian... Hadrian simplemente cerró los ojos.

“Perfecto,” dijo con voz hueca. “Maravilloso. Exactamente como lo planeé.”

No era como si esperara agradecimiento. Pero un poco de respeto intestinal hubiera sido decente.

La casa ancestral de los Peverell —o lo que quedaba de ella— no era ni de cerca el paraíso que recordaban solo unos pocos. Había sido olvidada por generaciones. Oculta bajo encantamientos antiguos. Sus muros de piedra estaban firmes, pero impregnados por el tiempo. No estaba sucia, no. Los elfos domésticos que pertenecían a la línea familiar habían hecho un trabajo excelente en mantenerla limpia, aunque con un aire espectral de abandono.

Cuando Hadrian se apareció por primera vez, los elfos no lo atacaron. Lo observaron con ojos enormes y asombrados, reconociendo la sangre que latía en él como una melodía antigua.

“¡Un Peverell!” chilló uno, cayendo de rodillas. “¡Nuestro señor ha regresado!”

Hadrian había querido decirles que hicieran tanto alboroto. Pero no tuvo energía. Solo les pidió un lugar donde dejar a los niños a su regreso.

La casa lo envolvía con su memoria. Era la casa de sus abuelos. No de James y Lily. Ellos habían muerto en Godric's Hollow. Esta era la casa antes de todo eso. El origen. La raíz.

Ahora, recién bañado y con la ropa limpia —después de conjurar media docena de hechizos de limpieza sobre sí mismo y otro tanto sobre los niños— Hadrian subió al segundo piso. Su habitación estaba al extremo del ala principal, alejada de la bulla infantil.

La habitación principal estaba decorada con un estilo claramente hindú. Las paredes estaban recubiertas de sedas rojas y doradas, con bordados de flores de loto y símbolos de protección. El dosel de la cama era de madera tallada con representaciones de elefantes y tigres, y el colchón, alto y mullido, olía a incienso y a sándalo. Una lámpara de aceite ardía con magia en una esquina. Era la primera vez que Hadrian estaba en una habitación como esa. Y no le molestaba. De hecho, lo calmaba.

Pero la paz duró poco.

Un chillido bajo y seguido de un murmullo atrajo su atención. Salió de su cuarto y siguió el sonido por el pasillo. La habitación de Harry estaba más lejos, pero no era difícil encontrarla: la risa suprimida de Harry, combinada con los siseos protectores de Naga y la respiración agitada del niño lobo creaban una sinfonía muy particular.

Al entrar, Hadrian encontró la escena más desconcertante del día.

Harry y el niño estaban encorvados sobre la cama, rodeando un cofre abierto y absolutamente desbordado de joyas. Pulseras, anillos, collares, brazaletes, pendientes. Piedras preciosas de todos los colores. Algunas joyas parecían simples, otras tan elaboradas que seguramente habían pertenecido a príncipes antiguos. Naga estaba cerca, observando el contenido con los ojos entrecerrados y la lengua vibrando. Pero no parecía feliz. Estaba tensa.

Hadrian se acercó en silencio y frunció el ceño.

“¿De dónde sacaron eso?” preguntó, su voz ronca por el cansancio.

“Estaba en el cuarto de al lado,” dijo Harry, señalando una de las puertas. “Creí que era una caja vieja, pero... está llena de esto.”

El niño lobo no decía nada, solo miraba los objetos con una mezcla de asombro y miedo. Tocó con cuidado una pulsera de plata y soltó un chillido de dolor. Retrocedió al instante, apretando los dedos contra el pecho.

“¡No!” gritó Harry, alarmado. “¡¿Estás bien?!”

Hadrian se apresuró, lo tomó con cuidado por el brazo y examinó la quemadura leve que comenzaba a levantarse en la piel.

“Solo es plata,” murmuró. “Es una pequeña quemadura.”

“¡Pero le dolió!” dijo Harry, con furia. “¡Vamos a tirar todo esto!”

“No,” dijo Hadrian, firme, jalando el cofre hacia el final de la cama. Era sorprendentemente pesado. “Estas joyas no son para jugar, pero tampoco las vamos a desechar. Hay magia en muchas de ellas. Algunas pueden ser útiles.”

El niño lobo, aún adolorido, murmuró: “No fue grave.”

“¿Cómo lo subieron a la cama?” preguntó Hadrian, más para sí mismo que a ellos. “Esto pesa como un cadáver.”

Harry abrió la boca, como si fuera a decir algo… pero se quedó callado. Hadrian lo miró con recelo.

“¿Harry?”

Harry desvió la mirada y, con fingida casualidad, preguntó al niño:

“¿Cómo te llamas?”

El niño iba a responder. Hadrian lo vio. La boca se abrió, tímida, apenas un susurro…

“Ya es hora de dormir,” interrumpió Hadrian, cruzándose de brazos. “Mañana seguirán hablando.”

Harry puso cara de protesta.

“¡Pero ni siquiera tengo sueño!”

Hadrian no respondió. Hizo un movimiento con su varita para llamar a un elfo que apareció de inmediato para llevarse el cofre.

“¡Oye! ¡No—!”

Demasiado tarde. Hadrian levantó al niño lobo con ambas manos del torso con un movimiento tan rápido que el pequeño se tensó de inmediato. “Buenas noches,” dijo con tono final.

Harry cruzó los brazos mientras Naga siseaba suavemente, siguiéndolos con la mirada.

“¡No tengo sueño!” se escuchó su voz justo cuando Hadrian cruzaba la puerta.

Hadrian salió de la habitación de Harry sin cerrar la puerta del todo. Caminaba en silencio, sosteniendo aún al niño lobo con ambas manos firmemente apresadas a sus costados. El pequeño no protestaba. No se retorcía, no lloriqueaba, no intentaba soltarse. Solo se aferraba al silencio con la cabeza gacha y los hombros encogidos como si esperara un castigo inminente. Había algo dolorosamente resignado en su quietud.

Está roto, pensó Hadrian, sin rastro de emoción. Pero se puede arreglar. O al menos, moldear.

El pasillo del segundo piso se extendía frente a ellos, alfombrado en tonos oscuros, con las lámparas de pared lanzando una luz dorada y suave que hacía que las sombras se estiraran como brazos dormidos. Hadrian caminaba lento, no por amabilidad, sino por agotamiento. Su cuerpo, aunque sano, seguía siendo un cascarón apenas sostenido por la magia. Años inerte. Años de estar suspendido entre la vida y la muerte.

Y ahora tenía que cargar con dos niños, una serpiente mimada y un pasado que parecía reescribirse con cada paso que daba.

No estaba loco. Se lo repetía a sí mismo cada vez que podía.

“Soy una persona madura, razonable… estable,” murmuró con sarcasmo, casi en un suspiro, sin dirigir la palabra al niño que cargaba, aunque el pequeño se tensó ligeramente.

Después de todo, ¿qué hombre cuerdo incendiaría una casa muggle y se aparecería con dos niños y una mamba negra justo antes del amanecer?

La respuesta, claro, era él.

Hadrian había sido muchas cosas en su vida: un salvador reacio, un guerrero silencioso, un amante obsesivo, un muerto que se negaba a desaparecer. Y ahora, parecía que también estaba jugando a ser padre. O algo parecido.

Aunque técnicamente, Harry no necesita un padre. Tenía uno. Pero nadie ha dicho que no pueda necesitar algo más… algo más eficiente.

El niño lobo permanecía mudo, sin levantar la vista, como si cada paso de Hadrian lo llevara directo a la horca. Era fácil olvidar que solo tenía un poco menos que Harry. Que, si las cosas hubiesen sido diferentes, quizás hubiera estado durmiendo en una cama cálida, con un padre que le contara cuentos.

Pero la vida no había sido amable con él. Y Hadrian no pensaba serlo tampoco.

No del todo.

Ya había dado la orden a los elfos de preparar una cena ligera para ambos niños. Y a juzgar por la expresión tranquila que vio en sus rostros antes de sacarlos del cuarto, los pequeños debieron haber comido. Al menos eso. Un poco de normalidad antes del nuevo capítulo que estaban a punto de vivir.

No era que Hadrian se opusiera a que los niños se volvieran amigos. No, de hecho, esperaba que lo hicieran. Con Harry sin experiencia alguna en la amistad —más allá de Hadrian mismo, y eso era decir demasiado—, cualquier vínculo estable sería beneficioso.

Pero primero, debía establecer las reglas.

El niño lobo no había sido una elección improvisada. Hadrian había investigado, buscado, observado. Si este mundo era tan similar al suyo, entonces ciertos elementos debían repetirse. Y si Draco no iba a estar disponible tan pronto como él esperaba —gracias al pequeño demonio de Harry y su desastrosa primera impresión—, entonces era necesario un plan B.

Uno leal. Controlado. Predecible.

Y el niño lobo, con sus heridas, sus silencios y su necesidad desesperada de un lugar al cual pertenecer, era ideal.

Hadrian se detuvo frente a una puerta en el tercer piso. Empujó con el pie y entró. La habitación estaba bañada en sombras suaves. No era lujosa, pero era amplia. Había una cama perfectamente arreglada, un armario vacío empotrado en una pared, y una ventana amplia con vista al jardín trasero, por donde entraba el aroma a tierra húmeda y viento nocturno.

El dormitorio estaba más alto que el de Harry, y no por accidente. Hadrian quería que los niños estuvieran cerca, pero no demasiado. Quería fomentar la amistad, no la dependencia. Quería protección, no confabulación.

Y, sobre todo, no quería distracciones para Harry. Ya bastante complicado sería su destino como para añadirle complicidades emocionales que no pudiera controlar.

El niño lobo no protestó cuando Hadrian lo dejó suavemente sobre la cama. Se sentó de inmediato, con los pies colgando y la cabeza baja, como si esperara instrucciones.

Hadrian se cruzó de brazos. Lo estudió un momento.

“¿Sabes por qué estás aquí?”, preguntó Hadrian, con voz baja, no severa, pero tampoco cálida.

El niño tardó en asentir. Muy lentamente, sin alzar la mirada.

“¿Porque te compré?”, murmuró Hadrian, ladeando un poco la cabeza. “¿Porque nadie más quiso hacerlo? ¿Porque no valías lo suficiente para vivir?”

Un temblor recorrió el cuerpo pequeño, pero no hubo respuesta.

“No quiero que pienses que estás aquí por caridad,” continuó Hadrian, con un tono que se endureció ligeramente. “Ni porque me gustes. No soy tu salvador. Y tú no eres especial.”

Alguien más podría haber considerado crueles esas palabras, pero Hadrian no. El mundo era más cruel. Más violento. Más despiadado. Él estaba simplemente preparando al niño para sobrevivirlo.

“Estás aquí porque sirves para algo. Porque te necesito.”

El niño levantó la cabeza apenas un poco, lo justo para mirarlo a la altura de la clavícula.

“¿Para qué… me necesita… señor?”, preguntó. Su voz era apenas un hilo. Rasposa. Con un deje de esperanza oculta que Hadrian se propuso destruir.

“Para proteger a Harry.”

El niño parpadeó. Confuso.

“Él no tiene amigos. Nunca ha tenido uno. Ha vivido con monstruos, casi tanto como tú. Aunque los tuyos eran más ruidosos y los de él más hipócritas. La diferencia es superficial.” Una pausa. “Así que tú vas a convertirte en su amigo. Vas a estar con él, a su lado. Vas a escucharlo cuando hable, vas a reírte de sus bromas, y si alguien se atreve a levantarle la voz, tú le vas a arrancar la garganta.”

El niño tragó saliva. Esta vez no fue miedo lo que apareció en su mirada. Fue algo más profundo. Instintivo. Como si las palabras de Hadrian hubiesen despertado un reflejo latente.

“Y si fallas, si le haces daño, si lloras cuando él necesita que seas fuerte…” Hadrian se inclinó hacia él, los ojos brillando con un fulgor casi animal. “Yo lo sabré. Y tú te vas a arrepentir.”

Hubo un largo silencio.

“¿Entiendes?”

“Sí,” respondió el niño, con un susurro ronco.

Hadrian por fin se reclinó hacia atrás, los brazos cansados, y le dio un par de palmadas torpes en la cabeza, como si esa fuera su versión de consuelo. No lo era.

“Bien. Porque no estás en una jaula. Pero si no cumples con tu propósito, volverás a una. Tal vez no como donde te tenían, pero igual de fría y no habrá nadie que logrará sacarte de ahí.”

El niño no respondió. Ni un asentimiento. Pero Hadrian vio cómo sus dedos se cerraban con fuerza sobre el borde de la colcha. Lo había escuchado. Y lo había entendido.

“En cambio, si haces eso bien… si no fallas… tendrás más que un cuarto y comida caliente. Tendrás una familia.”

Hubo un silencio breve. Hadrian suspiró. El cuerpo le pesaba. Cada paso, cada palabra, parecía reclamarle años de estar dormido, quieto, ausente.

El niño lobo seguía sentado sobre la cama. No se había movido. Seguía en la misma posición en la que lo había dejado: espalda recta, piernas colgando, las manos apretadas contra sus muslos y la vista clavada en él, expectante.

Una chispa, una diminuta y temblorosa llama de esperanza ardía en esos ojos que lo seguían sin parpadear.

Hadrian la reconoció al instante. Era la misma que había sentido él durante años. El mismo anhelo ciego. Esa hambre que no era de pan, ni de afecto inmediato, sino de algo mucho más profundo: pertenencia.

Ser de alguien. Ser para alguien. Sentirse real.

Él también había querido una familia. Aún la quería, aunque lo negara cada vez que su reflejo se atrevía a cuestionarlo en el espejo. Los Dursley le habían enseñado a sobrevivir, pero no a vivir. Los Weasley le ofrecieron afecto, pero siempre desde la periferia. Un invitado. Un amigo cercano. Jamás un hijo. Y Draco… su Draco hermoso, altivo, indomable… había sido la promesa más brillante y más rota de todas.

Pero ese mundo ya no existía. Había muerto con su cicatriz, con su nombre. Aquí, él era Hadrian. Y si este universo era una segunda oportunidad, entonces no pensaba desperdiciarla.

Él tendría su familia. Y Harry también.

Caminó hasta el centro de la habitación. La alfombra bajo sus pies era gruesa y tejida con motivos florales hindúes, ocres y terracotas. Todo el cuarto había sido decorado con una elegancia sobria, tejidos bordados, aromas de sándalo, y la calidez de madera oscura. No era un cuarto de niño. No todavía. Pero lo sería.

El niño lo miraba aún, tenso, esperanzado. Como si aquella chispa en su pecho estuviera a punto de volverse fuego o ceniza.

Hadrian se detuvo frente a él. No sonrió. Nunca lo hacía si no era necesario.

“Esta es la casa Peverell,” dijo en voz baja, sin intención de sonar ceremonial, pero había algo definitivo en su tono. “Por razones obvias, no puedo presentarme al mundo con mi antiguo nombre. No soy Hadrian Potter aquí. Y tú tampoco puedes llamarme Harry. Ya hay un Harry y aun no puedo tomar su identidad.”

El niño frunció el ceño. Una arruga infantil, genuina. Confusión que trataba de esconder, pero que lo traicionó.

Hadrian se inclinó un poco, sin perderlo de vista.

“La razón por la que no te dejé responder la pregunta de Harry sobre tu nombre,” continuó, “es porque a partir de ahora, serás un Peverell. Igual que yo.”

Los ojos del niño se agrandaron. El temblor se detuvo. El silencio que siguió fue profundo.

“Serás mi hijo.”

Y entonces el niño habló, su voz agrietada pero firme, como si estuviera haciendo uso del último retazo de valor que le quedaba.

“Ya tengo un padre.”

Hadrian rió. No un sonido alegre. Era seco, cruel, como si escupiera un recuerdo viejo. Se acercó más y lo tomó del mentón, con los dedos fríos y apretados.

“No tienes familia,” murmuró, y lo obligó a levantar el rostro. “Perteneces a mí. Te compré. Ahora serás mi hijo. Y aprenderás a obedecerme. A respetarme.”

El niño tembló. Las cicatrices que Hadrian pudo ver ahora, a tan poca distancia, cruzaban su mejilla como hilos torcidos, testigos mudos de transformaciones sin poción. La licantropía se notaba en el brillo de sus ojos marrones, en ese aro dorado que destellaba cuando captaba la luz desde ciertos ángulos.

Hadrian le soltó el rostro, pero no suavizó la expresión.

“No voy a forzarte a quererme,” dijo con frialdad. “No me interesa tu amor. No es un requisito.”

Paseó la vista por la habitación, volvió a cruzarse de brazos.

“Dime tu nombre.”

El niño tragó saliva. “Lucas…”

“Tu nombre,” repitió Hadrian, sin levantar la voz.

“Lucas Eliah M—”

El golpe no fue físico, pero el tirón de cabello sí lo fue. El niño gimió de dolor, la cabeza echada hacia atrás, las manos alzadas para intentar protegerse, sin atreverse a tocarlo.

“¿Tu nombre?” rugió Hadrian.

“¡Lucas!” gritó el niño con desesperación.

Hadrian lo soltó con desprecio. El niño cayó de espaldas sobre la colcha, con la respiración agitada. Lágrimas en los ojos, pero ninguna palabra más.

El silencio pesó como plomo. Luego Hadrian caminó hacia el armario. Abrió uno de los cajones. Sus dedos buscaron hasta que encontraron lo que querían: una pequeña cadena de plata, ornamentada y simple.

No fue al azar. Nada en Hadrian lo era.

Volvió a la cama y sin decir una palabra, colocó la cadena sobre la muñeca del niño. Bastó el contacto.

El alarido rompió el aire. El niño se retorció, tratando de quitarse el objeto. El metal ardía, como si le estuviera quemando la piel desde dentro. El llanto no se hizo esperar. Suplicaba. Gritaba. Prometía. Lloraba.

Hadrian no lo miraba con odio. Pero tampoco con compasión. Lo observaba como si estuviera esperando que algo se rompiera dentro de él. Algo inútil.

“Dime tu nombre,” ordenó una vez más, con voz grave, mientras sostenía la cadena unos segundos más.

“¡Lucas Eliah! ¡Por favor!” gritó el niño.

Hadrian le apretó la cadena en todo su delgado brazo.

“¡No! ¡No más! ¡Ahhh! ¡P-Peverell! ¡Peverell!” gritó el niño al fin, desgarrado, con la voz hecha trizas.

Hadrian se detuvo y lo soltó. El cuerpo pequeño se encogió, jadeante, empapado de lágrimas y sudor, los labios temblando, el pecho subiendo y bajando con fuerza.

Hadrian se inclinó hacia él, lo tomó otra vez del mentón, pero ahora con menos fuerza. A esa distancia, pudo ver el cambio. Algo se había roto, sí. Pero algo nuevo también estaba tomando su lugar.

“¿Cuál es tu nombre?” susurró, con voz baja, como un secreto.

El niño lo miró, los ojos abiertos de par en par, el aro dorado titilando con lágrimas.

Hadrian acercó los labios a su oído. “Dev… Peverell.”

El niño, temblando, tardó un momento. Pero lo dijo. En un susurro ronco, apenas un soplo: “Dev… Peverell.”

Hadrian sonrió. Esta vez de verdad. Lo envolvió con los brazos y lo sostuvo contra su pecho. Como un padre. Como un dueño. Como alguien que había ganado.

“Así es,” murmuró. “Dev Peverell. Mi hijo. Mi amado hijo.”

El niño lloraba todavía. El llanto no había cesado. El cuerpo seguía sacudido por el dolor, la humillación, el miedo. Pero Hadrian no le prestó atención. Le acarició la espalda, los rizos húmedos. Lo sostuvo con ternura, como si no lo hubiera torturado segundos antes.

Como si el dolor fuera parte necesaria del nacimiento.

Y lo era. Porque Dev ya no era un niño sin nombre. Ya no era un cachorro abandonado.

Ahora tenía un dueño.

Una casa.

Un propósito.

Una familia.

Aunque le costara sangre. Aunque doliera. Aunque no lo hubiera pedido. Había nacido de nuevo. Y Hadrian, el que un día fue Harry Potter, sonreía por fin.

Notes:

¿Opiniones?
Tengo dudas en continuar con la historia 🥺 porque no se si les gusta o no...

Chapter 12: ¿Cruce la línea?

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

La habitación estaba envuelta en sombras suaves, doradas por la luz que se filtraba entre las cortinas entreabiertas. Afuera, Londres se hundía en la quietud de un atardecer invernal, pero dentro de Grimmauld Place, todo ardía de calor, de vida, de amor.

Harry respiraba lento, profundo. El cuerpo de Draco descansaba sobre el suyo, piel contra piel, aún tibios del esfuerzo, del deseo satisfecho. El sudor en sus frentes se había secado, pero el aroma de su encuentro flotaba todavía en el aire como una ofrenda: almizcle, fuego, hogar. La sábana cubría a medias sus cuerpos enredados, y Draco, con su mejilla apoyada sobre el pecho de Harry, trazaba círculos suaves con la yema de un dedo sobre la piel marcada por pecas, cicatrices… y besos recientes.

No hablaban, pero no hacía falta. El silencio entre ellos era denso, lleno. Era el tipo de silencio que solo se construye entre dos personas que ya no necesitan palabras para decirlo todo.

Harry entrelazó los dedos con los de Draco, como si con ese gesto pudiera anclarlo a él, al momento, al mundo. Su pulgar acarició el dorso pálido de la mano de su novio, y sintió, como un eco, la seguridad de que ahí, en esa cama, en esa casa, en ese instante… no faltaba nada.

El trabajo había terminado temprano ese día. Un lujo. Draco lo había esperado fuera de su cubículo de auror, con su bufanda gris y una sonrisa indolente que a Harry le había robado el aliento. Cenaron en un restaurante pequeño, con luces cálidas y vino dulce, y luego caminaron tomados de la mano por calles heladas hasta desear, casi con desesperación, volver a casa.

Y en cuanto cruzaron la puerta, no se contuvieron. Ni palabras. Ni promesas. Solo bocas, manos, gemidos y la certeza compartida de pertenencia.

Draco fue el primero en romper el silencio, mucho después, cuando el cielo se había tornado violeta tras la ventana.

“¿Te has fijado lo rápido que nos pasa el tiempo cuando estamos así?”, murmuró, su voz gruesa por el sueño, vibrando contra el pecho de Harry.

Harry sonrió, besando su cabello. “No lo pienso. No quiero pensar. Solo quiero quedarme así.”

Hubo una pausa. Draco giró un poco el rostro, lo suficiente para que Harry viera sus ojos, claros, intensos, más suaves de lo que el mundo solía merecer de él.

“¿Alguna vez pensaste en cómo se llamarían?”, preguntó de pronto, con voz baja y ronroneante. Su aliento cálido le acarició la clavícula.

Harry giró el rostro hacia él, confundido al principio. “¿Quiénes?”

“Nuestros hijos.”

La pregunta lo tomó por sorpresa. Era la primera vez que Draco hablaba del tema sin bromas a medio camino. Pero esa vez, aunque sonriera, había algo más detrás. Una ternura profunda. Un anhelo sin máscaras. Harry tragó saliva, su corazón dio un salto involuntario.

“No… no realmente. No pensé que tú…”, murmuró, pero no pudo terminar. Draco levantó la cabeza y le dio un beso en el mentón.

“Quiero una familia contigo, Harry.”

La frase no fue una confesión tímida. Fue una verdad firme. Una semilla plantada en tierra fértil.

Harry dejó de respirar por un instante.

“¿Una familia?”, repitió, apenas un susurro.

Draco asintió, apoyando ahora su barbilla en el centro de su pecho.

“Sí. No quiero esperar a que el mundo deje de girar. No quiero hacerlo cuando estemos demasiado viejos, o cuando ya no quede nada. Lo quiero ahora. Contigo… ¿Y tú?”, preguntó Draco. “¿Querrías una familia conmigo?”

Harry lo miró como si le hubieran entregado una constelación entera en la palma de la mano. No había esperado esas palabras. No aún. No tan pronto. Pero las sintió verdaderas. Las sintió suyas.

“Lo quiero todo contigo,” dijo con una sonrisa rota de emoción. “No sé cómo hacerlo, pero si estás tú… lo intento.”

Draco rio. Esa risa suya, elegante y libre, como el chasquido del fuego.

“No necesitamos saberlo todo ahora,” dijo. “Solo podemos empezar. Imaginarlo. Pensar en nombres, por ejemplo.”

Harry alzó una ceja. “¿Nombres?”

“Para nuestros hijos.”

La idea fue tan repentina que Harry se rió, más nervioso que burlón.

“¿Vamos a tener hijos ahora mismo?”

“No, pero dime que no te lo has imaginado.” Draco lo miró con esa expresión suya que combinaba ternura y arrogancia. “Al menos una vez.”

Harry se sonrojó. No dijo nada.

Draco lo tomó como una victoria.

“Bien. Entonces,” continuó, divertido, “hay una tradición en mi familia, como bien sabes, de nombrar a los hijos según constelaciones. Pero yo no quiero eso.”

“¿No?”

“No. Quiero romper con eso. Quiero crear algo nuevo contigo. Y pensé que podríamos hacer lo opuesto. En lugar de mirar al cielo, podríamos mirar hacia tus raíces. A la tierra.”

Harry frunció el ceño, sin entender. “¿Mis raíces?”

“La familia Potter,” explicó Draco, como si fuera obvio. “¿Sabías que tu linaje tiene raíces mágicas de la India? Muchos siglos atrás. Por eso algunos de los primeros nombres de tu árbol familiar eran de origen sánscrito. No se usan desde hace generaciones. Tu bisabuelo se llamaba Aahan. Significa amanecer. Y el hermano de tu tatarabuelo se llamaba Devendra.”

Harry parpadeó. Esa información lo sorprendió, pero al mismo tiempo lo conmovió. Siempre había sentido que no pertenecía del todo a los Potter, que solo era un nombre heredado sin raíces reales. Saber que había historia… que Draco se había tomado el tiempo de investigar… lo desarmó.

“No tenía idea.”

“Lo sé,” dijo Draco, acariciándole el mentón. “Pero yo sí. Me tomé la libertad de investigar. Lo mereces. Merecemos traer eso de vuelta.”

Draco hizo una pausa, como si se saboreara la idea, y luego dijo, con voz baja, como un conjuro:

“Dev.”

“¿Dev?”, repitió Harry, sintiendo cómo el nombre le recorría los huesos. “¿Qué significa?”

“Dios. Luz. Poder. Significa muchas cosas. Me gusta la fuerza que tiene. Y es corto. Potente, pero en nuestra historia… será el nombre de nuestro primer hijo.”

Harry no pudo hablar. El nombre le pareció tan hermoso, tan redondo, tan lleno de todo lo que le había faltado en la vida, que solo pudo asentir. Ya lo amaba, a ese niño que no existía. Ya podía verlo correr por los pasillos de Grimmauld Place, reír, caer, levantarse. Un niño con los ojos de Draco. O los suyos. O ambos. Da igual.

Sería suyo.

Sería de los dos.

Draco se inclinó y lo besó en la frente. “Dev Potter,” murmuró.

“No,” corrigió Harry, con una sonrisa suave. “Dev Malfoy-Potter.”

Draco rio otra vez. “Malfoy primero, ¿eh?”

“Solo en este caso.”

El calor era perfecto. La luz, tenue. Todo olía a hogar. A lo que nunca habían tenido y que, de algún modo, habían construido.

El sueño empezó a deshacerse sin que Hadrian lo notara. Como un encaje delicado rasgado por los bordes.

El calor se desvaneció. El cuerpo de Draco desapareció. El tacto se volvió bruma. El nombre Dev, que aún colgaba en el aire como una oración, se quebró en un suspiro.

Y Hadrian abrió los ojos.

Solo.

El techo era distinto. Más alto. De piedra. El aroma no era el de la piel de Draco, sino el de una casa vieja, desconocida, con velas consumidas y aire seco.

Su respiración era errática. Un jadeo ahogado escapó de su garganta. Le tomó un momento recordar dónde estaba. Quién era. Qué había hecho.

No era real. Draco no estaba aquí. No volvería. Hadrian se acomodó en la cama. Temblaba.

El sonido fue lo primero que se filtró en su mente. No la luz. No el frío de la habitación, ni siquiera el sabor amargo que le cubría la lengua. Fue el golpe seco, repetitivo, que no pertenecía a su sueño.

Toc. Toc. Toc.

Al principio, Hadrian no lo comprendió. Creyó que era parte del recuerdo que aún lo abrazaba. Tal vez el ruido de pasos en la planta baja, o algún eco lejano de aquella tarde en Grimmauld Place. Se aferró a esa ilusión con los ojos aún cerrados, intentando volver, atraparlo, como si simplemente al cerrar más fuerte los párpados pudiera arrancar del mundo real los hilos rotos de aquel instante donde el calor de Draco, el peso de su cuerpo, la risa contra su cuello, aún eran verdad.

Pero el golpe continuó.

Toc. Toc. Toc.

Y entonces vino la voz. “Hadrian.”

Su nombre, repetido con una constancia monótona, casi como una letanía, llegó a través de la puerta como un hilo tirante que empezó a tensar su pecho.

“Hadrian.”

Una pausa. Otro golpe.

“Hadrian.”

Cada sílaba retumbaba con un tono agudo, joven, fastidiosamente insistente, como solo un niño podía lograrlo. Y aunque su cuerpo quería quedarse bajo las sábanas, como si su piel aún pudiera conservar el eco del recuerdo, Hadrian sintió cómo algo dentro de él se encogía, algo más antiguo que el cansancio, más oscuro que la melancolía. Era la aceptación, lenta y punzante, de que aquello no era real. Que nunca lo había sido, salvo en su mente.

La habitación en la que se encontraba era vasta y silenciosa, ajena. Los altos muros de piedra estaban cubiertos de tapices oscuros y estanterías. Una chimenea vacía, testigo de tiempos mejores, se alzaba en la esquina. No había restos de vino dulce ni ropa tirada por el suelo. No olía a Draco, ni a hogar, ni a deseo. Solo a abandono y madera envejecida.

“Hadrian.”

La voz era más firme ahora. Los golpes también.

Toc. Toc. Toc.

Por casi dos minutos enteros, Hadrian intentó ignorarla. Enterró el rostro en la almohada, apretó los dientes, dejó que la desesperanza lo invadiera como una marea. Pero la constancia era invencible. Y más que eso, fue la certeza la que lo obligó a moverse.

Draco no estaba ahí. Ese sueño no volverá. Esta es la realidad.

Se sentó con movimientos lentos, cada articulación protestando con el esfuerzo. Su cuerpo parecía tan cansado como su alma. Se frotó el rostro con ambas manos, presionando las cuencas de los ojos hasta ver luces danzantes detrás de los párpados. Después, con un suspiro que parecía arrancado del fondo de su pecho, se puso de pie.

Avanzó hasta la puerta con el andar de quien marcha hacia la ejecución.

Al abrirla, lo primero que vio fue el pasillo. Estaba iluminado por la tenue luz de las lámparas encantadas que flotaban cerca del techo, proyectando sombras largas y ondulantes. Y ahí, parado junto a la puerta, estaba Harry.

Harry tenía una expresión impaciente, aunque no molesta. Solo... insatisfecha. Como si su curiosidad fuera un animal hambriento que aún no había recibido su ración del día.

Sin saludar, sin esperar invitación, sin siquiera mirarlo a los ojos, Harry cruzó el umbral con naturalidad, como si fuera su casa, como si todo le perteneciera por derecho de nacimiento.

“Siempre quise saber cómo es esta habitación,” dijo en voz alta mientras daba una vuelta sobre sí mismo. “La casa tiene demasiados rincones cerrados. Esta es la única parte que nos faltaba ver...”

Mientras hablaba, se dirigió directamente a los estantes, tocando libros viejos con dedos inquietos, deslizando la mirada por los muebles, pasando incluso al baño anexo como si lo llamara la idea de encontrar algo prohibido. Luego fue hacia el armario, lo abrió sin permiso y examinó el contenido con una mezcla de diversión y juicio.

“Esto es tan tú,” murmuró, más para sí que para Hadrian. “Oscuro, aburrido... viejo.”

Pero Hadrian ya no lo escuchaba. Su mirada había quedado fija en el pasillo, más allá de la figura invasiva de Harry.

Porque ahí, de pie frente a la pared, con los hombros encogidos y la mirada clavada en el suelo, estaba Dev.

El niño no decía nada. No se movía. Su cabello, oscuro y despeinado, se alborotaba igual que el de Hadrian en las mañanas difíciles. Su ropa estaba en orden, pero había una tensión en su pequeño cuerpo, algo contenido, contenido... como si temiera romper algo con solo respirar.

Hadrian sintió un tirón en el pecho. Un reflejo visceral, animal.

Sin pensarlo, su brazo se alzó hacia él.

Y en un segundo, Dev fue atraído a su cuerpo con una fuerza brusca, como si el contacto fuera lo único que lo mantenía de pie. Hadrian lo abrazó, torpe, rígido, más un acto de posesión que de ternura, pero con tanta emoción contenida que el aire pareció volverse denso entre ellos.

Dev no protestó. Pero no se relajó.

El abrazo se volvió incómodo casi de inmediato. Hadrian lo notó. Lo sintió en los músculos tensos del niño, en la forma en que su pequeño pecho apenas osaba moverse. Aun así, no lo soltó. Simplemente lo separó un poco, pero mantuvo sus manos firmes sobre sus hombros. Como si soltarlo fuera sinónimo de perderlo para siempre.

“¿Has dormido?” preguntó con voz baja, sin cambiar el tono, como si esa intimidad brusca fuese parte de la rutina.

Dev asintió con la cabeza, sin levantar la mirada.

El silencio que siguió fue más fuerte que cualquier grito. Era el tipo de vacío que Hadrian detestaba. El que dejaba espacio para pensar, para sentir, para recordar.

Y entonces algo se rompió en él.

Su agarre se endureció. No mucho. Apenas un gesto. Pero fue suficiente para causar dolor.

Dev no hizo mueca. Pero sus ojos, enormes y celestes, se llenaron de un brillo que Hadrian reconoció de inmediato: ese reflejo tembloroso de quien no quiere llorar, de quien ya sabe que hacerlo no servirá de nada.

En voz muy baja, casi un siseo, Hadrian se inclinó hacia él.

“Te he hecho una pregunta,” dijo. “Espero una respuesta.”

Dev tragó saliva. Su voz fue un susurro seco, quebrado. “Sí…”

Hadrian alzó una mano, le tomó el mentón con firmeza. El gesto, sutil, tenía la fuerza de una amenaza disfrazada de atención.

“¿Sí, qué?”

El niño titubeó. Sus ojos parecían a punto de desbordarse, pero no lo hicieron. Solo bajó aún más la voz, como si temiera que las paredes lo escucharan.

“Sí, padre.”

Y como si esas dos palabras bastaran para sanar una herida invisible, Hadrian sonrió. Una mueca breve, fugaz, como un rayo que ilumina solo para mostrar lo oscuro que está todo.

“Me alegra mucho escuchar eso.”

Soltó su rostro con delicadeza calculada y, con las manos aún en sus hombros, lo giró y lo hizo entrar a la habitación.

Harry, que ya se había cansado de curiosear, estaba sentado en una esquina de la cama, con una pierna cruzada sobre la otra, apoyando el mentón en una mano. Observaba la escena con un interés callado, los ojos verdes brillando con una mezcla de intriga y algo más difícil de descifrar. Tal vez sorpresa. Tal vez una punzada de incomodidad que no sabía dónde colocar.

Hadrian no dijo nada. No explicó.

Solo empujó con suavidad a Dev hacia la habitación, como si todo lo anterior no hubiera ocurrido. Como si las palabras, el dolor, el gesto rígido y el afecto deformado fueran simples detalles en una mañana cualquiera.

“¿Dónde estamos?”

Hadrian no respondió de inmediato. Caminó con lentitud hacia uno de los ventanales cubiertos por cortinas pesadas de lino oscuro. Corrió una ligeramente. Afuera, la bruma matinal se posaba como una manta sobre los jardines, espesando los contornos de la tierra y cubriendo las ramas con humedad plateada. La mansión se sentía aislada, vieja, tranquila… y olvidada.

“La Mansión Peverell,” respondió finalmente, con un dejo de solemnidad que parecía nacerle del pecho.

Harry frunció el ceño. El nombre no le sonaba como algo que debía conocer. “¿Qué es un Peverell?”

Hadrian soltó una breve risa, seca como un chasquido. Se volvió hacia él con una ceja alzada. “No ‘qué’, Harry. ‘Quién’.”

Harry parpadeó, luego asintió, reconociendo la corrección sin molestarse. “Bien. ¿Quiénes eran los Peverell, entonces?”

Hadrian se alejó del ventanal, cruzando la habitación con calma. Se detuvo frente al armario de puertas altas, de roble tallado con filigranas antiquísimas que habían sido borradas en partes por el tiempo. Abrió una de las puertas. Dentro, los ropajes colgaban perfectamente alineados por color y textura, cuidados con una dedicación que solo los elfos domésticos sabían ofrecer. Los tonos eran profundos: granates oscuros, azules noche, verdes musgo y negros suaves. Y muchos, sorprendentemente, de estilo hindú —kurtas bordados, pantalones dhoti, chaquetas sherwani con botones de hueso—. No era lo que Hadrian solía usar.

Revisó en silencio, sin comentar nada al principio. Luego, mientras deslizaba los dedos por una tela de lino marfil, habló.

“Eran una antigua familia mágica. Una de las primeras. Tres hermanos que, según la leyenda, burlaron a la Muerte y crearon las Reliquias. Pero no son leyenda. Existieron. Su linaje sobrevivió en ramas dispersas. Una de ellas son los Potter. Otra, más directa, somos nosotros.”

Harry, aún en la cama, lo miraba con los ojos entrecerrados, como si intentara atar todos esos nombres a recuerdos viejos y vagas menciones en libros polvorientos. “¿Nosotros? ¿Tú y yo?”

Hadrian asintió mientras sacaba un conjunto de kurta azul profundo con detalles en hilo plateado. Dudó apenas un segundo antes de llevárselo al perchero. “Tú y yo. Aunque la línea de los Potter se entrelazó con la sangre Peverell de forma más lejana. La nuestra... es más directa. Esta casa les perteneció. Nos pertenece.”

Mientras hablaba, se giró a mirar a Harry con un destello curioso en los ojos.

“¿Te vistieron los elfos esta mañana?”

Harry alzó ambas cejas, luego miró su propia ropa: pantalones de lino claro, una túnica corta sin mangas con cuello bordado y un chal tejido colgando del hombro izquierdo. Todo tenía una estética hindú refinada, elegante y ligera.

“Sí,” respondió encogiéndose de hombros. “Entraron al amanecer. Uno me trajo esto y me dijo que el desayuno estaría listo en cuanto quisiéramos. Me quedé con esta ropa porque era cómoda.”

Hadrian asintió y murmuró algo para sí. Luego, volvió a mirar las prendas del armario. Finalmente eligió el conjunto azul y comenzó a cambiarse con gestos eficaces. Aunque no estaba acostumbrado a ese estilo, no se sentía incómodo. Quizá, pensó, si Harry y Dev llevaban ese tipo de ropa, sería natural que él también lo hiciera. Conformidad por unidad. Uniformidad por familia.

“Entonces vayamos a desayunar,” dijo en voz baja mientras abotonaba el último cierre.

Harry bufó, poniéndose de pie sobre el colchón con energía juvenil. “¡A eso íbamos! Pero cuando nos dimos cuenta de que no estabas, vinimos a buscarte.”

Hadrian lo miró de reojo. Hasta entonces, no se había percatado de que Dev seguía de pie, quieto junto a la puerta, casi como una estatua olvidada. El niño no se había movido, ni había hablado, ni había mostrado reacción alguna a la conversación. Sus manos pequeñas estaban entrelazadas frente a su abdomen, y su mirada seguía clavada en el suelo, como si no se atreviera a mirar a nadie.

Con un suspiro, Hadrian se acercó a Harry y, sin pedir permiso, lo tomó por la cintura y lo bajó de la cama. Harry protestó, medio indignado.

“¡Puedo hacerlo solo!”

Hadrian solo le dio una mirada, breve pero significativa. “Lo sé.”

Y con eso, abrió la puerta y salió de la habitación. Se volvió a mirar a Dev.

“Vamos, Dev. No te quedes atrás.”

La reacción fue inmediata. Como si la voz de Hadrian activara un resorte, Dev dio un paso rápido hacia ellos. Pero antes de que pudiera decir algo, Harry ya lo miraba con una sonrisa de medio lado.

“¿Dev? ¿Ese es tu nombre?”

El niño asintió con la cabeza, rápido. Pero luego, como si recordara que eso no bastaba, respondió con voz baja, rasposa de timidez.

“Sí...”

“¡Genial!” dijo Harry con entusiasmo, como si acabaran de compartir una contraseña secreta. Dev no respondió más, pero un leve calor se encendió en sus mejillas.

Hadrian, en cambio, no dijo nada. Iba caminando a paso constante, pero su atención no estaba en ellos. La casa lo envolvía. Las paredes desnudas lo recibían con ese vacío deliberado que él mismo había solicitado a los elfos: “Quítenlos todos. Todos los retratos.” No quería ojos ajenos en su hogar. Ni antiguos patriarcas juzgándolo, ni ancestros opinando en voz baja desde los marcos. Solo silencio. Piedra. Historia muda.

Fue Harry quien los guió hasta el comedor. Su andar era vivaz, confiado. Sabía exactamente a dónde ir.

“Exploré todo en cuanto desperté,” dijo mientras empujaba las altas puertas dobles de roble. “Los salones son enormes, y encontré una biblioteca que da miedo de lo grande que es. Y hay un ala entera con vitrinas cerradas. ¡Y los jardines! ¡Desde mi ventana vi un estanque con nenúfares gigantes!”

El comedor estaba bañado por una luz tibia que entraba a raudales desde los grandes ventanales, donde las cortinas semitranslúcidas filtraban el sol de la mañana como si fueran velos finos de seda. La mesa, larga y de madera antigua, estaba puesta con sencillez elegante: platos de porcelana con bordes dorados, cubiertos pulidos, y vasos altos que reflejaban destellos dorados. Los elfos domésticos habían hecho todo con una delicadeza exquisita, preparando un desayuno abundante y colorido que esperaba pacientemente bajo la mirada curiosa de los tres.

Harry, instalado en una silla alta, no tenía ni un gramo de calma en su cuerpo. Sus dedos tamborileaban sobre la mesa con ritmo frenético mientras su voz, clara y rápida, llenaba el espacio con un torrente incesante de palabras. Sus ojos verdes brillaban con esa mezcla de excitación y asombro que tenía cuando descubría algo nuevo.

“¿Sabías que esta casa tiene más de trescientos años? Bueno, eso dijeron los elfos, y yo creo que es verdad porque las paredes son enormes, y el techo, ¡ese techo! Tiene unas vigas que parecen tan viejas que juraría que podrían contar mil historias si pudieran hablar,” dijo Harry, sin dar respiro a Hadrian ni a Dev.

Hadrian asintió apenas, pero no logró interrumpir el aluvión de palabras que le caía encima. Harry ni siquiera había tocado su plato. La tostada con mermelada brillaba intacta, el huevo revuelto parecía que se iba a enfriar y la fruta seguía tan fresca y sin una mordida como cuando la pusieron.

“Además, el pasillo de entrada es enorme, con esas lámparas de cristal que brillan como si tuviesen fuego dentro,” siguió Harry, moviendo las manos con entusiasmo. “Y hay un salón donde hay una chimenea tan grande que podrían sentarse tres personas dentro sin apretarse. ¿Crees que esa chimenea funcionaba con magia? Porque no me parece que fuera solo leña.”

Hadrian frunció ligeramente el ceño, pensando en cómo responder sin interrumpir la corriente. Intentó abrir la boca para aclarar algo, pero Harry ya continuaba, como si hubiera un motor que lo empujara a no detenerse jamás.

“Y los elfos —oh, los elfos son maravillosos—. ¿Sabías que ellos limpiaron todo la noche pasada? Y que usan polvo encantado para que no quede ni una mota de polvo, ni un solo pelo en las alfombras. ¿Crees que también pueden preparar la comida con magia? Porque el desayuno está delicioso. ¿Tú crees que hay más elfos? ¿Dónde estarán cuando no los vemos?”

Hadrian escuchaba con paciencia, sintiendo el calor familiar de la voz de Harry, ese torrente vital que le recordaba a su propia juventud. Dev, sin embargo, permanecía más retraído, sentado en un extremo de la mesa, los hombros encorvados en un gesto instintivo de protegerse del mundo.

Cada vez que Hadrian le dirigía una mirada o una palabra, el niño se encogía, como si el contacto lo hiciera más pequeño, menos visible.

“No tienes que tener miedo, Dev,” dijo Harry en una voz baja, suave, pero el niño solo bajó la vista, dejando que el silencio ocupara su espacio.

“¿Dónde están los dormitorios de los demás? ¿Hay uno para Dev? Porque hasta ahora solo he visto el tuyo y el mío, Hadrian, y el mío es enorme y con esa ventana que da al jardín. ¿Sabes? El jardín es increíble. Tiene árboles con hojas de colores que nunca había visto, y flores que cambian de forma y de olor. ¿Tú has visto eso? ¿O es cosa de los Peverell?”

Hadrian se limitó a asentir lentamente, pensando en la dificultad que había tenido para acostumbrarse a esa mezcla de cultura y magia tan rica y exótica que habitaba la mansión.

“No dejes que se te enfríe el desayuno,” le advirtió con suavidad, dirigiéndose primero a Harry y luego mirando a Dev, quien apenas había tocado el pan ni la fruta.

Harry bufó, llevándose una cucharada de mermelada a la boca sin perder el ritmo.

“Sí, sí, ya sé, pero es que tengo que contarte todo. ¿Crees que esta mansión tendrá pasadizos secretos? Porque siempre he querido encontrar uno, pero nunca he tenido suerte. ¿Sabes si los Peverell tenían alguno? ¿Y cómo era su vida aquí? ¿Tenían fiestas? ¿O era todo muy aburrido como tú?”

Hadrian se tomó un momento para respirar antes de responder, aunque sabía que no podría decir mucho antes de que Harry retomara el vuelo.

“Los Peverell eran una familia antigua, como ya te dije. Y esta casa tiene secretos, aunque no tantos pasadizos como imaginas. Más bien, son espacios escondidos donde la historia y la magia se entrelazan. Pero las fiestas... bueno, en tiempos antiguos había celebraciones, pero ahora la mansión es más un refugio. Un lugar para reconstruir.”

Harry hizo un gesto de frustración juguetona, como si el silencio de Hadrian fuera un muro que debía derribar.

“¿Y la biblioteca? ¿Cuántos libros hay? ¿Habrá alguno con hechizos olvidados? Porque quiero aprenderlos todos. ¿Y tú? Lees mucho ¿No? ¿Qué has encontrado aquí que te haya sorprendido?”

Dev, por su parte, alzó la vista solo un momento para añadir con voz tenue, casi un susurro: “Vi un libro... estaba en un estante alto. Tenía dibujos de símbolos raros. Parecía antiguo.”

Hadrian volvió a mirar al niño, esta vez con una expresión más suave, casi protectora. Pero Dev, al sentir la atención, volvió a agachar la cabeza y se encogió un poco más.

Harry, imparable, seguía soltando preguntas, encadenándolas como cuentas en un collar.

“¿Tú crees que Naga volverá pronto? ¿La viste hoy? ¿Y la gente que vivía aquí antes? ¿Había otros niños? ¿Jugaban en el jardín? ¿Cómo era la mansión cuando aún estaba llena de vida? ¿Y qué es lo que más te gusta de este lugar?”

Hadrian se permitió una sonrisa, pese a que la energía inagotable de Harry lo agotaba un poco. Era imposible no sentir cariño por esa pasión desbordante que lo empujaba a querer conocerlo todo de un solo golpe.

“Me gusta que es un lugar donde podemos estar seguros, donde la magia tiene raíces profundas. Y me gusta que tú y Dev formen parte de esta historia ahora,” dijo con calma, mientras tomaba un sorbo de té que apenas había tocado.

Harry, sin embargo, ya estaba en otra pregunta, otra observación, otro descubrimiento.

“¿Podríamos plantar más flores en el jardín? ¿Qué te parece si hacemos un lugar solo para las mariposas? ¿Sabías que en algunos jardines mágicos las mariposas tienen colores que cambian con la luz? ¿Crees que podríamos tenerlas aquí?”

Dev se animó a mirar a Harry esta vez, sus ojos pequeños llenos de una tímida admiración. Levantó una mano con cautela y dijo: “Me gustaría ver mariposas...”

Hadrian observaba la mesa con la mirada quieta, apenas moviendo los dedos alrededor de la taza que aún desprendía un leve vapor. El sol matutino entraba por los ventanales del comedor, cubriendo la larga mesa con un fulgor cálido y engañoso. Frente a él, los platos estaban casi vacíos, excepto uno: el de Dev. El niño no había comido ni la mitad de lo que se le había servido.

Hadrian frunció el ceño, tan apenas. No era hambre lo que Dev no tenía, era miedo. Una retraída tensión que le fruncía los hombros, que lo hacía parecer aún más pequeño de lo que ya era. Comía como si cualquier movimiento brusco pudiera condenarlo. Como si incluso la cuchara fuera un arma peligrosa.

Es el que menos ha comido. Otra vez, pensó Hadrian con un dejo de irritación contenida. Y ya ha pasado más de un día. No puede seguir con ese miedo latente. No con nosotros.

Su mirada se desvió, brevemente, hacia Harry. El contraste era casi violento.

Harry hablo con entusiasmo desbordado, moviendo las manos mientras mascaba al mismo tiempo, sin detenerse ni para respirar. Su voz era un hilo constante que llenaba el comedor con historias sobre puertas secretas, habitaciones que no sabía para qué servían, tapices encantados, y un pasillo que, según él, se “movía un poquito” cada vez que pasaba cerca. Dev, sentado a su lado, lo escucho con los ojos muy abiertos, asintiendo de vez en cuando, respondiendo en susurros tímidos que apenas alcanzaban a rozar el aire.

Tal vez Dev necesitaba más tiempo con Harry. Tal vez el calor del otro niño lograra deshacer el hielo que él, Hadrian, jamás iba a derretir por completo. Después de todo, apenas se habían conocido el día anterior.

Los elfos entraron entonces a retirar la mesa. El repiqueteo de los platos se mezcló con el tintinear de las tazas al chocar entre ellas, y Harry se inclinó para decirle algo a Dev, en voz baja, como si compartieran un secreto que solo ellos podían entender. Hadrian lo permitió por un instante. Luego levantó la voz, lo justo para imponerse al ruido del servicio:

“Les tengo una sorpresa.”

El tenedor de Harry cayó con un leve tintineo contra el plato vacío. Los ojos verdes se alzaron de inmediato, redondos como botones de jade. Dev parpadeó, sin moverse, los hombros encogidos como si esperara un golpe.

La emoción estalló en el rostro de Harry. Se enderezó sobre la silla, se giró hacia Hadrian y empezó a lanzar preguntas como una tormenta en miniatura.

“¿Qué es? ¿Dónde está? ¿Tiene que ver con magia? ¿Es un animal mágico? ¿Podemos tocarlo? ¿Tiene dientes? ¿Brilla en la oscuridad? ¿Nos va a hablar? ¿Es grande o pequeño? ¿Nos vamos a enseñar a montar una escoba?”

“Harry,” interrumpió Hadrian con un tono paciente, sin severidad pero firme. “Respira. No vas a descubrirlo así.”

Harry infló las mejillas, visiblemente ofendido, pero se calló lo justo para escuchar.

“Hoy les voy a enseñar magia compulsiva.”

El entusiasmo de Harry titubeó un poco. Sus cejas se juntaron, confusas. “¿Magia… qué?”

“Compulsiva,” repitió Hadrian, más despacio esta vez. “Es algo que necesitas aprender antes de llegar a Hogwarts.”

“¿Por qué? ¿Qué tiene de especial?” preguntó Harry, ladeando la cabeza.

“Porque habrá magos allí que intentarán usarla contigo.”

Eso le bastó. Harry no entendió del todo, pero el tono de Hadrian era lo suficientemente serio como para no insistir más. Asintió con la energía recuperada y, sin esperar otra indicación, bajó de su asiento con un pequeño salto.

Hadrian se levantó. Dev no se movió.

“Ven, Dev,” dijo Hadrian, sin mirar atrás.

Harry se acercó al niño y le tomó la mano con naturalidad. “Vamos. Es una sorpresa, ¿recuerdas?”

Dev dudó. Pero fue la sonrisa de Harry lo que rompió su inercia de miedo. No podía decirle que no. No con esa sinceridad en el rostro, no con esa emoción sin doblez.

Caminaron por el pasillo, los tres. El jardín trasero los recibió con césped fresco y perfectamente cortado, los árboles alineados con una precisión casi antinatural, como si toda la naturaleza estuviera obedeciendo una regla invisible.

Harry quiso buscar a Naga en cuanto sintió el aire libre en la cara, pero Hadrian lo detuvo con un gesto.

“Ella vendrá sola.”

Harry bufó, pero obedeció.

Hadrian se colocó al centro del jardín. El viento agitó apenas su cabellera negra, revelando por debajo la cicatriz de su frente. Los niños se colocaron frente a él. Harry con los brazos cruzados, expectante. Dev con los brazos pegados al cuerpo, quieto.

“Empezaremos contigo, Harry,” dijo Hadrian.

La primera prueba fue ligera. Un hilo tenue de magia, apenas una insinuación. Hadrian no quería enseñarle magia compulsiva. Quería que la sintiera, que su instinto la reconociera, que su cuerpo la rechazara antes de que su mente pudiera comprenderla. Pero Harry no lo entendía. Después de dos intentos suaves, el niño frunció el ceño, molesto.

“¿Estás jugando? Dijiste que era magia real.”

“Lo es,” respondió Hadrian.

“Entonces hazlo con Dev. Quiero ver que funcione.”

El silencio cayó como una piedra. Dev dio un paso atrás, los ojos enormes. Negó con la cabeza, pero sus pies no se movieron más.

Hadrian no sonrió. No debía. Aunque por dentro, lo hacía.

Harry lo miraba con expectación. Hadrian asintió. Caminó hacia Dev, lento, sin que el aire cambiara.

Dev respiraba con dificultad. El miedo se le pegaba a la piel como sudor helado. Los ojos rojo como la sangre espesa de Hadrian lo sostenían en el sitio, como clavos invisibles.

La magia compulsiva lo envolvió como una cuerda. Invisible, densa, amarga. Dev gimió, sus piernas temblaron, su espalda se curvó hacia atrás.

“Resiste,” dijo Hadrian, sin emoción. “Recházala.”

Pero Dev no podía. El lobo dentro de él gruñía, forcejeaba, pero era como una chispa frente a una tormenta. Hadrian aumentó la fuerza. El niño gritó, ahogado. La magia lo llenaba como un veneno que no podía escupir. Cada intento de Dev por resistirse era respondido con más peso, con más presión.

Cuando Hadrian sintió que el cuerpo del niño empezaba a quebrarse, terminó el hechizo. Dev cayó y Hadrian lo atrapó antes de que tocara el suelo, lo alzó con facilidad. El niño se desmayó contra su pecho, inconsciente, la piel húmeda y las pestañas vibrando aún.

“¿Está bien?” preguntó Harry, alarmado.

“Está débil,” dijo Hadrian con fingido pesar. “Deberá ser entrenado.”

Harry lo miró, con miedo. Sabía cómo entrenaba a Naga. Y ahora pensaba en Dev, en el miedo de sus ojos que nunca se iba.

“No quiero que lo lastimes,” murmuró Harry.

Hadrian se inclinó un poco, su voz grave, suave.

“Si no lo hago, los que lo encadenaron volverán. ¿Quieres eso?”

Harry apretó los labios. Lo recordó. Recordó todo, la cadena pesada, el collar de hierro y las cicatrices que aún no desaparecían. Y negó con la cabeza, con dolor.

“No…”

Hadrian le acarició la cabeza con la mano libre, la otra aún cargando el cuerpo del niño lobo.

“Eres un buen niño, Harry.”

Y se alejó del jardín, con Dev en brazos, mientras el eco de su propia mentira seguía retumbando en el pecho del niño que lo amaba sin entender lo oscuro que podía ser.

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El despacho todavía olía a barniz fresco y pergamino antiguo. No era amplio, pero sí profundo, con paredes que absorbían la luz como si quisieran quedársela para siempre. Las estanterías de ébano, incrustadas con finas runas doradas que brillaban sutilmente bajo el parpadeo de los faroles flotantes, comenzaban a alinearse contra los muros bajo la dirección de un pequeño elfo doméstico de túnica azul medianoche. El techo estaba encantado para imitar un cielo nocturno tormentoso, con nubes que se arremolinaban en silencio, densas y lentas como pensamientos pesados.

Hadrian, de pie frente a una de las estanterías, sostenía un volumen antiguo de cubierta negra. Sus dedos recorrían el lomo con una familiaridad reverente, como si reconociera en cada grieta la memoria de su propósito. Su mirada, intensa pero relajada, pasaba de un libro a otro, decidiendo con precisión dónde colocarlos. Algunos eran tomos que había sustraído silenciosamente de la biblioteca principal, otros eran adquisiciones personales de títulos que el Ministerio consideraba peligrosos o simplemente inadecuados para el acceso común.

“Más a la izquierda,” indicó en voz baja al elfo sin mirarlo, señalando un estante superior. “Quiero que esta sección quede reservada para la restauración de magia primaria y sistemas de anclaje vital.”

El elfo, diligente, asintió sin emitir sonido alguno y levitó el conjunto de libros con movimientos ágiles y medidos. La atmósfera era tranquila, sí, pero no pacífica. Era el tipo de silencio que se sostenía con la tensión de algo contenido, algo que apenas respiraba debajo de la superficie. Como un murmullo que aún no se atrevía a hacerse voz.

Entonces, la puerta se abrió.

No bruscamente, pero con una energía que no era delicada. Los pasos de Harry no eran fuertes, pero sí determinados. La madera del suelo crujió apenas cuando cruzó el umbral, y Hadrian, sin girarse, supo de inmediato lo que traía con él.

Impaciencia. Frustración. Y algo más fino, más punzante: desconfianza naciente.

“Te llevaste a Dev hace horas,” anunció Harry, con una voz que intentaba sonar casual pero que traía la presión de quien ha buscado sin hallar. “Ya vi toda la casa. Caminé los jardines. Naga me llevó hasta la fuente que se hunde sola… No lo encontré.”

Hadrian, aún de espaldas, sonrió para sí. Una sonrisa sin luz.

“Está descansando,” respondió con calma, como si eso bastara.

Harry, que ya se había acercado a uno de los muebles laterales, empezó a tocar objetos sin pedir permiso. Una pluma con punta de obsidiana. Una pequeña brújula de hueso que giraba sola, incluso en la quietud. Un marco sin imagen.

Sus dedos se posaron sobre un objeto plateado con runas azules que chispeaban como si algo dentro quisiera salir. Lo levantó para verlo mejor, y Hadrian se giró entonces, cruzando el espacio entre ellos con la lentitud de quien no tiene apuro… pero posee el poder del tiempo a su favor.

“No juegues con eso,” le dijo suavemente, y tomó el objeto de sus manos con una precisión tan gentil que no parecía una corrección, sino una caricia disfrazada.

Harry hizo un puchero. Su ceño se frunció apenas. “Quiero ver a Dev,” repitió.

Hadrian lo observó un segundo en silencio, sosteniendo el objeto que acababa de quitarle, antes de volver a dejarlo en su lugar con exactitud matemática.

“Está descansando,” insistió, sin alterar el tono.

Harry parpadeó, molesto. El rechazo de la respuesta encendía algo dentro de él. Algo que lo impulsaba a exigir, a gritar… pero entonces ocurrió.

Chas… chas.

Un sonido suave, tenue, como de uñas rasgando tela o de algo diminuto moviéndose dentro de su ropa. Harry se congeló. Sus ojos se agrandaron apenas, y sus hombros tensos temblaron con una contención involuntaria. Hadrian lo percibió al instante. Lo escaneó con la mirada, cada músculo, cada microexpresión… era suyo para descifrar.

Con pasos casi silenciosos, se acercó hasta tenerlo enfrente. Se inclinó hacia él, su voz más baja que nunca, apenas un susurro que rozó el cuello del niño.

“¿Qué es eso?”

Harry negó con la cabeza de inmediato. No lo miró. Sus ojos se quedaron clavados en el suelo, fijos, como si pudiera fingir que no había pasado nada.

“Harry…” repitió Hadrian, más cerca. Su voz descendió hasta lo que parecía un murmullo de viento entre lápidas. “¿Qué escondes?”

Y esta vez, Harry lo miró.

El verde de sus ojos, abierto e inocente, se enfrentó al rojo oscuro que lo observaba con una intensidad casi inhumana. No había furia en Hadrian, ni reproche. Solo una curiosidad gélida y lenta. Una paciencia afilada.

“Estaba lastimado…” susurró Harry al fin. “Y solo. No tenía a nadie.”

Hadrian parpadeó con lentitud, una vez.

“Solo será hasta que se sane,” añadió Harry, con una voz más firme, como si justificara algo que aún no entendía del todo.

Hadrian estiró una mano abierta.

Esperó.

Harry, con cierta renuencia, metió la mano en el bolsillo de su kurta. Sacó con cuidado una ardilla diminuta, con una oreja herida y los ojos cerrados en agotamiento. Estaba envuelta en un pañuelo, y su pequeño pecho subía y bajaba con la fragilidad de una hoja bajo la lluvia.

La depositó en la palma de Hadrian.

Hubo un instante de suspensión.

Hadrian la observó con detenimiento, como si estuviera leyendo un texto invisible en su pelaje. Luego, alzó la mirada a Harry.

“Es una gran responsabilidad.”

“Seré responsable,” dijo Harry sin dudar, apretando los labios.

Hadrian le sonrió entonces. Una sonrisa amable. Casi cálida. Como el sol tras la lluvia. Como una promesa. Le devolvió la ardilla.

“Gracias,” dijo Harry, con una felicidad súbita, pura, que le iluminó el rostro.

Hadrian se enderezó.

“Ve y pídele a uno de los elfos que te ayude a crearle un nido,” le indicó. “Uno cómodo y seguro.”

Harry lo abrazó, espontáneamente, con fuerza, como si no supiera cómo agradecer con palabras lo que sentía.

“Gracias por dejarme quedármela.”

“Corre,” dijo Hadrian con una leve risa, y lo observó alejarse, entusiasmado, sin sospecha.

Lo siguió con la mirada hasta que desapareció por el pasillo.

Y entonces su sonrisa cambió. Ya no era cálida. Ni amable. Era una sonrisa que se dibujaba con bisturí. Una sonrisa que no era para ser vista por niños. Una sonrisa que tenía una idea.

Volvió hacia el elfo sin mirar directamente, sus dedos reposando en los lomos de los libros recién organizados.

“Pon un registro mágico en la sala norte. Silencioso. Que no se note si se cruza. Y que responda a mi sangre, nada más.”

“Sí, amo Hadrian,” murmuró el elfo.

“Y trae la jaula del sótano,” añadió, como si hablara del té de la tarde. “La más pequeña. Que se limpia sola.”

Y siguió organizando los libros, como si nada hubiese ocurrido. Como si no acabara de hacer sonreír a un niño que, sin saberlo, acababa de cederle otra llave.

Una más.

Una puerta más abierta.

Una voluntad más entre sus dedos.

Notes:

🥰 Sus comentarios son los que me han motivado a continuar y salir de mi bloqueo 😔

Presten mucha atención a las cosas que Harry toca en el estudio de Hadrian 🙊🙈

Chapter 13: Por favor, septiembre apresúrate en llegar

Summary:

Finjamos que todo esta escrito en ingles 😉

Chapter Text

Los días en la mansión Peverell avanzaban con una calma engañosa. Para un espectador externo, todo parecía en orden: los jardines siempre bien cuidados, los elfos corriendo eficientemente de un lado a otro con tareas asignadas al detalle, y dos niños que se supondría deberían ser motivo de risa y juegos. Pero Hadrian sabía —oh, cómo lo sabía— que esa imagen era tan superficial como la primera piel de una serpiente antes de mudar. Bajo la superficie, todo estaba tensado como un arco. Y él era quien sostenía la flecha.

Había días, incluso dentro de su propia calma calculada, en los que se sentía agotado. Exasperado. Absorto en pensamientos que lo arrastraban a épocas donde nada era tan pesado. En esos momentos, su mente solía divagar hacia Éon, preguntándose cómo estaría, si el hechizo de protección aún mantenía a su ángel protegido, si los rumores del incendio en la casa de los Dursley ya habían llegado a oídos de Dumbledore. Pero apenas se permitía pensar en ello. Porque Dev no se lo permitía.

El niño lobo se había convertido en una sombra constante. No por presencia, sino por resistencia. Era… distinto. No se trataba de berrinches ni chillidos ni pataletas absurdas. No era como Harry, que al despertar ya estaba hablando con tres elfos a la vez, decidiendo entre una kurta verde jade o una camisa de lino con bordados dorados mientras los pobres seres mágicos trataban de mantenerle el ritmo de pensamiento y movimiento. Harry era… energía pura, viva, vibrante. Su presencia se sentía antes de que llegara, como una corriente de aire nuevo que abría ventanas y desordenaba todo con su alegría inconsciente.

Harry tenía una rutina muy suya. Todas las mañanas, sin excepción, tocaba la puerta de su habitación con el mismo ritmo caprichoso de siempre —tres golpes rápidos, una pausa, dos más suaves—. Y si Hadrian no contestaba, simplemente entraba. A veces en silencio, otras con una risa traviesa, pero la mayoría de las veces lo hacía lanzándose sobre él con su pequeño cuerpo y cubriéndolo con un abrazo pegajoso de sueño y calor infantil. Hadrian no dormía mucho. Casi nunca, en realidad. Pero ese momento, ese instante entre su insomnio y la interrupción diaria de Harry, le recordaba que existía una ternura posible, aunque se sintiera lejana.

Y luego estaba la escoba. Había sido una idea simple: darle una para mantenerlo entretenido, para alejarlo de su estudio, para no tener que escuchar cada diez minutos su voz curiosa preguntando por runas, libros o aquel frasco en el estante más alto que nadie debía tocar. Pero ahora Harry se había vuelto adicto a la maldita cosa. Volaba por los jardines, por los pasillos, por el comedor si no lo atrapaban antes. Solo con amenazas reales —como aumentar sus horas de estudio de historia mágica o prohibirle el postre— lograba hacer que se bajara de la escoba y pusiera los pies en la tierra.

Hadrian también amaba volar. Pero pensar en ello… en alzar el vuelo… le traía recuerdos. Y Draco. Siempre Draco. Su dragón. Su aire. Su cielo.

No era que no quisiera pensar en él. Es que cuando lo hacía, sus pensamientos se volvían pesados. Melancólicos. Oscuros.

Y ya tenía suficiente oscuridad con Dev.

El niño… el niño era una constante fuente de tensión. No por lo que decía —porque no decía mucho— ni por lo que hacía —que era poco—, sino por lo que representaba. Dev no gritaba. No corría. No armaba escenas. No irrumpía con carcajadas ni juegos ni preguntas infinitas como Harry. No. Dev era distinto. Observaba. Resistía. Y en esa resistencia, Hadrian encontraba el tipo de desafío que lo agotaba de una forma que ni siquiera las guerras le habían enseñado.

Todo había empezado con el primer entrenamiento.

Hadrian no lo llamaba entrenamiento. No, eso era demasiado simple, demasiado vulgar. Él le decía “formación”. Porque formar implicaba moldear. Domar. Guiar. Romper lo que no servía y construir algo nuevo, mejor. Dev necesitaba eso. Porque había sido encadenado, sí. Porque había sido herido. Pero también porque dentro de su alma aún vivía un animal desconfiado y violento que, si no era contenido, destruiría incluso aquello que lo amaba.

La primera vez, el niño se negó a obedecer. Con terquedad absoluta, con el rostro levantado, los ojos encendidos de rabia, gritó que no era su hijo y que estaba loco. Y luego escupió al suelo, con una mirada cargada de desprecio que ningún niño de su edad debería tener. Hadrian no se inmutó. No por el insulto. No por el escupitajo. Sino porque vio en ese gesto algo de sí mismo. Algo de Draco. Algo de la guerra.

Y eso lo enfureció.

Lo tomó del brazo y lo obligó a arrodillarse, a escuchar, a sentir. Le habló con voz baja, sin gritos, sin violencia física. Pero con palabras medidas, cortantes como navajas.

“Soy tu padre. Soy quien te salvó. Y vas a respetarme.”

Dev lo miró con el mismo fuego en los ojos, pero no habló más. No en voz alta. No al menos durante esa sesión.

En la segunda sesión, el niño no dijo una sola palabra. Ni siquiera cuando Hadrian lo obligó a repetir los mismos movimientos una y otra vez bajo compulsión leve. No se quejó. No gritó. No lloró. Hasta que Hadrian notó que algo estaba mal. Que el niño… sangraba por la boca. Se había mordido la lengua, tan fuerte, que un hilo rojo oscuro le corría por el mentón.

Ahí Hadrian suspendió el entrenamiento. No porque sintiera culpa. Sino porque entendió el mensaje.

Dev no se iba a romper fácilmente.

La tercera vez fue diferente.

Había preparado un entorno controlado. Una sala sin ventanas, con muros de piedra y una temperatura cuidadosamente manipulada. Ni fría ni caliente. Neutra. Como él. Y allí, bajo su voz y su hechizo, Dev empezó a ceder. Empezó a escuchar. A repetir los movimientos. A sostener la mirada sin temblar.

Y cuando pensó que el niño al fin había comprendido el lugar que ocupaba, probó algo más fuerte.

Un Crucio. Breve. Preciso.

El cuerpo del niño se arqueó, pero no gritó.

No gritó, pero si se desmayó.

Y al inclinarse para levantarlo, Hadrian vio lo que ocultaba en la mano: un alfiler. De plata. Se lo había clavado en la palma. Para mantenerse consciente. Para resistir la compulsión.

Había astucia en ese niño. Una fuerza bruta envuelta en silencio. Una mente que aún creía que podía ganar.

Hadrian se quedó un largo rato observándolo, inerte en sus brazos. Le limpió la frente. Le retiró el alfiler con delicadeza. No dijo nada. Solo pensó.

Eres fuerte. Demasiado. Pero yo tengo paciencia.

Paciencia, poder. Por ahora, eso era suficiente.

Y Dev… Dev aprendería. Quisiera o no.

La sexta sesión empezó con un silencio que pesaba más que cualquier hechizo. No hubo palabras, no hubo advertencias, no hubo amenazas. Solo la puerta de piedra cerrándose a espaldas de Dev, el sonido hueco y definitivo del encierro. La sala era la misma: sin ventanas, sin relojes, sin salida visible. Un escenario inmutable. Los muros de piedra, fríos pero no gélidos, mantenían la temperatura en ese punto muerto que Hadrian prefería. Nada debía distraer. Ni el calor. Ni el frío. Solo el vacío.

El niño, apenas de pie, estaba demacrado. La piel bajo sus ojos parecía más oscura de lo normal, como si la tristeza y el miedo hubieran dejado un tatuaje indeleble allí. Los hombros encogidos, los brazos cruzados de forma inconsciente sobre el pecho, como si intentara protegerse de algo que ya lo había atravesado mil veces.

Hadrian no dijo su nombre.

En vez de eso, extendió su brazo y le entregó la varita. Una varita real, no una imitación de entrenamiento ni una rama encantada. Madera negra, runas talladas a mano. Poder auténtico en bruto. Una reliquia entre las manos de alguien que no sabía conjurar ni un Lumos. Dev la miró como si fuera una serpiente enroscada, un objeto con vida propia. Aceptarla fue un acto de obediencia silenciosa, casi mecánico.

“Inténtalo”, dijo Hadrian con voz calma, sin emoción. Ni dura ni suave. Solo neutra, como la habitación misma.

Dev no respondió. Solo asintió levemente. Un movimiento tan pequeño que cualquiera lo habría pasado por alto. Pero Hadrian no pasaba por alto nada.

Durante la primera hora, no ocurrió nada. Ni una chispa, ni una vibración. Dev agitaba la varita con torpeza, los movimientos imprecisos, carentes de forma. Se notaba que no sabía qué esperar, que no entendía por qué lo hacía ni para qué servía.

A la segunda hora, el niño estaba frustrado. Respiraba con más fuerza, los dientes apretados. Cada intento terminaba con un suspiro ahogado o con la varita golpeando el suelo al caer de su mano, como si tuviera vida propia y lo rechazara.

A la cuarta hora, Dev ya no lloraba. Había pasado del enfado a la resignación. El sudor empapaba su kurta, sus piernas temblaban por el esfuerzo de mantenerse de pie. Seguía intentándolo, con una terquedad que habría sido admirable en otras circunstancias. Pero aquí, en esta sala, la obstinación no era más que otra forma de delirio.

Y entonces, poco antes de que se cumpliera la quinta hora, Hadrian decidió que era suficiente.

Dejó de caminar en círculos. Se detuvo detrás de él.

El silencio se tensó como una cuerda.

Y sin previo aviso, sin pronunciar una sola palabra, Hadrian alzó la mano. En sus dedos brillaba una jeringa, la aguja era larga, delgada, metálica. El líquido en su interior emitía un fulgor azul brillante, casi hipnótico, como una pequeña estrella encapsulada.

La clavó en el cuello del niño sin vacilar.

Dev se arqueó de inmediato, un espasmo de puro instinto. La varita cayó de su mano como si le quemara la piel. Su cuerpo luchó con una violencia desesperada. Las uñas arañaron los brazos de Hadrian, rasgando la tela, desgarrando carne. La sangre empezó a correr, cálida, lenta, oscura.

Hadrian no se inmutó.

Sostuvo la aguja firmemente, presionando el émbolo con una lentitud calculada, inyectando cada gota del líquido azul en la vena que latía bajo la piel del niño. Y no lo soltó, ni cuando Dev empezó a retorcerse, ni cuando las piernas del niño dejaron de sostenerlo, ni siquiera cuando sintió que su propia respiración se alteraba por el dolor de los rasguños.

Solo cuando el líquido desapareció por completo de la jeringa, Hadrian la retiró con la misma calma meticulosa con la que la había introducido. Dev quedó paralizado. De pie, pero congelado. Con la boca abierta, como si estuviera a punto de gritar… pero el grito jamás salió.

Hadrian no lo miraba aún. Se limitaba a taparle la boca con una mano firme, sujetándolo del torso con el otro brazo. El cuerpo del niño empezó a convulsionar. No con violencia, sino como si algo dentro de él luchara por encontrar su sitio. Como si la magia, nueva y latente, se revelara ante el nuevo contenedor.

Solo entonces Hadrian bajó la mirada.

Las venas en la cara de Dev brillaban, intensas, como líneas de energía líquida que latían bajo la piel. Un resplandor azul, imposible de ignorar, vibraba con cada sacudida. Y luego, de pronto… cesó.

Todo se detuvo.

Dev se quedó completamente inmóvil. Como una marioneta sin cuerdas. Como una criatura rota.

Hadrian lo soltó.

El niño cayó de rodillas. Respiraba con dificultad, pero no gritaba. Sus ojos estaban muy abiertos, fijos en el suelo. El sudor corría por su rostro, mezclándose con lágrimas que no sabía que tenía. Y aún así, no habló.

La varita seguía en el suelo, a poca distancia.

Hadrian extendió la mano y la llamó con un hechizo no verbal. Voló hacia él como un rayo obediente. Sin mirarlo, se la ofreció a Dev. Como lo había hecho cinco horas atrás.

Esta vez, el niño no lo miró a los ojos cuando la tomó.

Temblando, con dedos manchados de sangre, levantó la varita. El aire parecía más pesado ahora, como si cada partícula estuviera cargada de tensión y expectativa. Hadrian se mantuvo en silencio, observando con atención.

Dev alzó el brazo.

Y con un movimiento tembloroso, sacudió la varita.

La piedra, esa misma piedra que llevaba horas intentando mover sin éxito, se alzó del suelo como si fuera de papel. Voló por la sala y se estrelló contra la pared opuesta con una violencia inesperada. Se rompió en fragmentos irregulares, y una lluvia de polvo y esquirlas cayó a sus pies.

Dev bajó la varita. Lentamente. Como si acabara de lanzar una maldición.

Sus ojos se llenaron de horror. Se quedó mirando los restos de la piedra como si hubiera destruido algo más que un objeto. Como si algo dentro de él hubiera cambiado, y no sabía cómo recuperarlo.

Hadrian se agachó, acercándose a su altura. Y entonces sonrió.

No fue una sonrisa cálida. No fue paternal. Fue algo oscuro. Intensa, brillante, desequilibrada. Como la de alguien que al fin ve los frutos de su obsesión.

“Muy bien, hijo. Lo hiciste.”

Dev retrocedió, apenas un poco. El miedo era evidente. Sus ojos celestes, amplios, aún brillaban por las lágrimas que no cesaban. Pero Hadrian, ajeno al temblor que recorría ese pequeño cuerpo, alzó la mano y le apartó unos mechones húmedos de la frente.

“Eres tan fuerte. ¿Ves? Solo necesitabas un poco de ayuda.”

Y sin darle tiempo a reaccionar, lo abrazó. Una mano en su hombro, firme, posesiva. La otra acariciándole el cabello con una ternura irónica, casi cruel.

Dev… lloró. Ya no de rabia, ni de frustración. Lloró como un niño pequeño que se rinde, que se quiebra, que no sabe cómo resistir. Se aferró a Hadrian, con miedo, con necesidad, como si ese mismo monstruo fuera lo único que podía sostenerlo ahora.

Hadrian no dijo nada. No necesitaba decirlo.

Miró los restos de la piedra, aún humeantes. Miró la jeringa vacía tirada a unos metros. Miró sus propias manos, aún sangrando, y no le importó.

Solo sonrió.

Una sonrisa maníaca, profunda, perfecta.

Porque Dev había roto la piedra.

Porque Dev había obedecido.

Porque Dev… ya empezaba a ser suyo.

Después de la sesión, Hadrian no confió a nadie más la tarea de llevar a Dev de regreso a su habitación.

Fue él mismo quien lo condujo por los pasillos silenciosos de la mansión, los mismos que apenas unas horas antes parecían opresivos, pero que ahora se sentían vacíos, envueltos en ese raro silencio que sigue a una tormenta. Dev caminaba a su lado, en silencio, las pequeñas zancadas torpes de sus pies resonando apenas sobre el mármol oscuro. Su cuerpo aún temblaba a ratos, como si los residuos del hechizo o la inyección siguieran latentes bajo su piel, como si el poder recién despertado no supiera aún cómo reposar.

Hadrian caminaba erguido, las manos detrás de la espalda, observando de reojo al niño sin una pizca de culpa. Lo escoltaba como si fuera un príncipe y no un niño herido, como si lo que acababa de suceder hubiese sido necesario, lógico, inevitable. Para él, lo había sido.

Una vez dentro de la habitación, Hadrian no se marchó.

Se sentó en el sillón junto al ventanal, con una postura deliberadamente relajada. Observó cómo Dev entraba al baño sin decir una sola palabra, obediente, rendido. No hubo ruegos, ni rechazos, ni siquiera una mirada hacia atrás. Solo el suave chasquido de la puerta al cerrarse… y luego, el sonido lejano del agua corriendo.

Hadrian aprovechó ese momento para acercarse al ropero del niño, observando con una leve arruga en el ceño el orden austero de las prendas colgadas. Nada extravagante. Nada que reflejara pertenencia.

Después de una breve deliberación, escogió un kurta largo de algodón fino, color marfil, con detalles bordados en hilo azul oscuro en las mangas y el cuello. Sencillo, pero de excelente confección. Era suave, apropiado para un cuerpo aún adolorido, y resaltaría sus ojos.

No era suficiente.

Con un leve gesto llamó a uno de los elfos domésticos. El pequeño ser apareció de inmediato, haciendo una reverencia rápida.

“Tráeme mis Baju Band,” ordenó Hadrian sin levantar la voz. “Los que guardo en el compartimento de la caja de madera junto a mi cama. Solo necesitare… tres. Rápido.”

El elfo desapareció con un leve crujido del aire.

Hadrian volvió a su silla y cruzó una pierna sobre la otra, aguardando con una calma meticulosa. Cuando el elfo reapareció, traía consigo una pequeña caja de terciopelo negro. La depositó con reverencia sobre la mesa baja, hizo otra reverencia, y se desvaneció.

Dentro de la caja reposaban tres brazaletes antiguos, cada uno con su propia historia.

Uno de ellos, el de oro blanco con grabados florales, había sido el primero que Hadrian que le dio a Harry. Pero el mocoso, con esa energía desbordante, lo había dejado caer cuatro veces en un mismo día. Hadrian había resuelto entonces que Harry solo lo usaría en ocasiones especiales.

Dev es distinto, pensó.

No porque fuera más dócil. No porque fuera más frágil. Sino porque nunca había tenido nada propio. Ni una joya. Ni un recuerdo.

Y eso debía cambiar.

De entre los tres, Hadrian eligió el brazalete de plata negra incrustada con pequeñas piedras de zafiro estrella, un tipo raro que parecía tener una estrella atrapada en su interior. Cuando la luz les daba, revelaban filamentos plateados que se desplazaban como neblina atrapada. Era una piedra que, según los antiguos, protegía a los más sensibles de las energías que podían devorarlos desde dentro. Hadrian no creía en supersticiones, pero sí en símbolos.

Combina con sus ojos. Y protegerlo… también significa poseerlo.

Cuando Dev salió del baño, su silueta era apenas la de un niño envuelto en vapor. El cabello mojado caía desordenado sobre su frente, y los pies desnudos dejaban huellas húmedas en el suelo pulido. Llevaba una toalla atada a la cintura, apretada con fuerza. Los ojos estaban enrojecidos, las pestañas aún húmedas. No era difícil adivinar que había estado llorando. Pero más allá de la tristeza, había algo más: sorpresa.

Sorpresa de encontrar a Hadrian todavía allí.

Como si no esperara verlo. Como si, en lo más hondo, temiera que se hubiera quedado.

Hadrian lo miró con cuidado. Por primera vez, sus ojos recorrieron el torso del niño, desnudo, delgado, con piel que no había conocido el sol ni la tranquilidad. Marcas apenas visibles cruzaban su pecho como ríos antiguos, líneas delgadas, casi blancas, algunas más rosadas. No parecían accidentales. No parecían humanas. El lobo había dejado huella. Como una bestia marcando a su cría.

Pero Hadrian no dijo nada.

Simplemente señaló la cama, donde reposaban el kurta marfil y el brazalete que brillaba con sutileza.

“Vístete,” dijo en voz baja.

Dev asintió, bajando la mirada. Con pasos pequeños, casi tímidos, se acercó. Recogió la prenda con manos suaves, y caminó hacia el lado opuesto del biombo para cambiarse.

Hadrian, mientras tanto, guardó con pulcritud los otros dos Baju Band en la caja. La cerró con un chasquido y la entregó al elfo, que apareció y desapareció sin hacer ruido.

Cuando Dev regresó, ya vestido, parecía otro.

El kurta le quedaba un poco grande en las mangas, pero le daba un aire etéreo, casi ceremonial. El contraste del blanco con el azul suave de sus ojos era casi hipnótico. El niño se detuvo a pocos pasos de Hadrian, aún descalzo, sin saber si debía acercarse más.

Hadrian lo miró, con una leve sonrisa calculada.

Le mostró el brazalete entre los dedos.

“Esto es para ti.”

Dev entreabrió los labios. Los ojos se ampliaron con una mezcla de sorpresa y desconcierto. Casi dio un paso atrás… pero no lo hizo. Solo se tensó un poco cuando Hadrian se acercó y, con una delicadeza inusual, le colocó el Baju Band en el brazo derecho, por encima del codo.

La plata negra se amoldó a su piel con facilidad, y los zafiros estrella destellaron brevemente bajo la luz tenue de la lámpara.

“Combina con tus ojos,” murmuró Hadrian, como si hablara consigo mismo.

Dev lo miró con una expresión ambigua. Aún había miedo. Aún había confusión. Pero algo en su interior tembló distinto. ¿Querido? ¿Esto es ser querido?

Por primera vez desde que lo conocía, Dev no se tensó cuando Hadrian lo abrazó.

No fue un abrazo fuerte ni abrumador. Fue largo. Silencioso. Más posesivo que afectivo, pero el niño lo permitió. No porque se sintiera a salvo… sino porque, por un instante, se sintió visto. Sostenido. Tal vez querido. Tal vez no tan solo.

Hadrian le acarició el cabello con una lentitud medida. “Harry debe de estar impaciente esperando a que cenemos.”

Dev alzó el rostro, aún sin saber bien cómo interpretar todo, pero asintió. “Sí… seguro ya nos está llamando.”

Y entonces ocurrió. Una sonrisa. Pequeña. Tímida. Insegura, pero real.

Dev caminó hacia la puerta. Hadrian lo siguió, satisfecho, con las manos en los bolsillos y la mirada fija en el brazalete que ahora brillaba en el brazo del niño como una marca sagrada.

Antes de que cruzaran el umbral, una voz sonó desde el comedor:

“¡Ya se están tardando! ¡Tengo hambre!”

Era Harry, que reía mientras lo decía, con ese tono alegre e impaciente que llenaba las paredes como luz. Hadrian sonrió por lo bajo. Y Dev… por primera vez, también.

La mesa del comedor estaba iluminada por la luz cálida de los candelabros flotantes que oscilaban suavemente sobre ellos, lanzando destellos dorados sobre las superficies de cristal y oro. El crepitar de la chimenea en la pared opuesta llenaba la estancia con un murmullo constante, casi como si sus llamas observaran también la escena que tenía lugar esa noche: Hadrian cenando con sus dos niños.

Dev, sentado a su izquierda, tenía aún los pómulos ligeramente húmedos, tal vez por el baño reciente o tal vez por las lágrimas que no había terminado de secar del todo. Aún así, su espalda ya no estaba encorvada ni su mirada evitaba las de los demás. Vestía la kurta marfil que Hadrian había elegido para él, sencilla pero elegante, y el baju band —el brazalete con incrustaciones de zafiros— resplandecía con un fulgor discreto sobre su brazo derecho, como si se alimentara del tenue calor del ambiente. Sus ojos celestes parecían aún más claros con esa joya envolviendo su piel.

Harry, por otro lado, estaba como siempre: hablador, brillante, tan lleno de vida que parecía que las paredes mismas lo escuchaban cuando hablaba. Se movía mientras comía, hablaba mientras masticaba, reía en medio de frases inconclusas, y entre todo eso, se aseguraba de incluir a Dev en cada comentario, en cada pregunta, en cada broma improvisada. Y por primera vez desde que Dev había llegado a la mansión… Dev respondía.

Con frases breves, sí. Con voz baja y todavía algo insegura. Pero hablaba.

Y Hadrian, desde su lugar en la cabecera, los observaba con atención. No intervenía. No interrumpía. Solo los miraba como quien contempla una obra que empieza a tomar forma. Uno de sus codos descansaba sobre el respaldo de la silla, la otra mano jugaba con el borde de su copa. Era una expresión tenue la que tenía en el rostro, una mezcla de alivio y satisfacción callada. Así debería haber sido todo desde el inicio, pensó, aunque no lo dijo.

Lo que más le agradaba, lo que más le intrigaba en realidad, era la naturalidad con la que Harry aceptaba todo. El niño no había hecho preguntas incómodas cuando le dijo que Dev era su hijo. No protestó. No se mostró celoso. Ni una sola vez había pedido explicaciones. Tal vez era porque desde que tenía uso de razón, Hadrian había sido su figura de guía y autoridad. Hadrian lo había alimentado, protegido, cuidado y —sobre todo— educado incluso cuando compartían cuerpo. Fue Hadrian quien había soportado el peso emocional de vivir bajo el techo de los Dursley sin dejar que Harry absorbiera del todo el dolor.

Y eso… eso hacía de Harry un niño feliz.

Demasiado hiperactivo, sí. Inquieto como una tormenta en miniatura, lleno de preguntas y energía… pero feliz. Saludable. Obediente cuando era necesario. Increíblemente leal.

Hadrian lo amaba por eso. Porque no había tenido que modelarlo. Harry era simplemente él, brillante como una chispa que nunca se apagaba.

Dev lo miraba con una mezcla distinta. Había respeto, sí. Había temor, todavía. Pero también… se notaba el esfuerzo. La forma en la que se sentaba derecho. Cómo lo miraba a los ojos aunque solo fuera por breves segundos. Cómo no retiraba el brazo cuando Harry señalaba la joya en su brazo y le decía con una sonrisa enorme:

“¡Te queda increíble! ¡Parece que brilla más que los candelabros!”

Dev bajó la mirada al brazalete, tocándolo con los dedos. Una sonrisa breve —otra vez tímida, otra vez sincera— cruzó su rostro antes de asentir en silencio.

Hadrian se permitió una respiración profunda y apenas audible. No necesitaba que Dev le agradeciera. El niño estaba empezando a sentir que pertenecía, y eso era más que suficiente.

Como había ordenado —o más bien prohibido— que no se hablara de los entrenamientos, Harry no hizo preguntas sobre la sesión de ese día. Pero era evidente que notaba el cambio. Dev estaba menos retraído, más presente. Aún no hablaba mucho, pero sus silencios eran diferentes. Ya no eran un refugio. Eran pausas.

Hadrian se sirvió más vino en su copa, cortó un trozo de su carne con precisión casi quirúrgica y lo llevó a la boca con calma. No tenía prisa. Esta cena era un momento de equilibrio. De construcción.

Fue entonces que un pequeño estallido mágico, como un soplo de aire perfumado, precedió la aparición del elfo doméstico.

Llevaba una bandeja de oro pulido entre sus manos largas y nudosas. Sobre la bandeja descansaba un sobre grueso, sellado con cera púrpura y el emblema del Ministerio de Magia bien visible.

El elfo no dijo su nombre, pero hizo una reverencia y habló con voz nasal y grave:

“Perdón, amo Hadrian. Correspondencia urgente. Para el joven amo Harry.”

Harry, que ya estaba medio de pie en cuanto vio el sobre, abrió la boca con una emoción contenida que lo hacía temblar de pies a cabeza. Parecía un cachorro viendo caer un trozo de pastel frente a él.

“¿¡Es para mí!? ¿Puedo…?”

“No,” dijo Hadrian de inmediato, ya con la carta entre sus dedos, alzándola como si evaluara su peso y autenticidad. “La vere primero.”

Harry se dejó caer de nuevo en su asiento, cruzando los brazos pero sin borrar su sonrisa curiosa. Dev, en cambio, solo bajó la cabeza y retomó su cuchara. No comentó nada. Pero sus hombros tensos no escaparon de Hadrian.

Había visto el sello en incontables veces, cuando trabajo para el Ministerio. Hadrian giró ligeramente el sobre entre sus dedos, sin abrirlo, y lo colocó a un lado de su plato.

“¿Cómo entró?” preguntó entonces, sin mirar al elfo, pero con un tono que indicaba que quería una respuesta inmediata.

El elfo asintió apresurado, haciendo que sus orejas se sacudieran.

“La mansión no permite correo común, amo. Pero esta carta fue enviada bajo la categoría de correspondencia de urgencia del Ministerio. La firma mágica del Ministro desactivó las runas.”

Harry frunció el ceño. Dev dejó la cuchara y no la volvió a alzar. El ambiente se tensó ligeramente, como si el aire mismo hubiese contenido la respiración.

Hadrian no respondió de inmediato. Solo emitió un breve sonido —algo entre un gruñido pensativo y una nota de fastidio— y movió la mano para despedir al elfo.

Este desapareció con un chasquido, dejando un leve eco tras él.

Harry no aguantó más. “¿Estamos en peligro?”

Hadrian levantó la vista. Su rostro, antes impasible, se suavizó en cuestión de segundos. La dureza se esfumó, y en su lugar emergió una expresión diseñada cuidadosamente para tranquilizar.

“No, Harry,” dijo con calma, tomando su copa. “Solo estaba esperando que tardaran un poco más en contactarte.”

“¿A mí?” preguntó el niño, los ojos verdes brillando con curiosidad, casi pegando la frente a la mesa en un intento por ver el contenido del sobre.

Hadrian no respondió. Solo llevó otro trozo de comida a la boca, masticando con lentitud.

Harry lo imitó, aunque no dejaba de mirar la carta como si pudiera abrirla con la mente. Dev, por su parte, había comenzado a dibujar con la cuchara líneas invisibles sobre su plato.

El silencio regresó, pero era diferente esta vez. No pesado. No incómodo. Era como la pausa entre actos, cuando todos contenían la respiración.

Hadrian observó a sus niños una vez más. Uno brillante como una llama, el otro tierno como un brote apenas asomando entre la nieve.

La cena había concluido hacía ya varios minutos, pero ninguno de los dos niños se había levantado aún.

Dev se mantenía en silencio, con la espalda recta y las manos sobre el regazo, esperando pacientemente. No por hambre ni por agotamiento, sino por obediencia. La etiqueta que Hadrian les había estado inculcando en los últimos días era estricta en lo que respectaba a la postura, al silencio, a los tiempos. Un niño de sangre pura no debía abandonar la mesa sin que el cabeza de familia lo hiciera primero.

Harry, por su parte, tampoco se movía. Aunque la obediencia no era su principal motivación. Sus ojos verdes no se apartaban del sobre púrpura colocado aún junto al plato de Hadrian, ahora vacío. El brillo en su mirada era un torbellino de curiosidad y ansiedad contenida.

Tenía los dedos entrelazados, el pie rebotando bajo la mesa, y el mentón ligeramente alzado como si con eso pudiera ver más allá de la opaca cera del sobre.

Y entonces Hadrian se levantó. El movimiento fue elegante y medido, como todo en él. Deslizó la servilleta a un lado, tomó la copa para beber el último sorbo de vino y, sin una sola palabra, recogió la carta.

Ambos niños alzaron la vista al unísono, como si estuvieran siguiendo una coreografía ensayada. Dev lo hizo con un leve movimiento de cabeza, mientras que Harry ya estaba listo para saltar, con la respiración contenida.

Hadrian no dijo una palabra al salir del comedor, pero su dirección era clara: el estudio. Y como si una cuerda invisible los hubiese atado a sus talones, Harry saltó de su silla y fue tras él, tirando suavemente de Dev para arrastrarlo consigo.

“Vamos,” susurró Harry, como si hablar en voz alta pudiera romper el hechizo del momento. “Quiero ver qué dice esa carta.”

Dev solo asintió, sujetando su mano con fuerza.

El estudio estaba iluminado únicamente por las luces flotantes de ámbar que colgaban en el aire, moviéndose lentamente como luciérnagas atrapadas en una brisa que nadie podía sentir. Hadrian tomó asiento frente a su escritorio de madera negra tallada, con la carta aún cerrada en su mano. Sus ojos recorrieron el sobre una vez más la magia en su sello brilló suavemente en cuanto Hadrian lo rozó con los dedos.

Harry casi se trepó al respaldo del sillón, apoyando las manos sobre el cuero con los talones levantados, como si eso le permitiera captar cada palabra escrita. Dev se quedó cerca de la puerta, con las manos cruzadas sobre el pecho y la cabeza gacha, observando en silencio.

Con un gesto, Hadrian rompió el sello. La carta se desplegó sola con un leve susurro, y el pergamino comenzó a desenrollarse entre sus dedos. No necesitaba leerla en voz alta. Sabía que Harry lo haría por él si no lo detenía.

Ministerio de Magia. Oficina del Ministro en Jefe. Correspondencia clasificada.

El encabezado estaba impreso en letras gruesas y doradas, como si la importancia del remitente pudiera compensar lo que fuera a decirse a continuación.

“Estimado ciudadano:

Con suma preocupación hemos recibido informes de una tragedia en la residencia de los Dursley, ubicada en la zona muggle de Little Whinging, Surrey. El incidente ha sido catalogado como un incendio fortuito, aunque las circunstancias siguen siendo objeto de investigación por parte de nuestros enlaces mágicos y autoridades no mágicas.

El motivo de esta misiva es expresar nuestra sincera preocupación por el bienestar del menor Harry James Potter, cuya última dirección conocida coincide con la del lugar afectado. Nos encontramos trabajando discretamente para esclarecer su paradero, manteniendo en todo momento la confidencialidad del asunto a fin de evitar alarma innecesaria entre la población mágica.

Cualquier información sobre la ubicación y estado actual del joven Potter será recibida con suma urgencia y absoluta reserva por esta oficina, con el único fin de garantizar su protección y bienestar.

Con todo respeto y compromiso,

Cornelius Oswald Fudge
Ministro de Magia”

Hadrian terminó de leer en silencio, el rostro impasible. Lo único que se movía era su mano, girando lentamente un anillo de ónix que llevaba en el dedo medio. La carta olía a perfume caro, lo cual ya era ridículo de por sí. Fudge tenía una manera de ser tan absurdamente oficial, tan meticulosamente oportunista, que Hadrian podía oír su voz incluso sin leer en voz alta. Cada palabra parecía diseñada para aparentar preocupación, pero estaba plagada de evasivas, contradicciones y... temor.

Una sonrisa sardónica le cruzó el rostro.

“¿Me dejas verla?” preguntó Harry, prácticamente colgado del respaldo.

Hadrian suspiró por lo bajo. “Harry, por Morgana…” murmuró, y sin volverse siquiera, le tendió la carta. “Toma. Vas a tumbarme el cuello de tanto asomarte.”

Harry se dejó caer sobre la alfombra junto a Dev, y comenzó a leerle en voz baja, entonando cada frase con exageración. Dev fruncía el ceño a cada línea, sin entender del todo pero escuchando con atención. Harry incluso lo interrumpía para hacer comentarios.

“‘Confidencialidad del asunto’”, repitió con tono burlón, girando hacia Dev. “¿Entonces para qué manda una carta con un sello enorme al frente? Si lo ve un elfo, ya medio Ministerio va a saber.”

Hadrian, ya de vuelta frente al escritorio, tomó su pluma mágica y comenzó a escribir. Tinta negra, papel gris, sellos en cera roja. Sus trazos eran firmes, precisos. Cada palabra meditada con un ritmo casi militar.

Harry lo miró con el ceño fruncido, ladeando la cabeza. “¿A quién le estás escribiendo ahora?”

“Al Ministro,” respondió Hadrian sin levantar la vista. “Una invitación.”

Harry se atragantó con el aire. “¿Una invitación? ¿A este lugar?”

Dev lo miró con ojos abiertos como platos por la palabra que acababa de usar, pero Harry ni se inmutó. Hadrian siguió escribiendo.

Harry parpadeó. “¿Por qué harías eso? Ni siquiera sabe dónde estamos, ¿cierto? ¿No es eso algo bueno?”

“Harry,” dijo Hadrian con un tono que contenía más cansancio que molestia. “Hay cosas que deben hacerse antes de que otros tomen decisiones en nuestro nombre.”

No era una respuesta directa, pero Harry la aceptó… de momento.

Cuando Hadrian terminó la carta, tomó un nuevo pergamino, limpió la pluma con un leve hechizo, y comenzó a escribir otra misiva con una caligrafía firme y elegante.

Harry alzó una ceja. “¿Y ahora? ¿Quién es el afortunado destinatario?”

Hadrian apretó la mandíbula apenas un poco. “Gringotts.”

“¿El banco? ¿Pero por qué al banco? ¿Qué tiene que ver…?”

“No el banco. Un goblin,” respondió Hadrian, como si esa diferencia lo explicara todo.

Harry se encogió de hombros. “¿Y qué le escribes a un goblin? ¿Estás moviendo oro? ¿O escondiéndolo?”

Hadrian soltó un suspiro, esta vez dejando la pluma sobre el escritorio. Cerró los ojos durante unos segundos antes de hablar.

“Debo hacerlo antes de que llegue otra carta. De algún otro mago. Y no quiero eso.”

Harry arrugó la nariz. “Dijiste que no querías que supieran dónde estamos.”

Hadrian lo interrumpió con firmeza. “Sé lo que dije, Harry.”

El tono fue seco, final. Harry retrocedió un paso.

Hadrian se llevó una mano a la frente, masajeándose las sienes. Luego, más calmado, habló sin volverse. “Solo… ve a la habitación.”

Harry cruzó los brazos. “¿Cuál?”

Hadrian lo miro por fin, alzando apenas la ceja. “No importa. Solo ve y pídele a un elfo que les suba galletas y leche. Y que no me molesten.”

Harry bajó la mirada, luego tomó la carta del ministro que había dejado sobre la alfombra y se la tendió de vuelta. “¿La guardas tú?”

Hadrian tomó la carta y la colocó dentro de uno de los cajones laterales de su escritorio. Lo cerró con una varita y un chasquido mágico sordo.

“Y no quiero ver a ninguno de los tres por el pasillo,” añadió sin mirarlos, con el tono de quien establece una regla inquebrantable. “Y ni se te ocurra pedirle a Naga que me vigile… otra vez.”

Dev, que había permanecido callado todo el tiempo, se aferró al borde de la kurta de Harry y tiró de ella hacia la salida.

Harry giró el pomo de la puerta, luego miró una vez más a Hadrian por encima del hombro. El mayor no volvió a hablar, ni les dio la espalda, solo permaneció allí, en silencio, mientras ambos niños cerraban la puerta detrás de ellos.

En cuanto estuvieron en el pasillo, Dev susurró: “¿Está molesto?”

Harry negó con la cabeza y forzó una sonrisa. “Nah. Solo está cansado. Siempre se pone así cuando tiene que escribir cosas importantes.”

Aunque en el fondo, Harry no estaba tan seguro.

Sabía que Hadrian planeaba cosas que él aún no comprendía del todo. Cosas grandes. Cosas peligrosas. Y lo que más le inquietaba… era que, aunque no lo decía, Hadrian no parecía confiar en nadie más para hacerlo que en sí mismo.

Hadrian aún estaba en el estudio, de pie frente al escritorio de ébano, contemplando en silencio la carta que había terminado momentos atrás. No la leía exactamente. Solo dejaba que su mirada descansara sobre el lacre rojo sin sellar, mientras su mente repasaba, palabra por palabra, lo que acababa de escribir.

Solicito el traslado total e irrevocable de todos los bienes, documentos, artefactos, títulos y posesiones de la bóveda Potter a la bóveda Peverell.

Nada de medias tintas. Nada de dobles sentidos. Había dejado claro en cada línea que quien firmaba la carta no era solo un Potter. Era un Peverell.

Y los goblins lo sabrían también.

Con un movimiento elegante, casi ceremonial, Hadrian tomó la pequeña daga de plata que descansaba al lado de la bandeja de sellado. Se arremangó la manga de su kurta con paciencia. Ni una prisa, ni una duda. Apretó el filo contra la yema de su dedo anular izquierdo. La piel se rompió sin resistencia, y una gota espesa de sangre cayó justo sobre el centro del círculo mágico que rodeaba el pergamino. El encantamiento del sello se activó con un leve resplandor dorado, envolviendo el sobre en una aura tenue antes de sellarse con el escudo de la Casa Peverell.

Solo un verdadero Peverell podía hacerlo. Y Hadrian se aseguró de que así lo supieran.

Se limpió el dedo con un pañuelo de lino bordado y lo dejó sobre la bandeja con la misma pulcritud con la que un general acomoda sus armas después de ganar una batalla. Luego, alzó la mano, y como si ya supiera lo que vendría, un suave crujido en el aire indicó la aparición de un elfo.

Era pequeño, de orejas más cortas que los demás, vestido con una túnica gris perla y un medallón de hierro colgado del cuello que lo identificaba como parte del séquito ancestral de los Peverell.

“Desea algo el amo Hadrian”, dijo con voz temblorosa pero firme.

Hadrian no apartó la vista del sobre sellado cuando lo alzó. “Estas dos cartas. Llévalas inmediatamente. Una a Gringotts, a manos del Director Ragnok. La otra… al despacho del Ministro Cornelius Fudge. Asegúrate de que no pase por ningún otro intermediario.”

El elfo asintió con solemnidad, recibiendo los sobres como si se tratase de reliquias sagradas. Luego, con un chasquido, desapareció.

Hadrian se quedó en pie unos segundos más. La sala estaba en silencio, pero su mente no. Era un enjambre de pensamientos que se entrelazaban como venas de oro entre un plan cuidadosamente tejido.

Oh, Cornelius… vas a ahogarte en tu propio desconcierto cuando abras esa carta, pensó, sonriendo con auténtico deleite. Primero la invitación… y luego la revelación.

Porque la existencia de un heredero Peverell no era cosa menor.

Los Peverell no solo eran una familia ancestral. Eran una raíz fundadora, una línea de sangre considerada extinta desde hacía generaciones, absorbida y disuelta entre ramas de casas nobles como los Potter, los Greengrass, los Selwyn, los Carrow… incluso los Black. El linaje Peverell era el río del que otros habían bebido durante siglos. Y ahora, ese río volvía a surgir con fuerza, directo, imparable.

Y el heredero era él.

Hadrian se permitió cerrar los ojos un instante, saboreando el momento como un vino añejo.

La prensa se volverá loca. Los nobles correrán como ratas a ofrecer sus respetos. La bóveda Peverell… El mero recuerdo de su tamaño bastaba para estremecer a más de uno. Estaba tan profundamente enterrada que incluso los propios goblins requerían autorizaciones especiales para acceder a ella. Y ahora será nuestra. Todo nuestro.

Pero no era la riqueza lo que lo hacía sonreír de esa manera. No. Era el caos. El caos ordenado que él había diseñado. Cada paso, cada palabra, cada gesto. Y entre todas las reacciones que anticipaba, había una en especial que esperaba con un deleite casi cruel.

“Oh, Lucius,” murmuró con voz suave, irónica. “¿Cómo te sentirás al ver que el niño que despreciaste es ahora el heredero del linaje más sagrado de nuestra historia?”

La reacción del Wizengamot, la de los Malfoy, la de los Parkinson… incluso los Bones tendrían que mirar a Hadrian y Harry con otros ojos. Pero lo que más le importaba, lo único que realmente deseaba presenciar con una intensidad casi enfermiza, era el gesto de Draco.

El hijo perfecto de la casa Malfoy. El niño que, en otra vida, había tomado su mano en un invernadero y susurrado secretos que aún ardían en su memoria.

Tal vez lo odiaban ahora. Tal vez ya no.

Pero la lealtad de los Malfoy a las casas de sangre antigua era como un yugo sagrado. Y si todo salía como Hadrian lo había previsto, si los engranajes giraban en el orden adecuado…

Draco volvería a mirar a Harry. Draco volvería a ser suyo.

Y esta vez no podría ignorarlo. No podría escapar de lo que representa. De lo que somos.

Hadrian exhaló lentamente, tomando asiento por fin. Su espalda reposó contra el respaldo del sillón de cuero, y su mano derecha se deslizó por la superficie del escritorio, rozando el lugar donde la carta del Ministro había estado.

La simple idea de Fudge temblando de incertidumbre en su despacho lo llenaba de satisfacción. Lo imaginaba encorvado sobre el papel, con el rostro sudoroso y el corazón acelerado al leer la invitación directa a la Mansión Peverell, como si se tratara de una audiencia real. Porque lo era. En esencia, los Peverell eran lo más cercano a la realeza mágica británica. Y ahora que uno había regresado… todos tendrían que inclinarse.

“Y pensar que ese mocoso no tiene ni idea de lo que es,” murmuró Hadrian para sí mismo. Su voz fue apenas un susurro, cargado de un cariño sombrío. “Tan ocupado corriendo detrás de Dev y comiendo galletas como si no tuviera el mundo entero girando a nuestros pies.”

Se inclinó hacia atrás en la silla, cruzando las piernas, y dejó que la calma lo envolviera por un momento.

No duraría mucho. La tormenta apenas comenzaba.

Pero Hadrian siempre había sido el tipo de hombre que sonreía bajo la lluvia.

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La habitación de estudio estaba bañada por una luz tenue y cálida que entraba en ángulo desde los ventanales altos. Las cortinas de terciopelo verde estaban apenas entreabiertas, lo justo para dejar pasar la claridad del mediodía sin dejar que el brillo lastimara los ojos. Las paredes estaban cubiertas de estanterías repletas de libros antiguos, pergaminos enrollados y frascos de tinta que despedían un aroma a nogal y magia antigua. Todo estaba cuidadosamente ordenado. Silencioso, casi solemne.

Hadrian estaba sentado en una de las butacas altas cerca del ventanal, con una pierna cruzada sobre la otra y un libro cerrado apoyado sobre la rodilla. Sus ojos, sin embargo, no estaban en las páginas, sino en los dos niños frente a él, cada uno en su pupitre de madera oscura con detalles tallados a mano. Los había hecho traer de una de las habitaciones laterales del ala este, una antigua sala de música reconvertida por él mismo en aula personal.

Dev, sentado más cerca de la chimenea encendida, sostenía con ambas manos un libro delgado de relatos para principiantes. Su ceño fruncido y la forma en que apretaba los labios al avanzar palabra por palabra revelaban la tensión constante que lo invadía al leer. Tenía la espalda recta, los pies colgando sin tocar el suelo y los ojos saltando de línea en línea con esfuerzo.

Harry, por su parte, estaba más cerca de Hadrian, con la cabeza casi pegada al pupitre. Una pluma temblaba entre sus dedos, y sobre el pergamino se extendían caracteres latinos que intentaba copiar con una caligrafía que, aunque estaba lejos de ser elegante, ya no parecía el garabato de semanas atrás. A un lado, un libro abierto de traducción descansaba con marcas en los márgenes, escritas por Hadrian la noche anterior.

“Dev, pon atención a la palabra deslizar. No se dice ‘desizar’,” dijo Hadrian sin necesidad de levantar la voz ni mirar directamente al niño. Su tono era firme, pero no severo. Más bien, estaba impregnado de la misma paciencia con la que se enseñan los relojes a girar.

Dev parpadeó, inseguro, y luego miró la palabra de nuevo. Tragó saliva y repitió despacio.

“Des…li-zar.”

Hadrian asintió apenas, satisfecho con el esfuerzo.

Harry dejó escapar un suspiro corto mientras levantaba su pluma para sacudir el exceso de tinta.

“Mi mano ya no siente los dedos,” murmuró, exagerando su dolor mientras hacía flexiones con los dedos.

Hadrian lo miró de reojo, sin dejar que una sonrisa le doblara los labios. Pero sus ojos traicionaron el afecto.

“Estás escribiendo como un pollo mojado. El dolor es el precio de tu arte,” respondió, con ese humor seco que solía desconcertar a quienes no lo conocían, pero que a Harry le hacía reír.

“¡Eh! ¡No escribo tan mal!” protestó el niño, mirando sus líneas. “Mira esta letra ‘A’, parece… una ‘A’… ¿cierto?”

Hadrian se inclinó hacia adelante, tomando el pergamino. Observó por un momento, en silencio, antes de responder con una seriedad deliberadamente solemne.

Esa letra ‘A’ ha muerto en la guerra, Harry. No hay salvación para ella.”

Dev soltó una risa breve, contenida por costumbre, pero visible en sus ojos por primera vez en esa mañana. Harry lo miró con una sonrisa cómplice, como si ambos compartieran una broma secreta contra el mundo adulto.

Hadrian dejó el pergamino sobre la mesa y se recostó de nuevo, cruzando los dedos sobre el regazo.

Había pasado dos días desde que había enviado las cartas. Una, al Ministro de Magia. La otra, a Gringotts. Y ese día, dentro de pocas horas, Cornelius Fudge cruzaría las puertas de la mansión Peverell, probablemente con más ansiedad de la que quería admitir. Hadrian lo sabía. Había escogido cuidadosamente cada palabra, cada signo, cada rastro de cortesía en su carta. Una invitación disfrazada de generosidad, pero con las implicaciones de una declaración de poder.

Y lo más delicioso del asunto no era solo eso.

Su mirada se desvió un instante hacia el ventanal pensando en su escritorio, donde la tinta aún no del todo seca de la carta dirigida a Gringotts había sido sellada con una gota de su propia sangre. No la de Harry. La suya.

El anillo Peverell que portaba en el dedo índice había bastado como canal para la magia hereditaria. Con ese sello, no habría discusión posible. Los duendes sabrían que un Potter había reclamado lo suyo… pero también que ese Potter no era solo un nombre decorativo en un árbol genealógico, sino el legítimo Heredero de la Casa Peverell. Que la bóveda más antigua y temida de toda Gran Bretaña tenía dueño.

Y pronto, todos los demás lo sabrían también.

El rumor sería como un incendio sin contención. Los Greengrass, los Rosier, los Nott, los Travers, incluso los Malfoy… todos emparentados por siglos de sangre y pactos. Todos, potencialmente, subordinados. Porque en el momento en que la Casa Peverell resurgía, todo el mapa mágico de Inglaterra temblaba.

Hadrian se humedeció los labios, apenas.

Y el primero en doblar la rodilla… será Lucius Malfoy.

Ese pensamiento le traía una satisfacción helada. Pero no por Lucius. No directamente. Era por Draco.

“Hadrian,” murmuró Harry, interrumpiendo su pensamiento. “¿Tú crees que el Ministro traerá a alguien con él?”

Hadrian alzó una ceja, mirando al niño por encima del libro cerrado. “Probablemente. No es lo bastante valiente como para venir solo. Tal vez algún auror. Tal vez su secretaria.”

Harry frunció el ceño. “¿Y tú lo vas a dejar entrar?”

“Lo invité, ¿no es así?”

“Sí, pero eso fue antes de que supiéramos que fue él quien estaba metido en todo eso… Lo de intentar espiarnos y todo.”

Hadrian lo observó por un segundo más largo del necesario. No dijo nada de inmediato. Luego, con voz suave, respondió: “Precisamente por eso lo invité.”

Dev levantó la vista de su libro, parpadeando con atención. “¿Por qué?”

“Porque así dejo de adivinar sus intenciones y empiezo a dirigirlas.”

Harry se encogió un poco en su asiento. Su pluma goteaba tinta negra sobre la mesa, y la limpió con torpeza. “¿Y si se enoja?”

Hadrian sonrió apenas. “Que se enoje. No me importa su enojo. Me importa que me escuche. Y que vea a Harry Potter con sus propios ojos… en esta casa, bajo mi techo, en mi cuidado. Eso es todo lo que necesitamos.”

Dev bajó la mirada, como si intentara ocultar que no había entendido todo, pero el gesto de apretar más fuerte su libro dejó ver que lo sentía importante.

Hadrian suspiró y se levantó de la butaca, estirando los brazos. “Hoy vamos a terminar temprano. No quiero que estén cansados cuando el Ministro llegue. Especialmente tú, Harry.”

“¿Por qué yo?”

“Porque eres la razón por la que está viniendo. Querrá hablar contigo cuando se dé cuenta que estas aquí. Y deberás estar firme. Centrado. Inteligente. No un revoltijo de plumas y manchones de tinta.”

Harry se rió bajo, aunque su expresión tenía una pizca de nerviosismo. “Sí, señor,” murmuró.

Hadrian se detuvo un par de pasos detrás de Dev, con un libro abierto en la mano, uno grueso de tapa azul oscuro. Lo cerró con un chasquido seco, no por enojo, sino porque sabía que ese sonido bastaba para llamar la atención sin necesidad de elevar la voz.

“Dev,” dijo con la calma medida de quien no necesita repetir las cosas para ser obedecido. “Cuando llegue nuestro invitado... espero que estés presentable.”

Dev no respondió de inmediato. Bajó la cabeza, clavando los ojos en su regazo, como si pudiera desaparecer entre las páginas del libro sin título que tenía entre las manos.

“Sí, señor,” murmuró, apenas audible.

Hadrian lo miró unos segundos más, y luego dejó escapar un suspiro que parecía no tener fin. Sin molestarse en bajar el libro, lo usó para tocar con suavidad pero firmeza el mentón del niño, obligándolo a alzar la cabeza. No con brusquedad, sino con el gesto directo de alguien que ha tenido que enseñar a muchos a mirar el mundo sin agachar la vista.

“La cabeza arriba,” dijo, sin rastro de impaciencia, aunque sus ojos eran tan penetrantes como el filo de una daga pulida. “No estás aquí para ser un sirviente.”

Dev tragó saliva. Su garganta subió y bajó visiblemente, como si las palabras se le hubieran quedado atrapadas. Iba a agachar la cabeza otra vez, como si el movimiento fuera un reflejo tatuado en la memoria, pero se detuvo a medio camino. Inhaló por la nariz, cerró los ojos un instante, y luego volvió a alzar el rostro. No con arrogancia si no con un esfuerzo que le tensó los hombros. Asintió con la cabeza una vez, como si hiciera un pacto consigo mismo.

Hadrian, satisfecho aunque sin celebrarlo, dejó que el libro cayera de nuevo contra su muslo y se giró apenas para volver a su butaca. Fue entonces cuando la voz de Harry, calmada pero burlona, cruzó la estancia con la precisión de una daga lanzada con humor.

“Regla número cuatro,” dijo, sin apartar la vista de su texto. “No bajes la cabeza ante nadie salvo que sea para ajustar la corona.”

Dev parpadeó, desconcertado por un segundo. Luego frunció los labios como si no supiera si reír o encogerse. Hadrian se detuvo en seco y giró lentamente sobre sus talones, arqueando una ceja.

Harry, como si no lo notara, siguió con su voz impasible, recitando:

“Regla número siete: ‘No se sienta uno como un saco de papas’. Y regla número nueve: ‘Las palabras deben tener la misma postura que el cuerpo. Firmes, claras, sin tartamudeos.’”

Hadrian alzó el libro en su mano con un gesto ligero. No era una amenaza. Era el anuncio de una consecuencia.

“¿Estás muy inspirado hoy, Harry?”

El niño no contestó. Pero su sonrisa contenida hablaba por él.

“Muy bien,” murmuró Hadrian, y chasqueó los dedos con un movimiento seco pero elegante. Al instante, un leve zumbido mágico cruzó la habitación. Dos libros nuevos aparecieron sobre los pupitres de los niños con un sonido sordo, como el caer de un ladrillo sobre una almohada.

Harry giró la cabeza con lentitud, observando el tomo grueso con cubierta gris y letras diminutas. Lo abrió. Su expresión cambió al ver las palabras apretadas y las notas en francés.

“¿¡Francés!?” exclamó, horrorizado. “Pero si apenas y lo entiendo…”

“No se lo digas al Ministro,” replicó Hadrian con humor frío, “o se lo tomará como debilidad.”

Harry frunció los labios. “Pero... ni siquiera pronunciamos las palabras igual que como se escriben. ¿Qué idioma hace eso? Es como si quisiera ofenderme personalmente.”

“Lo hace uno,” dijo Hadrian sin perder el ritmo. “Se llama francés.”

Dev, por su parte, levantó con ambas manos el libro que había aparecido en su pupitre. Era más pequeño, pero las letras doradas del lomo estaban escritas en devanagari, y sus ojos se agrandaron con incomprensión.

“¿Qué es esto?” preguntó, como si el tomo lo estuviera mirando de vuelta.

“Un libro de cuentos tradicionales de la India,” explicó Hadrian mientras se alisaba las mangas de su kurta. “En hindi. Leerás uno por día. En voz alta. Y si no sabes una palabra, la buscas. No es tan difícil.”

Dev lo miró como si le hubiera pedido trepar una montaña sin zapatos.

Harry levantó ambas cejas. “¿En serio? ¡Él apenas y habla inglés!”

“Y tú apenas y sabes francés,” contestó Hadrian, con una sonrisilla que dejaba claro que no tenía intención de cambiar de idea. “Podrían haberlo pensado mejor antes de andar de chistositos.”

Harry se dejó caer contra el respaldo de su silla con dramatismo exagerado. “¡No era chistosito! Era... educativo. Estaba recordándole las reglas.”

“Y ahora vas a aprender otras nuevas,” replicó Hadrian, dándose la vuelta con burla contenida. “La número diez: no provoques a quien tiene acceso ilimitado a libros pesados en idiomas que aún no dominas.”

Harry resopló. Dev apenas sonrió, todavía mirando el libro como si esperara que hablara.

Hadrian cruzó la habitación con pasos tranquilos, pasando una mano distraída por el lomo de los volúmenes en una estantería baja, como si acariciara una colección de armas en vez de cuentos. Al llegar a la puerta, se giró un momento y dejó caer una última mirada sobre los dos.

“Los quiero concentrados. No quiero que el Ministro vea desorden ni mediocridad. Y si alguno de ustedes me hace quedar mal… mañana estudiarán desde el amanecer hasta el anochecer.”

Harry alzó la mano como en una clase, “¿Eso es legal?”

“No,” dijo Hadrian, abriendo la puerta. “Pero nadie lo sabrá.”

La puerta se cerró con un clic preciso, y por un segundo, el silencio volvió. Luego, desde el otro lado, la voz de Harry se oyó con claridad.

“¡Él ni siquiera habla francés!” Dev rió. Esta vez, sin miedo.

Chapter 14: Una mala noticia para Hadrian

Notes:

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Chapter Text

El espejo de cuerpo entero frente a Hadrian reflejaba con precisión cada pliegue de su kurta color marfil, una prenda impecablemente almidonada, cerrada hasta el cuello con diminutos botones de madreperla. El tejido, ligeramente translúcido en las mangas, revelaba apenas los músculos definidos de sus antebrazos mientras ajustaba con elegancia los últimos botones de los puños. La tela estaba bordada con hilos del mismo tono, formando patrones sutiles que sólo se apreciaban a la luz adecuada, como la que entraba en diagonal por el ventanal de su habitación. Todo estaba preparado. Absolutamente todo.

La mansión entera había sido sometida a un repaso milimétrico desde temprano. Los suelos relucían, los pasillos olían a sándalo y lavanda, y los elfos domésticos se movían con precisión militar entre una última bandeja de dulces y la cocción exacta del vino especiado. Había mandado a revisar los arreglos florales —no más de dos por habitación— y que los tapices no colgaran ni una pulgada más bajos de lo reglamentario. Todo. Bajo control.

O eso creía, hasta que la voz amortiguada de una risita, seguida del claro sonido de un cajón siendo abierto con demasiada fuerza, lo obligó a alzar la vista al espejo.

No puede ser…

El reflejo le ofreció la escena con cruel honestidad: Harry y Dev, vestidos con sus kurtas festivos —tan idénticos que parecían haber salido de una caja de muñecos de lujo— estaban ambos de rodillas, medio metidos en el aparador de ropas privadas de Hadrian, revolviendo sus pertenencias con la concentración propia de un alquimista… o de un mapache hambriento.

Los bordes de las camisas de seda, las túnicas formales de brocado y hasta un cinturón de cuero negro con hebilla encantada y grabados mágicos, colgaban de los tiradores y se amontonaban en el suelo como víctimas inocentes de una guerra que Hadrian no había visto venir.

Respiró hondo. Muy hondo. El tipo de respiración que antecede al grito, al estallido... o al aneurisma fulminante.

“¿Puedo preguntar qué demonios están haciendo?” preguntó Hadrian, sin alzar la voz, pero con un tono tan contenido que hasta el espejo pareció tensarse.

Harry, sin ni siquiera sobresaltarse, se giró apenas para mirarlo por encima del hombro. Llevaba el cabello atado hacia atrás con una cinta dorada, claramente robada de algún cajón cercano, y los ojos brillaban con descaro bajo la luz.

“Dev quiere ver si tienes más de un estilo,” explicó con la naturalidad de quien comenta el clima. “Dice que sólo te ve con negro, blanco o… más negro.”

Dev, a su lado, hundido hasta la cintura dentro del tercer cajón, levantó la cabeza como un topo desde su madriguera, con un pañuelo de lino colgando de la oreja y una sonrisa culpable que mostraba los dientes.

“No encontramos nada con dibujos,” dijo, como si eso justificara su búsqueda.

Hadrian cerró los ojos por tres segundos exactos. Contó, mentalmente, hasta cinco. Luego bajó las manos con elegancia y se giró del todo hacia ellos.

“¿Y cuál es el propósito de este atentado contra la dignidad de mi guardarropa?”

Harry se encogió de hombros, levantando una túnica que claramente no debía estar arrugada.

“Pasatiempo pre-Ministro. ¿Esperabas que nos sentáramos quietos a recitar poesía mientras tú te peinabas durante media hora?”

“Primero, no me estoy peinando. Segundo, no ha pasado ni quince minutos. Tercero, ¿por qué no están en el salón, o estudiando, o... no sé, no destruyendo el orden del universo?”

“Porque ya nos bañamos,” dijo Harry, señalando su ropa con una reverencia burlona. “Y nos vestimos. Mira qué guapos estamos, ¿eh?”

Ambos niños llevaban kurtas de gala: Harry en un tono esmeralda oscuro, con bordados negros en forma de ramas; Dev, en azul profundo, con patrones de estrellas bordadas en hilo dorado. Los dos llevaban en la muñeca derecha un kada dorado, delgado pero con los grabados de los Peverell marcados con un relieve mágico. Había sido una decisión deliberada. La plata lastimaba a Dev, incluso en pequeñas dosis, así que Hadrian había mandado forjar ambos brazaletes en oro reforzado con encantamientos de protección. Y aunque lucían regios con ellos... su comportamiento distaba mucho de esa imagen.

“Parecen dos príncipes que escaparon del protocolo para jugar en el barro,” murmuró Hadrian, acercándose para tomar con cuidado una de sus túnicas arrugada. “Le tendrás que pedir perdón a los elfos. Otra vez.”

Dev se puso de pie con lentitud, recogiendo un par de pañuelos que había tirado al suelo y extendiéndolos como ofrendas.

“Lo dejamos como estaba,” dijo con voz baja, esperando claramente que eso solucionara algo.

Hadrian lo miró con una ceja arqueada. “Dev, si dejas como estaba un incendio, sigue siendo un incendio.”

Harry se rió. “Está bien, me hago responsable. Fui yo quien empezó la búsqueda. Dije que tal vez escondías túnicas con unicornios.”

“¿Túnicas con unicornios?” repitió Hadrian, incrédulo.

Harry asintió muy serio. “O ranas. ¿Quién sabe? Eres tan extraño...”

Hadrian le lanzó una mirada como si estuviera decidiendo si convertirlo en sapo o en libro de etiqueta. Pero no dijo nada. En su lugar, extendió la mano hacia la cómoda y sacó su reloj de bolsillo, una pieza antigua con runas élficas grabadas en plata —una de las pocas piezas de ese metal que nunca rozaría la piel de Dev.

“Veintidós minutos,” murmuró, más para sí que para los otros. “Fudge llega en veintidós minutos. Si ve esto…”

Harry resopló. “Se pondrá tan tieso que ni notará el desastre. Seguro llega pensando que encontrará un montón de elfos con taparrabos y niños comiendo con las manos.”

“Él verá lo que nosotros queramos que vea,” dijo Hadrian con firmeza, y luego señaló la puerta con una gracia que contrastaba con la autoridad de su voz. “Y lo que quiero es que salgan de mi habitación antes de que los congele a ambos y los exhiba como esculturas vivientes para dar la bienvenida al Ministro.”

Dev se apresuró a salir primero, tropezando con una camisa de seda en el camino. Harry se levantó más lento, estirándose como si no le doliera en absoluto haber sido echado. Mientras pasaba junto a Hadrian, se inclinó con una reverencia exagerada.

“Prometemos no robarte más tus secretos fashionistas. Por hoy.”

Hadrian no pudo evitar una sonrisa breve, aunque se notaba que aún luchaba contra la irritación.

“Una palabra más, y te cambio el kada por uno con una alarma que suena cada vez que haces un comentario sarcástico.”

Harry se detuvo, reflexionó... y luego murmuró con tono solemne:

“Valdrá la pena.”

La puerta se cerró detrás de ellos, y Hadrian se quedó de pie en medio del desastre, mirando el caos textil sobre el suelo, los cajones desordenados, las camisas descolgadas.

Suspiró.

“Espero que el Ministro esté de buen humor,” murmuró, dirigiéndose al espejo mientras alisaba con parsimonia el dobladillo de su kurta. “Porque yo, claramente, no lo estoy.”

La tarde avanzaba entre la fragancia cálida del incienso de azafrán, el leve chasquido de los leños ardiendo en la chimenea del gran salón y el silencioso vaivén de los elfos terminando de perfeccionar los detalles en las bandejas de bienvenida. Los cojines de terciopelo en tonos joya estaban alineados con exactitud casi obsesiva, las copas de cristal de Murano brillaban bajo el hechizo de limpieza más delicado, y el reloj antiguo sobre la repisa marcaba cada segundo como si cada uno costara una libra de oro.

Hadrian se hallaba de pie, impecable como siempre, con su kurta marfil ajustado al cuerpo como si la prenda hubiera sido cosida sobre su piel. Desde su posición junto a los ventanales, su mirada se desvió apenas hacia Harry, quien estaba sentado en uno de los sofás más bajos, con una pierna doblada y la otra colgando, distraídamente enredando uno de sus mechones rebeldes con el lazo dorado que, Hadrian estaba seguro, había salido exactamente de su propia colección personal de cintas.

“Deja de jugar con tu cabello,” dijo Hadrian sin alterar su tono, pero con una firmeza que rozaba el fastidio. “Un pobre elfo casi colapsa del estrés cuando intentaba domarlo esta mañana.”

Harry bufó, sin molestarse en disimular su sonrisa. El lazo dorado mantenía una coleta baja, apenas sujeta, y sus rizos oscuros escapaban por todos lados como si la misma magia se negara a que se mantuvieran en orden.

“No me desharé de él. Me gusta cómo se ve,” dijo, girando la cabeza un poco para mirar su reflejo en la ventana. “Me da estilo.”

Hadrian lo observó durante un largo segundo. Definitivamente necesita un corte antes de septiembre. No dejaré que se presente en Hogwarts como si acabara de salir de un bosque encantado. Pero no era momento para discutirlo. Había cosas más importantes por atender.

Justo cuando iba a ajustar el dobladillo de su manga con un encantamiento rápido, un estremecimiento mágico le recorrió la piel, como una corriente de aire frío que no venía de ninguna parte concreta.

Había alguien... no, dos personas, apareciendo justo fuera del alcance de las protecciones de la mansión.

Hadrian alzó el rostro de inmediato, sus sentidos afilados por años de hechizos defensivos y sigilos impuestos con runas que sólo él y los elfos podían navegar con fluidez. Estaba por llamar a uno de ellos para averiguar qué ocurría cuando una pequeña figura con grandes ojos se materializó cerca de su codo, con un leve sonido de campanillas.

“Amo Hadrian,” anunció el elfo con voz aguda y temblorosa, haciendo una reverencia tan baja que casi rozó la alfombra. “El visitante ha llegado. Suzu ya fue a recibirlos. Dijeron que venían anunciados.”

Hadrian asintió. No era necesario dar más órdenes. La maquinaria invisible de su hogar ya se había puesto en marcha.

“Perfecto,” dijo con calma, volviendo a mirar a los niños. “Si van a estar aquí cuando llegue el Ministro, necesito que se sienten como personas civilizadas y no como duendes hiperactivos. Dev, tú estás bien.”

El niño, que ya estaba sentado con las manos sobre las rodillas y la espalda recta, sonrió orgulloso. El brillo dorado del kada en su muñeca atrapó la luz del salón, y la túnica azul con ribetes de hilo plateado caía con un peso regio a su alrededor.

Harry, en cambio, resopló desde su lugar, pero se dejó caer contra el respaldo del sofá, dejando de enrollarse el cabello, aunque el lazo siguió firmemente en su lugar.

“¿Así está bien, su excelencia?” murmuró con fingida reverencia.

Hadrian lanzó una mirada breve, afilada, pero decidió no responder. No vale la pena perder la voz justo antes de lidiar con Cornelius Fudge.

Y entonces, las grandes puertas del salón se abrieron.

Entraron dos figuras. Una, regordeta y de paso presuroso, con una sonrisa ya ensayada en el rostro; la otra, más baja, más lenta, envuelta en una capa rosa chillón con encajes ridículos que parecían haber sido sacados de un armario de muñecas envenenadas. La maldita de Umbridge.

Hadrian sintió que su ojo derecho temblaba apenas, pero lo controló.

“Señor Peverell,” exclamó Cornelius Fudge, extendiendo ambas manos como si esperara un abrazo que jamás llegaría. “¡Qué honor! ¡Qué verdadera fortuna conocerle al fin!”

Hadrian hizo una leve inclinación de cabeza, la mínima que exigía la cortesía. Su voz fue suave, pero afilada como cristal tallado.

“Ministro Fudge. Subsecretaria Umbridge. Bienvenidos a la Mansión Peverell.”

Dolores Umbridge escaneó el salón con esos ojos redondos y opacos, como si intentara encontrar algo sucio o inapropiado entre los bordes de los muebles. Su voz fue empalagosa y aguda.

“Una casa... encantadora,” dijo, aunque sus labios no se movieron más de lo estrictamente necesario. “Tan antigua. Tan noble. Supongo que uno esperaría eso de un linaje tan... reservado.”

Hadrian mantuvo su expresión neutra, y les hizo una seña para que tomaran asiento en los sillones que ya estaban preparados con té y pastelillos.

Fudge apenas había comenzado a sentarse cuando sus ojos se desviaron hacia la izquierda. Y se detuvieron.

“Oh,” murmuró con sorpresa mal disimulada. “Oh, pero... ¿niños?”

Dolores giró el cuello como si alguien acabara de activar un resorte.

Sentados uno al lado del otro, con kurtas de gala y brazaletes dorados, Harry y Dev devolvieron la mirada. El primero sonreía, pero con esa clase de sonrisa que sólo alguien que ya no respeta a la otra parte puede sostener sin pestañear.

Dev, por su parte, solo parpadeó, inmóvil y silencioso.

Hadrian notó cómo Dolores fruncía los labios, apenas, con desagrado apenas contenido. No era que le importaran los niños. Es que le molestaba que no le hubieran informado.

“Ministro, Subsecretaria,” dijo Hadrian, levantando la voz con amabilidad forzada, “permítanme presentarles a mi sobrino, Harry, y a mi hijo, Dev.”

El silencio fue inmediato. Fudge abrió la boca y luego la cerró, como si estuviera masticando una pregunta que no sabía cómo formular.

Dolores, en cambio, ladeó un poco la cabeza.

“No tenía entendido que los Potter estaban emparentados con los Peverell,” dijo con suavidad afilada.

Hadrian inclinó ligeramente la cabeza hacia ella. Su sonrisa fue medida, pero en sus ojos brillaba una chispa peligrosa.

“Las verdaderas familias mágicas suelen guardar con celo sus vínculos. Pero en realidad, Subsecretaria, no existe una sola línea mágica antigua en Gran Bretaña que no tenga, en algún grado, conexión con los Peverell. Nuestra sangre está en los cimientos del país.”

Dolores se ruborizó. El tono de Hadrian era cortés, pero el contenido de sus palabras había sido una bofetada disfrazada de historia genealógica.

“Sí, sí, claro... ahora que lo dice... recuerdo haberlo escuchado… en algún lado,” murmuró, acomodándose el cuello alto de su capa con una mano temblorosa.

Harry, mientras tanto, murmuró al oído de Dev: “¿Ese perfume es de gato muerto o de flor podrida?”

Hadrian lo escuchó. Claro que lo escuchó. Giró la cabeza apenas y le lanzó una mirada tan helada que Harry se encogió un poco, como si recordara que podía ser castigado en cualquier momento.

Hadrian retomó su postura perfecta, cruzando las piernas con cuidado mientras se inclinaba hacia Fudge, quien aún los observaba con desconcierto.

“Entiendo que ha habido preocupaciones respecto a mi sobrino Harry. Confío en que hoy podremos aclararlas todas.”

Fudge forzó una sonrisa. “¡Por supuesto, por supuesto! Lo más importante es el bienestar del niño... del joven Potter.”

Harry seguía sonriendo. Pero era una sonrisa demasiado falsa. Dev lo miró de reojo, sin decir nada, sólo aferrándose a su kada, como si supiera que aquel salón estaba a punto de volverse un campo minado disfrazado de sala de té.

Cornelius Fudge lo observaba con esa mezcla de fascinación y precaución que uno tendría hacia un basilisco dormido en medio de una joyería. Su bigote tembló apenas antes de soltar la primera pregunta, con un intento de sonrisa cordial.

“Señor Peverell… Hadrian,” corrigió con un gesto de manos amplias, “no es que me desagrade su presencia aquí, por supuesto que no. ¡Todo lo contrario! Pero uno no puede evitar preguntarse… ¿por qué ha esperado tanto para presentarse ante la comunidad mágica de Gran Bretaña?”

La mirada de Hadrian se desvió por un instante hacia Harry, que estaba aceptando una taza de té de manos de Suzu, la elfina que había permanecido en la esquina del salón durante toda la conversación. La pequeña criatura hizo una reverencia profunda y desapareció con un suave estallido de aire cálido, dejando tras de sí un rastro de aroma a canela y rosas secas.

Hadrian no contestó de inmediato. Se tomó el tiempo de ajustar el ángulo de su taza y de exhalar, como si rebuscase la respuesta correcta entre los pliegues de los siglos que cargaba sobre sus hombros.

“Hace generaciones,” comenzó con voz templada, profunda y clara, “mi familia directa decidió abandonar Gran Bretaña. Viajaron a la India, donde residieron en relativa paz, lejos de los vaivenes políticos y las exigencias sociales que siempre han perseguido a los Peverell.”

Sus ojos, castaños oscuros casi rojizos bajo la luz, se detuvieron otra vez en Harry, que ahora bebía de su taza con aire casi indiferente, pero Hadrian podía notar el leve movimiento en sus dedos. Un tic. El niño estaba escuchando con más atención de la que aparentaba.

“Por años viví allí, entre mi gente, sin la intención de regresar. Pero ciertas noticias me alcanzaron… rumores de que aún quedaba familia aquí. Vínculos olvidados, quizás. Y decidí volver, para ver con mis propios ojos lo que quedaba de mis raíces.”

Dolores Umbridge hizo un ruidito nasal, como si acabara de inhalar polvo. “¿Y por qué apenas ahora hemos recibido noticia de su regreso?”

Hadrian giró la cabeza hacia ella con lentitud. Su expresión seguía siendo educada, pero hubo algo en la forma en que su cuerpo se quedó completamente quieto —incluso el leve tamborileo de sus dedos contra la taza cesó— que hizo que el aire pareciera espesarse.

“No me gusta llamar la atención,” respondió en tono suave, “ya es suficiente carga ser el último Peverell, Subsecretaria. No necesito, además, adornarme con anuncios grandilocuentes.”

Fudge rió, un sonido tenso. “Claro, claro… ¡modestia! ¡Una cualidad rara hoy día!”

Las preguntas siguieron. Interrogantes sobre su vida en el extranjero, sobre su fortuna, su opinión del estado actual del Ministerio, y Hadrian las respondió todas con la calma de un hombre que ya había ensayado esas respuestas mil veces frente al espejo, con una copa de vino en la mano y su reflejo como único jurado.

Y entonces llegó el verdadero veneno.

Dolores inclinó la cabeza hacia él con su sonrisa de sapo en flor. “¿Y por qué no notificó a las autoridades que tenía al joven Potter bajo su cuidado?”

El silencio que se hizo en el salón fue denso. Harry alzó la vista, su sonrisa muriendo en el borde de su taza, y hasta Dev —que había estado sentado con una disciplina impecable— dejó de moverse por completo.

Hadrian no parpadeó. Levantó la mirada, clavándola en Dolores con una intensidad tranquila, pero brutal. Sus ojos, bajo la luz suave del salón, se veían más rojos que marrones, como si la sangre que corría de sus víctimas estuviera despertando lentamente.

“Harry es mi sobrino. Y como su único pariente vivo, tengo el derecho legal y moral de acogerlo, si él así lo desea.”

Harry asintió sin pensarlo, con una firmeza inusitada. “Él me encontró. No lo obligué a nada.”

“Después de todo,” continuó Hadrian sin apartar la vista de Umbridge, “yo soy la única familia que le queda.”

Fudge se removió incómodo. Sus dedos gordos se frotaron entre sí como si buscara espantar la tensión.

“Bueno… de hecho, hubo un incendio. El lugar donde se sabía que Harry vivía… los Dursley, ¿verdad?”

Hadrian bajó la mirada hacia su taza. Fingió pena. Fue una actuación perfecta: los labios tensos, los ojos entornados, los hombros apenas más bajos.

“Preferiría no hablar de ello, Ministro. Harry aún no supera lo ocurrido. Es… doloroso.”

Harry bajó los ojos. No porque sintiera pena —nada de eso— sino porque de pronto se sintió abrumado por la intensidad de Hadrian. No está triste. Está conteniéndose.

Pero entonces Dolores abrió la boca. “Al menos no ha perdido a todos.”

El silencio fue tan seco como el crujido de una rama quebrándose.

Hadrian alzó la mirada con lentitud, como una serpiente que ha sido provocada. “¿A qué se refiere?”

Fudge se adelantó, torpemente.

“¡Oh! Ah, no es nada grave, claro… sólo queríamos decirle que, según los informes que nos llegaron hace un par de días… Petunia Dursley y su hijo, Dudley, sobrevivieron.”

Si alguien hubiera soltado una explosión en medio del salón, habría causado menos daño que la tensión que se desató en ese momento.

Hadrian no dijo nada. No gritó, no maldijo. Pero sus dedos se aferraron a los apoyabrazos de su silla, la madera crujió apenas, y su magia, suave como seda hasta ahora, se arrastró por el aire como un animal invisible que comenzaba a mostrar los colmillos.

Harry, en su lugar, no reaccionó con sorpresa. Solo miró hacia la ventana, su expresión endureciéndose.

Hadrian no lo sabía. No se lo habían dicho. Porque si lo supiera, la casa entera estaría en ruinas.

Hadrian respiró hondo, y su voz, cuando volvió a hablar, fue un hilo de seda teñido en veneno. “Curioso. Pensé que estaban muertos. Quizás el informe estaba incompleto.”

Y con un simple gesto de su mano, cambió de tema.

“Pero no estamos aquí para hablar de tragedias. Tengo entendido que les interesa conversar sobre colaboración… causas benéficas, ¿no?”

Justo entonces, un pequeño elfo vestido con galas púrpuras apareció al borde del salón.

“La cena está servida, Amo Peverell.”

Hadrian se levantó con una gracia felina, extendiendo una mano hacia sus invitados. “Por favor, acompáñenme. La noche es joven.”

El comedor era un templo de mármol y madera oscura, iluminado por lámparas de cristal encantado que flotaban suspendidas como estrellas. La mesa larga estaba vestida con manteles de lino antiguo, vajilla de plata negra y copas con bordes dorados.

Hadrian, como buen anfitrión, los condujo a sus lugares.

Fudge, con entusiasmo excesivo, buscó hacer que Hadrian tomara el asiento central —el trono Peverell, como lo llamaban— y Hadrian lo aceptó con una sonrisa que no decía nada pero lo prometía todo.

Durante la cena, Fudge habló de alianzas, de apariencias, de cómo sería bueno que el último Peverell apoyara las iniciativas del Ministerio, sobre todo en eventos caritativos, donaciones y actos públicos.

Dolores, más sutil, intentó hablar de orden, de estructuras necesarias en la educación mágica, de reglas y vigilancia.

Hadrian escuchaba. Sonreía. Respondía con frases perfectas, ni comprometedoras ni evasivas. Dev comía en silencio, perfectamente educado, y Harry jugaba con un trozo de pan sin dejar de observar a Umbridge como si fuera una cucaracha en una servilleta de seda.

Eran, para ojos ajenos, la imagen de una familia ejemplar. Pero bajo la superficie, la tormenta se gestaba.

Las copas tintineaban con un eco suave mientras el aroma de azafrán, cardamomo y vino tinto flotaba en el aire como una promesa delicada. La cena en la mansión Peverell continuaba como un vals silencioso entre diplomacia y tensión. Los platos se pasaban uno tras otro con la precisión de una ópera: sopa de zanahoria especiada, cordero al estilo mogol con pétalos de rosa cristalizados, arroz basmati teñido de dorado por el azafrán importado… cada detalle pensado, cada textura cuidada, como si el banquete mismo fuera una declaración.

Hadrian mantenía la cabeza ligeramente ladeada, observando a sus invitados con la tranquila paciencia de un depredador saciado. Fudge se había lanzado a una conversación sobre los beneficios de la visibilidad política, mientras Dolores Umbridge bebía su vino como si juzgara su color por encima de su sabor.

Y luego, sin previo aviso, Hadrian inclinó la cabeza hacia los niños. Su tono fue tranquilo, aunque su intención estaba tan clara como el filo de una daga.

“Harry, Dev… ¿les parece si comparten sus opiniones sobre lo que el Ministro ha propuesto? Me interesa escuchar su perspectiva.”

Dev se irguió de inmediato, recto como una estatua. No apartó la mirada de los cubiertos, pero cuando habló, su voz fue firme, modulada y sorprendentemente serena.

“Creo que la visibilidad tiene su valor… si se controla cuidadosamente. Exponerse demasiado puede atraer atención equivocada.”

La pausa que siguió fue mínima, pero palpable. Hadrian no movió un solo músculo, aunque una chispa de orgullo brilló en sus ojos. Dolores, por su parte, arrugó la nariz de forma casi imperceptible.

“Muy sensato, jovencito,” murmuró Fudge, aunque su sonrisa se volvió algo forzada.

Harry, que hasta ese momento jugaba con la corteza de pan entre los dedos, soltó un suspiro breve y se giró hacia el Ministro con una expresión amable, casi ensayada.

“Yo creo que la visibilidad no lo es todo,” dijo con una suavidad ensayada, como quien lanza dulces palabras con alfileres escondidos. “A veces es mejor que las personas piensen que uno es menos de lo que realmente es. Eso les hace bajar la guardia.”

Fudge soltó una carcajada incómoda, entre divertido y desconcertado. Umbridge entrecerró los ojos.

Hadrian alzó su copa, como si el comentario de su sobrino hubiese sido una bendición.

“Mis niños han sido educados con el respeto que merecen sus apellidos. Ambos entienden que incluso las palabras más dulces deben usarse con precisión.”

Harry sonrió, elegante, como si no hubiese dicho nada más que la receta del postre.

Dev, por su parte, asintió con educación, y aunque su postura permanecía controlada, sus dedos se crispaban suavemente sobre la servilleta de lino. Había aprendido a disimular el nerviosismo con una destreza que ningún niño de su edad debería necesitar, y sin embargo lo hacía.

Fue entonces cuando Fudge, con un entusiasmo mal disimulado, se inclinó hacia Hadrian con una copa en mano y la voz algo subida por el vino.

“Señor Peverell, no puedo evitar pensar que sería un auténtico privilegio para la comunidad mágica poder recibirlo… conocerlo. Me atrevería a sugerir que sea el Ministerio quien organice su primera aparición formal. Sería… simbólico.”

Hadrian entrecerró los ojos un segundo, no en juicio, sino en cálculo. Fingió pensarlo, dejando que el silencio reposara sobre la mesa justo el tiempo suficiente para que la tensión se volviera tangible.

“Es una oferta generosa, Ministro. Supongo que si alguien como usted lo propusiera directamente a los círculos de sociedad… incluso el señor Malfoy lo consideraría con interés.”

Y ahí estaba. La pieza colocada sobre el tablero con una precisión quirúrgica.

Fudge sonrió, encantado de poder mostrar su influencia. “Oh, Lucius, claro. Un gran amigo. Sé que estaría más que interesado en conocerlo. Puedo enviarle una lechuza mañana mismo.”

Hadrian inclinó levemente la cabeza, elegante como un rey concediendo audiencia. “Le estaría muy agradecido.”

Dolores se aclaró la garganta, su voz como un cuchillo envuelto en encaje. “Y con respecto a la educación de estos jóvenes… ¿está seguro de que no necesitan… intervenciones más institucionales? Hogwarts, por ejemplo, no es el único que pronto iniciara su año escolar. Sería prudente garantizar una transición… ortodoxa.”

La sonrisa de Hadrian fue lenta, gélida, y tan afilada como una hoja recién forjada.

“No se preocupe, señora Umbridge. Harry asistirá a Hogwarts como corresponde. En cuanto a Dev, su educación está en manos más capaces de lo que ningún sistema podría ofrecerle. Pero claro… agradeceré sus recomendaciones si llega a sentir que tiene alguna más relevante.”

El tono de su voz era impecable, cortés, y sin embargo logró que Dolores desviara la mirada a su plato con una tensión casi imperceptible en la mandíbula.

Fudge, ignorando la incomodidad de su acompañante, se inclinó hacia Harry con una expresión curiosa.

“Y tú, joven Harry, ¿tienes ganas de iniciar el colegio?”

Harry inclinó la cabeza, con una dulzura tan ensayada que por un segundo pareció real. “Por supuesto, señor Ministro. Me encanta aprender cosas nuevas.”

Luego hizo una pausa y, sin perder la sonrisa, añadió: “Además, ansió tener clases con profesores que no terminen desmayándose por mis ocurrencias.”

Hadrian tosió suavemente en su copa de vino para ocultar una carcajada.

Fudge rió a carcajadas, encantado por la ocurrencia, mientras Dolores simplemente fruncía los labios en una mueca de censura.

Dev, por su parte, levantó levemente la mirada hacia Harry con algo que se parecía a una sonrisa tímida. No hablaba más de lo necesario, pero observaba todo. Y cuando los ojos oscuros de Hadrian se encontraron con los suyos, un leve asentimiento fue suficiente.

Sabía cuándo intervenir y cuándo callar. Y para Hadrian, eso valía más que mil discursos.

El resto de la cena transcurrió en una mezcla de elogios moderados, vino servido con cortesía y temas cuidadosamente seleccionados: neutralidad política, restauración de propiedades antiguas, alianzas filantrópicas.

Hadrian jugó el papel del noble cultivado con una perfección irreal.

Fudge se deshizo en planes sobre recepciones y eventos, mientras Dolores lanzaba preguntas cuidadosamente formuladas sobre cómo planeaba Hadrian influir en la próxima generación.

Hadrian solo sonreía.

Harry fingía ser el niño encantador que todos deseaban ver.

Y Dev, callado pero firme, era la sombra silenciosa que nadie podía ignorar.

Al final de la cena, mientras los postres eran servidos —helado de pétalos de jazmín y dulces de sésamo tostado—, Hadrian alzó su copa una vez más, esta vez hacia sus invitados.

“Espero que esta noche haya sido tan agradable para ustedes como lo ha sido para nosotros. Siempre es grato conocer a quienes guían los caminos de la magia en nuestra nación.”

Fudge levantó su copa con entusiasmo, sin sospechar que en el fondo de aquella copa, ya había quedado atrapado. Y Umbridge… simplemente bebió. Con torpeza. Como si aún no supiera que ya había perdido la primera partida.

El aire dentro del vestíbulo era tibio, casi perfumado por la fragancia persistente de las flores nocturnas que se deslizaban desde los jardines encantados a través de las ventanas abiertas. La despedida, sin embargo, estaba teñida de una cortesía que rozaba lo insoportable.

Cornelius estaba rojo de tanto sonreír, sus mejillas sudaban un entusiasmo que ni siquiera su sombrero ladeado podía disimular.

“Ha sido una velada maravillosa, señor Peverell, absolutamente… exquisita. No todos los días uno se encuentra con alguien tan elegante, tan generoso, tan—”

Hadrian inclinó apenas la cabeza, su sonrisa aún perfecta, aún tan impecable como la curvatura de los dedos de Dev dedos envueltos en guantes de encaje negro. “Le agradezco sus palabras, Ministro. Confío en que su regreso sea tan placentero como su compañía esta noche.”

Umbridge, entre risitas agudas y ojos brillantes, extendió su mano enguantada de rosa, sosteniéndola sobre la de Hadrian más tiempo del necesario. Los dedos de ella temblaban ligeramente, quizás por la emoción, quizás por el peso de un intento mal disimulado de coquetería.

“Espero que podamos volver a vernos pronto, señor Peverell. Es raro encontrar a alguien que comprenda la importancia de las reglas… y la cortesía.”

Hadrian sostuvo su mano con la misma delicadeza con la que uno sostiene una serpiente venenosa, ni un gramo más de fuerza, ni un gramo menos.

“Estoy seguro de que el destino nos encontrará otra vez, señora Umbridge.” Su voz fue un eco suave, como una brisa que no refresca, sino que recuerda una tormenta venidera.

Y fue solo cuando los visitantes atravesaron las protecciones, más allá del umbral de la mansión, que Hadrian se permitió exhalar con dureza.

La sonrisa cayó de su rostro como una máscara húmeda.

Con dedos elegantes, extrajo de su bolsillo un pañuelo bordado con hilos plateados y limpió su mano con una lentitud casi ritual. No había ni un rastro visible en su piel, ni una mancha que delatara el contacto, pero Hadrian no limpiaba la carne, sino el recuerdo.

“No debo decir mentiras.”

Las palabras aún ardían como espectros grabados en su memoria, justo allí donde los dedos de Dolores habían osado posarse.

Había sido esa mano. La misma. Donde aquella pluma infame había tallado cada letra con crueldad delicada. Y aunque la piel ya no cargaba la cicatriz, su alma la recordaba como si aún sangrara.

“¿Hadrian?” La voz de Harry llegó baja, casi culpable, desde el pasillo. El niño no había querido interrumpir, pero la forma en que su guardián miraba a través del ventanal, inmóvil, tenso como una cuerda de violín, lo inquietaba.

Hadrian no giró la cabeza. “Vayan a dormir.”

“Pero—”

“Harry.” Su voz fue un chasquido suave, sin volumen pero con filo. El niño supo que era mejor no insistir.

Harry bajó la mirada, frustrado. Dev, que lo acompañaba, le tomó del brazo con la misma serenidad que usaba al cerrar un libro. No hablaron. No era necesario. Ambos sabían leer los silencios de Hadrian. Sabían cuándo la mansión debía quedar en calma.

Y Hadrian, sin mirarlos, pasó a su lado.

Sin palabras.

Sin gestos.

Sin ni siquiera el leve suspiro que a veces usaba para disculparse sin decir nada.

Sus pasos resonaron por el corredor como martillos de terciopelo. La oscuridad no necesitaba luces. Las paredes se iluminaban con su propia magia, un fulgor blanco-azulado que acariciaba la piedra y reverberaba en los espejos antiguos colgados en los pasillos.

Abrió la puerta de su estudio. Y no la cerró.

La dejó abierta. Tal vez por costumbre. Tal vez porque sabía que nadie se atrevería a entrar.

Dentro, el estudio era un santuario de sombra y conocimiento. Estanterías que se elevaban hasta el techo abovedado, libros antiguos que exhalaban un perfume a magia antigua, vitrinas con artefactos que vibraban con poder dormido. La chimenea encendida lanzaba un fulgor cálido sobre la alfombra de lana negra y los sillones de terciopelo vino.

Hadrian no se sentó.

No bebió.

No pensó.

Solo se quedó de pie.

Y su cuerpo comenzó a temblar.

Al principio fue un pequeño estremecimiento, como el crujido de una hoja bajo el pie. Luego, un espasmo en los hombros. Las manos se cerraron en puños tan apretados que los nudillos palidecieron. Y entonces, sin previo aviso, su ira explotó.

Un aullido bajo y gutural salió de su garganta.

Un rugido contenido por años.

Una mezcla de furia, traición, odio.

Y dolor.

Con un movimiento de su mano, lanzó el tintero de obsidiana contra la pared. El objeto estalló como cristal bajo una maldición, derramando tinta negra como sangre coagulada sobre los tapices.

Uno de los espejos se resquebrajó por la presión mágica que comenzaba a elevarse en la sala.

Otro chasquido de su varita y una silla voló por los aires, partiéndose en dos al estrellarse contra el escritorio.

“¡VIVOS!” escupió Hadrian con una voz que no parecía humana, su respiración agitada como la de una bestia enjaulada. “¡Maldita sea, están vivos!”

Golpeó el escritorio con ambas manos, las venas de sus brazos marcándose como raíces en tierra seca.

“No puede ser… yo los vi. ¡Los vi dentro! ¡El fuego debió—!”

Se detuvo. Sus pupilas dilatadas miraban el vacío. La habitación vibraba con su magia. Cada objeto parecía resistirse a su poder, como si temieran ser el próximo en caer bajo su furia.

Petunia…” susurró. “Dudley…” El nombre fue escupido con un asco visceral. “De todas las personas… ellos… ellos no…”

Se llevó ambas manos al rostro, y por un instante, su respiración se volvió errática, entrecortada, como si su pecho no pudiera contener la tormenta que rugía dentro de él.

Una risa baja y rota escapó de su garganta. Una carcajada amarga.

“Y Vernon muerto… y aún así no me basta…”

Sus piernas finalmente cedieron. Se dejó caer sobre el sofá, apoyando los codos en las rodillas y hundiendo el rostro en las manos.

El silencio que siguió fue más profundo que la ira era un vacío absoluto. Un pozo en el que caía lentamente.

Y allí, en la soledad de su estudio, Hadrian permitió que una lágrima se deslizara por su mejilla. Una. Solitaria. Como si llorar más fuera rebajarse. Como si esa gota representara todo el odio que aún no podía soltar, todo el amor que alguna vez entregó a quien nunca lo mereció.

Los Dursley aún viven.

Esa frase se clavó como un puñal helado en su mente. Una verdad que no podía ignorar. Una amenaza que volvía del pasado para recordarle que su obra… no estaba terminada.

Pero aún no.

Respiró hondo. Muy hondo.

Y se levantó.

El estudio volvió a calmarse, aunque las sombras parecían seguir respirando con él.

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La habitación olía a antiséptico, a látex y a un silencio tenso, uno tan espeso que incluso la maquinaria médica parecía murmurar con cada pitido, como si sus respiraciones artificiales no pudieran soportar el peso del aire que las rodeaba. La luz era tenue, apenas filtrándose a través del cristal por el cual se veía una luna sin rostro. Las paredes de aquel hospital privado, reservado solo para los pacientes de más alto perfil, parecían estar tan frías como los metales que rodeaban la camilla.

Hadrian estaba de pie, inmóvil, como si fuera parte del mobiliario. Sus manos, perfectamente entrelazadas frente a su vientre, descansaban con una calma antinatural. No vestía como un visitante, ni siquiera como un familiar: su traje negro, de corte antiguo, brillaba apenas bajo la lámpara, con los puños de encaje asomando por debajo de las mangas, y un broche de obsidiana en la garganta que atrapaba la escasa luz. Había algo en su postura, en sus ojos abiertos sin pestañear, que hacía que hasta las sombras se apartaran de él.

En la camilla, rodeada por tubos y vendajes que parecían no ser suficientes para cubrir la devastación de su cuerpo, Petunia Dursley yacía inmóvil, atrapada entre la conciencia y el dolor. Su rostro era un mosaico de piel quemada, ampollas secas y parches de vendaje blanco, donde el fuego había decidido dejar su firma. Solo uno de sus ojos, enrojecido y húmedo, logró abrirse con dificultad, pestañeando como si raspara cristales con cada movimiento.

Cuando vio al hombre de pie junto a su cama, su cuerpo intentó reaccionar. Un sobresalto mínimo, un temblor en sus dedos entumecidos, un grito que quiso abrirse paso por su garganta quemada… pero no llegó a salir.

Hadrian sonrió.

No una sonrisa amable.

No una sonrisa compasiva.

Fue una mueca elegante, precisa, que apenas levantó una comisura de sus labios.

“Shh…” susurró, con un dedo en los labios y una mirada tranquilizadora que no encajaba con la oscuridad en sus ojos. “No querrás despertar a los demás pacientes. Después de todo, ellos no tienen la culpa de que estés aquí.”

Petunia intentó moverse, pero los monitores que la rodeaban comenzaron a aumentar su ritmo, el pitido marcando con más insistencia el aumento de su frecuencia cardíaca. Un leve espasmo en su pierna fue todo lo que pudo lograr.

Hadrian se acercó un paso.

Luego otro.

Y se inclinó apenas, para mirarla de cerca.

“Lamento mucho verte así, de verdad que lo lamento…” dijo con voz casi melancólica, como si estuviera describiendo una escena de teatro trágico. “Tu muerte debía ser lenta un castigo merecido. Pero no tan lenta. No tan indolora.”

Petunia quiso gritar. Esta vez se forzó con todas sus fuerzas a mover los labios, a emitir algún sonido. Solo logró un gemido áspero y ahogado, como el llanto de un niño sin aire. Lágrimas comenzaron a brotarle del único ojo que podía usar.

Hadrian alzó su varita, despacio.

No la apuntó.

Solo la mostró.

La hizo girar entre sus dedos, como un bailarín que se prepara para la última escena.

“¿Recuerdas la cocina?” susurró. “La misma donde solías arrojar los platos para que él los fregara de rodillas. La misma donde le servías comida rancia, o donde lo encerrabas con los insectos.”

Petunia se estremeció. El pitido volvió a aumentar. La varita brilló ligeramente cuando Hadrian jugó con su punta.

“Bastó con abrir las hornillas. Todas. Un aroma dulce, casi imperceptible. Y luego…” Se inclinó un poco más, acercándose a su oído. “Una chispa.”

Ella sollozó con fuerza, ahora sí, sacudiendo débilmente la cabeza. Pero Hadrian no se detuvo. Era un susurro lo que usaba, sí, pero uno cargado de veneno, de esa clase de ira que se fermenta durante años, que ya no grita, solo corta.

“Quise darte el mismo infierno que creaste. Que no pudieras correr. Que vieras cómo se derrumbaban las paredes a tu alrededor, cómo la casa que tanto cuidaste se convertía en un horno.”

Petunia temblaba. Lágrimas calientes caían por su mejilla vendada. El pitido se aceleraba cada vez más.

Hadrian continuó.

“Dudley gritó primero, ¿lo sabías? Fue su voz. Supe que estaba despierto cuando lo oí. Gritó como un niño pequeño… uno de esos gritos que siempre ignoraste. Fue perfecto.”

Petunia gritó entonces, pero no con voz. Sus labios temblaban en silencio. La angustia la asfixiaba. Intentó alzar la mano hacia su rostro, como si al taparse los oídos pudiera escapar del relato, como si pudiera borrar lo que ya se había escrito con sangre.

Hadrian bajó un poco su varita.

“¿Te cuento lo más bello? Hice que lo olvidaras. A tu hijo. A ese gordo egoísta que criaste con más amor del que él supo devolver. Te lo borré de la mente. Como tú lo hiciste conmigo olvidando el amor de mis padres. Y sabes qué fue lo peor…” Hizo una pausa, contemplando con atención su reacción. “…que tu corazón aún llora por él. Lo olvidaste, pero el alma no olvida. Eso, Petunia, eso es lo más delicioso.”

Ella gimió con fuerza. Su cuerpo entero se estremecía, pero no podía huir. No podía siquiera levantar la cabeza.

“Todo el dolor que le causaste a Harry… todo lo que hiciste conmigo… lo vamos a devolver. Con intereses.”

Petunia entonces lo miró, por primera vez, con algo que no era solo miedo: confusión. Duda.

Hadrian se agachó lentamente, sus rodillas tocando el borde acolchado de la camilla. Y en voz baja, casi como si le contara un secreto íntimo, susurró:

“Soy Harry.”

La habitación se volvió más fría.

“Soy el niño que metiste en un armario durante años. Al que le negaste comida. Al que dijiste que era una aberración, una mancha, una cosa. ¿Me reconoces ahora? No en la cara… claro que no. Pero mírame bien.”

Se acercó a su rostro, a centímetros de su aliento entrecortado, y sus ojos rojos se clavaron en los de ella con una intensidad que dolía.

“Vengo de otro mundo. Uno donde también te maté. Pero en ese… te tuve clemencia. Me dejé convencer por la idea de que eras humana. Que podías cambiar. Qué estupidez, ¿no crees? Porque no cambiaste.”

El pitido se volvió agudo.

Con un movimiento de su varita, Hadrian desconectó uno a uno los cables.

Uno a uno, las máquinas fueron silenciadas con su magia antes de que pudieran dar la alarma.

Petunia intentó moverse, gritar, mirar a algún lado, pero no había escapatoria.

“Tranquila…” susurró. “Voy a tratarte como tú nos trataste. Con cuidado. Con disciplina. Con indiferencia.”

En ese momento, sin volverse, Hadrian habló con voz firme, como si supiera perfectamente que no estaba solo.

“Dev, ven y ayúdame.”

El niño, oculto en una esquina de la habitación, apenas visible bajo la sombra de una lámpara, se movió. Lentamente. Como si cada paso costara aire.

Dev se acercó con los ojos abiertos como platos, con una expresión aterrada que trataba de contener.

No conocía a la mujer en la camilla. Solo sabía que era mala. Que algo dentro de ella había causado tanto sufrimiento a quien él más quería.

Pero aún así… verla así, tan rota, tan destruida…

Dev miró a Hadrian con ojos suplicantes. Y luego miró a Petunia. Ella lo miró también, como si en él aún hubiera algo de salvación.

Pero Dev bajó la vista. No dijo nada. Solo se quedó allí, junto a Hadrian, mientras este desconectaba el último cable.

Y con voz fría, cortante como el cristal bajo la luna, Hadrian murmuró: “Ahora, que empiecen las verdaderas disculpas.”

Y en la penumbra de esa habitación de hospital, donde la vida y la muerte bailaban al borde del abismo, Petunia Dursley entendió –por fin– lo que era el miedo. El verdadero miedo. El que no arde en la piel… sino en el alma.

Notes:

¿Pueden imaginar el como usara Hadrian a Dev?

Doble capitulo solo porque ya quiero que Hadrian y el pequeño Draco se conozcan y también porque me gusta leer sus comentarios ✨

Chapter 15: ¿Si era malo por que se sintió tan bien hacerlo?

Summary:

Hadrian se reencuentra con el pequeño Draco de 11 años y algo maravilloso sucede para el amo de la muerte.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

La habitación estaba iluminada por la luz tenue de los faroles encantados que flotaban cerca del techo abovedado, derramando reflejos cálidos sobre las paredes talladas con patrones florales. Desde que Hadrian y los niños habían llegado a la antigua mansión Peverell, todo —desde los corredores forrados de tapices hasta la vajilla con incrustaciones de zafiro— respiraba la herencia de sus últimos moradores: una rama de los Peverell que había vivido en la India durante generaciones. Por eso los armarios estaban llenos de kurtas de seda bordada, dhotis con cintas de oro, chales teñidos a mano, y por eso Hadrian había decidido, con naturalidad, adoptar aquel estilo. Al menos hasta hoy.

Se inclinaba frente a Harry ahora, ajustándole el cuello de la camisa que apenas ayer había mandado traer. Era una camisa negra entallada, sencilla pero elegante, acompañada por pantalones ajustados y zapatos nuevos de cuero. El pequeño parecía a punto de estallar de emoción, tamborileando los dedos sobre sus muslos mientras Hadrian le alisaba el frente de la tela con una concentración exagerada.

“¿Sabes que vas a arrugarla antes de llegar al desayuno si no dejas de moverte?”, murmuró Hadrian, con una sonrisa apenas visible en el borde de los labios.

Harry se encogió de hombros, pero no dejó de moverse.

“¡Es que estoy emocionado! ¡Hoy es el día! ¡Voy a Hogwarts! ¡Al fin! ¡Y con ropa que no parece una cortina de templo!”

Hadrian levantó una ceja sin molestarse en ocultar su desaprobación. “Los kurtas eran de excelente calidad. Seda pura. Bordados a mano.”

“¡Sí, lo sé! Pero tenía miedo de que al caminar sonaran como campanas de viento”, rió Harry, girando sobre sí mismo para mirarse en el espejo, luego lanzando una mirada fugaz hacia Dev, que se mantenía en la esquina de la habitación, sentado en el diván de terciopelo color uva, con las manos sobre las rodillas, inmóvil.

El silencio de Dev no pasó desapercibido para Hadrian, pero no comentó nada. A diferencia de Harry, que irradiaba entusiasmo como si hubiera estado conteniéndolo durante días, Dev parecía tragarse cada minuto con una seriedad incómoda, su boca apretada en una línea recta, sus ojos bajos pero no abatidos.

Harry frunció el ceño, acercándose con pasos ruidosos. El brillo del sol que entraba por los vitrales se reflejaba en su cabello azabache.

“Dev, ¿estás bien? ¡Es un gran día! Quiero decir… sé que no puedes venir, pero prometo escribirte. Y Hadrian dijo que cuando regrese de las vacaciones podríamos irnos de viaje. ¡Y seguro que me dejaran traerte un recuerdo!”

Dev asintió sin levantar la cabeza.

Hadrian no intervino. Solo observaba. Había una tensión en el aire que era casi tangible, una bruma invisible que Harry parecía no notar, o no querer ver.

Su inocencia es su escudo, pensó Hadrian, y por un instante su mirada se suavizó… pero sólo por un instante.

Cuando salieron al comedor, el ambiente conservaba la majestuosidad que se había vuelto costumbre. Las columnas talladas, las lámparas flotantes con forma de lotos, los tonos dorados que se deslizaban por la superficie de la mesa como si la luz tuviera textura.

Harry se lanzó sobre su asiento, aún parloteando.

“¿Y si me toca en Gryffindor? Aunque me gustan las serpientes… ¿Tú en qué casa estabas, Hadrian? ¿O eso no importa aquí?”

“Importa”, respondió Hadrian, sirviéndose té con movimientos lentos. “Pero prefiero que tú dejes que el sombrero decida por ti, ¿recuerdas que hablamos sobre eso?”

Harry asintió solemnemente, aunque una sonrisa se escapaba por la comisura de sus labios. Luego empezó a hablar sobre los libros que había hojeado, las túnicas nuevas, su varita que parecía tener “carácter”, y sobre lo curioso que era que los carros de Hogwarts sólo se vieran si uno había visto la muerte. Hadrian se limitaba a escucharlo. Dev apenas tocó su comida, bebiendo agua en lugar de leche, sin decir palabra.

Fue Harry quien volvió a romper el silencio con una carcajada ligera.

“¡Creo que Dev está celoso porque voy a vivir aventuras mientras él se queda contigo!”

Hadrian no rió. Dev tampoco. Y por un instante, el silencio fue tan profundo que pareció pesar sobre los hombros del niño como una mano invisible.

Después del desayuno, subieron juntos para verificar el baúl, las plumas, las túnicas, los libros. Harry abría y cerraba cajones, emocionado por asegurarse de que todo estuviera en orden, mientras Hadrian se ocupaba de revisar los sellos mágicos del baúl. El equipaje de Harry estaría encantado para no ser robado, para no perderse, para volver automáticamente a él si alguien intentaba extraviarlo.

Todo estaba medido. Calculado. Planeado.

Hadrian se acercó a la ventana mientras Harry hablaba sobre los rumores del Expreso de Hogwarts. Miró el reloj antiguo del escritorio. Faltaban más de dos horas para la salida del tren, pero el apremio no era por el tiempo. No, Hadrian quería estar allí antes. Quería que lo vieran. No por los niños, ni por la estación. Quería a los Malfoy.

“Hoy todo cambiará”, dijo en voz baja, mientras en el reflejo del cristal veía a Harry sonreír, y a Dev… aún clavado al fondo de la habitación, con la mirada gacha, los puños apretados contra sus muslos.

Hadrian se giró.

“Harry, ve a ponerte el abrigo. No vamos a llegar tarde.”

El niño corrió, su energía iluminando el pasillo. Dev se levantó del asiento, caminó hacia él con pasos controlados.

Hadrian lo miró, deteniéndolo con la mirada. No hubo palabras. Solo el leve temblor en las comisuras de los labios de Dev, como si fuera a pedir algo. Un “no me dejes”, tal vez. Pero lo que vio en los ojos de Hadrian lo detuvo.

Porque sabía que ese día, en cuanto el tren se alejara con Harry en uno de sus vagones, ya no habría cortinas de seda ni incienso que lo protegieran. Y el infierno, con su nombre tallado en cada esquina, comenzaría.

Hadrian apoyó una mano sobre su hombro, firme. “Hoy lo vas a lograr.”

Dev tragó saliva. No respondió.

Hadrian alzó la varita con la precisión medida de un cirujano. La punta vibró con una chispa tenue, una línea dorada que envolvió el baúl de Harry con suavidad antes de que el objeto se encogiera lentamente, hasta quedar del tamaño de un libro grueso. Sin apresurarse, lo deslizó dentro del interior de su abrigo sin perder la concentración. Lo sostuvo allí un segundo más, como si confirmara no solo el tamaño, sino la exactitud del encantamiento. Nada podía quedar al azar.

Se giró hacia los dos niños, escaneándolos con la mirada.

Dev, como de costumbre, estaba perfectamente arreglado: el abrigo oscuro sin una sola arruga, las botas pulidas, la bufanda enrollada con elegancia. Su cabello, casi demasiado largo, enmarcaba su rostro con una caída ordenada que parecía ensayada. En cambio Harry…

Hadrian entrecerró los ojos.

“Estás desalineado otra vez”, murmuró, estirando las mangas de Harry hacia abajo y alisando el frente de su abrigo como si intentara domar una criatura salvaje. “¿De verdad estuviste quieto los últimos cinco minutos?”

Harry sonrió con una mezcla de orgullo y picardía. “Cinco minutos es muchísimo tiempo para estar quieto, ¿no crees?”

Hadrian no respondió. Volvió a ajustarle el cuello y luego pasó a revisar algo mucho más importante.

Se inclinó, empujando con gentileza los pliegues del abrigo hasta que encontró lo que buscaba. Bajo la capa interna del forro, cerca del corazón de Harry, descansaba una forma apenas perceptible. Se movía con lentitud, como una sombra que respiraba.

Naga.

La serpiente, que había crecido discretamente desde su llegada a la mansión, se mantenía quieta, envuelta entre la tela y la carne, su magia sutil camuflándose a la perfección.

Hadrian bajó la voz, usando ese tono que no admitía réplica.

“Ya te lo dije, Harry. Nada de dejarla salir en el tren. Ni un poco. Ni la cabeza. Ni la lengua. No importa cuántas ganas tengas de asustar a algún mocoso. Hay muchos niños, muchos adultos. Un error y podrías terminar con varitas apuntándote al pecho.”

Harry asintió con seriedad, aunque en sus ojos brillaba una chispa inquieta. “Lo prometo. La dejaré dormir.”

Hadrian sostuvo su mirada un momento más, evaluando si era suficiente. Luego, sin soltar ni una palabra, tomó la mano de cada niño, una a cada lado. Dev lo miró de reojo con algo más que resignación. Había algo inquieto en la forma en que sus dedos se tensaban alrededor de los de Hadrian. Pero no dijo nada.

Una sola rotación de su muñeca, y la magia los tragó.

El aullido sordo del viento atravesó sus huesos, la compresión del cuerpo y el alma sacudió sus estómagos y sus pensamientos, y de pronto estaban allí: un callejón a escasos pasos de King's Cross, húmedo y sin nombre, con paredes cubiertas de musgo y papeles mojados, los ecos de la ciudad filtrándose por los extremos.

Harry apenas sintió la llegada. Se soltó como si acabaran de dispararlo de una resortera.

“¡Vamos, vamos, vamos! ¡Ya casi es hora!”

Hadrian lo atrapó por el brazo con una facilidad desconcertante, como si anticipara ese movimiento antes de que ocurriera. Con la otra mano aún unida a Dev, lo empujó suavemente hacia su lado.

“Camina. No trotes, no saltes, y no me hagas correr detrás de ti como si fueras un cachorro.”

Harry hizo un puchero que fue inmediatamente ignorado.

Avanzaron juntos entre la multitud que empezaba a acumularse frente a la estación. Londres olía a humedad, humo y metal. El ruido de las ruedas contra el asfalto, los gritos de los comerciantes, y el traqueteo de los anuncios por megafonía componían un coro sin armonía. Dev caminaba en completo silencio. Mantenía la cabeza erguida, pero no miraba a nadie directamente.

Demasiadas personas. Demasiados ojos.

Harry hablaba sin parar. De los compartimientos del tren. De si habría sapos saltando por los pasillos. De si en Hogwarts servían postres cada noche. Hadrian respondía en monosílabos, guiándolos con precisión, tejiendo entre la gente sin perder el control de ninguno.

Y entonces llegaron.

El muro de ladrillo rojo que separaba las plataformas 9 y 10 se alzaba frente a ellos, quieto, mudo, como la entrada a algo que sólo los que sabían cómo mirar podían comprender. Harry, por supuesto, estaba ansioso. No lo pensó dos veces.

“¿Puedo correr a través? ¿Como los magos de tus cuentos? ¿Así?” Y sin esperar, se preparó para lanzarse.

Harry.” La voz de Hadrian lo detuvo. No fue un grito, ni una advertencia. Solo una palabra. Firme. Como una mano invisible sobre el pecho.

El niño retrocedió con una risita contenida. “Está bien, está bien. Caminando, lo recuerdo.”

Dev, en cambio, se había puesto pálido.

Sus ojos se habían fijado en el muro con una rigidez helada. Sus manos, antes ocultas en los bolsillos del abrigo, ahora se apretaban en puños. Hadrian lo notó. No dijo nada. Solo esperó.

Cuando Harry dio el primer paso, Dev se quedó quieto.

Hadrian, sin mirarlo, lo empujó suavemente por la espalda, con una presión lo suficientemente firme para obligarlo a moverse. Dev parpadeó, tragó saliva, y atravesó la pared justo detrás de Harry. Hadrian fue el último en cruzar.

El andén 9¾ se abrió ante ellos como un susurro de otro tiempo: humo flotando bajo los vagones negros, hierro caliente, vapor y magia antigua. El tren de Hogwarts reposaba como un dragón dormido, sus ventanas brillando con luz dorada, su vientre palpitando con murmullos de otras familias que comenzaban a llegar.

Pero aún no era tarde. Todavía no había demasiados testigos.

Hadrian volvió a tomar la mano de Harry antes de que este saliera corriendo entre los rieles. Atrapó también a Dev, que había comenzado a mirar hacia los extremos del andén como si buscara rutas de escape.

Subió al tren con ellos. Caminaron entre los pasillos, ignorando las miradas curiosas que ya comenzaban a seguirlos. Finalmente, encontró un compartimiento vacío que le pareció adecuado: en un vagón delantero, lejos del bullicio.

Con un gesto, sacó el baúl en miniatura de su abrigo y lo devolvió a su tamaño normal. Lo alzó con una facilidad aterradora y lo colocó sobre la repisa superior.

Se volvió hacia Harry. “Escucha bien. Nada de simpatías con pelirrojos. Ya sabes por qué. Nada de arruinar las cosas con Draco, otra vez. Sé educado, habla solo si es necesario y, sobre todo, no olvides lo que te enseñé todo este mes.”

Harry asintió solemnemente, aunque estaba claro que algunas instrucciones le hacían más ilusión que otras.

“No me voy a olvidar. Y seré amable solo con los que se lo ganen.”

Hadrian ladeó la cabeza. “Y recuerda: no importa lo que te digan sobre las casas. Eres libre de elegir. Pero si terminas en Slytherin, estaré muy complacido. Y orgulloso.”

Harry asintió, esta vez más serio. “Haré lo mejor que pueda.”

Hadrian le revolvió el cabello, y Harry se quejó. “No soy un niño.”

Hadrian se giró hacia Dev y lo alzó desde los costados, bajándolo del tren con un solo movimiento. Luego hizo lo mismo con Harry, que soltó un gruñido indignado.

“¡Hadrian! ¡Puedo saltar solo!”

“Sí, claro. Y luego tengo que arreglarte la nariz.”

Harry cruzó los brazos, ofendido. Dev sonrió apenas, por primera vez en días.

Fue en ese momento que las palabras de Dev salieron apenas audibles. “Papá… nos miran.”

Hadrian alzó la vista. Y entonces lo notó. Los ojos. Docenas de ellos. Padres, niños, ancianos. Algunos con sorpresa, otros con incomodidad. Unos pocos con reconocimiento. Ninguno con indiferencia.

El murmullo comenzó como un murmullo normal. Uno de esos susurros típicos entre padres que esperaban la partida del tren, donde se comentaban uniformes, listas de útiles escolares y trivialidades. Pero bastó un nombre pronunciado en un tono contenido, un murmullo apenas audible —“Peverell…”— para que la atención se centrara en ellos como cuchillas afiladas girando a una sola dirección.

Hadrian no reaccionó.

No ladeó la cabeza. No detuvo sus pasos. No frunció el ceño.

Solo enderezó los hombros, como si la atención ajena le fuera tan relevante como una mota de polvo sobre el abrigo. Su mirada siguió al frente, imperturbable, y la insignia Peverell bordada con hilos negros y oro sobre su abrigo relució bajo la bruma como una sentencia antigua. Encima de ella, una gema de ónix brillaba con una fuerza contenida, como si vibrara con una magia que desafiaba el tiempo.

Harry también la llevaba. Pero su piedra era una esmeralda profunda, sin facetas, pura y oscura como la sombra de un bosque olvidado. En Dev, el símbolo se adornaba con un pequeño zafiro, apenas visible entre los pliegues de su ropa cuidadosamente arreglada.

Un símbolo. Tres colores. Tres roles.

La piedra negra: jefe de familia.

La verde: el siguiente sucesor.

La azul: descendencia directa.

Era un espectáculo, y Hadrian lo sabía. Porque lo había diseñado para serlo. Porque quería ser visto. Porque necesitaba que lo vieran.

Pero no aún. No así.

Dev se encogía ligeramente bajo la mirada ajena. Sus dedos buscaron instintivamente el borde del abrigo de Hadrian, enredándose en la tela mientras se pegaba más a su costado. Una gota de sudor descendía por su sien, imperceptible salvo para quien lo conociera como Hadrian lo hacía. Y sin embargo, el niño no dijo nada. Sus ojos celestes vagaban nerviosos de rostro en rostro, cada vez más palidecidos, cada vez más temerosos.

Harry, en cambio, parecía hecho de otra materia. Caminaba como si no escuchara nada, como si las palabras —esa constante hilera de frases susurradas y nombres pronunciados con recelo— fueran poco más que ruido de fondo. No fruncía el ceño. No miraba a nadie. No apartaba los ojos de la dirección en la que Hadrian lo guiaba. Había una fuerza extraña en él, una determinación extrañamente vacía, y Hadrian sonrió con satisfacción al notarlo.

Harry no había nacido para agradar. Y ahora, por fin, lo entendía.

El niño había aprendió la forma más pura de supervivencia: la capacidad de volverse indiferente al juicio del mundo.

La ventaja de haber compartido un cuerpo con un monstruo, pensó Hadrian con cierta ironía.

A través del humo, los reconoció.

No a todos. Pero sí a algunos.

Crecieron con él, en su mundo. En esa otra vida que ya no le pertenecía. Rostros que antes lo miraban con sospecha, o con desprecio, y que ahora lo observaban con la misma mezcla de confusión y temor. No los saludó. No asintió. No les dio la más mínima señal de reconocimiento. No soy el mismo, pensó. Y ellos tampoco lo sabrán.

Pasaron junto a una mujer de cabello castaño peinado con una perfección antinatural. La expresión de su rostro se endureció al ver el emblema en los niños, como si acabara de oler algo podrido. Dos hombres a su lado intercambiaron palabras en voz baja, con una mirada que se deslizaba entre ellos como una serpiente.

“Papá…” murmuró Dev, apretando más la tela de su abrigo, casi como si quisiera desaparecer en ella.

Hadrian no respondió. Solo estiró el brazo, afianzando su mano sobre el hombro del niño sin detener el paso.

Y entonces lo vio.

Primero fue el cabello, una cortina perfecta de platino iluminada por el sol tenue de la mañana. Luego la figura de la mujer, erguida con una elegancia que resultaba casi grotesca, como una pintura viviente a la que nadie se había atrevido a envejecer. Lucius Malfoy caminaba un paso detrás, impecable y frío, como si el mundo mismo le perteneciera.

Narcissa sonreía. Una sonrisa contenida, gélida, como si el orgullo fuera un veneno que le supiera dulce.

El odio lo llenó como una marea repentina. Se le incrustó bajo la piel, lo tensó desde el pecho hasta la mandíbula. Lo obligó a respirar más lento, a contener el impulso de cargar contra ellos como un animal herido. Era la misma mueca. La misma altanería. El mismo silencio de desprecio. Y él no había olvidado.

No los olvidé, Draco. Ni a ellos. Ni a ti.

Y entonces lo vio.

El niño. Pequeño. Delgado. Igual de serio que Harry, pero con los ojos grandes y analíticos. Un reflejo más suave de Lucius, con los gestos agudos de Narcissa. Draco. Solo… más joven, más vulnerable.

Todo se detuvo. El bullicio se volvió distante, como si lo observara desde debajo del agua. El viento dejó de soplar. Las voces se apagaron. Ni siquiera sintió la tela del abrigo bajo sus dedos. Harry hablaba. Algo sobre que estaban parados demasiado tiempo, sobre que ya quería subirse al tren y caminar por los pasillos como si fueran suyos. Pero Hadrian no escuchaba.

Todo lo que importaba estaba frente a él.

Draco.

Vivo. Real. Y por primera vez, ajeno a él.

Se le revolvió el estómago, una mezcla punzante de añoranza y desesperación.

Había vuelto por muchas razones. Por el niño. Por la guerra. Por la venganza. Por la redención que nunca tendría.

Pero verlo… verlo así… tan intacto…

Lo quebró. Solo un segundo. Un segundo en que no supo quién era. Ni qué hacía allí. Un segundo donde su amor era un ancla y una sentencia a la vez.

Tuvo que apretar los puños dentro de los bolsillos para no moverse. Para no cruzar el andén. Para no correr. Para no arrodillarse frente a él, tan pequeño, tan frágil, tan intacto.

Hadrian contuvo la respiración cuando el pequeño Draco se giró, ligeramente inclinado hacia un costado mientras Narcissa alisaba con dedos meticulosos el cuello de su abrigo. El niño ladeó la cabeza con una elegancia natural, casi instintiva, como si no pudiera evitar cargar sobre sus hombros el peso de generaciones de linaje. Su cabello rubio —más claro que el de Lucius, menos dorado que el de Narcissa— brillaba bajo la luz tenue del día, y sus ojos, esos ojos grises inconfundibles, se posaron en la multitud con una calma que no pertenecía a alguien de su edad.

Hadrian tragó saliva. Sentía la garganta cerrada, como si estuviera respirando vidrio molido.

No te muevas. No ahora. No arruines esto antes de empezar.

El plan era claro. Invisible en su estructura, perfecto en su ejecución. Había trabajado cada paso, cada maniobra, cada aproximación.

Lo observaría desde lejos. Lo protegería sin revelarse. Y, con suerte, lo prepararía… para amar a Harry. No a él. Nunca más a él.

Pero Hadrian no había anticipado esto. No había calculado que verlo —realmente verlo— sería como recibir una maldición silenciosa directo al pecho.

Respiró. Lentamente. Una, dos veces.

Y fue allí cuando notó que Harry se había callado. Lo cual no era buena señal.

“¿Hadrian?” preguntó el niño con voz queda, y cuando Hadrian no respondió, Harry alzó una ceja, cruzando los brazos con gesto paciente pero severo. “Estás soñando despierto. Otra vez.”

Hadrian no se giró. No podía. Solo murmuró, sin mover los labios:

“No estoy soñando.”

“Claro que sí. Te conozco, ¿recuerdas? No parpadeas cuando algo te importa mucho. Y ahora mismo estás mirando como si quisieras… no sé… lanzarte sobre alguien.”

Dev, que se aferraba al costado del abrigo de Hadrian, apretó su manita contra su muslo. No dijo nada, pero la tensión de su pequeño cuerpo hablaba por él. Su mirada infantil seguía las de los adultos, como si intentara entender qué amenaza se escondía entre las sombras.

Hadrian cerró los ojos un segundo. Apretó los dientes. Y volvió a respirar.

No puedes. No ahora. Todavía no.

La máscara. Tenía que volver a la máscara. El frío control. El rostro que no temblaba. El cuerpo que no se rompía.

Se giró apenas, solo un poco, lo justo para estudiar los movimientos de los Malfoy. Lucius parecía igual a siempre: altivo, helado, impenetrable. Llevaba un bastón ornamentado, y cada paso suyo parecía despreciar al resto del andén. Narcissa, en cambio, estaba concentrada en su hijo, hablando con voz baja pero firme, con ese tono que Hadrian recordaba perfectamente, un timbre de hielo y terciopelo.

Y Draco. Draco los escuchaba, sí, pero ya no miraba a sus padres.

Miraba a Harry.

Hadrian sintió cómo el tiempo se desgarraba a su alrededor.

Los ojos de los dos niños se encontraron. No por accidente. No por curiosidad. Había algo extraño allí, algo casi… antiguo. Como si, de alguna manera inexplicable, se reconocieran.

Ninguno desvió la mirada.

Harry no hizo ninguna mueca, no frunció el ceño ni giró los ojos como solía hacer cuando alguien lo observaba por más de unos segundos. Simplemente lo sostuvo. Sólido. Constante. Como si supiera que no debía romper ese instante. Que no podía.

Y Hadrian, desde un paso detrás, sintió que algo en él cedía.

No era el amor lo que le dolía, ni siquiera la pérdida. Era la belleza brutal de verlos así: tan pequeños, tan intactos, tan condenados a encontrarse, una y otra vez, en cada mundo, en cada línea del tiempo.

“Está bien,” murmuró Harry sin dejar de mirar a Draco. “Lo arreglaré.”

Hadrian lo miró, impactado. “¿Qué?”

“El primer encuentro. Voy a arreglarlo. Sé lo que estás haciendo, Hadrian.”

El corazón de Hadrian se detuvo un instante. Lo miró con incredulidad.

“Harry…”

“No tienes que decirme nada. Pero si él era importante para ti, si tú…” se interrumpió, bajando ligeramente la voz, “si tú dices que nací para amarlo como dices… entonces no me importa que sea un odioso. Voy a hacerlo bien.”

¿Cómo es que este niño tiene once años? ¿Cómo es que puede ver tanto?

Y entonces ocurrió. Los ojos de Draco, que hasta ahora habían estado fijos en Harry, se alzaron… y encontraron a Hadrian.

El mundo volvió a detenerse. Fue como si años enteros se comprimieran en un instante. Años de recuerdos. Años de guerra. Años de ternura robada. Esa mirada no era solo la de un niño curioso. Era la mirada de alguien que, sin saberlo, estaba reconociendo algo perdido. Algo que había amado antes de tener siquiera conciencia para ello.

Hadrian no pudo evitarlo.

Sonrió. No con arrogancia, ni con condescendencia, ni con esa expresión velada que solía usar en público. Fue una sonrisa honesta, devastadora, frágil como vidrio soplado.

Y entonces Draco… Draco le sonrió también.

Fue tímida, esa sonrisa. Torpe. Como si su rostro no estuviera acostumbrado a ese gesto aún. Pero estaba allí. Una curva leve. Una luz breve en sus ojos. Un color en sus mejillas.

Y Hadrian sintió que su alma entera se partía.

Oh, Dios. ¿Qué no haría yo por esa sonrisa?

Quiso gritar. Quiso correr. Quiso arrodillarse. Quiso decirle que había vuelto por él. Que no lo había olvidado. Que cada noche, cada pesadilla, cada día sin su risa fue una condena. Que había vuelto por su alma, aunque esta ya no lo reconociera.

Pero no lo hizo.

Porque no era el momento. Porque ahora era otra historia. Porque ahora había otro niño que debía vivir su propio destino.

Y porque él ya no era Harry Potter. Él era Hadrian Peverell. Y tenía una guerra que ganar.

Hadrian no recordaba en qué momento dejó de escuchar la voz de Harry ni el murmullo inquieto de los padres que despedían a sus hijos entre abrazos, advertencias y pañuelos. Todo se había fundido en un zumbido lejano, en una neblina sin forma. Lo único que ocupaba su mente era aquella sonrisa, tan idéntica a la que recordaba, y sin embargo diferente.

Más pequeña. Más frágil.

Una sonrisa que no le pertenecía.

No más.

Fue un error, lo sabía. Quedarse tan quieto. Tan evidente. Observando con ojos de hombre roto, como si no se notara su temblor interno, como si no estuviera a punto de desmoronarse en mil fragmentos. Él había jurado no acercarse. No interferir. No romper más de lo que ya estaba quebrado. Pero había olvidado —qué idiota— que estaba al lado de Harry. Y con Harry, la normalidad era solo una palabra muerta.

“Se está subiendo al tren,” murmuró Harry, tocando su brazo. Su tono era suave, casi compasivo, como si supiera.

Y Hadrian lo sabía.

Sabía que Harry había visto la sonrisa. Que había comprendido el destello de vulnerabilidad. No dijo nada más. No preguntó. Solo lo miró, y eso bastó para que Hadrian bajara los ojos y respirara hondo.

No es el momento. No es para ti. Ya no.

Se obligó a girar. A romper el hechizo. A mirar a Dev, que esperaba, tan pequeño y delgado, serio como siempre. Hadrian forzó una sonrisa, una de esas que no llegan a los ojos, y asintió, como si eso bastara para fingir que todo seguía bajo control.

“Vamos. Ya es hora.”

Sus pasos eran duros sobre el suelo de piedra. Su voz sonaba hueca. Dio instrucciones a Harry —como debía comportarse en las clases, qué palabras evitar, qué gestos no hacer— pero no se escuchaba a sí mismo. Era automático. Palabras que salían porque debían salir. Un guion. Un engaño.

Fue entonces que ocurrió.

Un sonido seco. Un quejido leve. No fue fuerte, no fue escandaloso. Pero Hadrian lo reconoció. Ese ruido.

El aire se volvió denso.

Se giró. La visión tardó medio segundo en ordenarse. Y ahí estaba.

Dev. En el suelo. Y junto a él, otro niño. De ropas impolutas, con cabello marrón y una expresión de desconcierto y un extraño brillo en sus ojos.

Habían chocado. O eso parecía.

Pero Hadrian lo supo de inmediato. Eso no fue un accidente.

Dev no cometía errores. No de ese tipo. Había sido entrenado, preparado, moldeado para ser invisible cuando era necesario, y certero cuando era inevitable. Algo lo había distraído. O... alguien lo había empujado.

El instinto fue más rápido que la razón. Dio pasos largos hacia ellos. Dev se incorporaba, con los ojos grandes, asustado. El otro niño era ayudado por un hombre mayor, alto, de mejillas caídas y expresión desdeñosa, de esos que arrastraban sus palabras como si cada sílaba fuera superior a quien las escuchaba.

Hadrian lo reconoció al instante.

Nott.

Se detuvo. Los ojos afilados. Los hombros tensos. El rostro aún sereno. Pero por dentro... oh, por dentro todo hervía.

“¡Debes tener más cuidado!” gruñó el hombre, zarandeando al niño —su hijo, seguramente— mientras dirigía una mirada desdeñosa a Dev. “Los hijos de un don nadie debería mantener tanta libertad entre nosotros.”

Y entonces los ojos de Nott se alzaron. Se toparon con los de Hadrian antes de que él bajara a mirar los ojos de su hijo.

Y por un segundo, solo un segundo, supo.

El odio lo atravesó. Antiguo. Puro. Vivo.

La jaula. El miedo. El hambre. El frío. Dev temblando en aquella celda maldita.

“Mi hijo no ha hecho nada incorrecto,” dijo, la voz de Hadrian seca, baja, contenida. Pero la vibración que la acompañaba helaba la sangre.

Nott alzó el mentón, desafiante. “¿Su hijo? ¿Ese… mestizo? Fue él quien tropezó con mi Theodore. Lo he visto. No deber—”

“Cuidado.” La palabra cayó como una piedra en un lago tranquilo. Pequeña. Silenciosa. Pero devastadora.

Hadrian avanzó. Su abrigo negro se agitaba con el movimiento. Y cuando estuvo a dos pasos del hombre, sus ojos —habitualmente castaños, con un leve matiz rojizo— se tornaron escarlata. Sangre líquida. Puro fuego.

Nott se estremeció. El cambio fue fugaz. Un parpadeo. Pero suficiente. Suficiente para que el miedo se asomara en sus ojos.

Hadrian se agachó sin romper contacto visual, y alzó a Dev con movimientos suaves. El niño no se soltó. Sus dedos se aferraron a la capa de Hadrian con la misma desesperación que la primera vez. Temblaba. El corazón golpeaba contra su pecho como un tambor asustado.

“Estás bien,” susurró Hadrian, lo bastante bajo para que solo Dev escuchara. “Estoy contigo. Nadie más te pondrá una mano encima.”

Y entonces llegaron ellos.

Lucius Malfoy y el señor Parkinson, como dos aves carroñeras atraídas por el olor de la tensión. Ropas elegantes, bastones innecesarios, sonrisas bien ensayadas. Amasaban curiosidad y arrogancia en partes iguales.

“¿Ocurre algo, Nott?” preguntó Parkinson, mirando al hombre con una mezcla de aburrimiento y desdén. Pero sus ojos se desviaron rápido a Hadrian, y algo cambió.

Lucius se detuvo. Su mirada recorrió el rostro de Hadrian. Reconocimiento. Incredulidad. Cálculo.

“¿Peverell?” dijo finalmente. “¿El señor Peverell que Fudge menciona tanto últimamente?”

Hadrian se giró, con Dev aún en brazos. El rostro era neutro, pero los ojos… oh, los ojos eran pura amenaza.

Asintió con lentitud. “El mismo.”

Y como si se tratara de un hechizo, todo cambió.

La actitud. Las expresiones. Las sonrisas.

“Es un verdadero honor,” dijo Parkinson, inclinándose apenas. “Una fortuna conocerlo por fin. El Ministro habla maravillas. Su proyecto, su visión… verdaderamente admirable.”

Lucius fue aún más rápido. “Estábamos deseando que Hogwarts contara con alguien de su talla como patrocinador. Su apellido, por supuesto, lleva un peso… ancestral.”

“Y útil,” añadió Hadrian con una media sonrisa, una que no llegaba a los ojos. “En especial cuando ciertas serpientes se creen con derecho a morder sin consecuencias.”

Parkinson tragó saliva. Lucius rió, tenso.

Nott no dijo nada. No podía.

Los ojos de Hadrian, de nuevo castaños, lo atravesaban con tal fuerza que parecía verlo desnudo, reducido, miserable.

Dev se apretó más contra su cuello.

“No se preocupe, señor Peverell,” dijo Lucius, recuperando su compostura con esfuerzo. “Nos aseguraremos de que... todo esté en orden durante la estancia de su hijo.”

Hadrian no respondió de inmediato. Se limitó a observar a Lucius con la misma calma que un depredador muestra antes de saltar. La media sonrisa seguía en sus labios, pero ahora se estiraba, lenta, como si estuviera disfrutando del momento.

El silencio se volvió tenso, casi pegajoso, como si el aire entre ellos se hubiera vuelto más denso.

Fue entonces cuando Hadrian habló, su voz profunda, medida, impecablemente modulada.

“No mi hijo, Lucius.” Una pausa. Ni siquiera le otorgó el título de señor Malfoy. “Mi sobrino.”

La corrección cayó como un vaso de cristal estrellado contra el mármol. Los tres hombres parpadearon, sin saber si estaban permitidos a reaccionar aún.

Lucius fue el primero en abrir la boca, y para su desgracia, lo hizo sin medir.

“Ah… claro, por supuesto. El niño que lleva su apellido, creí—”

“No debería asumir,” lo interrumpió Hadrian con una suavidad que cortaba. “Es un error peligroso. Dev viene bajo mi protección. Legal, mágica… y familiar.”

Dev, aún en sus brazos, escondió la cara contra su cuello, con el ceño fruncido como si recordara por qué los adultos eran tan agotadores. Hadrian le acarició la espalda con una ternura automática, sin quitar la mirada de los hombres frente a él.

Y entonces, como enviado por algún dios travieso empeñado en incendiar la conversación, Harry apareció por su costado.

Apareció exactamente como lo haría un niño criado por un Peverell: con los hombros rectos, la sonrisa perfecta y la lengua más afilada de lo necesario.

“Qué gusto conocerlos, caballeros,” dijo, sin miedo alguno. “Mi nombre es Harry Potter, soy el heredero Peverell y también me llaman el Niño Que Vivió, aunque sinceramente, eso me parece un poco exagerado, ¿no creen?”

La cara de Parkinson se congeló en esa posición incómoda entre sonrisa forzada y consternación diplomática.

Lucius, con más práctica, sonrió… con los dientes.

Nott simplemente tragó saliva. Su hijo, Theodore, seguía en el suelo, aunque ya se había puesto de pie sin ayuda. Y no dejaba de mirar a Dev.

Hadrian lo notó.

Oh, lo notó.

La forma en que Theodore lo miraba —con esa expresión tranquila, seria, demasiado intensa para alguien de su edad— encendió en Hadrian una alarma interna que no sabía que tenía. Una mezcla de advertencia territorial y desesperación futura. Porque claro que ese niño tenía que parecerle fascinante a alguien.

Y claro que tenía que ser justo un Nott.

Por favor. Apenas y camina sin torcerse los tobillos. Tiene ocho años. Ocho. Y tú tienes once, niño raro. Eso son tres años de diferencia y siglos de condena si pones una mano encima, lo juro por Morgana...

Hadrian ajustó el agarre de Dev y dio un paso ligeramente hacia atrás, casi inconsciente. Como si interponer su cuerpo entre Dev y Theodore pudiera bloquear la posibilidad misma de un futuro.

Harry, por su parte, no se detuvo ni un segundo. Estaba disfrutando demasiado la atención.

“Claro que ser el Niño Que Vivió no es tan especial cuando estás al lado de él,” dijo, señalando a Hadrian con un dedo descarado. “Mi tío y tutor mágico. El señor Hadrian Peverell. Uno de los magos más brillantes y herméticos de nuestra generación, según dice el Ministro, aunque a él no le gusta que lo repita.”

Hadrian alzó una ceja.

“Y sin embargo lo haces,” murmuró, como quien le recuerda a un cachorro que acaba de robar una galleta y piensa que nadie lo vio.

Harry le sonrió con una inocencia completamente falsa. “Tenía que compensar que te equivocaste frente a estos distinguidos caballeros. No puedes ir por ahí diciendo que Dev es solo tu hijo y no explicar que tú eres como su mentor y protector. Podría dar lugar a... malentendidos.”

Lucius pareció incómodo. Parkinson, aún más. Nott, por primera vez, bajó la mirada.

Y Hadrian, que ya tenía suficiente, le dio una mirada a Harry que decía: Vamos a hablar de esto en casa. Largo y tendido. Y tal vez un silencio prolongado donde te arrepientas de cada palabra pronunciada.

Pero no lo dijo. En cambio, se giró levemente hacia Dev, que empezaba a tranquilizarse. El niño lo miró con esos grandes ojos oscuros, aún un poco húmedos por el susto.

“Fue un choque, no un tropiezo,” murmuró Dev, como quien confiesa un crimen menor. “Me distraje. El otro niño venía mirando al suelo. No lo vi hasta que...”

“No importa,” dijo Hadrian, acariciando su cabeza. “No es tu culpa si otros no prestan atención.”

“Y tampoco es culpa tuya si llaman tu atención,” añadió Harry con una dulzura que a Hadrian le puso los pelos de punta.

Había algo en el tono que… oh.

Oh no.

Harry se había dado cuenta de la mirada de Theodore.

Y eso, por supuesto, significaba que ahora tenía un nuevo chisme para alimentar a Naga, pero justo en ese momento se acercaba Draco desde el otro extremo del andén con su madre, lanzando miradas entre Hadrian y Harry.

Draco tenía esa forma elegante de caminar que parecía una crítica social, como si cada paso dijera no me importa tu opinión, pero me encargaré de que la tengas.

Se detuvo justo detrás de Lucius, ignorando completamente a su padre, y sus ojos —grises, inquisitivos, peligrosamente aburridos— se clavaron en Hadrian primero, y luego, en Harry.

“¿Se están presentando con una ovación?” preguntó con sarcasmo pulido. “¿O simplemente contaron toda su genealogía porque no podían decidir quién tenía el ego más grande?”

Harry, sin perder la sonrisa, giró apenas el rostro.

“Hola,” dijo, con tono azucarado. “¿Celoso porque no fuiste incluido?”

Hadrian consideró, por un instante demasiado tentador, matar a Harry ahí mismo. No con violencia —nunca con violencia— pero tal vez con un hechizo de silencio perpetuo, una desmemorización controlada, o incluso mejor: una elegante, definitiva, sutil desaparición mágica que hiciera pensar al mundo que el niño simplemente se había esfumado en el aire, como una espiral traviesa de humo que nunca debió materializarse.

El sarcasmo de Harry aún resonaba en el andén, flotando como una provocación de terciopelo que había hecho que Lucius girara el rostro lentamente, con la misma expresión con la que uno descubre que alguien ha cometido la indecencia de poner mantequilla salada en un té de importación milenaria.

Hadrian sintió que su alma abandonaba su cuerpo en un suspiro de mortificación.

Por todos los cielos y los infiernos, ¿por qué lo dejé hablar?

Harry, claro, lo notó. Porque Harry notaba todo. Como el demonio que era.

Hadrian no alcanzó a decidir si lo lanzaría al Expreso de Hogwarts de un empujón o si simplemente lo abrazaría con fuerza suficiente para asfixiarlo, cuando una explosión de ruido, voces y risas familiares cortó la tensión como un cuchillo sin afilar.

Los Weasley acababan de llegar.

Y lo hicieron como sólo una familia numerosa, pelirroja, escandalosa y pobre podía hacerlo: como una tormenta de verano que arrasa una colina en calma. Ginny gritó algo sobre un gato, los gemelos lanzaban maldiciones de broma a un carrito que no avanzaba, Percy intentaba imponer orden mientras Ron tropezaba con su propio carrito y la señora Weasley gritaba nombres como si invocara espíritus ancestrales.

Hadrian cerró los ojos un segundo. Respira. No los vas a matar. Aún.

Y entonces, con la calma afilada de una hoja de obsidiana, murmuró, justo lo suficientemente alto para que Harry lo oyera:

“Ten cuidado con las compañías que eliges en el tren.”

Harry, que aún sostenía una sonrisa digna de una vidriera de iglesia, ladeó la cabeza con una teatralidad tan medida que Hadrian estuvo seguro de que estaba intentando provocarlo.

“Oh, claro, tío. Ya sabes que no me junto con cualquiera. Los estándares Peverell no aceptan baratijas.”

Había una dulzura azucarada en sus palabras. Y un sarcasmo tan denso que se podría haber untado sobre pan caliente.

Hadrian, con los labios tensos y el alma hecha un nudo de fastidio y afecto, le habría dado un premio por el nivel de descaro si no hubiera querido también cubrirle la boca con cinta encantada.

Fue entonces cuando sucedió.

La conversación que Hadrian no quería presenciar. La conversación que el universo, ese bromista cruel, le obligó a escuchar palabra por palabra. Como castigo. Como ironía.

“¿Eres Harry Potter?” preguntó Draco, dando un paso hacia él con la elegancia natural de quien ha sido enseñado a caminar como si pisara el mundo por gracia divina.

Harry, por supuesto, sonrió. La clase de sonrisa que encendería alarmas en media docena de ministerios mágicos si lo hubieran visto.

“El mismo. ¿Y tú eres el famoso Draco Malfoy, heredero de todo lo aburrido y con cara de mármol?”

Draco no parpadeó. Esa era su verdadera arma. “Prefiero mármol a baratijas que se derriten con el sol,” dijo, como si recitara poesía. “¿Te importaría dejar de mirarme como si quisieras venderme en el Callejón Knockturn?”

“Oh, no. No te vendería,” respondió Harry con voz suave. “Nadie podría pagar tu precio. ¿No crees, tío Hadrian?”

Hadrian sintió un tirón en la ceja. Literal. Como si la ceja quisiera abandonar su rostro para no presenciar más vergüenza.

No se suponía que fuera así. No se suponía que se conocieran con esa mirada, con esas palabras, con esas malditas chispas mágicas en el aire como si Cupido hubiera lanzado un hechizo experimental y demasiado potente.

Draco, sin apartar la vista de Harry, murmuró: “Eres más molesto de lo que recordaba.”

“Y tú más imbécil,” dijo Harry.

Lucius dejó escapar un sonido inarticulado de horror. Narcissa parpadeó con lentitud felina. Y Hadrian... Hadrian quiso llorar.

No. No. Esto no. Esto no se planeó así. ¡No puede ser así!

Sin pensarlo, se agachó. Bajó hasta quedar a la altura de Draco. Y el mundo desapareció.

Draco siempre sería un muchacho hermoso. De una belleza afilada, digna, cruel en su perfección. Piel blanca como la escarcha antes del amanecer. Ojos de un gris implacable que hablaban de tormentas y secretos. Y unos labios que Hadrian juraría estaban hechos para la tragedia.

Su dedo rozó la mejilla de Draco, apenas un toque, apenas una caricia. Una reverencia muda. Draco no se apartó. Lo miró. Lo miró con una intensidad que hizo que el aire del andén se volviera más denso.

“Eres…” susurró Hadrian, sin encontrar palabras. “Mucho más que lo que mi sobrino me conto.”

Los ojos de Draco se ensombrecieron, casi con hambre. Oh, bendito sea Salazar, no. No ahora. No tan pronto.

Entonces Narcissa se acercó, con su andar de reina de invierno, y posó una mano en el hombro de su hijo. Hadrian se incorporó, respirando hondo como quien emerge de un océano congelado.

Parkinson y Nott ya no estaban. Ni rastro. Y gracias a Morgana por eso, porque Theodore ya no podía seguir mirando a Dev como si quisiera escribirle un poema. Una preocupación menos. Maldita sea.

“Es hora,” dijo Narcissa con su voz de terciopelo cortante.

“Sí,” murmuró Hadrian, aún atrapado en la marea de emociones.

Se volvió hacia los niños.

Harry ya sostenía del brazo a Draco con una posesión descarada, como si fuera una cartera nueva que quería presumir ante el colegio entero. Y sí, , lo estaba arrastrando hacia el tren, como quien lleva una pieza de arte que aún no sabe si quiere conservar o desmontar.

Draco, por su parte, iba con la cabeza girada hacia atrás. Mirando a Hadrian. Solo a Hadrian.

Y Hadrian... Hadrian sintió que todo su cuerpo respondía a esa mirada como si acabara de ser convocado, como si toda su historia anterior no importara. Como si ese niño lo hubiera llamado desde siempre.

Se adelantó un par de pasos, tomó con elegancia la mano de Draco, y la besó.

“Buena suerte,” dijo en voz baja. “Y no olvides que el mundo está a tus pies.”

Draco no respondió con palabras. Pero sus ojos... sus ojos lo dijeron todo.

Notes:

No saben cuanta es mi emoción por el próximo capitulo...

¿Creen que Hadrian encontrara pronto a su Draco?
Es una duda que me mantendrá despierta por varias noches 🤔

Chapter 16: Nada mejor que una conversación entre consuegros.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El tren ya casi partía. La plataforma comenzaba a vaciarse de forma lenta, como si el aire se retirara junto a las despedidas. Algunos padres daban los últimos abrazos, otros revisaban los baúles por cuarta vez, y los niños desaparecían por las puertas del Expreso con la solemnidad de quien inicia una historia que aún no sabe si terminará bien.

Hadrian, por su parte, seguía exactamente donde había estado desde hacía minutos. Inmóvil. Observando el tren como si pudiera arrancar la mirada de donde Draco había desaparecido con Harry.

No. Absolutamente no. No voy a convertirme en un pederasta con ínfulas románticas por culpa de un niño con cara de porcelana y mirada de relámpago contenido.

No le importaba lo que sus ojos le decían, ni el tirón incómodo que había sentido en el pecho cuando Draco giró la cabeza una última vez antes de subir. No le importaba que los gestos de ese niño fueran los mismos, idénticos, a los de su Draco de antes, ese que existía en un tiempo que ya no le pertenecía.

No le importaba.

Tenía once años. Y Hadrian aún tenía algo de vergüenza y algo de moral. Gracias a Morgana por eso.

Le costó un esfuerzo casi físico enfocar su atención en su entorno. El andén, ahora cubierto de una bruma suave por el vapor del tren, tenía algo de irreal. Como si el momento se estirara demasiado. Como si alguien hubiera ralentizado el tiempo para hacerle daño con mayor precisión.

Fue entonces cuando notó que aún estaba cerca de Lucius y Narcissa.

Y Lucius… Lucius lo estaba mirando.

Había algo en su postura que no se correspondía con la del hombre que Hadrian recordaba. Lucius Malfoy, el de su mundo, el de su rabia, era un hombre de escarcha y mármol, seco, distante, orgulloso en exceso y débil en su arrogancia.

Este Lucius, sin embargo… Era distinto. Demasiado distinto.

Tenía la misma elegancia de siempre, sí, pero ahora era un filo. Una provocación. Y cuando Hadrian lo miró directamente, lo supo: Lucius sabía perfectamente cómo sostener una mirada sin pestañear. Sabía cuándo mostrar los dientes y cuándo envolver una amenaza con un cumplido.

Y lo peor: no parecía ni remotamente intimidado por la presencia de Hadrian.

El aire entre ellos cambió. Como si dos serpientes se hubieran olido y reconocido. No como presas. No como predadores. Sino como rivales que aún no deciden si están en el mismo bando.

Hadrian dio un paso hacia él.

Lucius arqueó una ceja.

“Tu hijo tiene carácter,” dijo Hadrian finalmente, con tono casi casual. “Me pregunto de dónde lo habrá sacado.”

Lucius ladeó la cabeza. Su cabello, perfectamente peinado, no se movió ni un centímetro.

“Diría que de su madre, pero eso sería poco generoso conmigo.”

La voz era un ronroneo. Afilado y perfectamente articulado.

Hadrian no sonrió, pero sus ojos sí lo hicieron.

“Siempre pensé que la arrogancia era una herencia que se diluye con el tiempo. Pero veo que en tu caso ha mejorado con los años.”

Lucius no respondió enseguida. Lo estudió. Como quien evalúa si un diamante es real o una falsificación muy bien hecha.

“Y yo siempre creí que los Peverell eran más... sobrios en su expresión emocional. Pero tú pareces llevar la tragedia como capa.”

Hadrian no supo si eso era un insulto, un elogio o una invitación a bailar.

“No todos vestimos de luto para ocultar la falta de sustancia,” replicó con suavidad.

Lucius sonrió. Una sonrisa lenta, peligrosa, absolutamente descarada.

“Y sin embargo,” murmuró, “te queda bien. Como si el dolor te hubiera elegido a ti.”

Había algo venenoso y adictivo en esa frase. Algo que tocó una fibra antigua en Hadrian. Una fibra que no había sido tocada por nadie en años.

La tensión creció, no con hostilidad, sino con esa electricidad elegante que solo nace entre dos criaturas que podrían matarse o besarse dependiendo de la música.

Narcissa, a un costado, observaba en silencio. Sus ojos se deslizaban entre ambos, pero Hadrian apenas la notaba. Todo en él estaba centrado en Lucius. En su voz, en sus ojos —que eran casi del mismo gris que los de Draco, pero con un filo más adulto, más intencionado— y en el modo en que no se apartaba ni retrocedía.

“Draco no debería acercarse tanto a su sobrino, señor Peverell,” dijo Lucius con un aire casual, aunque su mirada se mantuvo fija. “Ese niño es una tempestad.”

“¿Y tú qué sabes de tempestades, Lucius?” preguntó Hadrian, como quien pone una copa delicada al borde de una mesa. “¿Acaso alguna vez estuviste lo suficientemente cerca para ser arrastrado por una?”

Los ojos de Lucius se entrecerraron apenas.

“Oh, Peverell. No necesitas una tempestad para ahogarte. A veces basta con sumergirse en el agua equivocada.”

Y fue entonces cuando Hadrian entendió.

Lucius estaba jugando. Lucius quería provocarlo. Y Hadrian, maldita sea, se estaba dejando provocar.

Había algo en su presencia que no era arrogancia. Era… desafío. Era un a ver hasta dónde llegas si te atreves. Era una cuerda tensada entre ambos, una que no sabían si usar para escalar juntos o para ahorcarse mutuamente.

El tren silbó, rompiendo el momento.

Hadrian se obligó a retroceder un paso. No por inseguridad, sino por instinto.

Y extendió la mano. Dev, sin preguntar, sin necesitar palabras, la tomó con suavidad. Su pequeña palma tibia y cálida encajó perfectamente entre los dedos largos de Hadrian, como si ese gesto fuera lo único que importara ahora. Como si esa mano pudiera anclarlo en medio del remolino que aún no había comenzado pero ya amenazaba con arrastrarlo todo.

Tranquilo, se dijo. Mantente firme. No es momento.

Se giró, dispuesto a inclinar levemente la cabeza a modo de despedida y marcharse. Ya había cumplido con su parte. Harry estaba a salvo. Draco… Draco también. Lo había visto entrar en el tren. Estaba bien. Vivo. Hermoso. Inquietantemente igual. A salvo. Todo eso debería bastar.

Pero no bastaba.

Y no fue Lucius quien lo detuvo. Fue ella.

“Señor Peverell,” dijo Narcissa con voz perfectamente modulada, como si su lengua hubiera sido entrenada para envolver con seda incluso los disparos.

Él se detuvo.

La forma en que ella lo miraba era inusual. Casi… inquisitiva. Pero no había juicio en sus ojos. Había algo peor. Había reconocimiento. Había una chispa. Y un atisbo de interés real. Como si algo en él le resultara familiar.

“¿Le interesaría venir a tomar el té con nosotros?” preguntó, casi como si ofreciera un favor menor, casi como si no supiera que acababa de tirar una piedra en un lago congelado.

Hadrian se paralizó.

Por un segundo exacto, el mundo pareció detenerse. No solo dentro de él. También afuera. Como si incluso los murmullos de las familias alrededor se apagaran momentáneamente, expectantes, silenciosos.

Lucius giró el rostro hacia su esposa con lentitud. Había una sonrisa en sus labios —sutil, discreta, perfectamente moldeada para no traicionar nada—, pero en sus ojos… sus ojos contaban otra historia.

Y Hadrian la leyó con brutal facilidad.

Había confusión en ellos. Intriga. Un atisbo de desagrado quizás, pero disfrazado con elegancia. Nadie debería ser capaz de descifrar los ojos de Lucius Malfoy. Nadie. Su mirada era una fortaleza, un espejo opaco, un juego de humo.

Pero Hadrian sí pudo. Porque había aprendido a leer a Draco. Y Draco… Draco había sido formado por esta misma familia. La misma máscara, la misma tensión bajo control, el mismo lenguaje de gestos mínimos.

La máscara no le ocultaba nada. Al contrario. Se la ofrecía.

Y por eso, Hadrian sonrió.

Una sonrisa apenas marcada, casi perezosa, cargada de la misma ambigüedad que brillaba en los ojos de Lucius. Dejó que Dev siguiera aferrado a su mano como si fuera natural. Como si el niño fuera su ancla… o su testigo.

“Será un placer,” respondió con voz baja, íntima, como si la oferta lo hubiera tomado por sorpresa, pero le agradara profundamente.

Lucius no dijo nada. Pero algo se tensó en su mandíbula.

Hadrian apenas estaba comenzando a pensar en cómo usar esa visita a su favor —cómo moverse entre las sombras elegantes de Malfoy Manor, cómo despertar recuerdos, hacer preguntas disfrazadas de cortesía, hurgar en la historia sin que lo notaran— cuando lo sintió.

Fue un suspiro.

Una vibración casi imperceptible en el aire.

Como un soplo leve contra su piel, una caricia fugaz en la nuca, un eco que no se veía pero se sentía en los huesos. Primero en sus dedos. Luego en sus labios. Después, con una intensidad abrumadora, en la lengua. En el pecho. En cada célula de su cuerpo que alguna vez supo lo que era estar completo.

La magia.

La magia de Draco.

La conocía. La reconocería en cualquier parte del mundo, en cualquier tiempo, incluso en la muerte.

Era una magia cálida. Abierta. Fuerte como la sangre. Un rayo de sol sobre piedra fría. Un incendio que no quema, solo transforma. Tenía olor. Hadrian lo sabía. Olor a invierno limpio, a tierra húmeda después de la lluvia, a tinta y a algo que siempre le recordaba al perfume que Draco usó y que Hadrian siempre sentía cuando lo abrazaba.

Y estaba allí.

Allí mismo. En el andén.

Apenas un rastro. Apenas una huella.

Pero era él.

Su Draco.

Su hermoso y valiente Draco.

Su amor cruel. Su salvación. Su condena.

Hadrian cerró los ojos un instante. No más de un segundo. Lo suficiente para que el mundo girara sobre sí mismo y luego se recompusiera con violencia.

Quiso correr.

Quiso gritar.

Quiso encontrarlo.

Ahora.

Pero no podía.

A su alrededor, las familias aún agitaban pañuelos, aún decían adiós. Las madres apretaban los brazos de sus maridos, los niños más pequeños lloraban porque querían subir al tren también. El aire estaba lleno de magia residual, de amor ansioso, de recuerdos que aún no se habían vivido.

Y Hadrian estaba en medio de todo eso, atrapado.

Sabía que no debía moverse. Sabía que si dejaba ver lo que sentía, Narcissa lo notaría. Sabía que si se deshacía, Lucius lo olería. Sabía que si perdía el control, Draco podría sentirlo.

Así que tragó y fingió.

Respiró hondo como si solo estuviera saboreando la brisa, como si el vapor del tren no le quemara los ojos, como si su cuerpo no estuviera gritando por correr hacia el rastro de esa magia que aún lo quemaba desde dentro.

“¿Todo bien?” preguntó Narcissa con voz suave, mirando a Hadrian con curiosidad apenas disfrazada de cortesía.

Él volvió a sonreír. Esta vez con más esfuerzo. Pero también con más veneno.

“Perfectamente,” dijo. “Hace mucho que no me invitan a una casa con tan buen gusto.”

Lucius soltó una risa seca, elegante. Narcissa respondió con un gesto de cabeza.

Y Hadrian, mientras estrechaba con más fuerza los dedos de Dev sin siquiera darse cuenta, supo una cosa con certeza absoluta:

Draco estaba aquí. Lo había sentido.

Y no se iría sin encontrarlo. Aunque tuviera que atravesar todo el país. Aunque tuviera que arrancar cada mentira de esta familia con sus propias manos. Aunque tuviera que quemarse otra vez.

El nombre susurrado cayó con la precisión de una daga entre las costillas.

“Malfoy Manor, Wiltshire, Inglaterra.”

La voz de Narcissa era tan baja como un roce de seda. Ni siquiera miraba a Hadrian cuando lo dijo, como si la ubicación de su santuario fuera un detalle menor que apenas merecía atención.

Pero no lo era. No para Hadrian.

El corazón se le disparó en el pecho. Tuvo que hacer un esfuerzo descomunal para no implosionar ahí mismo, para no perder el control de su magia y hacer estallar algo a su alrededor solo para liberarse del nudo que acababa de cerrársele en la garganta.

¿El Fidelius? ¿La Mansión Malfoy bajo el maldito Fidelius?

No lo había notado antes. Ni siquiera su instinto, que siempre había estado afinado como una cuchilla cuando se trataba de Draco, le había susurrado nada al respecto. Pero ahora, el conocimiento se asentaba con violencia brutal dentro de él.

No podía haberlo pronunciado. No sin ser informado primero. Y ese tipo de protección mágica… solo se usaba para esconder algo. Algo precioso. Algo peligroso. Algo que no debía ser encontrado.

¿Qué ocultan los Malfoy en este mundo? ¿Por qué su casa está protegida con un encantamiento que, en mi mundo, ni siquiera consideraron necesario?

Y lo que era peor, lo que lo hacía querer gritar, era la facilidad. La forma en la que Narcissa se lo había dicho, como si fuera un secreto sin peso, como si confiara en él.

Eso lo desequilibraba más que cualquier otra cosa.

Le tomó varias respiraciones calmarse. Sentía los dedos de Dev pequeños y quietos contra los suyos, atentos, alerta. Bajó la mirada, lo observó, y de inmediato se obligó a centrarse.

Tenía que funcionar.

Tenía que ser inteligente. Frío. Estratega.

Se agachó lentamente, sin soltar la mano del niño, y puso la otra sobre su pequeño hombro.

“Dev,” dijo con una voz más suave de lo que se sentía capaz de producir en ese momento, “vamos a ir a una casa muy especial. Quiero que estés conmigo en todo momento. No hables si no es necesario y no respondas ninguna pregunta si no sabes exactamente qué decir. Narcissa Malfoy es muy hábil con la legeremancia. Es una habilidad para leer la mente. No como lo hemos estado practicando… ella no necesita contacto. Solo necesita que tu mente esté desprotegida.”

Los ojos claros de Dev parpadearon con comprensión. Asintió sin hablar.

“Piensa en cosas simples si te preguntan. Piensa en tu color favorito, o en la forma de las nubes. Si alguna pregunta te confunde, mírame. Yo estaré contigo. ¿De acuerdo?”

“¿Puedo pensar en perros?” susurró Dev, con esa mezcla de solemnidad infantil y coraje que lo hacía tan dolorosamente parecido a Harry de pequeño.

Hadrian sonrió, aunque le temblaba el estómago. “Claro. En todos los que quieras.”

Y entonces, se aparecieron.

Sintió el tirón familiar en el abdomen, la compresión súbita, el aire que se doblaba sobre sí mismo… y un instante después estaban allí.

Frente a los límites de la Mansión Malfoy. Las antiguas rejas de hierro estaban cubiertas de magia que danzaba como un velo sobre ellas, casi imperceptible, pero imposible de ignorar para alguien con sensibilidad. El aire mismo parecía más denso. Más cargado.

Y ahí estaba Lucius, impecable como una estatua, de pie junto al umbral, como si supiera exactamente a qué hora llegarían.

Hadrian apenas le dedicó una mirada rápida antes de volverse hacia el paisaje.

Los jardines. Los recordaba bien. Cada sendero, cada tramo de setos recortados con una precisión militar. En su mundo, eran severos. Elegantes. Fríos.

Pero aquí… algo era distinto.

Había flores. Pequeñas flores blancas trepando entre los arbustos, sin formar patrones, sin obedecer al diseño habitual. Había helechos en los rincones donde antes había solo piedra. Incluso el césped tenía un verde más profundo, más natural. Como si la tierra misma estuviera menos reprimida.

Había detalles en la fachada también.

Una hilera de relieves en piedra tallados cerca del techo que no existían antes. Y un balcón nuevo. Pequeño. Demasiado discreto para ser decorativo. Perfecto para espiar. Para pensar. Para observar el mundo sin que el mundo te viera.

Todo era igual.

Pero todo estaba cambiado.

¿Qué clase de vida vivieron aquí? ¿Qué pasó para que incluso la casa contara otra historia?

Lucius se acercó.

“Peverell,” dijo en tono tranquilo, con ese deje aristocrático que parecía no alterarse nunca. “Gracias por aceptar la invitación.”

“Parecía una oferta difícil de rechazar,” replicó Hadrian con un matiz ambiguo, tomando la mano de Dev con más fuerza, pero sin dejar que se notara.

Lucius lo miró unos segundos.

Y luego, sin perder la compostura, se giró. “Por aquí.”

Caminaron entre los jardines, con paso pausado.

Lucius fue el primero en hablar de nuevo, como si la charla casual fuera lo más natural del mundo.

“La situación política mágica en Inglaterra se encuentra en un punto… interesante,” dijo. “Los últimos cambios ministeriales han creado un vacío. Uno que inevitablemente atraerá la atención de las figuras públicas. Sobre todo de quienes aún no han tomado una postura pública sobre los temas de mayor debate.”

Hadrian giró la cabeza hacia él, levemente.

“¿Estás insinuando que debo involucrarme?” preguntó, sin adornos.

“No,” respondió Lucius, con una sonrisa que era todo menos inocente. “Estoy insinuando que tarde o temprano se esperará que lo hagas. Y que hacerlo con anticipación puede marcar la diferencia entre liderar una causa o arrastrarse detrás de ella.”

Hadrian entrecerró los ojos.

“¿Y tú de cuál eres, Lucius? ¿Líder o seguidor?”

Lucius lo miró de reojo. Su sonrisa creció apenas. “Creo que conoces a mi familia lo suficiente para saber la respuesta.”

No. No te conozco. No a este tú.

Entraron por el arco principal. Las puertas se abrieron con un susurro.

Y entonces Hadrian lo sintió.

Fue como atravesar una capa de aire distinto. Como caminar de un mundo templado a uno con otra presión, otra historia.

La magia lo golpeó como una bofetada que no dolía, pero que le heló la sangre.

No era magia cualquiera. Tampoco era la que había sentido momentos antes, cuando la barrera lo dejó entrar.
Esta no lo empujaba ni lo repelía. Lo reconocía. Lo abrazaba como un eco de su pasado, como una vieja melodía que no escuchaba hacía años y que sin embargo, sabía tararear a la perfección.

Tom Riddle. No Voldemort. No el monstruo de los horrores, el azote de Europa, el símbolo de lo que no debía ser nombrado.

Tom. El joven que se había obsesionado con el control, con la pureza, con la inmortalidad. El que hablaba con una elegancia que disfrazaba su veneno. El que sonreía antes de matar. El que era tan brillante que el mundo no supo qué hacer con él.

Hadrian conocía esa magia. La había sentido durante años. La había aprendido a leer. A soportar. A combatir.

Y ahora estaba por todas partes. En las paredes, en los marcos de los ventanales, en los cuadros encantados que giraban la cabeza para mirar sin mirar, como si cada centímetro de la mansión respirara aquel viejo poder, oculto bajo capas de nobleza cuidadosamente tejida.

¿Qué demonios hace su magia aquí? ¿Por qué está tan impregnada? ¿Vivió aquí? ¿Estuvo alguna vez en este lugar… o alguien dejó que lo estuviera?

Tuvo que cerrar los dedos con fuerza sobre los suyos propios para no detenerse a gritar. Para no destruir algo. Para no invocar fuego demoniaco.

Pero no podía permitirse flaquear.

Así que tragó el impulso, lo hundió en el centro de su pecho como una daga y continuó caminando tras Lucius, que avanzaba por un corredor bañado en luz con la calma de un anfitrión confiado.

Caminaron unos metros más hasta que una puerta de cristal se abrió silenciosamente ante ellos.

El solario era amplio y luminoso, con altos ventanales que permitían que la luz dorada de la tarde se deslizara sobre los muebles de caoba y los cojines de terciopelo color ámbar. Había un aire tibio, perfumado de lavanda y menta fresca. Todo estaba dispuesto con esa perfección que no era accidental, sino intencionada. Como si la belleza del lugar también tuviera la función de desarmar.

Narcissa estaba sentada en uno de los divanes. Vestía de azul oscuro, casi negro, con un broche de zafiro prendido al centro del cuello. Su cabello, recogido con precisión, dejaba ver la línea perfecta de su mandíbula. El rostro estaba en reposo, pero los ojos... Los ojos estaban despiertos.

Junto a ella, parado con una bandeja de té entre las manos, estaba un elfo.

Hadrian casi cayó de rodillas.

Dobby.

No había cambiado nada. Tenía las mismas orejas grandes, los mismos ojos como platos, la misma expresión mezcla de inquietud y lealtad desbordada. Y, aún más inquietante, la misma ropa pulcra que solo usaría en presencia de los Malfoy.

Tuvo que contenerse. Literalmente contenerse.

Su pecho se contrajo con una fuerza que lo sorprendió. Por un segundo, sus dedos temblaron. No por miedo. Por afecto.

Por la necesidad brutal de cruzar la habitación y abrazarlo.

Pero no podía hacerlo. No aún.

Así que se limitó a asentir con elegancia, como si fuera un extraño más. Y ayudó a Dev a sentarse en el diván de enfrente, el más cercano a la ventana, justo donde un rayo de sol se posaba con gentileza sobre su cabeza peinada.

Ese pequeño gesto —ajustar el abrigo del niño, acomodar su espalda recta— le valió algo que no esperaba.

Una sonrisa de Narcissa.

No de cortesía. No de protocolo. Una cálida. Humana. Frágil.

La mujer, por un instante, dejó de ser una Malfoy y fue simplemente alguien que amaba a los niños. Que los deseaba.

Hadrian sintió una punzada. Una que ardió como ácido.

Porque recordaba. Recordaba cómo Draco le hablaba de ese sueño con voz baja, como si temiera romperlo con solo decirlo. De la forma en la que solía acariciar su vientre imaginario, describiendo el color de los ojos que podrían tener sus hijos.

De cómo decía “mamá adoraría criar uno con nosotros.” De cómo Hadrian le respondía que él también.

Ese recuerdo… no podía permitirse pensarlo ahora. Lo empujó hacia abajo, lo hundió junto a todos los otros.

Dobby sirvió el té con manos temblorosas.

“¿Cómo tomas tu té, Señor Peverell?” preguntó Narcissa, como si no acabaran de presentarse, como si esta tarde fuera un evento común entre conocidos.

“Dulce,” respondió él, “con dos cucharadas de azúcar y un toque de leche.”

La mujer alzó una ceja, divertida.

“Como Lucius,” dijo, sonriendo. “Curioso. Muy pocos lo toman así. Es un gusto poco adquirido.”

Claro que sí, pensó Hadrian con una rabia desesperada. Yo lo aprendí por Draco. Y él… por Lucius.

La ironía lo golpeó tan fuerte que por poco se echó a reír. Pero no lo hizo. Porque no era el momento. Porque todavía estaba jugando.

Tomó el té con la misma elegancia con la que disimulaba sus pensamientos. Dev imitó su movimiento sin que nadie se lo indicara, y Narcissa volvió a sonreír.

Después, sin rodeos, llegó la primera pregunta que esperaba.

“¿Puedo preguntarle por la madre de su hijo?” inquirió ella con tono suave, pero sin perder el filo de quien analiza cada reacción.

Hadrian bajó la mirada al té, fingió una sombra de tristeza, y respondió con la calma del actor que ha memorizado su papel.

“Murió al dar a luz,” dijo con un suspiro contenido. “Fue… devastador. Ambos estábamos tan ilusionados, y al final solo quedó Dev y yo. Supongo que por eso vine. Me sentía muy solo con él. Demasiado.”

Una tensión sutil cruzó el rostro de Narcissa.

Lucius, sin mirarla, alargó la mano y tomó la suya.

Hadrian contuvo una sonrisa.

Sabía exactamente por qué lo había hecho. Porque Narcissa había estado al borde de morir cuando dio a luz a Draco.
Porque esa herida, aunque invisible, aún sangraba.

Continuó con cuidado, construyendo la narrativa como si tejiera con hilos de plata.

“Fue aquí donde conocí a Harry. Mi sobrino. Él también estaba solo. Creció entre muggles que lo odiaban, que lo maltrataban. Cuando lo encontré, apenas creía que alguien pudiera amarlo.”

Narcissa frunció los labios. Lucius frunció el ceño.

“Eso es inadmisible,” dijo el patriarca. “Ningún niño mágico debería ser criado entre muggles. Son… impredecibles. Ignorantes.”

Hadrian se permitió un poco de veneno en la voz. “Lo son. Son tan crueles y estúpidos. Harry fue una víctima durante años. Y nadie hizo nada.”

La mirada que Narcissa le lanzó fue casi aprobatoria.

“Me alegra saber que lo alejaste de ellos,” dijo. “Un niño como él no puede florecer rodeado de barro.”

La luz del día comenzaba a dorar las paredes del solario cuando el silencio entre ellos se quebró de nuevo, no con un movimiento brusco, sino con la delicadeza de un gesto planificado. Narcissa colocó su taza sobre el platillo, el leve sonido de la porcelana resonando con un timbre claro, como una nota sostenida.

“Me pregunto,” dijo con un tono casi contemplativo, “si el señor Potter recibió alguna formación particular antes de llegar a Hogwarts. Me cuesta imaginar que alguien con su linaje… y su potencial… haya sido arrojado a la escuela sin preparación alguna.”

Hadrian sostuvo la taza entre las manos con cuidado, como si el calor de la infusión pudiera distraerlo del frío que se comenzaba a formar en su pecho. No respondió de inmediato. Se permitió observarla, a ella, a Lucius, al espacio entre ellos donde flotaba una conversación no verbal hecha de miradas, cejas alzadas y sutiles inclinaciones de cabeza.

Así eran él y Draco. Exactamente así.

Antes. Cuando aún creían que siempre estarían del mismo lado. Cuando respirar en la misma habitación era tan fácil como cerrar los ojos.

Finalmente, habló.

“No tuvo tutores, si es eso lo que pregunta, señora Malfoy. Lo que sabe, lo aprendió conmigo. Y por sí mismo. No fue fácil al principio. Harry tenía miedo de su propia magia. Los muggles lo habían hecho sentir como si fuera una aberración por usarla… o siquiera por tenerla.”

Narcissa soltó un leve suspiro, uno que no parecía fingido.

“Cruel,” murmuró, con los labios fruncidos. “Qué desperdicio imperdonable. Un niño mágico con esa herencia, y lo tratan como a un animal.”

Lucius, hasta entonces sumido en un silencio que era más tensión que calma, se inclinó apenas hacia adelante.

“¿Y cómo lo condujiste tú, Hadrian?” preguntó. “Un niño en esas condiciones… no se domestica fácilmente.”

La palabra domestica le raspó las costillas, pero Hadrian no lo demostró. En lugar de eso, dejó la taza en la mesa baja, con una precisión casi meticulosa.

“No lo domestiqué,” respondió. “Lo desenterré. Le mostré lo que ya estaba allí, oculto bajo años de miedo y vergüenza. Fue lento. Exigente. Pero Harry es… brillante. Aprende rápido, no olvida nada. Y tiene una intuición para la magia que nunca antes había visto. A veces me parece que ni siquiera lanza hechizos… los piensa, y el mundo lo obedece.”

El silencio que siguió fue distinto. No era incómodo. Era evaluativo.

Narcissa se acomodó en el sillón, con gracia medida.

“¿Y los fundamentos? ¿Los estudios formales? Me gustaría saber más. Esa clase de talento sin estructura puede volverse… volátil.”

Hadrian asintió, reconociendo la verdad detrás de sus palabras.

“No confío en estructuras que rompen antes de moldear. Así que le enseñé a leer runas antes que encantamientos. A entender el latín antes de conjurar en él. Y luego el hindi, que es útil para las raíces mágicas del sur. Ahora estudia francés. Lo domina más de lo que él mismo cree. Es meticuloso con los verbos, algo obsesivo, quizás.”

Lucius por primera vez alzó las cejas. Apenas. Pero Hadrian lo notó.

“¿Hindi?” repitió. “No es común entre magos británicos.”

“Harry no es un mago británico común,” dijo Hadrian, casi con orgullo. “Y no quiero que lo sea, considerando que será el próximo Señor Peverell.”

Lucius lo estudió como si acabara de colocar una gema exótica sobre la mesa, y ahora estuviera evaluando su pureza.

“Curioso,” dijo con lentitud. “Eres meticuloso. Elegiste idiomas antiguos, ramas olvidadas, como si lo prepararas a no solo para encajar, sino para… gobernar.”

La palabra quedó suspendida en el aire.

Narcissa no la contradijo. Solo bajó la vista un momento, como si evaluara un recuerdo privado, y luego volvió a levantarla, fija en Hadrian.

“Lo amas profundamente,” dijo ella. “Eso se nota. Pero también estás construyendo algo con él, ¿no es así? Algo que trasciende el afecto.”

Hadrian no respondió de inmediato. Podría haber mentido. Podría haber dicho que solo quería que Harry estuviera a salvo. Que su único interés era el bienestar de un niño al que el mundo había olvidado.

Pero en esta sala, con estas personas, las mentiras eran más débiles que la verdad bien dicha.

“Sí,” admitió al fin. “Estoy construyendo algo. No solo con él, sino a través de él. Porque Harry es más que el sobreviviente de una guerra. Es más que la cicatriz. Él es… lo que viene después. Si lo guiamos bien.”

Lucius asintió lentamente, como si aprobara los cimientos de un castillo que acababa de visualizar. Se giró hacia su esposa, y otra vez ocurrió ese intercambio de miradas. Un puente invisible se tendió entre ellos. Decisiones pasaron de un corazón al otro sin pronunciarse.

Así eran él y Draco. Antes.

El dolor volvió. Dolor sin gritos, sin lágrimas. Un filo callado detrás de las costillas.

Pero Hadrian no se dejó vencer. Quería ver hasta dónde llegaban. Hasta dónde estaban dispuestos a hablar.

Lucius alzó su taza con lentitud, sin probar el contenido. Sus ojos, grises como tormentas detenidas en el tiempo, se posaron con deliberación sobre Hadrian.

“¿Y qué es, exactamente, lo que viene después?” preguntó, con una voz más baja de lo habitual, como si no quisiera que las paredes lo escucharan. “Lo has dicho antes, como si lo supieras. Como si ya lo vieras con claridad.”

Hadrian no respondió de inmediato. Se permitió un segundo para cerrar los dedos alrededor de la taza de té, sentir su calor aún persistente en las palmas. Luego alzó la mirada, directo hacia Lucius.

“Lo que viene después,” dijo, con voz firme, “es la restauración. No solo de nombres ni de linajes. Hablo de magia. De estructura. De legado.”

Por segunda vez en la noche, Lucius no dijo “señor Peverell”.

“Hadrian,” dijo. Sin ademanes. Sin capas. Solo su nombre, como una daga envainada que se deja visible sobre la mesa.

Ya no hay máscaras, pensó Hadrian. Ya no va a rodeos.

Inspiró hondo y se incorporó ligeramente en su asiento, como si sus palabras necesitaran de más espacio.

“Ustedes saben quiénes somos,” continuó con voz tranquila, casi suave. “Los Peverell no somos solo una historia de fantasmas ni una rama muerta de un árbol antiguo. Somos las raíces. La base. El cimiento sobre el que se fundó la magia británica. Si quisiera, podría retirarme... y llevarme todo conmigo.”

Lucius dejó de sonreír.

Narcissa no se movió, pero algo en la rigidez de sus hombros traicionó la tensión bajo su piel de porcelana.

Hadrian no bajó la vista, ni cuando Dev, sentado a su lado, giró los ojos hacia él con una mezcla de admiración y cautela.

Y ahora, pensó Hadrian, viene el juego real.

“Estoy organizando una celebración para Harry,” dijo, tomando un pequeño pastelillo de la bandeja. “Será cuando inicien las vacaciones escolares. Ya le he escrito a Madame Zabini para los arreglos preliminares.”

“¿Una celebración?” repitió Narcissa, con voz contenida. “¿Una fiesta para Yule?”

El tono de su voz era dulce como la miel cristalizada: quebradiza, afilada.

Hadrian sabía que había tocado un nervio. Lo había hecho a propósito.

“Sí,” respondió con amabilidad fingida. “Para Yule. Me pareció una fecha… perfecta.”

El silencio que siguió fue helado. Narcissa no lo miró, exactamente, pero sus ojos parecían haber atravesado la porcelana de su taza.

“¿Perfecta para qué?” preguntó Lucius, antes de que su esposa pudiera replicar con más veneno.

Hadrian dejó el pastelillo sobre el plato con una calma meticulosa, y luego se permitió sonreír de forma casi juguetona.

“Perfecta,” dijo, “para presentarlo. Harry es mi sucesor, sí, pero más allá de eso… tiene dos casas esperándolo. No tardará mucho en cumplir la mayoría de edad, y sería poco sensato de mi parte no fortalecer los lazos adecuados antes de que las madres desesperadas se den cuenta de que está… disponible.”

El chasquido de la taza de Narcissa al posarse contra el platillo resonó como una sentencia. No había rompimiento, pero el eco fue suficiente para dejar claro lo cerca que estuvo.

Lucius alzó una ceja, pero no dijo nada.

Fue Narcissa quien habló, más tranquila de lo que Hadrian esperaba, aunque su voz era como el filo de una hoja recién afilada.

“¿Y cuál es la tercera casa, Hadrian?” preguntó con lentitud. “Entiendo que Peverell y Potter son dos. ¿La tercera?”

Hadrian tomó otro pastelillo de la bandeja, y se lo pasó a Dev, que lo aceptó sin palabras, como si supiera que también estaba participando en un juego que aún no entendía del todo.

“La tercera,” dijo Hadrian, con deliberada simpleza, “es de los Black.”

El silencio se transformó. De tenso pasó a sepulcral.

Si Lucius y Narcissa no hubieran estado sentados, Hadrian estaba seguro de que alguno habría perdido el equilibrio. Narcissa, pálida hasta la transparencia, parpadeó una sola vez. Lucius no se movió, pero la piel de sus nudillos se tensó alrededor de la taza.

Lucius fue el primero en encontrar la voz.

“¿Quieres decir que Harry Potter… es el heredero Black?”

“Exactamente eso,” dijo Hadrian. “Sirius Black lo nombró su ahijado, y no tiene descendencia directa. Según las reglas mágicas del linaje, y por derecho de sangre, Harry es… el siguiente en la línea.”

La revelación colgó en el aire como una campana recién tañida: poderosa, ineludible.

Lucius iba a decir algo más, pero Narcissa alzó una mano, cortando el aire con un gesto preciso.

“¿Qué buscas para él?” preguntó. “¿Sus… pretendientes?”

Hadrian hizo un gesto de reflexión, aunque por dentro estaba celebrando. No de manera vulgar ni eufórica, sino como un general que ve al enemigo dar un paso justo donde había colocado la trampa.

“Todos los presentes lo saben,” dijo simplemente. “No tengo que decirlo.”

Otro silencio. Otro puente invisible entre Lucius y Narcissa.

Lucius volvió a mirar a Hadrian, y esta vez su voz fue más baja. Casi un susurro, una advertencia envuelta en cortesía.

“Tiene once años.”

Hadrian sonrió. No de manera cruel, pero sí con el peso de alguien que ha esperado mucho para decir lo que viene.

“Es la misma edad que tiene mi sobrino, yo lo considero perfecto.”

Narcissa giró la cabeza hacia Dev, que seguía sentado, atento y en completo silencio, como una sombra obediente y perfectamente entrenada.

“Es apenas un niño,” dijo con un suspiro, y Hadrian notó que no hablaba sólo de Harry y Dev.

Él asintió, tarareando suavemente una melodía antigua. “Y sin embargo, como Lucius amablemente dijo… la anticipación puede marcar la diferencia entre liderar y arrastrarse.”

Se levantó con gracia. Dev lo imitó con un movimiento fluido, impecable. Ambos se inclinaron ligeramente hacia los anfitriones.

“Gracias por el té,” dijo Hadrian, “y por la conversación. Ha sido… fascinante.”

Dieron media vuelta y se dirigieron hacia la entrada, el eco de sus pasos sonando como un compás de cierre.

Estaban a punto de cruzar el umbral cuando la voz de Lucius los detuvo. “Hadrian.”

El nombre se quedó flotando, como si acabara de adquirir un nuevo peso.

Hadrian se giró, una ceja apenas levantada.

“Tal vez,” dijo Lucius, “en otro momento podríamos conversar más a fondo.”

Hadrian esbozó una sonrisa lenta, como si ya hubiera anticipado esa jugada.

“Por supuesto,” dijo con amabilidad. “Aunque tal vez mañana tenga la agenda ocupada con… otras familias.”

Y con una última mirada cargada de significado, se despidió con una inclinación.

Dev lo siguió. La puerta se cerró tras ellos como una cortina que cae al final de un acto. Y en el solario, los Malfoy quedaron en un silencio cargado de furia, cálculo… y algo que no habían sentido en mucho tiempo: Amenaza.

Notes:

Hadrian no espero ni un día para asegurar su futuro con Draco 👀

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Chapter 17: ¡Oh! Padre, él me ha besado

Summary:

Harry y Draco sin poder soportarse mientras en casa ya le están planeando una boda.

Chapter Text

El eco del portón de la mansión cerrándose tras ellos aún flotaba en el aire cuando Hadrian estalló.

Literalmente. Como si los años de compostura y planeación se desmoronaran al fin en una celebración personal, Hadrian soltó un chillido agudo, agitando las manos como si fueran fuegos artificiales en pleno estallido. Dió dos saltos pequeños, frenéticos, antes de empezar a dar vueltas sobre sí mismo en medio del salón principal.

Sus botas resonaban contra el mármol, el eco multiplicando su júbilo en las paredes altas del vestíbulo. Las cortinas pesadas temblaron con la ráfaga de magia que acompañó su entusiasmo, un pulso dorado que vibró en las lámparas y encendió todas las velas de golpe.

Dev, que lo seguía unos pasos más atrás, lo miró con una ceja alzada y una expresión que oscilaba entre el desconcierto y el afecto divertido.

“¿Estás bien?” preguntó con tono precavido, aunque sus labios ya se curvaban en una sonrisa.

Hadrian no respondió. En vez de eso, giró sobre sus talones, lo miró con ojos brillantes, cruzó el salón de tres zancadas y lo alzó por los aires sin previo aviso. Dev soltó una exclamación de sorpresa, riendo con fuerza mientras Hadrian lo hacía girar en un torbellino alegre, como si fueran dos niños escapando del protocolo.

“¡LO HICIMOS!” gritó Hadrian, riendo. “¡Merlín bendito, lo hicimos, Dev! ¡Lucius Malfoy se quedó sin palabras! ¿Lo viste? ¡Y Narcissa! ¡Estaba tan furiosa que casi estalla como un tintero olvidado al fuego!”

Dev se sujetó a los hombros de Hadrian, aún riendo cuando lo bajó al suelo.

“No sabía que así celebraban los magos los logros diplomáticos…” comentó con voz burlona, sacudiéndose las mangas.

Hadrian le dio un empujoncito juguetón.

“Eso no fue diplomacia. Fue estrategia. Fue arte. Fue la música de la victoria tocada con la varita y el ceño fruncido de una Black ofendida.”

Luego, más tranquilo, se giró hacia la gran chimenea del salón. El fuego crepitaba con tonos ámbar y azules, proyectando sombras que danzaban por las paredes revestidas en madera oscura.

Hadrian caminó hasta quedar frente a ella, su expresión transformándose en algo más sereno, más profundo. Se cruzó de brazos, la barbilla ligeramente alzada, y sus ojos fijos en las llamas.

“Ahora todo depende de ti, Harry,” murmuró. “El escenario está montado. Las piezas, en su lugar. No puedes fallar ahora.”

Dev se le acercó, en silencio. No dijo nada, pero su presencia era sólida. Sabía que Hadrian no necesitaba palabras en ese momento. Solo testigos.

⫘⫘⫘⫘⫘⫘

El tren a Hogwarts bufó con un estruendo metálico al empezar a moverse. El silbido se mezcló con el bullicio de voces, risas, gritos y pasos apurados. El tren estaba a medio llenar y el pasillo, repleto de niños con túnicas nuevas, expresiones nerviosas y padres que agitaban pañuelos tras los cristales.

Harry subió al tren con paso seguro. No titubeó, ni buscó ayuda. Sabía a dónde iba. O al menos fingía saberlo.

Y Draco, justo tras él, también subió.

La cercanía entre ellos era inmediata. Instintiva. Como si una cuerda invisible los hubiese atado sin que ninguno lo notara aún.

Pero bastó un instante para que esa tensión invisible se hiciera tangible.

Apenas cruzaron la puerta del vagón, Harry se giró de golpe, como si la idea de estar demasiado cerca de Draco le quemara la piel. Dio un paso atrás, lo bastante brusco como para que Draco frunciera el ceño con fastidio, ladeando apenas la cabeza como si estuviera oliendo algo desagradable.

“¿Qué te pasa?” preguntó con esa arrogancia nata que parecía venirle en los genes. “¿Te asustó el ruido?”

Harry no contestó de inmediato. En cambio, lo miró con atención, como si evaluara si valía la pena gastar palabras con él.

Y luego habló.

“Primero, no me agradas,” dijo con un tono tan directo que cortó el aire. “Segundo, me pareces un imbécil. Tercero, eres insoportable y muy presumido. Y cuarto…” Harry alzó una mano con los dedos extendidos, “...quiero ser tu amigo.”

Draco parpadeó. Una, dos veces. Su rostro pasó del desconcierto al escepticismo y luego a una molestia casi infantil. Observó la mano extendida de Harry como si fuera un sapo a punto de croar.

El silencio se volvió denso. Algunos alumnos los miraban desde los compartimentos abiertos, oliendo el inicio de una pelea.

Y justo cuando parecía que Draco se marcharía, alzó la mano y se la estrechó.

“Uno, eres muy maleducado,” dijo con voz seca. “Dos, eres un odioso.”

Harry entrecerró los ojos.

“Y tres…” continuó Draco, apretando los labios, “...solo acepto porque eres un Peverell.”

Harry no soltó la mano. En vez de eso, tiró de ella.

Draco, completamente sorprendido, fue jalado hacia él, quedando a escasos centímetros de su rostro. Harry lo miró a los ojos, los suyos brillando con una intensidad que no pertenecía a un niño cualquiera.

Le susurró, con voz suave, baja, pero cargada de una seguridad inexplicable: “Aun así… te vas a enamorar de mí.”

Draco se quedó congelado.

Por un momento, lo único que pudo hacer fue parpadear. Una, dos, tres veces. Confundido. Incómodo. Furioso. Humillado.

Y justo cuando su cerebro procesaba lo que acababa de escuchar, Harry lo soltó, como si no valiera el peso del aire entre ellos, y se giró para marcharse pasillo abajo.

El tren comenzó a moverse justo entonces, zambullendo a todos en una sacudida que hizo que los compartimentos temblaran y las ventanas vibraran.

Draco aún estaba de pie, rígido como una escoba olvidada, mirando cómo el niño se alejaba entre risas y pasos firmes.

La sangre le hervía en las venas.

“¡¡POTTER!!” rugió, girándose con furia.

Pero lo único que recibió como respuesta fue una risa clara, juvenil, resonando por el pasillo.

Una risa que prometía guerra. Y quizá, solo quizá… un poco de amor.

Draco apretó los puños y resopló por la nariz. “Idiota…”

Pero su corazón, por primera vez en mucho tiempo, latía con un ritmo nuevo. Como si acabara de empezar algo que no sabía cómo detener.

Y mientras el tren se alejaba por los campos ingleses, dos niños en extremos opuestos de un pasillo ya habían iniciado la guerra más dulce y ridícula de todas: la de conquistar un imperio… uno al otro.

El tren se deslizaba a través de los campos verdes como una serpiente de hierro encantada, cortando los paisajes rurales ingleses con su aliento de vapor y promesas antiguas. El cielo estaba cubierto por nubes pálidas, la bruma apenas tocando la copa de los árboles y las vacas dormidas que pastaban sin preocuparse de la magia que latía más allá del horizonte.

Y mientras el paisaje se movía a una velocidad constante, dentro del Expreso de Hogwarts reinaba el caos encantador de los once años.

Harry tardó casi cinco minutos en encontrar el compartimiento que Hadrian le había asignado, un lapso que se habría alargado si no fuera por los susurros agudos y algo molestos de Naga, esa vocecita condescendiente que parecía haber nacido para contradecirlo.

“Segundo vagón desde el frente, a la izquierda. ¿Ves la puerta con la cerradura estropeada? Esa. No, la otra izquierda. ¿Tienes idea de lo que es la izquierda, cría?”

Harry rodó los ojos mientras avanzaba por el pasillo, esquivando niños demasiado entusiastas y gatos que se colaban entre los tobillos.

Primero me manda a hacer las paces con el rubio arrogante y ahora Naga se convierte en mi brújula personal, pensó con cinismo, mientras una sonrisa ladeada asomaba en sus labios.

Naga volvió a hablar, esta vez con un deje de censura muy parecido al de Hadrian.

“No deberías haberlo llamado imbécil. Ni insoportable. Y mucho menos presumido. ¿Así es como cumples órdenes? Hadrian te dijo que lo arreglaras, no que lo retaras a un duelo de orgullo.”

Harry hizo una mueca mientras giraba el pomo del compartimiento indicado.

“Usé mi voz de ángel,” respondió con un bajo siseo fingiendo inocencia. “Y además, ¿quién dice que no estaba arreglándolo a mi manera?”

“Tu manera implica ofenderse. Fassscinante.”

El compartimiento estaba vacío.

Solo su baúl lo esperaba, colocado torpemente encima de los asientos acolchados como si hubiese sido arrojado allí con prisa. Harry lo miró con el ceño fruncido, considerando por un instante la logística necesaria para bajarlo sin aplastar una vértebra.

Problema del yo del futuro, decidió, y se dejó caer en el asiento junto a la ventana, encajando los hombros en el respaldo con la comodidad de quien ya ha peleado suficiente por el día.

Sus ojos se posaron en el vidrio.

Era su primera vez en un tren.

Había viajado en metro —apestoso, ruidoso y saturado de personas malhumoradas—, en taxi —conducido por un hombre que escuchaba baladas tristes y olía a cigarrillos mojados—, y en aparición, lo cual era una experiencia entre traumática y útil. Incluso había volado en escoba, una experiencia que le gustaba, aunque siempre terminaba despeinado como una escoba de cerdas abiertas y Hadrian lo reprendía por parecerse a un pordiosero.

Pero esto… esto era diferente.

El traqueteo rítmico del tren era casi hipnótico. El movimiento suave, acompañado por los sonidos lejanos de carcajadas, gritos, discusiones y un par de voces que parecían imitar a conejos chillones o algo igual de estridente.

Era un ruido molesto. Persistente. Pero no insoportable.

Solo… diferente.

Había demasiadas voces, demasiadas emociones flotando en el aire. Hadrian, en su constante preferencia por el silencio, ya estaría transformando la mitad del tren en piedra por tanto bullicio. Pero Harry no era Hadrian. Él no le huía al ruido. Solo que… esto era nuevo. Y lo nuevo era extraño.

Por eso, quizá, no notó de inmediato cuando la puerta del compartimiento se deslizó suavemente, sin golpear ni anunciar su presencia.

Fue solo por el rabillo del ojo —ese sexto sentido que Hadrian había desarrollado desde pequeño en Harry— que lo vio.

El rubiecito.

Draco Malfoy, entrando sin permiso y sin pedirlo, como si el tren entero le perteneciera.

Harry no lo miró. No se movió. Si acaso, parpadeó una vez con calma. Se inclinó hacia atrás y metió la mano en el bolsillo izquierdo. Sacó un libro grueso, de tapas desgastadas y letras doradas en francés. Lo abrió en su regazo como si nada en el mundo le importara menos que la presencia del niño que acababa de llamar imbécil.

Por dentro de su abrigo, Naga no paraba de quejarse.

“¿Ahora vas a ignorarlo? ¿Después de lo que le dijiste? Hadrian te va a colgar de las cejas.”

Harry le lanzó una sonrisa pequeña.

Ay, Naga… no te preocupes. Sé exactamente lo que hago.

Con el libro abierto, empezó a leer.

Primero en francés. Luego, mentalmente, comenzó a traducirlo al hindi, ese ejercicio absurdo que Hadrian había impuesto con el objetivo de “disciplinar su lengua y su mente”.

Y mientras leía, se concentró.

O al menos lo intentó.

Porque Draco, al parecer, no estaba dispuesto a permanecer en silencio. No. No con un público tan indiferente como Harry Potter-Peverell enfrente.

“¿Sabías que esta es una edición limitada de los compartimientos nuevos? Mi padre dice que los encargaron especialmente desde Alemania para Hogwarts. Solo algunos tienen estos respaldos acolchados. Están hechos de piel de dragón curtida con aceite de kelpie.”

Harry no levantó la vista. Pero sus dedos apretaron un poco más fuerte las páginas del libro.

Draco siguió hablando. Sobre su túnica recién planchada. Sobre su varita. Sobre la tienda francesa donde le hicieron el bastón de paseo (sí, un bastón de paseo). Habló sobre cómo en su casa tenían un lago. Un lago con sirenas. Bueno, no sirenas reales, pero casi.

Y Harry, en silencio, lo escuchó todo.

Porque algo en la voz de Draco —quizá la manera en que sus frases se atropellaban por la necesidad de llenar el silencio, o tal vez ese leve temblor en su tono cuando hablaba de su padre— le dijo que había más bajo la arrogancia. Una necesidad. Una costumbre de ser escuchado, no porque tuviera algo que decir, sino porque nadie lo callaba nunca.

Harry no interrumpió. No porque no pudiera —porque vaya que quería— sino porque había una parte de él, muy dentro, que entendía lo que era hablar sin ser escuchado de verdad.

Es tu alma gemela, el amor de tu vida, se repitió mentalmente con tono sarcástico, …el niñito más odioso del planeta tierra. Y ahora es tu problema.

Harry no estaba del todo seguro de por qué Naga se había deslizado tan bruscamente bajo su camisa, justo entre la clavícula y el cuello. Sentía el roce leve de la escama contra su piel, como un toque insistente, casi como una orden silenciosa. El tipo de empujón que Hadrian solía darle cuando quería que hiciera algo que no quería hacer pero que de algún modo sí terminaría haciendo.

La presión de la lengua bífida se hizo más firme. Harry se aclaró la garganta.

Qué error.

Draco levantó la cabeza como si hubiera estado esperando que Harry abriera la boca. Sus ojos se iluminaron de inmediato, y Harry sintió algo… molesto en el pecho. Algo así como un cálmate, no es tan bonito… bueno, sí es bonito, pero eso no es lo importante ahora.

“¿Finalmente vas a decir algo o planeas seguir ignorándome como si no existiera?” preguntó Draco con tono altivo, aunque su sonrisa temblaba en la comisura.

Harry suspiró. “Solo estaba esperando que te callaras para poder leer en paz, pero veo que eso no va a pasar en esta vida.”

Draco sonrió como si eso fuera un cumplido. Un verdadero Malfoy. Sin embargo, en vez de molestarse, pareció entusiasmado, como si hubiera obtenido permiso para continuar con su monólogo. Y lo hizo. Habló sobre la ceremonia de selección, sobre los trajes de gala que usaban en Yule, sobre la vez que casi lo raptó un centauro y su madre no se dio cuenta porque estaba en una fiesta en París.

Harry, contra todo pronóstico, no volvió a abrir el libro.

¿Por qué me está gustando escucharlo? Esto es una trampa. Hadrian me hechizó. O me maldijeron. Tal vez es una de esas tonterías del destino. Asqueroso destino romántico, vete al demonio. Pero incluso mientras pensaba eso, no interrumpía a Draco. De hecho, cada vez que Draco se detenía —para tomar aire, para mirarlo, para medir su reacción— Harry decía una palabra. A veces era solo un “¿y?”, o un “¿de verdad?”, o el infalible “ugh, qué trágico”, pero Draco parecía tomarlos como invitaciones entusiastas a seguir hablando.

Los minutos pasaron. Muchos. Tal vez no tantas horas como Harry sintió, pero su trasero ya se había dormido y Naga había optado por enroscarse en su muñeca en señal de resignación.

Fue entonces que Draco lo miró con cierta expresión crítica. Lo estudió con la mirada entrecerrada y soltó con tono analítico:

“Esa ropa… no es de mago. Quiero decir, la camisa ajustada está bien, supongo. Pero esos pantalones... ¿esos son jeans ajustados? ¿Y cuero? ¿Quién usa zapatos de cuero sin túnica? ¿Estás intentando parecer un rebelde?”

Harry alzó una ceja, divertido. Se irguió un poco y estiró las piernas con lentitud exagerada.

“Tal vez soy un rebelde. Tal vez vine a Hogwarts a romper el sistema desde dentro.”

Draco parecía dispuesto a soltar una crítica más mordaz cuando sus ojos se posaron en el abrigo negro que Harry aún llevaba puesto, abierto solo a la altura del pecho. Ahí, sobre la solapa izquierda, brillaba con sutileza el emblema bordado en joyería verde oscuro y plata antigua: el emblema de los Peverell.

La expresión de Draco cambió. De arrogancia a… ¿curiosidad? ¿Cautela?

“¿Es ese…?” comenzó a decir, pero no terminó. Se inclinó hacia adelante con los ojos clavados en el bordado.

“¿El emblema Peverell?” dijo Harry con fingida inocencia. “Oh, esto. Lo uso para espantar serpientes molestas.”

Draco no se rió, pero se quedó inmóvil por un segundo, como si no supiera si estaba siendo insultado o halagado.

“¿Puedo verlo de cerca?” preguntó al fin, serio, con un dejo de respeto en la voz.

Harry asintió. Podría haberme quitado el abrigo y tendérselo, sí. Podría haber actuado como una persona decente y razonable. Pero la decencia no es divertida.

Así que se puso de pie, avanzo en el compartimiento, y se sentó justo al lado de Draco. Muy cerca. Suficiente para que sus muslos se rozaran y Draco se tensara como si no supiera si tenía que huir o quedarse petrificado.

No hizo nada. Solo miró el emblema, inclinándose un poco. Sus pestañas largas se alzaban y bajaban mientras observaba el fino trabajo del bordado. Harry observó con detenimiento.

Uno: las pestañas de Draco eran largas, espesas y rizadas, del mismo rubio casi plateado que su cabello.

Dos: Draco olía increíble. Como menta fresca y pergamino nuevo, con un toque de lavanda que seguramente no era accidental.

Tres: los ojos de Draco no eran solo grises. Eran tormenta. Azul acero mezclado con celeste, con motas de blanco, como el cielo justo antes de que empiece a nevar.

Y entonces Harry se dio cuenta de que Draco ya no estaba hablando. Que ambos se estaban observando. Que Draco tenía la nariz a centímetros de su cuello. Que la respiración de ambos era demasiado irregular para no estar notándola.

Oh, qué desastre. Qué completo y brillante desastre.

Así que lo hizo. No pensó. No planeó. Solo se inclinó, cerró los ojos a medio camino —porque era así había leído en libros— y rozó los labios de Draco con los suyos. Fue rápido. Torpe. Apenitas un roce. Un parpadeo de contacto.

Y cuando se alejó, la expresión de Draco era tan absolutamente perfecta —ojos horrorizados, labios entreabiertos, mejillas ardiendo— que Harry no pudo hacer más que soltar una carcajada baja y sincera.

Draco tardó medio segundo en reaccionar. El suficiente para que su varita apareciera entre sus dedos como por arte de magia, literal y figuradamente. Y justo cuando iba a abrir la boca —posiblemente para invocar una maldición de hemorragia nasal o una explosión de cejas— la puerta del compartimiento se abrió de golpe.

“¡Draco! ¡Ahí estás!” Una voz aguda, femenina, invadió el aire con la facilidad de una cuchilla.

Una niña de cabello oscuro y rizado se abalanzó sobre Draco, empujándolo contra el respaldo como si no hubiera espacio vital que respetar.

“¿Por qué no nos buscaste? ¡Theodore dijo que te habías perdido! ¡Blaise pensó que te habías caído del tren!”

Pero Harry no escuchaba nada de eso. No realmente. Estaba muy ocupado observando los labios de Draco. Aún rosados. Aún brillantes. Aún temblorosos. Y ese rubor…

Oh, Hadrian lo iba a matar.

Probablemente con una maldición de desmembramiento lento y retorcido. Y entonces, con una sonrisa de suficiencia y autodesprecio, Harry pensó:

Valió cada segundo.

Harry se maldijo internamente unas siete veces —tres en inglés, dos en francés y un par en pársel— antes de mirar directamente al grupo de niños que acababa de invadir el compartimiento. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… ¿cuántos demonios había? ¿Eran cinco? ¿Se multiplicaban? ¿Alguno venía con botón de apagado? Y en el centro de todo ese caos se encontraba Draco, que seguía sin mirarlo. Ni una sola vez. Ni un vistazo accidental. Ni siquiera una de esas miradas que lanzas de reojo cuando esperas que el otro no se dé cuenta. Ofendido era poco para describir cómo se sentía Harry en ese momento. ¿Tan malo había sido el beso? Por Merlín, solo fue un roce. Un beso táctico. Diplomático, incluso. No ameritaba este nivel de evasión visual.

Y claro, Harry no era que tuviera mucha experiencia con niños. Dev, el niño que Hadrian había rescatado de algún rincón maldito del mundo, era más bien silencioso. De esos que se escondían detrás de las cortinas o debajo de las mesas, y que cuando por fin hablaban, lo hacían con un susurro que parecía un secreto de viento. Y Dudley… bueno, Dudley no contaba. Era más primo que niño, y su grupo de amigos no eran precisamente el tipo de criaturas que inspiraban cariño o conversación. Pero esto… esto era un enjambre. Una bandada de niños de once años bien alimentados y excesivamente bien vestidos que parecían sacados de una revista de etiqueta mágica para niños nobles con demasiado tiempo libre y demasiadas capas de tela encima.

Al principio, ninguno de ellos le prestó mucha atención a Harry. Y eso que él seguía sentado con una postura que Hadrian consideraría como correctamente intimidante, con una ceja ligeramente levantada y un aire de aburrimiento perfectamente ensayado. Aun así, los chicos parecían demasiado ocupados peleándose entre ellos por quién se sentaba dónde, quién había visto primero el asiento al lado de Draco, y quién se había robado la última rana de chocolate antes de subir al tren. Hasta que uno de ellos, un niño de cabello marrón oscuro y ojos verdes muy claros —casi idéntico a Harry si Harry hubiera sido pálido como un vampiro, con mejillas redondas y una expresión perpetuamente confundida— lo saludó con una pequeña inclinación de cabeza.

“Hola.”

Harry lo miró unos segundos antes de responder. Intentó sonar casual, tal como Hadrian le había enseñado, pero también con ese tono que usaba cuando quería sonar como alguien importante sin parecer un imbécil pretencioso.

“Buenos días. Supondré que tú eres el más sensato de este grupo.”

El niño —que ahora parecía aún más nervioso— soltó una risa entre dientes, suave, casi involuntaria, y se sentó a su lado. Harry le permitió hacerlo solo porque no parecía un idiota. O no tanto. Aunque ese detalle no lo libraba de que Harry pensara, en voz interna, es como mirarme en un espejo que ha sido golpeado con un hechizo de blanqueamiento y confundus.

Los demás comenzaron a intentar acomodarse, pero el baúl de Harry, que estaba elegantemente ubicado junto a su lado, ocupaba la mayor parte de ese rincón del compartimiento. Era un baúl grande, pesado, con grabados encantados que brillaban de vez en cuando con runas apenas visibles, y que claramente no pensaba mover. No porque no pudiera. Porque no quería. Porque si se iban a sentar en SU compartimiento, lo mínimo que podían hacer era respetar el espacio vital de Harry.

El niño moreno —alto, delgado, con una expresión crítica que recordaba vagamente a la de sus tíos malhumorados— lo miró con desaprobación.

“¿Podrías bajar eso? Ocupa demasiado espacio.”

Harry se giró lentamente, sin borrar la sonrisa. “No.”

El niño frunció el ceño. “Te lo estoy pidiendo.”

“¿Sí? Pues pídelo mejor.”

El niño pareció a punto de explotar, exhalando por la nariz con fuerza, como si estuviera decidiendo entre invocar una maldición o comerse su propio disgusto. La niña, de cabello negro corto, suspiró con fuerza, claramente agotada por todo lo que implicaba compartir oxígeno con otros. Harry solo miró hacia la ventana con fingido interés. No es mi culpa que todos estén tan tensos. Quizá deberían dormir más. O masticar hojas de menta. O aprender a reírse de sí mismos como la gente normal. Si es que esta gente era normal.

Y entonces, Draco habló.

Con una voz ligeramente ahogada, como si alguien le hubiese sacado el aire con un puñetazo en el estómago. No miró a Harry, por supuesto. Miró al suelo. O a la pared. O a su propia dignidad desmoronándose, porque cuando dijo “Él es Harry Potter. El niño que vivió”, lo hizo con un tono tan contenido que Harry casi sintió lástima. No fue un mal beso, pensó otra vez. Tal vez fue su primer beso. Tal vez está traumado. Tal vez lo arruiné de por vida. Bien hecho, Harry, serás reprendido. Otra vez.

Los niños se quedaron helados por un segundo. Los dos más grandes —uno con cara de bulldog triste y el otro como si le hubieran inflado con una bomba de aire hasta casi hacerlo explotar— abrieron la boca como si Harry acabara de transformarse en una quimera. Se pusieron de pie casi al instante. No para huir, sino para… inclinarse. ¿Por qué carajos todos los niños mágicos creen que hay que hacer reverencias? ¿Dónde estamos, en la Edad Media? ¿En Japón? ¿En un episodio de telenovela?

Harry se obligó a no reír. Apenas.

La niña fue la primera en hablar.

“Soy Pansy Parkinson,” dijo, con una reverencia que probablemente había practicado frente a un espejo. “Es un honor conocerte.”

Harry asintió con la cabeza. Parkinson… ¿no era eso una enfermedad? Se obligó a no decirlo en voz alta. No porque fuera grosero, sino porque Hadrian estaría muy decepcionado si lo echaban de Hogwarts el primer día por insultar la herencia familiar de una niña con nombre de enfermedad.

El moreno volvió a hablar. “Blaise Zabini.”

“¿Tienes alguna habilidad secreta, Zabini? ¿Transformarte en murciélago, tal vez?” Blaise lo miró, confundido. “Solo preguntaba.”

Los dos niños grandes se presentaron como Vincent Crabbe y Gregory Goyle. Parecían… amables. Como si fueran dos perros gigantes y confundidos, siempre listos para seguir a alguien a donde sea. Uno tenía una sonrisa fácil, el otro parecía estar en un eterno estado de espera, como si aguardara instrucciones para hacer lo correcto.

El niño a su lado —el primero en saludar— habló con voz baja, pero firme. Una voz que parecía tener más años que su cuerpo.

“Theodore Nott. Heredero Nott, quinto de mi línea, descendiente directo de—”

“¿Vas a contarme tu árbol genealógico entero?” interrumpió Harry, con una ceja alzada.

Theodore se detuvo. Lo miró. Y luego sonrió. Solo un poco. “No.”

“Excelente. Ya me caes mejor que la mayoría.”

Y aún así, Draco no lo miraba.

Ni una mirada. Ni un pestañeo. Ni una súplica silenciosa de sácame de aquí antes de que Pansy me pregunte si el beso fue porque te gusto o porque me odiás. Nada. Solo el leve temblor en los dedos de Draco, que agarraban su túnica con demasiada fuerza. Harry cruzó una pierna sobre la otra y fingió inspeccionar sus uñas. Va a necesitar terapia. O chocolate. Probablemente ambas.

Y mientras Pansy sacaba un pergamino algo arrugado de su túnica —la lista oficial de materias, según anunció con el mismo dramatismo que un profeta revelando la verdad absoluta del universo—, y Blaise se cruzaba de brazos con el ceño fruncido, quejándose de que el vagón era "dolorosamente estrecho para un niño de sangre noble y de linaje real", Harry se dejó caer más profundamente contra el respaldo acolchado, cruzó las piernas con la comodidad de quien sabe que nadie tiene derecho a decirle cómo sentarse, y observó al grupo con una mezcla de intriga, desdén juguetón y una pizca de genuino interés.

Naga —su serpiente, que llevaba dormida todo el trayecto enredada en su muñeca izquierda como un brazalete viviente y tibio— se desperezó con un leve susurro de escamas y alzó la cabeza con sutileza sin que nadie la notara. Su lengua bífida se asomó al aire con un siseo lento, captando olores invisibles para los demás. Harry la acarició con un dedo, y sus ojos verdes brillaron con satisfacción.

Este año va a ser maravilloso, pensó Harry, sin saber si el cosquilleo en su pecho era anticipación o caos.

Empezó a prestar más atención a los niños, o bueno, a los herederos y pequeñas tragedias sociales con los que compartiría sus días a partir de ahora. Fue, de alguna forma, como espiar desde una esquina segura en un teatro: cada uno de ellos parecía tener un guion escrito desde la cuna, con frases bien practicadas, poses estratégicas y un estilo de dramatismo que hacía que Harry quisiera reír… y al mismo tiempo, quedarse a ver cómo terminaba la obra.

Blaise Zabini, por ejemplo, hablaba con un acento italiano suavizado, pero con una arrogancia que no tenía nada de sutil. Harry lo descubrió cuando el niño mencionó, con tono casual pero demasiado cargado de intención, que su madre había sido reina de un pequeño enclave mágico en Sicilia, y que él técnicamente era príncipe heredero, aunque “el consejo ancestral aún debía confirmar su derecho”. Blaise parecía pensar que cualquier asiento que no estuviera forrado en oro y terciopelo era una ofensa personal, y que los postres del expreso eran “sospechosamente democráticos”.

Pansy, por otro lado, era un torbellino de palabras y gestos y exclamaciones que a veces rozaban lo insoportable. Pero había algo encantador en su intensidad: era como ver a una estrella fugaz intentando explicarte por qué brillaba. Contó —sin que nadie preguntara— que era la última en una línea de seis hermanos, todos varones, y que por eso su madre le había enseñado a no quedarse nunca callada. "Si no hablaba fuerte", dijo con un tono de resolución dramática, "me enterraban debajo de sus escobas".

Harry asintió, no porque estuviera particularmente interesado, sino porque le gustaba observar cómo se iluminaban sus ojos cuando alguien la escuchaba.

Gregory Goyle, sorprendentemente, se mostró como algo más que el clásico bruto de los cuentos. Cuando Pansy hizo una mueca al escuchar el canto de las sirenas en la radio mágica que un prefecto pasó por el pasillo, Gregory murmuró en un tono apenas audible:

“Están cantando sobre un rey que perdió a su hija en el fondo del mar… es dialecto atlántico.”

Todos se quedaron callados por un segundo, hasta que Harry —con una sonrisa torcida— dijo: “¿Tú hablas sireno?”

Gregory se encogió de hombros, como si no fuera la gran cosa. “Y gobbledegook. Lo básico. Mi madre trabaja en el Banco Mágico Europeo. Me enseñó para no ofender a los duendes en las reuniones.”

Vaya, pensó Harry, mientras lo observaba con renovada curiosidad. Tal vez Goyle no sea solo músculo y papilla cerebral.

Vicent, en cambio… bueno, era Vicent. Ni Harry ni Naga supieron cómo describirlo más allá de “Vicent”. No parecía tener ninguna historia trágica ni ningún talento brillante ni ganas de impresionar a nadie. Comía caramelos de regaliz como si fueran la cosa más fascinante del mundo y le reía todos los chistes a Draco, incluso los que no eran chistes.

Debe ser agradable, pensó Harry, existir sin más. Sin expectativas. Sin el peso de un apellido o una herencia que se extiende como un monstruo detrás de ti.

Y Theodore Nott… Theodore era todo un caso.

Al principio, Harry pensó que el niño solo estaba desesperado por atención. Se sentaba con la espalda recta, las manos sobre las rodillas, y hablaba como si estuviera frente a un jurado. Le dijo que era el heredero de la Casa Nott, que sabía cinco hechizos defensivos avanzados, (uno de los cuales, según él, era tan complejo que solo se lo habían enseñado después de hacerle firmar un juramento de silencio), que podía tocar el clavecín con los ojos vendados y que tenía una carta firmada por el mismísimo Ministro de Magia, quien había asistido a su presentación oficial como heredero a los nueve años.

Harry solo alzó una ceja y lo miró en silencio por unos segundos largos. ¿Una carta firmada por el Ministro? ¿Y aún así tiene que venir en tren como todos? Qué decepción.

Pero antes de que pudiera responder con alguno de sus comentarios afilados, Theodore, con un gesto algo más contenido, añadió:

“Hoy choqué con alguien… antes de subir al tren. Un niño pequeño. Tenía el cabello oscuro, rizado, parecía perdido, pero no asustado. Me miró como si yo fuera el que se había equivocado de lugar. Fue… extraño.”

Harry parpadeó.

Se enderezó con un leve cambio en su postura, apenas perceptible si uno no lo conocía, pero en su caso fue como una alarma. Harry recordó haberlo visto cerca de Dev.

“Tu hermanito creo,” añadió Theodore con naturalidad. “Porque te estaba esperando cerca de los vagones.”

“No es mi hermano,” corrigió Harry, con una media sonrisa que le rozó los labios, aunque su voz sonó más suave, más pausada. “Se llama Dev y es mi primo.”

“¿Tu primo?” repitió Theodore, y la forma en que sus ojos se abrieron y cómo la compostura se le resquebrajó apenas un poco le dijo todo a Harry.

El tono cambió. Ya no estaba hablando con el heredero Nott que presumía de pergaminos firmados y clavecines tocados con los ojos vendados. Ahora era solo un niño que acababa de conocer a alguien… especial.

“Sí,” respondió Harry, y bajó un poco la voz, con un dejo de orgullo que no se molestó en ocultar. “Tiene ocho años. Le gustan los acertijos y la jardinería. No habla mucho al principio, pero cuando lo hace, cada palabra vale más que una docena de otras. Le gusta observar. Sabe cuándo estás mintiendo.”

Theodore escuchaba sin pestañear. Y Harry lo supo. Lo supo con absoluta claridad: Nott se había quedado prendado de Dev. Merlín... Hadrian lo va a matar.

Pero aún así, no se detuvo.

“También es animago. Es una historia larga. Pero… es brillante.”

Theodore murmuró algo apenas audible, algo que sonó a “ya lo parecía” o “tenía que serlo”. Harry no quiso confirmar cuál era. No era necesario. El brillo en los ojos del otro niño ya le daba todas las respuestas.

Claro que, apenas Blaise escuchó el nombre “primo” y “animago” en la misma frase, el ambiente se tensó con una chispa de curiosidad y entusiasmo reprimido. El moreno de ascendencia italiana, que hasta entonces se había limitado a comentar con aire ligeramente aburrido lo incómodo que era el vagón y lo poco refinado del menú del expreso, alzó una ceja con genuino interés.

“¿Tu primo? ¿Ese niño es un animago? ¿Con ocho años?”

“Cosas de familia,” respondió Harry con una sonrisa perezosa, dejando que el misterio se extendiera como niebla.

“¿Y tú?” preguntó Pansy, sentada al borde de su asiento. “¿También eres animago?”

“No. Yo tengo otros talentos,” respondió Harry, sin explicar más. Su voz era suave, casi felina.

Fue en ese momento que el compartimiento, que ya parecía demasiado pequeño para tanta historia, se quedó en silencio cuando Theodore, en un tono mucho más considerado, preguntó:

“¿Entonces… tú eres parte de la familia Peverell?”

La pregunta no fue tanto una deducción como una sospecha lanzada al aire, y en el instante en que salió de su boca, todos los niños que hasta ahora estaban ocupados en lo suyo dejaron de hablar.

Gregory, que justo estaba terminando de explicarle a Vincent cómo había aprendido sireno escuchando óperas acuáticas con su madre, se detuvo a mitad de frase. Vincent parpadeó, como si hubiera tardado en procesar las palabras. Incluso Draco —Draco, que no lo había mirado ni una sola vez desde el beso y que parecía empeñado en estudiarse la rodilla como si ahí estuvieran escritas las profecías del mundo— alzó la vista, solo por un segundo, hacia Harry.

Harry no cambió su expresión. Simplemente se encogió de hombros, como si no fuera nada.

“Soy Harry Potter Peverell. Sobrino del actual Señor Peverell. Supongo que soy el siguiente en la línea, por cuestiones de edad.”

El efecto fue inmediato.

Pansy dejó caer la lista de clases que tenía entre las manos.

Blaise se enderezó como si alguien le hubiera echado agua helada por la espalda.

Gregory murmuró algo que sonó como “Merlín bendito”.

Y Vincent… bueno, Vincent solo dijo “Oh.”

“¿Harry Peverell?” repitió Pansy, con los ojos redondos como platos. “¿Tú? Pero... el ministro… la subsecretaria Umbridge… ustedes no… nadie ha visto a los Peverell desde… casi un milenio. ¡Dijeron que vivían en una fortaleza encantada en la costa norte!”

“Vivimos en la casa ancestral Peverell,” dijo Harry, sin poder evitar la sonrisa. “Grande, sí. Con encantamientos antiguos, también. Pero nada de torres sombrías o dragones encadenados en el sótano. Aunque... hay un armario que nunca se abre, y nadie se atreve a tocar la biblioteca después del anochecer.”

“Eso es broma, ¿verdad?” preguntó Vincent, con la expresión más seria del mundo.

“Claro que sí,” dijo Harry, aunque no del todo convincente.

Las preguntas comenzaron a llover. ¿Qué tan antigua era la biblioteca? ¿Era verdad que los Peverell podían manipular la muerte? ¿Tenían un ejército personal? ¿Tenía una varita heredada de hueso de thestral? ¿Había visto a la muerte recientemente? ¿Cómo se llamaba su tío? ¿Tenía uno? ¿Tenía diez?

Acababa de aclararle a Pansy —por quinta vez— que no, su tío Hadrian no estaría ni remotamente interesado en esperarla hasta que cumpliera diecisiete años para casarse con ella (“además, él detesta los sombreros rosas, y tú llevas uno en el alma, Parkinson”) cuando la puerta del compartimiento se deslizó lentamente, con ese chirrido ahogado de metal mal engrasado.

Y oh, maravilla.

Un niño gordito asomó la cabeza por el marco, ojos grandes, redondos como botones mal cosidos. Llevaba la túnica medio torcida, las mejillas sonrosadas y los dedos aferrados con desesperación a la jaula vacía que sostenía contra el pecho. Apenas los vio, se congeló. Se notaba de inmediato que no esperaba encontrarse con un grupo tan intimidante.

“Longbottom,” soltó Draco con una sonrisa que era todo menos amable.

Neville asintió con torpeza, la voz atrapada en algún lugar entre su garganta y su estómago. El miedo en sus ojos era palpable, una marea creciente detrás de los ojos empañados.

Draco se puso de pie con una fluidez insultante, como si estuviera en un escenario y no dentro de un vagón abarrotado. Lo miró de arriba abajo con asco y un dejo de diversión maliciosa, como si le estuvieran regalando un juguete viejo para destruir con placer.

“¿Perdiste a tu sapo otra vez, Longbottom? ¿Acaso duerme más que tú?”

Neville intentó explicar, tartamudeando que sí, que Trevor se había escapado y que solo quería saber si alguien lo había visto. Pero sus palabras eran como gotas cayendo sobre piedra. Inútiles.

Pansy chilló con repugnancia apenas escuchó la palabra sapo.

“¡Qué asco! ¿De verdad tienes eso como mascota? ¡Eso es tan... tan pobre! Los sapos son para niños mugrosos que viven debajo de las tablas del suelo.”

Neville pareció encogerse dentro de sí mismo. Harry lo observó en silencio, una ceja en alto. Parte de él —la parte entrenada para detectar injusticias, cortesía de Dev— se sintió incómoda al ver cómo el pobre chico se debatía entre llorar y pedir disculpas por existir. Pero otra parte —una más oscura, más honesta, cortesía de Hadrian— no pudo evitar encontrar entretenido el espectáculo. Draco brillaba cuando tenía a alguien sobre quien proyectar su crueldad. Y aunque aquello era sucio, había algo fascinante en su forma de dominar la escena, de hacer que cada palabra doliera lo justo para no ser castigado.

Y pensar que le gustan los cuervos, no los sapos. Qué desperdicio de estilo, pensó Harry, con el libro aún abierto en su regazo.

Entonces, la puerta del compartimiento se abrió de nuevo, esta vez con más fuerza.

Y entró una niña de cabello tupido, indomable como la melena de un león eléctrico, cruzó el umbral como si el tren entero le perteneciera. El aire cambió. El compartimiento, de pronto cálido por los insultos, se enfrió con la tensión de lo inesperado.

“¡¿Por qué están molestando a este niño?!” exclamó con voz clara y afilada como un silbato de prefecto.

Todos la miraron. Incluso Harry bajó ligeramente su libro, lo justo para observarla mejor. Había algo feroz en ella, algo que no encajaba con su aspecto de empollona con los dientes un poco torcidos. Tenía el porte de quien cree, con fervor, en las reglas. Y eso la volvía peligrosa.

Neville pareció aliviado, como si acabaran de lanzarle un salvavidas en mitad de una tormenta. Pero su alivio se desinfló cuando Blaise, con una sonrisita de hielo, murmuró:

“¿En serio necesitas que una niña te defienda, Longbottom? Vaya forma de comenzar el año.”

Y justo cuando Harry se inclinaba hacia adelante, a punto de sacar a todos del compartimiento para poder leer en paz (o en su defecto, incendiar a Blaise y ver qué pasaba), la puerta volvió a abrirse.

Otra vez.

Y esta vez, entró un pelirrojo.

No solo un pelirrojo.

El pelirrojo.

Harry lo supo en cuanto lo vio. Alto para su edad, pecoso, rostro encendido por la emoción o el orgullo —o ambos—, y con una familiaridad en los gestos que le hizo hervir la sangre.

Hadrian me advirtió sobre los pelirrojos. No seas amable. No les debes nada.

Y, sin embargo, ahí estaba. Irrumpiendo en medio de la escena como si fuera el protagonista de una historia que todos debían leer. Sabía los nombres de todos. Todos sabían el suyo.

Y, como era costumbre, comenzó otra discusión. Insultos lanzados como hechizos. Palabras afiladas de ambos bandos. La niña de cabello tupido intentaba mantener el orden, amenazando con ir por un prefecto. Nadie la escuchaba. Harry ni siquiera estaba seguro de que alguien pudiera hacerlo con tanto ruido.

Fue entonces cuando Neville, el mismo niño que apenas podía articular dos palabras seguidas sin temblar, lo miró directamente y dijo en voz alta, como si acabara de ver un fantasma:

“¡Tú eres Harry Potter!”

El silencio cayó como un telón.

Y, claro, la niña aprovechó la pausa para intervenir.

“¡Oh, claro! ¡Harry Potter! ¡Te he leído en Historia de la Magia, y en Los Grandes Hechiceros del Siglo XX, soy Herm—!”

Harry no la dejó terminar.

Cerró su libro con un leve golpe. La miró con hastío, sus ojos verdes apagados por el cansancio. Y dijo, con total indiferencia:

“Sí, bueno. Me importa un ostión cómo te llames.”

Pansy se atragantó con su propia carcajada. Blaise se llevó la mano al pecho como si acabaran de apuñalarlo de risa. Draco, curiosamente, no dijo nada.

El pelirrojo, sin embargo, sí, parecía querer decir algo desde hacía rato. Mascullaba palabras entre dientes, mirando a Harry como si no pudiera decidir si lo admiraba o lo despreciaba. Cuando se giró hacia Draco, fue como si le hubieran dado permiso de escupir lo que tenía guardado.

“¿Y tú quién te crees, rubio desteñido?” soltó con una mueca asqueada, el tono cargado de resentimiento mal digerido. “¿Tienes una varita o te prestan una cada vez que lloras? Porque seguro no sabes ni cómo agarrarla.”

El golpe no fue solo verbal, sino físico. El pelirrojo lo acompañó de un empujón torpe que lanzó a Draco contra el marco de la puerta, haciéndole soltar un gemido ahogado de dolor cuando su hombro chocó contra la madera.

Draco se irguió de inmediato, tenso, el orgullo más herido que su cuerpo. Abrió la boca para contestar, pero fue demasiado tarde.

Harry ya se había levantado.

Nadie tuvo tiempo de reaccionar. Ni Pansy con sus chillidos escandalizados, ni Blaise con sus medias sonrisas que solían anticipar una burla, ni siquiera la niña con rizos, que ahora parecía más bien asustada. Harry se movió con una precisión furiosa, como si cada paso hubiera sido ensayado en su mente desde el momento exacto en que Hadrian le habló de los Weasley.

En tres zancadas largas lo tuvo. Lo tomó del cuello de la camiseta, un agarre justo en el centro del pecho, y lo levantó del suelo como si no pesara nada. Los pies del pelirrojo colgaron por unos segundos antes de que comenzara a patalear, sorprendido, abrumado, humillado.

Harry lo miró con unos ojos que no parecían de once años. Ni siquiera de alguien joven. Eran fríos, demasiado calculadores, tan verdes como el fondo de un pozo.

“¿Sabes qué es curioso?” dijo en voz baja, pero lo bastante fuerte como para que todos escucharan. Su tono tenía filo, como una daga de plata recién afilada. “Yo no tengo idea de quién eres tú, pero tú sabes quién soy yo. Y sin embargo, decidiste empujar a Draco. Decidiste tocar a alguien que importara siempre más que tú.”

Los labios del niño temblaron. Blaise tragó saliva con dificultad. Pansy se llevó la mano a la boca. Draco lo miraba con los ojos muy abiertos, sin saber si intervenir o quedarse quieto.

Harry acercó su rostro al del pelirrojo. No gritó. No necesitaba hacerlo.

“Mi tío dice que hay familias con tantos hijos que pierden la cuenta de cuántos les quedan. Que cuando uno se rompe, solo lo barren del suelo y siguen comiendo. ¿Ese es tu caso? ¿O tu madre al menos notará si te devuelvo sin dientes?”

El niño palideció. Sus ojos llenos de miedo y furia intentaban encontrar una vía de escape, pero Harry no se movía.

“Potter...” murmuró la niña de los rizos, su voz temblando.

Harry no la oyó. O si lo hizo, no le importó.

“Si vuelves a tocar a Draco,” continuó, con la voz cada vez más baja, más cruda, “te juro que no será la puerta lo que te cierre el paso, sino tus propias piernas rotas. ¿Te quedó claro?”

Y sin esperar respuesta, lo lanzó hacia atrás. No con fuerza desmedida, pero lo suficiente para que cayera sentado de espaldas al suelo del pasillo. El ruido fue un golpe seco, digno de una pelea en las calles del Callejón Knockturn, no de un tren escolar.

Antes de cerrar la puerta, Harry alargó el brazo y tomó a Draco del codo, lo atrajo suavemente al interior del compartimiento, y con un clic, hizo que el mundo exterior desapareciera tras la puerta cerrada.

Silencio.

Era tan denso que se podían escuchar los ecos del corazón de Draco desbocado, los suspiros temblorosos de Pansy, el leve crujido del libro francés que Harry abrió con toda la naturalidad del mundo, como si nada hubiera ocurrido.

Se sentó.

Volvió a cruzar las piernas con elegancia medida, como su tío le enseñaba siempre. Sus ojos bajaron al texto, pero no pasaba página. No aún.

Y entonces lo sintió. La mirada.

Draco lo observaba desde su asiento como si estuviera viendo a alguien nuevo. No al Harry de antes, no al que lo había hecho arrastrado del brazo en el andén o con quien había compartido un inocente y pequeño beso en el tren. Lo miraba como si acabara de toparse con alguien que podía decidir en qué dirección giraría el día.

Harry no levantó la vista. Pero sonrió. Fue una sonrisa breve, contenida, oculta tras las sombras de sus pestañas.

Naga estará encantada de saberlo, pensó con una satisfacción sorda, casi infantil. Y Hadrian también, aunque frunza el ceño primero. Dirá que fue imprudente. Y luego sonreirá cuando crea que no estoy mirando.

Y entonces pasó la página.

Como si no acabara de prometerle a un niño que le rompería las piernas.

Como si no acabara de tomar el brazo de Draco como si fuera algo importante.

Como si el mundo dentro de ese compartimiento, por unos segundos al menos, le perteneciera.

Chapter 18: Tiene influencia en el más allá

Summary:

La imaginación de los niños, en especial magos, es ilimitada y algo exagerada…

Chapter Text

El compartimiento se mantuvo en silencio por lo que pareció ser una hora, tal vez más. Para Harry, ese silencio fue un lujo inesperado. Sentado con la pierna izquierda doblada contra el asiento, la barbilla apoyada sobre la rodilla, y el libro reposando abierto en sus muslos, encontró algo parecido a la paz. No es que la historia en francés fuera especialmente fascinante, pero leerla en voz baja, casi murmurando para sí mismo en un susurro que probablemente solo Naga escuchaba, le proporcionaba un ritmo, una rutina familiar.

Cuando terminó el capítulo, lo releyó en hindi, dejando que las palabras se deslizaran entre sus dientes como si con ello pudiera recordar la voz de Hadrian leyéndole por las noches, cuando Dev ya dormía y Harry pedía una historia más, solo una más. Había algo casi meditativo en alternar los idiomas; algo que lo hacía sentir… centrado. A salvo.

Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que el ambiente comenzara a volverse espeso de aburrimiento. Los cuerpos de once años no estaban hechos para permanecer tanto tiempo quietos y en silencio. Las posturas se relajaron, los pies comenzaron a balancearse, y uno a uno los niños buscaron excusas para salir.

Nadie lo dijo directamente, pero Harry no tardó en notar lo que en realidad estaba ocurriendo. Cada uno tomaba, con disimulo, un pedazo del pergamino que Theodore había dejado sobre el asiento del compartimiento. Escribían algo en él con movimientos apurados, lo doblaban con nerviosismo y luego se levantaban, murmurando que irían al baño.

Harry no necesitó ser un genio para darse cuenta: estaban escribiéndole a sus padres. Tal vez contando sobre la escena que acababa de ocurrir, sobre el niño Potter-Peverell que había arrojado a un Weasley al pasillo. O tal vez —y esta idea era aún más entretenida— estaban escribiendo sobre él como si fuera una criatura salvaje a la que debían reportar.

El último en salir fue Draco. Y su mirada antes de cerrar la puerta no fue de despedida… sino de duda. Como si no supiera exactamente qué pensar de Harry.

Harry paso la página de su libro con más fuerza de la necesaria.

No tuvo tiempo de detenerse a rumiar pensamientos incómodos cuando la puerta del compartimiento volvió a abrirse. Esta vez no era un niño más, ni una disculpa disfrazada de necesidad ficticia: era una señora de aspecto amable, con mejillas rosadas como manzanas y un carrito que rechinaba lleno de dulces mágicos.

Crabbe y Goyle prácticamente se pusieron de pie a saltos. Sus ojos brillaban como si nunca hubieran visto azúcar antes. Aunque, considerando sus tallas y lo que devoraban, Harry dudaba que no se alimentaran solo de eso.

Harry se estiró, marcó la página de su libro y lo dejó a un lado. Sus ojos ardían por el esfuerzo de la lectura y su cerebro gritaba por un descanso. Mientras observaba a los otros niños abalanzarse sobre la señora del carrito, sintió una mirada fija sobre él. Era Theodore.

“Te van a estafar si compras las ranas de chocolate al principio,” le dijo el niño Nott con un tono sorprendentemente práctico, como si le estuviera haciendo un favor inofensivo y no evaluándolo en secreto. “Son las más caras y siempre se acaban primero. Y las plumas de regaliz negras saben a alquitrán de trol, ni te acerques.”

Harry lo miró con una ceja alzada, medio divertido. ¿Ahora era su asesor financiero de golosinas?

“¿Vas a contarme también qué maldiciones traen los caramelos invisibles o esa parte viene después?”

Theodore sonrió, sin ofenderse. “Solo digo que si vas a arruinar tu dentadura, al menos que valga la pena.”

Harry terminó comprando una rana de chocolate —solo por llevarle la contraria—, una bolsa de grajeas de todos los sabores (porque Dev le había insistido que las probara y si eran buenas le enviara algunas), y una galleta que tenía forma de calavera.

Y entonces Draco regresó. No dijo una palabra al entrar. Su túnica estaba un poco arrugada, como si hubiese caminado rápido, y sus mejillas estaban rojas, pero no por el calor. Harry lo miró de reojo. No iba a preguntarle a dónde había ido ni qué había escrito.

La tensión era casi palpable mientras Draco escaneaba el compartimiento y notaba las cajas abiertas, los envoltorios ya arrugados, las manos pegajosas de azúcar. Harry sintió que el rubio se detenía justo frente a su sitio. Levantó la vista, y Draco lo estaba mirando. Directamente. Fijo.

Sin decir nada, estiró la mano hacia los dulces de Harry. Pero justo antes de tomar uno, vaciló.

Sus dedos rozaron la caja de caramelos flameantes, pero su mirada seguía anclada en la de Harry, como si esperara una señal. Una palabra. Una negación. Pero Harry no dijo nada. Solo lo sostuvo con la mirada. Tómala, si quieres.

Y Draco lo hizo. Tomó un caramelo, lo sostuvo entre los dedos por un segundo, como si fuera importante, y luego lo llevó a la boca mientras se sentaba… no junto a Harry. El asiento al lado de él ya estaba ocupado por Theodore, quien había colocado su abrigo ahí como si marcara territorio.

Harry no dijo nada, pero algo dentro de él se tensó.

La conversación que siguió fue dispersa. Theodore hablaba de un duelo que, según él, había visto entre dos hechiceros en un viñedo francés. Pansy reía con la boca llena de nubes de azúcar. Crabbe y Goyle competían por ver quién se comía más cosas con una sola mordida.

Harry observaba todo en silencio. Masticaba lentamente la galleta en forma de calavera. Y cuando por fin habló, fue solo para preguntar:

“¿Nadie se atragantó aún?”

La risa que surgió fue inesperada. Primero Pansy, luego Theodore, y finalmente incluso Draco dejó escapar una sonrisa, aunque pequeña, como si no pudiera evitarlo.

Pero Harry no se rió.

Le gustaba cuando se callaban justo después. Le gustaba el sonido del silencio después de una carcajada forzada. Porque era ahí cuando sabía quién era él en realidad. El centro de una tormenta que todos querían observar… pero desde lejos.

Harry no recordaba exactamente cuándo había aceptado los caramelos naranjas brillantes que Blaise le ofrecía con esa sonrisa cómplice, ni por qué lo había hecho con tanta facilidad. Sabía, en algún rincón racional de su cabeza, que nunca debía tomar cosas dulces de niños que aún le parecían completos extraños, y mucho menos hacerlo con esa expresión despreocupada que decía hazme caso, soy irresistible. Pero la verdad era que, en ese momento, Harry no había querido resistirse a nada.

Quizás había sido la risa encantada de Blaise, como si realmente pensara que él —Harry— era lo más divertido que le había pasado en semanas. O tal vez fue porque había notado que Draco, desde su sitio cruzado de brazos, lo miraba con ese tipo de molestia que solo mostraba cuando se sentía desplazado. Como si Blaise se hubiera atrevido a entrar a un territorio que Draco no había terminado de reclamar. Sea como fuera, Harry había tomado un caramelo. Luego dos. Después no supo cuántos. El sabor era ácido y dulce a la vez, como fuego efervescente bajo la lengua, y cuando la energía se disparó por su cuerpo como un encantamiento desenfrenado, Harry supo que estaba perdido.

La risa le subió por la garganta sin aviso, le estalló en los dientes, en los pulmones, y cuando se dio cuenta, tenía el cuerpo a medio salir por la ventana del tren, con el torso colgado hacia el exterior, el viento alborotándole el cabello como si intentara arrancárselo por completo, y una libertad brutal latiéndole entre las costillas. Era como volar sin escoba, como correr sin que nadie pudiera atraparlo, como ser absolutamente él —no el Harry de Hadrian, ni el Potter-Peverell, ni el niño que todos miraban como un héroe, sino simplemente Harry—.

El aire de la tarde era fresco, con el perfume dulce de los campos lejanos y el polvo de las vías arremolinándose a su alrededor. No sentía miedo. No sentía frío. No sentía nada que no fuera glorioso.

Así que esto era lo que Hadrian llamaba "ser un loco", pensó con una carcajada suelta. Pues qué bendición serlo de vez en cuando.

Los gritos dentro del compartimiento llegaron distorsionados por el rugido del viento. Primero uno, luego otro. Gritos que lo llamaban, que le ordenaban volver, que lo insultaban y lo halaban, como si sus cuerpos de once años pudieran realmente hacerlo retroceder. Harry los sentía tirar de su cinturón, de la parte baja de su camisa, de sus tobillos incluso. Era una imagen tan absurda que se rió aún más.

Y entonces, claro, Naga despertó.

El siseo que emergió de su abrigo fue seco, autoritario, y absolutamente poco dispuesto a tolerar estupideces. Como una madre que llega justo a tiempo para atrapar a su hijo colgado del candelabro. La mamba negra se deslizó por su cuello, asomando su cabeza desde el abrigo con un movimiento lento y elegante, pero con una tensión bajo la piel que advertía peligro. Los ojos negros, brillantes como tinta fresca, se enfocaron en los niños que intentaban jalar a Harry hacia dentro y no dudó en alzar la cabeza, enseñando un mínimo destello de colmillos.

Crabbe y Goyle gritaron. Literalmente gritaron. Se alejaron como si les hubieran echado aceite hirviendo, tropezando el uno con el otro en su intento de meterse debajo del asiento más cercano. Pansy se quedó congelada, como si el miedo la hubiera petrificado. Solo Draco y Blaise mantuvieron sus manos sobre Harry.

Draco lo jalaba con más fuerza ahora, el ceño fruncido y los dientes apretados, como si estuviera luchando contra su propio impulso de soltarlo y gritarle. Blaise, en cambio, parecía… fascinado. No por Naga, sino por todo. Por Harry, por su locura, por su risa, por su veneno.

Naga siseó de nuevo. Y fue entonces que se dirigió a él, en ese tono entre aburrido y amenazante que solo usaba cuando estaba verdaderamente cerca de llamar a Hadrian.

Harry. No me obligues a avisarle.

Esa frase, solo esa, bastó. No por el miedo a Hadrian —Harry ya casi no le tenía miedo—, sino porque si Hadrian se enteraba, entonces se desquitaría con Dev, y Dev ya había sufrido suficiente.

Con un suspiro resignado, dejó que Draco y Blaise lo arrastraran hacia dentro del compartimiento. La adrenalina aún le burbujeaba por las venas, sus manos temblaban y la sonrisa le temblaba en los labios. El cabello revuelto le caía sobre los ojos. Se dejó caer de espaldas sobre el asiento, resoplando como si hubiera corrido kilómetros, mientras Naga volvía a hundirse entre los pliegues de su abrigo con un resoplido que solo se puede describir como indignado.

Hubo silencio. Largo. Espeso. Interrumpido solo por la respiración agitada de algunos y por el rechinar de los dulces pisoteados.

Pansy lo miraba con una mezcla inquietante de fascinación y horror. Como si no supiera si tenía frente a ella a un niño brillante o a una bomba mágica con piernas. Crabbe y Goyle se espiaban por el rabillo del ojo, claramente inseguros sobre si debían burlarse o temerle. Theodore parecía en conflicto, como si estuviera reconsiderando todas sus decisiones sentimentales desde que puso los ojos en Dev. Blaise, en cambio, se había echado hacia atrás con los brazos cruzados detrás de la cabeza, riendo como si acabara de presenciar una de las mejores escenas de su vida.

Draco... Draco estaba rojo de la molestia. No gritaba. No decía nada. Pero lo miraba como si quisiera zarandearlo.

Harry se recostó sobre su abrigo, acariciando a Naga con dos dedos. Le habló en voz baja:

“No se lo digas a Hadrian.”

La serpiente siseó algo que parecía un “veremos”, y volvió a desaparecer, como una sombra elegante deslizándose por la oscuridad. Harry suspiró. La euforia comenzaba a bajar, y con ella venía una punzada de vergüenza. No mucha. Solo lo suficiente para saber que si Dev hubiera estado ahí, lo habría llamado irresponsable, peligroso, o peor aún… vergonzoso.

“Dev nunca haría eso,” le dijo a Theodore con una sonrisa ácida, sin que nadie le preguntara. “Él es más como un conejo asustadizo. Lo más riesgoso que ha hecho ha sido comer helado muy rápido delante de Hadrian.”

Las risas estallaron. No todas genuinas. Algunas nerviosas, otras mecánicas. Pero la de Blaise fue distinta. Larga. Encantada. Como si estuviera absolutamente feliz de haber conocido a Harry.

Draco bufó, cruzando los brazos con fuerza.

Pansy, aún observando el abrigo donde Naga se había escondido, habló en voz baja.

“¿Es una mamba negra de verdad? Se veía… tan brillante. Como si estuviera hecha de magia.”

Harry se acomodó en su asiento, estirando las piernas con satisfacción. Sentía el dulzor todavía pegado a los dientes, los dedos entumecidos por el aire de la tarde, y la sonrisa curvándose sin pedir permiso.

“Claro que lo es. ¿Qué pensabas, que era un calcetín con colmillos?”

Pansy negó con la cabeza, tragando saliva, pero no dejó de mirar el abrigo, como si temiera que la serpiente aún la estuviera observando desde dentro.

Entonces fue Theodore quien rompió el equilibrio de todo con una pregunta tan simple y directa que por un segundo el aire pareció detenerse.

“¿Acabas de hablar con la serpiente?”

Harry parpadeó. Lo miró. Luego, lentamente, su mirada se deslizó sobre los demás. Crabbe. Goyle. Pansy. Blaise. Draco. Este último no parecía ni sorprendido ni particularmente impresionado, lo cual fue suficiente para volver a encender esa pequeña chispa irritante en el pecho de Harry. ¿Ni siquiera te interesa? pensó, con un fastidio que no supo muy bien cómo clasificar.

“¿Hablar con la serpiente?” repitió, haciéndose el confundido con una naturalidad tan fluida que casi parecía creíble. “¿De qué estás hablando, Nott?”

Pero Theodore no cedió. Lo observaba con los ojos entrecerrados. Pansy se unió entonces, como si las palabras fueran más fuertes que ella.

“Te vimos. Siseaste. Como ella.”

Fue Vicent, sin embargo, quien desató la tensión final con su tono indignado y su ceño fruncido como si quisiera convertirse en prefecto por decreto.

“No está permitido tener serpientes en Hogwarts.”

Harry lo miró y ladeó la cabeza con lentitud. La sonrisa le volvió como una tormenta que uno sabe que no puede detener. Se inclinó hacia Vicent como si fuera a contarle un secreto, pero su voz salió clara, burlona.

“¿En serio?” preguntó, cada sílaba empapada de burla. “¿Eso dice el reglamento? Qué interesante. Gracias, Vicent. Me aseguraré de leerlo... cuando esté tan aburrido como tú.”

La risa de Blaise explotó como si no pudiera contenerse. Fue sonora, clara, y cuando Harry le devolvió la sonrisa, hubo algo tácito entre ellos, un acuerdo no escrito, un reconocimiento mutuo.

“Dudo que alguien crea que el niño que vivió tiene una mamba como mascota,” dijo Blaise, aún sonriendo.

Harry le sostuvo la mirada por un momento más, hasta que el sonido de la ventana cerrándose con fuerza los sacudió a todos. Draco se había puesto de pie para hacerlo. El ruido hizo que los cuerpos se sobresaltaran y las palabras se extinguieran, como si el acto mismo impusiera un silencio difícil de discutir.

Harry lo observó de reojo, entrecerrando los ojos. ¿Y tú qué? ¿Celoso? ¿Molesto? ¿O solo quieres que todos me ignoren? No supo cuál era la respuesta, pero se guardó el pensamiento, como hacía con todo lo que le importaba demasiado.

Volvió a sentarse con lentitud, recogiendo su libro francés del suelo y sacudiendo el polvo invisible de la portada. Lo abrió sin mirar a nadie y pasó las páginas con calma fingida, como si realmente quisiera leer en ese instante.

Pero justo antes de perderse en las palabras, susurró, con una voz tan suave que apenas se escuchó por encima del murmullo que comenzaba a renacer entre ellos:

“Dejen de actuar como idiotas.”

No los miró. No necesitó hacerlo. Las palabras quedaron flotando en el aire por un momento, y luego los niños empezaron a hablar de nuevo. Con cautela al principio. Como si sus voces pudieran romper algo invisible. Pero poco a poco el compartimiento se llenó otra vez de sonidos, de risas tensas, de comentarios torpes y conversaciones cambiantes.

Harry sonrió de lado. No con diversión, sino con ese dejo de control que le gustaba mantener sobre el mundo que lo rodeaba. Cada cierto tiempo, levantaba la mirada del libro, y la dirigía a Draco. No decía nada. No sonreía. Solo lo miraba.

Y Draco, cada vez, sin excepción, le devolvía la mirada.

Harry bien pudo haber sido el primero en salir del compartimiento cuando llegó el momento de ponerse la túnica escolar. No porque tuviera prisa ni porque quisiera dar un buen ejemplo a los demás. Solo porque el compartimiento se estaba llenando demasiado, como si las paredes se hubieran encogido, y la mezcla de risas, perfumes dulzones, olores de cuero nuevo y restos de comida azucarada comenzaba a hacerlo sentir... incómodamente consciente de todo.

Salió con el abrigo al brazo, caminó por el pasillo largo con pasos seguros, sin prisa pero sin detenerse, como si el tren entero le perteneciera. El baño no estaba lejos. Y cuando por fin cerró la puerta tras de sí, se quedó solo frente al espejo, observando su reflejo con una intensidad silenciosa.

Había un leve vapor en el aire, quizá por el calor acumulado del tren o tal vez porque la magia, la suya o la de Hadrian, se aferraba a él como una neblina invisible. Se quitó el abrigo y lo extendió frente al espejo, dejando que el suave crujido de la tela lo envolviera en un momento casi íntimo. El emblema Peverell seguía ahí, en el lugar donde Hadrian lo había puesto: con una magia tan fina y exacta que parecía parte del tejido mismo.

Negro sobre negro. El círculo. La vara. El triángulo. Tan simple. Tan absoluto.

Harry lo miró durante unos segundos más. No con orgullo. Ni con cariño. Solo con... ese tipo de incomodidad que viene cuando algo se adhiere a tu vida sin que lo pidieras, sin que lo evitaras. No es que le disgustara el nombre, ni la historia, ni el poder implícito. Pero ser un Peverell era... molesto. A veces. Muy poco. Lo suficiente como para desear, en raras ocasiones, ser simplemente Harry. No el Harry. No el heredero, ni el niño que vivió, ni el Peverell menor. Solo un niño con la cara salpicada de pecas, ojos verdes de escándalo, y un cerebro demasiado rápido para su edad.

Sacó la túnica de su mochila, la agitó con elegancia y se la puso, sintiendo el cambio de peso como si alguien le hubiese colocado una mano suave en los hombros. El emblema volvió a estar ahí. Mismo lugar. Mismo diseño. Era como si el abrigo y la túnica compartieran un acuerdo tácito, sellado por Hadrian en alguna hora olvidada.

Cuando regresó al compartimiento, Blaise fue el único que seguía allí, de pie, con el cuerpo apoyado en la pared y los brazos cruzados. Ya llevaba la túnica puesta también, una negra de líneas limpias, con los puños rematados en un borde de hilo plateado que debía haber costado una fortuna. Los ojos de Blaise se deslizaron inmediatamente hacia el pecho de Harry. Al emblema.

No dijo nada.

Pero Harry lo sintió.

Como si el silencio entre ellos se hubiese llenado de una pregunta no formulada, de esas que se entienden mejor sin palabras. ¿Por qué tú? ¿Qué significa ese símbolo? ¿Por qué nadie más lo lleva?

Y lo más perturbador para Harry fue que, por primera vez en todo el viaje, se sintió... raro. No por el símbolo en sí, sino por la posibilidad de ser el único con esa cosa prendida a la túnica. No se arrepentía de llevarlo, por supuesto. Pero ser el único era otra historia.

“Bonito detalle,” dijo Blaise por fin, con una sonrisa que no era una burla, sino algo entre intrigado y admirado.

Harry le respondió con una alzada de ceja y un pequeño giro del cuerpo al sentarse.

“Lo sé,” dijo simplemente, como si fuese obvio.

Después de eso, uno a uno los demás fueron regresando al compartimiento. Todos ya vestidos con sus túnicas negras recién planchadas, con etiquetas visibles de Madame Malkin o del Sastre privado de sus familias, e incluso Theodore, que tenía una túnica forrada por dentro con seda azul oscuro. Durante unos minutos, como si se tratara de una especie de ritual infantil de estatus, todos comenzaron a presumir en voz alta dónde les habían confeccionado sus túnicas, qué tipo de tela llevaban, cuántos galeones habían costado y quién se las había recomendado. Blaise se mantenía en silencio, pero Pansy no paraba de hablar de los dobladillos de su túnica “especial para pieles delicadas”, y Theodore —más reservado— solo se permitió decir que las suyas eran italianas.

Harry no participó. Ni una palabra. Solo se estiró en su asiento, con los brazos detrás de la cabeza y los ojos vagando por el techo como si el mundo entero le pareciera aburrido.

Cuando el tren comenzó a frenar, los niños salieron disparados de nuevo, esta vez para buscar sus baúles. Nadie pareció saber exactamente dónde los habían dejado, pero eso no los detuvo de correr en distintas direcciones, como gallinas sin cabeza. Harry salió también del compartimiento, pero no bajó del tren. En lugar de eso, se detuvo en el pasillo lateral, justo frente a la puerta abierta, observando la plataforma que se extendía más allá del humo y la oscuridad.

Algunos estudiantes lo miraban. O más bien, miraban el emblema.

No era un símbolo cualquiera. No era de Hogwarts. No pertenecía a ninguna casa. Era distinto. Sobresalía.

Y Harry lo sabía.

Había alumnos mayores con sus insignias brillantes, con sus escudos de Gryffindor, Slytherin, Hufflepuff o Ravenclaw bordados con orgullo en el pecho, como si cada uno gritara: mírame, yo pertenezco. Pero el de Harry... el de Harry no gritaba. El de Harry miraba de vuelta.

Y era esa diferencia lo que lo hacía tan... delicioso.

No porque fuera vanidoso. No porque creyera que el mundo le debía adoración. Pero ser el centro de atención, tener todos los ojos girando hacia él, incluso cuando pretendían no hacerlo... eso siempre le había gustado. Siempre. Aunque Hadrian... Hadrian no compartía esa fascinación. En realidad, al otro lado del espejo, Hadrian lo odiaba.

Le molesta que me vean. Le molesta que me quieran. Le molesta que me admiren. ¿Por qué le molesta tanto algo que no puedo evitar?

Un grupo de niños se aproximaba por el pasillo, y Harry se apartó ligeramente, con las manos en los bolsillos, esperando a que pasaran. Entre ellos estaba Draco, caminando al frente como si el resto orbitara a su alrededor por voluntad propia. Sus pasos eran firmes, casi imperiales, y no parecía buscar a nadie... hasta que sus ojos se encontraron con los de Harry, apenas por un segundo.

“¿Sigues ahí parado?” preguntó Draco al pasar, sin detenerse.

“Estoy admirando el paisaje,” respondió Harry, girándose para seguirlo con la mirada. “Ya sabes, estudiantes corriendo como idiotas. Bastante entretenido.”

Draco no respondió, pero alguien detrás de él soltó una risa. Tal vez Blaise. O Theodore. Pansy rodó los ojos y murmuró algo entre dientes. Vincent y Gregory lo miraron también, primero al rostro, luego al emblema.

Nadie dijo nada. Pero todos lo notaron.

Y Harry, con esa sonrisa apenas torcida que ya se le había vuelto característica, se sintió una vez más maravillosamente solo en el centro de todo.

Cuando la mayoría bajó del tren, hubo un momento en que la niebla del andén se abrió apenas para dejar ver a Hagrid, que alzó su voz por encima del bullicio. Su voz fue la primera en rebotar contra las paredes de piedra.

“¡Por aquí, los de primer año! ¡Vamos, síganme, todos los de primer año por aquí!”

Harry lo vio alzarse sobre los niños como una montaña viviente. El semigigante agitaba un farol en una mano y sonreía con esa forma amable que tenía, como si siempre esperara que uno hiciera lo correcto. Y entonces, Harry se revolvió incómodo cuando Draco, el primero en reaccionar, alzó la voz.

“¿Es eso lo que nos va a llevar al castillo?” soltó, entre burlón y sorprendido. “¿Cuántas capas lleva? ¿Tres o cuatro?”

Las risas no tardaron en llegar. Blaise dejó escapar un bufido, y alguien más imitó el gesto, y luego otro. En segundos, una cadena de risitas se deslizó entre los estudiantes de primer año, como un virus fácil de contagiar. Algunos miraban a Harry, esperando que hiciera algo. Otros solo esperaban ver cómo reaccionaba.

Pero él no dijo nada.

No se unió a la risa, pero tampoco la detuvo. Se mantuvo de pie, con las manos aún en los bolsillos, como si no fuera asunto suyo. Aunque en el fondo, sabía que lo era. Porque Hagrid lo había reconocido al instante. Y cuando sus ojos se cruzaron entre la multitud, Harry le devolvió una sonrisa rápida. No amplia. No orgullosa. Pero real.

Y entonces, sin que nadie lo notara del todo, las risas se apagaron. No fue inmediato. Fue sutil. Como si, de pronto, no fuera tan gracioso. Como si algo en ese saludo silencioso entre el niño y el semigigante hubiese restaurado algo que no se podía ver.

No lo reconozco, pensó Harry mientras bajaba las escaleras del tren hacia la niebla. No reconozco que dolió. No reconozco que me molestó que él fuera el primero en reírse. No lo reconozco.

Las barcas esperaban a la orilla del lago. Cuatro por bote. Todo oscuro, todo frío. Harry no mostró emoción, pero tampoco lo disfrutó. No había nada especial en cruzar un lago negro bajo la noche. No cuando no podía elegir con quién ir. Fue Theodore quien lo sujetó con firmeza de la muñeca —como si no pensara darle opción— y lo arrastró hasta una barca en la que Blaise ya lo esperaba, sentado con la elegancia descuidada que parecía natural en él. Otro niño, de ojos intensamente azules, subió tras ellos sin decir una palabra.

Y mientras se sentaba, Harry giró la cabeza. Lo buscó.

Y ahí estaba.

Draco, en una barca cercana, con Crabbe, Goyle y Pansy. No lo miraba directamente, pero lo sabía. sentía su mirada.

Las barcas avanzaron en silencio. Nadie habló en la suya. Ni Blaise. Ni Theodore. Ni el niño de ojos azules. Y Harry tampoco.

Pero pensó. Es raro no estar con él. Raro que no esté sentado aquí. Raro que no diga nada.

Cuando llegaron a la orilla, el lodo recibió sus zapatos de cuero con un sonido repugnante. Harry frunció el rostro en una mueca de desagrado, pero no se detuvo. Dio el primer paso con la mandíbula apretada y el estómago revuelto. El barro pegajoso se aferró a sus suelas y le hizo querer vomitar. Pero siguió. Caminó más rápido que los demás. Porque detestaba ensuciarse. Porque Hadrian odiaba aún más que él manchara algo.

Desde siempre fue Hadrian quien cuidó de mí. El que me mantuvo limpio. El que me impidió caer. El que hizo el trabajo sucio para que yo no tuviera que hacerlo. Pero ahora... ahora es mío todo esto. Ahora es mío el cuerpo, el nombre, el camino.

La puerta del castillo se abrió con un gemido largo y pesado. Hagrid los guió hacia el interior con su farol en alto, y Harry, por instinto más que por decisión consciente, se acercó a Draco.

No lo planeó.

Solo sucedió.

Sus manos se entrelazaron como si hubieran nacido para eso. Ni uno miró al otro. Y quizás Hadrian no había mentido cuando dijo que estar con Draco era todo y mucho más.

La puerta del castillo se cerró tras ellos con un golpe seco y resonante, dejando el eco colgando en el aire frío como un suspiro atrapado entre las piedras centenarias. El suelo estaba húmedo, cubierto por una tenue capa de humedad que el clima nocturno arrastraba desde el lago. Las antorchas encendidas en las paredes no ofrecían tanto calor como parecía prometer su luz, y el aire olía a piedra mojada, a musgo, a polvo antiguo y a algo dulce que parecía escaparse de alguna cocina muy, muy lejana.

Hagrid caminaba al frente, su linterna oscilando con cada paso pesado que daba, arrojando sombras enormes sobre las paredes que se estiraban como figuras distorsionadas. El grupo de niños de primer año lo seguía, aún con las mejillas rosadas por el frío y el silencio de la travesía por el lago. Muchos murmuraban entre ellos con las voces apenas controladas por el nerviosismo. Harry caminaba sin decir palabra, con la mano de Draco entrelazada a la suya, como si esa unión invisible le recordara que no estaba tan solo como su mente a veces quería hacerle creer.

Draco no lo miraba, pero tampoco soltaba su mano. Era un contacto casual, sencillo… pero no lo era. No para Harry.

Las emociones que se enredaban en su pecho no se sentían como algo suyo. Se sentían como un eco de Hadrian, como si algo en esa mano unida a la de Draco estuviera cosido a otra parte de él que no comprendía del todo. No dijo nada. No preguntó. Simplemente siguió caminando, con el corazón golpeando fuerte en su pecho por razones que fingía ignorar.

Cuando Hagrid se detuvo frente a unas puertas de roble enormes, adornadas con herrajes oscuros y talladas con motivos arcanos que serpenteaban por la madera como raíces vivas, Harry alzó la vista con una mezcla de fastidio y emoción. No se veía absolutamente nada más allá de esa entrada, salvo un leve fulgor dorado que escapaba por la rendija inferior.

“Esperen aquí un momento,” dijo Hagrid con voz grave, y sin agregar nada más, se alejó por una puerta lateral que crujió con el peso de su cuerpo gigantesco.

Fue entonces que Harry lo sintió.

La espera.

No la física, no la de estar allí parados como un montón de ovejas sin saber qué hacer o a dónde mirar. Era una espera más profunda. Una especie de contención interna, una pausa tensa que parecía extenderse desde la punta de sus dedos hasta lo más hondo de su estómago. Todos los niños se quedaron en un incómodo círculo frente a las puertas, como si moverse fuera romper un código secreto que todos entendían sin necesidad de hablarlo.

Harry miró hacia Draco, quien ya había soltado su mano —como si el contacto nunca hubiera existido— y se mantenía un poco más apartado, con los brazos cruzados y una expresión de aburrimiento casi elegante en el rostro. Tenía esa forma tan suya de fingir indiferencia, como si el universo entero no fuera lo suficientemente impresionante como para merecer su atención.

Pansy estaba a su lado, pegajosa como una sombra malcriada, lanzando miradas de desprecio hacia una niña de cabello encrespado y cejas tensas, que murmuraba por lo bajo con una intensidad que rozaba la desesperación. Harry tardó un momento en darse cuenta de que repetía hechizos.

“Alohomora, Wingardium Leviosa, Lumos, Nox… Lumos, Nox…”

“Esa debe ser la niña que no puede respirar si no responde una pregunta,” murmuró Harry en voz baja, con una sonrisa que era más observadora que cruel.

Theodore, parado junto a él, giró el rostro hacia ella, alzando una ceja con lentitud. Blaise, por su parte, parecía más ocupado en evaluar al resto, como si ya estuviera trazando mapas sociales en su mente.

Entonces, las puertas se abrieron de nuevo, esta vez sin tanto drama, y apareció la figura imponente de una mujer de rostro afilado, expresión dura y un porte que, incluso sin alzar la voz, imponía respeto. La profesora McGonagall, su andar tan recto y firme como un compás. Tenía esa expresión que Harry ya empezaba a reconocer: rostro neutro, labios en línea delgada, cejas ligeramente arqueadas como si siempre supiera algo más de lo que decía. Y en realidad, probablemente era así.

Hadrian hablaba de ella con una especie de respeto silencioso que rara vez concedía a los adultos. Nunca la imitaba, como hacía con otros, ni bromeaba sobre ella como solía hacer con Dumbledore. “No la adules, no la irrites, no intentes impresionarla. Solo escucha, aprende y no la subestimes.” Habían sido palabras de advertencia y de elogio a la vez, así que Harry, por simple lealtad, decidió que le caería bien.

“Bienvenidos a Hogwarts,” comenzó la profesora, y aunque su voz era tranquila, no tenía nada de maternal. Tenía el filo de una cuchilla afilada por años de disciplina y exactitud. “En unos minutos, se les llamará al Gran Comedor, donde se llevará a cabo la Ceremonia de Selección. Cada uno será asignado a una de las cuatro casas.”

No explicó cómo. No explicó cuándo. No explicó nada más.

Harry lo notó de inmediato.

Le gusta guardar el misterio. La expectativa. Es una buena táctica.

Mientras se alejaba, varios empezaron a hablar al mismo tiempo. Uno de los niños que era pelirrojo —probablemente un Weasley, si Harry recordaba bien— comentó algo sobre tener que luchar contra un troll, y otro, con cara de haber leído eso en algún lado, lo apoyó con tanto entusiasmo que varios niños comenzaron a ponerse visiblemente pálidos.

Harry, con las manos en los bolsillos de su túnica —aún húmedo por la travesía del lago— rodó los ojos con la clase de desdén que solo los once años permiten llevar con tanta arrogancia.

“Sí, claro, y luego nos pondrán a domar dragones en ropa interior,” murmuró, lo suficientemente fuerte para que lo escuchara Theodore, quien soltó una risa breve.

La niña de cabello alborotado alzó la cabeza hacia él, frunciendo el ceño.

“Eso no es gracioso. Los trolls de montaña son muy peligrosos. Si realmente tuviéramos que enfrentarnos a uno, la tasa de supervivencia en primerizos sería bajísima.”

“Tranquila, enciclopedia,” replicó Harry con una sonrisa torcida. “Te apuesto un galeón a que nos dan una pluma antes que una espada.”

Ella le dedicó una mirada entre indignada y decepcionada. Como si lo hubiera esperado mejor. Como si el nombre Harry Potter debiera venir acompañado de otra clase de actitud.

Y quizás eso era lo que más lo irritaba.

La forma en que lo miraban. Como si esperaran algo de él que ni siquiera sabían definir. Como si ya debiera ser alguien. Como si no tuviera derecho a inventarse desde cero.

Hadrian no se habría dejado afectar. Hadrian sabía ignorar esas cosas.

Pero Harry… Harry no podía fingir que no notaba esas miradas. Ni la decepción de la niña. Ni la ligera incomodidad en los ojos del niño pelirrojo cuando se dio cuenta de quién era. Ni siquiera la forma en que Draco evitaba mirarlo directamente, como si algo en él lo confundiera más de lo que quería admitir.

El murmullo entre los niños crecía, y en medio del caos de suposiciones, teorías, frases entrecortadas y pequeños espasmos de ansiedad colectiva, Harry solo cerró los ojos un instante, dejando que su respiración se calmara.

Hadrian me enseñó todos los hechizos del primer año. Dijo que era mejor llegar preparado. Dijo que me costaría aprender rápido, pero que lo lograría si dejaba de ser flojo. Y lo hice. Solo para que me abrazara como lo hizo cuando conjuré Lumos por primera vez.

Sintió algo en el pecho al recordarlo. No era exactamente orgullo. Ni exactamente cariño. Era más como una punzada suave, como si el recuerdo se le hubiera quedado atrapado entre costillas.

Cuando volvió a abrir los ojos, Draco lo miraba de reojo. Apenas un segundo. Apenas un parpadeo. Como si Harry fuera una constelación que no debía verse de frente.

Y Harry… Harry sonrió.

Porque no necesitaba más. Porque en medio de niños ansiosos, profesores enigmáticos, puertas que no se abrían y expectativas que no quería cargar…

Draco seguía allí. Y por ahora, eso era suficiente.

Harry de verdad, de verdad iba a morder a Hadrian la próxima vez que lo viera. No en un sentido simbólico ni como metáfora dramática. Iba a morderlo. Iba a hundir los dientes en su brazo o su hombro o donde fuera que tuviera más piel y a su alcance, y luego iba a gritarle por haberlo dejado tan mal preparado para esto. Porque sí, Hadrian le había dicho que Draco era un poco insoportable, que podía ser un poco cruel si no le ponías límites y que lo mejor era no confiar ciegamente en su sonrisa perfecta ni en su tono arrogante de niño bien criado que cree que el mundo le debe respeto. Y Harry lo entendió. Lo escribió hasta en su cuaderno secreto de cosas importantes que no debía olvidar. “No esperar nada de Draco Malfoy”.

Y aun así, ahí estaba. Otra vez.

Mirándolo con incredulidad contenida mientras Draco se acomodaba su túnica con una elegancia irritante y decía, casi como si no tuviera importancia, que la niña de pelo tupido probablemente tenía piojos. No lo gritó. Ni siquiera lo dijo en voz alta. Fue apenas un susurro bien calculado, justo lo bastante fuerte para que Harry y los niños a su alrededor pudieran escucharlo. Pansy lo respaldó, como siempre, fingiendo una mueca de horror perfectamente ensayada y murmurando que acababa de ver uno bajarle por la frente. Fue casi teatral, como una obra cruel en miniatura, y los niños, que ya estaban temblando por la idea de ser seleccionados frente a toda la escuela, dieron dos pasos hacia atrás como si les hubieran dicho que la niña tenía escamas venenosas.

Harry no era un héroe. Lo sabía. Nunca se había sentido llamado a rescatar a nadie. Hadrian lo había criado con ideas más bien prácticas: sobrevivir, pensar antes de actuar, no llamar la atención innecesariamente y, sobre todo, no ganarse la fama de mártir. Pero Dioses, era tan irritante lo fácil que Draco lograba que los demás se sintieran miserables. Y lo peor de todo es que lo hacía con ese gesto encantador, con esa media sonrisa que probablemente le había enseñado su madre, esa que decía “yo no tengo la culpa de que tú seas menos”. Era una sonrisa diseñada para gustar incluso cuando hería.

Harry apartó la vista de la niña justo cuando ella se llevaba la mano al rostro como si quisiera esconderse detrás de su propio cabello, y por un instante, por uno solo, vio sus ojos empañados y ese rubor rojo furioso que se extendía por sus mejillas. El tipo de rubor que no nacía de la vergüenza común, sino del ardor de contener el llanto mientras todos, incluso aquellos que no sabían por qué, la rechazaban.

Fue un segundo. Y después, como casi siempre le pasaba cuando algo le incomodaba más de la cuenta, Harry desvió la mirada.

No quería meterse. No quería convertirse en el centro de nada. No cuando el simple hecho de llamarse Harry ya era suficiente para que la mitad de los niños le observaran con una mezcla de curiosidad, miedo y expectativas absurdas. Hadrian había sido claro: nada de intentar salvar al mundo. Pero no le gustaba esa sensación. Esa mezcla de nudo en el estómago y presión detrás de los ojos. La niña no era su responsabilidad, se repitió. Nadie lo es, salvo tú mismo. Pero el aire le supo un poco amargo.

La puerta se abrió con una solemnidad teatral que le recordó a Harry las pesadas entradas de los templos antiguos que había leído en un libro de mitología. Las antorchas flotaban en el aire, proyectando sombras cálidas sobre las mesas largas y relucientes, y el techo… el techo era un milagro. Un cielo nocturno perfecto, como si lo hubieran robado de la noche y pegado allí con algún hechizo eterno. Harry se quedó mirando con la boca apenas entreabierta. Hadrian se lo había descrito, claro, pero no era lo mismo. Las palabras no podían abarcar todo. Y eso ya es mucho decir viniendo de Hadrian, pensó con un atisbo de sonrisa.

Fue entonces que McGonagall dijo que el sombrero seleccionador decidiría sus casas.

Draco rió bajo, apenas audible, y susurró algo más. Fue sutil, venenoso y preciso. Como una aguja en el aire. Harry no captó las palabras exactas, pero sí vio el gesto de Draco, la risa contenida, la mirada de reojo a la niña de cabello tupido. La crueldad en los niños de once años podía ser sorprendentemente refinada.

Harry apretó los puños. No mires. No te metas. No es tu pelea. Pero era como intentar ignorar una espina clavada.

Y entonces, sin que lo buscara, ocurrió.

Draco tomó su mano.

No fue teatral ni lento. Fue natural. Instintivo. Como si no hubiera opción. Como si el espacio entre ellos le perteneciera a ambos y fuera absurdo no habitarlo juntos. Sus dedos se entrelazaron con tanta facilidad que Harry se olvidó, por un segundo, de todo lo demás. Ni uno lo miró al otro. Solo estaba el contacto. La calidez de la piel. La seguridad que llegó, directa, como un hechizo silencioso.

Estúpido Draco, pensó con un calor que no podía explicar del todo. Estúpido Draco y su forma de complicarlo todo.

Cuando McGonagall dijo su nombre —“Potter, Harry Potter”—, el mundo pareció hacerse más pequeño.

Por primera vez en su vida, sintió ansiedad verdadera. No era miedo. Era algo más… feroz. Como si todo lo que había sido hasta ahora —su nombre, su rostro, sus decisiones— estuviera siendo puesto en una vitrina invisible para que todos lo juzgaran.

El apretón de Draco se hizo un poco más fuerte.

Y eso, curiosamente, fue suficiente.

Harry caminó hacia el taburete sin mirar atrás, con la frente en alto y una chispa de desafío en el pecho. Que sea lo que sea, pensó. Y que Hadrian se trague sus reglas si no le gusta el resultado.

Se sentó en el taburete sin mirar a nadie. Cuando el sombrero seleccionador fue bajado con cuidado sobre su cabeza, el mundo exterior desapareció como si se lo hubiera tragado un encantamiento de silencio.

Ya no estaba en el Gran Comedor. Ya no sentía la presión de los ojos sobre su nuca, ni el eco de su nombre zumbando entre los muros de piedra. La sala iluminada por velas flotantes, el murmullo de cientos de voces, el crujido de los bancos y el olor a madera antigua… todo eso se desvaneció. Era como si una neblina espesa se hubiese interpuesto entre él y el resto del mundo. Y por primera vez en mucho tiempo —quizás por primera vez en toda su vida— Harry sintió que no había nadie más que él y su mente. Y la voz.

Una voz que no era suya, pero tampoco ajena. Una voz que parecía hecha de siglos, de páginas viejas y sabiduría antigua. Una voz que se deslizó por su conciencia como un dedo trazando una runa invisible sobre su frente.

“Ahhh… interesante. Muy interesante…”

Harry no se sobresaltó. Se limitó a entrecerrar los ojos bajo el borde del sombrero, aunque nadie pudiera verlo. Se cruzó de brazos mentalmente, con la barbilla en alto, como quien se prepara a negociar con alguien que cree tener ventaja.

“¿Qué es tan interesante?” pensó con un sarcasmo afilado.

El sombrero rió. Una risa suave, como un roce de pergamino. “Tantas cosas en tan poco espacio. Lealtad… mucha. Y astucia, sí, eso también. Un deseo profundo de destacar, de brillar. Una mente rápida. Una lengua aún más rápida. Y un corazón…” La voz se detuvo, como si degustara lo que había encontrado. “…un corazón lleno de fuego, aunque no sepas aún cómo dominarlo.”

Bueno, pensó Harry con un encogimiento interno de hombros, al menos no ha dicho que tengo cucarachas en el alma.

“Puedo asegurarte que no las tienes,” respondió la voz, divertida. “Aunque tienes una que otra sombra. Pero todos las tenemos.”

Harry sintió cómo la presión alrededor de su pecho se aligeraba. No era miedo lo que sentía, no exactamente. Era una anticipación inquieta, como si estuviera al borde de algo que no podía ver, pero que sabía que sería importante. Algo que cambiaría todo.

“Podrías encajar en muchas casas,” dijo el sombrero con una lentitud que parecía medida a propósito. “Podrías sobresalir en Ravenclaw, si lo desearas. Tienes una mente aguda, preguntas que aún no sabes que puedes formular. En Hufflepuff encontrarías un hogar seguro… aunque no lo aceptarías fácilmente. No todavía.”

¿Y Gryffindor? preguntó Harry, con una ceja mentalmente arqueada.

“Gryffindor,” repitió el sombrero. “El valor está en ti, eso es innegable. Ese fuego que usas para encarar al mundo, esa manera en la que desafías incluso lo que no entiendes… sí, hay valentía ahí. Pero no es la raíz de lo que te mueve.”

Harry frunció el ceño, molesto. Entonces vas a mandarme a Slytherin, ¿verdad?

La risa del sombrero fue distinta esta vez. Más grave. Más… antigua. “Puedo mandarte ya, si lo deseas. Ya veo a dónde quieres ir. O mejor dicho… ya sé quién ha influido en ti para que lo quieras.”

Hadrian, pensó Harry, sin molestarse en ocultarlo.

“Él. Y también tú. Porque dentro de ti hay una parte que no quiere ser simplemente el ‘niño que sobrevivió’. Hay una parte que quiere poder. No por maldad, no por crueldad… sino porque estás cansado de que otros decidan por ti. Quieres escribir tu historia. Y no permitir que te la dicten.”

¿Y si no quisiera ir a Slytherin? preguntó, aunque ya conocía la respuesta.

“Entonces te enviaría a donde tú desees. Mi tarea no es imponer. Es ver… y escuchar. Y ayudarte a ver también.”

Harry pensó en Hadrian. Pensó en lo mucho que detestaba ser una sombra, una extensión de alguien más. Pensó en el apretón de Draco, en su sonrisa torcida, en su arrogancia dulce y molesta como un caramelo con filo. Pensó en Zabini, que lo había mirado como si supiera algo que los demás no. Pensó en la niña del cabello espeso y en cómo todos se alejaron de ella porque Draco dijo una crueldad. Y en cómo él no había hecho nada.

¿A dónde me enviarías si fuera solo tu decisión?

Hubo una pausa. Larga. Tan larga que por un instante Harry pensó que el sombrero se había dormido.

“Te enviaría a una casa donde tu talento brillaría… pero quizás no te gustaría la respuesta. Ni a ti… ni al otro.”

La ambigüedad lo irritó, pero no respondió. Solo respiró hondo y dejó que sus pensamientos se calmaran.

Finalmente, y con un suspiro mental, dijo: Ponme donde merezco estar. No donde esperan que esté. Donde pueda ser yo.

El sombrero no dijo nada más. Simplemente gritó:

“¡SLYTHERIN!”

El sonido lo atravesó como un estallido. El mundo regresó con violencia. Las voces, las luces, los ojos. Todo volvió de golpe.

Le quitaron el sombrero y por un instante solo hubo un silencio espeso y atónito que parecía tragarse hasta el murmullo de las velas flotantes. Casi todos lo miraban como si no entendieran lo que acababan de oír. Como si “Potter” y “Slytherin” no pudieran ir en la misma frase sin que se deshicieran una a la otra.

Harry bajó del taburete con el mentón alto y la mirada afilada. Que miren todo lo que quieran, pensó. Esto no es una derrota. Es solo el comienzo.

Fue entonces que Blaise comenzó a aplaudir. Primero lento, como si estuviera probando la textura del momento. Luego más firme. Y su rostro tenía una expresión indescifrable, entre aprobación, curiosidad y algo más… algo que parecía respeto.

Fue el grito de un chico mayor el que quebró el silencio como una rama seca:

“¡TENEMOS A POTTER!”

Y entonces el aplauso estalló.

La mesa de Slytherin se sacudió con palmas, vítores y carcajadas. Algunos gritaban, otros lo señalaban como si no pudieran creerlo, y uno incluso silbó con fuerza, haciendo que más cabezas se giraran. Era como si hubieran ganado un trofeo sin haberlo pedido.

Harry, sin embargo, no los miró. No aún.

Solo buscó con los ojos a Draco.

Y lo encontró de pie, pálido de emoción contenida, con los labios entreabiertos como si estuviera conteniendo un respiro.

“Malfoy, Draco Malfoy”, dijo la profesora McGonagall.

Draco caminó hacia el taburete con la cabeza erguida, pero Harry vio la manera en que sus dedos temblaban al sujetarse la túnica. Fue un temblor pequeño, casi imperceptible, pero real.

El sombrero apenas tocó su cabello rubio cuando gritó:

“¡SLYTHERIN!”

Una risa casi divertida cruzó la mesa verde y plata.

Draco ni siquiera esperó a que le quitaran el sombrero para buscar a Harry con la mirada. Y cuando se sentó a su lado, lo hizo como si fuera su lugar desde siempre. Debajo de la mesa, sus manos se encontraron otra vez. No dijeron nada. No lo necesitaban.

El calor de sus dedos era suficiente. Un lazo invisible, un juramento silencioso. Harry no sabía por cuánto tiempo durarían juntos en aquel lugar, en aquella casa, bajo aquellos techos llenos de secretos y peligros.

Pero sí sabía una cosa: Draco no iba a soltarlo. Y él tampoco lo haría. No todavía.

La Selección continuó, nombres tras nombres, uno a uno, pero Harry no escuchó más que murmullos lejanos.

Porque en su pecho algo ardía con fuerza. No miedo, no inseguridad. Era más parecido a la certeza. La clase de certeza que viene cuando, por fin, te colocas en el lugar que tú elegiste.

Aunque el mundo entero lo cuestione.

Chapter 19: A que no te atreves…

Summary:

Los niños juegan un juego …

Chapter Text

El castillo tenía un sonido distinto por la noche. Un eco suave que parecía rebotar en los pasillos con una lentitud casi solemne, como si las piedras mismas respiraran con más profundidad cuando no había cientos de pasos atropellados resonando sobre ellas. Era un murmullo grave, una vibración profunda en los huesos, como si Hogwarts tuviera conciencia y se tomara un respiro mientras sus nuevos habitantes dormían.

Solo que algunos no dormían.

Y uno de esos era Harry.

Tenía once años y los bolsillos llenos de dulces robados de la mesa de postres. Tenía una mancha de chocolate en la manga y el pelo más desordenado de lo normal porque al parecer, en medio del escondite, alguien —probablemente un Ravenclaw con espíritu de luchador callejero— había tirado de él por error. Aún sentía el zumbido de la adrenalina bajo la piel, como si acabara de correr varios kilómetros en línea recta sin parar, aunque en realidad había sido más como zigzaguear en círculos entre armaduras, tapices y pasillos sin salida.

Ahora, acurrucado tras un tapiz bordado con unicornios dorados y ramas de acebo entrelazadas, compartía su escondite con Anthony Goldstein, el niño de intensos ojos azules con quien había compartido bote mientras cruzaban el lago. Y sí, había que admitirlo: el niño no era un idiota. Respiraba demasiado fuerte, sí, pero al menos no se había echado a llorar como otro crío que había visto correr cuando Flich apareció gritando desde las sombras como un alma en pena.

Era divertido, pensó Harry mientras reprimía una risa en su garganta. Más que la cena. Más que los discursos. Más que fingir que me importa que Zabini haya traído una pluma que su madre compró en Florencia y que, según él, podía escribir sola si le susurrabas tus pensamientos más profundos. ¿Pensamientos profundos a los once años? Por favor. ¿Qué tan profundo puede ser un niño que cree que decir “mi mamá es modelo” es una personalidad completa?

La verdad era que Harry ya estaba aburrido. Y eso era peligroso. Porque cuando Harry se aburría, sentía que el mundo debía de moverse más rápido,

Cuando tenía seis años, había descubierto algo que le cambió la vida: si te metías en problemas, los niños querían estar cerca de ti. No todos, claro. Algunos se horrorizaban, se alejaban, lo delataban. Pero siempre quedaban unos cuantos que se reían contigo, que te seguían, que decían tu nombre con una mezcla de incredulidad y admiración. Harry había aprendido rápido a convertir esa chispa en fuego.

Se lanzaba de tejados bajos, robaba cosas pequeñas solo para luego devolverlas en silencio, provocaba accidentes menores que lo colocaban justo en el centro de las miradas por unos minutos. Y funcionaba. Los niños que antes lo ignoraban, ahora lo buscaban. Dudley no tanto, claro, porque Dudley era una plaga egoísta con la empatía de una roca. Pero sus amigos… ellos sí.

Claro que había un límite. Porque por más risas que hubiera, por más emoción que Harry sintiera en la boca del estómago cuando hacía algo que no debía, siempre llegaba el momento en que tenía que dejar de jugar. Y eso era Hadrian.

Hadrian era quien decidía cuándo callarse, cuándo parecer inocente, cuándo cambiar de cara. Era la calma. El que pensaba más rápido que cualquiera. El que sacaba a ambos de los líos. Porque Harry podía ser la chispa, pero Hadrian era el fuego bien dirigido.

Y aunque a Hadrian no le entusiasmaban sus juegos, había aprendido que era mejor dejarlo correr libre un rato que ver a Harry parado frente a la ventana, mirando con anhelo cómo los demás jugaban afuera mientras él no podía cruzar la puerta.

Así que esta noche, cuando escuchó a Blaise presumir de su ropa bordada a mano y a Draco hablar por quinta vez de su varita con núcleo de escama de basilisco —cosa que Harry dudaba—, no fue difícil decidir que tenía que hacer algo.

La cena en la mesa de Slytherin había sido un desfile de egos inflados. Entre platos relucientes, velas flotando y niños con apellidos que pesaban más que sus mochilas, Harry sintió que estaba siendo asfixiado por el humo invisible de la pretensión. Había sonreído. Fingido interés. Hacía eso muy bien. Había asentido cuando debía, hecho preguntas cortas, escuchado sin escuchar. Pero por dentro, algo se retorcía con aburrimiento.

Así que propuso un juego. Y no se molestó en explicar las reglas. Solo sonrió con suficiencia, dio media vuelta y echó a correr por los pasillos. Alguien lo siguió. Luego otro. Pronto, un grupo.

Alguien dijo que los Ravenclaw también jugaban. Y cuando Harry giró una esquina, Anthony Goldstein lo miró con una mezcla de alerta y curiosidad.

“¿Tú también te aburrías?” fue todo lo que dijo Harry antes de jalarlo por la túnica y esconderse con él tras el tapiz más cercano.

Ahora, Anthony estaba sudando un poco, su respiración acelerada mezclándose con la de Harry en el espacio cerrado entre la piedra y la tela.

“¿Crees que nos vio?” murmuró el niño, entre jadeos.

Harry se encogió de hombros con despreocupación. “No. Pero si lo hizo, qué bien. Así tiene algo que hacer.”

Anthony lo miró con incredulidad. “¿Te estás riendo?”

“¿No deberíamos?”

Los dos se miraron en silencio. Entonces Anthony, por primera vez desde que se escondieron, soltó una risa breve, seca, que se convirtió en carcajada.

Fue ahí cuando la voz de una niña —tal vez Pansy, su chillido nasal era inconfundible— los alcanzó como una advertencia desesperada:

“¡Viene Flich! ¡Nos vio! ¡Se acerca con la gataaa!”

En un segundo, el escondite dejó de ser un refugio y se convirtió en una trampa. Anthony y Harry se miraron, sus ojos brillando con la complicidad de quien sabe que es ahora o nunca.

“Corre,” dijo Harry, sonriendo como si todo esto fuera un espectáculo montado solo para él.

Y corrieron.

Flich gritaba detrás de ellos, su voz gastada y furiosa llenando los pasillos mientras los pasos arrastrados del conserje y los maullidos feroces de la gata se mezclaban con el eco de las risas.

El juego ya no era el mismo. Ya no se escondían. Ahora escapaban.

Harry no sabía cuánto duraría. Ni le importaba. Porque por primera vez en todo el día, por primera vez desde que puso un pie en el Gran Comedor y sintió todas las miradas clavarse como alfileres en su espalda, se sentía él mismo.

Libre.

Vivo.

Y aunque Hadrian después se enteraría por Naga, quien también había buscado con que divertirse, posiblemente cenando un pobre roedor.

La voz de Filch seguía retumbando en algún lugar lejano del castillo, sus gritos cargados de frustración, saliva y polvo se arrastraban por las paredes como una amenaza sin rostro. La vieja piedra absorbía los ecos con parsimonia, como si se burlara del intento patético del conserje por imponer orden en un lugar que, al menos esa noche, ya no le pertenecía. Ni a él, ni a nadie.

Harry jadeaba suavemente, aunque en sus labios aún latía una sonrisa ladeada, esa que no parecía temer a nada ni a nadie, esa que casi siempre estaba ahí, como si burlarse del mundo fuera tan natural como respirar. El corazón le latía rápido, no solo por el esfuerzo físico, sino por esa alegría burbujeante que le recorría el cuerpo, parecida a cuando uno se lanza desde lo alto de una colina y por unos segundos olvida que el suelo existe. Porque eso era lo que se sentía en su pecho: la deliciosa ilusión de que la gravedad no podía alcanzarlo, de que no había deberes, ni etiquetas, ni Hadrian regañando en voz baja entre cejas fruncidas y palabras más largas que la paciencia de Harry.

Y ahí estaban ahora, decenas de niños desparramados por los pasillos, unos corriendo por gusto, otros por miedo, y otros simplemente porque alguien los empujó y ya no supieron cómo detenerse. A esa altura del juego, ni siquiera recordaban quién lo había empezado. Pero Harry sí. Porque él recordaba todo.

Porque Harry tenía que recordar, por si Hadrian preguntaba después con ese tono que no era de regaño, pero sabía doler más.

¿Quién fue el primero en romper la calma? ¿Fuiste tú, Harry, otra vez?

Y sí. Siempre era él. Siempre lo era.

El pasillo al que dobló parecía más oscuro que los anteriores, aunque las antorchas seguían ahí, como testigos cansados que apenas chisporroteaban. Las sombras bailaban lento en las paredes, como si les diera pereza seguir el ritmo frenético de los niños. Fue justo ahí, entre la penumbra y el sonido de risas cada vez más lejanas, que Harry casi tropezó con algo. O con alguien.

Nott.

El chico estaba pálido. No del blanco elegante y controlado como en la cena, donde parecía más una estatua que un niño. No. Este era un blanco enfermizo, húmedo, el tipo de palidez que uno tiene cuando el estómago amenaza con rendirse y la cabeza zumbaba como un panal. Tenía los labios entreabiertos, la respiración entrecortada, y los ojos... los ojos estaban abiertos de par en par, no de emoción ni de sorpresa, sino de un pánico tenso, contenido, tan real que por un segundo Harry sintió cómo algo le trepaba por el cuello y se le alojaba en la nuca.

Theodore no lo vio venir. Corría con los ojos casi cerrados, como si el acto de mirar solo agravara su angustia. Harry lo atrapó por el brazo sin pensar, un gesto rápido, casi agresivo, y Theodore se tambaleó hacia él, medio tropezando, medio colapsando, hasta que sus rodillas se doblaron como si el cuerpo hubiera decidido que ya no podía más.

“¿Estás bien?” preguntó Harry, pero su voz no sonaba preocupada. Sonaba confundida. Como si tratara de entender por qué alguien arruinaría un juego tan divertido sintiéndose tan mal.

Theodore no respondió. Sólo lo miró. Y en esos ojos, Harry vio algo que no esperaba ver: miedo, sí, pero también un eco.

“No tienes que seguirme,” murmuró Harry, esta vez con más suavidad, y le soltó el brazo. “Si estás cansado, vete. Esto es solo... una tontería.”

Theodore lo miró. Sus labios temblaron apenas, como si estuviera a punto de decir algo. Pero ninguna palabra salió. Solo se quedó allí, con los ojos enormes, pestañeando despacio, como si intentara procesar que alguien —Harry, de todas las personas— había notado su incomodidad.

Harry apartó la vista, incómodo. No le gustaban esos silencios llenos de emociones que no sabía cómo manejar. Y pensar en eso lo llevó, inevitablemente, a recordar otras veces en las que había visto ese mismo tipo de expresión. Como cuando Dev, pequeño y asustado, se negó a seguir con una broma que él había preparado. Dev había estado al borde del llanto, y aunque Hadrian no se enojó —Hadrian nunca se enojaba así—, el castigo fue sutil, elegante y silencioso: Dev pasó toda la tarde encerrado con un libro viejo y pesado, traducido del hindi, sin imágenes, sin ilustraciones, sin magia. Solo letras. Letras eternas. Harry se había sentado con él, sin que Hadrian se lo pidiera, solo para que no estuviera solo. Solo para que no pensara que estaba siendo castigado por él también.

Y aunque Hadrian jamás le había pegado —ni a él ni a Dev, al menos que Harry supiera—, Harry tenía muy claro que algunas ausencias, algunas frases dichas con frialdad, podían doler tanto como un grito.

Quizá por eso no le dijo nada a Theodore. Porque vio algo en su cara que no quiso mirar demasiado de cerca. Tal vez Theodore era uno de esos niños raros que hacían cosas que no querían, solo para agradar. Tal vez de verdad le gustaba Dev. Y tal vez esperaba que Harry, de todos, le diera algún tipo de bendición, como si él fuera el guardián entre Dev y el resto del mundo.

¿Qué quiere? ¿Que le diga que sí, que lo apruebo? ¿Que puede verlo? ¿Que le dejaré estar cerca?

Dev es demasiado pequeño. Y Hadrian… Hadrian no lo permitiría. No a él. No a nadie.

Así que no dijo nada. Porque Harry sabía bien cómo se siente un corazón que se rompe sin hacer ruido, como cuando descubrió —demasiado tarde— que Draco no era ese ángel de ojos plateados que Hadrian le había descrito en sus cuentos. No era noble. No era dulce. No era nada de eso. Era Draco. Un idiota.

Por eso fue una completa sorpresa que Theodore, en lugar de agradecer la salida y regresar con pasos silenciosos a las mazmorras, dijera con una voz frágil pero decidida:

“Me estoy divirtiendo…”

Harry giró la cabeza hacia él, frunciendo el ceño con visible escepticismo. La mirada con la que escudriñó a Theo fue tan afilada que si fuera una maldición, habría dejado una cicatriz.

“No mientas,” soltó con simpleza, y sin dejar que Theodore recuperara el aliento, lo tomó de la muñeca otra vez con dedos fríos y decididos. “No me gustan las mentiras.”

Y con eso, giró sobre sus talones y regresó por el mismo pasillo del que venía, como si la idea de que alguien pudiera fingir disfrutar de su compañía lo irritara profundamente. Theo apenas tuvo tiempo de lanzar una mirada hacia atrás, preguntándose si debía o no correr. Pero ya no había opción. Harry lo arrastraba, y aunque sus pasos eran veloces, ya no tenían ese mismo fuego frenético de antes.

La gata de Filch apareció unos segundos después, saltando de una esquina con el pelaje erizado y un chillido molesto. Theo, que iba tan enfocado en no tropezar, casi la pisó, y soltó un grito ahogado que hizo reír a Harry con fuerza, una risa abierta, un poco cruel, pero honesta. El horror en el rostro de Theo, esa expresión de he matado a la gata y ahora iré a Azkaban, era tan ridícula que por un segundo Harry olvidó que se había aburrido del juego.

Pero no por mucho. Porque cuando las sombras se alargaron y el sonido de Filch se desvaneció a lo lejos sin que lograran toparse con más niños ni con ningún prefecto con cara de querer castigarlos, Harry simplemente... perdió el interés.

“Esto ya no tiene sentido,” murmuró, dejando de correr y soltando finalmente la muñeca de Theodore, quien respiraba con fuerza, como si hubiera estado conteniendo el aire desde hacía minutos. “Vamos a regresar. Seguro que ese viejo loco ya está convencido de que nos fuimos a dormir.”

El pasillo hacia las mazmorras estaba húmedo, las paredes rezumaban un frío que no venía del clima, sino del propio peso de la piedra, del silencio que se asentaba como polvo en los rincones donde los estudiantes no se atrevían a detenerse por mucho tiempo. Theo caminaba un poco más erguido ahora, como si cada paso fuese un recordatorio de que aún estaba vivo, que no había sido atrapado por Filch, que no lo había devorado la gata demente, y que Harry lo había arrastrado por el castillo con una mezcla de burla y caos que desafiaba todo lo que Theodore pensaba que sabía de el salvador.

Unos pasos por delante, Harry silbaba una melodía que se inventaba sobre la marcha, con las manos metidas en los bolsillos de su túnica, como si el mundo entero estuviera para entretenerlo y él solo estuviera esperando que algo —o alguien— lo hiciera reír.

Pero entonces se detuvo.

De golpe. Como si algo en el aire se hubiese congelado. La melodía se esfumó de sus labios, sus hombros se inclinaron apenas hacia adelante y su sonrisa, esa sonrisa amplia y casi siempre burlona, se expandió con lentitud. Ahí estaba. Cabello tan rubio que parecía plata fundida bajo la luz de las antorchas, perfectamente peinado, reflejando esa arrogancia innata que Draco llevaba como una capa invisible. Caminaba solo, con las manos a los costados, rígido, con la cara tan enfurruñada que uno podría pensar que alguien le había robado el título de heredero universal de todo el castillo.

Harry lo miró como quien encuentra un regalo olvidado bajo el árbol de Navidad.

Y luego, como si no pudiera resistirse, gritó:

“¡Draco!”

La voz rebotó por el pasillo. No era solo un saludo. Tenía esa musicalidad traviesa que provocaba y se reía a la vez. Esa forma de arrastrar las sílabas, como si el nombre mismo fuera una broma privada.

Draco se detuvo en seco, giró lentamente, como si el peso del universo estuviera en sus hombros. Su mirada lo decía todo: Otra vez este imbécil. Entrecerró los ojos, la boca en una fina línea, y su ceño parecía tan permanente como los escudos tallados en piedra que adornaban las paredes.

“¿Qué?” preguntó, seco, mordaz.

Harry caminó hacia él, pero sin prisa, con una calma que parecía planeada, como un gato que sabe que la presa ya está atrapada aunque todavía no se haya dado cuenta. Inclinó la cabeza, como quien observa algo fascinante bajo una lupa, y sonrió de lado.

“¿Te perdiste el final del juego o te perdiste a ti mismo de camino?” preguntó, cruzándose de brazos con deliberada lentitud. “Te fuiste como si tuvieras algo más interesante que hacer que ver cómo Nott casi muere del susto por culpa de la gata.”

Draco no respondió enseguida. Solo lo miró, la mandíbula tensa, las manos convertidas en puños a los costados. Ese tono, pensó. Ese maldito tono con el que Harry siempre hablaba, como si se estuviera burlando del universo entero y él, Draco, fuera solo una parte más del chiste.

Harry siguió, como si no notara —o peor, como si lo notara perfectamente— el silencio de Draco.

“¿Qué pasa contigo? ¿Se te cayó la corona de príncipe del castillo o solo te ofendiste porque nadie te siguió al pasillo, dramático?”

“¡Cállate!” espetó Draco por fin, la voz más aguda de lo que había planeado. Sonó más niño de lo que quería. Más vulnerable. “Solo... me harté. Eso es todo.”

Harry lo miró, con esa expresión de ajá, claro, que decía que no creía ni una palabra, aunque no se molestara en discutirla. Asintió, despacio, como si estuviera observando una criatura rara.

Harry sabía que a veces podía ser lo que Hadrian llamaba un “demonio irritante”. Tal vez era cierto. O tal vez los demás eran todos demasiado aburridos, siempre tan... lineales. Por ejemplo, ahora. Draco estaba ahí, tan molesto, tan encendido sin que Harry hubiera dicho algo verdaderamente cruel. Ni siquiera lo insulté de verdad, pensó con una mezcla de fastidio y diversión.

Pero era esa mueca. Esa forma en que Draco fruncía la nariz como si Harry fuera un mosquito demasiado cercano, lo que lo estaba empezando a irritar a él. Así que, por supuesto, siguió hablando. Porque cuando algo le dolía o lo desconcertaba, Harry empujaba. Empujaba hasta que alguien gritaba, lloraba o lo golpeaba. Eso lo hacía sentir algo.

“¿Estás molesto porque nadie te pidió que fueras el líder del juego?” preguntó, esta vez más suave, con esa sonrisa que prometía tormentas. “Pobre, Draco. Siempre tan... extra. Pensé que a ti te encantaba ser el centro.”

Draco bufó, girando apenas el rostro, como si mirar directamente a Harry fuera desgastante. Pero Harry no se detuvo. Porque a pesar de todo, había algo en Draco. Algo en su forma de reaccionar. Algo en esa piel siempre pálida que se sonrojaba tan fácil cuando lo molestaban. Harry pensó, con cierta malicia, que tal vez si lo besaba de nuevo, Draco reaccionaria.

El pensamiento fue tan vívido, tan repentino, que se detuvo.

Y no fue solo un pensamiento, al parecer. Porque Draco dejó de ignorarlo, lo miró como si Harry acabara de conjurar un hurón sobre su cabeza, y dio un paso atrás.

Fue tan evidente, tan ridículamente evidente, que hasta Theodore se dio cuenta.

“¿Te gusta Draco?” preguntó Theo, con esa mezcla de cansancio y asombro que venía de estar atrapado entre dos fuerzas naturales. No sonó como burla. Solo como alguien que quería entender en qué tormenta se había metido.

Harry lo miró por encima del hombro, y sin responder, estiró una mano para enredar los dedos en los mechones rubios de Draco.

Draco reaccionó como si lo hubieran picado con una avispa. Le dio un manotazo en la mano, el rostro rojo hasta las orejas. “¡No me toques!”

“No me gusta,” respondió Harry, encogiéndose de hombros, tan tranquilo que parecía que todo el pasillo le pertenecía. “Pero igual será mi esposo.”

Draco parpadeó. Lo miró como si hubiera perdido la razón.

“¡Jamás!” dijo, tan alto que Theodore dio un respingo. “¡Ni en tus sueños, Potter!”

Harry sonrió, una sonrisa brillante, juguetona, peligrosa.

“Perfecto,” respondió. “Ahí es donde ya nos casamos.”

Draco abrió la boca, pero ningún sonido salió. Theo miraba de uno a otro, como si tratara de calcular las probabilidades de que alguno explotara en cualquier momento.

“¿Qué quieres decir con eso?” preguntó Theodore, confundido, como si el pasillo se hubiera vuelto irreal.

Harry ya se estaba alejando, silbando otra melodía, rumbo a la entrada de Slytherin, tan despreocupado como si no acabara de lanzar una bomba.

Draco parpadeó y, antes de poder detenerse, caminó hacia él a paso rápido, empujándolo con el hombro al pasar por su lado. “¡Eres un idiota, Potter! ¡Nunca, nunca va a pasar! ¡Ni lo sueñes, idiota arrogante!”

Harry se rió. Una carcajada limpia, de esas que parecían derribar muros.

Y mientras Draco lanzaba palabras como si pudieran herirlo —“¡Presuntuoso! ¡Engreído! ¡Estúpido e insoportable!”— Harry no dejaba de reír.

Porque Draco tenía la cara tan roja como una manzana recién pulida. Y eso era lo más divertido del mundo.

Theodore solo los miró, desconcertado, como quien presencia algo que no se suponía debía estar viendo. Como si hubiera abierto por accidente un libro prohibido. Porque ahí estaba Draco Malfoy, gritando y empujando, y ahí estaba Harry Potter, riendo como si se hubiera enamorado del caos que acababa de crear.

Claro que el encanto de la provocación, el roce tenso de lo que no se dice, y ese impulso infantil —pero peligrosamente honesto— que hacía que Harry se sintiera vivo cuando Draco lo empujaba y lo insultaba con las mejillas rojas, no duró para siempre. En cuanto cruzaron la entrada de la sala común de Slytherin, esa burbuja invisible estalló con el crujido seco de la realidad volviendo a colarse por las rendijas.

Porque allí, en medio de la sala común iluminada solo por los fuegos verdes de las lámparas de serpiente, los esperaba un hombre de túnica negra, recortado en sombras, de piel tan pálida que el contraste lo volvía casi espectral. Severus Snape no dijo nada de inmediato. No lo necesitaba. Su sola presencia, firme como un muro de piedra, ya bastaba para congelar el ambiente como si de pronto hubieran sido transportados al fondo de un lago invernal. Sus ojos negros pasaban de uno a otro, calculando, pesando, juzgando. Theo dejó de caminar. Draco, tenso como un resorte, tragó saliva de forma casi audible. Y Harry… Harry no pudo evitar inclinar apenas la cabeza, curioso. Lo conozco, pensó con el corazón acelerando de forma inesperada, de algún lado... ese rostro...

Fue Draco quien, en un esfuerzo temerario por salvar la situación, dio un paso al frente con una sonrisa rápida, construida con el pulso tembloroso de quien miente con elegancia entrenada.

“Profesor Snape,” dijo, y su voz estaba tan educada como falsa. “Estábamos... eh... volviendo del baño. Theodore no se sentía bien.”

Una buena mentira. Simple. Directa. Casi creíble.

Hasta que, como si el destino tuviera el peor sentido del humor del mundo, la entrada de la sala se abrió de nuevo, y por ella entraron Blaise, Pansy, Crabbe, Goyle y Daphne. Blaise tenía la boca abierta como si estuviera a punto de soltar una broma cuando se topó con la escena, y lo que iba a ser un triunfal “¡Tenían que ver la cara del imbécil cuando la gata cayó del armario!” murió en su lengua.

Porque ahí estaba Snape. Viéndolos. Y la mirada que les dirigió fue la de un dios antiguo descubriendo que sus fieles le habían fallado.

Draco cerró los ojos. Harry suspiró con exageración. Theo maldijo en voz muy baja.

Snape no levantó la voz. No le hacía falta. “¿Alguien me explica por qué ninguno de mis alumnos de primer año está en sus camas?”

El tono era tan suave que resultaba inquietante. Como un susurro detrás de la nuca, como la quietud antes del trueno. Nadie respondió. Solo el leve chisporroteo del fuego llenó el silencio. Y fue en ese instante —cuando la voz le acarició la memoria como un recuerdo que ha esperado demasiado tiempo para volver— que Harry lo recordó.

Esa voz. Ese hombre. Aquella tarde. Cuando Hadrian lo había dejado solo durante horas y su tía lo había llevado al supermercado con Dudley. Harry se había perdido. Estaba solo, desorientado, sin saber que hacer, porque Hadrian lo había dejado hundido en el fondo, incapaz de moverse, sin saber si alguna vez volvería. Fue esa voz la que lo encontró en una esquina de la calle, acurrucado como un animal herido. Esa misma voz que intentó hablarle mientras Hadrian volvía, gritando de furia.

El corazón de Harry golpeó con fuerza en su pecho.

Snape se acercó un paso. Todos retrocedieron instintivamente, menos Harry, que permaneció en el mismo lugar, con la cabeza ladeada y los ojos entornados, como si estuviera analizando una criatura recién descubierta. Fue entonces cuando, sin ningún pudor, Pansy le tomó la mano. Harry la miró, horrorizado.

¿Qué demonios...?

El contacto le pareció tan repulsivo que la repelió como si le hubiera tocado un insecto. Se soltó bruscamente, sacudiendo los dedos como si con eso pudiera borrar la sensación.

¡Qué asco! pensó en voz alta.

Y en un movimiento más impulsivo que racional, quizás simplemente como método de autodefensa emocional, tomó la mano más cercana.

La de Draco.

Por supuesto, Draco reaccionó como si Harry le hubiera declarado amor eterno frente a toda la sala común. Le clavó las uñas, su expresión más escandalizada que molesta.

“¡Suelta!” siseó entre dientes.

Harry obedeció, pero no sin antes dejar una última sonrisa traviesa, como si dijera empezaste esto. Snape lo había visto todo. Su expresión era ilegible, pero su mirada parecía cortar el aire como cuchillas.

Como nadie parecía estar dispuesto a decir nada más útil que un susurro nervioso, Harry hizo lo que sabía hacer mejor.

Salvar su pellejo.

Con el rostro completamente inocente —una máscara perfecta de fingida sinceridad— se llevó una mano al pecho y dijo:

“Profesor, sé que parece una locura, pero salimos para buscar una poción que Theo necesitaba para calmar su estómago. Draco fue con nosotros para asegurarse de que no nos perdiéramos. Todo fue culpa mía. Yo insistí. No sabía que era tan tarde.”

Una mentira hermosa. Redonda. Narrativa. Compasiva. Incluso heroica. El tipo de mentira que había encantado a su tía Petunia o confundir al menos un poco a Hadrian.

Snape lo miró en silencio. Luego entrecerró los ojos.

“¿Cree que soy idiota, Potter?” preguntó con voz lenta, afilada como un puñal cubierto de terciopelo.

Harry lo miró directo a los ojos. La sonrisa en sus labios fue apenas una curvatura sutil, pero sus palabras se deslizaron como miel envenenada:

“No es necesario que se lo pregunte, profesor. Pero si le hace más feliz, puedo mentirle.”

Draco soltó un sonido sofocado. Apretó los labios con fuerza, como si estuviera reprimiendo una carcajada que le dolía. Blaise no fue tan prudente. Soltó una risotada tan sonora que retumbó entre las paredes de piedra.

Snape giró el rostro hacia él con la rapidez de una serpiente.

“Zabini. Detención. Mañana por la noche. Potter, tú también.”

Harry se llevó una mano al pecho. “¿Yo? ¡Pero si no dije nada!”

Snape lo fulminó con la mirada. “Acabas de llamar idiota a un profesor y, además, me has mentido a la cara con descaro. No insultes mi inteligencia.”

Harry alzó una ceja, ofendido. “No, señor. Yo nunca lo llamé idiota. Solo pregunté si quería que le mintiera. Nunca dije que usted lo fuera. Eso lo dijo usted mismo.

La tensión se volvió casi física. Draco se giró hacia Harry, la incredulidad marcada en cada línea de su ceño, y Blaise soltó un murmullo de “Merlín, está loco”.

Snape inspiró profundamente, como quien cuenta hasta diez para no explotar, y señaló la escalera. “A sus habitaciones. Todos. Ahora.”

Harry estaba a punto de girarse cuando alzó una mano, como si pidiera turno para hablar. “¿Desea que le responda otra pregunta, profesor?”

Snape lo miró con un odio tan puro que casi parecía poético. Sus ojos eran como pozos sin fondo, llenos de memorias viejas, de sospechas latentes. Y Harry no bajó la mirada. Al contrario. La abrió más, como si sus propios ojos pudieran hacerle frente al abismo.

Fue Draco quien lo tomó del brazo, con una mezcla de urgencia y exasperación. “¡Muévete, Potter!”

Lo empujó ligeramente para hacerlo avanzar, y Harry lo siguió, aún con la sonrisa pintada en el rostro. Esa sonrisa que se negaba a morir. Esa que no sabía si era sarcasmo o desafío o algo más profundo que ni siquiera él entendía del todo.

Cuando los prefectos los habían escoltado a la sala común de Slytherin, ninguno de los niños parecía especialmente impresionado. El lugar, con sus techos altos, lámparas de cristal verde suspendidas sobre sus cabezas y paredes de piedra cubiertas de tapices que serpenteaban como si estuvieran vivos, irradiaba una belleza fría, elegante y silenciosa, como si respirara bajo el agua junto con ellos. Ni una palabra de bienvenida real. Solo una explicación rápida, casi murmurada, sobre la contraseña, la distribución de las camas y una advertencia suave sobre lo que sucedía con los que no respetaban el reglamento.

Harry apenas prestó atención a eso. No porque fuera un acto deliberado de rebeldía —bueno, quizás un poco— sino porque, se sentía a punto de dormirse del aburrimiento.

El tiempo había pasado volando desde entonces. Primero se había lanzado la idea de jugar a las escondidas penas se dejaron caer en sus camas. Luego vinieron las risas, las primeras muecas de no saber de qué se trataba el juego, las propuestas de usar todo el castillo como su patio de juegos, las miradas atrevidas, el susurro de la posibilidad de ser atrapados. La habitación se había impregnado con esa vibra pegajosa y cálida que a veces se generaba entre niños que aún no sabían si serían amigos o enemigos.

Y ahora… ahora Harry prestaba atención por primera vez a la habitación que compartiría con los otros cinco niños. Tardó unos segundos en registrar el espacio, pero cuando lo hizo, sintió que una pequeña chispa se encendía dentro de su pecho, una que no tenía nombre pero sí una raíz: asombro.

La habitación era grande. Casi tanto como la que tenía en la mansión Peverell, aunque por supuesto, sin el diseño hindú, los ventanales al bosque o el suelo pulido de madera de roble antiguo. Pero aun así, el techo alto, las cortinas gruesas en color verde esmeralda, las camas con dosel forradas de telas pesadas y la tenue luz verdosa que emanaba del lago a través de la única y amplia ventana sumergida en el fondo del agua, creaban un ambiente que para muchos habría parecido lúgubre, pero que para Harry era simplemente fascinante. Dormir bajo un lago. Nunca bajo un techo común, nunca igual que los demás. Siempre diferente. Siempre otro mundo. Había dormido en una alacena. Luego en el cuarto de juegos de Dudley. Después en la enorme habitación que Hadrian le dio. Y ahora... ahora dormía bajo el agua. No estaba mal el progreso.

Mientras Draco y Blaise discutían con entusiasmo competitivo sobre quién usaría primero el baño para cambiarse, Theodore, siempre meticuloso y silencioso, desplegaba su pijama perfectamente doblado como si siguiera una rutina establecida desde hacía años. Vincent y Gregory intercambiaban almohadas con una seriedad absurda, como si de ello dependiera la calidad de su sueño o el destino del mundo.

Harry, de pie junto a su cama —la que estaba junto a la ventana, por supuesto, porque la había reclamado con una mirada firme y una ceja alzada que nadie se atrevió a discutir— se dedicó a deshacerse lentamente de su ropa escolar. Primero la túnica negra, que le parecía una capa innecesaria y pesada. Luego la camisa de botones que había llevado todo el día, negra también, demasiado ceñida al cuello para su gusto. Después los pantalones, que si bien eran elegantes, le apretaban en lugares que le hacían sentir como un objeto envuelto en papel de regalo. Se quedó un momento con solo sus pantaloncillos cortos y se estiró sin prisa, como si estuviera en la soledad de su habitación privada.

No había prisa. No había vergüenza. No había filtro.

Claro que en su cabeza estaba teniendo una conversación completa con Hadrian, o con la idea de Hadrian, o tal vez consigo mismo. “¿Tenías que empacarme esto?” pensaba mientras miraba el pijama elegantemente doblado a los pies de su cama. Era de seda negra, con ribetes plateados, más propio de un niño rico de un cuento victoriano que de alguien que alguna vez durmió sobre latas de sopa y ceniceros llenos. “Si no lo usas, te arrepentirás, Harry”, había dicho Hadrian con ese tono entre irónico y autoritario. Y claro… ahí estaba. Sintiéndose como un príncipe idiota poniéndose ropa de gala para dormir.

Lo que no esperaba era el silencio repentino. Pesado. De esos que se arrastran como una serpiente entre los pies.

Fue Theodore quien, con su tono comedido y casi nervioso, rompió esa quietud espesa con una frase que parecía salida de una clase de etiqueta.

“Desvestirse delante de otros es indecente.”

Harry levantó una ceja sin detenerse en su tarea de abotonarse la parte superior del pijama. “¿Según quién?”

Vincent, aún mirando el techo como si este le ofreciera refugio, murmuró con torpeza:

“Así nos enseñaron nuestros padres.”

Harry soltó un pequeño resoplido. No burlón, sino casi analítico. Como si verdaderamente lo estuviera procesando. Se pasó una mano por el cabello, aún húmedo de la ducha que se había dado apenas entro a la habitación después de que el profesor los ordenara subir, y respondió con una media sonrisa.

“Entonces todos ustedes son unos… ¿remilgados? ¿Puritanos? ¿O solo me están diciendo que nunca han visto a alguien sin camisa?”

La palabra puritanos pareció golpear una cuerda particular en Draco, que alzó la cabeza con una mirada cortante. Era el único que, por alguna razón, no había desviado los ojos. El único que parecía más irritado que incómodo.

“No lo entiendes porque no eres como nosotros”, espetó, con una frialdad medida, como si estuviera dictando un hecho, no lanzando un insulto.

Y Harry… Harry se rió.

La risa no fue burlesca, ni siquiera particularmente fuerte. Fue limpia, genuina, abierta. Pero desconcertante. Porque no era la risa de alguien que se burlaba por maldad. Era la risa de alguien que había oído algo tan extraordinariamente absurdo, tan irreal y fantasioso, que simplemente no pudo evitar soltarla.

“Eso es lo más estúpido que he escuchado en mi vida”, dijo con tranquilidad mientras subía a su cama con pasos lentos y elegantes, como si la situación no le afectara en lo más mínimo.

Y sin más, sin siquiera mirar a Draco otra vez, cerró las cortinas de su cama con un suave movimiento de muñeca.

Fue como si una puerta se cerrara en la cara de todos los presentes.

Draco estaba a medio camino de responder algo —probablemente una de esas réplicas largas, llenas de condescendencia familiar y frases heredadas de Lucius Malfoy—, pero el sonido de las cortinas lo interrumpió como un golpe.

“¡Maldito idiota engreído!” chilló, su voz desbordando una mezcla entre rabia, humillación y ese tipo de irritación particular que solo nace cuando alguien te desarma sin esfuerzo y te deja sin escenario.

Desde dentro de la cama, Harry solo rió otra vez, esta vez en voz baja, saboreando la reacción como quien saborea un dulce amargo que le pica la lengua.

Nunca dejaría de disfrutar lo fácil que era sacarlo de sus casillas.

Y aunque no lo mostró, se acomodó entre las sábanas con una lentitud suave, casi ritual. No porque estuviera particularmente cansado, sino porque lo había conseguido: distraerse. Reírse. Sentirse en control. En un lugar nuevo, rodeado de niños desconocidos, en una casa que no sabía si lo tragaría o lo protegería.

Naga aún no había vuelto. Pero lo haría.

Y cuando lo hiciera, sabría que todo estaba bien. Que todo estaba equilibrado. Que había sobrevivido el primer día.

Y que ya, desde ese mismo instante, nadie podría ignorarlo. Ni siquiera Draco Malfoy.

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La puerta se cerró tras él con un suave clic, apagando los ecos distantes de risas y voces que aún reverberaban en los pasillos como restos de una música lejana. Hadrian se detuvo un momento, solo un instante, dejando que el silencio de su habitación lo envolviera como una seda fresca. Había sido una mañana larga, pero satisfactoria. Demasiado satisfactoria, quizás. Los Malfoy, con su elegancia ancestral y esa forma suya de moverse entre secretos como quien nada en vino espeso, se habían mostrado sorprendentemente abiertos ante la insinuación del compromiso entre Draco y Harry. No un sí rotundo, no aún, pero tampoco un no. Solo la delicada euforia que se escondía tras los ojos de Lucius cuando comprendió las implicaciones de unir las dos ramas mágicas más antiguas aún intactas. Uniones poderosas se habían forjado con menos.

El fuego seguía encendido en la chimenea de mármol blanco que se alzaba al fondo de su cuarto. Las llamas iluminaban las paredes en suaves ondulaciones, tiñendo el oro viejo y el marfil de la decoración con un fulgor ámbar. En una esquina, las cortinas translúcidas de seda se movían como alientos al compás del aire de la mañana que se colaba por una de las ventanas entreabiertas.

Hadrian avanzó hacia su armario, sus pasos suaves y fluidos, pero llenos de energía contenida. Había emoción en su pecho, palpitante, intensa como un niño que sabe que va a ver a alguien que ama. Eón. Ese mundo espejo donde todo era distinto. Donde su amor tenía una dulzura feroz y frágil, donde la historia se había escrito con trazos nuevos. Donde él... él era diferente. Más libre. O al menos, así le parecía cada vez que lo visitaba.

Apenas sin mirar, con un movimiento de la mano, hizo aparecer a Suzu, la elfa doméstica, cuyo rostro se iluminó al instante al verlo. Antes de que la criatura pudiera hablar, Hadrian le entregó una lista mental con la mirada, confiando en su eficiencia legendaria.

“Suzu, encárgate de Dev mientras estoy fuera. A mi regreso, ya debe haber dominado el hindi y el latín. No acepto excusas. Si se resiste… usa métodos creativos. Pero no lo asustes demasiado.”

Suzu asintió en silencio, con esa reverencia innata que parecía más un acto de devoción que de servidumbre. Había en su manera de inclinarse algo solemne, casi ritual. Sin embargo, antes de que pudiera dar un paso para buscar a Dev, Hadrian la detuvo con un ademán rápido.

“No lo busques todavía. Primero necesito algo que no me haga parecer salido de un cuento védico del siglo V.”

Su voz era ligera, casi divertida, mientras abría el armario empotrado en la pared. Las puertas se deslizaron sin sonido, revelando una selección abrumadora de prendas. Gasas, sedas, brocados bordados a mano, túnicas con hilo de plata y oro, capas de noche, kurtas de gala y abrigos con forro de zorro blanco.

Quiero algo más sencillo. Algo que no diga “rey de siete reinos invisibles”.

Metió ambas manos entre las prendas, apartando una capa negra con ribetes verdes, sacudiendo una kurta de gala bordada con pequeños rubíes cosidos en forma de constelación. El murmullo de las telas al moverse parecía música ahogada. Mientras revolvía, hablaba consigo mismo en voz baja, casi sin darse cuenta, sonriendo. La emoción brotaba de él sin contención, una risa sutil en cada frase, una melodía privada que lo hacía parecer más joven, más ligero.

“Tal vez me decida por esta… No, no. Esto grita mira qué fabuloso soy. No es el mensaje. Aunque… Éon se reiría. Y su risa... siempre vale la pena.”

Estaba tan absorto en la elección de vestuario, tan sumergido en sus pensamientos —los nervios suaves, la emoción cosquilleante de saberse en camino hacia una realidad que no se le había permitido amar, pero que de alguna forma había reclamado como suya— que no notó la pequeña presencia silenciosa que había cruzado el umbral de su habitación.

Fue solo cuando giró ligeramente el cuerpo para cambiarse que su mirada se cruzó con los grandes ojos de Dev, allí de pie, en medio de la habitación, sin anunciarse, sin decir una sola palabra. Había entrado como lo hacían las sombras: deslizándose. Hadrian dio un respingo inmediato, un sobresalto sincero que le aceleró el corazón y lo hizo fruncir el ceño.

“¡Por los clavos de Cristo, niño! ¿Cuántas veces te he dicho que no puedes aparecerte así?”

Su voz no fue dura, pero sí cargada con la impresión genuina de quien ha sido asustado en plena mañana. Suzu desapareció discretamente en cuanto se dio cuenta de que la conversación sería íntima.

Dev no dijo nada al principio. Seguía ahí, quieto, con la misma expresión que a veces tenían los gatos cuando uno los encuentra en lugares donde no deberían estar: un poco de culpa, algo de ansiedad, y mucho de no sé cómo explicar por qué vine.

Hadrian lo miró con más atención. El niño estaba descalzo, los pies hundidos levemente en la alfombra gruesa, vestido con una kurta ligera color marfil. Sus manos pequeñas jugaban con el borde de la manga, y sus ojos oscuros subían y bajaban sin decidir si debían mirar a Hadrian o al suelo.

“¿Qué estás haciendo aquí?” La pregunta salió más suave ahora, como una brisa que intenta no herir. Dev alzó la cabeza con lentitud. Su voz fue apenas un murmullo, tan bajo que Hadrian frunció el ceño. “Habla más fuerte, Dev. No te oigo.”

El niño tardó un par de segundos más antes de responder con una voz clara pero tensa, como si las palabras dolieran al salir.

“¿Vas a salir?”

Hadrian asintió distraídamente, aún volviendo la vista al armario, tirando de una camisa de lino azul oscuro.

“Sí. Iré a ver a alguien. Solo por unos días.”

Esta vez, el silencio se alargó. Hadrian apenas se dio cuenta al principio, hasta que volvió a mirar y vio que Dev seguía ahí. Esta vez, sus hombros parecían encogidos, sus ojos más húmedos de lo habitual. Y entonces, la pregunta llegó, con esa mezcla terrible de esperanza rota y miedo:

“¿Me vas a dejar aquí?”

El movimiento de Hadrian se detuvo. Su mano aún sostenía la prenda elegida, pero su atención se volcó por completo al niño. Dev bajó la mirada, sus dedos se entrelazaban con ansiedad, y por un instante pareció más pequeño que nunca. Más frágil. Más roto.

Hadrian suspiró profundamente, dejando la camisa sobre una silla antes de caminar hacia él y arrodillarse en el suelo. Aunque incluso arrodillado, su presencia imponía más que la de la mayoría de los adultos. Apoyó una mano suave sobre el hombro de Dev.

“No vas a quedarte solo. Suzu estará contigo, y los otros elfos también. Estás bien protegido, Dev.”

Pero esa promesa no pareció aliviarlo. Las lágrimas empezaron a formar una línea brillante sobre sus pestañas, y un sollozo leve —apenas contenido— vibró en su pecho antes de escaparse por sus labios.

“No quiero quedarme solo…” murmuró Dev, y sus palabras fueron como cuchillas diminutas incrustándose en la calma de Hadrian.

No debería afectarme tanto esto. Pero maldita sea...

“Llévame contigo. Por favor.”

Hadrian cerró los ojos un momento, reprimiendo el impulso de abrazarlo sin pensarlo. Cuando volvió a hablar, lo hizo con calma, pero con firmeza.

“No puedo. Donde voy no es un lugar para niños.”

Dev lo miró suplicante, agarrando un puñado de la camisa de Hadrian con fuerza desesperada. “Prometo que me voy a portar bien. No haré ruido, no causaré problemas. Solo… solo no me dejes solo.”

Hadrian sintió el corazón encogerse. Le sostuvo la mano con cuidado, haciendo que Dev soltara lentamente el puño de tela. Lo rodeó con ambos brazos y lo atrajo hacia sí, dejando que el pequeño apoyara el rostro en su hombro.

Dev ya no suplicaba con palabras. Lo hacía con lágrimas. Con esos sollozos tan suaves que dolían más que los gritos. Y Hadrian, por más que quisiera ceder, se mantuvo firme. No podía llevarlo. Podría arruinar las cosas con Éon.

La mano de Hadrian se movía lentamente sobre la cabeza de Dev, en un vaivén casi hipnótico. No era un gesto casual. Era calculado. Consciente. Como todo en él. Sus dedos se perdían entre los cabellos negros del niño, finos como hilos de sombra, y al acariciarlo, sus yemas tropezaban con la verdad que se escondía debajo.

Cicatrices pequeñas, ásperas y profundas. Dispuestas en formas irregulares sobre el cuero cabelludo, invisibles a simple vista, pero imborrables al tacto. Eran recordatorios crueles de lo que Dev había sufrido.

Hadrian mantuvo los ojos fijos en el horizonte a través del ventanal, pero su expresión había perdido por completo el tono despreocupado de antes. No le gustaba esa sensación que nacía justo en el centro de su pecho cada vez que recordaba lo que el niño había soportado. Era una mezcla de rabia y... no, no ternura, él no era tan débil. Era más una especie de posesividad enfermiza, como si las heridas del niño también le pertenecieran a él, como si el dolor ajeno fuera ahora parte de su historia. Y en parte, lo era.

Con la voz más dulce que podía imitar, Hadrian murmuró contra la frente del niño:

“Si te portas bien mientras no estoy... te prometo que haremos algo divertido cuando regrese.”

Dev no respondió. Solo sacudió su cabeza en un gesto silencioso de negación, como si no pudiera concebir la posibilidad de que algo divertido existiera sin la seguridad inmediata de Hadrian cerca. O como si ya no pudiera creerle del todo.

Hadrian suspiró, su tono se volvió ligeramente exasperado, aunque aún mantenía la calidez fingida que tan bien dominaba.

“Algo solo los dos. Nada de Harry, ni de los elfos. Nada de interrupciones. Solo tú y yo, ¿sí?”

La reacción de Dev fue sutil. Un parpadeo más lento, el cese de los sollozos, un leve temblor que se fue disipando poco a poco. Hadrian lo sintió, lo midió como quien observa cómo una serpiente deja de estar en posición de ataque. Era casi fascinante.

“Un momento de padre e hijo,” añadió Hadrian, con una media sonrisa que tenía más de espectro que de ternura real. Un tono entre mordaz y teatral, pero lo suficientemente suave como para que Dev no lo notara.

Al fin, Hadrian lo alejó de su pecho, tomándolo por los hombros para mirarlo bien a los ojos. Esos ojos azul cielo tan ajenos, tan absurdamente puros para un cuerpo que ya estaba lleno de sombras que ningún niño debería cargar. A veces, Hadrian se preguntaba si el alma de Dev había nacido con grietas, o si fue el mundo el que lo partió por dentro sin darle oportunidad de endurecerse primero.

“¿Te parece bien eso?” preguntó, en voz baja, buscando no tanto una respuesta como una rendición.

Dev lo observó unos segundos más, como si su corazón no supiera si confiarle la última cuerda que lo mantenía unido a algo. Pero al final, una sonrisa pequeña y frágil apareció en su rostro. No era una sonrisa alegre. Era más bien una aceptación tímida, resignada, como quien se agarra a un madero a la deriva en lugar de esperar un bote salvavidas.

Hadrian sonrió de vuelta, y aunque la suya tenía más dientes que dulzura, no pareció incomodar al niño. Quizás porque Dev ya se había acostumbrado. Quizás porque era lo único parecido a una figura paterna que podría tener. Y para alguien tan roto, incluso lo retorcido podía parecer hogar.

Lo atrajo de nuevo hacia su pecho, con una presión más firme, más posesiva esta vez. Como si pudiera sellarlo ahí, protegerlo solo por el peso de sus brazos.

“Eres un buen hijo, ¿sabes?” susurró Hadrian, con la voz tan baja que casi no era más que un aliento tibio. “Eres perfecto.”

Dev no respondió. Pero sus pequeñas manos se aferraron a la tela de la camisa de Hadrian otra vez, esta vez sin temblar. Solo necesitaba eso. Una promesa. Aunque estuviera hecha de humo. Aunque fuera mentira.

Hadrian cerró los ojos por un instante, su mente girando ya en la próxima etapa de sus planes. Sabía que no debía encariñarse. Que la debilidad se disfrazaba muchas veces de compasión, y que no podía permitirse flaquear. Eón lo esperaba. Eón... con su mirada plateada, con esa aura tan diferente y sin embargo tan adictiva. Él era un proyecto distinto. Una posibilidad. Una variable emocional que no había calculado del todo.

Y Dev...

Dev era un ancla. Un nudo.

Pero también era una promesa antigua. Un juramento que Hadrian se había hecho a sí mismo sin palabras.

No importa lo que pase allá afuera. Este niño... este niño me pertenece. Y nadie volverá a ponerle una mano encima sin que yo arranque la suya primero.

El pensamiento lo calmó. Lo ancló. Era extraño encontrar estabilidad en una amenaza. Pero Hadrian no era como los demás. Su ternura era un arma. Su protección, una trampa bien construida. Y sin embargo... eso no la hacía menos real para Dev. O menos necesaria.

“Ahora ve,” dijo con suavidad mientras deshacía el abrazo, posando una mano en la mejilla del niño y limpiando las últimas lágrimas que aún brillaban ahí. “Suzu te está esperando.”

Dev dudó un poco, pero finalmente asintió. Caminó hacia la puerta en silencio, volviendo la cabeza una sola vez, como si quisiera asegurarse de que Hadrian no se desvanecería mientras él no miraba.

Y Hadrian, aún arrodillado en el suelo, le sostuvo la mirada con esa sonrisa extraña, oscura y prometedora, como la de alguien que ha decidido que el mundo será suyo... empezando por los corazones más heridos.

Cuando la puerta se cerró, Hadrian se puso de pie lentamente. Sacudió la camisa, se alisó el cabello y volvió hacia su armario. Eón lo esperaba, y tenía muchas cosas que contarle.

Pero por primera vez en meses, al irse... dejaba algo atrás que dolía un poco más de lo que le gustaría admitir.

Chapter 20: O es mío o de él

Summary:

Los celos son cosas peligrosas y en especial si son de un niño de 11 años

Chapter Text

Hogwarts era, en una sola palabra, inexplicable. Aunque claro, Harry podía pensar en otras muchas palabras menos poéticas: absurdo, caótico, opresivamente anticuado, una pesadilla arquitectónica, y quizás su favorita, un castillo medieval con demasiados complejos de superioridad. Pero inexplicable servía, al menos cuando no tenía ganas de pelearse con alguien por discutir lo evidente: que todo, desde los pasillos giratorios hasta las escaleras caprichosas, parecía diseñado no para albergar a estudiantes sino para burlarse de ellos.

Harry había llegado al castillo con la misma expresión con la que un gato examina una tina de agua: desconfianza absoluta, una pizca de desprecio y la certeza de que en cualquier momento lo obligarían a meterse en ella. Y efectivamente, no habían pasado ni tres días cuando ya estaba convencido de que el castillo entero lo estaba acechando. Empezando por los retratos. Nunca en su vida había tenido tantos ojos siguiéndolo a donde fuera, y eso incluía a los de un retrato particularmente infame de una bruja tuerta que chasqueaba la lengua cada vez que él pasaba frente a ella, como si su mera existencia la ofendiera profundamente.

Los pasillos eran un desastre, las clases una extraña mezcla entre lo aterrador y lo somnífero, y los profesores, una colección bastante variada de personalidades enloquecidas por la autoridad. Y por supuesto, estaba el pequeño detalle de que él, Harry Potter había terminado en Slytherin. Slytherin. Como si el Sombrero Seleccionador hubiese querido hacerle un chiste al universo entero.

Al principio pensó que el murmullo constante, ese susurro de fondo que lo seguía en cada pasillo, se debía al impacto general de su existencia. Después de todo, su llegada había sido todo un espectáculo. Pero no, pronto entendió que los rumores crecían, se retorcían, y que Hogwarts era como un organismo viviente que se alimentaba de chismes. Los fantasmas murmuraban cosas sobre su apellido. Los retratos discutían entre sí si sería más como James o como su tan misterioso “tío” Hadrian. Las armaduras rechinaban con desagrado cuando pasaba, como si su sola aura fuera un defecto estructural. Y ni hablar de los estudiantes.

Claro que ayudar a que casi todo el primer año de Ravenclaw recibiera castigo la primera noche no ayudó a mejorar su reputación. Pero, honestamente, ¿quién iba a imaginar que se tomarían tan en serio un inocente jueguito de Atrapa el murciélago invisible? Él solo había sugerido las reglas, explicado cómo gritar sin ser atrapado por Filch, e incluso les advirtió que no usaran fuegos artificiales en interiores. Si los Ravenclaw no sabían interpretar la ironía, eso no era problema suyo. Que los atraparan a todos en el cuarto piso corriendo como pollos sin cabeza no era su culpa. Técnicamente.

Pero lo peor —lo que de verdad le estaba colmando la paciencia— eran las túnicas.

“¿Quién en su sano juicio se viste con capas negras todos los días como si estuviéramos actuando una obra de teatro victoriana sin fin?”, gruñía cada mañana mientras forcejeaba con los pliegues de su túnica frente al espejo empañado del baño. “Y luego dicen que Hufflepuff es la casa ridícula. Ja. Al menos ellos no parecen caminar envueltos en cortinas.”

Los otros Slytherin ya empezaban a ignorar sus quejas diarias. Al principio lo miraban con una mezcla de consternación y una pizca de temor, pero luego, simplemente aprendieron a dejarlo despotricar mientras se acomodaban sus propias túnicas en silencio. Algunos incluso parecían divertirse con sus comentarios, en especial un niño flacucho de tercer año que a veces le ofrecía un pañuelo con sarcasmo genuino cuando Harry se quejaba de que las túnicas no estaban hechas para moverse con gracia.

Sin embargo, si había algo que lo sacaba realmente de quicio más allá del uniforme, más allá de las escaleras traicioneras y del menú “injustamente desigual” del Gran Comedor (sí, aún sostenía que Hufflepuff recibía más budín que Slytherin), era la constante, inquietante e irritantemente evidente presencia del profesor Snape.

Porque si alguien merecía un premio por “el ser humano con más expresiones de juicio silencioso por minuto”, ese era Snape. El hombre parecía tener una cámara instalada en la cabeza que se giraba automáticamente cada vez que Harry movía un dedo. No lo regañaba, no lo castigaba, ni siquiera lo señalaba directamente. No. Lo que hacía era peor. Lo miraba. Como si estuviera esperando. Analizando. Desmenuzando cada uno de sus movimientos con una paciencia sádica y un rictus que a Harry le provocaba ganas de lanzarle el caldero encima.

Y lo peor de todo era que ni siquiera podía devolverle la mirada. Hadrian había sido claro en su advertencia: “Nunca lo provoques. Y jamás, jamás lo mires a los ojos. Ni a él, ni al director.”

Ah, el director.

Harry ya no sabía cuántas veces se había encontrado a Dumbledore en situaciones inusuales, pero el número crecía con preocupante velocidad. Una vez en el pasillo cerca de la torre de Astronomía, otra junto a la entrada del ala de enfermería, y la peor, aquella vez que salió del baño y lo encontró de pie justo frente a la puerta como una aparición fantasmal de barba y color pastel. Si no fuera por Naga, que siseó un suave “No estás solo, cría. Un hombre te espera afuera”, probablemente habría gritado.

Había tenido que improvisar. Y rápido.

“¡Oh, director! Qué… absolutamente nada extraño es encontrarlo aquí, en este pasillo solitario, justo a esta hora en la que nadie más está. ¿Caminando? ¿Meditando? ¿Es parte del tour misterioso de Hogwarts?”

La sonrisa del director fue tan dulce como vacía. Y su mirada, aunque no se cruzó con la de Harry directamente, pesaba. Demasiado.

Había tenido que fingir urgencia por regresar a clase, sonreír con esa expresión encantadora que Hadrian le enseñó a usar cuando no quería que notaran sus intenciones, y prometer vagamente que “algún día” lo visitaría. Claro, cuando no estuviera fingiendo que tenía deberes, compromiso con sus compañeros, deberes con el jefe de casa, problemas existenciales, la necesidad urgente de cepillarse los dientes por cuarta vez al día, o lo que sea que pudiera usar para no estar a solas con Dumbledore.

Ojos que no miran al director, alma que no se corrompe. Ese era su nuevo mantra. Cortesía de Hadrian, por supuesto.

A pesar de todo, y por mucho que se quejara, había algo casi adictivo en Hogwarts. Era peligroso, sí, pero también fascinante.

Y mientras los demás lo tachaban de quejumbroso, de arrogante, de creído, Harry simplemente sonreía para sus adentros, observando cómo el castillo reaccionaba a su presencia, cómo los adultos lo vigilaban demasiado y cómo los rumores no cesaban ni un segundo.

⫘⫘⫘⫘⫘⫘

El aula de Historia de la Magia olía a pergamino viejo, tiza seca y una pizca de desesperanza acumulada. Las ventanas estaban cerradas pese a la temperatura agradable del exterior, y el aire se sentía cargado, denso, como si el aburrimiento mismo hubiera tomado forma y flotara entre los bancos polvorientos, dispuesto a abrazar a cada estudiante apenas cruzaba el umbral. La figura fantasmal del profesor Binns ya se encontraba flotando delante del aula, moviéndose con la elegancia sin vida que solo un fantasma podía ostentar, hojeando papeles con una parsimonia tan exasperante que parecía un embrujo diseñado para poner a prueba la paciencia de los vivos.

Harry entró con paso despreocupado, el uniforme ligeramente desordenado —la túnica torcida sobre un hombro, la corbata aflojada apenas lo suficiente como para irritar a los prefectos, y los cordones de los zapatos milagrosamente desatados sin que tropezara ni una vez—. Llevaba el cabello tan despeinado como siempre, y arrastraba la mochila como si fuera un accesorio más.

Draco ya estaba sentado. Perfecto. Al fondo, en el asiento más alejado de la puerta y junto a la ventana, tal como Harry lo esperaba.

Sin mirar a nadie, con la precisión de quien ha hecho esto todos los días desde que comenzó el curso, Harry se deslizó por el pasillo con una sonrisa que solo se ensanchó al ver la expresión de resignación en el rostro de Draco. No necesitaba decirlo: ese asiento era suyo. Siempre lo había sido. Y si alguna vez alguien más intentaba reclamarlo, Harry estaba preparado para lo que fuera —derribar mochilas, distraer con preguntas incómodas o simplemente quedarse de pie detrás del asiento hasta que el intruso huyera por incomodidad—. Había desarrollado una técnica inigualable para sentarse junto a Draco sin importar la materia, el lugar o la resistencia de terceros. Pansy ya lo sabía. Blaise lo había entendido en silencio. Incluso Goyle, con toda su confusión crónica, había comprendido que ese territorio estaba marcado.

Harry dejó caer la mochila con un golpe sordo y se sentó de un solo movimiento, lanzando a Draco una sonrisa ladeada y absolutamente cargada de insolencia.

“Buenos días, solecito. ¿Dormiste bien o soñaste con mi encantadora presencia otra vez?”

Draco soltó un resoplido digno de un dragón irritado. El rubor que empezó a subirle por el cuello, sin embargo, contradecía la dureza de su mirada.

“¿Podrías no hablarme así a primera hora? Es insoportable. Eres insoportable.”

“Vaya, qué halago tan refinado. ¿Así saludas a todos los que te escogen como su lugar preferido del día?” Harry se apoyó sobre su brazo, ladeando la cabeza para observarlo con descaro, como si la clase fuera un simple fondo borroso y Draco fuera el único espectáculo digno de atención.

Draco chasqueó la lengua y apartó la mirada hacia la ventana, intentando ignorar la manera en la que Harry lo miraba. Pero su nuca ardía. Siempre lo hacía. Como si cada mirada de Potter le subiera la temperatura corporal dos grados y le revolviera el estómago en una mezcla entre incomodidad y un sentimiento que prefería no nombrar. Y lo peor —lo peor— era que Harry lo sabía. Lo sabía y lo usaba.

“¿Podrías, por una sola vez, prestar atención a clase?” murmuró Draco sin girarse, fingiendo mirar el jardín que se asomaba por la ventana. “No sé cómo lo haces, pero es irritante. Eres de los que no escuchan nada, y aun así levantas la mano y das respuestas perfectas. ¿Tienes un pacto con los demonios o simplemente naciste insoportablemente brillante?”

Harry entrelazó los dedos y estiró los brazos sobre la mesa, como si estuviera en su sofá favorito, listo para ver un espectáculo.

“¿Tú crees que si hago un pacto con demonios, debería pedir más que sobresalientes en las redacciones? Tal vez un dragón como mascota. O un trono en la sala común. ¿Tú qué opinas, Draco? Tú pareces tener experiencia con la grandeza.”

El rubor ya estaba claramente extendido por las mejillas de Draco, pero se negó a darle más terreno. Lo fulminó con la mirada, los ojos grises brillando con esa mezcla de fastidio y orgullo herido que parecía adornarlo cada vez que hablaban.

“Lo único que tengo experiencia es en soportarte. Día tras día. Clase tras clase. Como una maldición pegajosa que no se quita ni con agua bendita.”

“Qué romántico”, respondió Harry con fingida emoción, apoyando la barbilla en su mano y pestañeando lentamente. “¿Piensas escribir eso en una carta? Lo pondré en mi álbum de recuerdos junto a la vez que me empujaste en Astronomía para que no te robara tu telescopio.”

“No te empujé, tropezaste como un bárbaro.”

“¿Y por qué había una pierna misteriosamente en mi camino, señor Malfoy?”

“Estabas ocupando mi espacio vital.”

“Tu espacio vital es sospechosamente idéntico al mío. Por eso me instalo aquí, para ayudarte a reconocer los límites.”

Draco apretó los labios, cruzó los brazos y se encogió ligeramente en su asiento, sin dejar de mirarlo con los ojos entrecerrados. Era tan frustrante. Tan desesperante. Harry no hacía nada y lo sacaba de quicio. No prestaba atención, no tomaba notas completas —las garabateaba a medias mientras le lanzaba comentarios absurdos a media clase—, y sin embargo siempre tenía la respuesta correcta, la observación justa, la teoría precisa. Era como si el conocimiento simplemente se le resbalara a través del cabello desordenado y cayera mágicamente sobre su lengua.

Y Draco, que estudiaba con disciplina, que se tomaba las clases en serio, que subrayaba con colores distintos las fechas importantes, simplemente no lo soportaba.

Ni soportaba que Harry lo mirara tanto.

Porque sí, lo miraba. No con burla. No con odio. Lo miraba con esa seguridad molesta, con esa intensidad descarada, como si no tuviera ningún reparo en dejar claro que estaba más interesado en sus reacciones que en las guerras goblin que Binns intentaba explicar sin emoción alguna.

“¿Sabes que si me sigues mirando así, van a pensar que sucede algo entre nosotros?” masculló Draco por lo bajo, sin saber bien por qué lo decía, pero con el ceño fruncido.

Harry rió suavemente, un sonido bajo, insolente, que vibró más de lo que Draco hubiera querido admitir.

“¿Eso es una insinuación? Porque si lo es, voy preparando mi propuesta de matrimonio. ¿Prefieres que me arrodille en el Gran Comedor o en una celda de castigo después de que nos atrapen por besarnos en clase?”

Draco le lanzó una mirada cortante, pero Binns seguía hablando sin pausa sobre rebeliones goblin del siglo XIII, sin que nadie le prestara verdadera atención. El murmullo de fondo, los bostezos, el sonido de plumas arañando pergamino... todo parecía perderse en ese pequeño universo de dos que, sin siquiera tocarse, parecían empujar sus límites constantemente.

Harry, con un suspiro exagerado, volvió a mirar al frente, aunque solo en apariencia. De reojo, todavía veía el perfil de Draco, las manos cruzadas sobre el pupitre, el ceño fruncido con concentración fingida, los mechones rubios que caían perfectamente ordenados, como si la arrogancia misma se tejiera en su cabello.

Y entonces, con voz suave, apenas un susurro, murmuró:

“Seriamos excelentes compañeros, Malfoy.”

Draco se tensó como una cuerda. Pero no respondió. No porque no tuviera una réplica mordaz. Sino porque, por una extraña y alarmante razón, no supo cuál de todas las que cruzaron su mente no sonaba como una confesión.

Y Harry lo supo. Por supuesto que lo supo.

La voz de Pansy se colaba en el pasillo como el zumbido de una abeja encerrada en un frasco de cristal. No era aguda ni molesta, pero sí constante, como una marea que golpea suavemente la roca una y otra vez hasta desgastarla. Draco, a su lado, asentía con una sonrisa ligera, cruzado de brazos, con la cabeza ladeada hacia ella mientras fingía desinterés y, sin embargo, dejaba entrever una curiosidad sincera en cada gesto. Al parecer, la nueva edición de Corazón de Bruja que Pansy había recibido esa mañana contenía una entrevista a Celestina Warbeck y, por algún motivo que escapaba a toda lógica de Harry, eso los había mantenido hablando todo el trayecto desde que Binns los dejo ir hasta las mazmorras.

Harry caminaba unos pasos adelante, con las manos en los bolsillos de su túnica, sin intención de apurarse. El murmullo entre Draco y Pansy le llegaba entrecortado, salpicado por el eco de sus propios pasos, más pesados que los del resto. No era raro ver a Draco tan libre, con los hombros relajados y una especie de brillo burlón en los ojos. Generalmente, era una criatura de miradas medidas y posturas rígidas, siempre atento a cómo era percibido, a quién estaba cerca, a qué se esperaba de él. Pero con Pansy, ese control disminuía, como si, por un momento, olvidara las exigencias de su apellido.

Qué raro se ve cuando se ríe sin mirar a los lados primero, pensó Harry, apoyando la espalda contra la pared de piedra rugosa justo antes de llegar al aula de Pociones. Las antorchas hechizadas parpadeaban con un crepitar suave a lo largo del pasillo húmedo y gris. Era una de las zonas más frías del castillo, y sin embargo, Harry no se encogía. El frío le gustaba. Le ayudaba a mantener la mente enfocada.

No tardaron en llegar los demás Slytherin, ninguno arrastrando mochilas como Harry siempre hacía, bostezando algunos, con los uniformes impecables y las expresiones neutras, educadamente desinteresadas. Se colocaron en hilera, como si obedecieran a un ritual silencioso: esperar a que Snape abriera la puerta, no decir una palabra más alta que otra, y no llamar la atención a menos que fuera para destacar. Theodore se deslizó junto a Harry, aunque sus ojos no se apartaban de Draco, que aún hablaba con Pansy mientras sacudía una gota invisible de su túnica.

Apenas pasaron diez minutos antes de que se escuchara el estruendo.

El inconfundible trote torpe de los Gryffindor se acercaba, desorganizado, vibrando por el suelo como una estampida mal coordinada. Harry se inclinó hacia adelante, apoyando las manos sobre sus rodillas, mirando hacia el extremo del pasillo con el mentón inclinado, ladeando un poco la cabeza. Era como ver llegar una tormenta de colores mal combinados: bufandas escarlatas mal anudadas, mochilas tambaleantes y voces demasiado altas para esa hora de la mañana. Al frente, como siempre, iba Ronald Weasley, el autoproclamado líder de su año, con las mejillas rojas y el pecho inflado de esa seguridad con la que solo caminan los tontos o los valientes.

Harry no hizo ningún gesto. Ni una sonrisa, ni una mueca, solo observó en silencio mientras el grupo de Gryffindor se alineaba al otro lado del pasillo. Sus miradas cruzadas eran una costumbre a esa altura del curso. Pero lo que para algunos era tensión entre casas, para Harry era apenas una escenografía que veía repetirse como una obra ya memorizada. A él no le molestaba que Weasley lo detestara; no lo entendía, claro, pero tampoco era algo que le quitara el sueño. Lo que sí le molestaba —o le incomodaba, quizá, en un lugar que no sabía cómo nombrar— era lo rápido que Draco se tensaba cada vez que el pelirrojo aparecía.

Ronald no tardó en decir algo. Siempre era así. Una burla mal disfrazada de broma, un comentario sobre “la pandilla de serpientes” o un gesto exagerado hacia las túnicas verdes. Esta vez, apuntó directo a Harry con una sonrisa burlona:

“Vaya, si no es el Slytherin estrella. ¿No tienes ya una silla en la oficina de Snape con tu nombre grabado, Potter?”

Harry no respondió. Ni siquiera parpadeó. Lo único que hizo fue levantar una ceja, sin molestarse en quitar las manos de sus rodillas. Pero Draco dio un paso al frente.

“No necesita una silla,” soltó, cruzando los brazos. “A diferencia de ti, porque escuche que en tu familia la usan también como cama. Deben de estar muy necesitados en esta época del año.”

Blaise se echó a reír con ese tono entre grave y musical que siempre sonaba más adulto de lo que correspondía. Finnigan frunció el ceño, Thomas se adelantó a medias, y Weasley dio un paso más al frente.

“¡Por lo menos no necesito pagarle a la mitad de Hogwarts para que finjan que me soportan, Malfoy!”

Draco alzó las cejas con fingida sorpresa. Se llevó una mano al pecho, teatral.

“¿Soportarme? ¿Estás diciendo que no es encanto natural? Me rompes el corazón. Pero, dime, ¿no deberías estar lustrando las botas de los profesores para ganarte la cena de esta noche?”

Blaise rió bajo, sin molestarse en disimularlo. Dio un paso hacia adelante y se colocó al lado de Draco, los brazos cruzados con esa languidez elegante que lo caracterizaba.

“Cuidado, Draco,” comentó con voz baja, pero perfectamente audible. “Si le haces llorar, probablemente no tenga ni pañuelos.”

El grupo de Slytherin soltó unas risas contenidas, aunque Millicent y Theo solo desviaron la mirada. Crabbe y Goyle, por su parte, emitieron un par de gruñidos que pretendían ser carcajadas.

Weasley apretó los puños. Las orejas se le encendieron con ese rojo oscuro tan distintivo que le subía del cuello cada vez que perdía los estribos.

“No necesito dinero para ser mejor que ustedes dos,” escupió, con un temblor en la voz que delataba que no estaba ganando esta batalla. “Prefiero ser pobre antes que un arrogante hijo de papá.”

Draco no se inmutó. En cambio, bajó la mirada a las botas perfectamente pulidas que llevaba puestas y dio un paso adelante, ladeando la cabeza con frialdad.

“¿Pobre y orgulloso? Qué adorable. Aunque no estoy seguro de si hablas de tu situación financiera o de tu dieta, porque estás tan flaco que podrías esconderte detrás de una pluma de hipogrifo.”

“¡Cierra la boca, Malfoy!”

La voz fue de Seamus, que se había adelantado sin pensarlo demasiado, con los hombros tensos y la mirada encendida. Dean se movió justo detrás de él, con los labios fruncidos.

Dean apuntó a Blaise con la barbilla.

“¿Y tú qué te ríes? ¿Te hace falta que alguien te explique lo que significa tener respeto?”

Blaise, impasible, miró a Dean como si le acabaran de hablar en gobbledegook.

“Respeto se gana, Thomas. No se exige a gritos por alguien que colecciona jerséis remendados.”

Seamus dio un paso más, pero fue retenido por Dean, que colocó una mano firme en su pecho. Ron parecía a punto de lanzar algo, cualquier cosa, palabras o puños, lo que fuera que saliera primero. Pero antes de que pudiera moverse, la atención se desvió repentinamente por el siseo venenoso de otra voz, una que, en tono y filo, parecía hecha para escupir veneno con gracia. Algo que solo Pansy parecia lograr con facilidad.

“¿Miren quién viene ahí? Nuestra pequeña enciclopedia con patas.”

Hermione Granger, que se había mantenido al margen, observando desde una distancia prudente, levantó la mirada de su libro, sorprendida de ser incluida en el ataque. Detrás de Pansy, Daphne sonrió con frialdad, como si hubiera estado esperando este momento con impaciencia.

“¿Has leído algo nuevo, Granger?” preguntó Daphne, con los brazos cruzados y un tono dulce y repulsivo. “Tal vez un manual de cómo fingir que alguien quiere sentarse contigo en el comedor.”

Pansy dio una risita baja y se acercó apenas unos pasos, sin dejar de mirar a Hermione con esos ojos entornados que no escondían el desprecio.

“O quizás uno sobre cómo peinarte como una persona civilizada. Porque, de verdad, cada vez que te vemos parece que te ha explotado un encantamiento en la cabeza.”

Hermione cerró su libro lentamente, con movimientos medidos. No dijo nada. Sus ojos oscuros estaban clavados en Pansy con una calma tensa que Harry reconocía bien. Era la clase de silencio que precedía a una tormenta o a una frase que se clava más hondo que cualquier grito.

Pero antes de que hablara, Daphne volvió a abrir la boca.

“Es una lástima que con toda tu inteligencia no hayas aprendido algo útil. Como, no sé, tener dignidad. O estilo. Pero, claro… naciste sin eso, ¿verdad?”

Harry miró a Hermione. Había una rigidez en su mandíbula que le hizo pensar en una cuerda a punto de romperse. Ella respiraba despacio, por la nariz, sin bajar la vista. Sus dedos seguían cerrados alrededor del lomo del libro, ahora con fuerza. A su lado, Neville parecía debatirse entre intervenir o simplemente disolverse en la piedra del castillo. El miedo le temblaba en la comisura de los labios.

Harry se incorporó despacio. No porque quisiera intervenir, sino porque estaba aburrido de estar encorvado. Sabía que Blaise y Draco podían manejar la situación sin su ayuda. De hecho, Draco parecía más que encantado con la oportunidad de dejar en ridículo a Weasley. Su voz era afilada, precisa, casi teatral, y no disimulaba la satisfacción que le producía que cada palabra hiciera que el rostro de Ron se volviera más rojo.

Le encanta esto, pensó Harry, mirando de reojo el perfil de Draco mientras hablaba. Le encanta verlos rabiar. Le encanta tener razón. Le encanta ser quien sabe qué decir cuando todos están en silencio.

Y lo cierto era que sí. Draco brillaba en esos momentos, con el mismo brillo cruel que emana de un anillo de plata perfectamente pulido al sol. Su arrogancia era ofensiva y, al mismo tiempo, admirable. No tenía que gustarte Draco Malfoy para saber que era alguien que no pasaba desapercibido. Y a Harry, por más que intentara fingir indiferencia, eso le gustaba.

La puerta del aula se abrió con un chasquido seco que cortó la tensión como un cuchillo afilado.

Snape apareció en el umbral, negro, alto, y con el rostro aún más sombrío de lo habitual.

“¿Se puede saber qué clase de desfile ridículo es este? Entren. Ahora. Antes de que decida descontar cincuenta puntos a cada uno por idiotas.”

Los estudiantes se movieron con rapidez, la mayoría en silencio. Draco giró sobre sus talones con elegancia arrogante y entró el primero, con la cabeza en alto. Pansy bufó con disgusto y entró primero. Blaise fue el siguiente, no sin antes lanzar una última mirada a Dean, una especie de advertencia sin palabras.

Harry se detuvo justo antes de pasar junto a Draco y, sin decir palabra, le sonrió.

Una sonrisa tranquila, desinteresada, pero que a Draco le revolvió algo bajo la piel. Lo vio, fruncir los labios, desviar la mirada con fastidio, y apretar la correa de su mochila al entrar al aula.

Ron murmuraba por lo bajo, aún rojo como un tomate, mientras Seamus le palmeaba el hombro. Hermione tardó en moverse, pero lo hizo con paso firme.

La puerta del aula de Pociones se cerró sola con un clic sonoro, como si la piedra misma se encargara de sellar el aire tras ellos. Las antorchas parpadearon tenuemente al ser agitadas por la corriente que quedó flotando tras el paso de Severus Snape, quien se deslizó hacia el frente del aula con esa especie de gracia severa y afilada que lo hacía parecer parte de la arquitectura misma. La túnica negra le ondulaba detrás como si estuviera animada por voluntad propia, y su rostro, habitual portador de indiferencia o desdén, se mostraba más sombrío que nunca.

Se volvió hacia la clase sin levantar la voz, aunque el solo peso de su presencia bastó para que hasta los cuchicheos más bajos se extinguieran como velas en tormenta.

“Hoy abordaremos la preparación de una poción que, a pesar de su aparente sencillez, requiere precisión, delicadeza… y más inteligencia de la que muchos de ustedes han demostrado tener hasta ahora.”

Al decir esto, su mirada barrió brevemente a los Gryffindor, y se detuvo, aunque por apenas una fracción de segundo, en la figura tensa de Weasley. Luego se volvió hacia la pizarra, alzó su varita, y de su extremo brotaron palabras trazadas con una caligrafía tan meticulosa como amenazante.

Infusión Reposante.

Propósito: Disminuir síntomas de fatiga mágica leve y regular el sueño tras exposiciones a fuentes mágicas prolongadas.

Ingredientes:

  • 3 hojas de valeriana
  • 2 raíces de asfódelo
  • Agua destilada
  • 1 pizca de polvo de piedra lunar
  • Una gota de extracto de menta glacial
  • Mezclar en dirección antihoraria. No hervir.

Mientras Snape escribía, los Slytherin ya intercambiaban miradas. No palabras. Apenas movimientos breves, miradas sesgadas, cejas que se arqueaban casi imperceptiblemente, sonrisas que se dibujaban en un solo lado de la boca. Harry no necesitó ver más que el perfil de Draco para entender que algo se estaba gestando. El rubio tenía los ojos ligeramente entornados, como si se divirtiera armando un rompecabezas en su mente. Detrás, Blaise estaba completamente inclinado hacia delante, los brazos cruzados sobre la mesa, y su sonrisa no se molestaba en esconder el veneno.

Ya están tramando algo, pensó Harry, conteniendo el suspiro. No necesitaba confirmación, la reconocía en la forma en que Daphne jugaba con la punta de su pluma, en cómo Pansy torcía la boca hacia Hermione cada vez que esta escribía una línea más. Lo llevan en la sangre. Es como si en Slytherin te enseñaran a conspirar antes de aprender a conjurar un Lumos.

Harry se enderezó en su silla, ajustando el pergamino y tomando su pluma con firmeza. Si Draco no iba a prestarle atención a la clase, entonces él sí lo haría. Con más ahínco. No porque quisiera demostrar algo para sí mismo, sino porque, al final, Draco volvería a él al caer la tarde, fingiendo aburrimiento o indiferencia, preguntando entre líneas qué se había hecho en clase. Y Harry estaría preparado.

Así hacen los amigos. O eso veo que hacen los demás. Y si Hadrian quiere que me acerque a Draco, entonces tengo que hacerlo bien.

Tal vez, solo tal vez, si hacía suficiente, si se esforzaba más, si demostraba que estaba dispuesto a trabajar por algo, Hadrian se daría por satisfecho. Tal vez respondería. Por fin.

Snape se volvió hacia ellos.

“Los ingredientes están listos en el almacén. La receta está frente a ustedes. No hay excusa para errores. Comiencen.”

Se produjo un movimiento contenido pero inmediato. Los estudiantes se pusieron de pie, algunos con más entusiasmo que otros. Los Gryffindor se dirigieron en línea recta hacia el almacén, pero el espacio era estrecho, y como en cada clase mixta, hubo empujones, pisotones accidentales —y no tan accidentales—, y pequeños forcejeos disfrazados de tropiezos.

Ron murmuró algo cuando Blaise lo empujó con el codo, y Vicent masculló un insulto que Snape ignoró por completo.

Una vez de vuelta en las mesas, los calderos comenzaron a burbujear con los primeros toques de magia. Las hojas de valeriana caían con suavidad, mientras el polvo de piedra lunar brillaba tenuemente en los bordes metálicos. Hermione, como siempre, llevaba un ritmo exacto, midiendo y removiendo con movimientos perfectamente acompasados. Harry también seguía con atención cada paso, leyendo y releyendo cada línea por si Draco decidía aparecer con preguntas.

Pero entonces lo notó.

Daphne se inclinó hacia su caldero, aunque no introdujo ningún ingrediente. Murmuró algo sin varita, una palabra suave que apenas se distinguía del sonido del burbujeo. Luego, con disimulo, dejó caer algo en el caldero que no pertenecía a la receta. Un polvo pálido. Casi invisible. Acto seguido, intercambió una mirada fugaz con Pansy.

No fue la única.

Blaise, sin alterar su compostura, dejó caer una gota oscura en el caldero de Dean Thomas mientras fingía que estornudaba. Millicent, torpe por naturaleza, fingió un tropiezo que terminó con parte del contenido de su frasco vertido sobre el caldero de Neville.

Y antes de que nadie pudiera reaccionar, los resultados se manifestaron.

Un estallido agudo, seguido de una columna de humo plateado y chispas verdes, emergió del caldero de Hermione. El olor a pelo quemado se extendió con rapidez. Hermione gritó, llevándose las manos al cabello, donde mechones enteros se enroscaban en espirales oscuras, achicharrados. Sus ojos estaban abiertos de par en par, brillosos, la respiración entrecortada.

Pansy no tardó ni un segundo. “Oh, vamos, ¿eso era su cabello? Yo juraba que era paja de escoba.”

Daphne se llevó una mano a la boca, fingiendo compasión, aunque su voz no dejó lugar a dudas.

“Tal vez así te presten atención. Quién sabe, Granger. Podrías empezar una nueva moda: quemadura mágica como símbolo de intelecto fallido.”

Hermione no respondió. Solo apretó los labios, los ojos húmedos pero firmes, mientras Seamus y Dean la rodeaban, intentando ayudarle a limpiar su rostro del polvo iridiscente.

Los otros calderos también colapsaron. El de Neville hirvió de forma agresiva hasta desbordarse. El de Ron se volvió negro, espeso como alquitrán. Incluso el de Parvati desprendió un olor ácido que hizo que varios retrocedieran.

Snape se acercó con rapidez, el rostro duro como piedra.

“¿Qué es esta porquería?” Su voz atravesó el aula como una daga. Examinó los calderos arruinados, uno por uno. No dijo palabra por varios segundos, pero todos sabían que estaba furioso. Su silencio tenía filo.

“Cuarenta puntos menos para Gryffindor. Todos ustedes, los que no tienen una poción presentable, se quedarán sin nota.”

Ron alzó la voz con desesperación. “¡Nos sabotearon! ¡Los Slytherin nos arruinaron la poción!”

Snape lo miró como si acabara de oír el delirio de un loco. “¿Tienes pruebas, Weasley? ¿Testigos fiables? ¿Registros mágicos de manipulación? ¿No? Entonces siéntate y acepta las consecuencias de tu incompetencia.”

Ron se hundió en su asiento, rojo hasta la raíz del cabello.

Snape giró entonces hacia la fila donde estaba Harry. Alzó una ceja.

“¿Y ustedes?”

Harry levantó el frasco de su poción con ambas manos. El líquido era de un azul claro, traslúcido, con una ondulación suave que brillaba bajo la luz de las antorchas.

“La poción está completa, profesor.”

Snape la tomó, la olió brevemente, y asintió sin cambiar la expresión.

“Correcta.”

Draco, a su lado, lo miró por primera vez en toda la clase. Una mirada que no era burla ni desprecio. Era una mezcla de extrañeza y algo más velado, como si intentara descifrar algo en el rostro de Harry y no estuviera del todo seguro de lo que estaba viendo.

Harry no dijo nada.

Solo se sentó recto, mirando al frente, sintiendo cómo, poco a poco, la tensión abandonaba sus hombros.

No importa si Draco lo notó o no, pensó. Hadrian sí lo hará. Tal vez esta vez sí.

Sus cartas seguían sin respuesta. Y Draco seguía mirándolo, como si ya no supiera del todo en qué lugar poner a Harry dentro de su mundo.

La sala común de Slytherin tenía esa mezcla de misterio y comodidad que podía resultar abrumadora o acogedora, dependiendo del humor con que se llegara a ella. Las paredes de piedra húmeda se alzaban en curvas irregulares, el techo alto y abovedado parecía murmurar secretos antiguos, y las luces verdes flotaban con pereza en el aire, proyectando sombras que bailaban entre los sillones de cuero oscuro y las alfombras gruesas. Aquella noche, más que nunca, el ambiente era denso, cargado de una energía que hormigueaba en la piel. Como si la propia casa supiera que Samhain se acercaba.

Harry se dejó caer —o más bien desparramar con total abandono— sobre uno de los sillones más grandes, tan cerca del fuego como podía sin parecer desesperado. Había pasado una mañana eterna entre pociones arruinadas, una comida rápida que apenas recordaba haber saboreado, y una clase doble de encantamientos en la que, para su sorpresa, había destacado más de lo que habría esperado. Aun así, estaba agotado. Cada músculo le pesaba, y no era sólo el cansancio físico. Era ese tipo de fatiga que empezaba en el pecho y se arrastraba por todo el cuerpo, envolviendo incluso los pensamientos más simples.

Podría dormirme aquí mismo, pensó con los ojos cerrados mientras el calor del fuego le acariciaba las piernas. Pero muero de hambre...

Fue mientras meditaba con resignación sobre el dilema entre comida o sueño que casi no notó la figura que se acercaba con ese andar seguro, sin prisas, como quien sabe que su presencia será siempre bien recibida. Blaise se dejó caer sobre el apoyabrazos del sillón de Harry como si estuvieran en plena conversación.

“¿Sabes qué día es hoy, Potter?” preguntó con voz baja, cargada de esa musicalidad perezosa que Blaise parecía usar por puro placer estético.

Harry abrió un ojo. “¿Martes?”

“Y tres días para Samhain,” respondió con una sonrisa que mostraba más colmillo que alegría, como si hablara de algo íntimo, oscuro y fascinante. “¿Sabes lo que eso significa?”

“¿Fiesta?”

“No una fiesta vulgar como la que celebran los de arriba con sus calabazas encantadas y fantasmas chillones. No,” dijo con un destello de desprecio que no se molestó en disimular. “Samhain es un rito. Una noche en que el velo entre nuestro mundo y el otro se vuelve delgado. Una noche de fuego, sangre, sombras… y magia antigua.”

Harry se enderezó un poco, más por cortesía que por interés. Había aprendido que Blaise podía hablar durante horas si no se le detenía, y que interrumpirlo era casi como cortar el hilo de una sinfonía. Así que asintió y lo escuchó.

Blaise continuó: “Esa noche iremos al bosque. No muy lejos, claro. Tenemos permiso. Tradición de Slytherin. Fuegos ceremoniales, máscaras, plegarias silenciosas... Algunos dejarán ofrendas. Otros simplemente observarán. Pero todos, todos sentiremos algo.”

Harry no estaba del todo seguro de si la idea le resultaba extraña o... tentadora. No era como si le hubieran ofrecido muchas veces participar en rituales. Aunque su instinto lo mantenía alerta —porque sabía que nada en Slytherin era tan simple como parecía—, la parte de él que se aferraba a cada oportunidad para integrarse no podía ignorarlo.

“¿Y todos van?” preguntó.

“Claro. Bueno, los que importan,” dijo Blaise, lanzando una mirada rápida hacia una mesa no muy lejos, como si esperara que alguien lo escuchara.

Harry también miró.

Y fue entonces que lo vio. Draco estaba sentado con Pansy. En apariencia, ambos estaban inclinados sobre un pergamino, pluma en mano, como si trabajaran en un ensayo. Pero incluso desde esa distancia, Harry podía notar la tensión en la línea de los hombros de Draco, en la forma en que su pluma estaba suspendida en el aire, sin moverse, mientras su mirada no estaba realmente en el pergamino... sino en él.

Harry no se movió. Sonrió apenas, no con burla, sino con esa expresión despreocupada y calmada que usaba cuando no quería alborotar a nadie, pero tampoco pretendía ceder terreno. Una sonrisa amable. Tranquila.

Draco frunció los labios, apretó la mandíbula y desvió la mirada con un gesto brusco. Murmuró algo a Pansy —quien rió de forma exagerada—, y de inmediato empezó a recoger sus cosas con movimientos tensos. Se levantó de un tirón, murmuró otra cosa a la chica que ya no reía, y se dirigió hacia el pasillo que conducía a las habitaciones de los chicos.

Harry, que aún escuchaba vagamente a Blaise hablar sobre máscaras, rituales y conjuros silenciosos, se puso de pie con algo parecido a la pereza y le dedicó al muchacho una despedida vaga.

“Nos vemos luego, Blaise.”

El otro parpadeó. “¿Eh? Potter, espera, aún no te dije lo de—”

Pero Harry ya se había ido.

El pasillo estaba más oscuro que la sala común, y una de las puertas al fondo estaba entreabierta, dejando escapar una tenue luz dorada. Harry se acercó con paso lento, casi medido. Al llegar, empujó la puerta con cuidado.

Lo que vio le hizo detenerse un instante.

Draco, de pie junto a su cama, sostenía su almohada con ambas manos, golpeándola con una mezcla de furia y teatralidad. Estaba imitando la voz de Harry, con un tono exagerado y afectado.

“‘¡Oh, claro, Blaise, cuéntame más sobre Samhain! ¡Qué emocionante suena todo eso!’” dijo con burla, apretando la almohada como si quisiera asfixiarla. “‘Sí, Blaise, quiero ser como ustedes, ¡aceptadme, aceptadme!’”

“¿Draco?”

El rubio se quedó helado.

Giró lentamente sobre sus talones, con la almohada aún en brazos. Una sonrisa forzada se dibujó en su rostro, tan tensa que parecía hecha de cartón.

“Potter,” dijo con voz suave. “¿Qué haces aquí?”

Harry le sostuvo la mirada por un momento. Luego bajó la vista a la almohada y levantó una ceja.

“¿Golpeabas eso porque no tenías otra cosa a mano o porque te recuerda a mí?”

Draco parpadeó, visiblemente desconcertado.

Harry avanzó con paso lento y se detuvo a pocos metros. “¿Te parece bien si hacemos la tarea de Encantamientos juntos? El profesor Flitwick elogió mucho mi pronunciación.”

Draco no respondió de inmediato. Dejó la almohada con una lentitud casi teatral sobre su cama y cruzó los brazos.

“¿Encantamientos?” preguntó con desconfianza.

“Ajá.” Harry sonrió. “Prometo no hablar de rituales paganos.”

Draco resopló y, tras una pausa, asintió. “Bien. Pero... tú no deberías ir a Samhain con ellos.”

Harry ladeó la cabeza, sentándose en la cama de Draco con la familiaridad de quien ya no se sentía intruso. “¿Por qué no? ¿Porque soy mestizo?”

Draco lo miró con algo parecido a duda. “No.”

“¿Entonces?”

El silencio se volvió espeso. Draco miró hacia otro lado, luego al suelo, luego a su cama. Finalmente, volvió a mirarlo.

“Sólo... no quiero que vayas.”

Harry se inclinó hacia él, como si buscara descubrir en sus ojos lo que las palabras no estaban diciendo.

“Está bien,” dijo al fin con suavidad. “No iré.”

Y Draco, como si acabara de ganar una batalla que no sabía cómo librar, soltó un suspiro imperceptible y se sentó junto a él. Sin decir nada más, ambos sacaron sus pergaminos y empezaron a escribir.

Pero cada tanto, cuando Harry no miraba, Draco lo observaba. No como se mira a un amigo. Ni como se observa a un rival.

Sino como se observa algo que no se sabe cómo nombrar. Algo que no encaja, pero que no se quiere dejar ir.

Y esa noche, por primera vez, Harry supo —con una claridad que le dolió— que a veces las sonrisas pueden doler más que las palabras no dichas.

Chapter 21: Octubre

Summary:

Samhain, Hallowen y trolls, ¿Qué mas podría pasar en una sola noche?

Chapter Text

La mañana del 31 de octubre amaneció con una tibia bruma flotando sobre los terrenos de Hogwarts. El cielo tenía ese color perla que anuncia lluvias ligeras, y el Gran Comedor, con su techo encantado reflejando la opaca atmósfera, parecía envuelto en un susurro melancólico que contrastaba con el bullicio estudiantil. Calabazas flotantes lanzaban destellos suaves, anunciando la festividad de Halloween. Los niños reían, intercambiaban dulces, hablaban sobre los planes para la noche, ajenos a que en un extremo de la mesa de Slytherin, Harry estaba dejando de escuchar todo a su alrededor.

Desde hacía semanas, Harry había aprendido a dominar la expresión de su rostro como una barrera perfecta entre él y el resto del mundo. Ni una ceja alzada, ni un suspiro. Solo ese gesto tranquilo que rozaba la insolencia. Pero por dentro, la espera le estaba royendo los huesos. Desde septiembre, Hadrian no le había escrito ni una sola línea. Ni una, repitió mentalmente con una mezcla de enfado y decepción que no lograba sacudirse ni durmiendo. Ni siquiera cuando Dev, con su usual tono cauteloso y comentarios dudosos, le mandó un par de cartas durante el mes, Hadrian fue mencionado. Como si simplemente… no existiera. O peor, como si Harry no existiera para él.

Así que cuando dos lechuzas descendieron desde el cielo del Gran Comedor y volaron con una precisión casi teatral hacia donde él estaba, Harry parpadeó. Una de las aves era grande, de plumaje blanco puro y resplandeciente como la nieve recién caída. Tan majestuosa, tan perfectamente blanca, que causó una reacción inmediata: un grupo de chicas de primero, entre ellas Pansy y Daphne, soltaron grititos de sorpresa y se giraron en sus asientos, embelesadas. La otra lechuza, más pequeña y discreta, llevaba la carta que Harry reconoció de inmediato. Hadrian. Por fin.

“¿Puedo acariciarla, Harry?” preguntó Daphne, con los ojos brillantes mientras la lechuza nival se posaba delicadamente junto a su plato, alzando la cabeza con una elegancia casi ofensiva.

Harry, con el ceño levemente fruncido, asintió sin entusiasmo mientras tomaba la carta de la otra lechuza, sin siquiera agradecerle.

“No te va a arrancar los dedos ni nada. Supongo que sí,” murmuró, con la voz arrastrada por el fastidio. Ni siquiera fingía amabilidad.

Theodore, que hasta entonces solo observaba, se inclinó un poco más cerca. “Tiene… ¿eso es un collar de diamantes?” soltó, con los ojos tan abiertos que parecía que iban a caérsele de la cara.

La frase hizo efecto como un encantamiento explosivo. Todos alrededor se inclinaron de golpe hacia la lechuza, que —como si supiera que era el centro de atención— estiró el cuello y movió las alas con teatralidad. El collar brilló bajo la luz flotante del Gran Comedor: finas piedras engarzadas en una cinta negra que realzaba aún más el blanco inmaculado de sus plumas.

Harry ya no los escuchaba. Su atención estaba clavada en la carta, con las manos un poco temblorosas por la anticipación contenida. La desdobló con rapidez, ansioso por alguna frase que explicara su ausencia. Vamos, Hadrian… di algo, aunque sea una excusa mala. Di que estuviste enfermo, que te atraparon en algún país sin lechuzas. Di algo.

Pero no había nada de eso. La carta era insultantemente breve.

Harry,

Ella se llama Hedwig. Es tuya ahora.

Es posible que nos veamos esta noche. Estaré ansioso de escuchar cómo van las cosas con Draco.

—Hadrian.

Solo eso. Sin disculpas. Sin explicaciones. Sin un “lo siento” por las semanas de vacío. Harry sintió un nudo amargo formarse en la garganta. La carta fue doblada con una brusquedad casi violenta y metida a empujones en su mochila. Si alguien hubiera intentado mirar el contenido, probablemente le habría mordido la mano.

¿Eso fue todo? ¿Ni siquiera un “cómo estás”? ¿Y pensó que podía regalarme una lechuza vanidosa y todo estaría bien? Fantástico. Totalmente en su línea… pensó, sin poder controlar la pequeña punzada de decepción que sintió en el estómago.

“¿De quién es?” preguntó Daphne, aún acariciando a Hedwig con reverencia.

“De Hadrian,” respondió Harry con desdén, como si el nombre no significara absolutamente nada para él. Se acomodó con exagerada pereza en el banco, cruzando los brazos. “Me la acaba de regalar. Aunque supongo que ustedes van a hablar más con ella que yo.”

“¿Tu tío Hadrian?” intervino Tracey, ladeando la cabeza con curiosidad.

Harry resopló con una sonrisa torcida, que claramente no era amigable. “No, el otro Hadrian. Ese que vive en la torre de Astronomía y da clases de levitación. ¿Tú qué crees, Davis?”

La niña lo miró con enfado, pero Harry ya había girado el rostro para observar otra cosa. O mejor dicho, a alguien.

Draco, que estaba sentado a pocos lugares de distancia, había dejado de fingir que no estaba interesado en la escena. Ahora tenía una mano sobre la cabeza de Hedwig, acariciándola con una suavidad que claramente no esperaba que nadie notara, pero que no se esforzaba mucho en ocultar tampoco. Sus dedos rozaban las plumas del ave con un cuidado peculiar, casi reverente. Y Hedwig, como si comprendiera la importancia del gesto, bajó la cabeza orgullosa, haciendo que las piedras de su collar atraparan aún más la luz. Las chicas soltaron un nuevo suspiro.

Pansy, embelesada, murmuró como si fuera una reina en presencia de un dios: “El señor Peverell tiene un gusto exquisito.”

“Exquisito,” repitió Millicent, casi como un mantra.

Y así, una pequeña legión de niñas Slytherin empezó a elogiar a Hadrian como si fuera una figura mitológica descendida en forma de lechuza de lujo. Harry se reclinó en su sitio con una sonrisa insolente que ocultaba perfectamente lo mucho que le irritaba el giro de los acontecimientos. Su humor ya era pésimo, y la constante lluvia de halagos a un Hadrian que él quería arañar en ese instante no ayudaba.

Los niños, ahora contagiados por la curiosidad, empezaron a lanzarle preguntas: ¿Por qué había tardado en comunicarse con Harry?, ¿Qué más le había regalado?, ¿Qué tan millonario era?, ¿Podían conocerlo? Harry les contestaba con frases tan secas y cortantes como un témpano.

Fue Draco quien puso la primera astilla real.

“No sé,” dijo en voz lo suficientemente alta para que Harry lo oyera, “pero ponerle un collar de diamantes a una lechuza… es excesivo, ¿no crees?”

Y Harry se giró. Muy despacio. Sus ojos, de un verde punzante, se clavaron en Draco como dos cuchillas disfrazadas de sonrisa. La voz que usó fue la más educada que Harry había escuchado jamás en su vida… y eso solo lo hizo peor.

“¿Tienes algún problema, Malfoy?” preguntó con una mordacidad tan afilada que partió el ambiente en dos. El silencio fue inmediato. Como si alguien hubiera pulsado un hechizo de silencio total. Nadie se movió. Nadie respiró.

Porque Harry nunca lo llamaba así. Nunca. Ni en broma.

Draco se quedó quieto, su mano aún sobre la cabeza de Hedwig. Su rostro, antes tranquilo, ahora tenía una tensión extraña en la mandíbula, como si hubiera querido responder… pero no pudiera. O no supiera cómo. Sus ojos se fijaron en los de Harry con algo que no era enfado, pero tampoco resignación. Era otra cosa. Más complejo.

Harry sostuvo la mirada por unos segundos, y luego, con un suspiro audible, rompió el contacto visual y se volvió hacia su plato.

“Lo que me faltaba,” murmuró en voz baja, “ofender al principito.”

Y entonces, como si el encantamiento se rompiera, el murmullo volvió, primero tímido y luego como una ola creciente.

Pero en la cabeza de Harry solo resonaba una frase: Nos veremos esta noche.

Todos estaban aún sacudiéndose del escándalo de la lechuza con collar de diamantes cuando llegó la siguiente sorpresa del día: el director Dumbledore, en una de sus tan extrañas como bienvenidas decisiones, había anunciado que las clases terminarían antes de lo habitual. La noticia se esparció como fuego entre las mesas del Gran Comedor. Fue casi como si un encantamiento de euforia ligera envolviera a todos los alumnos, produciendo una pequeña sinfonía de suspiros aliviados, cuchicheos emocionados y risitas cómplices entre los estudiantes más traviesos que ya planeaban qué hacer con las horas libres que les acababan de regalar.

Todos... menos Harry.

Él no rió. No se giró hacia sus compañeros para compartir sonrisas cómplices ni especulaciones sobre posibles excursiones no autorizadas a los terrenos prohibidos. Apenas movió un músculo. La noticia le resbaló como agua sobre un tejado, atrapado como estaba en el nudo espeso que tenía en la garganta desde que leyó la escueta, casi cruelmente breve carta de Hadrian. Porque claro, por supuesto, su adorable y siempre ausente Hadrian no solo no se disculpaba, sino que además tenía la audacia de aparecer como si nada... como si no hubiera ignorado todas las cartas de Harry durante más de un mes.

Y para colmo, le mandaba una lechuza blanca con un maldito collar de diamantes.

La mandó a la lechucería sin una pizca de ternura en la voz, sin siquiera mirarla a los ojos. Su tono fue cortante, casi ácido. Hedwig batió sus alas y se elevó en silencio, como si entendiera que no era el momento de hacerse la adorable.

“Pobrecita…” se atrevió a murmurar Pansy, quien había estado acariciando a la lechuza hasta hacía un segundo. “¿Por qué le hablas así? No es culpa suya si estás molesto.”

Harry se puso de pie con tanta brusquedad que el banco raspó el suelo y algunas miradas curiosas se volvieron hacia él. Pero no dijo una sola palabra. La ira le bailaba detrás de los ojos como fuego líquido y, si hubiese abierto la boca, no se habría contenido. Caminó con pasos pesados fuera del Gran Comedor, sin dignarse siquiera a lanzar una mirada atrás.

La mañana avanzó con una tensión densa que parecía colarse por los pasillos, invisible pero perceptible, como una nube cargada de electricidad a punto de estallar. La primera clase del día, para colmo, era Defensa Contra las Artes Oscuras. Y, por alguna razón que sólo Merlín comprendería, el genio detrás de la organización académica había decidido emparejar a Gryffindor y Slytherin otra vez.

Porque claro que sí. Nada mejor que juntar a las dos casas más naturalmente opuestas cuando uno de sus miembros está con el humor por el suelo y toda la energía para morder a quien se atreva a respirar cerca.

Harry llegó al aula de Defensa más temprano de lo habitual. Llevaba el uniforme perfectamente ordenado —algo inusual— pero su túnica verde, con los ribetes de plata tan bien planchados como si fueran filo de espada, resaltaba como un estandarte de guerra cuando el profesor los dejo ingresar y, sin una palabra, se dejó caer en el asiento más alejado de los demás Slytherin. No junto a Pansy, ni Theo, ni mucho menos Draco. No. Se sentó al lado de Hermione Granger.

El murmullo fue inmediato. Los Gryffindor se tensaron como si acabara de sentarse entre ellos una acromántula amaestrada. Hermione, por su parte, le lanzó una mirada rápida, asustada al principio… y luego confundida, como si no supiera si sentirse honrada o al borde de un infarto.

Harry le ofreció una sonrisa cortés. Fingida. Tan vacía de emoción como una postal en blanco.

“¿Vas a pasar toda la clase respirando así de fuerte o es un talento natural?” le susurró con tono educado, sin girar la cabeza.

Hermione frunció el ceño. “No estoy—”

“Shh. Ahórrate lo que sea que ibas a decir que de seguro lo leíste en un libro.”

La niña abrió la boca, escandalizada, pero se giró con orgullo. No sin antes echarle una mirada fugaz a Weasley, como si pidiera refuerzos. El pelirrojo la miraba con el ceño fruncido, pero no parecía dispuesto a acercarse a Harry, ni aunque le ofrecieran una capa de invisibilidad.

La clase comenzó minutos después, cuando el profesor Quirrell, envuelto en su habitual hedor a ajo y con su voz entrecortada por tartamudeos, entró y saludó con un nerviosismo patológico. Hoy se movía con más torpeza de lo usual, como si sintiera —aunque no supiera por qué— que había entrado en una sala donde todo podía estallar en cualquier momento.

“B-buenos días a todos… h-hoy hablaremos sobre c-c-criaturas oscuras menores… como la a-a-arpías…” dijo mientras escribía con temblorosa caligrafía el nombre en la pizarra.

Theo miraba desde el otro extremo del aula con el ceño apretado, sin molestarse en esconder su preocupación. Pansy se sentaba más cerca de Draco, ambos en silencio, como si hubieran llegado a un acuerdo silencioso de no hablar sobre el incidente en el comedor. Pero los ojos de Draco —esos grises que siempre parecían hechos de tormenta— se posaban en Harry más seguido de lo que cualquiera habría notado, y en su rostro había algo parecido al desagrado… o tal vez al desconcierto. Harry nunca lo había llamado Malfoy. Nunca le había hablado así.

Y lo peor, pensaba Draco, no era el insulto en sí, sino la distancia helada que vino después.

La tiza chirrió levemente cuando el profesor Quirrell, con mano temblorosa y muñeca insegura, terminó de escribir ARPIAS en la parte superior de la pizarra con una caligrafía irregular que parecía tan nerviosa como él. A pesar de que la clase ya había comenzado hacía más de cinco minutos, el silencio era tan espeso que parecía que la habitación entera contenía la respiración, como si los muros de piedra del aula también aguardaran a que algo estallara.

El profesor se giró hacia la clase con su habitual expresión entre encogida y sudorosa, como si temiera que alguien lo atacara con una pluma mal afilada o, peor, con una pregunta. Su capa olía, como siempre, a una mezcla desagradable de moho y ajo, y había algo en la forma en que hojeaba sus notas con manos temblorosas que hacía pensar que deseaba con todo su ser no estar allí.

“L-las a-a-arpías…”, empezó a decir, con la voz entrecortada y apenas audible. Se aclaró la garganta, como si esperara que con eso su valentía también emergiera. “S-son c-c-criaturas oscuras de n-n-nivel medio… s-se alimentan de carne h-h-humana y tienen alas de murciélago… y un c-cantico hipnótico que puede atraer a sus víctimas…”

Harry no lo escuchaba.

Estaba ahí, sí, con los brazos cruzados sobre el escritorio y el ceño levemente fruncido, el uniforme verde y plata contrastando con el banco de madera compartido con Hermione Granger —quien, a pesar del desdén general, seguía sentándose en primera fila y escribiendo con determinación como si el mundo no estuviera colapsando tras ella—, pero su mente no estaba entre las cuatro paredes del aula de Defensa Contra las Artes Oscuras. No realmente. Estaba atrapado en ese eco áspero y repetitivo:

Nos veremos esta noche.

Una frase que le había dejado la lengua seca y la espalda un poco más rígida de lo habitual, aunque jamás lo admitiría. Se había repetido a sí mismo durante años que le daba igual, que Hadrian podía verse tan amenazante como quisiera, pero que al final solo era humo… y Harry no tenía tiempo para el humo. Al menos no ahora.

A su lado, Hermione alzaba la mano por tercera vez en los últimos cinco minutos, y Quirrell —visiblemente aliviado de no tener que explicar él mismo la información del libro de texto— la señaló con un leve asentimiento.

“La forma más efectiva de resistirse al canto de una arpía es mediante el uso de tapones auditivos mágicos o el encantamiento Muffliato. También puede ser útil aplicar un Protego Maxima para frenar su ataque inicial si ya ha descendido lo suficiente sobre su víctima”, explicó Hermione sin titubeos, con la voz cargada de esa seguridad casi insoportable que siempre parecía poner al resto a la defensiva.

Harry ladeó apenas el rostro hacia ella, observándola con una media sonrisa torcida que le alzó una comisura como si acabara de oler algo ligeramente podrido.

“Interesante,” murmuró, sin molestarse en disimular el tono ácido que lo coloreaba todo. “¿Eso también aplica para arpías de biblioteca o solo para las reales?”

La frase fue casi un susurro, lo suficientemente suave como para que solo ella y quizás algún alumno cercano lo escuchara, pero bastó. Hermione bajó la pluma lentamente. Su mandíbula se tensó apenas, y Harry, como si estuviera analizando una criatura curiosa, esperó.

No hubo respuesta.

Como siempre.

Porque nadie defendía a Hermione Granger. Nadie. Ni los Gryffindor, que apenas la soportaban, ni los Hufflepuff, que solían mirar hacia otro lado, ni los Ravenclaw, que la veían como una amenaza de competencia más que como una compañera.

Y los Slytherin, claro… ellos sabían que cuando Harry atacaba, lo hacía con precisión. Con palabras medidas, con intención quirúrgica. Nunca decía algo que pudieran reprocharle directamente. Era el tipo de niño que podía dejarte llorando en los pasillos y luego negar, con una sonrisa inocente, haber hecho nada. Y lo peor: todos sabían que lo hacía por algo. Por algo que dolía. Por algo que sangraba por dentro aunque él no lo mostrara.

Desde su asiento al otro extremo de la fila, Draco apretó la mandíbula con tanta fuerza que sus dientes crujieron apenas. Tenía los puños cerrados sobre el pergamino, y aunque sus ojos estaban supuestamente fijos en la pizarra, en realidad seguían cada movimiento de Harry. Su tono, su postura. El modo en que se inclinaba un poco hacia Hermione cada vez que le decía algo, aunque fuera para burlarse.

¿Desde cuándo le habla tanto?

El pensamiento apareció sin aviso, rápido y molesto como una picadura de doxy. Draco intentó ignorarlo. No era asunto suyo. Harry podía sentarse donde quisiera. Decir lo que quisiera. Era libre. Claro. Por supuesto.

Pero algo en su estómago se retorció con una rabia inexplicable, infantil y primitiva. Era como cuando uno descubría que su escoba favorita había sido prestada sin permiso. Como si algo suyo —aunque no lo fuera, aunque jamás lo hubiera dicho en voz alta— estuviera ahora demasiado lejos.

Y Harry seguía. Como si no supiera. O como si supiera demasiado bien.

“¿Sabías que las arpías suelen cazar en grupos?” dijo, fingiendo interesarse en el tema, mientras se giraba apenas hacia Hermione. “Aunque supongo que tú ya lo sabías. Seguro lo leíste antes de llegar a Hogwarts, entre los 458 libros que debiste memorizar por si acaso.”

Hermione no dijo nada. Solo escribió con más fuerza, como si quisiera hundir la pluma en el pergamino hasta atravesarlo.

Y Draco no lo soportó más.

“¿Vas a callarte en algún momento, Potter?” soltó de pronto, con la voz más seca de lo habitual.

Fue como un relámpago en mitad de una tormenta. Quirrell tartamudeó una sílaba sin sentido. Hermione levantó la vista. Los Gryffindor se quedaron inmóviles. Los Slytherin parpadearon al unísono.

Harry giró lentamente, con una ceja arqueada y una expresión que rozaba la diversión más pura. Sus ojos verdes se clavaron en los de Draco con ese brillo letal que usaba cuando quería jugar con fuego.

“¿Y tú vas a dejar de observarme, o eso viene con el apellido?” respondió, con la sonrisa más educada del mundo.

El ambiente se tensó como una cuerda demasiado estirada. Pansy abrió la boca, pero no dijo nada. Theodore miraba a ambos como si observara una partida de ajedrez a punto de convertirse en duelo de varitas.

Draco, sin embargo, no respondió. Solo lo miró con los labios cerrados en una línea tensa. Porque Harry tenía razón. Lo había estado observando. Lo hacía desde hacía días. Desde antes de ese maldito comentario sobre Hedwig. Desde antes de que Harry lo llamara Malfoy como si ese nombre le supiera a vinagre.

Quirrell, con torpeza, carraspeó.

“S-s-si continuamos… e-el encantamiento Repulsio Harpyiae es útil si l-la criatura ya ha descendido… p-pero requiere concentración y t-t-t-tiem…”

Nadie escuchaba ya.

Harry se recostó con languidez contra el respaldo del banco, sus dedos jugueteando con la varita que giraba entre sus nudillos como si el mundo entero no tuviera más peso que ese instante.

Y Draco, sin saber por qué, sin entender del todo qué era lo que le ardía por dentro, bajó la mirada.

Pero no dejó de observarlo. Ni por un segundo.

La campana sonó con un eco metálico que rebotó en las paredes de piedra como una liberación colectiva. Los alumnos comenzaron a recoger sus pergaminos, empujar los bancos de madera con movimientos desordenados y murmurar entre sí mientras se disponían a salir. La clase de Defensa Contra las Artes Oscuras había terminado, y con ella el silencio tenso que se había apoderado del aula durante los últimos minutos. O eso pensaron todos.

“P-p-potter… M-M-Malfoy… ¿p-podrían quedarse u-un momento?” preguntó la voz temblorosa de Quirrell, justo cuando la mayoría ya había alcanzado la puerta. El tartamudeo habitual no impedía que su mirada —aunque siempre huidiza— se posara con demasiado énfasis en ellos dos.

Ambos se detuvieron a la mitad del movimiento. Harry, con un gesto entre resignado y ligeramente intrigado, se encogió de hombros mientras se sentaba de nuevo en su sitio con lentitud. Draco, por el contrario, frunció el ceño como si le hubieran obligado a beber una poción en mal estado. Volvió a su banco sin ocultar su desagrado, arrastrando la mochila por el suelo con un sonido rasposo que parecía transmitir exactamente lo que sentía: fastidio.

Cuando el aula quedó vacía y la puerta se cerró con un leve clic, Quirrell se aproximó unos pasos. La luz grisácea que entraba por los ventanales del aula caía sobre él en ángulos que acentuaban el sudor brillante de su frente. Aunque su postura seguía siendo encorvada y nerviosa, había algo... diferente. Una tensión que no encajaba del todo con el profesor torpe que balbuceaba frente a sus alumnos. Como si, bajo la fachada de debilidad, existiera una serpiente enrollada y despierta, lista para moverse.

Los observó en silencio unos segundos, demasiado largos.

“Me-me he dado cuenta de que ha habido u-un c-c-cambio en la forma en que se t-tratan…” empezó, y los ojos, azul pálido como un cielo que amenaza tormenta, se desviaron hacia Draco. “E-en clases… y f-fuera de ellas…”

Draco no respondió al instante. Se cruzó de brazos con movimientos lentos, tensos, sin mirar a Harry pero evidentemente consciente de su presencia a su lado. Las comisuras de su boca estaban apretadas como si intentara contener algo que no se le permitía decir. Al final, resopló levemente, como si la situación no mereciera más que una palabra desganada.

“No hemos peleado,” dijo, y su tono arrastraba una carga de molestia seca, tan afinada que casi podía cortarse. “Solo que ya no hablamos tanto.”

Harry no dijo nada. Su mirada estaba fija en una pequeña grieta que serpenteaba por una de las piedras del muro izquierdo, fingiendo estar profundamente concentrado en su existencia. Sus dedos jugaban con el borde de la túnica, girando el dobladillo hacia adentro y hacia afuera.

Quirrell ladeó la cabeza. Su interés no decayó.

“E-era evidente q-que t-tenían una… c-c-cercanía… poco común.”

Draco se removió. Y aunque su rostro era tan neutral como podía esforzarse en mantenerlo, el ligero tic en su mandíbula lo delataba. No era rabia. No era tristeza. Era algo más confuso, más revuelto, algo que no sabía cómo nombrar y que por eso lo irritaba más. Su mirada resbaló brevemente hacia Harry, como buscando confirmar si él también lo sentía, si al menos notaba que había algo fuera de lugar.

Pero Harry solo seguía observando la pared, como si no tuviera tiempo para tonterías.

“Las cosas cambian,” dijo Draco finalmente, con una voz más baja y seca que antes. “No tiene nada que ver con usted.”

Quirrell no pareció molesto con la respuesta, pero tampoco se mostró satisfecho. Detrás de sus ojos claros, algo se movía. Algo que Harry sintió, más que vio, como una sacudida de corriente mágica que le recorrió la piel. Como si el aire, por un segundo, se hubiera vuelto demasiado denso, demasiado húmedo. No supo si era su imaginación. Pero ya no estaba cómodo allí.

“P-pueden irse,” murmuró finalmente Quirrell, dando la espalda con lentitud para volver a su escritorio, donde revolvía torpemente algunos papeles.

Draco fue el primero en moverse, recogiendo su mochila con un gesto brusco. Harry lo siguió con desgana, levantándose con una especie de pesadez que no coincidía con lo corto que había sido el intercambio. Cruzó el aula en silencio, su andar habitual, tranquilo, casi perezoso.

Pero justo cuando pasó junto a Draco, su mochila se desplazó ligeramente por la inercia del paso, y el borde golpeó con un leve thud el costado de Draco.

El rubio soltó un quejido apenas audible, una exhalación ahogada que sonó más a sorpresa que a dolor. Pero Harry se detuvo al instante. No fue por el sonido de Draco. Fue por algo más.

Un latido.

No suyo.

Una presión.

Un instante en el que el aire pareció hundirse sobre sí mismo.

Como si una energía invisible, pesada y densa, hubiera llenado la habitación de pronto. Una magia oscura. Muy oscura. No como la de un hechizo mal lanzado. No como la de un objeto encantado con malas intenciones. Era más antigua. Más profunda. Más… viva.

Harry giró el rostro lentamente.

Quirrell estaba de espaldas a ellos, aún inclinado sobre su escritorio. No se movía. No hablaba. No parecía respirar siquiera.

Y sin embargo…

El aura.

Lo sentía. Se deslizaba por los bordes de las paredes como una serpiente invisible, y era tan fría que a Harry se le erizaron los vellos de la nuca sin saber por qué.

¿Qué demonios es esto…?

“Vamos a llegar tarde,” dijo Draco de repente, rompiendo el silencio como si hubiera estallado una burbuja. Su voz no tenía la arrogancia habitual, ni el fastidio sarcástico que solía usar en momentos así. Sonaba… más real.

Y fue suficiente para que Harry saliera del letargo.

Sin pensarlo, sin medir el impulso, extendió la mano y tomó a Draco por la muñeca. No con rudeza, pero con firmeza suficiente como para que el contacto le devolviera un poco de realidad a ambos.

Draco no protestó.

No hizo ningún comentario ácido.

Ni siquiera se resistió.

Dejó que Harry lo arrastrara fuera del aula, a través de los pasillos en penumbra que comenzaban a llenarse de voces y pasos de otros estudiantes. Harry caminaba rápido, con la expresión endurecida, mientras su mente giraba como un torbellino sin rumbo.

Hadrian va a querer saber esto, pensó, sin poder evitarlo. Y no sé si quiero contárselo. No todavía. No si ni yo mismo entiendo qué fue.

Pero aún podía sentirlo. En la piel. En la punta de los dedos. Esa cosa que había rozado su magia como una garra. Esa presencia… que no debía estar allí.

Y mientras caminaban, todavía con los dedos cerrados en torno a la muñeca de Draco, supo que lo que acababa de ocurrir no había sido normal.

Las clases terminaron más temprano de lo usual como el director lo había anunciado durante el desayuno con una sonrisa amplia y esa voz solemne que, para Harry, sonaba como si estuviera narrando el fin del mundo en vez de una fiesta escolar. Era Halloween, y los pasillos del castillo ya estaban adornados con calabazas flotantes, velas encantadas y una neblina suave que salía de las escaleras como si Hogwarts respirara magia desde el suelo.

Pero en las mazmorras, el ambiente era otro.

La sala común de Slytherin estaba cerrada a cal y canto para el resto del colegio. Mientras los Gryffindor y los demás se preparaban para asistir al gran banquete decorado con esqueletos danzantes y murales embrujados, los Slytherin se alistaban para Samhain. Una celebración ancestral. Reservada. Antigua. Casi secreta. El Bosque Prohibido los aguardaba, y la noche que caía como tinta sobre el lago era el telón perfecto para lo que prometía ser una ceremonia estrictamente privada.

Harry, sin embargo, no se movía.

Estaba tendido boca abajo sobre una de las camas del dormitorio masculino de primer año, que curiosamente no era la suya, sino la de Draco. Y como si no bastara con eso, tenía la almohada del rubio apretada contra la cara, ocultando la mitad inferior de su expresión y dejando fuera solo unos mechones oscuros, un brazo colgando hacia el suelo y el otro abrazado al costado del cojín con algo que rozaba lo dramático.

“Ve a cambiarte, Potter,” repitió Blaise, por quinta vez, desde el otro lado de la habitación mientras se abrochaba su túnica de tela negra adornada con discretas runas verdosas.

La voz de Harry fue un murmullo sepultado contra la tela. Un zumbido apenas reconocible que bien pudo haber sido 'vete al demonio' o simplemente 'mmhh', dependiendo del nivel de paciencia con el que se interpretara.

“Estás sobre mi cama,” comentó Draco con tono de advertencia, aunque no hizo nada por empujarlo. De hecho, llevaba un rato mirando de reojo a Harry mientras ajustaba las mangas de su túnica, fingiendo que no le molestaba que el otro estuviera literalmente pegado a su almohada. Y lo cierto era que no le molestaba. Al menos no lo suficiente como para hacer algo al respecto.

Harry había dicho que no iría a la celebración. Lo dijo con la clase de seguridad absoluta que caracterizaba todo lo que salía de su boca: como si cada palabra fuera ley. No había espacio para réplicas ni negociaciones. Y aunque eso al principio había hecho que Draco chasquease la lengua, ahora… parecía estar aceptándolo. Tal vez incluso lo prefería así.

Porque si no viene, no tengo que preocuparme por lo que hará, ni con quién hablará, ni si se reirá más con Blaise que conmigo, pensaba Draco, aunque, por supuesto, jamás lo diría en voz alta.

Cuando Blaise preguntó directamente si Harry se pensaba quedar allí tumbado hasta que Samhain terminara, fue el propio Harry quien levantó la cabeza y murmuró con una expresión que combinaba hastío con burla pura: “Le prometí a alguien que no iría. Tengo que cuidar mi alma inmortal, Zabini, o lo que sea que quede de ella.”

Blaise lo miró como si acabara de decir que iba a transfigurar su hígado en una taza de té. A su lado, Theodore giró un poco la cabeza.

“¿Y a quién le prometiste eso?” preguntó Theo con naturalidad, como si estuvieran hablando del clima.

“Hadrian,” respondió Harry, sin el más mínimo decoro. Estiró los brazos como un gato y se dejó caer de lado, aún abrazado a la almohada de Draco. “Me dijo que vendría esta noche.”

El silencio fue inmediato. Un eco invisible que se deslizó por el dormitorio como un conjuro no pronunciado. Blaise miró a Draco con los ojos entrecerrados, como si esperara una reacción violenta. Pero Draco simplemente frunció el ceño y lo ignoró.

Al final, fue él quien preguntó, con voz baja y casi infantil: “¿Y por qué vendría el señor Peverell?”

Harry alzó los ojos al techo y suspiró, teatral. “¿Y a ti qué te importa?”

Draco hizo un puchero. Uno pequeño. Uno que desapareció en cuanto notó que Blaise lo estaba mirando con esa media sonrisa burlona que tanto le molestaba. Pero no insistió más. Lo conocía lo suficiente como para saber que cuando Harry no quería hablar de algo, podía ser más terco que un hipogrifo hambriento.

Cuando todos terminaron de vestirse y salieron por la puerta, la habitación quedó en un silencio acogedor. Harry se quedó un momento más sobre la cama —bueno, la cama de Draco—, luego se incorporó con pereza, como si moverse le costara más de lo que valía la pena, y fue hasta su baúl. No encendió ninguna luz, ni buscó con cuidado. Metió la mano y sacó lo primero que tocó: una camiseta con una línea deshilachada en el borde que Harry estaba seguro que era culpa del gato de Millicent y un pantalón rojo oscuro que probablemente no combinaba con nada.

Bajó por las escaleras con el mismo aire lánguido con el que alguien bajaría a desayunar tras una noche de insomnio. En la sala común, el calor de las antorchas iluminaba los rostros que aún quedaban, y la voz de Pansy lo recibió con la sutileza de una banshee aburrida.

“¿Qué demonios tienes puesto?”

Harry se encogió de hombros y se dejó caer en el sofá, justo al lado de Draco. Tan cerca que sus caderas chocaron, haciendo que el rubio se desestabilizara un poco.

“Costales de papas,” dijo con desinterés, apoyándose deliberadamente más contra Draco.

“Está horrible, Potter,” masculló Draco, dándole un codazo con poca delicadeza.

Harry lo miró con ojos brillantes de malicia. “Es mi estilo autodidáctico,” dijo con orgullo.

Draco chilló, bajito, cuando Harry se dejó caer completamente sobre él, aplastándolo como si fuera un cojín humano. El rubio lo empujó con un bufido, pero sin verdadera intención. Harry no se movió. Solo sonrió más.

“Eso no existe,” dijo Daphne, tapándose la risa con una mano.

“Por supuesto que sí. Es el último grito de la moda en Pompeya,” respondió Harry con la voz más seria que podía fingir, mientras se reacomodaba sobre Draco como si de verdad fuera su sillón personal.

“Pompeya no existe,” replicó Draco, ya resignado, con el cabello revuelto, la túnica arrugada y las mejillas peligrosamente rosadas.

“¿Y quién te dijo eso? ¿Los libros?” preguntó Harry, girando la cabeza para mirarlo. En ese momento, Draco aprovechó y lo empujó de nuevo, esta vez con un poco más de fuerza, obligándolo a sentarse al lado de Blaise.

Pero en lugar de ofenderse, Harry simplemente sonrió. Una sonrisa lenta, afilada, satisfecha.

Draco le lanzó una mirada de advertencia. No lo hagas.

Harry se levantó sin decir palabra… y volvió a dejarse caer al lado de Draco.

Esta vez, el rubio no lo empujó.

Y Harry sonrió aún más.

Las risas de Pansy y Daphne resonaron como campanas suaves, y aunque Draco no dijo nada, bajó la mirada, con las orejas encendidas. Fingía desinterés, sí. Pero no hizo ningún movimiento por alejarse.

Éxito rotundo, pensó Harry con placer, acomodándose mejor. Harry uno, Draco cero.

“Pareces un mendigo.”

Las palabras en pársel de Hadrian cortaron el aire como una daga envuelta en terciopelo negro. Su voz, con ese tono medio burlón y medio cansado de quien siempre está por encima del mundo, salió del hueco oscuro del Sauce Boxeador como si no necesitara presentaciones ni excusas, como si el mismísimo bosque lo hubiera parido. Harry se quedó de pie, a unos pasos, con las manos en los bolsillos del pantalón rojo oscuro que había encontrado al azar en su baúl. El viento nocturno le agitaba el cabello y la bruma espesa que flotaba sobre el jardín le rozaba la piel como dedos helados, invisibles.

Hadrian emergió de la oscuridad con la tranquilidad de quien ya conocía el resultado de todas las guerras. Llevaba, como siempre, un traje negro impecable que parecía absorber la luz. La camisa negra se movía apenas con la brisa, como si se negara a obedecer las leyes del mundo. Sus zapatos eran caros y de cuero viejo, casi gastadas, pero pulidas hasta el brillo. Su rostro, delgado y afilado, era más pálido de lo normal bajo la luna llena que asomaba entre las nubes. Pero no era la palidez lo que inquietaba a Harry, sino esos ojos... Esos malditos ojos que no eran de este mundo.

A veces eran marrones, cálidos, casi humanos. Esta no era una de esas veces. Bajo la luna de Samhain, sus ojos eran de un rojo intenso y oscuro, como brasas encendidas hundidas en hielo. No brillaban con vida, sino con poder. Con recuerdos antiguos, olvidados por todos menos por él. Hadrian, el heredero del silencio, del fuego, del caos.

Y ahí estaba Harry, con una camiseta deshilachada, los cordones del pantalón mal amarrados, el cabello como si hubiera peleado con un huracán y perdido. ¿Y Hadrian? Como si acabara de salir de un funeral de dioses.

“Buenas noches para ti también,” murmuró Harry, sin dejar de mirar al hombre que salía del hueco del árbol como si fuera su propia entrada privada al mundo. “¿Vas a seguir insultando mi estilo o vienes a juzgarme por no asistir al banquete?”

Hadrian no respondió al instante. Caminó unos pasos sobre la hierba mojada, dejando que sus zapatos hicieran crujir las hojas caídas del otoño. A su lado, Naga se arrastraba con un siseo que era pura emoción contenida. Sus escamas brillaban como obsidiana bajo la luna, reflejando una luz antinatural, casi fantasmal. Se le enroscó brevemente en una pierna a Hadrian, como si buscara asegurarse de que realmente estuviera allí, de carne y hueso, y no fuera solo una alucinación.

“Eres un niño,” dijo Hadrian por fin, deteniéndose frente a él. No era un reproche. Sonaba más como una constatación. “Y aún así... te las arreglas para verte más desastroso que los fantasmas del castillo.”

Harry alzó una ceja, cruzándose de brazos.

“Qué poético. ¿Viniste a decirme eso o a regalarme un peine?”

Hadrian soltó una risa baja, algo seca, como si la humanidad de ese gesto le costara más de lo que debía. El sonido se perdió pronto en el viento.

Harry apartó la vista, aunque solo por un momento. Observó el tronco inmóvil del Sauce, completamente quieto, como si el propio bosque respetara esa presencia. Nunca se había detenido así.

El silencio que siguió se sintió denso, lleno de cosas no dichas. Harry no sabía si debía decir algo más, pero lo cierto era que no quería moverse. Ni huir. Ni correr. Hadrian lo desconcertaba tanto como lo atraía. Había una familiaridad en su presencia, una forma en la que el aire alrededor de él se transformaba, se doblaba, se alzaba como si el universo le hiciera espacio. Y Harry, aunque nunca lo admitiría en voz alta, encontraba paz en esa oscuridad silenciosa.

Hadrian, por su parte, lo observaba con detenimiento. Su expresión era inescrutable, pero su mirada pesaba. Como si pudiera verlo todo. Como si ya supiera que Harry había pasado la tarde burlándose de Draco solo para no pensar en por qué realmente no había querido ir a Samhain. Como si supiera lo solo que se había sentido últimamente, aún rodeado de gente. Como si pudiera oler las emociones en él, como un animal salvaje olfateando vulnerabilidades.

“Te estás volviendo blando,” dijo de pronto, caminando hacia él sin prisa. “Con ellos. Con Draco. Con tus demás compañeros.”

Harry se tensó. Su voz salió más baja de lo habitual.

“No soy blando.”

Hadrian se detuvo justo frente a él. No más de dos pasos separaban sus cuerpos.

“No aún. Pero te estás acercando.”

Harry apretó los puños. Sentía las uñas clavándose en la palma de su mano. Las palabras de Hadrian siempre le tocaban donde dolía.

“No todos los que se preocupan por alguien son débiles.”

La sonrisa de Hadrian fue lenta, sardónica. Como si estuviera a punto de decir algo devastador... y no lo hiciera solo por piedad.

“No todos, no. Pero tú sí lo serás. Si no vigilas tu corazón, te lo arrancarán. Y no te darás cuenta hasta que sea tarde.”

Harry lo fulminó con la mirada. Pero su pecho dolía. ¿Por qué siempre tenía que hablar como si supiera más? ¿Como si su camino ya estuviera trazado y el de Harry fuera solo una extensión menor del suyo?

“¿Y qué quieres que haga?” preguntó al fin. “¿Que me encierre? ¿Que no confíe en nadie? ¿Que deje de vivir para no arriesgarme?”

Hadrian no contestó enseguida. Levantó una mano y la apoyó sobre la cabeza de Harry, en un gesto que parecía casi tierno. Sus dedos largos y delgados se hundieron en el cabello revuelto, y por un segundo, solo uno, Harry se sintió como un niño siendo consolado por una sombra.

“No. Solo quiero que estés preparado.”

Harry cerró los ojos. No porque necesitara esconderse, sino porque por un segundo, quiso congelar ese momento. Esa mano en su cabello. Ese peso en el pecho que no dolía tanto como esperaba.

Cuando volvió a abrir los ojos, Hadrian ya no lo tocaba. Estaba dándole la espalda, caminando hacia el castillo.

“¿Por qué has venido?” preguntó Harry, porque necesitaba saber si al menos había valido la pena correr tras Naga por todo el castillo como un loco.

Hadrian no se detuvo al caminar. Pero su voz viajó clara hasta él.

“Quería comprobar si ya estaba listo.”

Harry frunció el ceño.

“¿Qué cosa?”

Hadrian giró apenas el rostro, dejando ver una de sus sonrisas ladeadas, crueles y serenas. De esas que Harry odiaba porque no podía leerlas.

“La verdad.”

Y luego continuo con su camino hacia el castillo, y Harry lo vio desaparecer en medio de la noche como si nunca hubiera estado ahí. Ni una hoja se movió. Ni un sonido quedó.

Solo Harry, de pie en medio del jardín, con el pecho apretado, los ojos quemando y la sensación de que algo invisible acababa de cambiar. Sin que nadie más se diera cuenta.

Chapter 22: Alguien de abajo pierde a un ser querido

Chapter Text

Regresar al castillo fue para Harry un suplicio en todos los sentidos. No porque el trayecto fuese largo —el Sauce Boxeador no estaba particularmente lejos—, sino porque algo en él, en su pecho, ardía con una mezcla incómoda de frustración y abandono. Se fue sin mí… ese maldito bastardo se fue sin mí.

Y aunque la lógica le decía que Hadrian siempre tenía un plan, siempre una razón detrás de sus acciones, Harry no podía evitar sentirse como un gato mojado al que dejaron bajo la tormenta. O peor aún, como un perro abandonado que aún corre tras un amo que ni siquiera gira la cabeza para verificar si sigue ahí.

Se frotó los brazos, más por incomodidad que por frío. No se había dado cuenta de lo mucho que se le había helado el cuerpo hasta que empezó a caminar entre los árboles, las sombras cayendo pesadamente sobre él. Solo el siseo suave y familiar sobre la hierba le devolvió algo parecido a la calma.

Naga.

La larga serpiente negra, cuya piel relucía con los reflejos de la luna, se deslizaba delante de él con la elegancia de alguien que no pertenecía a este mundo. Sus ojos, como dos brasas encendidas, lo observaban con una inteligencia que pocos seres podían imitar.

Harry forzó una sonrisa al verla.

“Al menos tú sí vuelves por mí,” dijo en pársel, la lengua antigua y silbante fluyendo con naturalidad entre sus labios, como si fuera lo más normal del mundo mantener una conversación con una criatura del bosque. “Vieja traicionera, ¿dónde habías estado, eh?”

Naga alzó ligeramente la cabeza, ofendida.

“Vieja, dice… Niño insolente. No olvides que yo existía cuando tu sangre aún era ceniza.”

Harry rio. De esa manera suya, que era más aire que sonido, un gesto cómplice y desafiante al mismo tiempo.

“Bueno, abuela, podrías al menos haberme enviado una postal.”

Naga le dio un leve coletazo en la pierna, más simbólico que dolido, pero con ese toque justo de advertencia que Harry sabía leer.

“Si supieras lo que he tenido que hacer para que tu Hadrian mantenga ese cuerpo unido…” siseó, casi con rencor. “Él no duerme. Y si él no duerme, yo no descanso.”

Harry frunció los labios, manteniéndose en silencio por un segundo. Sabía que Naga no mentía. Ella nunca lo hacía, al menos no a él.

“¿Estás haciendo algo para él, verdad?” preguntó finalmente, con una sombra de preocupación deslizándose por su voz. “Algo que no quiere decirme.”

“Hadrian hace muchas cosas que no te dice. Y tú sabes demasiado bien que es por tu bien.”

Harry bufó.

“Claro, porque manipularme es su manera de amarme.”

Naga no respondió. Solo siguió avanzando, veloz ahora, como si no quisiera seguir con esa conversación. Harry no tuvo opción más que correr tras ella, y pronto ya estaban cruzando el vestíbulo en dirección al interior del castillo. El Sauce Boxeador quedaba atrás, inmóvil como una estatua embrujada que nunca se había movido.

Antes de que pudiera decir algo más, Naga se detuvo frente a la gran entrada de piedra que conducía a los corredores interiores.

“No hables conmigo una vez entremos,” siseó con voz baja pero urgente. “Los cuadros escuchan. Y algunos han aprendido a entender. Hadrian te lo advirtió: aún no es momento para que el castillo escuche tu lengua.”

Harry rodó los ojos.

“Qué dramático… como si fuera el príncipe oscuro de alguna tragedia griega.”

“Cuidado. Esa lengua tuya un día será tu final.”

“No hoy.”

Y con eso, Harry acarició distraídamente la escamosa cabeza de Naga mientras entraban. La serpiente no protestó, pero tampoco lo miró. Avanzó por el pasillo con una dirección clara, como si supiera exactamente a dónde ir.

El gran comedor no era opción. Harry no tenía intenciones de entrar cuando todos ya estarían sentados, observándolo, preguntándose por qué había llegado tarde, por qué estaba solo. No soportaría las miradas, ni la atención. No ahora.

“Las cocinas, entonces.”

Harry no sabía con certeza dónde estaban, pero Naga sí. Así que la siguió por corredores estrechos y escaleras que parecían no tener final, hasta que se detuvo frente a un cuadro con una gran pila de frutas.

“Hazle cosquillas a la pera,” murmuró Naga antes de desvanecerse, como si se hubiera fundido con la sombra misma del pasillo.

Harry obedeció.

La cocina fue… decepcionante.

Él esperaba calderos flotantes, ingredientes encantados bailando en el aire, magia saltando entre paredes y suelos. Pero no. Era una cocina. Enorme, sí. Brillante, ordenada, pero sin nada del espectáculo visual que esperaba.

Los elfos domésticos, sin embargo, lo recibieron como si fuera un príncipe perdido. Uno bajito, mal vestido y con sarcasmo goteando por cada poro, pero un príncipe al fin. En cuestión de minutos, Harry se encontró envuelto en vapores, aromas a pan recién horneado, sopa caliente y pastelillos humeantes.

Se dejó caer en una banca de piedra y comió en silencio, rodeado por ojos grandes, manos pequeñas y una energía frenética que le recordaba a Suzu.

Harry bajó la mirada. El vapor del té que uno de los elfos le había servido le empañó las pestañas.

¿Cómo estarás, Suzu? ¿Y tú, Dev?

Había tantas preguntas sin respuesta. Hadrian decía que Dev era su primo. Que él era como una padre para ambos. Que Harry debía confiar, que todo iba a encajar… eventualmente.

Pero Harry no era tonto. Sabía que Hadrian mentía. No siempre con palabras, pero con omisiones. Con silencios largos. Con esa forma de mirar que parecía tener mil años.

Terminó el último pastelillo y estiró las piernas cuando el dolor llegó.

Primero como un golpe sordo. Luego, una presión punzante, como si algo intentara atravesar su cráneo desde dentro.

El vaso de jugo cayó de su mano, estrellándose contra el suelo.

Los elfos chillaron, corrieron hacia él, algunos ya con paños húmedos, otros con tazones de alguna poción que olía a romero.

Harry apenas los vio.

El mundo giraba.

El aire le dolía.

Sus dedos temblaban como si no fueran suyos.

Pero entonces lo sintió. Una sombra envolviendo su cuerpo. Un susurro suave, como terciopelo caliente en su oído.

“Está bien… ya pasó…”

Hadrian.

Harry no necesitaba verlo. Sabía que era él. Lo reconocía por la textura de su magia. Por la forma en que su presencia parecía devorar el espacio.

Y antes de que sus párpados se cerraran, sintió que caía. O que lo recostaban. No estaba seguro.

Hubo oscuridad y luego, luz.

Una explosión de luz blanca que lo cegó momentáneamente.

Cuando pudo enfocar, lo primero que vio fue el techo de un baño. O lo que quedaba de él.

Escombros por todas partes. Agua desbordada. Paredes rotas.

Y en medio del caos…

Un cuerpo.

Grande. Enorme. Como una montaña viva.

Harry parpadeó, sintiendo que alguien lo recostaba suavemente sobre el suelo mojado. Había sangre. Lo sabía. Podía olerla. Ese olor metálico, denso.

Un beso en la frente de Hadrian y luego se desvaneció.

Harry intentó aferrarse a la consciencia, pero el cuerpo ya no respondía.

Antes de caer por completo, vio algo más.

Cabello marrón. Tupido. Familiar.

Granger.

Su rostro era una mancha entre el agua y la sangre.

Harry quiso moverse. Quiso gritar. Pero no pudo. Y entonces, todo fue oscuridad.

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Harry no supo cuánto tiempo pasó flotando en aquella negrura espesa que lo había arrastrado fuera del baño inundado, como si el agua y la sangre se hubieran mezclado con su conciencia, tragándoselo poco a poco, llevándolo hacia algún lugar profundo y frío donde todo pensamiento se desvanecía. No había voces. No había dolor. Solo una nada envolvente que se sentía extrañamente cómoda. Como si descansar allí, para siempre, fuera una opción tentadora.

Pero la calma no dura. No con Hadrian.

La sensación de humedad en su piel fue lo primero en volver. Luego, el retumbar sordo de voces lejanas, distorsionadas, que martillaban como un eco dentro de una cueva. Después, un olor… antiséptico, un poco dulce, cargado de pociones y telas limpias. La enfermería. Lo reconocía por el olor particular. Un olor que sabía a fiebre y a pociones de curación, a dolor escondido tras sábanas blancas.

Harry parpadeó.

Una luz tenue le lastimó los ojos. Parpadeó otra vez, más lento, como si con cada vez que lo hiciera su cuerpo volviera un poco más al presente. Estaba recostado sobre algo blando pero firme, con una manta hasta el pecho. Sus músculos parecían de trapo, débiles, inútiles. Y su cabeza… su cabeza era una presión constante. Como si alguien intentara abrir la tapa de su cráneo con los dedos. Empujar y hurgar. Ver lo que no les pertenece.

Hadrian me entrenó para esto.

El pensamiento llegó como un latido, tan claro y fuerte que Harry se aferró a él como si fuera una cuerda en medio del naufragio. Había una fuerza, una presencia… algo cálido y azul protegiéndolo. Un escudo. Uno de los que Hadrian le había enseñado a levantar cuando alguien intentaba violar su mente.

La intrusión se volvió más notoria entonces. Una presión, suave pero persistente, como dedos intentando forzar una cerradura. Harry entrecerró los ojos apenas y, allí, frente a él, difuso en la luz, estaba el rostro del director Albus Dumbledore. Su expresión era amable, como una de esas máscaras de teatro antiguo: una sonrisa pintada sobre una frustración apenas contenida. Sus ojos brillaban… no de ternura, como fingía, sino de algo inquisitivo. Forzaban. Buscaban.

Harry sonrió débilmente. Una mueca insolente. No vas a entrar, viejo.

Y justo cuando creyó que sus escudos se quebrarían, cuando sintió un pequeño zumbido como un cristal por romperse, la puerta de la enfermería se abrió con un estruendo que interrumpió la atmósfera pesada. Fue un alivio inmediato. El director parpadeó, perdiendo por un instante la concentración, y Harry usó esa brecha para reforzar sus muros mentales. Ya no de cristal, ahora eran hierro.

La voz que resonó por la sala fue grave. Cortante. Familiar.

“¡¿Dónde está?! ¡Exijo verlo ahora mismo!”

Harry reconocería ese tono en cualquier parte del mundo. Hadrian. Y si Hadrian estaba usando ese tono, entonces algo estaba muy, muy mal. Se preparó mentalmente. Si Hadrian pensaba que estaba en peligro, su actuación tendría que ser… convincente.

Harry carraspeó. Luego gimió. Exagerado. Lamentoso. Como si cada parte de su cuerpo doliera con solo respirar.

“Ay… mi cabeza… mi estómago… ¡mi pierna! ¿Dónde está mi pierna? ¡Oh, por Dios! ¡Estoy sangrando, sangrando otra vez!”

Los pasos apresurados resonaron sobre el suelo. Había varias voces ahora. Un murmullo creciente, como el zumbido de un enjambre molesto. Voces de profesores. Tal vez enfermeras. Y entre todo ese barullo, Harry distinguió el timbre agudo de un grito apagado por la furia contenida.

“¿Cómo permitieron esto? ¡Se suponía que estaría a salvo aquí! ¡Es su responsabilidad! ¡Mi sobrino, mi maldito sobrino ha sido herido bajo su vigilancia!”

Harry dejó escapar un nuevo quejido, esta vez más suave, casi un gemido melodramático, mientras abría un poco más los ojos. Sabía que Hadrian estaría buscándolo con la mirada, sabría también que fingir vulnerabilidad frente a él era como intentar engañar a un halcón con un ratón de juguete… pero eso no significaba que no podía intentarlo.

Cuando finalmente los pasos de Hadrian se detuvieron a su lado, Harry volvió a gemir, esta vez como si estuviera a punto de desmayarse. Hasta que una mano cálida se posó sobre su frente. Firme. Tranquila.

“Ya estás bien,” murmuró Hadrian, su voz baja como una promesa. “Te tengo.”

Harry abrió los ojos por completo, encontrándose con el rostro del hombre que conocía mejor que a nadie. Los ojos marrón rojizo de Hadrian estaban encendidos, no de ira, sino de algo mucho más eléctrico. Estaba furioso, sí, pero también emocionado. Casi… jubiloso. Como un estratega que acaba de ver cómo cada una de sus piezas encaja en su lugar.

“Te juro que los voy a demandar a todos,” dijo Hadrian, sin apartar la mirada de Harry. “Desde el conserje hasta el director. Ni un solo idiota en este colegio fue capaz de protegerte.”

“Una desgracia,” intervino otra voz. Fría. Elegante. Con una cadencia arrogante que Harry reconoció sin dificultad. Al girar la cabeza —exagerando el movimiento con un quejido teatral— se encontró con un hombre rubio, alto, impecablemente vestido. Su rostro era anguloso, casi idéntico al de Draco, pero más severo, más maduro.

“Todo el mundo mágico sabrá,” continuó Lucius Malfoy con una sonrisa gélida, “que Albus Dumbledore no fue capaz de proteger a Harry Potter. Que dejó que un troll de montaña deambulara libremente por los pasillos de su castillo.”

“Y que casi mata a una niña,” añadió Hadrian, sin cambiar el tono de voz. “¿Dónde está la otra? La niña Granger.”

“La llevaron a San Mungo,” respondió una enfermera con voz trémula, Harry no podía recordar su nombre. “Sus heridas eran más… más graves. Interna. Múltiples fracturas. Está estable, pero…”

“Pero nada,” gruñó Hadrian. “Un ataque así no debería haber sido posible. Y ahora tengo un sobrino con un trauma craneal y una niña que podría morir.”

Trauma craneal, pensó Harry. Eso suena… convincente. Debería dejar de hablar por un rato, hacerme el desorientado o algo.

Y así lo hizo. Cerró los ojos con lentitud, frunció el ceño, y murmuró un débil “¿Dónde estoy?”, como si recién lo recordara. Las voces a su alrededor se volvieron aún más preocupadas, y por un momento creyó que Hadrian se acercaría aún más, pero solo le acarició el cabello con la punta de los dedos y dijo, con una calma peligrosa:

“No te preocupes, Harry. Yo me encargaré de todo.”

Harry abrió apenas un ojo, y lo miró. Esa mirada. Ardía. No de ira, sino de triunfo. De euforia. Como si lo que acababa de suceder —el caos, la sangre, el pánico— hubiera sido exactamente lo que quería. Y eso, por alguna razón, no asustó a Harry.

Lo reconfortó.

Porque si Hadrian tenía un plan, si estaba contento, entonces él no tenía que preocuparse. Podía fingir estar mal, podía cerrar los ojos, podía descansar. Había aprendido a confiar en Hadrian. En sus enojos, en su paranoia, en sus planes imposibles. Incluso si todo parecía irse al demonio, Hadrian siempre tenía el control.

Harry suspiró, entre la bruma de olores, voces y luz.

Se permitió caer otra vez en la negrura. Ya no era tan temible.

Harry despertó con un sobresalto y una exhalación seca, molesta, como si alguien hubiera tirado de su conciencia a la fuerza desde un sueño incómodo. Lo primero que notó fue el murmullo agudo de voces infantiles —no adultas, no condescendientes y controladas como las de los profesores o sanadores— sino el sonido estridente, exaltado y desordenado de niños. Niños discutiendo. Gritando.

Una punzada de molestia le recorrió el entrecejo.

Por amor a Dios, esto es una enfermería, ¿dónde demonios está el decoro?

Harry no necesitó moverse mucho para reconocer las voces. Eran como una vieja canción mal interpretada por flautas desafinadas: irritantes pero familiares. Las notas más agudas, de indignación y furia indignada, pertenecían sin lugar a dudas a Draco. Lo acompañaban, como un séquito de coristas leales, las voces de sus compañeros de Slytherin, cada una alzándose para sobreponerse a la anterior, defendiendo con fiereza una causa que Harry aún no lograba captar del todo.

Frunció el ceño, y con la lentitud dramática de alguien que acababa de sobrevivir a una tragedia histórica —como un buen protagonista que merecía respeto y silencio— abrió solo un ojo. Uno solo. El izquierdo.

Y sí, ahí estaban. Una turba compacta de túnicas verdes, rodeando su camilla como si se tratara de un artefacto sagrado o un trofeo herido de guerra. Pansy, con su moño negro perfectamente alineado y su expresión de loba lista para morder, bloqueaba la vista frontal como una muralla humana. Harry pensó en patearla suavemente con la pierna por entrometerse tanto, pero se contuvo. No sería amable, y además duele moverme, ¿no se supone que estoy malherido?

Los rostros de Crabbe y Goyle sobresalían como grandes bloques pálidos sobre la masa. Blaise estaba un poco más atrás, con los brazos cruzados y una ceja arqueada, observando todo con una mezcla de fastidio y diversión. Incluso Daphne estaba allí, normalmente impasible, mirando fijamente a alguien que Harry aún no podía ver, con el rostro tan frío que podría haber congelado a un hipogrifo a la carrera.

Y entonces, entre todo ese caos, la voz de Ronald Weasley se alzó como una sirena desafinada, aguda y cargada de rabia y necedad.

“¡Todo esto es culpa de Potter! ¡Él no estuvo en el banquete! ¡No estuvo con nadie! ¿Y justo un troll ataca? ¡Qué conveniente!”

La risa exasperada que quiso escaparse de los labios de Harry tuvo que contenerse con un esfuerzo casi físico. Por favor, pensó con una mezcla de diversión y lástima, ¿de verdad ésa era su acusación? ¿Que por no haberme atiborrado de pollo asado con los demás, conjuré un troll para crear caos? ¿Cómo se pueden tener tan pocas neuronas y aún respirar?

Draco rugió como si le hubieran insultado personalmente.

“¿¡Estás insinuando que Harry atrajo al troll, Weasley!? ¿Tú? El mismo que se escondió detrás de Longbottom mientras Granger estaba en el baño, sola y herida. ¡Tú no hiciste nada!”

“¡Claro que hice algo! ¡Fui a buscar ayuda!”

“¿¡Y volviste solo cuando la amenaza ya había terminado!? ¡Qué conveniente para ti!”

El ambiente en la enfermería era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Si Harry no hubiera estado acostado, probablemente habría comenzado a repartir palomitas. La situación era un auténtico espectáculo. Solo lamentaba no poder ver mejor. Si Pansy solo se moviera un poco, aunque fuera medio paso… pero no. Ahí seguía, inmóvil como una columna de piedra que olía a perfume caro.

Harry rodó los ojos internamente.

Y yo aquí, víctima de todo, sin poder participar.

El intercambio de gritos continuó, con acusaciones lanzadas como cuchillos envenenados. Draco, para sorpresa y agrado secreto de Harry, no retrocedía. Defendía con furia. Gritaba por encima de todos. A su manera histérica y sobreactuada, como si hubiera ensayado cada frase frente al espejo de su dormitorio. Harry lo observaba con un ojo entrecerrado y un extraño calor en el pecho.

¿Así que ahora soy tu causa personal, Malfoy? ¿Esto es lo que se necesitaba para ganarme tu afecto? ¿Una experiencia de muerte compartida?

La idea lo hizo reír por dentro. Hadrian jamás debía saber esto. Hadrian sería muy capaz de lanzarlo a un nido de acromántulas, todo con tal de solidificar su vínculo emocional con Draco. Y lo peor de todo era que Harry no dudaba ni por un segundo que funcionaría. Ese hombre era un genio oscuro de la manipulación emocional.

La enfermería tembló al sonar un portazo potente.

“¡Suficiente!”

Madam Pomfrey apareció como una tormenta andante, vestida con su túnica blanca y una furia tranquila en los ojos.

“¡Todos ustedes, fuera! ¡Gryffindor, Slytherin, da igual! ¡Este no es un mercado, es una sala de recuperación! ¡Fuera!”

Los niños protestaron, refunfuñaron, intentaron quedarse, pero la mujer los apuntó con una vara que brillaba tenuemente. Y como si fueran polvo barrido por el viento, los estudiantes comenzaron a salir, uno a uno, lanzando miradas de despedida a Harry que iban desde la lástima hasta la reverencia.

Harry observó en silencio, sin moverse. Solo cuando la puerta volvió a cerrarse con un suave clic, y la enfermera se acercó a su camilla, se permitió abrir ambos ojos por completo.

“Puedes dejar de fingir, señor Potter,” dijo Pomfrey con una mezcla de cansancio y autoridad. “Ya te hice todos los estudios. No tienes ni una sola lesión. Las pociones funcionaron perfectamente. El trauma fue mínimo.”

Harry parpadeó, ofendido.

“¿Está segura? ¿Tal vez podría haber un hematoma oculto? ¿Daño cerebral? ¿Alguna pérdida de memoria no detectable?”

La mirada que recibió en respuesta habría desintegrado a cualquier alumno menos a él.

“Lo siento,” murmuró, con una sonrisa pícara, y se incorporó lentamente mientras la mujer suspiraba y colocaba una bandeja sobre su regazo con el desayuno más aburrido del mundo: gachas, huevos revueltos, pan tostado y un poco de jugo de calabaza.

Harry tomó el tenedor.

“¿Dónde está Hadrian?”

Pomfrey lo miró con cierto pesar, sentándose a su lado como una madre exhausta que había terminado una jornada eterna.

“El señor Peverell partió hacia el Ministerio con el resto de la junta escolar. Según tengo entendido… está presentando cargos formales contra Hogwarts.”

Harry levantó una ceja mientras masticaba un trozo de pan.

“¿Eso es legal?”

La enfermera se encogió de hombros con indiferencia.

“No soy jurista, Potter. Pero por la expresión del director esta mañana, parece que sí.”

El ambiente se volvió cómodo, casi doméstico. Harry comía en silencio, y Pomfrey lo observaba sin intervenir, como si evaluara cada una de sus expresiones, cada gesto, cada bocado. Era incómodo, pero no hostil. Solo… intenso.

Después de un rato, ella habló.

“¿Cómo es el señor Peverell? Como tutor. Como… figura paterna.”

Harry dejó el tenedor en la bandeja, sorprendido. Parpadeó.

“¿Eh? Bueno… es un poco siniestro. A veces parece que planea asesinar a todo el mundo con una sola mirada. Pero no es malo. Es… bueno conmigo. Me cuida. Nunca me ha castigado, ni siquiera cuando debería. Me enseña muchas cosas. Cosas que ni siquiera sé si debería saber.”

Pomfrey asintió lentamente, sin cambiar su expresión.

“¿Y con su hijo Dev? ¿Cómo es su primo, Potter?”

La pregunta lo descolocó. Tardó un segundo en pensar.

“Dev es muy callado. Tímido. Como si siempre estuviera intentando no molestar. Pero es amable con los elfos, siempre hace sus tareas. Es… dulce.”

La sanadora sonrió apenas. Luego se levantó y fue hacia su oficina, regresando con un ejemplar del Diario Profeta en la mano. Se lo entregó sin una palabra, señalando una sección con el dedo.

Harry bajó la mirada.

Era un anuncio de Hadrian. Buscaba un tutor privado para su hijo. Urgente. Discreto. Con experiencia en niños retraídos.

Harry frunció el ceño.

“¿Qué está planeando ahora ese loco?”

Pomfrey no respondió. Solo dijo, con suavidad:

“Podrás volver a clases en una hora. Aprovecha para escribirle a tu primo. Tal vez él tenga la respuesta.”

Harry no contestó. Miró el periódico. Luego su desayuno casi terminado.

Y por primera vez desde que había llegado a Hogwarts, sintió que el mundo a su alrededor se estaba moviendo a una velocidad que él apenas comenzaba a comprender.

¿Hasta qué punto estás dispuesto a llegar, Hadrian? ¿Y qué lugar voy a tener yo en eso?

Aún no lo sabía. Pero lo descubriría.

Las paredes de piedra del castillo estaban impregnadas de una humedad persistente que parecía colarse por la ropa, por los huesos, por el humor. Los días después del ataque del troll no habían sido amables. No con Harry. No con nadie. A pesar de que la amenaza había pasado, y de que Hogwarts seguía su curso como si nada, la tensión era tan palpable que a veces parecía que el castillo respiraba más rápido, más hondo. Las miradas, los cuchicheos, las sospechas… todo lo envolvía a él.

A Harry.

Lo seguían por los pasillos como si tuviera un cartel invisible colgado al cuello. “Sospechoso. Culpable. Diferente.” O peor aún: “Peligroso.”

Lo más molesto era que ni siquiera había hecho nada. Pero claro, para la mayoría, ese era el problema. No había hecho nada… y había sobrevivido. Casi ileso. Un troll de montaña adulto. ¿Y Harry Potter, con once años y el cuerpo de un niño flaco, salía con un corte en la ceja y moretones menores? Por favor. Hasta él se habría desconfiado de sí mismo si no supiera exactamente cómo había salido de allí. O al menos, si no confiara en que Hadrian había tenido todo bajo control.

Se lo recordaban todo el tiempo. Con sus preguntas. Con sus miradas. Con sus silencios.

Y si algo lo mantenía firme, era la carta de Dev. Esa letra más segura, más compacta. Curiosamente mundana. Escrita con una pluma muggle. ¿De verdad Hadrian está dejando que Dev escriba sin magia? Era tan típico de él. Dejarlo todo en una mezcla entre estrategia y anarquía. La carta de Dev era tan suave como él: le decía que todo estaba bien en casa, que los elfos estaban felices, que Hadrian había entrevistado a cinco candidatos y ninguno servía. Que eso lo tenía de muy mal humor. Que una bruja muy bonita lo visitaba cada tarde y eso, según Dev, daba más miedo que gusto.

Harry se había reído. Había doblado la carta con cuidado y la había escondido dentro de su túnica, contra el pecho. Sentirla allí le recordaba que tenía a alguien que lo entendía. Que lo esperaba.

Pero ese consuelo se desvanecía apenas entraba al Gran Comedor. La presión empezaba incluso antes de que pudiera sentarse. Las cabezas giraban. Los murmullos crecían. Gryffindor, especialmente, lo miraba con una mezcla de odio y suspicacia, como si cada día se fueran convenciendo más de que había hecho un pacto oscuro con el troll para atacar a Granger.

Y, por supuesto, al frente de todo estaba él.

Weasley.

El imbécil pelirrojo.

Era como un perro callejero con rabia: no dejaba de ladrar, de morder el aire con sus teorías, de escupir veneno con la cara colorada y los puños apretados. Como si Harry fuera responsable de que la chica estuviera en San Mungo. Como si él hubiera mandado al troll. Como si… como si Harry no estuviera tan horrorizado como todos.

Esa mañana en particular, el ambiente estaba cargado. Más que de costumbre. Harry lo sintió en el aire apenas entró al pasillo central que conectaba con el aula de Encantamientos. La tensión se acumulaba como un relámpago antes de estallar.

Y estalló.

“¡Ah, mira quién aparece!” bramó Weasley, elevando la voz en cuanto Harry se acercó con los de Slytherin detrás. “El héroe del troll. Qué conveniente que justo no estabas en el Gran Comedor cuando pasó todo, ¿no?”

Harry ni siquiera lo miró. Caminaba con las manos en los bolsillos y una expresión tan aburrida como pulida.

“¿Quieres que te lo explique otra vez con dibujos, Weasley?” bufó Draco desde su lado. “¿O tu cerebro aún está intentando deletrear “troll”?”

“No tengo que explicarme nada a ti, Malfoy. Todos sabemos que fue Potter quien atrajo al troll. Todos lo sabemos.”

“Entonces eres más tonto de lo que pareces,” escupió Pansy, con los ojos brillando.

Harry se detuvo por fin, con un suspiro teatral. Levantó apenas la mirada hacia Weasley, con esa expresión felina que reservaba para las personas que no respetaba.

Weasley,” dijo, tan bajo que todos tuvieron que hacer silencio para escucharlo. “Si tu mamá no te presta atención no significa que busques la del resto, porque a nosotros tampoco nos interesas.”

La frase cayó como un maleficio no verbal.

Weasley se puso rojo. No del color habitual. No. Rojo oscuro, de ira contenida, de vergüenza.

“¡Cállate, Potter!”

“¿Vas a hacerme callar tú? ¿O vas a llorar hasta que te vengan a buscar?”

“¡Tarantallegra!”

El hechizo fue rápido. Pero Harry más.

Se movió con una facilidad casi insultante. Deslizó un pie hacia atrás, giró el cuerpo con elegancia felina, y el maleficio pasó rozando el aire, sin tocarlo.

“¡Ups!” dijo Harry, secamente. “Casi me despeinas. Pero tranquilo, puedes practicar con una escoba, aunque dudo que tengas una.”

Eso bastó para que el pasillo estallara.

Draco levantó la varita, Blaise hizo lo mismo. Incluso Daphne entrecerró los ojos con amenaza. La respuesta fue inmediata: Dean y Seamus se adelantaron, mientras los de Gryffindor formaban un círculo cada vez más denso.

Y entonces pasó algo glorioso.

Blaise, tranquilo como siempre, apuntó con cuidado y murmuró un hechizo bajo. El bolso de Weasley voló de su hombro, cayó con un sonido sordo al suelo… y se abrió.

Libros, pergaminos, tinta y… una lonchera vieja con restos de pan salieron disparados, rodando por el suelo. El frasco de tinta estalló sobre su copia de Guía de transformación para principiantes. Un olor ácido y pegajoso impregnó el aire.

El silencio fue absoluto.

Hasta que Harry habló.

“¿Cuánto cuesta tu porquería?” preguntó, en tono casi inocente, mirando el desastre con interés clínico. “Dímelo rápido, que tengo cheques en blanco. O, si estás tan necesitado, puedo pedirle los knuts a alguien. Porque dudo que tus… cosas cuesten más que un galeón.”

Las carcajadas estallaron.

Slytherin rió primero, alto, orgulloso, cruel. Pero no fueron los únicos. Algunos de Hufflepuff que pasaban por ahí se taparon la boca para no reír demasiado fuerte. Incluso un Ravenclaw se giró, sacudiendo la cabeza.

Weasley temblaba. Literalmente temblaba. Con los ojos nublados y los labios apretados.

“¡Eres un imbécil, Potter!”

“Claro que lo soy. Pero al menos no tengo zapatos con agujeros.”

Los de Slytherin rieron más fuerte. Draco palmeó la espalda de Harry, ahogado por la risa. Incluso Theo, que rara vez se inmiscuía, soltó una carcajada suave, aunque culpable.

Pero a Harry no le importó. No ese día. No después de una semana aguantando. Porque sí, podía ser cruel. Podía ser venenoso. Pero solo si lo provocaban.

Y Weasley… bueno. Weasley lo había estado rogando a gritos desde el primer día.

Hadrian estaría orgulloso, pensó Harry, mientras el profesor Flitwick se acercaba corriendo al pasillo con expresión horrorizada.

“¿¡Qué está ocurriendo aquí!?”

Todos callaron.

Harry levantó una mano y sonrió, inocente, mientras Weasley recogía sus cosas con los ojos llenos de lágrimas.

“Nada, profesor. Solo hablábamos de economía.”

Y, mientras todos se dispersaban, Harry no pudo evitar tararear bajito.

Chapter 23: Las cosas que mataron nuestro amor

Chapter Text

El despacho de la profesora McGonagall era frío, no por la temperatura —la chimenea ardía suavemente, lanzando destellos anaranjados sobre las paredes de piedra cubiertas de retratos y estanterías con pergaminos cuidadosamente enrollados— sino por la atmósfera que se había formado desde el instante en que Harry había cruzado la puerta. La profesora no lo había mirado directamente aún. Sus ojos se mantenían clavados en un pergamino extendido sobre su escritorio, como si reunir valor para mirarlo a él requiriera un tipo particular de concentración. Harry estaba sentado en una silla de respaldo recto, con los brazos cruzados y la barbilla ligeramente elevada, expresión de absoluta serenidad e inocencia cuidadosamente ensayada.

Desde su lugar, podía ver cómo la lluvia golpeaba los cristales del ventanal con insistencia. El cielo afuera estaba gris y pesado, cargado de tormenta, y eso no ayudaba en nada a mejorar su humor.

“Entonces,” empezó McGonagall finalmente, en ese tono que no dejaba espacio para excusas ni explicaciones teatrales, “¿quieres explicarme por qué consideraste apropiado iniciar una colecta de dinero en el patio, con pancartas y todo?”

Harry no respondió de inmediato. Se tomó su tiempo. Acomodó mejor la túnica de Slytherin sobre sus rodillas, fingió una profunda reflexión y luego ladeó la cabeza con una sonrisa leve, ese tipo de sonrisa que parecía diseñada para poner nervioso a quien la recibía.

“Era por una buena causa”, dijo con voz suave. “Ronald Weasley mira las escobas de práctica como si fueran el amor de su vida y sufre cada vez que alguien se eleva medio metro del suelo. Pensé que sería amable... no sé, ayudarlo a conseguir una escoba propia. Draco incluso sugirió que podíamos reunir algunas ramitas y hacerle una personalizada, ya sabe, para mantener la estética de los Gryffindor.”

McGonagall cerró los ojos por un segundo, como si cada palabra le arrancara un dolor de cabeza distinto.

“Eso no es gracioso, señor Potter.”

“No pretendía que lo fuera”, respondió él, aunque claramente mentía.

“No se pueden hacer recolectas públicas dentro de Hogwarts sin permiso del profesorado y de la dirección. Además, burlarse de las carencias económicas de otro alumno está completamente fuera de lugar. Es cruel.”

Harry alzó las cejas, fingiendo un escándalo que claramente no sentía.

“Profesora, yo no me burlé. Sólo intentaba ayudar. Si alguien se sintió insultado, eso ya no está en mis manos. No puedo controlar cómo reciben la generosidad los demás. Algunos lo toman bien… otros llaman a sus hermanos y montan un espectáculo.”

La profesora lo fulminó con la mirada, los labios fruncidos con fuerza.

“Podrías haber causado una pelea campal. Casi lo logras.”

Harry se encogió de hombros con teatral despreocupación.

“Técnicamente no peleé. Estaba ahí para vigilar que Draco no se metiera en problemas. Después de todo, yo no lancé ningún hechizo ni insulto. Lo que ocurrió entre los Weasley y los alumnos de sexto y séptimo de Slytherin... bueno, eso está un poco más allá de mi jurisdicción, ¿no cree?”

McGonagall estaba a punto de replicar cuando la puerta se abrió con un suave crujido. La figura alta, delgada y vestida de negro que se deslizó dentro del despacho provocó que el ambiente se tensara aún más, pero esta vez a favor de Harry.

El profesor Snape entro con sus ojos oscuros fijos en ella y la túnica ondeando con elegancia controlada, Snape caminó hacia el escritorio sin siquiera mirar a Harry. Habló antes de que McGonagall pudiera decir algo más.

“Recientemente me han informado de esta reunión. Y vengo a dejar constancia de que el señor Potter no infringió ninguna norma escrita. No organizó una pelea, no lanzó hechizos, y sus acciones, aunque irritantes, no son técnicamente sancionables.”

McGonagall exhaló por la nariz, frustrada, pero no discutió. El silencio que se formó entre ambos profesores fue como una conversación muda, cargada de juicio, resignación y orgullo mal disimulado.

Finalmente, McGonagall se volvió hacia Harry, resignada.

“Espero que no se repita algo similar en el futuro, señor Potter.”

“No lo haré, profesora. Al menos no sin el permiso correspondiente.”

“Potter…”

“¡Lo juro por el sombrero seleccionador!”

Snape giró ligeramente la cabeza, lanzando una mirada impasible hacia él, aunque la comisura de su boca parecía querer curvarse en algo muy parecido a una sonrisa.

McGonagall solo agitó la mano con un suspiro.

“Fuera de aquí.”

Harry se levantó, se sacudió invisible polvo de los pantalones y salió caminando con la dignidad de un noble injustamente condenado. No miró atrás, pero supo que Snape lo siguió con la mirada hasta que cerró la puerta.

El pasillo estaba vacío y silencioso, y Harry caminó con tranquilidad, dejando que la tensión en sus hombros se disolviera poco a poco. La túnica casi arrastrándose de su agarre, y por un instante se sintió más alto de lo que era, más dueño del mundo.

Había que admitirlo: no le molestaba hacer enojar a McGonagall de vez en cuando. Sobre todo porque era obvio que no sabía qué hacer con él. No era un Gryffindor impulsivo ni un Ravenclaw sumiso. Era otra cosa. Una combinación incómoda para los adultos. Para Hadrian, en cambio… bueno, él estaría encantado.

Claro que lo estaría. Probablemente hasta reiría cuando Draco hizo el comentario de las ramitas. Aunque... eso de las escobas nuevas fue idea suya, ¿no?

La idea le atravesó el pecho con una mezcla de fastidio y vértigo.

Hadrian se había unido oficialmente a la junta de padres de Hogwarts, y desde entonces se notaban pequeños —pero significativos— cambios. Las escobas de práctica, por ejemplo, que llevaban años sin renovarse, ahora eran modelos nuevos, pulidos, veloces. Las habitaciones comunes de algunas casas habían sido restauradas mágicamente. Hasta los pasillos más oscuros del castillo estaban mejor iluminados. Y eso no era todo.

Corría un rumor que se deslizaba por los pasillos como un viento helado: el profesor Binns, el fantasma monótono de Historia de la Magia, pronto sería... erradicado.

Esa palabra, tan grave, tan definitiva, hacía temblar incluso a los alumnos que dormían durante su clase.

No puede ser. No. No sería capaz…

Pero Hadrian era capaz. Y no solo eso: tenía la motivación, el poder y, más que nada, el tiempo para hacerlo. ¿Y si lo que imagino es cierto? ¿Y si está buscando un tutor para Dev porque…?

El pensamiento lo sacudió como un hechizo frío.

¿Y si Hadrian toma el puesto de Historia de la Magia?

El simple hecho de imaginar a Hadrian entrando por la puerta del aula, con su túnica impecable y su voz afilada, narrando guerras goblin con ese brillo extraño en los ojos… era algo perturbador.

Y también, de alguna forma, emocionante.

Harry se frotó la frente, entre frustrado y divertido.

“Por Dios, si Hadrian aparece con tiza mágica y un mapa interactivo de las eras oscuras, juro que hago explotar mi tintero.”

Pero no podía ignorar la posibilidad. No cuando Hadrian llevaba semanas recibiendo magos y brujas en la mansión, entrevistando tutores, reorganizando prioridades… ni cuando Dev le dijo que había conocido a cualquier adulto con la capacidad para enseñar de toda Gran Bretaña mágica, y que todos eran “descartados”.

Nada era temporal con Hadrian. Todo tenía un propósito. Una estrategia. Una intención.

Y si eso significaba que pronto tendría a Hadrian enseñándole Historia de la Magia… bueno.

Será mejor que me prepare. O que empiece a estudiar guerras goblin.

La promesa que Harry le había hecho a la profesora McGonagall seguía fresca en su memoria. No más recolectas. No más campañas “solidarias”. No más ideas extravagantes nacidas de una combinación explosiva entre sarcasmo, aburrimiento y una muy personal forma de interpretar el altruismo. Así que no, Harry ya no participaba activamente en la iniciativa informal de "ramitas para Weasley". Pero eso no significaba que no la disfrutara.

Sentado con toda la elegancia de un joven príncipe, con el mentón levemente alzado y la sonrisa perpetua en los labios, observaba cómo el proyecto había cobrado vida propia. Las ramitas —de diversos tamaños, colores y hasta olores— pasaban de mano en mano, entre risas contenidas, ojos brillantes y comentarios agudos que a veces cruzaban los límites del buen gusto.

Draco, por supuesto, era el alma del evento. Aunque al inicio sólo había lanzado el chiste por puro impulso, ahora parecía haberse transformado en una especie de curador artístico de la recolección. Examinaba cada ramita con el ceño fruncido, levantándolas al contraluz de las velas flotantes y declarando con un dramatismo encantador si eran “demasiado secas”, “inaceptablemente torcidas” o, en un caso memorable, “con aroma a desesperación y pobreza”.

Pero la que realmente se había adueñado del centro de atención era Daphne.

Sentada justo enfrente de Harry, con su largo cabello perfectamente trenzado y sus dedos delgados descansando sobre el mantel como si estuviera en un té formal, Daphne reía. Y no una risa cualquiera, sino una carcajada aguda, encantada, casi melodiosa, que estallaba cada vez que Harry sonreía. No cuando Draco decía algo ingenioso, ni cuando Pansy soltaba sus comentarios mordaces. Solo cuando Harry levantaba una ceja con fingida sorpresa o entrecerraba los ojos como si la idea de construir una escoba con ramitas fuera el más noble de los propósitos.

Y luego, claro, estaba lo que ocurrió justo antes del almuerzo.

Daphne, que ya estaba notablemente roja de tanto reír —las mejillas como manzanas maduras, los ojos brillando como si hubiera tomado una pócima hilarante—, se llevó una mano al pecho. Parecía que el aire le faltaba. Fue entonces cuando Pansy le dio una palmada seca en la espalda, sin mucha delicadeza.

“¡Respira, mujer! Que si te desmayas aquí nadie va a ayudarte, y menos si es por culpa de Potter.”

Daphne se limitó a asentir con la cabeza mientras se aferraba al borde de la mesa, como si estuviera a punto de caerse hacia adelante… o hacia Harry, lo cual no parecía del todo accidental.

Para cuando el grupo llegó al gran comedor, el ambiente de broma ya estaba completamente instalado en la mesa de Slytherin. La charla flotaba en el aire con esa cadencia despreocupada que tienen los niños de once años cuando sienten que el mundo gira a su alrededor. Harry había adoptado su posición habitual: en el centro del banco, con Draco a un lado y Blaise justo al otro. Daphne seguía enfrente, ahora acompañada de Tracey, que comía en silencio pero con los ojos muy atentos, como si cada palabra dicha en voz alta tuviera una segunda lectura más jugosa.

Daphne seguía contando, con el tono emocionado de una narradora de cuentos, la escena de la mañana.

“Y entonces…” dijo, usando los brazos para enfatizar. “¡entonces aparecieron tres Hufflepuff! Chiquitos, de primer año, con las túnicas todavía largas como cortinas, y nos entregaron una montaña de ramitas.”

Tracey soltó una risa breve.

“¿De verdad pensaban que iban a ayudar a construir la escoba?”

“¡Sí! Uno de ellos incluso dijo que era su contribución para la revolución contra la desigualdad material.”

Hubo un momento de silencio.

Luego, todos estallaron en carcajadas.

Las copas tintinearon. Pansy se inclinó sobre la mesa, ahogándose de la risa, mientras Theo se llevaba una mano al pecho y Draco se cubría la cara con la servilleta.

“¡Qué revolución ni qué calabazas!” soltó entre carcajadas Theo.

Harry solo sonrió, apoyando la barbilla en la palma de su mano, con los dedos cubriéndole parcialmente los labios y los ojos entrecerrados, evaluando la escena con esa mirada suya, mezcla de satisfacción y distancia irónica.

Fue entonces cuando sucedió.

Una sombra cruzó brevemente por encima de la mesa. Una lechuza elegante, de plumaje negro y ojos oscuros como obsidiana, descendió con la suavidad de un suspiro y se posó justo frente a Blaise. El ave no graznó ni se movió demasiado; sólo extendió la pata con una carta cuidadosamente enrollada, sujeta por un lazo negro con el sello de la familia Zabini.

El ambiente se congeló por un segundo, aunque nadie pareció notarlo excepto Harry.

Blaise desenrolló la carta y leyó en silencio. Nadie lo interrumpió, pero Harry percibió, por la tensión en los hombros del chico y la forma en que sus labios se apretaban, que lo que leía no era precisamente una felicitación. Luego, sin decir palabra, dobló la carta con cuidado, la deslizó dentro de su túnica y se giró… hacia él.

Se inclinó un poco, lo justo para que su rostro quedara cerca del de Harry. Demasiado cerca. El gesto era suave, pero intencionado. Y su sonrisa…

Demasiado dulce.

Demasiado calculada.

“Potter…” susurró con una voz que rozaba el susurro sedoso, “¿Me pasarías la copa? Me parece que tu lado de la mesa tiene mejor agua.”

Harry, sorprendido pero divertido, le ofreció su copa sin pensar demasiado.

“¿Agua de reyes, Zabini? Solo lo mejor para el nuevo revolucionario.”

Y Blaise rió. Bajo. Casi íntimo. Tomó la copa, bebió un sorbo y se la devolvió con una mirada que no se despegó de la de Harry.

Draco lo vio todo.

Lo vio con cada fibra tensa de su cuerpo. Con el ceño apenas fruncido y los labios apretados como si su zumo de calabaza se hubiera vuelto ácido de repente.

¿Qué diablos estaba haciendo Zabini inclinándose así? ¿Y por qué Potter le estaba sonriendo como si fueran amigos desde la infancia?

Draco sabía que Potter podía ser encantador. Podía ser tremendamente encantador cuando quería. Esa maldita sonrisa segura, ese tono de voz que parecía decir “yo domino esta sala y tú no lo sabes”, ese carisma natural que lo volvía irritante y fascinante a la vez. Pero que se lo lanzara a Zabini, justo ahí, justo delante suyo…

Y Greengrass.

Daphne, que no paraba de inclinarse hacia la mesa, como si una fuerza invisible la empujara hacia Harry. En ese momento estaba tan cerca que si Harry giraba la cabeza, su nariz podría rozar la suya.

“Potter…” dijo ella con voz suave, fingiendo inocencia, “¿quieres más tarta? Dicen que la de frambuesa de hoy es deliciosa.”

“Daphne…” respondió Harry, girando el rostro hacia ella, con una sonrisa que parecía esconder el trueno bajo una nube, “me halagas. Pero ya tengo bastante dulzura cerca mío, gracias.”

Draco bufó.

Fue un sonido leve. Apenas un exhalar. Pero Pansy lo notó. Y también Theo, que giró la cabeza hacia él con una sonrisa que decía “estás celoso” sin tener que decirlo.

Draco volvió a mirar su plato, empujando las papas con el tenedor como si fueran a rebelarse.

Maldito Potter. Maldito coqueto. Y hace tres días juraba que se casaría conmigo…

Pero claro, eso lo había dicho entre bromas. Entre risas. Entre una partida de ajedrez y una guerra de almohadas mágica en la sala común. Nada oficial. Nada serio.

¿O sí lo era?

Draco no lo sabía. Y eso era lo que más lo enfurecía.

La mañana en Hogwarts despertó con una pátina de neblina apenas disuelta por los primeros rayos dorados del sol. El aire estaba impregnado del olor a tierra mojada, a hojas frescas y al murmullo casi musical de los invernaderos que esperaban al grupo de primer año. Las botas de los estudiantes pisaban el pasto húmedo mientras descendían por el sendero que conectaba el castillo con las clases de Herbología. Las voces eran suaves, risueñas. Theo le murmuraba algo a Millicent que la hacía rodar los ojos, Daphne caminaba un poco más atrás, su moño mal hecho temblando con cada paso, mientras Draco marchaba al frente, con la espalda recta y el mentón alzado, como si fuese el líder no declarado de toda esa pequeña procesión. Harry, sin embargo, venía al final.

Iba con las manos en los bolsillos de su túnica y la mirada vagamente perdida en los árboles que bordeaban el camino. Su andar era pausado, perezoso, como si cada paso le perteneciera al mundo y no al revés. Estaba a punto de decirle algo a Pansy, que reía por lo bajo junto a Tracey, cuando un movimiento por encima de su cabeza lo hizo detenerse. La sombra fue pequeña, elegante, apenas un recorte oscuro que descendió en una curva perfecta hasta posarse sobre el muro bajo que delimitaba el sendero. Una lechuza de plumaje beige con destellos dorados lo observaba con ojos redondos y expectantes, y, sin graznar, estiró la pata donde una carta lacrada con cera negra lo esperaba.

Harry frunció el ceño con interés. Rara vez le llegaban cartas fuera de los horarios del desayuno, y nunca —hasta ahora— en medio de una caminata escolar.

La tomó con delicadeza, rompiendo el sello sin prisa. El nombre en la esquina del reverso, garabateado con caligrafía familiar, le sacó una sonrisa de lado.

Dev.

El papel crujió al desplegarlo, y Harry empezó a leer mientras caminaba, sus pasos quedando algo rezagados respecto al grupo.

Hadrian está haciendo algo raro. Acabo de escuchar a dos elfos hablar del apellido Zabini, y cuando pregunté bien, uno dijo que cree que están arreglando tu compromiso con uno de esa familia. No confío en eso. No sé si tú ya sabías, pero si no, mejor ten cuidado, Harry. No me gusta ni un poco. Si escucho algo más, te lo contaré. Ah, y Hadrian ya me eligió un tutor. Se llama Remus Lupin. Es amable. Creo que me agrada. Dice que va a quedarse en la mansión con nosotros… Espero que estés bien. Te escribiré pronto.

Harry no se detuvo. Ni alzó la vista. Pero sus ojos pasaron por cada palabra con la precisión de una daga. Al terminar, dobló la carta con cuidado, como si sus bordes quemaran, y la deslizó dentro del interior de su túnica, donde siempre guardaba cosas importantes.

El aire alrededor pareció volverse más frío.

¿Un compromiso con un Zabini? ¿Con Blaise? ¿Ahora?

Todo tenía sentido. Los susurros, las sonrisas, la cercanía repentina desde ayer al término del almuerzo. El modo en que Blaise se le había inclinado, rozando el límite entre lo casual y lo deliberado, como si supiera algo que Harry no. Como si le hubieran dado permiso para acercarse. Y la forma en que le sirvió agua como si estuvieran en un baile formal, no en un almuerzo escolar. Blaise no daba pasos en falso. Era como una pantera: suave, elegante, pero nunca ingenuo.

Y ahora resultaba que Hadrian —su guardián, el hombre que supuestamente quería que Harry y Draco estuvieran juntos— estaba moviendo piezas por detrás. Jugando ajedrez con nombres y sangre.

¿Blaise como esposo… y Draco como qué? ¿Un amante secreto? ¿Una distracción? No. Hadrian conoce demasiado bien a Draco como para pensar que aceptaría ser la sombra.

El rubio era todo orgullo. Todo fuego contenido en porcelana fina. Draco Malfoy jamás aceptaría el segundo lugar, ni en su propia vida, ni en la de Harry. Y Harry… bueno, él tampoco era el tipo de persona que pudiera imaginarse casado con alguien sólo por conveniencia.

Suspiró. Bajó la vista un instante y apretó los labios.

No voy a preguntar nada todavía. No hasta saber más. Solo tengo que observar. Entender por qué. Hadrian nunca hace nada sin motivo.

Apresuró un poco el paso. Theo lo volteó a ver con curiosidad cuando lo alcanzó, pero Harry sólo le ofreció una sonrisa de costado que no decía nada y lo decía todo al mismo tiempo.

El invernadero ya estaba a la vista. Una estructura cálida, casi viva, con cristales empañados y marcos de hierro negro que parecían respirar junto al follaje que albergaban. Desde dentro, se escapaban olores dulces, terrosos, y el zumbido perezoso de insectos mágicos que brillaban brevemente al cruzar los ventanales.

Pero Harry no miraba las plantas.

Sus ojos se alzaron, como por instinto, y encontraron a Blaise.

El moreno estaba justo en la entrada del invernadero, conversando con Daphne, que se reía bajito mientras jugueteaba con la manga de su túnica. Pero cuando Harry se acercó, Blaise lo notó, y la forma en que su rostro se iluminó no fue sutil.

“Potter” saludó con voz baja, como si su nombre fuese un secreto que sólo él tenía derecho a pronunciar. “¿Todo está bien?”

Harry arqueó una ceja, su sonrisa naciendo con naturalidad peligrosa.

“¿Tú qué crees?” replicó. “Después de la ovación que recibí ayer por oponerme a las manualidades forzadas.”

La risa de Blaise fue suave, casi encantada.

Daphne hizo un puchero encantador. “Ya nadie habla de eso, Harry. Ahora todos hablan de cómo el jardinero creyó que los Weasley estaban fabricando escobas de verdad.”

“¿Y no era así?” preguntó Harry, con fingida sorpresa.

Daphne negó con la cabeza, divertida. “Por favor. Ni con magia. Lo mejor que podrían armar es una trampa para ratas.”

Los demás soltaron carcajadas. Incluso Theo tuvo que apoyarse en un banco para no caerse de la risa.

Blaise, mientras tanto, se acercó un poco más. Ya no lo tocaba, pero su proximidad era lo bastante calculada para que Harry lo sintiera como un campo eléctrico. Sus ojos oscuros se mantenían fijos en los suyos, como si buscara respuestas que aún no se formulaban.

Harry le sostuvo la mirada. No la rompió. No se inmutó.

“Por cierto, Zabini…” murmuró de pronto, inclinando apenas el rostro, su tono como terciopelo sobre una cuchilla. “¿Tienes familia numerosa?”

Blaise parpadeó. “¿Eh? No, sólo mi madre y yo. ¿Por qué?”

“Oh, por nada.” Harry sonrió con los labios, no con los ojos. “Sólo quería saber cuántos compromisos matrimoniales se pueden organizar desde un solo apellido.”

Blaise lo miró con detenimiento, y durante un segundo, su sonrisa se quebró en una línea tensa. Luego, volvió a componerla con elegancia. “Qué curioso. Creí que eso sólo pasaba en los cuentos.”

“Sí... Cuentos donde las princesas se casaban con sapos y terminaban en mansiones oscuras, encerradas por dragones.” Harry parpadeó con inocencia. “Afortunadamente, yo no soy princesa. Y no tengo intenciones de besar a nadie que croe demasiado cerca.”

Los murmullos entre los demás se volvieron risas contenidas.

Blaise lo miró con intensidad. No replicó. No hacía falta.

Draco, desde unos pasos detrás, había escuchado todo. Y no sabía si sentirse satisfecho o aún más enfurecido. Porque Potter podía bromear, podía jugar con los dobles sentidos, pero sus palabras eran demasiado afiladas como para ser sólo un juego.

La noche en Hogwarts se extendía como una sábana húmeda de terciopelo negro, salpicada por la bruma y la pálida luz de las antorchas que flotaban como luciérnagas cansadas en los pasillos más altos del castillo. El aire olía a piedra antigua, a cera derretida y a la humedad que se colaba entre las ropas como dedos fríos. Eran casi las diez, y el grupo de Slytherins de primer año —envueltos en túnicas oscuras, bufandas arrastradas por el peso de la gravedad y libros mal acomodados entre brazos y bolsos— ascendía trabajosamente por los corredores en dirección a la Torre de Astronomía.

Los pasos resonaban entre las paredes altas, produciendo un eco que se multiplicaba como si el castillo se burlara de su lentitud. Las escaleras parecían multiplicarse con cada tramo. A esas alturas, hasta la voz de Theodore comenzaba a sonar jadeante, aunque no lo admitiera ni bajo juramento inquebrantable.

Pero entre todos ellos, solo uno parecía estar atravesando un drama griego a cada peldaño.

El joven Potter caminaba con una teatralidad que desafiaba toda lógica humana. A cada paso, soltaba un gemido diferente, como si su cuerpo estuviese siendo arrastrado por una fuerza invisible hacia la tragedia más exagerada que su imaginación pudiera recrear. Llevaba una mano sobre el corazón y la otra colgando como un pañuelo abandonado por una condesa victoriana.

“¡Ay!… mi corazón… ¡ay! mi pulmón… ¡ay!… ¡ay!… ¡ay! ya me quedo aquí.”

La queja salió en un tono tan dramático que Millicent tuvo que morderse el puño para no soltar una carcajada que hubiera despertado a los cuadros dormidos en los muros. Justo detrás, Theodore rodó los ojos con una sonrisa dibujándose en la comisura de sus labios.

“Potter, no puedes faltar de nuevo, vamos…”, dijo Theo, dándole un empujón suave en la espalda con su mochila, “ya no estamos tan lejos.”

Pero Harry, que ahora había comenzado a subir los escalones con movimientos cada vez más lentos, como si de verdad cargara una maldición sobre sus hombros, se detuvo en seco en la curva de una escalera particularmente empinada y se dejó caer con un suspiro agónico.

“No… ya no puedo más…”, murmuró, extendiendo su brazo hacia la nada con una solemnidad que habría hecho llorar a cualquier director de teatro, “díganle a mi familia que lo di todo…”

El grupo entero se detuvo en seco.

La forma en que Harry se había dejado caer —con la cabeza recostada en un escalón, los ojos semiabiertos y una mano en la frente— era tan ridícula como artística. Parecía una princesa maldita que acababa de comer una manzana envenenada, pero con más escándalo.

“Potter… levántate.” La voz de Draco, unos peldaños más arriba, sonó firme, exasperada y peligrosamente al borde de una carcajada. Lo observaba desde la altura, con una mezcla explosiva de fastidio y encanto oculto bajo su ceño fruncido.

Harry, en lugar de obedecer, levantó la cabeza hacia él con una lentitud exagerada, dejando que su cabello rebelde se desplazara con teatralidad por su frente.

“Veo la luz… ahí voy, San Pedro…”

Una explosión contenida de risas sacudió al grupo. Millicent se apoyó en la barandilla como si no pudiera sostenerse del ataque de risa, y Daphne ocultó su rostro en su bufanda, temblando por la carcajada silenciada. Pansy parecía a punto de hiperventilar, sujetando el brazo de Theo mientras las lágrimas le empezaban a brotar por los ojos.

“¿Quién es ese?” murmuró Vincent con genuina confusión, mirando a Harry como si lo estuviera viendo por primera vez.

Pero nadie respondió. ¿Qué iban a decir? ¿Que ese era Harry Potter? ¿El mismo que en clase de Defensa podía lanzar hechizos con una precisión irritante? ¿El mismo que acababa de declararse moribundo en mitad de una escalera como si estuviera representando Hamlet?

“Harry Potter, he dicho que te levantes.” La voz de Draco sonó más fuerte esta vez, autoritaria, tan propia de él. Dio un pisotón en el suelo para enfatizar su orden, y Harry tuvo que morderse el labio para no soltar una risa.

Tan tierno… cuando se enfada así. Como un gato con demasiado orgullo.

“No puedo, dragón mío…” suspiró Harry, cerrando los ojos con falsa resignación y llevándose la mano al pecho, “he llegado a la cumbre de mi muerte…”

Eso fue todo. Las carcajadas estallaron. Theo se tiró al suelo de la risa. Pansy cayó de rodillas como si necesitara rezar. Incluso Greg se abrazaba el estómago.

El único que no reía… era Blaise.

Blaise observaba todo en silencio, con la mirada afilada, los labios apenas curvados en una línea neutral que ocultaba mal el desagrado. No era el tipo de chico que toleraba las bromas con tanta soltura, y mucho menos cuando cada uno de los comentarios de Harry terminaba con alguna mirada furtiva o frase cargada hacia Draco.

Porque Harry no hablaba al aire. Cada palabra, cada “dragón mío”, cada mirada, era para él. Para Draco. Y Draco, aunque fingía estar exasperado, aunque fruncía el ceño y apretaba los labios, se notaba en su rostro pálido el leve rubor, la tensión en la mandíbula, el deseo casi imposible de ocultar de no sonreír.

“Vamos a llegar tarde.” Blaise interrumpió, con voz baja pero clara, molesto.

El grupo pareció recordar súbitamente que había una clase esperando por ellos, y el tiempo se les escurría. Pero Harry no parecía tener prisa. Él levantó una mano en el aire, como si convocara a una corte imaginaria.

“¡Los he reunido aquí, vasallos míos!” anunció con voz vibrante, casi operática. “En esta torre de fatal destino, donde mis pulmones se han rendido y mi alma se despide del mundo…”

“Te voy a matar y arrastraré tu cuerpo si no te levantas en cinco segundos.” gruñó Draco mientras bajaba los peldaños hacia él con su mochila en la mano.

Harry alzó la mirada, dramatizando aún más la escena.

“La muerte… me abre sus puertas… y yo he aceptado su dulce…”

Draco le soltó un golpe seco con su mochila en la cabeza. No fue violento, pero sí lo suficiente como para hacer que Harry soltara una carcajada espontánea y se llevara la mano al lugar del impacto como si le hubieran arrojado una piedra.

“¡Ay! ¡Has lastimado al elegido!” gritó, fingiendo horror.

“Más te valdría callarte.” Draco lo miraba con una expresión que oscilaba entre la furia y una sonrisa contenida a duras penas.

Gregory, sin más palabras, lo tomó por debajo de los brazos y lo levantó como si fuese una bolsa de plumas.

“Suéltenme, plebeyos. ¡Soy un príncipe!” exclamó Harry mientras era alzado, sacando risas de todos los presentes. “¡Este cuerpo es patrimonio mágico del reino de la serpiente!”

Mientras subían por los últimos tramos, cruzándose con varios Ravenclaws que también se dirigían a la torre, Harry continuó su interpretación como si estuviese en plena obra.

“Salve, sabios del cuervo. Vuestra presencia engrandece este humilde sendero hacia las estrellas.” dijo con reverencia exagerada a un par de chicos que no supieron si reírse o salir corriendo.

Los murmullos continuaban. Las risas también. Theo, Millicent, Greg, Daphne, Tracey, Vincent, Pansy… todos se divertían con el espectáculo de Harry. Incluso Draco, aunque se mantuviera serio, no dejaba de mirar por el rabillo del ojo cada frase que Harry lanzaba como dardos disfrazados de poesía… y cada vez que su nombre era mencionado como si fuera el centro de la tragedia, más le subía el color a las mejillas.

Pero Blaise…

Blaise iba unos pasos por detrás, en silencio, con el rostro tenso. Su mirada no se apartaba de Harry, y no precisamente por encanto.

Él sabía que algo estaba ocurriendo. Algo que escapaba a las bromas. Porque cada palabra de Harry tenía filo. No eran solo risas. Era un juego en el que Potter marcaba las reglas… y parecía que Draco jugaba sin saberlo.

Y Blaise odiaba no tener control.

Chapter 24: ¿Sólo te quedarás ahí y me oirás llorar?

Summary:

😭 Que alguien salve a Dev😭

Advertencias:

Ataque de un licántropo a un muggle
Tortura psicológica y física.
Mala paternidad de parte de Hadrian hacia Dev

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Septiembre

La mansión Peverell estaba sumida en una calma artificial, casi siniestra, como si la casa misma supiera que Hadrian acababa de cruzar su umbral. No era el aire lo que había cambiado, ni la temperatura—sino algo mucho más sutil, más íntimo—el latido invisible que regulaba todo lo que respiraba bajo su techo. Dev lo sintió antes de siquiera escucharlo: ese vacío que se había instalado en su pecho se llenaba de algo inmenso, cálido, pero también abrumadoramente asfixiante.

Estaba sentado al pie de la escalera, con una manta cubriéndole los hombros, demasiado grande para su cuerpo delgado. Sus rodillas estaban dobladas, abrazadas contra su pecho. Parecía haberse quedado allí esperándolo, sin moverse, como si el tiempo solo pudiera avanzar cuando Hadrian regresara.

Y lo hizo.

La puerta se abrió sin ruido, como si hasta las bisagras se sometieran a su voluntad. Y al verlo entrar, Dev no pudo contenerlo, el suspiro quebrado, el temblor en los labios, la forma en que sus ojitos se llenaron de lágrimas silenciosas.

“P… papá…”

La palabra se escapó de sus labios con la facilidad de un hábito aprendido a la fuerza, moldeado a través de meses de exigencias disfrazadas de cariño. La había dicho tantas veces en voz baja, temblorosa, con miedo a no decirla en el tono correcto, con el amor exacto que Hadrian exigía. Y aun así, en ese momento, le salió con algo parecido a alivio. A necesidad.

Hadrian sonrió al escucharlo. No fue una sonrisa dulce. Fue una sonrisa satisfecha, lenta, que se arrastró por su rostro con el peso de un cálculo bien hecho. No dijo nada de inmediato. Se acercó despacio, su presencia llenando el espacio como una sombra viva, y cuando estuvo frente al niño, se agachó para quedar a su altura.

“Mi pequeño Dev,” murmuró con una voz que parecía seda negra, “has crecido hasta extrañarme.”

Dev asintió con rapidez, desesperado por agradarle, por no arruinar ese momento. Las lágrimas comenzaron a rodarle por las mejillas, cálidas, silenciosas. “T-te extrañé tanto… no sabía si volverías… te esperé todo el tiempo.”

Hadrian alzó una mano y con un gesto lento, casi ritual, le limpió una lágrima con el pulgar. “Claro que volví. Siempre vuelvo. Tú eres mío, ¿lo recuerdas?”

El niño asintió, bajando la cabeza. “S-sí, papá…”

Hadrian se incorporó entonces, su figura alta proyectando una sombra alargada sobre la alfombra bajo los pies del niño. Se giró ligeramente hacia el ventanal y entrecerró los ojos, como si hablara más consigo mismo que con Dev.

“La luna será en dos noches.”

La voz fue tranquila, pero su peso cayó sobre Dev como una losa. El niño se tensó, sus deditos apretando los bordes de la manta, encogiéndose contra sí mismo.

Y luego, como si ese detalle menor no bastara, Hadrian giró la cabeza apenas para lanzar la siguiente frase, con la suavidad de un cuchillo entrando bajo la piel.

“Y Petunia será tu compañía.”

“No… por favor no…” Dev murmuró, casi sin aire, como si el peso de ese destino se le enroscara en la garganta. “Por favor, no me pongas con ella. No quiero…”

No terminó de hablar.

En un solo movimiento, Hadrian se agachó de nuevo, rápido como un halcón que cae en picada, y le tomó el mentón al niño con una fuerza que hizo que Dev soltara un pequeño quejido. Los dedos largos del hombre le apretaron las mejillas con firmeza, girándole el rostro hasta que sus ojos—llenos de lágrimas y confusión—no pudieron mirar a otro sitio que no fuera ese abismo insondable que eran los ojos de Hadrian.

“¿Qué dijiste?”

Dev negó con la cabeza como pudo, pero Hadrian no aflojó el agarre. Lo obligó a mirarlo, a no desviar los ojos ni un segundo.

“Repítelo,” ordenó, su voz ahora más baja, más oscura, una amenaza envuelta en terciopelo. “Porque me pareció que estabas cuestionando mis decisiones.”

“No…” susurró Dev, su voz quebrándose en mil cristales. “N-no lo hacía… papá…”

Esa palabra volvió a salir, esta vez con desesperación, como si fuera una plegaria.

Hadrian inclinó el rostro hacia el suyo, tanto que sus respiraciones se mezclaron. “Entonces dilo. Dime que lo harás.”

Dev tembló. No había un solo rincón de su cuerpo que no se sintiera atrapado en ese momento, en esa exigencia. Quería gritar. Quería huir. Pero lo único que salió fue un susurro derrotado, ahogado entre lágrimas:

“Lo… lo haré.”

El agarre de Hadrian se aflojó, y por un instante pareció satisfecho. Acarició la mejilla adolorida del niño como si hubiera hecho algo bondadoso, como si la violencia que acababa de ejercer fuera una expresión de cariño.

“Sabía que lo harías,” dijo con esa sonrisa suya, calmada, perfecta. “Eres tan bueno. Tan obediente. Y si lo haces bien, tendremos nuestro momento juntos… como te prometí, ¿recuerdas?”

Dev asintió con los ojos cerrados, como si hacerlo rápido lo salvara de algo peor.

Hadrian se incorporó por completo, su sombra ondeando ligeramente al moverse. Luego, en una última caricia distorsionada, pasó los dedos por el cabello del niño.

“Descansa. Mañana prepararemos todo.”

Y mientras se alejaba, Dev quedó ahí, con la cara aún húmeda, el pecho aún apretado por ese miedo que siempre llevaba dentro… pero que, al menos por esa noche, se sentía ligeramente anestesiado por el hecho de que Hadrian había regresado.

Había vuelto. Y eso, en su pequeño corazón roto, bastaba para seguir aguantando.

La celda parecía contener su propia respiración. Las paredes, de un gris gastado por el tiempo y la humedad, estaban reforzadas con una capa de magia que pulsaba con una calma cruel, como si esperara. Hadrian estaba arrodillado frente a la pared norte, su varita girando entre los dedos con una precisión metódica. Murmuraba encantamientos en voz baja, sellando las grietas con runas oscuras que destellaban con una luz tenue antes de desvanecerse. La piedra misma parecía estremecerse a su paso.

Detrás de él, de pie con el cuerpo tenso y los brazos abrazándose a sí mismo, estaba Dev. Lo más lejos posible del centro de la celda, como si cada paso más cerca lo empujara un poco más cerca de la locura. La luz apenas alcanzaba a tocar su rostro, dejando sombras bajo sus ojos y haciendo que su piel, ya pálida por el agotamiento, pareciera hecha de cera.

El olor en la celda era espeso. Hierro viejo, sudor, excremento seco, magia rancia… y debajo de todo eso, un rastro de sangre impregnado en la piedra como si las paredes respiraran ese aroma con cada luna. Dev no necesitaba cerrar los ojos para recordar. La celda hablaba por sí sola.

Ahí fue… ahí mismo fue donde me rompí la pierna cuando el lobo se lanzó contra la pared. Aquí… aquí me arrastré con los dedos… quería que amaneciera… quería morir antes de que amaneciera.

Cada rincón de esa celda era un eco de su propia voz gritando el mes pasado. Gritando cuando el lobo se apoderó de él y su cuerpo, pequeño, demasiado frágil para resistirlo, se convirtió en campo de batalla entre el niño y la bestia.

Pero esta vez no estaría solo.

Esta vez, no sería el único monstruo encerrado.

Dev tragó saliva con dificultad. Su garganta estaba seca, su cuerpo temblaba sin pausa. El frío no era el culpable. Era el terror. La certeza inquebrantable de que no importaba cuánto suplicara, no importaba cuánto llorara o se negara. Hadrian no cambiaría de opinión.

La voz del hombre rompió el silencio con una suavidad demasiado limpia para el lugar en el que estaban.

“Perfecto. Ya casi está lista.”

Dev apretó los puños. La piel de sus nudillos se tornó blanca.

Hadrian se giró hacia él con calma. Su andar era sereno, impecable, como si estuvieran en una biblioteca y no en un calabozo diseñado para contener horrores. Se detuvo frente al niño, y con una ternura vacía le acomodó un mechón de cabello negro que se le había pegado a la frente sudorosa.

“Ven. Es momento de ir por nuestra invitada.”

La puerta quedó abierta tras ellos mientras descendían. Hadrian convocó una esfera de luz que flotó por delante, arrojando sombras temblorosas sobre las paredes de piedra húmeda. Bajaban. Más y más profundo. El aire se volvía espeso, casi mohoso, y cada escalón parecía querer tragarse los pies de Dev.

No quiero bajar. No quiero verla. Por favor, que esté muerta. Que esté muerta.

Las celdas más bajas no tenían ventanas. El aire no corría, era un encierro absoluto. Dev sintió que los pulmones le dolían. No por falta de oxígeno, sino por el miedo que le comprimía el pecho como un hierro candente.

Al llegar a la última puerta, Hadrian se detuvo y le tendió una llave.

“Ábrela.”

Dev tembló. Pero sus dedos, ya entrenados en obedecer, tomaron la llave y la insertaron en la cerradura. Cada clic resonó como un golpe en su mente.

Empujó la puerta.

La oscuridad lo recibió con un olor tan pútrido que apenas tuvo tiempo de apartarse para vomitar hacia un rincón.

El sonido que vino después lo hizo retroceder otro paso. Un arrastre. Un movimiento leve. Pero suficiente.

Está viva.

En un rincón, en medio de esa oscuridad que parecía devorar la luz de la esfera flotante, la figura encorvada de Petunia se movió. Sus manos, con la piel a medio sanar y quemaduras mal cerradas, se cubrían el rostro. Los mechones de cabello eran jirones pegados al cuero cabelludo, y de su garganta salía un sollozo que no parecía humano.

Hadrian entró, cruzando la celda con la misma tranquilidad de siempre. Dev quiso cerrar los ojos, pero no podía. Quedó paralizado, viendo cómo Hadrian alzaba la varita y conjuraba una cadena que se deslizó como una serpiente hasta enroscarse alrededor del cuello de la mujer.

Petunia gritó.

“¡Bastardo! ¡Monstruo! ¡Déjame morir, maldito!”

Hadrian solo sonrió.

“Shhh. No digas eso, querida tía. Aún puedes ser útil.”

Dev se cubrió los oídos. Las arcadas volvieron. Pero no tenía más qué vomitar.

Hadrian se giró hacia él y le tendió una mano, como si invitara a un paseo. Dev dio un paso, temblando, y cuando el hombre lo rodeó con un brazo, lo acercó a su costado con una suavidad desconcertante.

“Todo está bien,” murmuró. “Estoy aquí. Papá está aquí.”

Papá…

Dev cerró los ojos con fuerza, pero el hedor seguía ahí. El calor de la sangre vieja. El gemido agudo de Petunia cuando fue arrastrada fuera de la celda como un animal.

Mientras subían, Dev trataba de no mirar. No mirar cómo la cadena se tensaba cuando ella se resistía. No oír cuando Hadrian tarareaba una melodía infantil mientras subían peldaños que parecían eternos.

“¿Qué vas a hacerme?” gritó Petunia entre sollozos. “¿Qué vas a hacerme esta vez, demonio?”

Hadrian solo sonrió, sin mirar atrás.

“Oh… solo lo necesario.”

Dev se tapó los oídos otra vez. Pero aún así la escuchaba. La sentía. Y su cuerpo ya no era suyo. Los huesos le dolían. La columna ardía.

Está despertando… el lobo…

En la celda del inicio, Hadrian colocó a Petunia contra la pared, la cadena firmemente sujeta a un anillo mágico que brillaba con una runa escarlata. Dev retrocedió. El olor a carne, a cicatrices abiertas, lo golpeó de lleno.

Quería correr. Quería morirse.

Pero entonces Hadrian se arrodilló frente a él.

Tomó sus manos y las bajó lentamente de sus oídos.

“¿Quieres irte?”

Dev negó con la cabeza. “No…”

Hadrian acarició su rostro con el dorso de la mano. “Eres un buen hijo.”

Dev tembló. La columna le crujió de pronto y su respiración se hizo más profunda.

En su interior, el lobo ya no dormía.

Gruñía. Esperaba. La luna se alzaría en cuestión de horas. Y la celda… ya estaba lista.

La puerta se cerró con un estruendo sordo. El chasquido metálico de la cerradura mágica selló el destino de Dev esa noche. Fue un sonido breve, pero desgarrador. Como si la celda misma se tragara la última esperanza.

El aire era denso, irrespirable. Olor a moho, sangre vieja y algo más… algo putrefacto que se había impregnado en cada grieta de las piedras. El hedor subía por las paredes húmedas como una enfermedad invisible. Y en medio de todo eso, Dev.

De pie. Solo.

El centro de la celda estaba frío, el suelo húmedo le empapaba las plantas de los pies a través de las suelas delgadas. La cadena que mantenía a Petunia unida al muro se arrastraba detrás de él, tintineando débilmente con cada movimiento que ella hacía al forcejear.

Pero Dev no la oía.

No del todo.

Sus oídos zumbaban, como si estuvieran sumergidos en agua. Su respiración era irregular, ruidosa. Jadeaba con una desesperación que le raspaba la garganta. El corazón latía tan fuerte que parecía que fuera a romperle el pecho, a huir de su cuerpo antes que él mismo pudiera hacerlo. Intentaba no mirar a Petunia. Intentaba no escucharla gritar. Pero sus alaridos eran tan agudos, tan desesperados, que se colaban incluso por las grietas de su mente.

Dev alzó la vista hacia la pequeña ventana rectangular en lo alto de la pared. La luna aún no estaba completa en su ascenso, pero se acercaba. La luz pálida comenzaba a filtrarse en haces delgados que tocaban apenas la piedra como dedos fríos.

Y entonces… comenzó.

Un temblor. Un espasmo en los dedos de sus pies. Luego en las manos. Sus uñas se curvaron levemente sin que él las moviera.

El miedo se instaló de lleno en su pecho. Pero era distinto. Más visceral. Más denso. No… no todavía… aún no…

Trató de respirar hondo, pero su espalda se arqueó de golpe. Un alarido agudo le escapó de la garganta al sentir cómo sus costillas crujían con una violencia monstruosa. Se cayó de rodillas, las palmas abiertas contra el suelo, temblorosas. Sus ojos se fueron hacia atrás, la esclerótica blanca brillando bajo la tenue luz.

La voz de Hadrian, suave, sibilante, se deslizó en su mente como veneno. Lo último que escuchó antes de que el dolor lo devorara.

“Diviértete.”

Un grito lo desgarró desde el interior. Las vértebras de su columna se movieron como si una mano invisible las arrancara una por una. Su cuerpo pequeño convulsionó, sacudido por ondas de dolor inhumano. Sus huesos se alargaron, se quebraron y se unieron otra vez, solo para romperse de nuevo en patrones imposibles.

Las uñas se volvieron garras. La piel crujió al estirarse, al rasgarse. Los músculos se inflaron como si explotaran bajo la piel. pelaje negro brotó de sus oídos, de su nariz, de su boca abierta en un grito que ya no era humano. Los ojos, que habían sido azules cálidos, se tornaron dorados, encendidos como brasas.

Petunia gritaba.

Pero ahora sí la oía.

“¡NO! ¡NO! ¡DIOS, NO! ¡NOOOOO!”

Dev cayó de lado, su cuerpo sacudiéndose con espasmos violentos. De pronto, su mandíbula se rompió con un chasquido hueco y grotesco. Y en su lugar, un hocico comenzó a empujar hacia afuera, rompiendo la carne, esculpiendo una nueva forma con el sufrimiento como cincel.

La piel de su espalda se abrió y de ella emergió un pelaje áspero, oscuro, manchado de sangre. Las piernas se torcieron hacia atrás con un sonido como ramas partidas. Sus pies se curvaron, los dedos se alargaron hasta formar zarpas. Las orejas se elevaron, puntiagudas. Y su pecho, aún pequeño, se expandió hasta lo grotesco para poder albergar los pulmones de la criatura.

Un último espasmo sacudió su cuerpo. El aire de la celda pareció congelarse.

Y entonces… silencio.

El lobo alzó la cabeza.

Grande. Majestuoso. Y monstruoso.

Sus ojos, aún ardientes, se fijaron en Petunia.

Ella temblaba. Ya no gritaba. Estaba acurrucada contra la pared, jadeando, con la cara desfigurada aún más por el terror. La cadena la mantenía en su lugar, pero no podía evitar que se orinara encima al ver cómo aquella bestia se erguía sobre cuatro patas, el hocico ensangrentado, la respiración pesada.

La criatura que había sido Dev se acercó lentamente, sin prisa, como si disfrutara el miedo de su presa.

Juega, había dicho Hadrian.

Y el lobo obedecía.

La primera embestida no fue mortal. Fue un zarpazo en el costado, que lanzó a Petunia contra el muro con un golpe seco. Gritó, gritó como nadie jamás había gritado, pero la criatura no se detuvo. No buscaba matarla. Solo quería… destrozar.

Mordidas superficiales, desgarrones en la piel que no alcanzaban el hueso. El lobo la levantó por el vestido sucio y la lanzó de un lado al otro como si fuera un muñeco. Cada grito de la mujer era un coro que enloquecía más a la bestia.

Y desde fuera, Hadrian reía.

Su risa no era humana.

Asomado por la escotilla oculta, sus ojos brillaban con una euforia enferma. Apretaba los dedos contra la piedra, el aliento cálido empañando el cristal encantado.

“Oh… precioso…” murmuró, con la voz hinchada de dicha. “Mírate… mírate.”

La criatura lanzó otro zarpazo, arrancando un trozo de piel del brazo de Petunia. Ella gritó. Se revolvió. El lobo gruñó, caminando en círculos a su alrededor, observándola. La olía. La probaba. Y cuando no la lastimaba físicamente, la aterrorizaba, mostrando los colmillos, dejando que su aliento caliente le lamiera la cara.

Hadrian no podía dejar de reír. Apoyó la frente contra la piedra, extasiado.

“Mi hijo…”

En algún lugar dentro del cuerpo de la criatura, Dev gritaba. Gritaba como si su alma se partiera, como si pudiera arrancarse el pecho y salir. Pero ya no era dueño de sí mismo. El lobo era dueño. Y el lobo obedecía.

Obedecía a su padre.

La noche apenas comenzaba.

Y la luna, ahora completa en el cielo, lo bañaba todo en un resplandor macabro.

Octubre

El salón de la mansión era demasiado amplio para el silencio que lo llenaba. Cada sonido —el crujido de la leña en la chimenea, el roce del pincel contra el papel, el leve tintinear del hielo en el vaso de cristal que Hadrian sostenía entre los dedos— se volvía protagonista. Las paredes vestidas de terciopelo oscuro parecían observar, más que proteger, y la luz que bajaba de los candelabros oscilaba con una languidez casi ominosa, como si todo el salón respirara con una calma contenida, esperando.

Dev estaba sentado en el suelo, justo sobre la alfombra que tanto le gustaba porque era suave y tibia, y tenía tonos tan profundos que parecía que podía hundir los dedos en ella y tocar el color. Tenía las piernas cruzadas, la espalda ligeramente encorvada, y frente a él un nuevo cuaderno de hojas gruesas que Hadrian le había dado hacía dos días. En la esquina inferior derecha, el logo dorado de una editorial francesa brillaba cada vez que la luz lo tocaba.

Estaba pintando. Con concentrada devoción.

Su mano izquierda sostenía el borde del cuaderno mientras la derecha acariciaba el papel con delicadeza, como si no pintara, sino que despertara algo dormido en la hoja. Usaba acuarelas, porque a Hadrian le gustaba el efecto que dejaban, cómo los colores se deshacían unos en otros como si respiraran juntos. Estaba terminando el retrato de una criatura que había soñado la noche anterior: un ciervo hecho de ramas secas y fuego, con los ojos de color ceniza.

Hadrian no decía nada desde hacía más de quince minutos. Solo bebía.

El hielo en su vaso se golpeaba con cada trago. Dev conocía ese ritmo. Un golpeteo ligero, luego silencio, luego otro. Como el tic-tac de un reloj enfermo. Sabía también que no debía hablar aún. Que Hadrian estaba pensando.

Dev bajó la mirada y siguió pintando, aunque su mente no lograba apartarse del pensamiento que lo perseguía desde el primero de octubre: en dos semanas sería luna llena. Otra vez.

Y esa vez...

Esa vez ella también se convertirá.

Apretó el pincel entre los dedos, y el trazo se volvió más grueso, más sucio. Lo corrigió de inmediato. No quería arruinarlo. Hadrian le había dicho que le encantaban sus dibujos. Que era tan talentoso, tan dotado, tan único.

Y Dev vivía por esos momentos.

Por esa mirada orgullosa, ese tono suave que usaba cuando lo elogiaba. Se esforzaba tanto por ser digno de eso, por atraparlo, por mantenerlo.

Pero luego venían los otros recuerdos.

Los de septiembre.

La puerta de la celda crujiendo al abrirse. El aroma denso de la sangre. Y Hadrian de pie, inmóvil, con los ojos brillando como si el horror fuera una obra de arte que lo conmoviera.

Petunia seguía viva. Apenas.

Y Hadrian no la mató. No, la dejó vivir. La dejó tirada en el suelo durante días, jadeando, su cuerpo apenas más que una masa palpitante de carne desgarrada, y cada vez que Dev se atrevía a preguntar —con voz baja, con palabras cautas— cuándo la ayudaría, Hadrian sonreía.

Una sonrisa suave. Una sonrisa terrible.

“Cuando tú estés mejor. No quiero que te sientas culpable por haberla destruido, aún no. La herida necesita tiempo para enseñar.”

Dev tragó saliva. El recuerdo aún lo hacía temblar.

No pienses. No pienses en eso. Pinta. Sonríe. Sé bueno.

Se puso de pie con cuidado, el cuaderno entre las manos. Caminó hasta donde Hadrian estaba sentado en su sillón de cuero oscuro, y estiró los brazos con la pintura entre las manos.

Hadrian bajó la copa y alzó la mirada.

Sus ojos recorrieron el dibujo con un destello lento. Silencioso.

Luego, sonrió. “Es hermoso.”

Dev respiró. “¿Sí?”

Hadrian alzó una mano y acarició con los dedos el cabello oscuro del niño, dejando que el pulgar se deslizara por su mejilla. Luego, se inclinó y besó su frente.

“Sí, mi amor. Tus manos están llenas de cosas extraordinarias. Y yo quiero que el mundo las vea algún día.”

Dev bajó la vista, apretando el cuaderno contra el pecho, sintiendo ese calor en el pecho que siempre venía con las palabras de Hadrian.

“Ve a cambiarte.” La voz fue suave, pero inequívoca. “Hoy llegarán los primeros tutores. Quiero que estés listo para conocerlos.”

Dev asintió. “¿Tutores?”

“Sí. Personas que te enseñarán en casa. Estoy... buscando a la adecuada.”

Dev sabía que no era cierto. O al menos, no del todo.

No buscaba a cualquiera. Hadrian esperaba a alguien.

Dev lo sabía.

Lo había escuchado. Las noches en que Hadrian no dormía, las noches en que paseaba por el despacho murmurando el mismo nombre una y otra vez. “Remus…”

Susurrado. Casi acariciado.

Dev nunca lo interrumpía.

Sabía que ese nombre traía algo oscuro. Algo importante.

Los tutores comenzaron a llegar pasadas las cuatro de la tarde.

Tres hombres. Seis mujeres. Todos con carpetas, sonrisas educadas y vestimenta pulcra.

Hadrian los recibió con cortesía medida, con palabras amables y ojos calculadores. Dev los observaba desde el sillón, con el cuaderno en el regazo y los pinceles en la mesa. Cada vez que uno de ellos intentaba hablarle, Hadrian intervenía con elegancia. No con dureza, sino con ese tono que hacía parecer que la conversación había terminado incluso antes de comenzar.

Ninguno duró más de diez minutos.

Y cuando salían, Hadrian reía.

“Qué desperdicio de aire. Esa mujer parecía un sapo vestida de institutriz.”

“¿Un experto en arte? No sabe distinguir entre acuarela y orina de unicornio.”

“¿Tú viste cómo tartamudeaba ese hombre? Casi me sangran los oídos.”

Dev sonreía bajito. No porque fuera gracioso. Sino porque Hadrian lo hacía, y eso bastaba.

Regresaba a su cuaderno. A su mundo. A sus colores.

La tarde cayó lentamente, cubriendo los ventanales con un manto dorado que se volvió gris, y luego negro.

Los elfos encendieron los candelabros sin hacer ruido. La mesa fue puesta para dos.

Dev comía con lentitud, cortando el filete con precisión, mientras Hadrian hojeaba una carpeta que no le mostró.

Y entonces, uno de los elfos se inclinó junto a Hadrian.

“La señora Zabini ha llegado, mi señor.”

Hadrian asintió con indiferencia.

“Termina de cenar, cariño.” Le besó la cabeza. Y se fue.

Sin mirar atrás. Como había hecho cada noche desde el segundo de octubre.

Dos semanas de visitas nocturnas. Dos semanas en las que Hadrian no dormía en su cama, y Dev escuchaba sus pasos irse por los pasillos.

Dos semanas en las que no preguntaba. Porque sabía que no debía.

Porque si preguntaba... la voz dulce de su padre podía volverse otra cosa.

Así que solo pintaba. Pintaba y sonreía. Esperando que el lobo no volviera a aullar dentro de él antes de tiempo.

El cielo, velado por una bruma blanquecina, dejaba caer una luz pálida sobre el jardín posterior de la mansión Peverell. Era una tarde de finales de octubre, y aunque el aire tenía una humedad fría que se pegaba a los huesos, Dev jugaba descalzo sobre la tierra húmeda, sin prestarle atención al viento que acariciaba su piel.

Había estado allí por más de una hora, sentado entre los arbustos de buganvilias rojas, mirando cómo los conejos corrían en círculos entre sus piernas, husmeando el césped con narices temblorosas. Tenía barro en las manos, rastros de tierra bajo las uñas y el dobladillo de sus pantalones ligeros cubierto de verde.

Reía en voz baja. A veces hablaba con ellos. Les dibujaba con el dedo figuras en el suelo. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero la luna había sido hace casi una semana. El aire le traía esa inquietud que se le metía bajo la piel, ese aviso sordo que le apretaba el pecho sin decirle por qué.

Fue entonces cuando Suzu apareció.

La elfa doméstica se materializó a unos pasos, con la cabeza gacha y las manos juntas frente a ella, en una reverencia respetuosa.

“El amo Hadrian ha enviado a Suzu para que el joven Dev se limpie y baje al salón. El amo desea que el joven reciba a su invitado.”

Dev parpadeó. Levantó la mirada hacia la casa, hacia los ventanales amplios y opacos que le devolvían una imagen de su figura delgada, con el cabello alborotado y manchas de barro en los codos.

Asintió.

“Sí, Suzu. Lo haré.”

Se puso de pie. Se despidió de los conejos con una caricia en la cabeza del más pequeño, y luego corrió por el sendero de piedra oculta que rodeaba el jardín, bordeando la parte trasera de la mansión. Sus pies descalzos golpeaban las losas tibias, mientras su respiración se aceleraba.

Entró por la cocina, sin pensar, y como un relámpago silencioso atravesó la puerta, haciendo que dos elfos chillaran de susto. Uno dejó caer un cuchillo, otro casi volcó una bandeja. Dev se detuvo en seco y levantó las manos, temblando.

“Perdón... perdón, no quería asustarlos, perdón...”

Los elfos hicieron una reverencia en silencio y regresaron a sus tareas. Dev ya estaba cruzando el pasillo. Subió las escaleras con pasos veloces, sintiendo el pulso vibrar en las sienes.

La mansión Peverell estaba decorada con una estética que sus manos conocían de memoria. Columnas talladas con motivos florales, cortinas de brocado en tonos intensos de azafrán, índigo y granate. Cada escalón tenía una inscripción en sánscrito antiguo que Dev había aprendido a memorizar desde su llegada, aunque nunca supo su significado. Los jarrones, enormes y opulentos, rebosaban de flores de loto y caléndulas mágicas que flotaban en el aire con un aroma que impregnaba cada esquina.

Entró a su habitación y se dirigió al baño sin perder tiempo. Abrió el grifo, dejó correr el agua tibia y frotó sus manos con energía, restregando el barro hasta que la piel recuperó su color. Se lavó la cara. Cepilló el cabello con dedos ágiles y luego se cambió.

Eligió una kurta de lino blanco, sencilla pero hermosa, con bordes en hilos dorados, y un pantalón ligero del mismo tono. El frío no lo tocaba. Nunca lo hacía. Algo en su cuerpo no reaccionaba como los demás, pero eso ya no le parecía extraño.

Cuando estuvo listo, se miró un momento en el espejo.

Respiró hondo.

Y bajó.

Los pasos se hicieron lentos al acercarse al salón. Podía oír las voces al otro lado. La voz de Hadrian, esa que usaba cuando estaba contento. Y otra voz. Masculina. Suave. Rota en sus bordes, como si las palabras nacieran después de haber sufrido.

Se detuvo frente a la puerta. Su corazón golpeaba fuerte, y por un instante pensó en los susurros de hace unas noches de Hadrian.

Sirius... Sirius...

Abrió la puerta.

Y allí estaba.

Hadrian, en su sillón favorito, con una copa entre los dedos. Y junto a él, de pie, un hombre alto, delgado, vestido con un abrigo largo color miel que se veía gastado, pero limpio. Su postura era serena, los hombros ligeramente curvados como si cargara algo invisible desde hacía años.

Pero eran los ojos.

Dev se detuvo.

Los ojos del hombre eran color miel. No como el oro falso de las vitrinas, sino como la miel real, cálida, espesa, dulce y silenciosa. Y lo miraban con una gentileza que no lo asustó. No como otras miradas.

Fue como si algo dentro de su pecho se apaciguara al instante. Como si el aire supiera que podía respirar distinto con ese hombre delante.

Hadrian sonrió, poniéndose de pie con elegancia, y colocó ambas manos sobre los hombros de Dev.

“Dev, este es el señor Remus Lupin.”

El hombre sonrió. Una sonrisa sincera, pero frágil. “Hola, Dev. Es un placer conocerte.”

Dev asintió. La voz le salió más baja de lo que pensó. “Hola.”

“Remus será tu nuevo tutor.”

Dev ya lo sabía. Lo había sabido desde el jardín. Desde que escuchó el nombre que Hadrian había murmurado tantas veces en su despacho, caminando en círculos como un depredador que espera.

Pero ahora, frente a él, Remus no parecía un depredador. No tenía el aura oscura de los hombres que su padre solía invitar. No parecía tener garras ocultas ni intenciones dobladas.

Dev bajó un poco la cabeza.

“Está bien.”

Remus inclinó la suya con respeto.

“Espero que podamos aprender muchas cosas juntos.”

Y por un momento, solo uno, Dev sintió que podía confiar en esas palabras.

Que ese hombre sabía cosas que él también sabía.

Que tal vez, en algún rincón de ese cuerpo alto y fatigado, había alguien que entendía el temblor en los huesos durante la luna llena. El ardor en la piel cuando el cambio se acercaba. El miedo de lastimar.

No lo dijo.

Pero lo sintió.

Y por primera vez, en mucho, mucho tiempo, Dev no sintió que debía huir.

Hadrian presionó sus hombros con suavidad.

“¿Por qué no acompañas al señor Lupin a la sala de lectura? Puedes mostrarle tus dibujos si quieres. Él aprecia el arte.”

Dev levantó la vista. Miró a Remus, luego a Hadrian.

Asintió. “Sí, papá.”

Remus extendió una mano con gentileza.

“¿Me acompañas, entonces?”

Dev tomó su mano. Estaba tibia. Real. No como las de los hombres que a veces venían por las noches.

Y juntos salieron del salón. Mientras Hadrian los observaba marcharse, sus labios se curvaron apenas, y sus ojos se oscurecieron por dentro.

Como si cada pieza de su juego estuviera por fin, encajando.

Notes:

Espero y el haber subido doble capitulo los anime a comentar... 👀

Chapter 25: Nos cuesta tanto ceder

Summary:

El lugar donde Lucius y sus amigos se reúnen será importante en el futuro 🙊

Chapter Text

La luz del mediodía comenzaba a dorarse ligeramente cuando Hadrian Peverell se retiró de la Mansión Malfoy. Su andar, sereno y controlado, no dejaba rastro de emoción. Ni una mirada hacia atrás, ni una palabra más allá de la necesaria despedida en la entrada. Lucius lo había acompañado hasta la puerta principal, gesto inusual que Narcissa no pasó por alto. Desde el solario, ocultándose tras las cortinas bordadas con hilos de plata, ella observaba con los labios sellados y las uñas enterradas discretamente en la seda de su vestido.

Cuando la puerta se cerró con un sonido elegante y sin prisas, Narcissa salió de su escondite. Cruzó la galería en silencio, como un fantasma sin eco, hasta alcanzar el recibidor donde su marido aún permanecía de pie, con el rostro inexpresivo vuelto hacia el jardín por donde se había perdido la figura del invitado.

“Es un mestizo”, dijo con desdén seco, como si esas tres palabras le hubieran envenenado la lengua y necesitara escupirlas para no intoxicarse.

Lucius no giró inmediatamente. Sus ojos parecían estudiar el aire mismo, como si los árboles del exterior fueran piezas de ajedrez que aún no terminaba de ordenar.

“Y un Peverell”, respondió finalmente, con esa voz grave, modulada con precisión, que a Narcissa siempre le había parecido tan útil como exasperante.

Ella frunció el ceño, avanzando un poco más en el mármol del vestíbulo. “Ni siquiera nos saludó.”

“Nos vio. Y no fue grosero. Simplemente no fingió cortesía”, contestó Lucius, girándose por fin con lentitud, como si deseara que cada palabra que pronunciaba se impregnara en el aire que compartían.

A Narcissa esa explicación no le bastaba. Había algo en aquel niño, en Potter, que le provocaba un rechazo visceral. No solo por su sangre, o por su cabello rebelde como ramas sin podar, sino por la extraña tranquilidad con la que miraba a todos desde su altura mínima, como si el mundo entero fuera parte de una broma privada que él comprendía perfectamente.

“Viste su cabello”, murmuró, cruzando los brazos con el cuerpo tenso, como si las palabras en sí le causaran urticaria. “Es una criatura salvaje.”

Lucius dio un leve suspiro. Avanzó hacia su despacho, ignorando la rigidez de su esposa, aunque no por desinterés. Había aprendido, con los años, que Narcissa necesitaba soltar veneno antes de hablar con claridad. La seguía queriendo por ello, por su pasión celosamente medida, por su capacidad de prever amenazas disfrazadas de cortesía.

“Heredará tres títulos, Narcissa”, dijo mientras abría la puerta del despacho y avanzaba hacia el mueble que guardaba su licor favorito. “Tres. Y una bóveda lo suficientemente grande como para financiar guerras enteras.”

Mientras vertía el licor ámbar en su copa, su voz se volvió más baja, como si las paredes ya supieran demasiado. “Y su bóveda pasará a ser de Draco.”

Ella entró tras él. Su caminar era elegante y veloz, impulsado por la incomodidad. No era común verla perder la compostura, pero ahora sus labios temblaban apenas. Su rostro perfecto palidecía lentamente bajo el peso de la realidad. Se dejó caer en uno de los sillones tapizados de terciopelo, cubriéndose los labios con una mano enguantada.

“Y su tío... hay algo en él que no me agrada.” Sus ojos se cerraron un instante. “Hay algo que no dice. Algo que oculta.”

Lucius no respondió. Bebió de su copa sin mirarla. El licor ardía al bajar por su garganta, pero le ayudaba a pensar. Tenía razón. Hadrian Peverell no era un hombre confiable. Era magnético, refinado, aterradoramente inteligente. Había un fuego templado en sus ojos que le recordaba a ciertos magos, esos que mataban con una sonrisa y hablaban como si cada frase ocultara una orden de ejecución.

Y aun así, su oferta era demasiado tentadora.

“Se casará con Potter, no con Hadrian”, dijo Lucius finalmente.

Narcissa lo miró como si le acabara de decir que regalaría a Draco a una familia de squibs.

“Es lo mismo”, susurró, casi sin aliento. “Deberá convivir... frecuentarlo.”

El silencio entre ellos era cada vez más denso. Narcissa se aferró al respaldo del sillón, sus nudillos blancos. “¿Y si... se lo lleva al Oriente?”

El tono de su voz se rompió al final, no como una acusación, sino como el desgarro de una madre aterrada. La idea de ver a su niño —su niño, tan pálido, tan suyo, tan elegante— atrapado en ese mundo de cenizas y té negro, la enfermaba.

Lucius dejó la copa en el escritorio con un gesto más violento del necesario. “Podremos visitarlo”, dijo con voz seca. Pero él también sabía que no era lo mismo. Hadrian era impredecible. Y Draco, por muy Malfoy que fuera, aún era demasiado joven, demasiado influenciable.

“No”, dijo Narcissa con fuerza. Se levantó del sillón como impulsada por una ola de rabia y temor. Caminó hasta su esposo, le arrebató la botella de licor y la dejó con firmeza sobre el escritorio. “Me niego a que mi hijo se case con ese niño.”

Lucius la miró sin rabia, pero con esa exasperación resignada que solo los matrimonios antiguos conocen. “No se van a casar, Cissy. Solo es un compromiso.”

“Compromiso que tendrás que cumplir”, dijo ella, con los ojos brillantes de frustración. Sus manos buscaron el rostro de Lucius, obligándolo a mirarla a los ojos. “Mírame. ¿Lo entiendes? Es nuestro hijo. No un peón. No una propiedad.”

Lucius tragó saliva. Por un instante, pareció más viejo. Más cansado. “Es lo mejor para él.”

“¿Y si es infeliz?”, preguntó Narcissa, soltándolo de golpe. Dio unos pasos hacia la ventana y apoyó una mano temblorosa en el vidrio frío. “¿Y si nos odia por hacerlo infeliz?”

Lucius no respondió de inmediato. Lo pensó. Pensó en el futuro que podría darle a Draco con ese apellido, con ese poder. Pensó en cómo su mundo entero se estaba transformando. Las antiguas reglas ya no servían. Los nuevos jugadores eran más oscuros, más silenciosos.

“Son jóvenes”, murmuró finalmente. “El amor surgirá.”

Narcissa giró lentamente para mirarlo. Su belleza helada era ahora solo el reflejo de una mujer herida, una madre que aún amaba a su hijo más que a la tradición. “Lo dudo mucho, Lucius.”

Él intentó acercarse, acariciarle el brazo con suavidad. “A nosotros nos funcionó.”

“Es diferente”, dijo ella, sin apartar la mirada. “Yo te escogí.”

Lucius bajó la mano.

“Cuando Draco regrese, le preguntaremos qué le parece Potter”, propuso. “Y tomaremos una decisión.”

Narcissa lo observó con desconfianza, pero su cuerpo empezó a relajarse. Sus ojos, sin embargo, seguían cargados de temor.

“Promete, Lucius. Promete que no accederás a nada hasta tener a nuestro hijo presente.”

Lucius asintió. “Lo prometo, Cissy.”

Ella se dejó abrazar. Cerró los ojos un instante, respirando el aroma familiar del cuello de su marido, ese aroma a madera, incienso y a algo antiguo que ya no podía nombrar.

Pero en el fondo, ambos sabían que las decisiones ya se estaban tomando.

Y Draco aún no había dicho una sola palabra.

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El sonido de la furia de Narcissa retumbaba por los corredores de la mansión como un eco de cristales rotos y gritos contenidos. No era una rabia descontrolada, sino esa clase de furia que solo se manifestaba en quienes sabían lo que estaban perdiendo. Arriba, una vasija de porcelana japonesa estalló contra la pared con un crujido agudo, seguido de pasos veloces y el sonido de madera siendo empujada violentamente: una puerta azotada, quizá un cajón arrancado de su sitio. Más lejos, en algún rincón del ala este, se oía a un elfo tratando de recomponer lo irreparable. Pero en el despacho, reinaba una calma casi insoportable, teñida por el olor del licor caro y el susurro tenue del fuego que ardía con pereza en la chimenea.

Lucius estaba allí, hundido en su sillón de respaldo alto, con una copa en la mano y la botella sobre la mesa como un testigo mudo de su traición. La tenue luz dorada del lugar no alcanzaba a suavizar la dureza de su rostro. Sus ojos grises, usualmente afilados, parecían hoy más hundidos, más apagados. Una línea de tensión se marcaba entre sus cejas y una arruga profunda recorría la comisura de sus labios como una grieta, una que no era parte de su juventud ni de su vanidad: era más antigua, más real. Una herida.

La mansión Peverell… pensó, y llevó la copa a los labios. El líquido ardió como una confesión silenciosa, quemando su garganta mientras los recuerdos lo arrastraban a la noche anterior.

Había pasado un mes desde que Hadrian Peverell y su hijo Dev fueron recibidos en el solario de la familia Malfoy. Desde aquella conversación incómoda donde Hadrian, con su cortesía serena y mirada impenetrable, había dejado caer como un pétalo afilado la posibilidad de un compromiso entre su sobrino Harry y el joven Draco. Desde entonces, Lucius había permanecido en silencio. No recibió cartas, no tomó decisiones… hasta que la presión se volvió insoportable.

Era la envidia.

La envidia de escuchar a Parkinson jactarse de que había sido invitado a la enigmática y privada mansión Peverell. La envidia cuando Greengrass, siempre distante, dejó entrever que Hadrian se mostró particularmente complacido al enterarse de que sus hijas tenían edades similares a Harry y Dev.

Dos niñas, dos herederos.

Perfectamente intercambiables.

Perfectamente útiles.

Lucius había aguantado todo, mordiendo su lengua y evitando hacer movimientos precipitados. Pero cuando Christiane Greengrass —siempre tan sobria, tan correcta— mostró su reticencia a un compromiso prematuro, fue como si el tablero se tambaleara. Hadrian buscaba una familia dispuesta. Y Lucius… Lucius no podía permitir que los Greengrass se quedaran con todo.

“Si Harry Potter va a heredar los títulos Peverell, Potter y Black… si Hadrian decide unirlo a otra casa… nos dejará atrás.”

Fue entonces cuando envió la carta.

La respuesta llegó rápido. Una invitación a cenar. Informal. Cálida. Seductora.

La mansión Peverell era todo lo que los rumores decían: silenciosa, elegante, sin una sola decoración de más. El aire olía a madera de roble antiguo, a pergamino encantado, a secretos. El comedor era íntimo, más pequeño de lo que Lucius habría esperado, como si el lugar estuviese diseñado para hacer olvidar que aquel hombre tenía más poder que muchos ministros juntos.

Hadrian los recibió en persona. Narcissa —bendita sea— se mantuvo impecable, fría, distante, como sabía serlo. Dev los saludó con una reverencia cortés, y luego desapareció. Era un niño curioso, frágil, y había algo en su silencio que recordaba a los chicos criados con demasiado dolor. Tal vez por eso Narcissa le tenia cariño, porque le recordaba a su familia.

La cena fue exquisita, pero Lucius apenas recordaba los platos. Lo que no podía olvidar era la conversación.

Hadrian no hablaba en exceso, pero cuando lo hacía, sus palabras eran como anillos de humo: envolventes, difíciles de atrapar.

“Hay algo que no soporto, Lucius”, había dicho Hadrian mientras giraba su copa de vino con lentitud. “La incertidumbre. Prefiero los compromisos claros, incluso si duelen al inicio. No me interesa jugar a las intrigas sociales… Me interesa saber con quién podré contar a largo plazo.”

Lucius entendía ese lenguaje. Lo hablaba desde antes que Hadrian tuviera siquiera edad de alzar una copa.

“Está usted sugiriendo… una alianza definitiva.” Lucius había mantenido la compostura, pero su mente calculaba con precisión. “¿Entre nuestras casas?”

Hadrian no sonrió. Solo sostuvo su mirada con esa calma abrumadora.

“Entre nuestros herederos.”

Y entonces lo dijo.

Que Potter —ese niño sarcástico y con el cabello imposible— era más que un simple estudiante. Que heredaría títulos, fortunas, territorios. Que tenía poder, y que ese poder, sin control, sería un problema.

“Pero si está bien atado… bien guiado… podría ser un aliado formidable.”

Fue ahí cuando Narcissa, hasta entonces callada, alzó la voz por primera vez.

“No permitiré que Draco crezca al lado de alguien que no ha sido criado con nuestros valores.”

Hadrian la escuchó con una cortesía impecable. Luego sonrió, una sonrisa tan leve que dolía.

“Lo educaremos juntos, señora Malfoy. No se trata de entregarlo, sino de asegurar que ninguno se desvíe demasiado. Yo no busco quitarles a su hijo. Busco preservar lo que ambos amamos.”

Y Lucius… Lucius había sentido cómo el hielo le recorría la espalda. No por las palabras. Sino por lo ciertas que eran.

“No busco quitarles a su hijo…”

Pero eso era exactamente lo que estaba haciendo.

“El mundo cambia, Lucius. Cambia más rápido de lo que nuestros padres podrían haber anticipado. O nos adaptamos, o nos volvemos polvo.”

La copa en la mano de Lucius tembló. Volvió a llenarla, esta vez sin moderación. Ya no sentía la quemadura del licor. Solo una niebla cálida que lo ayudaba a olvidar el rostro de Narcissa al salir de la mansión Peverell. La forma en que se había soltado de su brazo, rígida, como si el tacto lo contaminara. Ella no gritó en ese momento. No rompió nada. Solo subió al carruaje con una gracia sepulcral, los labios tensos y la mirada fija en el horizonte. Pero apenas cruzaron la puerta de la mansión Malfoy, la tormenta estalló.

Arriba, algo más se quebró. Vidrio, tal vez. El sonido fue agudo, cruel, como si cada fragmento llevara una parte de su promesa rota.

Lucius se levantó con lentitud. Caminó hasta el escritorio, apoyó ambas manos sobre la madera maciza y cerró los ojos. Todo en él parecía más pesado: su túnica, su cabello suelto, incluso su apellido. Malfoy. Antiguo, imponente, orgulloso.

Y ahora… comprometido.

“Te prometí esperar…” murmuró al fuego, aunque sabía que su voz no llegaría a ella.

Pero no tuve opción, Cissy.

La guerra ya no se luchaba con varitas, sino con compromisos firmados con sangre y anillos de oro.

Y Harry Potter… no era un niño.

Era un imperio con piernas cortas, con una mirada inquisitiva, con la llave de los destinos de quienes aún soñaban con dominar el mundo.

Lucius volvió a sentarse. Apuró la copa y dejó que los recuerdos lo abrasaran. Uno a uno, como carbones encendidos bajo su piel.

Sabía que había sellado el destino de su hijo. Solo quedaba esperar que Draco no lo odiara para siempre.

En un rincón oculto del sur de Wiltshire, entre bosques encantados y caminos que solo los verdaderos herederos de la vieja magia sabían recorrer, se alzaba una propiedad sin nombre. Ningún mapa la marcaba, ningún funcionario del Ministerio la registraba. Era el tipo de lugar donde los acuerdos no se escribían, sino se grababan en la memoria de los presentes. Los hombres que se reunían aquí no necesitaban aplausos ni reconocimiento público: lo que discutían entre columnas de mármol y copas de coñac tenía el poder de cambiar la dirección del mundo mágico sin necesidad de levantar una sola varita.

Lucius estaba sentado en uno de los sillones tapizados con cuero de basilisco curtido, una pierna cruzada sobre la otra, su bastón apoyado junto al brazo del sillón como un recordatorio tácito de su linaje. Vestía de gris oscuro, con un pañuelo negro de seda anudado al cuello, como siempre impecable, elegante y deliberadamente contenido. Fumaba lentamente, dejando que el humo saliera por sus labios con una calma que no era del todo natural. Escuchaba.

El señor Nott hablaba con vehemencia, como siempre que el tema rozaba a su hijo Theodore o el nombre Zabini. Su voz, grave y ligeramente nasal, resonaba por la sala con desdén.

“Es indignante. Todas las noches, Lucius. Todas. Arabella atraviesa la puerta de la Mansión Peverell como si le perteneciera. No hay decoro. No hay vergüenza. Es obvio lo que está haciendo, y aún más obvio lo que quiere.”

Lucius no necesitaba preguntar. Todos sabían lo que Arabella quería: colocar a su hijo Blaise en la posición más alta disponible. Ser la madre del heredero que llevara el nombre Peverell-Potter. Para eso lo crió, para eso invirtió en él. Y si debía enredarse en las sábanas de Hadrian para conseguirlo, no tenía reparos.

“Es una mujer… estratégica”, comentó Avery, desde la ventana, observando el bosque con una copa en la mano. “Y no es la única. ¿No fue Selene Rosier quien prometió llevar a su hija Aurora a cenar con Hadrian la primera semana de las vacaciones? Y las Macmillan… ni hablar. Enviaran a su hijo con una canasta de galletas y una capa de terciopelo rojo. Como si eso bastara para seducir a Potter o a Peverell.”

“Los Bulstrode no se quedan atrás”, gruñó Parkinson. “Millicent será enviada en las vacaciones con un tutor privado en protocolo Peverell. Quieren convertirla en una dama para enero. A ver si así convence a ese niño Potter.”

Lucius escuchaba, pero no hablaba. No necesitaba hacerlo. Él ya había ganado.

Mientras los demás se arrastraban con presentes y perfumes, mientras vendían a sus hijas e hijos como adornos bien entrenados, él tenía el contrato. No firmado aún, claro. Pero acordado. Y pronto, en invierno, cuando Draco regresara, cuando el frío hiciera que el fuego en la chimenea supiera a hogar… su hijo firmaría con sangre.

El compromiso sería irrevocable. Inevitable.

Y Potter sería suyo.

Había algo en ese pensamiento que lo reconfortaba, como una caricia de hielo sobre la nuca. Mientras los demás se quejaban, Lucius se limitaba a sorber su coñac, permitiéndose la leve curva de una sonrisa imperceptible.

“Me pregunto cuándo se dignará a venir el propio Hadrian”, dijo Nott con desdén, interrumpiendo sus pensamientos. “Ha sido invitado por todos, ¿no es cierto, Lucius?”

Lucius asintió apenas.

“Varias veces.”

“Y ni una sola aparición.”

“Está ocupado”, murmuró Parkinson. “Muy ocupado. Ya sabemos con quién.”

El comentario cayó como una daga afilada entre risas contenidas. Nadie necesitaba decir el nombre. Todos pensaban lo mismo.

Arabella Zabini.

Lucius apuró lo que quedaba en su copa. No respondió. No debía.

Poco después, se despidió con cortesía de todos. Un apretón de manos con Nott, un gesto de cabeza hacia Avery, una leve inclinación ante Parkinson. Al salir, el aire nocturno le pegó en el rostro como una bofetada sobria. El carruaje lo esperaba ya encantado y cerrado. Subió sin decir palabra, y en el silencio del trayecto, su mente volvió a la promesa de diciembre.

Draco no lo sabe aún. Nadie le ha escrito. No hay carta. No hay advertencia. Solo el frío, la fecha, y la sangre.

Cuando cruzó las puertas de la Mansión Malfoy, supo de inmediato que Narcissa seguía despierta. Su presencia siempre dejaba una estela de flores heladas, de perfume de gardenia y aire cortante. Siguió los murmullos hasta el salón contiguo, donde la encontró con la espalda recta y los labios fruncidos, escribiendo con furia sobre un pergamino largo y ricamente decorado. A su alrededor, papeles arrugados, copas medio vacías, y un par de plumas rotas delataban una tarde de frustración creciente.

Lucius intentó cruzar la estancia sin ser notado, como si pudiera fundirse en la sombra.

“¡¿La viste, Lucius?! ¡¿La viste?!”

El grito fue un látigo. Narcissa se levantó de golpe, empujando la silla hacia atrás con un chillido agudo. Su túnica de terciopelo azul se agitó como la cola de un pavo real ofendido. Sus ojos brillaban como zafiros envenenados.

“¡Ella! ¡Arabella! ¡Organizando el baile de Yule como si fuera suyo!”

Lucius cerró los ojos un instante. Otra vez no.

“Hadrian se lo pidió”, murmuró él, avanzando lentamente hacia el pasillo. “No creo que sea por…”

“¡Por qué otra razón sería, Lucius! ¡Dímelo!”

Arrojó la pluma al suelo con violencia. El tintero tembló, y una gota de tinta manchó el pergamino que llevaba horas redactando. Narcissa maldijo en voz baja, caminando en círculos como una fiera enjaulada.

“El Baile de Yule siempre ha sido mío. Desde que nos graduamos. Cada año. Cada invierno. Y ahora, cuando más sentido tenía… cuando nuestro hijo se va a comprometer oficialmente con Potter…”

“Shh”, intentó Lucius, acercándose, intentando calmarla. Pero ella se apartó.

“¡No me calles! ¡Tú firmaste ese compromiso sin siquiera avisarle a Draco! ¡Y ahora, ni siquiera puedo planear su fiesta porque esa bruja está demasiado ocupada metida en la cama de Peverell!”

Lucius se detuvo. La miró. No con ira. Con esa exasperación resignada que solo los matrimonios antiguos conocen.

“Está celosa.”

Narcissa giró lentamente. Su rostro era una obra de arte agrietada. Hermosa, sí. Pero hecha pedazos.

“Sí, Lucius. Estoy celosa. Porque esto era mío. Y porque sé que si esa mujer le pidiera el apellido a Hadrian esta misma noche, Arabella sería la primera en vestir de negro para tomar el té con el cadáver de mi prestigio.”

Lucius no tuvo una respuesta. Solo la miró.

Sabía que Arabella y Narcissa se odiaban desde Hogwarts. Competían por todo: notas, vestidos, atención. Una con su belleza gélida y refinada, la otra con su sensualidad peligrosa y carisma venenoso. Pero el Baile de Yule… eso siempre fue de Narcissa.

Este año no.

Este año, Hadrian le dio la llave a Arabella.

Y eso dolía más que cualquier otra herida.

Narcissa volvió al escritorio, respirando agitadamente.

“Planeo la mejor fiesta de compromiso aunque me sangre la mano. Será perfecta. Más que perfecta. Será la envidia del mundo mágico. Porque si Arabella va a robarme el Yule… yo haré que la boda le pertenezca a mi hijo. A mi familia. No a ella.”

Lucius la observó en silencio.

Luego, sin decir palabra, salió del salón.

Ya no había necesidad de discutir.

Ambos sabían que la guerra no era solo entre casas, ni entre hijos. Era también entre mujeres. Entre antiguos rencores, vestidos bordados y bailes de invierno.

Y en medio de todo, un niño de ojos verdes que aún no tenía idea de cuán valioso —y cuán vendido— había sido.

Chapter 26: El padre, el hijo y el lobo

Notes:

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Chapter Text

La luz que se filtraba por los ventanales de la Mansión Peverell teñía la sala de entrevistas con un brillo dorado y denso, como si incluso la luz tuviera que vestirse de gala para entrar en aquel lugar.

Hadrian estaba sentado en uno de los sillones más cercanos a la chimenea, con el cuerpo reclinado hacia un lado, los dedos enguantados descansando sobre el reposabrazos. Su mirada estaba fija en un punto invisible más allá del fuego. No era la primera entrevista del día. Ni sería la última. Pero era la única que esperaba desde hacía semanas.

El listado de nombres de los magos y brujas que se habían postulado para el puesto de tutor aún reposaba sobre la bandeja de plata junto a su copa de vino. El pergamino había sido leído tantas veces que el borde ya no era perfectamente recto, y la tinta de ciertos nombres estaba manchada de tanto que había pasado sus dedos sobre ellos. Uno, en especial, tenía el trazo más desgastado.

Remus J. Lupin.

Hadrian había esperado. Había tejido la paciencia como una telaraña fina y perfecta, dejando que el rumor de su necesidad llegara a los oídos correctos. No lo había buscado. No directamente. Pero había dejado las puertas entreabiertas. Los susurros suficientes. Las señales adecuadas. Y al fin, había llegado.

El anuncio de su presencia lo hizo uno de los elfos domésticos, con voz tan neutra como si no supiera que estaba notificando la llegada del lobo que Hadrian llevaba esperando como quien espera una profecía.

“Amo Hadrian, el señor Remus Lupin ha llegado.”

Hadrian no respondió de inmediato. Tomó otro sorbo del vino. Frío. Amargo. Perfecto. Luego, como si le pesara el gesto, asintió con un leve movimiento de cabeza.

“Que sea el último.”

El elfo desapareció con un chasquido.

Uno por uno, Hadrian fue recibiendo a los candidatos restantes. Todos tan comunes como olvidables. Algunos con demasiada sonrisa. Otros con demasiadas credenciales. Todos con palabras vacías sobre métodos, logros, títulos y experiencia. Él los escuchó sin escuchar. Fingió cortesía. Fingió frustración. Incluso bostezó descaradamente frente a uno de ellos. Estaba construyendo un escenario. El final debía parecer inevitable. Natural. Como si no le quedara más remedio.

Cuando el último candidato desapareció tras la puerta de ébano, Hadrian se puso de pie con un suspiro profundo, como si el día le pesara en los hombros. Fue hacia la ventana. Dejó que la luz menguante del atardecer dibujara sombras en su rostro. Sus dedos tamborilearon lentamente contra el alféizar de mármol. La sala quedó en silencio, expectante, como si hasta los retratos de los antiguos Peverell contuvieran la respiración.

Entonces, habló. “Hazlo pasar.”

No tuvo que alzar la voz. El elfo ya estaba ahí, preparado, esperando la orden exacta.

Los pasos se oyeron primero. Silenciosos pero firmes. Y luego, la figura.

Remus Lupin atravesó la puerta con una calma medida, los hombros rectos pero no tensos, las manos a los costados. Llevaba una túnica sencilla, bien cuidada aunque algo gastada, con ese aire académico que no fingía ser más de lo que era. Su rostro, marcado por líneas sutiles de cansancio y tiempo, no llevaba rastro de miedo ni arrogancia. Solo atención. Solo disposición.

Hadrian no se movió. Observó.

Y Remus también lo miró.

No como los demás.

No con adulación.

No con reserva.

Simplemente lo miró.

La calma que traía era casi provocadora. Como si nada en esa sala pudiera alterarlo. Como si, de algún modo, ya supiera que estaba en territorio de monstruos, y aún así hubiese decidido entrar.

Hadrian alzó una ceja.

“Señor Lupin,” dijo con voz tersa, cargada de ese acento refinado que podía tanto acariciar como amenazar. “Lamento recibirlo tan tarde.”

Remus asintió. “Gracias por recibirme.”

Hadrian caminó lentamente hacia su sillón, se sentó con parsimonia, y cruzó una pierna sobre la otra.

“No tengo muchas esperanzas ya. Todos los anteriores fueron una pérdida de tiempo.”

No era una invitación. Era una advertencia.

Remus no se defendió. Solo esperó. Y eso, por un instante, descolocó a Hadrian.

El silencio se instaló entre ambos, denso, afilado. Hadrian lo usó para observar con más detenimiento. El modo en que Remus respiraba. Cómo sus ojos color miel se mantenían quietos, pero atentos. Cómo sus manos no buscaban apoyo ni distracción.

Es un hombre roto… pero no deshecho.

Hadrian rompió el silencio con lentitud, como si estirara cada palabra para probarla en el aire.

“El niño… mi hijo. Es peculiar. No solo por su educación. O por su entorno. Dev es… frágil. Pero no débil.”

Remus inclinó apenas la cabeza, reconociendo la distinción. “¿Y qué busca en un tutor, exactamente?”

Hadrian sonrió. Un gesto pequeño. Apenas visible. “Alguien que entienda los silencios. Que sepa leer lo que no se dice. Que no tema a los días difíciles ni a los niños que no juegan como los demás.”

Remus no respondió con palabras. Pero algo en su rostro —tal vez una mínima tensión en la mandíbula, o ese brillo que a veces aparece cuando un recuerdo te atraviesa sin permiso— dejó ver que había comprendido.

Hadrian lo supo entonces.

Remus ya estaba dentro.

No había defensa.

Solo aceptación.

Y era el momento de dar el golpe.

Con voz baja, casi perezosa, Hadrian giró hacia un elfo. “Suzu. Llama a Dev.”

El elfo desapareció con rapidez, dejando en la sala una vibración diferente.

Remus no preguntó. No lo necesitaba.

Hadrian se recostó un poco más en el sillón, dejando que su cuerpo dijera lo que su boca no: dominio, control absoluto.

Pasaron unos minutos.

Y luego se oyeron los pasos suaves de un niño que corría por los pasillos traseros de la mansión. Hadrian bajó la mirada a sus manos y esperó. Fingiendo no esperar nada.

Pero en el fondo…

En el fondo había un leve estremecimiento. Uno que solo él sintió.

Ya está aquí.

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Remus volvió con pasos tranquilos pero constantes. Tenía las mejillas ligeramente enrojecidas, no por vergüenza, sino por la calidez del niño, por la dulzura con la que lo había invitado a su pequeño mundo, por la naturalidad con la que Dev lo había tomado de la mano al mostrarle sus dibujos. Una conexión instantánea, suave, como si sus almas se reconocieran sin haber cruzado palabra alguna más allá de la cortesía inicial.

La sala estaba más silenciosa cuando volvió. Hadrian estaba de pie junto a la chimenea, bebiendo algo oscuro y espeso de una copa de cristal tallado. No se giró de inmediato al notar la presencia de Remus, pero sonrió. Esa clase de sonrisa que sabía cuándo alguien se aproximaba, aunque no hiciera ruido alguno.

“Entonces,” dijo con voz suave, girándose apenas. “¿Qué te ha parecido Dev?”

Remus se acomodó frente a él, sin sentarse aún. Sus dedos se entrelazaron frente al cuerpo. “Es un niño… especial. Inteligente. Tímido, pero con una sensibilidad admirable.”

Hadrian asintió, aún observando la llama. “Es frágil.” Luego, giró por completo y caminó con la gracia medida de quien siempre está en control. “Y por eso no podía dejarlo en manos de cualquier desconocido sin propósito ni compromiso.”

Alzó una carpeta oscura de una mesita y la sostuvo con ambas manos.

“Te pido disculpas, Remus,” dijo, sin emoción. “Por haberle dicho a Dev que serías su tutor antes de que tú y yo lo acordáramos. Me adelanté.”

Remus negó con una sonrisa serena. “No hay problema. La verdad… estaría feliz de serlo.”

Hadrian lo observó en silencio, como si midiera cada palabra, cada línea de expresión. Entonces, asintió con lentitud y colocó la carpeta frente a él.

“Este es tu contrato. Lamento si parece excesivo, pero me tomo muy en serio el bienestar de mi familia.” Abrió la carpeta y giró el contenido hacia Remus, que al sentarse la leyó por encima. Frunció ligeramente el ceño.

“Señor Peverell, esto… el sueldo que propones… es muy generoso.” Su voz no era desconfiada, sino genuinamente sorprendida. “¿Anual?”

Hadrian se rió. No con burla, sino con una ligereza artificial, como quien se toma la molestia de parecer relajado. “No. Por mes.”

Remus alzó los ojos con evidente desconcierto. “Señor…”

“Estarás enseñando en casa,” continuó Hadrian con esa voz controlada, suave pero cargada de una autoridad inquebrantable. “Cinco días a la semana. Los fines de semana son libres para ti. Y una semana al mes, te la tomas libre también.”

Remus se reclinó un poco. “¿Una semana libre… cada mes?”

“La semana de luna llena,” respondió Hadrian, con la misma naturalidad con la que se menciona el clima. “Como ya hemos mencionado Dev es… especial. Su núcleo mágico es inestable, su cuerpo demasiado frágil. Hay ciertos rituales que practico con él, magia familiar, para fortalecerlo. Durante esas noches, no estará disponible para las clases.”

Remus ladeó la cabeza. “¿Rituales?”

Hadrian sonrió. “Nada oscuro, si es lo que temes. Magia ancestral. El tipo de cosas que se hacían mucho antes de que el Ministerio se metiera en nuestras vidas.”

Remus asintió, todavía procesando la naturalidad con la que Hadrian hablaba de temas delicados, con una transparencia que no se sentía del todo sincera… y sin embargo no podía señalar la mentira exacta. Era como mirar una superficie de agua que no se movía, pero uno sabía que algo respiraba debajo.

“El ambiente que has creado para él…” dijo Remus, tras una breve pausa. “Es cálido, incluso con la… seriedad de la casa. Parece sentirse seguro aquí.”

“Lo está,” replicó Hadrian, cruzando los brazos. “Y lo seguirá estando. Por eso quiero que vivas aquí. He preparado una habitación en la parte alta, con un baño privado y una biblioteca personal. Tendrás acceso a casi todo.”

Remus lo miró de nuevo. “Señor Peverell, esto… esto parece el trabajo soñado de cualquier educador.”

“Porque lo es.” Hadrian volvió a acercarse. “Y porque Dev merece lo mejor.”

Hubo un breve silencio. El crujido del fuego llenó el hueco entre ellos.

“¿Por qué yo?” preguntó Remus al fin. “Había muchos otros candidatos, con más experiencia, mejor reputación…”

Hadrian lo observó, y esta vez sí sonrió con sinceridad. O al menos algo que se le parecía mucho. “Porque tengo el presentimiento de que tú te llevarás bien con mis niños.”

Remus frunció el ceño.

“Dev, claro… y Harry. Mi sobrino. Está en Hogwarts ahora mismo. Ambos tienen… corazones inusuales.” Se inclinó ligeramente hacia él. “Y tú, Remus… tú sabes cómo cuidar lo inusual.”

Por un segundo, Remus creyó sentir un escalofrío. No supo si era por el fuego, o por la forma en que Hadrian lo miraba, como si lo conociera desde mucho antes. Como si supiera cosas que nadie más debía saber.

Remus bajó la mirada al contrato. Tomó la pluma que Hadrian le ofreció. Firmó.

Cuando levantó la cabeza, Hadrian ya se había movido. Ya estaba cerca de la campana mágica de la pared, a punto de llamar a uno de sus elfos.

“¿Cuándo puedes comenzar?”

Remus sonrió, aún con la tinta fresca en la firma. “Hoy mismo.”

Hadrian dejó escapar una carcajada suave. No burlona, pero sí satisfecha. Se giró hacia él.

“Entonces regresa a tu casa y trae lo que necesites. Mi elfo te ayudará con el traslado. Lumi.” A la llamada, el pequeño elfo apareció con un estallido seco.

“Sí, amo.”

“Acompaña al señor Lupin a recoger sus cosas. Que no le falte nada. Y cuando regrese, espero que lo hagan sentir como en casa.”

Lumi asintió solemnemente.

Remus se levantó, algo abrumado, pero aún sonriente. “Gracias, Señor Peverell.”

El hombre inclinó ligeramente la cabeza, con esa sombra constante en sus ojos oscuros, una sombra que sabía disfrazar con elegancia, con voz dulce y modales impecables… pero que seguía allí. Como el zumbido constante de un encantamiento dormido, uno que nadie veía… hasta que ya era demasiado tarde.

“Bienvenido a casa, Remus.”

Y mientras el nuevo tutor salía de la sala, Hadrian lo siguió con la mirada por varios segundos más. La copa aún en su mano. La sonrisa aún en sus labios. Pero en su mente, el juego ya había comenzado. Y su próxima jugada ya estaba en marcha.

La copa de cristal descansó con un leve clic sobre la mesa de mármol. Aún vibraba con el eco del licor en su interior, como si se resistiera a perder el calor de los labios que la habían tocado. Hadrian se incorporó con elegancia contenida, como un rey al que no le pesa el trono, pero cuya sombra oscurece todo lo que gobierna.

Subió los peldaños hasta el tercer piso sin apuro. No era necesario. Él ya estaba escrito en las paredes de esa casa. Cada paso resonaba en la madera como si la misma mansión respirara con él. Como si sus paredes supieran lo que estaba por venir.

La puerta de la habitación de Dev estaba entreabierta.

Dentro, el niño jugaba en la cama, abrazado al peluche gris que Hadrian le había regalado tras la última... visita. Petunia no había muerto. Aún no. Pero había gritado lo suficiente como para quedarse sin voz durante días. Dev no había vuelto a ser el mismo desde entonces. Solo había dormido con el peluche apretado contra el pecho como si al soltarlo algo peor que la oscuridad pudiera colarse en su cuerpo.

Hadrian empujó la puerta sin hacer ruido.

El peluche tenía orejas de oso y un lazo verde desteñido alrededor del cuello. Ridículo. Pero eficaz. La mirada de Dev se alzó apenas. Un par de ojos hinchados por el llanto contenían un brillo húmedo, agrietado, como si el alma misma se descascarara.

Hadrian se sentó a la orilla de la cama. “Esta noche voy a salir.”

La voz fue suave. Como una caricia. Como miel caliente sobre piel herida. Pero Dev reaccionó como si acabaran de arrojarle agua hirviendo al pecho.

Se incorporó de golpe, los dedos crispados en el peluche. “No… no, por favor… no me dejes solo, papá… papá, no…”

Hadrian solo lo miró. No parpadeó.

La súplica del niño se hizo más rápida. Más temblorosa. Ya sin coherencia. Como una plegaria rota a un dios cruel. Hadrian no se movía. No hablaba. No necesitaba hacerlo.

Dev se echó hacia atrás, como si el silencio doliera más que cualquier palabra.

Entonces Hadrian lo hizo. Le tomó el rostro con una sola mano y apretó.

El mentón del niño crujió ligeramente. La piel, demasiado pálida, enrojeció bajo los dedos del hombre.

“Dev,” murmuró. “Mi pequeño, tienes que dejar de lloriquear. No me hagas pensar que estás olvidando lo que significa desobedecerme.”

El niño temblaba. Sus ojos, grandes y húmedos, se cerraron sin fuerza, aunque las lágrimas se escapaban por las comisuras. Ya no gritaba. Pero su cuerpo entero gritaba por él.

Hadrian aflojó la mano y tomó el peluche.

Los ojos de Dev se agrandaron con un terror mudo. El tipo de miedo que ya no tiene voz porque ha sido sofocado demasiadas veces. El tipo de miedo que ha sido entrenado.

Hadrian lo observó. “¿Lo quieres?”

Dev asintió con desesperación. El cuello apenas se sostenía en su lugar.

Hadrian lo acercó… luego lo detuvo lejos del alcance de las manos de Dev.

“No actúes como un bebé llorón delante de Remus. ¿Entiendes? No saldrás de esta habitación hasta que yo regrese. Y si te atreves a salir… si haces algo que haga pensar a tu tutor que yo te maltrato…” Su voz se hundió como un puñal en el pecho del niño. “te dejaré abajo. Con ella. Con nuestra huésped.”

El aliento de Dev se rompió. Se aferró a las sábanas con las uñas, tratando de no gritar. “No… no, no por favor… me quedaré aquí. No saldré. No haré nada malo, papá. Te lo juro, te lo juro…”

Hadrian lo miraba como un pintor que analiza su obra. Con calma. Con deleite. Sus ojos, por un segundo, parecieron volverse más oscuros. Casi rojos.

“Así me gusta,” murmuró. “Obediente. Silencioso. Mi hijo perfecto.”

Dev asintió, frenético.

La mano libre de Hadrian acarició la cabeza del niño, como un amo a su criatura. Luego lo atrajo hacia sí, hundiéndolo contra su pecho. Los brazos del hombre envolvieron el cuerpo frágil de Dev con una firmeza que no ofrecía opción. No era un abrazo. Era una atadura emocional.

“¿Quién soy para ti?,” susurró Hadrian contra su oreja.

El cuerpo de Dev tembló, su voz no salía al principio. Pero sabía lo que venía si no respondía.

“Papá…”

“Más fuerte.”

Papá…”

“Bien… Muy bien.”

Hadrian apretó un poco más. La presión en los brazos de Dev dolía, pero no se atrevió a moverse.

“¿Sabes lo que más amo de ti, Dev?” murmuró Hadrian, con esa voz dulce, dulcísima, como una cuchilla en almíbar. Dev negó con la cabeza, aún sollozando en silencio. “Que me perteneces. Que no eres nada sin mí. Y eso… eso es hermoso... porque eres mío…”

Dev no contestó. Había aprendido que no todos los silencios eran seguros, pero ese… ese necesitaba silencio.

Hadrian lo soltó al fin.

El niño retrocedió a gatas, metiéndose bajo la cubrecama como una sombra escurridiza que huye de la luz. Apenas su cabeza quedó visible. El peluche fue abrazado con desesperación. Como si fuera un talismán. Una barrera inútil. Pero suya.

Hadrian se alisó la camisa, se levantó con elegancia, y se dirigió a la puerta.

Desde allí, giró ligeramente la cabeza. “Duerme bien, hijo mío.”

Lanzó un beso al aire con una sonrisa que no tenía alma.

La puerta se cerró con un clic demasiado suave.

Dentro de la habitación, Dev no se movió. No porque no quisiera. Sino porque algo dentro de él… no se lo permitía.

Y en el fondo de su mente, mientras el eco de las palabras de Hadrian aún se filtraba como veneno, algo susurraba:

No soy su hijo. No soy su hijo. No soy… Pero al decirlo, le dolía el pecho. Porque parte de él… ya lo dudaba.

Hadrian se detuvo frente al espejo de su habitación, examinando su reflejo con ojos fríos. La ropa que llevaba era perfectamente negra: una camisa oscura de tejido suave, pantalones de corte recto y una capa cruzada mullida que caía como sombra a sus pies. No había nada llamativo, no había pulso de color, solo la extensión infinita de la noche vestida de tela. Una figura silenciosa y controlada, pensativa. Era difícil creer que ese hombre reservado alguna vez fue Harry Potter, el chico que se presentó al mundo con una cicatriz y un anhelo de reconocimiento. Todo había sido una farsa. Él lo sabía. Y ahora, esa persona era solo un recuerdo que se desvanecía con la bruma de la mentira que habitaba su nombre.

Sacudió la cabeza, despeinando por un instante un mechón negro azabache. El pasado dolía con la densidad de un acero frío en la nuca, pero no podía permitírselo. Tenía una familia y cada uno era una pieza en su tablero. Sin remordimiento, sin duda.

Con paso lento, atravesó la casa. No hacía ruido, ni siquiera sus botas rozaban el suelo. Rodeado de silencio, su figura parecía absorber la falta de sonido a su alrededor, dejándolo solo con su propia respiración rítmica. El aire olía a madera envejecida y té frío.

Cruzó la puerta principal de la mansión Peverell. Las barras del portón de hierro y los portones tallados giraron tras él. Y seis pasos después, ya no estaba en ese recinto señorial, sino bajo un cielo turbio. Las farolas lejanas eran manchas pálidas. El eco de su presencia plagaba el aire sucio de una calle abandonada: adoquines rotos, basura acumulada, charcos de agua verdosa y figuras que se movían con la desgana del hambre y el desaliento.

Hadrian avanzó sin cambiar su semblante. Las personas que dormían en muros perpetuos o pedazos de cartón lo seguían con miradas escurridizas. Otros se apartaban de inmediato, como si una vibración mortal los envolviera. La presencia que irradiaba era tan potente que no necesitaba hechizos: el miedo fluía a su alrededor.

Con ojos impenetrables localizó al niño antes de que el pequeño se atreviera a acercarse. Un niño diminuto, sucio hasta lo inhumano, con un bebé temblando en brazos, de esos que solo conocen el llanto de la desesperación. El bebé parecía no pesar más que una pluma rota, su cuerpecito encogido contra el pecho del hermano.

El niño habló casi sin voz: “Señor… señor, por favor… tiene algo de comida. Mi hermanita tiene hambre.”

Hadrian se inclinó. Su capa se dobló como un charco inmóvil en el suelo estrecho. Su mirada casi humana se volvió a la del pequeño, aguileña, calculadora, sin compasión. Pero actuando como si hubiera una bondad dentro.

“No te preocupes,” dijo apenas. “No pasarán hambre… ya no más.”

El niño soltó un sollozo, y los ojos se humedecieron con gratitud. Había esperanza. Había fe. Debió resultar ridículo, desde afuera. Pero Hadrian permitió que esa esperanza se enredara en su mano helada, dejó que lo mirara como si fuera luz, respirara como si renaciera, antes de mostrarle que lo peor aún estaba por venir.

“No llores,” ordenó, mientras ponía la palma contra el hombro del niño.

El contacto fue tan lejano como un invierno sin fin, pero el niño asintió. Súbitamente sintió que su cuerpo había sido habitado por el miedo, no por la amabilidad. Una contradicción, una trampa mortal.

Mientras se enderezaba, las sombras se elevaron. No era la noche—era su propia voluntad oscura. Como agua negra trepando desde las alcantarillas. El niño apretó al bebé contra sí, sin entender que las tinieblas empezaban a verlo como presa, como alimento.

“Ven conmigo,” susurró Hadrian.

El niño lo siguió, como si una especie de magnetismo mortecino lo atara. La calle se hizo estrecha, las paredes parecían descender. Cada paso retumbaba en el silencio perturbador. Las sombras retorcidas se alargaron hasta rozar sus tobillos, envolviendo al niño y al bebé. Cuando llegaron a mitad de la calle, el niño sintió el aliento gélido de la muerte bajo sus pies.

Las sombras crecieron. Se formaron engendros sin forma que lamían la mugre, rozaban las ropas roídas del niño y se abalanzaron hacia él y al bebé.

El primero gritó, un grito ahogado por el terror no vino del niño.

Hadrian lo vio. Y se le dibujó una sonrisa cruel.

El horror explotó en ese momento: las siluetas oscuras se abalanzaban, envolvían las piernas y el torso de los niños. Y la gente cercana, que solo se había desvanecido ante el hombre, esta vez sí vio. Hubo un grito colectivo. Y la certeza—: esos dos seres se fundían con la sombra interminable. Una desaparición viviente, no rápida como la muerte de bala; era lenta, húmeda, glacial. Cada parte del cuerpo era succionada como si fuera cera humana.

Hadrian balanceó la cabeza, disfrutando el momento. El alimento que ofreció fue el terror. Fue la verdad de su naturaleza. Había oído el grito: metálico, vivo, humano.

Pero no se detuvo.

“Vamos,” dijo al niño al oído. “Tus días no serán mejores, pero no pasaran frio ni hambre.”

Y entonces, las sombras se cerraron en un chasquido seco. El llanto del bebé cesó. No quedó nada.

La lluvia caía con una violencia casi ritual. Goterones gruesos, helados, estrellándose contra la tierra endurecida, contra las piedras negras que se alzaban alrededor de la entrada de la cueva como los dientes de una bestia que dormía. Las sombras, aún girando a su alrededor como serpientes obedientes, se despegaron lentamente del cuerpo de Hadrian, dejando tras de sí un vapor tenue, denso, que se confundía con la niebla que se arrastraba desde los bosques.

Frente a él, el niño sostenía aún a la bebé, ahora envuelta en un silencio sobrenatural. No lloraba, no gemía. Solo respiraba. Apenas. El niño, por su parte, temblaba, pero no del frío. Hadrian lo sabía. Lo reconocía. Ese temblor específico no era del cuerpo… era del alma. Lo conocía porque lo había sentido antes. Cuando aún era Harry Potter. Cuando aún era débil.

Se mantuvo de espaldas a él un momento más, observando la oscura abertura de la cueva. Un hueco enorme, como la garganta abierta de un gigante muerto. Cada gota que golpeaba las rocas se transformaba en eco, en un murmullo macabro que parecía invocar algo que nunca debió haber despertado.

Hadrian estiró una mano, sin mirar atrás. Una invitación muda.

El niño dudó.

Pero terminó por avanzar.

Los pies desnudos chapotearon en el barro. Los harapos empapados colgaban de su cuerpo como piel mal cosida. La bebé seguía apretada contra su pecho, como si la presión del abrazo fuera lo único que aún la mantuviera viva.

Cuando la pequeña figura alcanzó a Hadrian, este no dijo nada. Solo bajó la mano y dio un paso adelante. Luego otro. Hasta que ambos estuvieron al abrigo de la cueva, aunque no lo suficiente como para alejarse del rugido de la tormenta. No. Hadrian no quería que ese sonido se desvaneciera aún. Era necesario. Era… perfecto.

El viento silbó detrás de ellos, enfurecido. Pero no más que lo que vivía dentro de esa cueva.

Hadrian alzó la voz, sin emoción, sin urgencia. Como quien anuncia una visita habitual.

“Vengo en paz. Y para demostrarlo… te traje un par de bocadillos.”

El eco de su voz se arrastró por la cueva, como un gusano aceitoso.

Pasaron apenas ocho segundos.

Ocho segundos donde el silencio pareció aguantar la respiración del mundo.

Y luego... se oyó.

Pisadas. Una. Dos. Cuatro. Diez. Raspando la piedra. Hundidas. Lentas.

Y entonces, en un parpadeo… ahí estaba.

Si antes había sido un hombre, ahora era otra cosa. Una criatura hinchada por la rabia, por la locura, por años de vivir solo bajo el instinto. La piel llena de costras. Las uñas deformadas. La barba apelmazada por tierra y sangre. Ojos amarillos que no brillaban por magia, sino por enfermedad.

Su olor llegó antes que su voz: azufre, carne fermentada, humedad rancia.

Lo observó con asco. Luego con curiosidad.

Y después… con hambre.

Hadrian no se movió. Ni un paso atrás. Ni un pestañeo. Su rostro, pulcro, impecable bajo la lluvia que aún goteaba desde su cabello hacia su ropa negra, solo mostraba una mueca neutra. Casi aburrida.

Fue entonces que, detrás del niño, surgió una tercera mano. Huesuda. Podrida. Un miembro salido de las sombras, de la roca, o quizás del mismo infierno. Apretó la boca del niño, lo jaló hacia adelante con violencia. El pequeño forcejeó, pero no emitió más que un quejido ahogado.

Hadrian no miró.

No porque no le importara. Sino porque no tenía sentido.

La bestia olfateó. Y Hadrian, con parsimonia, giró ligeramente el cuello. Lo suficiente para ofrecer el costado de su cuello. La piel pálida. La vena latiendo, el aroma aun prendido en su piel no se había esfumado por la lluvia.

La bestia se detuvo. La tensión en su cuerpo fue inmediata, visible. Como si el veneno contenido en esa carne lo obligara a retroceder.

Hadrian lo supo. Lo vio. Lo disfrutó.

“¿Lo reconoces, cierto?” murmuró. La criatura dio un paso atrás. Tembloroso. “Sí... eso pensé.”

Avanzó. No rápido. No amenazante. Solo… inevitable.

La figura de la bestia se movió, lo dejó pasar. No por respeto. Por miedo. Por una memoria que dejo en el pasado. Por algo que su instinto, su poca humanidad, entendía sin palabras.

Dentro, en la penumbra más densa, los otros esperaban.

La manada. Seres deformes. Algunos aún con ojos humanos. Otros con lenguas que colgaban, espaldas torcidas. Uno de ellos tenía a la bebé en brazos, desnuda y callada, su piel azulada por el frío. Otro sujetaba al niño que lloraba ahora. Un llanto que ya no era por hambre… sino por conocimiento. Por presagio.

El primer grito vino de inmediato.

Agudo.

Mojado.

Un sonido que no tenía nada de compasión, pero que partía el aire con más violencia que cualquier maldición.

Hadrian cerró los ojos. Sonrió.

“El dolor es... didáctico,” dijo a nadie en particular.

Los gritos continuaron. Uno, dos, luego tres más.

Había movimiento en la oscuridad. Había respiraciones entrecortadas, risas, gruñidos. Pero Hadrian caminó entre ellos como si no existieran. Como si los horrores a su alrededor fueran parte de una coreografía diseñada solo para él.

“Aliméntense. Destrúyanlos. O críenlos. Me da igual,” dijo finalmente.  Se giró hacia la bestia, que lo seguía con ojos inyectados de furia reprimida. “Te he dado un regalo, Fenrir,” susurró. “Y aún tengo uno más para ti.”

Greyback no respondió. Pero Hadrian no necesitaba palabras.

Ya se había ganado su obediencia.

Porque el miedo… era un idioma universal y él lo hablaba a la perfección.

Notes:

¿Dónde están las teorías?

Chapter 27: Era solo vanidad

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Diciembre

El viento de diciembre era una criatura viva. Se enroscaba entre las piernas de los alumnos como un gato irritable y frío, zumbaba en los oídos con promesas de tormentas inminentes, y arrastraba consigo copos de nieve que caían como cuchillas suaves sobre los rostros. Sobre el campo de vuelo, la nevada de la noche anterior había dejado una capa esponjosa pero traicionera. Los bordes de la escoba de Madam Hooch estaban cubiertos por una fina capa de escarcha, y la mujer tenía esa expresión que solo los adultos muy agotados y ligeramente derrotados mostraban.

Harry la observaba desde el aire, con una mano en el mango de su escoba y la otra recargada con pereza en su muslo. Volaba con la facilidad de quien respira, con el descaro de quien sabe que es bueno y disfruta recordárselo al mundo. Abajo, algunos Gryffindors forcejeaban aún con sus escobas encantadas, que parecían más interesadas en sacudirlos que en obedecer. No es que fueran malos volando… pero si toda su casa había tenido accidentes la clase anterior, era obviamente porque eran Gryffindors. Es decir, ¿qué otra explicación lógica había?

Harry bajó un poco su escoba hasta flotar apenas sobre los demás, lo justo para dejar que el viento jugara con su cabello, para que se meciera en el aire como una llama negra y pálida. Desde allí, su vista encontró la de Draco, que estaba un par de metros a su izquierda, en el aire también, con la espalda recta y los labios fruncidos en una mueca tan Malfoy que podría haberse esculpido en mármol.

“Deberías sonreír más,” dijo Harry con una sonrisa ladeada. “Vas a tener arrugas antes de los quince si sigues frunciendo el ceño cada vez que Weasley respira.”

Draco lo miró de reojo, con esa expresión suya tan típicamente molesta y ofendida, como si Harry le hubiera arrojado barro en la túnica en vez de una frase inofensiva.

“No frunzo el ceño,” respondió Draco con los dientes apretados. “Solo me esfuerzo por no bajar y golpearlo.”

“¿Golpearlo con qué? ¿Con tu varita de decoración?” rió Harry, ladeando la escoba para flotar a su lado. “Oh, espera… ¿no será que estás así de tenso porque aún no superas lo de nuestra boda?”

La mención fue casi casual, pero Draco se puso rígido al instante. La escoba titubeó bajo sus muslos. Harry rió más fuerte.

“Te dije que el calamar gigante fue un excelente oficiante. Nunca se olvidará el intercambio de anillos bajo el lago.”

“¡Fue una broma estúpida!” espetó Draco, rojo hasta las orejas. “¡Y tú lo empeoraste diciendo que tuvimos la luna de miel en la Torre de Astronomía!”

“¿Y no la tuvimos?” preguntó Harry, bajando la voz con tono dramático, teatral. Parpadeó lentamente, acercando su cara un poco más. Sus pestañas estaban cubiertas de nieve, pero los ojos verdes brillaban como brasas traviesas. “Lo único que lamento es que no hayas querido bailar el vals de bodas frente a los gemelos Weasley.”

“Eres insoportable,” susurró Draco, pero sin moverse, sin alejarse, como si estuviera pegado al aire.

Harry solo sonrió. Lo sabía. Era irritante, y le encantaba serlo.

Allá abajo, Madam Hooch sopló su silbato con fuerza. El sonido atravesó el campo como una lanza de hielo, aguda y directa.

“¡Abajo todos!” gritó, con la voz fatigada por años de enseñar a niños con huesos blandos y cerebros imprudentes. “Esta será su última clase. A partir de mañana, vuelo está cancelado hasta nuevo aviso. No pienso arrastrar a otro Gryffindor desmayado del barro como la semana pasada.”

Harry descendió con elegancia, sus botas apenas crujieron al hundirse en la nieve. Lo siguió Draco, aunque no sin antes lanzarle una última mirada filosa.

“Vas a pagar por eso del calamar,” murmuró mientras bajaba.

“¿Sí? ¿Cómo? ¿Me vas a invitar al baile y dejarme plantado en las escaleras?” replicó Harry con tono burlón. “Qué cruel, Draco. Pensé que lo nuestro era real.”

“Tú estás loco,” masculló Draco, y se adelantó para sacudirse la escarcha del abrigo.

Cerca de ellos, Daphne, Theo y Millie observaban sin intervenir. Theo cruzó los brazos, murmurando para sí:

“¿Alguien más piensa que esto ya dejo de ser un juego?”

“Eso dejo de serlo hace semanas,” añadió Daphne, alzando una ceja. “Solo que Draco no se ha dado cuenta.”

“Ni se dará,” respondió Millie con resignación. “Porque si se da cuenta, se quejará con sus padres.”

En el grupo de Gryffindor, Weasley bufaba aún de enojo. Tenía la túnica llena de nieve, un brazo en cabestrillo y la escoba mordida por… bueno, nadie sabía por qué tenía marcas de mordidas. Neville intentaba ayudarlo, aunque él no dejaba de lanzar miradas venenosas hacia los de Slytherin.

“No se rían tanto, ¡no fue gracioso!” gritó Ron cuando notó a Millie reírse, lo que solo hizo que Theo le ofreciera un pañuelo… falso, que en realidad era un trozo de papel higiénico.

“Es un regalo,” murmuró Theo. “Tal vez te sirva para secar tus lágrimas.”

“Idiota,” gruñó Ron y pateó la nieve, aunque se arrepintió al instante cuando su bota resbaló y casi cayó otra vez.

Harry miraba toda la escena como quien observa un teatro personal, de esos con risas, drama, insultos y un poco de escarcha. Volvió la vista hacia Draco, que ya se alejaba del grupo, murmurando algo para sí.

Se quedó en silencio un segundo. Luego, sin pensarlo demasiado, alzó la voz.

“¡Oye, Malfoy! ¡Si nos casamos otra vez, esta vez quiero pastel de verdad!”

Draco ni siquiera se volteó. “¡Solo si tú llevas la liga en la pierna, Potter!”

La respuesta lo hizo reír más fuerte. Y la nieve comenzó a caer con más intensidad, como si incluso el cielo supiera que esta era la última clase de vuelo.

Y que, en realidad, el vuelo más difícil para todos… estaba apenas comenzando.

La Sala Común de Slytherin se sumergía en una penumbra acogedora, donde las antorchas parpadeaban lanzando sombras danzantes sobre las suaves alfombras y los sillones grandes. Las orejas de los chicos recogían el leve crujido del fuego en la chimenea, mezclado con los murmullos de las chicas acurrucadas alrededor del gato rayado de Millie, cuyos maullidos juguetones rompían entre risas conspiradoras. Pansy, Daphne y Tracey se turnaban en peinarle el lomo con los dedos, murmurando entre ellas sobre la clase compartida con los Gryffindor. Habían quedado visiblemente molestas, no por el frío o el cansancio, sino por las palabras de Weasley, que, una vez más, se había superado en falta de tacto.

“Ni siquiera las mascotas los quieren,” había soltado, con una carcajada ridícula, mirando con arrogancia a Pansy, a Daphne… y, por alguna razón, sobre todo a Draco.

A ellas les dolió. A Draco le afectó. Pero lo disfrazó bien.

Harry lo había notado, por supuesto. No porque Draco se lo dijera. Draco no hablaba de sus sentimientos. Los escondía detrás de su espalda recta y su peinado perfecto. Lo había notado porque después de la clase, Draco no se había quejado de nada. Ni siquiera del barro en sus botas. Y cuando Draco no se quejaba, algo iba mal.

Harry estaba sentado en uno de los sillones frente a la ventana encantada que daba al fondo del lago. Había tomado uno de los libros de Draco, uno que estaba claramente encantado para regresar a su dueño en caso de emergencia, pero Harry había logrado desactivar el encantamiento con un hechizo sutil que Theo le había enseñado. Estaba en francés. Por supuesto. A su manera. Imitando el acento, leyó en voz alta, molestando al dueño legítimo del libro, y disfrutando cada segundo del fastidio ajeno.

“Sentí escalofríos y electricidad en todo mi cuerpo con tan solo rozar la palma de su mano,” leyó con voz firme, mientras pasaba la página con aire de superioridad.

Draco ni siquiera giró el rostro. “Ya cállate, Potter.”

Su tono era plano, pero el leve enrojecimiento de sus orejas lo delataba. Estaba jugando una partida mágica con Blaise, y su concentración pendía de un hilo.

Harry sonrió con malicia.

“Agacha la mirada y se muerde el labio inferior,” dijo ahora, mirando el texto, pero con una expresión fingidamente inocente.

La frase no estaba escrita. Pero Draco… Draco acababa de hacer exactamente eso.

El cojín voló sin advertencia, golpeando a Harry en el hombro.

Las chicas en la alfombra se taparon la boca entre risitas. Theo se llevó las manos al rostro y se dejó caer sobre el sofá como si se rindiera ante la escena. Solo Blaise mantuvo el ceño fruncido, lanzando miradas cortantes que Harry ignoró con todo el descaro del mundo.

“Cuando sonríe, el hoyuelo de su mejilla aparece y me desarma completamente.”

Draco giró la cabeza tan rápido que casi se le deshizo el peinado. Sus mejillas estaban encendidas, y su expresión combinaba la rabia, la vergüenza y esa pequeña, minúscula e inconfesable chispa de algo más. Algo que Harry ya conocía demasiado bien.

“¡Potter, cállate!”

Harry levantó las manos, todavía con el libro abierto. “Solo leo lo que el autor quiere que sintamos, Malfoy.”

“¡Eso ni siquiera está en el libro!”

“¿Ah no? Qué raro… porque parece que lo he visto en algún lugar.”

El rubor se intensificó. Draco resopló, y por un instante pareció que se levantaría a arrebatarle el libro de las manos, pero entonces Blaise le recordó que estaba perdiendo el juego, y Draco volvió a centrarse en el tablero.

Harry le lanzó una mirada fugaz, una sonrisa ladeada, traviesa y peligrosa, como si lo hubiera desnudado emocionalmente con solo leer un par de frases en voz alta. Y, de alguna forma, era verdad.

Abrió de nuevo el libro francés que aún tenía entre sus brazos y, en voz baja pero lo suficientemente clara como para que todos lo escucharan, leyó con fingida pasión:

“Su aliento acarició mi nuca y supe, en ese instante, que ya no volvería a respirar sin él.”

Draco se detuvo en seco.

Blaise se giró la cabeza tan rápido que casi tira el tablero.

Harry no miró a nadie. Solo siguió leyendo como si estuviera en medio de una obra dramática.

“Cada palabra suya se me clavaba en la piel. Cada mirada suya… me dejaba sin suelo.”

“Potter…” murmuró Draco, entre dientes, sin levantarse.

Pero Harry continuó. “Me dijo que era insoportable. Que me odiaba. Y sin embargo, sus dedos temblaban cuando rozaban los míos.”

Las mejillas de Draco ardían tanto que podrían haber derretido los candelabros del techo. Theo estalló en una carcajada contenida que acabó en una tos. Daphne se agarró del brazo de Millie para no perder el equilibrio de la risa. Y Blaise… bueno, Blaise parecía al borde de transfigurar a Harry en una roca.

Draco respiró profundo. Su voz salió ronca de pura tensión. “Si lees una sola frase más, me caso con Pansy.”

Harry cerró el libro.

“Ya casi es la hora de la cena,” dijo Gregory, entrando con el pelo revuelto por una pelea con Crabbe que claramente acababa de perder.

Las chicas comenzaron a ponerse de pie. El gato de Millie emitió un bufido de protesta y se estiró con pereza. Theo ya estaba peinándose el flequillo. Y Harry dejo a un lado el libro con suavidad, volviendo a mirar a Draco, que aún tenía las mejillas calientes.

“Vamos, esposo mío,” dijo con voz melodramática. “¿Te acuerdas que hoy nos toca entrar tomados de la mano? Por la tradición mágica del compromiso ancestral.”

Draco le lanzó una mirada que podría haber congelado el lago entero. “No soy tu esposo.”

Harry puso expresión ofendida, la mano en el pecho. “Después de todo lo que pasamos… ¿Y el calamar gigante que oficializó la boda? ¿No significó nada para ti?”

Draco apretó los labios y miró hacia otro lado, visiblemente vencido por el agotamiento emocional. “Te daré la mano. Solo si no dices una palabra más.”

Harry extendió su mano con elegancia. “Trato hecho.”

Y Draco, rodeado de sus amigos, de risas contenidas, con el orgullo hecho trizas y el corazón latiendo más rápido de lo que quería admitir, entrecerró los ojos y aceptó.

Harry entrelazó sus dedos con los suyos y caminó con aire triunfal hacia la salida. Draco solo apretó un poco la mano. Como si necesitara certeza. Como si quisiera convencerse de que no era un sueño.

La cena en el Gran Comedor ya había comenzado, y aunque el ambiente estaba cargado del murmullo habitual de cuchicheos y risas, en la mesa de Slytherin reinaba una especie de tensión contenida, disfrazada hábilmente de indiferencia juvenil. Las velas flotantes oscilaban perezosas en el aire, dejando caer sombras largas sobre las mesas, mientras el banquete chispeaba en charolas que se renovaban solas.

Harry, con su expresión eternamente imperturbable, se dejó caer junto a Draco como si no fuera un acto estudiado.

Draco se tensó al darse cuenta que Harry no tenia planeado soltar su mano.

“Suéltame.”

Harry ni lo miró. “No.”

La palabra se deslizó con la misma calma con la que uno pronunciaría por favor pásame la sal, pero venía envuelta en una amenaza velada, vestida de buena crianza.

“Potter.”

“Draco,” contestó con tono dulce.

Harry estaba de buen humor. Claro que lo estaba. Sentado junto a Draco, compartiendo su copa de jugo de calabaza con total descaro, y lo más importante: aún tenía su mano entrelazada con la de Draco. Desde que salieron de la sala común hasta ese momento en que el postre comenzaba a aparecer sobre las bandejas, no la había soltado.

Draco, por otro lado, tenía una ceja tensa, el ceño fruncido, y una expresión de estoicismo ofendido mientras con la otra mano —la libre— intentaba cortar un pedazo de pastel de carne sin que se desarmara en su plato. Cada movimiento era un recordatorio de su humillación voluntaria. Cada mirada curiosa desde otras casas lo irritaba un poco más.

“Esto es infantil.” masculló entre dientes mientras lograba, con esfuerzo, llevarse un bocado a la boca sin perder el equilibrio de su cubierto.

Harry lo observó como si contemplara una criatura exótica y fascinante. Sus dedos se apretaron un poco más en la mano de Draco y sonrió. “Entonces somos perfectamente compatibles. Porque yo soy insoportablemente infantil. Y tú no puedes resistirte a mí.”

Draco tragó con esfuerzo, su mandíbula tensa, y no respondió. No porque no tuviera nada que decir. Sino porque el calor en sus mejillas ya hablaba por él, y porque Pansy, sentada al otro lado, lo estaba mirando con una expresión entre confundida y rabiosa.

Las chicas estaban ocupadas en su mundo de cuchicheos y miradas cómplices. Tracey le acababa de contar a Daphne que una Hufflepuff de segundo año había llorado después de que Theodore le dijera que su suéter parecía tejido por una banshee borracha. Y el comentario había hecho que todas se taparan la boca para reírse con disimulo.

“¿Eso dijiste?” soltó Millie entre risas, lanzando una mirada a Theo, quien, sin alzar la vista de su puré, murmuró con indiferencia: “No es mi culpa que no tenga espejo en su casa.”

Harry soltó una carcajada sincera. Blaise, en cambio, solo sonrió con una tensión apenas perceptible mientras sus ojos se deslizaban, una y otra vez, hacia las manos entrelazadas de Draco y Harry. No había dicho nada, pero su silencio era tan pesado como una maldición no pronunciada.

“¿Te vas a terminar ese pastel de calabaza?” preguntó Harry, dirigiéndose a Draco con naturalidad.

“Con una sola mano, no,” replicó el rubio sin mirarlo, cada palabra goteando fastidio. “Pero gracias por tu inmensa preocupación, Potter.”

Harry llevó la mano de Draco a sus labios y le dio un beso en los nudillos, provocando un sonoro “¡Harry!” de parte de Pansy que sonó más a súplica que a reclamo.

“¿Qué?” dijo él con una sonrisa angelical. “Mi esposo está pasando por momentos difíciles. El amor se demuestra en los actos pequeños.”

Theo se atragantó con su jugo, y Gregory tuvo que darle unas palmadas en la espalda. Daphne giró el rostro, mordiéndose los labios para no explotar en carcajadas. El único que no reía era Blaise, y tal vez Pansy, cuyos dedos se habían enredado en el borde del mantel con una fuerza nerviosa.

En medio de todo, Draco se mantuvo en silencio. No porque no quisiera gritar, golpear la mesa o soltar una de sus réplicas cortantes. Sino porque algo más fuerte lo mantenía quieto. El contacto cálido de esa mano —la de Harry— en la suya, el modo en que se sentía anclado a tierra… y ese molesto, irritante, maldito cosquilleo bajo la piel. No lo miraba, no quería mirarlo. Pero lo sentía.

Y, en algún lugar, odiaba que lo sintiera.

La cena fue prolongándose, entre el olor a especias, los murmullos de planes para las vacaciones de invierno y las bromas de última hora. En un momento dado, cuando ya los postres se desvanecían de las bandejas y la mayoría comenzaba a levantarse, Gregory anunció mientras se sacudía las migas de la túnica:

“Ya casi es hora. Si quieren llegar a los postres de verdad en la sala común, será mejor ir saliendo.”

Los demás empezaron a moverse con pereza. Theo ya hablaba de una idea para una travesura navideña. Pansy comentaba, a voz baja pero con veneno líquido, lo ridículo que sería si las Gryffindor intentaban copiar el árbol encantado de Slytherin este año.

Draco intentó retirarle la mano a Harry en ese momento. Harry no lo soltó.

“¿De verdad vas a hacer esto delante de todos?” dijo el rubio, mirando hacia los lados con la esperanza de que nadie más estuviera atento.

Harry puso cara de tragedia griega. “¿Estás rompiendo el compromiso? ¿Después de todo lo que pasó en la torre sur? ¿Y todas nuestras citas, Draco? ¿Los vas a desechar así?”

Draco resopló. Y Harry, satisfecho, acomodo el agarre de sus dedos otra vez mientras salían del comedor.

Fue afuera, en la penumbra del pasillo que conducía a las escaleras, Harry con toda la calma del mundo, soltó la mano de Draco.

Pero antes de que pudiera decir algo más, sintió un peso sobre sus hombros. El brazo de Blaise.

“Vas a desgastar su paciencia,” dijo Blaise con tono tranquilo, pero había algo firme, peligroso, en la forma en que lo dijo. Como si cada palabra cargara un doble filo.

Harry ni siquiera lo miró. Se limitó a encogerse de hombros y seguir escuchando a Pansy, que narraba con entusiasmo cómo una Ravenclaw se había desmayado en clase de Encantamientos porque pensaba aun que el profesor Flitwick era un elfo doméstico disfrazado.

Y entonces ocurrió. No lo vio venir. Ni lo sintió hasta que fue demasiado tarde.

Un suave roce en la mejilla. Rápido, fugaz. Pero innegable.

Todos se quedaron quietos.

Draco, aún con el calor en las orejas, giró sobre sus talones y se alejó sin decir una palabra, rumbo al castigo de Quirrell.

Y Harry…

Harry se quedó con la boca entreabierta, los ojos fijos en el aire como si el beso aún flotara allí.

El brazo de Blaise se deslizó de sus hombros.

Millie fue la primera en hablar. “¿Acaba de…?”

“Sí,” murmuró Daphne, sin poder evitar una risita.

Harry finalmente parpadeó. Su mano fue instintivamente a su mejilla. Luego bajó la mirada. Y luego…

“Genial,” dijo con tono dramático. “Ahora sí estamos casados legalmente.”

Y con esa declaración, los onceañeros más complicados de Hogwarts reanudaron su camino. Uno caminando solo, con el rostro ardiente y la espalda recta. Otro rodeado de amigos, con la sonrisa más estúpida y encantada del castillo entero.

El dormitorio de primer año de Slytherin estaba envuelto en una quietud tibia y palpitante. No era exactamente silencio lo que se sentía en el aire, sino una especie de calma adormecida, como la que se cuela tras un largo día lleno de risas, nieve, bromas y un beso que nadie vio venir. Las cortinas oscuras ondeaban levemente con el viento que susurraba desde algún rincón oculto de las mazmorras, donde ni siquiera las paredes parecían tener prisa. La piedra estaba cálida por los encantamientos, y cada cama era una pequeña fortaleza mullida de sábanas y mantas de plumas.

Theo ya estaba acostado con los ojos entrecerrados, pero no dormía. Tenía una mano bajo la almohada y la otra descansando sobre un libro que probablemente había leído por cuarta vez. Gregory roncaba suavemente, su respiración pesada como una melodía familiar. Crabbe murmuraba algo en sueños, una especie de conversación incomprensible con una criatura que solo existía en su cabeza. Blaise estaba echado sobre su cama, con las manos detrás de la cabeza, mirando el techo con esa expresión entre ausente y evaluadora, como si intentara calcular la distancia entre él y la luna.

Harry estaba sentado sobre su cama, las piernas cruzadas bajo las mantas, con la ropa de dormir verde oscuro arrugada por los movimientos lentos de quien no tiene sueño. Llevaba los lentes puestos, los que rara vez usaba, solo para leer cuando la luz no ayudaba. Los marcos eran pequeños y delgados, negros, y aunque no eran mágicos, cumplían su propósito. El libro sobre sus rodillas era uno de los favoritos de Theo, uno de esos volúmenes densos sobre criaturas mágicas que incluía notas al margen del propio niño, como si no pudiera evitar comentar cada entrada con un juicio personal. Harry ya estaba en el penúltimo capítulo, y su ceño estaba fruncido por la concentración más que por el sueño.

No escuchó la puerta abrirse. Fue el cambio en la energía del lugar, como una cuerda que se tensa en el ambiente, lo que hizo que alzara la cabeza.

Y ahí estaba Draco. Con la túnica del uniforme arrugada en los bordes, el cabello levemente revuelto por el viento o la prisa o el castigo. Tenía la mirada algo baja, pero al ver a Harry, ladeó la cabeza como si acabara de descubrir algo nuevo y divertido.

“Usas lentes.” No fue una pregunta. Solo una afirmación cargada de curiosidad, y quizás, algo más que ni él mismo parecía entender.

Harry se quitó los lentes con calma y los guardó en su estuche con un chasquido leve. Lo miró sin apuro. La lámpara junto a su cama lanzaba una luz suave, dorada, que parecía envolverlo entero. Tenía el cabello despeinado y el rostro relajado, pero sus ojos verdes brillaban con ese tono entre desafiante y divertido que Draco había empezado a reconocer como peligroso.

“Sí,” respondió Harry. “Solo por las noches, cuando leo.”

Draco asintió. No dijo nada más, pero no apartó la mirada. Había algo extraño en su forma de quedarse quieto, como si hubiera entrado con una intención y se le hubiese olvidado cuál era al ver la escena. La luz, los lentes, el libro. Harry sin reírse. Sin burlarse. Solo mirándolo con esa calma tan propia que siempre parecía fuera de lugar en alguien de once años.

Blaise habló desde su cama, sin moverse. Su voz flotó en el cuarto como una insinuación que no sabía si era cumplido o provocación. “Te quedan bien.”

Draco frunció el ceño con una mueca leve, y Harry soltó una carcajada bajita, esa risa suya que era como un rastro de humo, imposible de atrapar.

Theo giró hacia la pared, pero no lo suficiente como para dejar de escuchar.

Draco se quitó el abrigo con movimientos medidos, lo dobló con más cuidado del necesario y lo dejó sobre el baúl al pie de su cama. No dijo nada más. No preguntó por el libro ni por el día. Solo se metió en su cama y tiró de las cortinas verdes con dedos algo temblorosos.

Harry no volvió a hablar. No lo molestó. No dijo ni una palabra sobre el beso que aún ardía en su mejilla, como si su piel hubiese decidido recordarlo más tiempo del debido. En vez de eso, cerró el libro con lentitud, guardó el marcapáginas, y bajó la lámpara con un pequeño chasquido.

La oscuridad abrazó el cuarto con suavidad.

Harry se echó en la cama sin correr las cortinas. Se quedó mirando el techo, los ojos abiertos en la penumbra, y el leve vaivén de la manta subía y bajaba con cada respiración. No podía dormir. Y no era porque tuviera algo específico en qué pensar. Era porque lo que sentía no podía nombrarse. Una mezcla de calor incómodo y orgullo satisfecho. De sorpresa y de intriga.

Draco Malfoy lo había besado en la mejilla.

Lo había hecho rápido. Fugaz. Como si no hubiera tiempo para cambiar de idea. Y se había ido sin mirar atrás. Como si dejar una bomba y huir fuera parte del plan.

Harry se tocó la mejilla de nuevo. Su sonrisa, tenue, casi imperceptible, se deslizó por sus labios.

No había necesidad de burlarse. No esa noche.

Y con ese pensamiento, cerró los ojos y se dejó caer en el sueño. No profundo. No rápido. Pero sí tranquilo.

En la otra cama, más allá del telón de terciopelo, Draco tenía el rostro vuelto hacia el interior de la cama, las manos apretadas contra el pecho bajo las sábanas, y los ojos bien abiertos. A pesar del cansancio. A pesar del castigo que acababa de soportar. No podía dormir. No por culpa del profesor Quirrell, ni por la nieve, ni por Weasley y sus burlas.

No podía dormir porque aún sentía la suavidad de la mejilla de Harry contra sus labios. Porque no entendía por qué lo había hecho.

Y, lo peor de todo… porque quería volver a hacerlo.

Pero por ahora, se conformó con recordar la expresión que Harry puso cuando lo besó. Como si el mundo se hubiera detenido un segundo solo para ellos.

Y lentamente, muy lentamente, Draco también cerró los ojos.

Ambos dormían. Separados por un par de metros. Pero más cerca de lo que nunca habían estado antes.

La luz de la mañana se filtraba pálida a través de los vitrales encantados que protegían los dormitorios de Slytherin del gélido mundo exterior. El reflejo del lago bajo la piedra proyectaba movimientos lentos y verdosos sobre las paredes, como si el agua misma respirara, mientras los primeros murmullos del día se elevaban entre camas desordenadas y baúles semiabiertos.

Todos los niños de primer año estaban ya con el uniforme puesto, o al menos, casi listos. Había una sensación de rutina y prisa contenida en el aire, como siempre ocurría en Hogwarts cuando la hora del desayuno se aproximaba. Gregory peleaba con los botones de su túnica, Crabbe buscaba desesperado su varita entre los pliegues de su cama, y Theo, impecable como siempre, terminaba de alinear los libros dentro de su mochila como si fueran piezas de ajedrez. Blaise observaba todo desde su cama con expresión neutra, pero sus ojos seguían cada movimiento de cierto niño de pelo negro al otro lado del dormitorio.

Harry, sentado con una pierna sobre la cama y la otra colgando, tenía el uniforme puesto a su manera particular. La camisa estaba perfectamente cerrada, pero la corbata… la llevaba suelta, como si fuera un accesorio decorativo y no parte del reglamento. Más que una corbata, parecía una bufanda despreocupada que se balanceaba alrededor de su cuello cada vez que se movía. En ese momento, escribía sobre un pergamino con una media sonrisa, sus labios moviéndose en silencio mientras releía lo que acababa de escribir.

La pluma danzaba con soltura entre sus dedos. Había algo burlón y ligero en su postura, como si todo el universo le perteneciera, o como si simplemente no le importara lo suficiente como para obedecerlo.

Draco estaba parado a un par de metros de él, terminando de colocarse la capa con los bordes aún húmedos por el vapor encantado que salía del perchero calefaccionado. Se giró, vio la corbata. Frunció el ceño. Dio dos pasos hacia Harry.

“¿Vas a ponértela bien en algún momento o estás esperando a que te arresten por crímenes contra el buen gusto?”

Harry ni levantó la cabeza. Solo continuó escribiendo, la voz tan calmada que parecía hablar de la lluvia.

“Estoy considerando dejar que la corbata desarrolle una personalidad propia. A lo mejor se convierte en mi mascota. Cosa que tú no tienes, por cierto.”

El rubor que asomó en las mejillas de Draco no fue leve. Fue instantáneo y furioso, como si alguien lo hubiese abofeteado con una toalla caliente. Dio un paso más, agarró los extremos de la corbata con fuerza y de un solo tirón hizo que el cuello de la camisa de Harry se apretara alrededor de su garganta.

“Ya basta de tonterías,” murmuró entre dientes mientras con movimientos rápidos y un poco bruscos ajustaba la corbata. “La próxima vez no esperes que tenga paciencia.”

Harry tuvo que contenerse para no reírse. Porque aunque el tirón le había provocado un sonoro quejido —acompañado por la mirada divertida de Theo y la risa mal disimulada de Crabbe— lo que realmente capturó su atención fue el color del rostro de Draco. No solo las mejillas estaban rojas. También las orejas. Y la nuca.

Está pensando en el beso, pensó Harry, con una chispa peligrosa en el fondo del pecho. No se atreve a decirlo. Pero lo recuerda.

Draco terminó de acomodarle el nudo con un tirón final, y se alejó sin mirarlo, demasiado rápido como para que su dignidad no pareciera recién pisoteada.

El dormitorio entero quedó en un breve silencio. La atmósfera espesa, cargada de pensamientos no dichos y miradas que evitaban chocar.

Pero Harry no dijo nada. No porque no tuviera ganas. Sino porque el momento no lo pedía. Simplemente se levantó, terminó de cerrar el sobre de la carta con un movimiento rápido, y se dirigió a la puerta. Theo alzó la mirada, dejando momentáneamente sus libros.

“¿A dónde vas tan temprano?”

“Cita secreta con el calamar gigante,” respondió Harry sin girarse, con el tono desenfadado de quien sabe que todos van a poner los ojos en blanco. “Aunque antes tengo que pasar por la lechucería.”

Y salió. La carta apretada en su mano, el paso rápido, casi una carrera controlada.

Las mazmorras eran frías esa mañana. No solo por el clima, sino por la tensión flotante. Draco seguía parado junto a su baúl, fingiendo que revisaba su mochila. Murmuró algo bajo.

“Loco.”

Pero sus dedos se quedaron inmóviles sobre la tela durante un segundo más de lo necesario.

Harry, mientras tanto, corría por los pasillos con la capa abierta ondeando tras de sí. La nieve caía por las rendijas de los vitrales y los techos mágicos del castillo. Algunos tramos del suelo estaban resbalosos por la escarcha que se colaba a pesar de los encantamientos. Resbaló dos veces, tropezó con un grupo de estudiantes de segundo que gritó al verlo pasar como un vendaval, y casi se lleva por delante a una profesora que lo fulminó con la mirada.

“¿Por qué Hogwarts tiene que ser tan condenadamente enorme?” masculló mientras subía las escaleras, cada escalón más empinado y resbaloso que el anterior. “Podrían haber puesto la torre de las lechuzas al lado de las mazmorras, pero no, claro que no, tenían que ponerla en la cima de la maldita montaña…”

Cuando llegó, la lechucería estaba helada. Un aire denso, blanco y húmedo llenaba cada rincón, y las aves lo observaban con ojos grandes y brillantes desde sus perchas. El suelo estaba cubierto de nieve pisoteada y excremento seco, y el viento silbaba como un lamento entre las vigas del techo.

Pero entre todas las lechuzas, una se giró al instante. Blanca, imponente, con un collar de diamantes que centelleaba como escarcha. Hedwig.

Harry levantó la mano. “Ven aquí, reina de la nieve.”

Hedwig voló hasta él con movimientos majestuosos, se posó en su brazo, y extendió las alas como si reclamara un aplauso.

Harry le amarró la carta con cuidado. “Dale esto a Hadrian. Y ya que estás ahí, busca a Dev. Seguro que él también quiere escribir.”

Hedwig no hizo ningún ruido. Solo lo miró. Luego alzó el vuelo en un torbellino blanco.

Harry la observó desaparecer en la distancia. El cielo sobre las montañas estaba gris y cerrado. La nieve caía en copos grandes, pesados, como si el cielo estuviera perdiendo pedazos de sí mismo.

Volvió a bajar corriendo. Se resbaló una vez más. Se golpeó el codo contra la pared. Espantó a un grupo de Ravenclaw que salían de un pasillo y terminó topándose de frente con Weasley y sus amigos en un pasillo.

“¡Mira por dónde vas, serpiente!”

Harry apenas se detuvo. “No tengo tiempo para insultos mediocres. Si vas a decirme algo, que sea creativo.”

Hermione, con el ceño fruncido, alzó la voz con autoridad. “¡Está prohibido correr en los pasillos!”

“¿Y qué me va a pasar? ¿Van a llamar a mi tío?” preguntó sin girarse, mientras retomaba la carrera.

Y con eso, desapareció de su vista.

Los Gryffindor se quedaron helados. Y Harry, con la respiración acelerada y las mejillas frías, entró por fin al Gran Comedor. Su desayuno aún lo esperaba. Y quizás, solo quizás, también la sonrisa de alguien más.

Harry comía como si se le fuera la vida en ello. Tenía la cara inclinada sobre el plato, la cuchara entrando y saliendo con una velocidad que hacía fruncir el ceño a todos sus compañeros de mesa. El sonido metálico contra la porcelana, los trozos de pan a medio masticar y esa manera de morder las tostadas con desesperación... todo era una imagen tan poco refinada que Daphne se había limitado a empujar su plato un poco más lejos.

Draco lo observaba con una mezcla de espanto y resignación, el tenedor suspendido a medio camino hacia su boca.

“Comes como un neandertal,” dijo finalmente, sin poder contenerse.

Harry levantó la mirada con total tranquilidad, sin dejar de mascar. “Y tú hablas como mi tía cuando tenía estreñimiento. A cada quien su talento.”

“Es un vulgar campesino,” murmuró Pansy con la nariz arrugada, mirando su taza de té como si el comportamiento de Harry pudiera contaminarla.

“Va a morir ahogado,” añadió Theo, aunque sonaba más divertido que indignado.

Y quizás, sí. Quizás Harry comía como si fuera a morir. Pero había razones para todo. A esa hora de la mañana, con el calendario diciendo que era miércoles, la nieve cayendo con terquedad sobre las ventanas heladas del castillo y la lista de actividades del día pareciendo una trampa mortal… Harry tenía que priorizar.

Clase de Herbología a primera hora. Luego Historia de la Magia —horrible— y, para colmo, hoy vencía el plazo para devolver el estúpido libro que había tomado prestado sobre cultivos mágicos en regiones pantanosas. ¿Qué niño de once años se interesaba por eso? Bueno, Theo. Theo y su baúl entero de libros.

Así que sí, Harry estaba dispuesto a parecer el gemelo perdido de Ronald Weasley si eso le aseguraba sobrevivir a la mañana.

Cuando vio al director levantarse de su asiento en la mesa de profesores, con esos ojos azules fijos en él como si fuera un sujeto de estudio, Harry dejó caer su cuchara, se limpió la boca con el dorso de la mano y se levantó de inmediato.

“Theo, guárdame algo. Me muero si no termino de desayunar.”

Blaise le pasó la mochila sin decir palabra. Draco, por su parte, no pudo evitar saltar en su asiento cuando Harry le desordenó el cabello al pasar, provocando un chillido que hizo sonreír a más de uno.

“¡Potter!” gritó Draco mientras se peinaba con ambas manos.

Harry no respondió. Salió del Gran Comedor caminando rápido pero sin correr, al menos no mientras los profesores pudieran verlo. Sabía cuándo fingir compostura. Esperó a cruzar el umbral y entonces…

Corrió. A toda velocidad.

Los retratos lo reprendieron. “¡No se corre en los pasillos!”

Los fantasmas bufaron, flotando a un lado. Peeves intentó lanzarle una tiza. Pero Harry no se detuvo hasta alcanzar la biblioteca. Entró jadeando, el aliento saliéndole en bocanadas blancas por el frío que había en el aire.

Madam Pince lo miró con una expresión que sólo podría describirse como ‘decepcionada por el universo’.

“Ya iniciaron las clases,” dijo con ese tono agudo que tenía.

“Sólo vine a devolver esto,” dijo Harry, dejando el libro sobre el mostrador.

La bruja lo observó como si fuera a examinarlo por verrugas mágicas. Luego asintió con desgano y le hizo un gesto para que se fuera.

Harry giró sobre sus talones y volvió a correr. Los pulmones le ardían y sentía los latidos de su corazón golpeándole las sienes, pero no se detuvo. Bajó una escalera, giró hacia un pasillo secundario, otro más, y ahí…

Se detuvo.

Todo su cuerpo se paralizó de golpe, como si alguien hubiera apretado un botón secreto. El pasillo estaba vacío. Silencioso. Las paredes de piedra parecían más oscuras de lo usual. Y, delante de él, una puerta entreabierta. Un aula sin nombre. Un salón de los tantos que se perdían en los recovecos del castillo.

Harry dio un paso atrás sin saber por qué. Había algo extraño en ese lugar.

Su respiración aún era agitada, pero no fue eso lo que lo detuvo. Fue… un tirón. No físico. Algo invisible. Una presión en su cabeza. Un susurro que no podía oír pero que estaba ahí.

Entra.

La palabra se formó en su mente sin sonido, sin idioma. Era más un impulso que un pensamiento. Su mano, sin que lo notara del todo, comenzó a alzarse hacia la manija de la puerta.

Pero no quería entrar.

Entra. Solo un momento. Solo abre la puerta.

Un dolor agudo se disparó detrás de sus ojos. Como una presión que quería reventarlo por dentro. Era tan fuerte que se apoyó contra la pared, apretando los párpados con fuerza.

“No… no,” murmuró. Su propia voz sonaba distante.

Y entonces, un movimiento.

En la esquina donde la sombra se hacía más densa, algo se deslizó. Elegante. Serpenteante.

Una cola negra con escamas brillantes.

Harry alzó la cabeza, sudor frío en la frente.

La serpiente no habló. No lo miró como lo hacía a veces. Solo estaba allí. Sólida. Silenciosa. Vigilando.

Y de pronto, el dolor de cabeza cedió un poco. Harry se alejó un paso de la puerta. Otro más. Y la presión fue disminuyendo. Como si algo invisible lo estuviera soltando poco a poco, frustrado, molesto.

Los ojos de Naga brillaron una última vez, y luego su cuerpo se deslizó dentro de las sombras.

Harry tragó saliva. El corazón todavía le latía con fuerza, pero su mente volvía a ser suya.

Y sin esperar más, echó a correr.

Los invernaderos estaban en el otro extremo del castillo y el frío parecía haberse duplicado. Las botas le resbalaban en el suelo de piedra, la bufanda ondeaba como una cuerda detrás de él, y una señora en un retrato gritó algo sobre buenas costumbres que él no alcanzó a oír.

El aire frío le quemaba la garganta. Las mejillas se le habían entumecido. Pero por primera vez en el día, se sintió completamente despierto. Y en control. Porque no había entrado. No se había rendido. Algo —o alguien— había querido jugar con su mente, pero él había dicho no.

Y eso, en Hogwarts, valía más que cualquier punto para la casa.

Cuando finalmente llegó al invernadero, con el corazón golpeando como un tambor, la profesora ya estaba regañando a Crabbe por pisar una raíz de tentácula venenosa.

Harry respiró hondo, se sacudió la nieve de los hombros y sonrió.

Hoy, sin duda, sería un día interesante.

Chapter 28: Casi no hay tiempo para lo que importa

Summary:

Pequeño recordatorio de que Harry es un personaje gris

Chapter Text

El andén estaba envuelto en una neblina espesa, grisácea, de esas que parecían emanar de los propios rieles como suspiros del hierro, y que borraban los bordes del mundo a medida que más niños subían al expreso. El vapor salía con fuerza de debajo del tren y el bullicio de los estudiantes abrazando a sus amigos que se quedarían en el castillo llenaba el aire como una sinfonía imperfecta, mezclada con el graznido de las lechuzas, los maullidos de gatos furiosos y el lamento metálico de las jaulas chocando entre sí.

El grupo de Slytherin de primer año tardó en subir. No por pereza, ni por desorganización, sino porque el gato de Millicent —un gato absolutamente obeso, con expresión de emperador vengativo y garras afiladas como dagas en miniatura— había decidido que no quería volver a entrar en su jaula.

Pansy chillaba con cada intento de acercarse. Daphne intentó sobornarlo con trozos de chocolate, lo que sólo provocó un gruñido casi humano. Tracey ofrecía opiniones inútiles. Y Theo, que en algún momento había intentado “razonar con el animal”, se sentó resignado al lado de su baúl con la mano vendada.

Harry no ayudaba.

No porque no pudiera, sino porque estaba apartado, de pie, a un lado del vagón, con la espalda recargada en el metal aún tibio del tren. Los ojos entrecerrados. Los labios apretados.

El dolor de cabeza no había cedido desde la mañana. En realidad, no había cedido en toda la semana.

Desde el incidente de la puerta.

Desde esa voz muda, esa presencia invisible que cada día —sin falta, a la misma hora— lo empujaba hacia ese salón que se negaba a abrir. Cada día. Cada puñetero día. Como si el castillo respirara por esa puerta, como si algo en su interior lo estuviera esperando.

Harry no le había dicho nada a nadie. Ni siquiera a Draco. Solo a Hadrian.

Y Hadrian, en su eterno tono seco e inexpresivo, le había enviado una carta escueta, concisa, casi burlona por lo indiferente.

“Resiste. Y mantén a Naga cerca.”

Nada más.

Claro, fácil de decir cuando no tenías a una serpiente negra, grande como un tronco, colgando alrededor de tu cintura día y noche. Naga había regresado… y había crecido. Mucho. Ya no era la pequeña mamba de antes. Ahora sus escamas brillaban como obsidiana bajo la luz, su cuerpo era largo, pesado, y sus ojos más antiguos, más sabios, más vigilantes.

Y Harry no podía alejarse de ella. Porque cada vez que se alejaba, esa sensación lo alcanzaba. Esa compulsión. Esa presión en las sienes. Esa náusea inexplicable.

Por eso, incluso ahora, con el dolor martillando sus pensamientos, se mantenía de pie con los brazos cruzados, fingiendo calma, mientras Naga reposaba tranquila entre los pliegues de su abrigo. Nadie la había visto. Nadie sospechaba que se deslizaba pegada a sus costillas.

Finalmente, entre gritos, forcejeos y un arañazo en la cara de Blaise, el gato fue metido en la jaula.

Todos subieron al andén con pasos agitados. Harry fue el último. Ni siquiera se molestó en ayudar con el equipaje. Solo arrastró su baúl tras él, el cuello del abrigo levantado. La luz del andén lo hacía doler más la cabeza.

Y cuando por fin se sentaron en el compartimiento —todos juntos, como habían prometido—, Harry se desplomó en la esquina, con la cabeza recostada contra el cristal, los ojos cerrados.

El tren arrancó. El traqueteo llenó el espacio. Las voces de sus compañeros rebotaban contra las paredes. Se hablaba de regalos, de fiestas, de nieve, de la promesa de dormir hasta tarde, de comida casera.

Harry no decía nada.

Tenía los ojos entrecerrados, pero no dormía. El zumbido en su cabeza no lo dejaba. Y tampoco ayudaban las miradas.

Draco lo observaba a ratos, como si quisiera decirle algo pero no se atreviera. Blaise lo miraba como si esperara una excusa para molestarlo. Theo había notado el cambio en su ánimo, claro que sí. Pero no dijo nada. Ninguno lo hizo.

Cuando por fin llegaron a King’s Cross, Harry fue el primero en ponerse de pie.

Tomó su baúl, evitó la mirada de todos y salió sin decir una palabra. Apenas si escuchó cuando Theo lo llamó. Ignoró completamente a Blaise.

No estaba de humor. No para juegos. No para despedidas. Solo quería ver a Hadrian. Solo quería volver a casa. Donde al menos las sombras no intentaban entrar en su cabeza.

Fue entonces cuando ocurrió.

Chocó con alguien. Una niña. Pequeña. Pelirroja.

El golpe fue suave, pero la reacción fue explosiva. Ella se sonrojó como si le hubieran arrojado un hechizo de rubor. Tartamudeó algo que sonó como “lo-siento-no-te-vi”. Y se escondió detrás de una figura mayor. Tal vez un hermano.

Harry apenas dijo “perdón” y siguió caminando. Sin pensar más en ella.

Cuando lo vio.

Allí estaba. De pie, entre un grupo de adultos, con expresión severa y los brazos cruzados. Hadrian.

Y junto a él… los Malfoy.

Harry sintió que el cráneo se le partía. El dolor llegó de golpe, como un relámpago, lo hizo tropezar un paso.

No ahora. No aquí.

Hadrian debió notarlo, porque cortó la conversación que tenía, dijo algo rápido —probablemente una excusa cualquiera— y se acercó a paso firme. No dijo nada. Solo tendió la mano.

Y Harry, sin emitir palabra, la tomó.

La aparición los envolvió como un soplo gélido. Esa presión en el estómago. El tirón detrás del ombligo. Un segundo sin aire.

Y entonces, la calma.

Estaban de pie frente a las puertas de hierro negro de la Mansión Peverell. El cielo encapotado, el jardín cubierto de nieve, y el sonido familiar de las hojas crujientes bajo sus zapatos.

Harry aún no había soltado la mano de Hadrian.

No hasta que sintió un peso lanzarse sobre él, con los brazos delgados rodeándolo con fuerza.

“Te extrañé.” La voz era suave. Cálida. Real. Dev.

Harry soltó el equipaje y dejó que todo lo demás desapareciera. Hundió el rostro en el cuello del niño, que ya no era tan frágil, que ya no olía a miedo ni a enfermedad, sino a hogar.

“Has vuelto,” susurró Dev, con la voz temblando apenas.

Harry no respondió. No podía. El nudo en su garganta se lo impedía.

Pero cerró los ojos. Y sonrió contra su cuello. Y por primera vez en semanas, el dolor de cabeza se desvaneció del todo.

La nieve seguía cayendo con pereza, en copos grandes y suaves que flotaban alrededor de los niños como si el invierno los reclamara con mimo. Harry no había soltado a Dev. Ni un poco. El menor había intentado separarse con una risa suave, diciendo entre murmullos que necesitaba respirar, pero Harry solo había resoplado contra su cuello y lo había abrazado con más fuerza.

“Ni lo sueñes,” murmuró. “Pienso abrazarte hasta que me vuelva un bloque de hielo.”

Dev soltó una carcajada bajita, esa que solo Harry sabía arrancarle y que siempre venía acompañada de un apretón de manos en su espalda. “Vas a congelarme tú primero.”

“Bien. Moriremos juntos,” dijo Harry con solemnidad falsa, y luego frotó su mejilla contra el cabello del otro con una sonrisa.

Intentaron caminar hacia la mansión, aún abrazados, pero no llegaron muy lejos. Dos pasos. Tres. Un resbalón. Y ambos cayeron en la nieve con un grito ahogado y una carcajada compartida.

“¡Frío, frío, frío!” chilló Dev, sacudiéndose la nieve del abrigo.

“¿De qué hablas? Esto está mejor que las duchas de Hogwarts,” respondió Harry, con la bufanda hecha un nudo en el cuello y el gorro caído sobre un ojo.

Aún riendo, intentaron levantarse. O al menos uno ayudó al otro, y ese otro fingió que no podía pararse solo, así que terminaron girando sobre la nieve, medio abrazados, medio peleando, entre bromas tontas, hasta que la voz de Hadrian los alcanzó con tono firme desde la entrada de la mansión.

“Si se enferman no les doy regalos a ninguno.”

Eso sí los hizo detenerse.

Harry, con la lengua fuera de la boca, fingió pensarlo. “¿Qué clase de regalos estamos hablando?”

“Harry,” advirtió Hadrian.

“Esta bien, ya entendí. Fin del suicidio invernal,” dijo mientras se ponía de pie y ofrecía la mano a Dev para levantarlo. El más pequeño aceptó con una sonrisa tímida, sacudiéndose la nieve de los pantalones mientras Harry le quitaba copos del gorro como si fueran plumas molestas.

Fue ahí, mientras caminaban hacia la puerta, que Harry lo miró bien. Lo había notado desde el abrazo, pero no había tenido tiempo de enfocarse. Ahora sí.

Dev ya no se veía tan frágil. Aún era pequeño, delgado, con las manos frías y huesudas bajo los guantes, pero ya no tenía ese tinte cetrino en la piel ni los ojos hundidos de quien no duerme bien. El color había regresado a sus mejillas. El abrigo le quedaba mejor. Y aun así, había algo. Algo en su mirada. Una tristeza suave, constante, que parecía esconderse detrás de la alegría que mostraba por estar con él otra vez.

Harry frunció los labios y, sin decir nada, volvió a abrazarlo. Así, sin motivo aparente, sin palabras ni justificación. Solo se inclinó, lo envolvió con ambos brazos y escondió la cara en su hombro.

“Yo también te extrañé,” susurró al fin.

Dev se quedó quieto un instante, sorprendido, pero luego hundió la nariz contra el cuello de Harry y cerró los ojos. “Sabía que ibas a decir eso.”

“¿Ah, sí? ¿Y qué más sabes, oh vidente del frío?”

Dev solo sonrió.

Hadrian ya estaba en la puerta, hablando con uno de los elfos. Su voz resonó clara y distante. “Llévate el equipaje del joven amo Harry a su habitación.”

“¿Joven amo?” repitió Harry en voz baja. “¿Eso soy ahora?”

Dev le dio un codazo suave y ambos rieron mientras subían los escalones. Harry comenzó a dar pequeños saltitos con los zapatos empapados, arrastrando a Dev con él sin soltarle la mano. Las botas golpeaban la piedra con ruido sordo y dejaban huellas mojadas en la entrada.

“¿Qué haremos estas vacaciones?” preguntó Harry, girándose hacia Hadrian mientras su abrigo escurría nieve por el suelo.

“Lo primero que vas a hacer es dejar de comportarte como un perro loco,” respondió Hadrian sin levantar la voz, observándolo con una mezcla de paciencia resignada y advertencia peligrosa.

“¿Y si soy un perro loco feliz?” dijo Harry, girando sobre sí mismo con una mueca divertida. Cada giro soltaba más nieve del dobladillo de su abrigo.

El elfo que acababa de terminar de limpiar el suelo lo miró con expresión de completa derrota.

Harry se detuvo y levantó las manos en señal de paz. “Está bien, está bien. No más caos por hoy. Lo siento, Teks.”

El elfo asintió con reverencia, aunque todavía murmuraba cosas sobre “niños sin respeto por la limpieza mágica.”

Ya más tranquilo —por ahora—, Harry siguió a Hadrian hasta el salón. La chimenea estaba encendida y el calor era casi demasiado después del aire helado del exterior. Los muebles eran suaves, amplios, mullidos como una trampa para la pereza. Sin pensarlo dos veces, Harry se dejó caer en un sofá junto a Dev.

El impacto fue directo.

“¡Harry!” chilló Dev, tratando de empujarlo sin éxito.

“Shhh… esto es una emboscada emocional,” dijo Harry, recostando la cabeza sobre el hombro del niño.

Ambos se rieron. Hadrian tomó asiento en un sillón cercano, estirando las piernas y entrelazando los dedos sobre el regazo.

“Compórtate,” dijo simplemente. “No des una mala imagen.”

Harry alzó las cejas. “¿Imagen? ¿De qué estás hablando?”

Hadrian hizo un leve gesto con la cabeza.

Harry siguió la dirección de la mirada… y entonces lo vio.

Un hombre de pie, con ropa sobria y un rostro pálido y amable, los miraba en silencio desde el otro lado del salón. Tenía las manos juntas, los hombros algo encogidos, como si intentara no molestar. Pero sus ojos, profundos, observaban a Harry con una mezcla de cautela y… ¿ternura?

Harry se puso de pie de inmediato y, sin pensarlo dos veces, se inclinó en una reverencia formal. Su cuerpo la conocía mejor que su cerebro.

Hadrian hizo la presentación con naturalidad. “Harry, él es el tutor de Dev. Remus Lupin. Vive con nosotros.”

Harry alzó la cabeza, asintió, y soltó una sonrisa cortés. “Un gusto.”

Lupin le devolvió la sonrisa. “El gusto es mío.”

No fue más que eso. Un saludo. Un par de miradas. Harry no pensó mucho en ello. Dev le había contado que los adultos en la mansión eran constantes. Algunos importantes, otros no. Este parecía amable. Un poco triste, tal vez, pero normal. Como un cuadro más en el gran marco de la casa Peverell.

Hadrian se puso de pie. “Ve a cambiarte para la cena.”

“¿Ya? Pero acabo de llegar.”

“Harry.”

Harry chasqueó la lengua, resignado. “Solo porque soy obediente.”

Antes de salir, le tendió la mano a Dev.

“Vienes conmigo,” dijo.

Dev la tomó sin dudar. “Ni lo dudes.”

Y así se alejaron entre risas, con pasos veloces, compartiendo chistes de camino por los pasillos, uno arrastrando al otro, como si nunca se hubieran separado. Como si las semanas lejos, los dolores de cabeza, las sombras insistentes y las cartas urgentes fueran parte de otra vida. Otra versión. Otra historia.

Harry empujó la puerta con la palma aún tibia del contacto de Dev. No sabía por qué tenía el corazón acelerado si ya sabía lo que iba a encontrar: su habitación intacta, tal como la había dejado el primero de septiembre. Y, sin embargo, cuando la puerta se abrió por completo, lo golpeó algo que no había anticipado: el aire.

El aire olía a polvo encantado, a madera seca y a la brisa lejana de los campos nevados. Olía a sí mismo. A su historia guardada. A secretos que nadie más tocó. Todo estaba donde lo recordaba. El espejo ovalado con marco negro seguía junto a la chimenea. La alfombra de tonos grises y dorados aún tenía un pequeño doblez que había intentado aplastar con un libro. Las cortinas, pesadas, filtraban la luz de la tarde en haces suaves que brillaban sobre la cama recién tendida. Y su baúl… ya estaba allí, perfectamente colocado en el rincón derecho, sin una sola marca de barro. Un elfo había hecho su trabajo. Claro.

Dev se quedó en el umbral, sin moverse. Apretaba los brazos contra su pecho, y aunque había calor en la habitación, no se quitaba el abrigo.

Harry no dijo nada al principio. Caminó despacio por la alfombra, acariciando el borde de un escritorio de madera oscura que no había usado mucho, y que ahora parecía esperarlo con paciencia. Luego giró hacia Dev.

“¿No piensas entrar?” preguntó, cruzándose de brazos con una ceja en alto.

Dev dio un paso. Solo uno.

“Papá me dijo que nadie podía entrar aquí,” murmuró, bajando la vista. “Ni siquiera yo.”

Harry se detuvo. Se frotó la nuca.

“¿Y por qué? ¿Tenías planes de entrar a escondidas?” lo pinchó, burlón, pero con dulzura.

Dev negó con la cabeza, aunque se mordió el labio como si alguna vez sí lo hubiera considerado.

“Solo… era tu cuarto. No quería romper nada.”

Harry sonrió. “Dev, eres más cuidadoso que los elfos. No puedes romper ni una miga de pan.” Caminó hacia él, tiró suavemente del abrigo con dos dedos. “Y ya no estamos fuera. Te vas a cocer si no te lo quitas.”

Dev lo pensó. Pero no se lo quitó.

Harry se dio cuenta. Lo supo por la rigidez de los hombros del niño, por cómo evitaba mirarlo a los ojos. Y, como tantas veces hacía, supo cuándo soltar un tema antes de que se convirtiera en plomo.

“Está bien,” dijo simplemente. “Yo me cambio. Tú puedes opinar, pero solo si lo haces con respeto. Esta noche estoy en modo elegante informal místico, así que se aceptan sugerencias.”

Dev rió, aliviado por el cambio de tema, y se sentó en el borde de la cama mientras Harry abría el armario. Las ropas estaban perfectamente organizadas, tal como Hadrian exigía: túnicas de gala, camisas con cuello almidonado, pantalones formales. Pero también suéteres suaves, tejidos gruesos, cosas más sencillas.

Harry hojeaba entre las perchas.

“Entonces ¿Cómo es Lupin?” preguntó sin mirar.

Dev titubeó un momento. “Es… raro.”

Harry se giró, curioso. “¿Raro cómo? ¿Raro como los elfos que cantan ópera? ¿O raro como las tías que coleccionan dientes?”

Dev rió de nuevo, pero luego frunció el ceño, buscando las palabras.

“Es callado. No habla mucho, pero cuando habla… te escucha. No solo espera que termines, sino que parece que realmente… escucha.” Bajó la vista. “Hace preguntas, pero nunca exige respuestas. Y a veces me cuenta historias, pero siempre en voz baja, como si las palabras pudieran romperse si las decía muy alto.”

Harry se había detenido con un suéter en la mano. Lo dejó sobre la cama. Se sentó a su lado, apoyando un codo en su rodilla.

“¿Te cae bien?”

Dev asintió. “Sí. Mucho. Pero hay algo… triste en él. Como si tuviera frío, incluso cuando el fuego está encendido.”

Harry lo miró con más atención. “¿Y tú? ¿Sientes frío?”

Dev no respondió. Se encogió de hombros. Harry lo observó un segundo más antes de levantarse para cambiarse de ropa. Al final optó por unos pantalones de lana oscuros y un suéter azul profundo que le quedaba un poco grande, pero que le gustaba justo por eso. No se molestó en alisarse el cabello, aunque lo miró con fastidio en el espejo.

Fue entonces que la puerta se abrió con un chasquido leve y entró Suzu, llevando una bandeja con dos tazas de chocolate caliente y pequeños pastelitos de limón y almendras.

“El amo Hadrian ha ordenado que los niños permanezcan arriba. Hay un visitante,” dijo con formalidad. “El joven amo Harry debe descansar. Y el joven Dev también.”

Harry se dejó caer sobre la cama. “Gracias, Suzu. ¿Te puedo contratar como mi manager personal?”

Suzu no respondió, pero su gesto fue casi una sonrisa antes de desaparecer.

Harry tomó una taza y se la dio a Dev, que ya empezaba a relajarse. Se sentaron uno junto al otro, los pies colgando de la cama, las espaldas rectas. El calor de la bebida hizo que Dev cerrara los ojos por un segundo. Harry también.

“Ahora cuéntame de Hogwarts,” dijo Dev en voz baja. “Todo. Desde el principio.”

Harry sonrió. Y empezó a hablar.

Le contó sobre el sombrero que intentó convencerlo de ser Gryffindor, sobre las mazmorras oscuras, sobre el dormitorio que siempre olía un poco a lavanda y a tinta nueva. Le habló de Blaise y Theo, y de Draco, de cómo se burlaban unos de otros todo el día. Del gato de Millie, de las clases de vuelo. De cómo Theo tenía una colección ridícula de libros y Draco dormía con la espalda completamente recta como si temiera arrugar la sábana.

No mencionó la puerta. Ni las sombras. Ni el dolor.

Solo le habló de todo lo demás.

Y Dev escuchó, con una sonrisa suave, con la cabeza apoyada en el hombro de Harry mientras la nieve golpeaba la ventana y el chocolate comenzaba a enfriarse sin que a ninguno de los dos le importara.

El chocolate se había enfriado un poco, pero aún despedía un aroma dulce que llenaba la habitación. La nieve seguía golpeando con suavidad los ventanales, dejando una capa blanquecina sobre el cristal. La chimenea en la habitación crepitaba, lanzando destellos naranjas que se filtraban por la rendija. Harry estaba sentado en el borde de la cama, con una pierna colgando, la otra doblada contra el colchón, mientras Dev permanecía a su lado, más relajado ahora, aunque aún llevaba el abrigo puesto.

El silencio era cómodo. Tan cómodo como podía serlo entre dos niños que se conocían mejor que nadie, aunque nunca se lo dijeran directamente.

Harry giró un poco la cabeza y habló como si nada.

“¿Sabías que Theo todavía está convencido de que es tu brillante caballero medieval?” dijo con tono burlón, sin mirarlo. Tomó un pastelito de almendras y lo partió con los dedos, dejando caer algunas migas sobre la colcha. “Cada vez que alguien menciona dragones o torres o lo que sea, él se endereza, se aclara la garganta y empieza a mirar al horizonte como si esperara verte atrapado en la cima de un castillo maldito.”

Dev soltó una risa suave, cerrando los ojos por un momento.

“No dice eso,” dijo, con un deje tímido pero divertido.

Harry giró el rostro hacia él, con una sonrisa torcida.

“Te juro que sí. Hace dos semanas, juró solemnemente proteger tu honor. Usó esas palabras. “Tu honor”, Dev. Como si fueras una princesa encantada.”

Dev rió más fuerte, y Harry lo miró con satisfacción. Había algo luminoso en su risa que, por un instante, parecía barrer cualquier sombra que los rodeara.

“¿Y del monstruo quién me salva?” preguntó Dev, aún riendo, mientras se limpiaba con la manga de su abrigo.

“Theo también, por supuesto. Espada en mano, escudo en pecho… y un libro de mil páginas para lanzarle al monstruo en la cara.” Harry alzó las manos dramáticamente. “Un héroe erudito. Fino. Valiente. Un poco torpe, pero con corazón de oro.”

Dev sonrió, pero luego esa sonrisa se apagó poco a poco. Su cuerpo se encogió apenas. Se quedó quieto, mirando su taza. El ambiente pareció cambiar, como si la temperatura hubiese bajado unos grados.

Harry lo notó.

De inmediato dejó el pastel en la bandeja y se inclinó hacia él.

“Eh…” dijo con tono más bajo. “¿Qué pasa?”

Dev no respondió al instante, pero negó con la cabeza. Harry no insistió. En lugar de eso, se apoyó con los codos en las rodillas y giró un poco el cuerpo hacia él, adoptando un tono más casual.

“A ver…” murmuró. “Hace semanas me escribiste que Hadrian me había comprometido con un Zabini. ¿Qué fue eso? ¿Un chisme o una amenaza?”

Eso hizo que Dev lo mirara al fin, y sus ojos brillaron con una mezcla de duda y alivio por el cambio de tema.

“No fue un chisme,” dijo en voz baja. “Lo escuché. Bueno, no todo. Fue una noche… o madrugada, no sé. Me desperté con sed y salí de la habitación. Caminé despacio porque no quería que papá me regañara, pero entonces escuché su voz.”

Harry lo observaba en silencio, con atención.

“Hablaba con una mujer.” Dev apretó los dedos de su mano libre. “La misma que solía venir por las noches. Siempre se iba antes de que amaneciera. No sé cómo se llama, pero sé que su apellido es Zabini. Pero esa vez… estaban discutiendo. Ella decía que era hora de unir familias. Que era la única forma de asegurarlo todo. Y papá… no le dijo que no.”

“¿Y mencionaron mi nombre?” preguntó Harry, con una ceja alzada.

“Ella dijo… “Tu pupilo y mi hijo. Es lo lógico.” Y papá no lo negó.”

Harry frunció los labios y asintió con lentitud. Luego se encogió de hombros. “Sigo creyendo que no pasará.”

“¿Y si sí?” Dev lo miraba con intensidad, con miedo.

Harry se estiró para tomar otro pastelito. Lo olió, lo mordió con calma, masticó en silencio y luego habló.

“Si pasa, será por algo importante. Hadrian no haría algo así por capricho. Puede ser un amargado, sí. El más grande del mundo. Pero no es idiota. Y no nos haría daño.”

Dev bajó la mirada. “Aun así… tienes once años.”

Harry se echó a reír. “Gracias por recordármelo. ¿Qué haría sin ti, eh?”

Dev se limitó a hacer una mueca. Harry le revolvió el cabello con afecto y agregó:

“No me casaría ahora, Dev. Sería cuando sea mayor. Tal vez a los veinte. O cuando me salgan canas. O cuando Theo por fin aprenda a bailar sin pisar los pies de los demás.”

Dev se rió otra vez, pero luego el humor se desvaneció con lentitud. “¿Y no te gustaría casarte por amor?”

Harry parpadeó. Lo miró. Luego se cruzó de brazos. “¿Tú sabes algo de amor, por casualidad? ¿O es que tienes a un pretendiente y no me lo has contado?”

Dev se ruborizó de inmediato y frunció la nariz. “¡No! Qué asco. Sólo… el señor Lupin me ha contado historias. De personas que se enamoran sin que nadie lo ordene. Y… a mí me gustaría que fuera así.”

Harry bajó la mirada a su taza vacía. Luego asintió despacio. “Lo entiendo. Y sí, sería bonito.”

Dev suspiró y abrazó sus piernas, hundiendo el rostro entre sus rodillas por un instante.

“Papá no es malo,” dijo, casi como un susurro.

Harry lo miró. No dijo nada. Solo extendió el brazo y lo rodeó con cuidado, atrayéndolo hacia su costado. Dev no se resistió.

“Lo sé,” dijo Harry en voz baja.

Pasaron unos segundos, y Harry volvió a hablar. “¿Esa mujer… la que venía por las noches? ¿Crees que es su novia?”

Dev se encogió un poco más. “No lo sé. No me gusta. Cuando está cerca, todo se siente… distinto. Como si… ya no importáramos.”

Harry se quedó pensativo. Sus ojos se entrecerraron y adoptó un tono burlón, aunque su voz sonaba más cálida que sarcástica.

“Quizás sea su novia. Quizás será tu nueva mamá. Quizás tendremos que invitarla a las cenas navideñas.”

Dev se volvió rígido.

Harry lo notó de inmediato.

“Estoy bromeando, bobo. Hadrian no se casará con esa mujer.”

“¿Y entonces con quién?” preguntó Dev.

Harry abrió la boca para responder “con Draco”, pero la cerró de inmediato. La imagen del rubio le vino a la mente con fuerza. Con su cabello peinado con esmero, su postura altiva, su manera de poner los ojos en blanco cuando algo lo molestaba.

Pero Draco tiene once años. Como yo. Hadrian… es un adulto. Un hombre serio. Rígido. Lógico.

Harry bajó la mirada. Se encogió de hombros.

“Ya no estoy seguro.”

Dev lo observó unos segundos más y luego se apoyó de nuevo en su hombro.

Así quedaron, en silencio, escuchando la nieve contra los cristales, el crepitar lejano del fuego y el murmullo de algo cálido que no necesitaba ser explicado con palabras.

Eran solo ellos. Y por ahora, eso bastaba.

Dev estaba sentado en la alfombra, con las piernas cruzadas y la mirada fija en el cuaderno que tenía entre las manos. Sus dedos pequeños recorrían las líneas cuidadas y ordenadas de la letra de Harry, que descansaba de espaldas sobre la cama, con los brazos detrás de la cabeza y los ojos en el techo.

El cuaderno era uno de los tantos que Hadrian le había hecho encargar a Harry antes de ir a Hogwarts. Era diferente a los pergaminos que todos los demás usaban. Más limpio. Más moderno. Y, para Harry, mucho más útil.

Dev frunció el ceño mientras leía una nota lateral escrita con tinta roja.

“¿Esto lo escribiste tú?” preguntó, levantando el cuaderno para que Harry pudiera verlo desde su ángulo.

Harry ni siquiera se movió. Solo sonrió, con los ojos entrecerrados.

“Claro. ¿Quién más escribe así de bonito en esa mazmorra infestada de niños mimados?”

Dev soltó una risita suave, hojeando las páginas con cuidado. En cada una había anotaciones, símbolos, observaciones personales y dibujos simples que ilustraban algunos encantamientos. Su rostro se iluminaba con cada nueva página.

“¿Y todos usan pergaminos?”

Harry rodó los ojos.

“Sí. Blaise los pierde. Theo los arruga. Y Draco… bueno, Draco parece tener un elfo que le recuerda todo, porque nunca toma apuntes. Es un misterio como es el mejor de nuestro año.”

Dev volvió a reír, esta vez con más fuerza. Su risa era suave, pero vibraba con una alegría sincera que hizo que Harry sonriera, aún con la vista en el techo. Se quedó así un momento, en silencio, escuchando el pasar de las páginas, el golpeteo distante de la nieve contra los cristales y la respiración tranquila de su amigo.

Entonces, la puerta se abrió sin aviso. Hadrian entró con paso tranquilo, vestido aún con su ropa con la que recogió a Harry en el tren. No traía abrigo, solo una túnica negra elegante que parecía absorber la luz del cuarto. Su expresión era serena. No había tensión en su mirada ni en sus manos. Y eso bastó para que Harry supiera que la visita había salido bien.

Dev se incorporó de inmediato, dejando el cuaderno a un lado.

Hadrian no miró directamente a Harry. Se limitó a decir con tono firme: “Dev, ve a peinarte.”

Harry alzó una ceja. “No está despeinado,” murmuró, casi con fastidio.

Pero Dev obedeció sin replicar. Se levantó, hizo una pequeña reverencia torpe y salió con pasos rápidos de la habitación.

Cuando la puerta se cerró, Hadrian se acercó a la cama sin decir nada. Se detuvo frente a Harry y bajó la vista hacia él. Harry se sentó con lentitud, empujando las cobijas a un lado.

Hadrian alzó la mano y con una suavidad poco habitual, pasó los dedos por su cabello rebelde, peinándolo hacia atrás. No lo regañó, no lo reprendió. Solo lo miró con ese tipo de calma que Harry rara vez asociaba con el mayor.

Harry frunció el ceño y, por un momento, se quedó en silencio. Iba a preguntar quién había sido el visitante, pero Hadrian habló primero.

“Harry,” dijo en voz baja, como si las palabras estuvieran tejidas con precaución, “¿te gustaría ver a Padfoot?”

Harry parpadeó. Por un segundo, su corazón pareció detenerse. “¿Qué?”

Hadrian sostuvo su mirada, sin sonreír. “Si pudieras verlo. Si yo pudiera traerlo de regreso. ¿Te gustaría?”

Harry se puso de rodillas al instante. El aire se llenó de una energía distinta, contenida, vibrante.

“Por supuesto que sí,” respondió. “¿Estás bromeando? Haría lo que sea por verlo.”

Hadrian lo miró unos segundos más, como evaluando el peso de sus palabras. Entonces, con un gesto que era raro en él, se inclinó hacia Harry y le besó la frente.

“Entonces pórtate bien. Y sigue mi juego esta noche en la cena. Si lo haces, Pads volverá.”

Harry lo miró, con los labios entreabiertos. No era la primera vez que Hadrian decía algo así. Y la última vez no había pasado nada.

“¿Lo prometes?” preguntó, con un hilo de voz.

Hadrian asintió. “Sí. Esta vez lo prometo.”

Harry dudó. Por un segundo, pensó en todo lo que Hadrian podía guardar tras esas palabras tan precisas. Pero finalmente asintió también.

Hadrian le tendió una mano y Harry la tomó. Juntos salieron del cuarto, bajando los escalones con paso acompasado.

Pero cuando llegaron al pie de la escalera, Hadrian se detuvo.

“Adelántate tú,” dijo.

Harry asintió, pero sus pasos se detuvieron tras solo unos metros. Se escondió tras una de las columnas del pasillo que daba al salón principal y miró por el rabillo del ojo.

Lo que vio hizo que algo dentro de él se tensara.

Hadrian estaba de pie. Y frente a él estaba Dev, pequeño, aún con el abrigo puesto. El niño había aparecido por el pasillo que llevaba de las habitaciones del ala este.

Harry observó cómo Hadrian alzaba una mano y tomaba el brazo de Dev con fuerza. El menor dejó escapar un quejido, un chillido apenas audible que se perdió en la distancia. Hadrian se inclinó hacia él y le susurró algo al oído. Harry no alcanzó a oír qué.

Dev se quedó inmóvil. Entonces, con movimientos lentos, se aferró a Hadrian, rodeándolo con los brazos, enterrando el rostro contra su túnica.

“Te amo,” susurró el niño, con una voz tan pequeña que apenas pareció romper el silencio.

“También te amo, hijo,” respondió Hadrian con suavidad.

Pero Harry no se movió. Sus ojos no dejaron de observar.

Porque cuando Dev se apartó, Harry vio claramente cómo se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Y aunque su rostro estaba en calma, sus ojos seguían asustados. No era alivio. No era felicidad. Era otra cosa. Algo que Harry no entendía. Aún no.

Apretó los puños.

Se obligó a caminar. A moverse como si no hubiera visto nada.

Entró al comedor con paso firme, ignorando la punzada que le atravesaba el pecho.

Dentro, el comedor estaba tibio, con las lámparas encendidas y la mesa ya servida. El tutor de Dev, el hombre llamado Remus Lupin, estaba sentado en una de las sillas, con la espalda recta y una expresión tranquila.

Harry se acercó a su asiento.

No dijo nada.

Solo pensó en Dev. En Hadrian. Y en la promesa.

Padfoot volverá, le había dicho.

Harry no sabía si creerle.

Pero por Pads… lo haría.

Lo haría todo.

Chapter 29: Mōdraniht

Chapter Text

 

El tercer día de las vacaciones comenzó como los dos anteriores: con la casa envuelta en un ritmo constante, meticuloso y por momentos abrumador. El eco de voces, pasos apresurados y el sonido metálico de utensilios mágicos llenaba cada rincón de la Mansión Peverell, como si la misma estructura se estuviera preparando para un evento que no podía permitirse fallar.

Desde la ventana del segundo piso, Harry observaba todo en silencio. Tenía la mejilla apoyada contra el marco de madera fría, los brazos cruzados sobre el pecho y una mueca permanente en el rostro. Abajo, en el jardín trasero, dos brujas pasaban levitando candelabros encantados, mientras un elfo doméstico los seguía, murmurando hechizos en un idioma que Harry no conocía. Todo era tan exagerado, tan estúpidamente elegante, que hasta él se sentía un intruso.

Pero no era eso lo que lo tenía inquieto.

Lo que de verdad lo incomodaba, lo que le revolvía el estómago, era no haber visto a Dev ni una sola vez desde que bajaron al comedor aquella noche. Solo había escuchado su nombre, de forma casual, casi susurrada, entre conversaciones que no estaban destinadas a sus oídos.

“Está enfermo,” había dicho Hadrian en voz baja, con una sonrisa demasiado pulida, demasiado cómoda, mientras caminaba junto al señor Lupin.

“Puedes decirme Remus,” le había dicho al día siguiente, cuando Harry lo llamó señor por segunda vez.

Harry no había respondido. Solo asintió con la cabeza, aunque por dentro se sentía confundido. Había algo extraño en Remus, algo que no podía descifrar del todo. No porque fuera raro o incómodo. Todo lo contrario. Era amable, sereno, y tenía una de esas sonrisas que parecían pertenecer a un tiempo más antiguo, como si supiera exactamente cuándo hacerla aparecer. Pero eso no era lo que desconcertaba a Harry. Lo que lo dejaba pensativo era que… le gustaba. Le gustaba estar con él. Y eso lo hacía sentir leal a alguien que no sabía ni por qué lo necesitaba.

Porque si todo dependiera de él, estaría ahora mismo metido en la cama de Dev, no en el salón de música, no frente a un piano, no en sesiones que Hadrian había llamado “instrucción básica de etiqueta sonora”. Él solo quería ver a su amigo.

Pero eso no iba a pasar. No cuando cada intento era bloqueado con una nueva lección, una nueva lectura, una nueva explicación sobre por qué Yule era más importante que cualquier festividad muggle o incluso que la propia Navidad. Palabras textuales de Hadrian: “Los magos que celebran la Navidad lo hacen por imitación. Nosotros celebraremos la magia. La raíz. El comienzo del ciclo.”

Harry suspiró. No lo dijo en voz alta, pero estaba seguro de que Hadrian se inventaba esas frases para sentirse más sabio.

“¿Estás listo?” La voz tranquila de Remus sonó desde la puerta del salón de música.

Harry se apartó de la ventana y caminó con pereza hacia el gran piano de cola negra. Sus dedos estaban un poco fríos, pero se colocó en el banco sin quejarse. Remus ya estaba a su lado, con una partitura flotando entre ambos.

“Vamos con el primer ejercicio de acordes. Esta vez sin mirar tus manos,” dijo Remus con una sonrisa leve.

“Estás pidiendo magia, no música,” murmuró Harry, pero colocó las manos sobre las teclas de todos modos.

El sonido se expandió suave, algo torpe al principio, pero luego más seguro. Remus no lo interrumpió. Solo lo observaba, atento, con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado como si el niño frente a él fuera una melodía en construcción.

Al terminar, Harry se dejó caer sobre las teclas, creando un sonido estridente y grave.

“¿Puedo decir que me rindo ya?”

Remus negó con una sonrisa, mientras recogía la partitura. “No tan rápido. Vas mejorando. Además, dijiste que si aprendía a enseñarte sin que te aburrieras, te lo tomarías en serio.”

“Eso lo dije antes de que me pusieras a memorizar un poema de Yule en gaélico.”

“Una promesa es una promesa.”

Harry rodó los ojos y se dejó caer sobre el respaldo del banco. Durante un momento, todo quedó en silencio. Solo se escuchaba el eco lejano de voces en otro piso de la casa, y el constante murmullo del fuego en la chimenea del salón.

Después de unos minutos, Harry habló. “¿Dev está muy enfermo?”

La pregunta cayó suave, pero cargada de algo más. Remus no lo miró directamente al responder.

“Está débil. Ha tenido fiebre y un poco de tos. Nada grave.”

“¿Entonces por qué no me dejan verlo?”

Remus cerró la partitura con delicadeza. “Tu tío Hadrian dice que necesita descansar. Y tú necesitas ocuparte.”

“No soy un cachorro que necesita que le lancen una pelota.”

“Pero sí uno que necesita estar entretenido.”

Harry no supo si quería reír o gruñir. Se puso de pie, caminó hacia el ventanal otra vez y se quedó mirando la nieve caer sobre el invernadero del jardín.

“Es raro no tenerlo cerca,” dijo en voz baja.

Remus no respondió, pero se acercó y puso una mano sobre su hombro. El gesto era simple, pero cálido. No fingido. No distante.

Harry suspiró y se cruzó de brazos.

“¿Sabes que estoy aprendiendo todo esto solo porque si me enfermo, me libraré de los bailes de Yule, verdad?”

“Eso no es muy noble de tu parte.”

“Yo nunca dije que era noble.”

Remus rió con suavidad. “Dev estaría orgulloso si te viera ahora. Nunca pensé que un Potter se sentaría con gusto a tocar una pieza clásica sin pelear.”

“Yo no soy un Potter.”

La frase salió sin pensar. Más dura de lo que Harry había imaginado. Pero no se disculpó. Solo bajó la mirada y fingió no notar cómo Remus lo observaba, no con juicio, sino con una pena que no supo cómo colocar.

Después de unos segundos, Remus retiró la mano. “Vamos a terminar por hoy. Has hecho bastante.”

Harry asintió, sin sonreír. Mientras recogía su cuaderno de partituras, pensó en Dev. En su voz suave, en sus preguntas, en cómo se reía con los comentarios más sarcásticos. Lo extrañaba. Más de lo que estaba dispuesto a decir. Más de lo que sus once años sabían cómo expresar.

Cuando se dirigía a la puerta, Remus le habló una vez más. “Mañana, tal vez, puedas verlo. Solo si sigue mejor.”

“¿Lo prometes?”

“No soy quien para prometer algo así. Pero lo intentaré.”

Harry no respondió. Solo asintió y se alejó del salón, con el corazón un poco más liviano, aunque la frustración seguía palpitando en su pecho. Dev estaba ahí, en alguna parte de la casa. Y Harry lo encontraría. No importaba cuántos elfos lo vigilaran, cuántas lecciones le dieran o cuántas canciones tuviera que aprender de memoria.

Harry ya había perdido la cuenta de cuántas horas llevaba sentado en la misma silla, con las piernas cruzadas, los codos sobre las rodillas y la cabeza sostenida por una mano en claro gesto de aburrimiento. El salón estaba caldeado por una chimenea encantada, que crepitaba suavemente con un fuego que cambiaba de color con lentitud hipnótica. A su alrededor, el olor a flores secas y tinta fresca impregnaba el aire, mezclado con la fragancia persistente de la lavanda y el incienso que Hadrian siempre insistía en tener cerca.

A un lado de la sala, dos brujas de aspecto severo sostenían entre sus brazos rollos interminables de telas que desplegaban con precisión militar, dejando caer metros de seda, lino encantado y terciopelo oscuro sobre una larga mesa frente a la cual Hadrian se encontraba sentado, como si aquello fuese una especie de audiencia real.

Harry, por su parte, no se molestaba en ocultar sus expresiones. Desde el fondo de la sala, con la barbilla apoyada en su palma, miraba el despliegue con una mezcla de irritación y resignación. No había podido ver a Dev en todo el día, otra vez, y ahora estaba atrapado allí, escuchando a Hadrian dar una clase magistral sobre la simbología del Yule, mientras unas brujas lo rodeaban como si fuera una muñeca a punto de ser vestida.

“Los colores tradicionales del Yule representan más que un simple gusto estético, Harry,” explicaba Hadrian, sin alzar la voz, pero con ese tono didáctico que lograba irritar a cualquiera con menos paciencia. “El verde es símbolo de vida eterna, de resistencia. El rojo, del fuego interno, del renacimiento. El dorado representa la luz del sol que volverá tras la noche más larga.”

“Y supongo que el plateado representa la desesperación de los niños que no tienen elección sobre su guardarropa,” murmuró Harry entre dientes, lo bastante alto para que solo uno de los elfos que pasaba cerca se riera por lo bajo.

Hadrian alzó una ceja y desvió la mirada de los textiles solo lo suficiente para dirigirle una advertencia.

“Harry… ¿puedes explicarme la relación entre el Yule y el renacer del ciclo solar?”

“Solo si me dices por qué necesitamos tres capas de ropa para una sola fiesta,” replicó Harry sin moverse. “¿Vamos a invocar a una deidad o a congelarnos en un ritual vikingo?”

“Ambas cosas, si hace falta,” respondió Hadrian con la misma tranquilidad, antes de añadir: “Y te recuerdo que si no respondes correctamente, el diseño final de tu capa será elegido sin consultarte.”

Harry se enderezó de inmediato. “Muy bien. El renacer del ciclo solar está relacionado con el solsticio de invierno. Es la noche más larga del año, y en la tradición mágica se considera el momento en que la luz empieza a ganar nuevamente, marcando el comienzo de un nuevo ciclo de crecimiento, de restauración… de todo eso.”

Hadrian asintió apenas, satisfecho. “Correcto. Aunque tu tono deja mucho que desear.”

Harry levantó las manos como si se rindiera. “Estoy en duelo. Me han negado acceso al menor de la casa y encima me visten como un príncipe malcriado. ¿Esperas entusiasmo?”

Hadrian no respondió. Solo giró ligeramente la cabeza y volvió a enfocar su atención en las telas que le extendía una de las brujas. Harry, con los labios fruncidos, dejó caer la espalda contra el respaldo de la silla otra vez.

Por un rato, el único sonido que se escuchó fue el roce de las telas, el cuchicheo entre las mujeres y la voz calma de Hadrian dando instrucciones específicas sobre la textura que debía tener el cuello de la túnica ceremonial. A Harry le costaba no cerrar los ojos. Había dormido mal, otra vez. Las imágenes del salón prohibido, de la puerta, de esa compulsión constante, no le daban tregua ni siquiera en casa.

Y lo peor era que Dev seguía desaparecido. Estaba “enfermo”, sí. Pero para Harry, eso ya no era suficiente explicación. Lo conocía demasiado bien como para no saber que algo estaba mal. El Dev que él conocía no habría permitido pasar cinco días sin verlo, sin siquiera enviar una nota. Algo pasaba.

“¿Y el vestuario de Dev?” preguntó de pronto, rompiendo el silencio. “¿También va a parecer un adorno de árbol?”

Hadrian levantó la mirada por encima de los rollos de tela, con expresión serena. “Dev usará algo sencillo. No es el centro del ritual, tú lo eres.”

Harry parpadeó. Luego frunció el ceño. “¿Yo soy el qué?”

Pero Hadrian no respondió de inmediato. En lugar de eso, hizo un gesto con la mano y las dos brujas comenzaron a enrollar las telas una por una, despidiéndose con suaves inclinaciones de cabeza mientras abandonaban el salón. El silencio volvió brevemente, hasta que un nuevo grupo de personas entró por las puertas abiertas: tres magos vestidos con túnicas negras bordadas en plata, cargando pequeños cofres y estuches brillantes. Harry se giró a verlos con una expresión que rozaba el espanto.

“¿Y ahora qué?” preguntó, apretando los ojos. “¿Vamos a escoger mi corona?”

Uno de los magos, que parecía no haber captado el sarcasmo, se inclinó ligeramente. “Traemos las piezas de joyería diseñadas para el joven señor, como fue solicitado. Pendientes con runas, cadenas de cuello con escudos familiares, brazales encantados—”

“No, no, no. ¿Pendientes? Hadrian, diles que se vayan. Esto es ridículo,” soltó Harry, girando la cabeza con fuerza hacia su tutor.

Hadrian permanecía imperturbable. “Cada pieza tiene una función. Los pendientes protegen de maldiciones auditivas. El brazal ayuda a canalizar magia emocional en rituales. No son simples adornos.”

“Entonces que me lo digas así desde el principio,” refunfuñó Harry. “No que estoy a dos pasos de parecer una joyería ambulante.”

El grupo de joyeros no reaccionó. Estaban acostumbrados, sin duda, a herederos con poco filtro.

La siguiente hora fue una mezcla de pruebas, hechizos para ajustar medidas, encantamientos de protección y muchos suspiros exasperados por parte de Harry. Cada vez que se movía para hacer una pregunta fuera de tema, Hadrian parecía saberlo de antemano y le lanzaba otra pregunta sobre el Yule, sus orígenes druídicos o los rituales de purificación que se practicaban en Escocia durante la Edad Media.

Era una tortura vestida de tradición. Harry lo sabía. Y Hadrian también.

Y, sin embargo, algo se encendía en el fondo de los ojos de Hadrian cada vez que hablaba de esas cosas. Como si no estuviera solo educando, sino escondiendo algo. Algo muy importante.

Harry se quedó en silencio al final, solo observando. Pensando. ¿Por qué todo esto? ¿Por qué tanto esfuerzo por una sola noche?

La respuesta no llegaría hoy, eso estaba claro. Pero Harry no la olvidaría.

Una semana había pasado desde su llegada, y la Mansión Peverell parecía haber cambiado de piel. Los muros, que ya de por sí respiraban historia y elegancia, ahora brillaban con una solemnidad contenida, como si la piedra misma supiera que se acercaba algo importante. Los candelabros flotantes habían sido pulidos hasta el más mínimo detalle. Las alfombras cambiadas por otras más gruesas, pesadas, cargadas de símbolos antiguos bordados en hilo dorado. El aire olía a magia vieja. A tradición. A incienso suave y especias que Harry aún no lograba identificar del todo, pero que le resultaban lejanamente familiares, como si alguna parte de él —una muy pequeña— reconociera la ceremonia que se avecinaba.

Todo en la mansión estaba dispuesto para la inminente fiesta de Yule. Todo, menos Harry.

A él le habían dado una sola instrucción clara durante esa semana: no tocar nada. Ni mover un florero, ni asomarse demasiado a los salones decorados, ni respirar fuerte en dirección a los tapices restaurados. Había llegado a preguntarse si también le prohibirían mirar fijamente al fuego. No es como si fuera a romper algo. Al menos no a propósito, pensó mientras caminaba en puntas de pie por el pasillo del tercer piso, de regreso a su habitación después de su última lección de piano.

Remus, que lo acompañaba, iba hablando con voz suave, abrigado en una túnica de viaje más gruesa de lo habitual, su rostro pálido y los ojos algo hundidos por la fiebre reciente.

“Lamento que no podamos tener otra clase antes de la fiesta, Harry. Pero es mejor que me tome este descanso. El viaje no será largo. Solo necesito… una ayuda. Un conocido me está esperando con una poción que, según él, me pondrá en pie antes del Yule.”

Harry lo miró de reojo, las manos aún algo heladas por la práctica con las teclas frías del piano. “¿Y no puedes quedarte y simplemente... dormir como una persona normal?”

Remus soltó una risa leve, con ese tono rasposo y cálido que hacía que hasta sus carcajadas sonaran como secretos. “Dormir no siempre es suficiente. A veces, necesitamos a las personas correctas para curarnos.”

“Suena sospechosamente cursi,” murmuró Harry, aunque bajó un poco la voz. “¿Quién es ese conocido? ¿Una bruja mística? ¿Un chamán? ¿Una sirena especialista en resfriados mágicos?”

“Un herbolario. Viejo amigo mío. Y no, no es una sirena.”

Remus no le dio más detalles. Y Harry no insistió.

Estaba más molesto de lo que quería admitir, aunque no por Remus. Sino porque, desde hacía días, no lograba estar más de unos minutos con Dev. Lo había visto por la mañana en el desayuno, apenas un cruce de miradas y un par de sonrisas compartidas antes de que Hadrian anunciara, con su tono implacable de orador de asamblea, que tanto él como Dev partirían ese mismo día por la tarde. Regresarían mañana por la noche, justo antes de la ceremonia de Yule. Algo sobre un ritual que Dev necesitaba realizar bajo la influencia de la luna llena.

Harry había estado masticando una tostada cuando maldijo a la luna. De inmediato alzó la mirada y vio cómo Dev lo miraba con una mezcla de pánico y súplica, como si temiera que Harry creyera esa absurda explicación.

Remus, sentado justo al otro lado de la mesa, había bajado la cabeza, claramente luchando por no reír.

Y Hadrian, por supuesto, lo había visto todo y no dijo una palabra.

Harry creyó que ahí quedaría todo.

Pero no. Hadrian, vengativo y educado como siempre, lo había enviado a un repaso intensivo de baile. Y no cualquier repaso. No. Había convocado a una bruja estricta, de moño alto, labios apretados y varita siempre en la mano, que hablaba como si cada sílaba debiera marcarse con una reverencia. Para asegurarse de que Harry no se escapara ni se distrajera —porque lo conocía demasiado bien— Hadrian había enviado a Suzu y a otros tres elfos domésticos para vigilarlo. Como si fuera una criatura peligrosa, lista para morder si lo dejaban suelto.

Y ahora, ahí estaba. En el salón de espejos, con los pies doloridos, el orgullo ligeramente herido y las mejillas encendidas no por la vergüenza, sino por el calor de los hechizos que la bruja lanzaba cada vez que Harry daba un paso fuera de ritmo.

“Izquierda. No esa izquierda, su otra izquierda, joven Potter.”

“Soy zurdo. Mis izquierdas son más artísticas.”

“¡Postura!”

“Estoy casi seguro de que la espalda no fue diseñada para mantenerse así de recta durante tanto tiempo.”

“¡Postura!”

“Me estás rompiendo el alma, señora. Literalmente.”

El espejo frente a ellos reflejaba la escena con cruel claridad: Harry con el cabello revuelto, la camisa algo arrugada, los zapatos de baile apenas pulidos, y la expresión de un mártir adolescente en plena ejecución. La bruja, en cambio, parecía una estatua viviente de mármol gris.

Harry se permitió un instante de descanso solo cuando ella se giró para ajustar el ritmo de la música. Cerró los ojos brevemente y se imaginó huyendo por la ventana, deslizándose como una sombra hacia la noche helada para buscar a Dev. Solo verlo, solo comprobar que estaba bien. ¿Qué clase de ritual era ese? ¿Por qué justo él no podía acompañarlos?

No era justo.

Nada lo era desde que había llegado.

“Vamos, joven Potter. Una vez más. Desde el primer paso.”

Harry bufó, giró sobre sus talones con teatralidad y se colocó en posición. Otra vez. Otra vuelta. Otra nota de música en ese salón donde el mármol parecía absorber su fastidio con elegancia.

Estaba cansado. Más emocionalmente que físicamente. Y en el fondo, debajo de toda la queja, la ironía y la pose de niño imposible, lo único que quería era estar con Dev. Aunque no hablaran. Aunque solo se quedaran en silencio, escuchando la nieve caer tras los cristales.

Pero no.

Hadrian había decidido otra cosa.

Y Harry, por más que odiara admitirlo, todavía no sabía cómo ganarle. No del todo.

La mañana del veintiuno de diciembre llegó envuelta en una luz opaca, blanca, como si el cielo hubiera decidido cubrir la Mansión Peverell con una manta de lana espesa y helada. La nieve había caído toda la noche sin hacer ruido, acumulándose con elegancia sobre los jardines, los ventanales, los techos altos y la verja de hierro que custodiaba la propiedad. Pero Harry no lo había visto. No había salido de su habitación desde la tarde anterior. No por elección, claro. Más bien porque era lo que Hadrian había ordenado. Otra vez.

Estaba de pie frente al espejo de cuerpo entero, subido en un pequeño pedestal de mármol blanco, con los brazos ligeramente separados del cuerpo, mientras tres elfos domésticos daban vueltas a su alrededor ajustando las capas, los dobladillos y el bordado minucioso de su traje número doce.

Doce. Doce trajes diferentes. Doce días de celebración. Y cada uno más elaborado que el anterior.

Harry suspiró y estiró el cuello.

“¿Cuánto falta?” preguntó con tono resignado.

Lumi, el elfo que dirigía la operación como si fuera una pasarela de París, ni siquiera levantó la vista del dobladillo de la túnica color obsidiana que Harry llevaba puesta.

“Un minuto más, joven amo Harry. Solo un minuto más. Las costuras deben ajustarse con la precisión de la luna.”

“¿Y no pueden ajustarlas con la precisión de un desayuno caliente?” murmuró Harry, cruzando la mirada con su reflejo.

Llevaba puesto un traje ceremonial de tono oscuro, casi negro, con detalles en hilo de plata y símbolos antiguos bordados en el cuello y las mangas. El pantalón se ajustaba con exactitud a su figura delgada, y los zapatos encantados brillaban con cada paso aunque Harry no hubiera dado ninguno. Se veía elegante, imponente incluso, como si de verdad estuviera a punto de asumir algún papel fundamental en una celebración milenaria.

Y lo odiaba.

No porque le disgustara cómo se veía, sino porque todo era tan… excesivo. Demasiado ordenado, demasiado solemne, demasiado perfecto. Como si en algún lugar de la mansión alguien hubiera decidido que Harry no podía permitirse ser solo un niño en la víspera del solsticio. No. Tenía que ser el joven amo Harry Potter Peverell, representante de un linaje antiguo, portador de una magia ancestral, y, por supuesto, el modelo ideal para doce conjuntos rituales, uno para cada día del Yule.

Resopló con fuerza y volvió a mirar su reflejo, acomodando su cabello con los dedos. Los mechones rebeldes que caían sobre su frente no cooperaban, como siempre.

“Esto es una pérdida de tiempo,” murmuró. “Hadrian ni siquiera me ha visto desde ayer.”

Lumi lo escuchó, pero no dijo nada.

En realidad, Hadrian no solo no lo había visto. Ni él, ni Dev, ni Remus habían pasado por su habitación desde que subió a dormir la noche anterior. Y eso le incomodaba más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Al menos podrían pasar a ver si me morí sofocado entre trajes rituales, pensó.

Según Lumi —a quien Harry había estado molestando con preguntas durante toda la mañana— Hadrian y Dev habían regresado muy tarde la noche anterior, casi al amanecer. No se habían detenido a cenar, y apenas intercambiaron palabras con el personal antes de retirarse a sus habitaciones. Remus había regresado esa misma mañana, aparentemente en mejor estado. Había pedido una infusión, algo dulce para acompañarla, y se había encerrado en sus aposentos con la orden estricta de no ser molestado.

“¿Así que todos se han encerrado?” preguntó Harry, bajando al fin del pedestal mientras los elfos recogían las telas y los hilos flotantes.

Lumi asintió con un movimiento rápido, como si temiera que contar más de la cuenta pudiera traer consecuencias. Pero Harry ya lo conocía bien.

“¿Y por casualidad sabes si Dev está bien?” inquirió mientras se deshacía del broche del cuello con manos torpes. “¿O también está confinado en su cuarto practicando cómo no respirar sin permiso?”

“Ha dormido casi todo el día, joven amo,” respondió el elfo en voz baja. “El amo Hadrian ha dicho que necesita descanso. Ha sido un ritual… exigente.”

Harry frunció el ceño. “¿Exigente?” repitió, arqueando una ceja. “¿Exigente como una caminata por el bosque o como un sacrificio en piedra volcánica?”

Lumi se encogió aún más. “No estoy autorizado a decir más.”

“Claro que no,” murmuró Harry, dejando el broche sobre la mesita cercana y caminando hacia la ventana. Afuera, la nieve seguía cayendo con lentitud, y por un instante, el silencio lo llenó de una calma inquietante. Una calma que no le gustaba.

No quería ponerse dramático, pero esa constante sensación de que lo mantenían a oscuras, de que lo protegían sin decirle exactamente de qué, comenzaba a calarle los huesos. ¿Desde cuándo es tan difícil ver a mi mejor amigo? ¿Desde cuándo tengo que preguntar por él como si no estuviéramos bajo el mismo techo?

Se volvió hacia los elfos que ya comenzaban a desaparecer, satisfechos con el resultado final de la prueba.

“Lumi,” llamó justo antes de que el elfo pudiera desvanecerse con un chasquido.

El pequeño ser se detuvo y giró hacia él con las orejas en alto.

“¿Puedes decirle a Remus que quiero hablar con él más tarde? Si no está muriendo.”

Lumi vaciló un segundo, pero luego asintió. “Claro, joven amo. Se lo diré.”

Harry asintió de vuelta y se dejó caer en el diván junto a la chimenea. El fuego crepitaba suavemente, y por un instante, solo por un instante, pensó en dormir. Pero no lo hizo.

No podía. Tenía la extraña sensación de que algo se avecinaba. Algo importante.

Y si iba a estar vestido como un príncipe antiguo, al menos merecía saber cuál era su papel en esa historia.

Harry estaba sentado frente a la pequeña mesa de madera pulida que había sido colocada especialmente para él junto a la ventana de su habitación. La bandeja del almuerzo yacía sobre la superficie con una elegancia engañosa: un bol de sopa de calabaza tibia, tres galletas de avena sin azúcar, y una copa de agua con esencia de menta. Tan escaso que parecía más una merienda de jardín para un duende refinado que el almuerzo de un niño de once años.

Pero Harry no se quejaba. No mucho. Hadrian había sido claro esa mañana a través de Suzu: nada de excesos. Comer más de la cuenta antes del baile sería un error que lamentaría hasta el último paso del vals. Y no, joven amo Harry, no se aceptan protestas, que el señor Hadrian ha dicho que la imagen debe ser impecable.

La imagen. Siempre la maldita imagen.

Con un suspiro resignado, Harry dio un sorbo lento a la sopa mientras hojeaba un organizador encuadernado en cuero gris perla que le había sido entregado hace apenas una hora. Era grueso, pesado, y olía a tinta fresca, a magia antigua, y a fastidio anticipado. En la portada, un sello mágico destellaba suavemente: un círculo de runas antiguas rodeando el símbolo de la familia Peverell. Dentro, como Suzu había anunciado con una reverencia profunda y excesiva, se encontraba la información esencial de cada uno de los invitados que asistirían esa noche al primer día de Yule en la Mansión Peverell.

Nombre completo. Linaje. País de origen. Escuela de procedencia. Aportes mágicos. Afinidades mágicas. Relaciones diplomáticas. Historia familiar reciente.

Genial, pensó Harry mientras pasaba la página con un leve crujido. Un juego de memoria, política y magia. Justo lo que necesitaba para celebrar.

Se aclaró la garganta, tomó una galleta, y empezó a leer en voz alta con voz lenta, midiendo cada palabra como si así pudiera grabarla mejor en la mente.

“Odette von Wülfing. Heredera del Cónclave del Norte, descendiente directa de Freydis la de los siete gritos, fundadora del bastón cantor. Especialista en encantamientos sónicos, tres veces galardonada por la Confederación Alemana de Magia Musical. Detesta las infusiones de limón y los hombres que hablan demasiado.”

Masticó un trozo de galleta. Sus cejas se alzaron. “Buen criterio, Odette. Coincidimos al menos en lo último.”

Siguió leyendo. Uno por uno. Algunos nombres eran reconocibles, otros sonaban como si hubieran salido de una novela trágica. Pero todos compartían algo en común: eran influyentes. Ricos. Importantes. O peligrosos. A veces, todo a la vez.

Y todos, absolutamente todos, asistirían esa noche a la celebración del Mōdraniht.

Harry suspiró, cerrando brevemente los ojos. Podía escuchar el eco de los pasos en los pasillos, el ir y venir de elfos domésticos que preparaban los últimos detalles. Cortinas encantadas, lámparas que se encenderían con el ritmo de los cantos antiguos, altares de mármol y escudos mágicos ocultos bajo capas de ilusiones.

La Mansión Peverell no estaba decorada como una casa festiva. Estaba dispuesta como si se preparara para recibir a los dioses.

La noche de las madres. No era solo una celebración bonita con velas y galletas. Hadrian lo había explicado días atrás con ese tono solemne que usaba cuando algo realmente le importaba: el Mōdraniht era el inicio del Yule, pero también era el momento más íntimo, más sagrado, para la familia. Se rendía homenaje a las madres, vivas o muertas, y se reconocía su papel como origen de la sangre, la magia, y la memoria. Cada familia preparaba una ofrenda: velas que contenían gotas de esencia vital, galletas horneadas con magia de protección, y —el detalle que más había impactado a Harry— un ritual de sangre compartida, donde los integrantes de la familia dejaban una gota de su sangre sobre una piedra antigua para sellar la unidad del linaje.

Era poderoso. Intenso. Un poco macabro.

Y absolutamente innecesario, en su opinión.

Volvió a concentrarse en el organizador mientras empujaba el plato de sopa a un lado, apenas a medio terminar. Leía en voz alta por fragmentos, corrigiéndose cuando tropezaba con algún nombre largo y complicado.

“Dimitri Silvanos. Grecia. Casa del Círculo del Mirto. Líder en investigación sobre pociones inmortales. Tiene tres dragones domesticados. Uno se llama Dido. Vaya… interesante.”

Se rascó la frente con la punta del lápiz que había conjurado momentos antes y repasó una vez más los nombres más importantes. Los Malfoy, los Carrow, los Merovingios del ala francesa, incluso una delegación de las Brujas del Velo del Este. Todos reunidos bajo el mismo techo. Y él debía sonreír, hablar con gracia y diplomacia, y no mancharse el traje ceremonial.

Fantástico.

Cerró el libro con suavidad, apoyó la frente contra la cubierta un momento, y suspiró largo.

“Voy a cometer un crimen esta noche. Alguien va a decir algo estúpido y voy a clavarle una galleta en el ojo.”

Se enderezó justo cuando la puerta se entreabrió para dejar pasar una ráfaga de aire perfumado y la figura diminuta de Suzu. Llevaba otra bandeja en las manos, pero esta vez solo traía una taza humeante con lo que parecía ser una infusión de lavanda.

“El joven amo Harry debe prepararse para el baño ritual en veinte minutos,” anunció con su voz nasal y su cabeza gacha.

Harry levantó una ceja. “¿También hay un ritual para bañarse?”

Suzu no respondió. Solo dejó la taza sobre la mesa y desapareció como si fuera parte del vapor.

Harry se dejó caer en el respaldo de su silla y estiró las piernas.

Una taza. Un baño ritual. Una ceremonia de sangre compartida. Bailes. Invitados diplomáticos. Hadrian esperando perfección…

No era un niño. No esa noche. Ni siquiera sabía si era alguien más que una pieza perfectamente colocada en la maquinaria perfecta de la familia Peverell.

Pero entonces miró de reojo su reflejo en el espejo.

Y sonrió.

Una sonrisa pequeña. Pero llena de fuego.

Podía fingir. Podía bailar. Podía hablar con dragones domesticados y fingir que le interesaban las runas antiguas. Pero, al final, seguiría siendo él. Sarcástico. Incómodo. Brillante. Y aunque nadie más lo supiera… él sabía exactamente dónde estaba el frasco con la esencia de tinta explosiva que le había robado a Blaise en Hogwarts.

Solo por si alguien osaba menospreciar sus galletas.

El vapor del baño ritual aún flotaba en la piel de Harry como una segunda capa invisible que lo envolvía con un aroma dulce, demasiado empalagoso para su gusto. Lavanda, almizcle, azahar y algo que olía vagamente a vainilla especiada. Se sentía como si lo hubieran sumergido en un caldero de perfume y lo hubieran dejado reposar durante una hora.

Estaba sentado, o más bien medio reclinado, sobre una gran butaca acolchada mientras tres elfos se movían a su alrededor con precisión casi coreografiada, tirando de las cintas del pantalón, ajustando la túnica que caía hasta los tobillos con un bordado tan intrincado que parecía haber sido tejido por hadas. El conjunto era de estilo hindú, oscuro como el ónix con hilos dorados que serpenteaban como runas vivas por las mangas y los bordes. El cinturón ancho que le sujetaban ahora al abdomen era de terciopelo rojo con incrustaciones de pequeños rubíes encantados que vibraban con su pulso.

Y eso sin mencionar la joyería.

Collares, pulseras, un anillo delgado en el índice que brillaba con una runa apenas perceptible y que, según Suzu, simbolizaba “bendición y obediencia”. A Harry le parecía más bien una forma educada de llamarlo prisionero.

Cada vez que uno de los elfos le acomodaba otra pieza o le murmuraba que girara la cabeza para ponerle otro pendiente más, Harry cerraba los ojos y contaba mentalmente hasta diez. Luego veinte. Luego cien. Se sentía como una muñeca antigua que iban preparando para exhibir, no como un niño que iba a una celebración.

Cuando al fin terminaron —dos horas después, según el reloj antiguo de su habitación—, lo dejaron solo. Sin una palabra, sin una reverencia ni despedida, simplemente desaparecieron como si se hubieran fundido con las sombras. Harry se levantó con torpeza. El peso de las telas, el calor del perfume, el apretón del cinturón le robaban el aliento. Caminó hasta la ventana sin abrirla y se apoyó con ambas manos en el borde del marco, sintiendo el frío del vidrio contra su frente mientras intentaba no arrancarse el collar.

Afuera, los carruajes ya empezaban a llegar.

El camino de piedra, bordeado por antorchas flotantes, se extendía desde las rejas encantadas hasta la entrada principal de la mansión. El cielo se había oscurecido con rapidez, como si el tiempo hubiese comprendido la importancia de la noche y hubiera querido vestirse de gala también. Las estrellas centelleaban sobre un campo de nieve recién caída que brillaba con una luz suave, mágica.

Carruajes de todos los estilos y colores se deslizaban sin hacer ruido, impulsados por criaturas magníficas: thestrals con crines de plata, caballos alados de piel azulada, incluso un par de esfinges ornamentales tirando de una carroza que relucía como un templo. Harry, con la frente aún pegada al cristal, entrecerró los ojos para distinguir los emblemas grabados en los estandartes que ondeaban a los lados de cada carruaje.

Ahí estaba el emblema de los Malfoy, una serpiente dorada enroscada alrededor de una rosa negra.

Después el de los Nott, austero, con una balanza rota entre dos lunas.

Los Zabini, por supuesto, no podían pasar desapercibidos. Su carruaje era negro como la tinta y brillante como obsidiana, y el emblema —un halcón devorando un sol sangrante— parecía moverse cada vez que Harry parpadeaba.

Y, un poco más atrás, los Parkinson. Con ese escudo que parecía más una amenaza que un símbolo familiar.

Todos ellos venían a celebrar la noche de las madres. Todos esperaban ver a Harry.

Con un suspiro, regresó a su cama y tomó de nuevo el organizador de invitados. Un repaso más, se dijo. Aunque le doliera la cabeza, aunque tuviera las piernas medio dormidas por la posición del pantalón, aunque no tuviera idea de cómo iba a caminar con dignidad con tantas capas encima.

La puerta se abrió sin aviso. Hadrian entró.

Su presencia llenó el cuarto antes de que pudiera pronunciar una palabra. Vestía con túnicas oscuras, casi tan elegantes como las de Harry, pero menos recargadas. En su mano llevaba una vela, sencilla a primera vista, pero cubierta con inscripciones doradas que resplandecían apenas con la luz.

“Es nuestra vela” dijo Hadrian, acercándose sin prisa. “La encenderás tú esta noche, antes del ritual. La sostendrás durante el paso de los nombres, y luego la colocarás frente al altar de las madres.”

Harry alzó la mirada y tomó la vela con ambas manos. Era más liviana de lo que esperaba, pero su calor le vibró en los dedos como si reconociera su tacto.

Hadrian no dijo nada durante unos segundos. Luego se sentó frente a él, como si quisiera analizar cada detalle.

“¿Estás listo?”

Harry alzó una ceja con ese gesto que ya le salía natural. “¿Para parecer un árbol de navidad mágico con joyas extra? Absolutamente.”

Hadrian no sonrió, pero sus ojos se suavizaron. Pasó una mano por el cabello de Harry, alisando uno de los mechones rebeldes que ya se habían escapado.

“Esta noche es importante, Harry. No solo para nosotros, sino para ti. Tienes que mantener la compostura. No interrumpas, no hagas comentarios, no juegues con la comida, y sobre todo… no te separes de mí. Bajo ningún motivo. ¿Entiendes?”

Harry bajó la mirada a la vela. El peso invisible de la noche empezó a asentarse sobre él como una manta pesada.

“¿Y Dev?”

Hadrian se levantó, ajustando su cinturón con lentitud. “Dev estará con Remus. No quiero bromas, ni escenas. No arruines esta noche. Hay demasiado en juego.”

“¿Demasiado como para traer de vuelta a Padfoot?” preguntó Harry en voz baja.

Hadrian se giró hacia él. Hubo un momento de silencio tenso, cargado de palabras que no se decían.

“Todo depende de ti esta noche. Si haces tu parte… entonces yo cumpliré la mía.”

Harry lo miró de frente. “Lo dices como si no tuviera opción.”

Hadrian sonrió. “No la tienes.”

Y con eso, le tendió una mano. “Vamos. Es hora.”

Harry miró la vela en sus manos. Luego miró su reflejo en el espejo: el niño vestido como príncipe, cargado de historia, responsabilidad y promesas inciertas.

Doce noches. Doce fiestas. Y solo un deseo verdadero.

Tomó la mano de Hadrian sin decir una palabra. Y salió con él hacia el inicio de la primera noche del Yule.

El peso del traje se sentía más real con cada paso. No solo por las capas de tela fina y pesada, bordadas con hilos dorados y cristales mágicos que parecían capturar la luz de las lámparas flotantes, sino también por la joyería que caía en cascadas sobre su pecho, sobre sus hombros, rodeando su frente, sus muñecas, su cintura. Sentía que se movía como una de esas estatuas de los viejos templos mágicos que había visto en algún libro de historia antigua: imponente, elegante… pero condenadamente rígido.

Harry no se quejaba en voz alta. Solo apretaba los labios y lanzaba una que otra mirada de reojo a Hadrian, que caminaba a su lado con ese aire solemne de quien domina todo lo que lo rodea. Sujetaba su mano con firmeza, como si no solo lo guiara, sino que lo mantuviera en su sitio. Harry no sabía si eso lo reconfortaba o le molestaba. Probablemente ambas cosas.

Cuando doblaron por el gran corredor principal, vio una figura delgada apoyarse en el pasamanos de las escaleras. A su lado, un hombre alto, de rostro amable pero cansado, lo acompañaba con pasos lentos. Remus y Dev.

El corazón de Harry dio un pequeño brinco. Dev estaba ahí, con el cabello cuidadosamente peinado hacia atrás, aún con el abrigo puesto, lo que le pareció innecesario, pero también extrañamente entrañable. No podía ver bien su rostro desde esa distancia, pero lo reconocería en cualquier parte. Lo reconocería incluso con los ojos cerrados.

Quiso acelerar el paso. Llegar hasta él, hacerle una mueca, un comentario sarcástico, algo. Pero el peso del atuendo y la lentitud medida de Hadrian lo obligaban a seguir caminando a ese ritmo calculado, elegante, sofocante.

No tardaron en bajar al vestíbulo. Las puertas del salón este estaban abiertas de par en par, revelando una visión de ensueño: lámparas encantadas flotaban bajo un techo que parecía hecho de cristal encantado, reflejando el cielo invernal que brillaba con pequeñas estrellas de fuego mágico. Las paredes estaban cubiertas con cortinas blancas bordadas con hilos plateados, y el aroma que flotaba en el aire era una mezcla de incienso suave, jazmín y resina dulce. Todo estaba iluminado con una calidez sutil que contrastaba con la frialdad azulada del jardín trasero, visible a través de los grandes ventanales abiertos.

Pero fue cuando cruzaron por el salón, saludando a los invitados con leves inclinaciones de cabeza, que Harry comprendió que ese no era su destino final. Hadrian no se detenía. Ni una palabra a los ancianos que intentaban captar su atención, ni un saludo extendido a los herederos de otras casas mágicas que se inclinaban ante él. Caminaba como si solo existiera un punto fijo en el horizonte, y Harry entendió por qué cuando sus ojos se dirigieron al jardín.

Y entonces lo vio.

El jardín trasero estaba decorado como un escenario de cuento, con caminos de luz mágica que se curvaban sobre la nieve sin derretirla, flores invernales encantadas que abrían sus pétalos de hielo con cada paso, y faroles flotantes que danzaban en el aire como luciérnagas gigantes.

Y entre todo eso, entre la música suave, las antorchas encantadas y el perfume de ramas de pino, estaba Draco Malfoy.

Vestía como si hubiera salido de un mural antiguo de alguna leyenda asiática. Su traje no era solo impresionante, era una obra de arte. Color marfil, con bordados en tonos oro pálido y esmeralda, ajustado de forma que marcaba su figura delgada pero segura, con mangas amplias que se movían con gracia cada vez que giraba ligeramente la cabeza. Su cabello, perfectamente peinado hacia un lado, parecía capturar cada centímetro de luz como si estuviera encantado. No necesitaba joyas. Su mera presencia bastaba.

Y Harry lo odió un poquito. No por verse bien. Sino por hacer que Hadrian sonriera de esa manera.

Porque Hadrian no sonreía casi nunca. No de verdad. Pero en ese momento… lo hacía.

Harry sintió la mirada del mayor sobre él. Una mezcla de aprobación y orgullo, como si verlo allí, perfectamente vestido, perfectamente dispuesto, fuera suficiente. Como si ahora sí estuviera a la altura de ese otro niño que parecía brillar por su sola existencia.

Se detuvieron a unos pasos de los Malfoy. Lucius fue el primero en inclinar la cabeza con educación refinada, su bastón de plata brillando bajo la luz dorada. Narcissa no dijo una palabra, pero su mirada examinó a Harry como si evaluara la autenticidad de un objeto raro. Draco, por el contrario, sonrió con algo parecido a diversión. No burla, pero sí una chispa de reconocimiento. Como si supiera exactamente lo que Harry pensaba. O lo que quería decir.

Harry le sostuvo la mirada sin pestañear. No iba a ser el que se sintiera intimidado. No esa noche.

Hadrian se giró hacia él con una sonrisa aún más afilada.

“Recuerda lo que hablamos, Harry. Elegancia, silencio y precisión.”

Harry soltó un suspiro muy leve y murmuró por lo bajo, lo suficiente para que solo Hadrian lo escuchara.

“Sí, sí. Sin sarcasmo. Sin bromas. Sin romper ninguna joya familiar ni empujar a nadie a la fuente.”

Hadrian apretó su mano con suavidad. “Y si lo haces bien, ya sabes lo que ocurrirá.”

Harry alzó la barbilla con orgullo. El recuerdo de Padfoot era una promesa que lo mantenía de pie, incluso cuando cada centímetro de su cuerpo quería escapar de ese lugar, correr por la nieve, tirarse en el sofá con Dev y no pensar en el brillo de las coronas, los trajes ni las sonrisas falsas.

Pero no lo haría. Haría lo que debía.

Porque esa noche no se trataba solo del Yule. Ni de las familias mágicas. Ni siquiera del poder de los Peverell.

Se trataba de demostrar que él podía ser quien Hadrian esperaba que fuera.

Y que en algún momento, cuando todo acabara y se fueran los invitados, podría mirar a Dev a los ojos y decirle:

“Lo hice por nosotros.”

Y eso bastaría.

Chapter 30: Yule

Summary:

Harry lo miró en silencio mientras caminaba, admirando sin vergüenza la manera en la que el traje oscuro de Blaise capturaba la luz plateada. Su peinado era impecable, sus zapatos relucientes. Parecía uno de esos niños de cuentos muggles sobre herederos de reinos lejanos. Y sin embargo, ahí estaba, acercándose a Harry con una sonrisa sin pretensiones.

“Estás escondido”, dijo Blaise con voz suave mientras se sentaba a su lado.

“No estoy escondido”, respondió Harry, alzando una ceja. “Estoy… tomándome un descanso obligatorio.”

Blaise soltó una risita. “Sí, claro. Un descanso de la atención, los halagos, las sonrisas forzadas. A ti te gusta menos esto que a mí, ¿cierto?”

Harry lo miró con cuidado. Luego sonrió. “¿Y si digo que sí? ¿Vas a decírselo a mi tío?”

Blaise negó con la cabeza. “No. Me caes bien.”

Chapter Text

Harry mantenía la espalda recta, el mentón alzado, la sonrisa perfectamente esculpida en el rostro como si de verdad estuviera disfrutando cada palabra, cada apretón de manos, cada “qué elegante estás, joven Potter”. Y en parte, sí lo estaba. Al menos, al principio. Había algo entretenido en el hecho de que los adultos se sorprendieran tanto por su manera impecable de saludar o por su memoria casi fotográfica al recordar nombres y cargos importantes, incluso cuando eran gente que jamás le habían importado.

Pero a la media hora de repetir el mismo gesto, de fingir la misma sonrisa, de aguantar los dedos sudorosos de algunos magos o las miradas entornadas de ciertas brujas viejas que lo observaban como si fuera una pieza de colección, Harry ya comenzaba a desear con todas sus fuerzas estar en su cuarto, sin joyería, sin telas pesadas ni zapatos que le apretaban los talones. Preferiría estudiar con Hadrian antes que seguir de pie sonriendo como un muñeco decorativo.

Y como si no bastara con todo eso, Draco. Draco Malfoy estaba ahí, siempre a una distancia curiosamente exacta. Ni muy lejos. Ni muy cerca. Rondando, como si fuese parte de la atmósfera misma. Su túnica plateada con bordados en hilo negro y azul resplandecía bajo la luz encantada que flotaba como estrellas sobre sus cabezas. Su cabello, perfectamente peinado hacia un lado, parecía más blanco que rubio esa noche, y sus ojos se posaban en Harry cada tanto, con una expresión serena, como si estuviera estudiando sus gestos con la misma intensidad con la que Harry memorizaba los nombres del organizador de invitados.

Harry intentó ignorarlo al principio. Pero cuando Hadrian lo llevó de un grupo a otro y al girar siempre estaba Draco cerca, cuando incluso al caminar hacia las mesas de bebidas Hadrian lo empujó suavemente por el hombro y terminó de nuevo junto al rubio, Harry empezó a arquear una ceja mental. Algo estaba mal.

Sobre todo cuando los invitados sonreían con complicidad cada vez que los veían cerca, cuando algunos cuchicheaban al pasar o incluso les dirigían miradas cargadas de expectativas. Harry se había acostumbrado a las miradas, pero estas eran distintas. No eran de orgullo o respeto. Eran de confirmación. De aprobación.

Y por supuesto, Hadrian no ayudaba. Hablaba de Draco como si fuera la encarnación de la perfección ancestral. Como si estuviera frente al heredero de Merlín mismo. Cada halago era más exagerado que el anterior. Cada vez que mencionaba lo bien que Draco hablaba latín antiguo o lo hábil que era con las runas, el rubio parecía más satisfecho. Incluso Lucius, el señor Malfoy, sonreía con cierto agrado. Pero Narcissa, su esposa, era otra historia. Ella observaba todo con una calma tensa, con los ojos afilados puestos en Harry. Como si midiera cada reacción. Cada silencio. Cada palabra no dicha.

Harry no le dio nada. Ni una mueca. Ni una señal. Solo siguió siendo el heredero perfecto que Hadrian le había entrenado a ser.

El momento del ritual llegó con el repentino llamado de una melodía ancestral, suave y elegante, que envolvió el jardín en una atmósfera casi sagrada. La música parecía venir de los árboles mismos, de la tierra y del aire, como si la magia ancestral de las familias reunidas susurrara desde los siglos pasados.

Al fin, entre la multitud y las lámparas flotantes, pudo ver a Dev.

Y por primera vez en la noche, algo dentro de Harry se aflojó.

Dev estaba vestido como un príncipe de cuentos antiguos. Su túnica era de un rojo profundo, con detalles dorados en los bordes, una capa corta de terciopelo oscuro colgaba sobre sus hombros delgados y el cabello negro estaba perfectamente peinado hacia un lado. Hasta Remus, que estaba detrás de él, lucía elegante, con un conjunto en tonos grises y perlas discretas que le daban un aire de nobleza tranquila.

Pero Dev no sonreía. Parecía perdido. Como si la música le pasara por encima sin tocarlo. Como si algo dentro de él lo mantuviera anclado a otro lugar, lejos de toda la luz y el esplendor de la ceremonia.

Harry se acercó, apenas un paso, deseando preguntar, susurrar. “¿Estás bien?”

Pero Hadrian lo miró.

Una sola mirada. Fría. Corta. Advertencia pura.

Harry bajó la vista. No insistió. Solo respiró hondo y tomó su vela como se le había indicado.

Todos los niños, herederos de distintas casas, se alineaban en una gran formación circular. Uno a uno, encendían sus velas con una llama flotante que representaba la madre ancestral, la primera bruja del linaje mágico.

Harry, como era de esperarse, encendió su vela al lado de Draco.

Y fue en ese momento, justo cuando la vela de Draco se encendió y la de Harry lo hizo al mismo tiempo, que algo raro sucedió. Las llamas no permanecieron quietas. Se inclinaron. Bailaron. Se buscaron.

Y se tocaron.

Apenas una caricia de fuego. Pero fue suficiente.

Las llamas chispearon al unísono. Brillaron más fuerte por unos segundos. Y luego, como si no hubieran hecho nada extraordinario, volvieron a la calma.

Harry no tuvo tiempo de decir nada.

Porque la gente aplaudió. Porque las palabras “bendición mágica” y “armonía de linaje” comenzaron a murmurar entre los adultos. Porque Hadrian apretó ligeramente el hombro de Harry con orgullo. Porque los padres de Draco asintieron con aprobación.

Y porque Draco, con las mejillas encendidas, se giró un poco para mirarlo de reojo.

Harry tragó saliva.

No dijo nada. No lo miró.

Pero no podía evitar pensar en el porqué de todo eso. En las piezas que lentamente se iban uniendo en su cabeza. En las palabras que no entendía del todo pero que resonaban con una intensidad extraña en su pecho.

No sabía qué significaba que las velas se tocaran.

No sabía por qué todos parecían tan felices por algo que él ni siquiera había hecho a propósito.

Y no quería saber.

Porque si algo sabía de Hadrian… era que nada, absolutamente nada, sucedía sin haber sido planeado antes.

Harry se mantuvo quieto. Apretó con fuerza la tela entre los dedos.

Y pensó en Dev, en cómo no sonreía, en cómo parecía no estar ahí del todo.

Y en la idea aterradora, cada vez más grande, de que él tampoco sabía realmente dónde estaba parado ni con quién.

Esa noche, después de que el último invitado abandonó la sala con un brindis y una sonrisa elegante, Harry apenas tuvo tiempo de parpadear antes de que Hadrian lo tomara del brazo con una firmeza que no admitía discusión. No hubo tregua. No hubo oportunidad de respirar ni de quitarse los zapatos lujosamente pesados que apretaban sus pies como si fueran grilletes hechos de diamantes y tradición. La fiesta, si es que podía llamársele así, había sido una sucesión interminable de saludos impecables, reverencias milimétricas, palabras perfectamente medidas y una cercanía cada vez más incómoda con Draco, a quien parecía no poder sacudirse ni con un hechizo punzante.

Harry pensó que, al menos, al llegar la noche podría dormir. Tirarse en alguna cama y olvidar todo en un par de sueños sin sentido. Pero Hadrian no tenía esa idea. Apenas cerraron las puertas del salón y los elfos comenzaron a recoger discretamente los restos de dulces encantados y copas flotantes, Hadrian lo llevó a la biblioteca más antigua de la mansión Peverell, esa donde las paredes no parecían hechas de piedra sino de recuerdos. Le tendió un pesado pergamino, enrollado y cubierto con una cinta negra. Sin explicaciones, sin advertencias. Solo dijo: “Apréndetelo todo. Lo necesitas para mañana. No cometas errores.”

El texto estaba en un idioma que Harry nunca había visto antes. No era latín, ni runas, ni nada remotamente conocido. Era un lenguaje que parecía crujir entre los labios cuando lo intentaba pronunciar, como si las palabras llevaran consigo una magia antigua, más vieja que Hogwarts, más oscura que la noche sin luna. Tuvo que repetir sílabas una y otra vez bajo la mirada vigilante de Hadrian, que no lo dejaba descansar más de unos minutos entre repaso y repaso. Y cuando al fin los párpados de Harry pesaban tanto que no podía mantenerlos abiertos, Hadrian le dejaba dormir, pero solo lo justo para evitar que se desplomara.

Los elfos, en susurros casi inaudibles, fueron los únicos que le dieron pistas. Que Dev estaba bien, que Remus lo tenía en otra ala de la casa, sometido a algo parecido: estudio, entrenamiento, preparación.

Cuando llegó el amanecer, Harry no estaba del todo despierto, ni del todo dormido. Flotaba en un estado nebuloso, sostenido solo por la voluntad de no caer desplomado frente a Hadrian. Lo bañaron, lo vistieron, lo peinaron, y lo encerraron dentro de un traje ceremonial tan incómodo como ridículo, lleno de hilos de oro, capas superpuestas y una cadena con símbolos que no reconocía. Aparentemente, en las fiestas mágicas nadie consideraba que los niños de once años debían moverse, respirar o vivir con comodidad.

El salón no era el mismo de la noche anterior. Esta vez, la decoración era mucho más opulenta, más solemne. Las paredes estaban cubiertas de telas blancas, pesadas y bordadas con constelaciones encantadas que parpadeaban lentamente. Grandes columnas estaban envueltas en guirnaldas vivas de muérdago y ramas secas, que se movían levemente al compás de una música lejana, como si respiraran. El techo había sido encantado para mostrar un cielo invernal, con la luna llena suspendida justo en el centro, rodeada de estrellas que titilaban con lentitud. No había velas flotantes como en Hogwarts, sino esferas de cristal que contenían fuego azul que ardía sin consumir, flotando suavemente sobre las cabezas de los asistentes.

Harry ya había perdido la cuenta de cuántas veces había bailado. Podía sentir los pies arderle dentro de los zapatos de charol, que más que calzado parecían una clase de castigo ornamental.

En el suelo, bajo los pies de todos, una alfombra encantada proyectaba imágenes móviles del bosque en pleno solsticio. Ciervos dorados. Nieve cayendo en cámara lenta. Estrellas que se reflejaban incluso en las copas. Y en el centro del salón, una pista de baile que giraba suavemente sin que nadie la notara del todo, como si el mundo mismo conspirara para mantener a todos atrapados en ese momento.

Y allí estaba él. Atrapado. Del brazo de Draco Malfoy.

Otra vez.

Harry quería gritar. No porque odiara a Draco. En realidad, no sentía nada tan extremo como odio. Pero estaba cansado. Cansado del modo en que Draco lo miraba con esos ojos pálidos, con las pestañas largas que hacían que las niñas suspiraran cuando pasaban. Cansado de la voz de Draco susurrándole entre los dientes que no hablara, que se mantuviera recto, que no mirara a nadie más.

“¿Puedes dejar de apretar mi brazo?” murmuró Harry entre dientes, fingiendo una sonrisa para los adultos que los rodeaban.

“No si sigues mirando a Blaise como si quisieras escapar con él por la ventana” respondió Draco, en voz tan baja que Harry apenas logró escucharlo.

“Tal vez quiera” soltó Harry, y sonrió, porque sabía que eso irritaría a Draco más que cualquier insulto. “Tal vez tenga un plan secreto para raptarlo. Tal vez lo prefiera a él.”

Draco no respondió. Solo apretó más su agarre y giraron en otro movimiento elegante sobre la pista. A su alrededor, los aplausos suaves de los adultos y las exclamaciones de aprobación se sentían como un zumbido insoportable.

Harry cerró los ojos un segundo. Quiero irme. Solo quiero dormir. Solo quiero encontrar a Dev y preguntarle si él también siente que lo están metiendo en una pecera gigante con peces brillantes que no dejan de sonreír.

Pero no podía.

No desde que Hadrian apareció nuevamente y colocó una mano pesada en su hombro.

“Es hora, Harry” dijo con una sonrisa que no alcanzaba los ojos. “Recuerda lo que ensayamos.”

Harry apenas alcanzó a parpadear cuando ya lo estaban llevando al centro del salón. La pista de baile se detuvo con un leve susurro mágico y todas las luces bajaron, dejando sólo una serie de reflejos dorados sobre ellos dos: Hadrian y él.

Y como si alguien hubiera dado la orden en silencio, todos se alinearon en los bordes, dejando espacio, observando. Harry tragó saliva. Hadrian alzó un brazo. Hizo un gesto sutil con los dedos.

Y Harry habló.

Las palabras brotaron como un río que no entendía. No tenían forma ni raíz en su mente, pero estaban allí, incrustadas por la repetición, por las noches sin dormir, por los susurros firmes de Hadrian en su oído corrigiendo cada inflexión, cada pausa. Era un idioma muerto, eso había dicho Hadrian. Uno que muy pocos entendían del todo, pero que tenía poder. Magia ancestral.

Harry no sabía lo que decía. No quería saberlo.

Cuando terminó, la sala explotó en un aplauso elegante, discreto pero vibrante. Harry solo quería que se callaran. Que alguien le dijera qué significaba todo eso. Pero nadie lo hizo. Porque entonces Lucius Malfoy avanzó, con su túnica más brillante, con su cabello como plata hilada por hadas, y comenzó a recitar su propio discurso en el mismo idioma extraño. Draco a su lado lo acompañaba, con una solemnidad que a Harry le pareció aterradora en un niño de once años.

Cuando ellos terminaron, vino otro aplauso. Y luego Hadrian, de nuevo, colocándole una mano firme en el hombro.

“Bien hecho” murmuró con suavidad.

Harry no respondió.

Se habría marchado. Habría corrido por el pasillo, subido por las escaleras, encerrado en su cuarto con pestillos si no fuera porque esa mano seguía ahí. Porque los ojos de todos lo observaban como si él supiera, como si él quisiera, como si él entendiera.

No entiendo nada. ¿Por qué están todos tan felices? ¿Por qué nadie me dice qué está pasando?

Draco volvió a su lado y le ofreció el brazo otra vez. Harry lo miró.

“¿Otra vez?” preguntó, al borde del hartazgo.

“Es el último baile” respondió Draco. Sonrió. Su rostro era perfecto. Demasiado perfecto. “Después vendrán los fuegos.”

Harry puso los ojos en blanco y tomó su brazo. Maldita sea. Fuegos artificiales. Qué sorpresa. Nunca en mi vida he tenido una Navidad normal, ¿por qué empezar ahora?

Bailaron una vez más. Harry ni siquiera recordaba la música. Solo recordaba el calor en su nuca. El peso del brocado dorado de su túnica. El modo en que los adultos murmuraban cosas entre sí cada vez que pasaban cerca. Mira qué buena pareja. Qué hermoso linaje. Qué poderosa unión.

“¿Tú sabes qué fue todo eso?” murmuró de pronto, inclinándose hacia Draco mientras giraban otra vez.

Draco lo miró de reojo, y por primera vez esa noche, pareció realmente molesto.

“Claro que sí. ¿Tú no?”

Harry frunció el ceño. “¿Debería?”

Draco no respondió. Apretó la mandíbula, y por un segundo, la máscara de niño perfecto se quebró. Y eso hizo que Harry se sintiera peor.

Cuando al fin los liberaron de la pista, Harry no pudo dar un paso sin que alguien se acercara a felicitarlo, a acariciar su cabeza, a comentarle lo bien que se había portado, lo hermoso que se veía.

“Gracias, pero…” Harry retrocedió medio paso, apenas logrando evitar una caricia de Narcissa Malfoy en su mejilla. “¿Puedo…? ¿Dónde está mi primo?”

Hadrian apareció de inmediato. Como si lo hubiera invocado.

“No aún, Harry” dijo con voz calmada. “Falta la ceremonia de luz. Y después, los regalos. Solo un poco más.”

Harry se mantuvo al lado de Hadrian como le habían indicado, obediente, con el mentón erguido y los hombros rectos, como si llevara toda la vida entrenando para posar frente a un público. Sonrió cuando debía, estrechó manos, aceptó los halagos con palabras suaves que no sentía propias, pero sabía que eso no importaba. Lo único importante era que Hadrian lo observara desde algún rincón de la sala y aprobara su comportamiento con ese leve movimiento de cabeza que ya había aprendido a interpretar.

Sin embargo, en medio del protocolo, algo comenzó a sentirse… extraño.

Harry lo notó primero como una sensación de sombra cálida a su alrededor. Como si el aire se plegara y tomara forma. Cada vez que se desplazaba, cada vez que alguien lo llamaba o lo acercaba a un grupo, una figura rubia de ojos grises aparecía cerca. Draco no decía nada. Solo se mantenía ahí, como si orbitar alrededor de Harry fuera lo más natural del mundo.

Lo curioso era que Hadrian también parecía involucrado en esa órbita. Si por algún motivo Harry se alejaba mucho de Draco, Hadrian encontraba una excusa para acercarse, tomarlo por el hombro con gentileza y devolverlo con una sonrisa suave justo al lado del niño rubio. Y lo hacía con tanta naturalidad, con tanto cuidado, que casi no se notaba. Pero Harry lo notaba.

Empezó a sospechar que todos los demás también lo notaban cuando las sonrisas a su alrededor comenzaron a tornarse distintas. Más cómplices. Más… privadas. Como si presenciar la cercanía entre él y Draco fuera el preludio de algo importante que todos sabían menos él. Incluso Lucius Malfoy, con su porte imperturbable, parecía ligeramente complacido cada vez que veía a los dos niños juntos. Pero la madre de Draco… ella no. Narcissa Malfoy los observaba con una intensidad casi molesta, y cada vez que Hadrian decía algo sobre Draco —“Su cabello sería perfecto para una diadema con las reliquias Peverell, imagínalas, combinarían con el gris tormenta de sus ojos”— ella giraba la mirada directamente hacia Harry. Como si esperara algo de él. Como si cada palabra dicha sobre Draco estuviera dirigida, en realidad, a Harry.

Harry no le dio nada. Mantuvo el rostro neutro, los pensamientos bien encerrados dentro de su cabeza. Pero cuando Hadrian y Narcissa comenzaron a hablar más animadamente, comparando tonalidades de plata y herencias mágicas que se “verían mejor sobre alguien con una estructura ósea delicada y angulosa como la de Draco”, Harry simplemente dio un paso hacia atrás. Luego otro. Y otro. Hasta que su espalda ya no estuvo cerca del borde de la conversación, sino en dirección opuesta.

Y entonces, corrió.

Se movió con la ligereza de alguien que sabía cómo evitar ser detenido. Esquivó a un par de adultos que intentaron felicitarlo nuevamente, se deslizó lejos de un grupo de estudiantes de Slytherin que discutían animadamente sobre quién asistiría a más galas este invierno y, justo cuando sintió que Draco lo miraba desde el otro extremo del salón —solo un segundo antes de que sus ojos se encontraran—, Harry empujó una puerta que conectaba con el jardín.

El aire de afuera era más fresco. El aroma de las flores, intensificado por la magia, flotaba como un susurro entre la brisa. El jardín seguía tan hermoso como la noche anterior, como una pintura viviente, envuelta en luces tenues que flotaban sobre las copas de los arbustos y árboles encantados. Harry avanzó con cuidado, levantando ligeramente la capa para no pisar la cola, y caminó hasta un banco decorado con espirales metálicos, cubierto de cojines bordados con runas de protección.

Se sentó con un suspiro. Por un momento, todo fue silencio.

No completo —el murmullo de la fiesta aún se oía a través de los muros—, pero suficiente para que Harry pudiera inhalar y sentir que ese instante, por breve que fuera, era suyo. No de Hadrian. No de los Malfoy. No del linaje Potter o de las reglas de la casa. Solo suyo.

No pasaron más de tres minutos antes de que escuchara un leve crujido tras él. Giró la cabeza con lentitud y vio una figura acercándose desde la misma puerta por la que él había salido.

Era Blaise.

Harry lo miró en silencio mientras caminaba, admirando sin vergüenza la manera en la que el traje oscuro de Blaise capturaba la luz plateada. Su peinado era impecable, sus zapatos relucientes. Parecía uno de esos niños de cuentos muggles sobre herederos de reinos lejanos. Y sin embargo, ahí estaba, acercándose a Harry con una sonrisa sin pretensiones.

“Estás escondido”, dijo Blaise con voz suave mientras se sentaba a su lado.

“No estoy escondido”, respondió Harry, alzando una ceja. “Estoy… tomándome un descanso obligatorio.”

Blaise soltó una risita. “Sí, claro. Un descanso de la atención, los halagos, las sonrisas forzadas. A ti te gusta menos esto que a mí, ¿cierto?”

Harry lo miró con cuidado. Luego sonrió. “¿Y si digo que sí? ¿Vas a decírselo a mi tío?”

Blaise negó con la cabeza. “No. Me caes bien.”

Ambos se quedaron en silencio un segundo. Luego comenzaron a hablar. No de las fiestas, ni de compromisos, ni de linajes. Hablaron de cosas divertidas, cosas simples, como si fueran solo dos niños, lejos del peso de sus apellidos. Harry se relajó más de lo que se había permitido toda la noche. Blaise tenía ese tipo de humor seco y rápido que a Harry le encantaba. Rieron, cómplices, hasta que…

“Harry.” La voz cortó el aire como una hoja afilada.

Ambos se giraron al mismo tiempo. Hadrian estaba de pie a unos metros de ellos, en la entrada del jardín. La luz era tenue, pero Harry juraría que los ojos de su tutor brillaban con un tono rojizo, apenas perceptible, como si la rabia se filtrara a través de su control habitual.

“Lo siento”, dijo Blaise con calma, poniéndose de pie. “Debería de volver a la fiesta.”

Hadrian no le contestó. Solo lo miró.

Y fue esa mirada —silenciosa, densa, carente de cortesía— la que convirtió la atmósfera en algo gélido. Blaise, con dignidad, asintió ligeramente y regresó al salón. Hadrian no lo siguió con la mirada. Toda su atención se centró en Harry.

“¿Estaban solos?” preguntó. Su voz era suave, pero algo en su tono sugería una tensión apenas contenida.

“Sí. Bueno, no por mucho. Blaise solo vino a hablar.”

“Eso no debe repetirse”, dijo Hadrian, acercándose. “No vuelvas a estar a solas con otro niño. Mucho menos en un lugar oscuro. ¿Sabes cuántos invitados están aquí? ¿Lo que pensaría la gente?”

Harry frunció el ceño, cruzando los brazos. “¿Y qué? No estaba haciendo nada malo.”

“Eso no importa”, replicó Hadrian. “Lo que importa es lo que parece. Las apariencias lo son todo, Harry. Todo.”

Harry no respondió.

Y tal vez fue eso lo que desencadenó el siguiente movimiento.

Hadrian lo tomó por el brazo. No con violencia, pero sí con una fuerza que no había usado nunca antes. Su expresión cambió. Ya no era el adulto atento. No era el cuidador que lo envolvía en palabras dulces. Había una sombra distinta en su rostro, una línea de locura que afloró por un segundo.

“Escúchame bien. No vuelvas a hacer eso. No me conviertas en el malo de la historia, Harry. No me obligues a enseñarte lo que pasa cuando me desobedecen.”

Los ojos verdes de Harry se abrieron, asustados.

Y Hadrian lo notó.

Casi al instante, su rostro se suavizó. Aflojó la presión de su mano y se agachó, colocándose a su altura.

“Perdón, no quería asustarte. Estoy demasiado cansado y estresado por todo. Todo lo que hago es por ti, ¿lo sabes?”

Harry no respondió. Sus manos estaban temblando apenas.

Hadrian le acarició el rostro con la misma dulzura de siempre. “Vamos. Faltan solo dos ceremonias más. Y después… todo será perfecto.”

Lo tomó de la mano y lo guió de regreso hacia la fiesta.

Harry no dijo nada. Pero sus pensamientos, encerrados en lo más profundo, comenzaron a moverse como un enjambre en su pecho.

¿Todo será perfecto? ¿Para quién?

Regresar a la fiesta fue como cruzar una membrana invisible. La música, las risas contenidas, los murmullos y la luz dorada lo envolvieron de nuevo, pero Harry no sentía el mismo calor que antes. La mano de Hadrian sostenía la suya con una firmeza medida, como si supiera exactamente cuánta presión aplicar para recordarle quién tenía el control y hasta dónde podía ir. Ya no era un agarre casual. Era una advertencia disfrazada de afecto.

La sala había cambiado. Más elfos se habían reunido en las esquinas y llevaban pequeñas luces flotantes en bandejas de cristal. En el centro del salón, donde antes había una pista de baile, ahora había una alfombra redonda tejida con hilos dorados que parecían brillar por sí solos. Las cortinas habían sido abiertas, dejando que la luz de las estrellas entrara. Alguien hizo un gesto, y todas las velas de los candelabros se encendieron al mismo tiempo. La ceremonia de luz había comenzado.

Harry no entendía exactamente qué tenía que ver la luz con que Hadrian recibiera de uno de los elfos una caja rectangular, larga, con un interior de terciopelo profundo, negro y elegante. El silencio cayó en la sala cuando Hadrian la abrió. Dentro, un collar descansaba como una criatura viva. Sus cadenas eran finas, casi etéreas, hechas de un oro tan pálido que parecía blanco bajo la iluminación de las velas. El colgante tenía un diseño intrincado: mandalas y motivos florales tallados en un estilo que Harry no había visto jamás. Hindú, pensó, recordando algo que Hadrian le había dicho una vez.

Pero eran las joyas del centro las que llamaron su atención. Eran frías, glaciares. Esmeraldas de un verde tan puro que casi dolía mirarlas, engarzadas con la perfección milimétrica que alguien como Draco adoraría. Tenían la arrogancia elegante de todo lo que pertenecía a su familia.

Hadrian caminó hasta Draco, que se encontraba de pie junto a sus padres, y se inclinó con solemnidad, sosteniendo el collar con ambas manos. La sala no respiraba.

Harry frunció el ceño, solo un poco.

Draco no se movió. Pero sus mejillas se tiñeron de rojo cuando Hadrian, con una paciencia ensayada, apartó con delicadeza el cuello de la túnica que el niño llevaba y le colocó el collar.

Draco tragó saliva, bajó la mirada.

Harry casi rodó los ojos. ¿De verdad?

“Qué obvio eres,” murmuró para sí mismo, sintiendo una mezcla de incomodidad y un asomo de... repulsión. No entendía por qué lo sentía. Tal vez era la expresión de Draco, ese rubor embobado. O tal vez era la perfección medida de Hadrian, que parecía no cometer errores. Es un adulto amargado, Draco. Y tú tienes once años. Qué asco.

Hadrian volvió a la caja, esta vez sacando un anillo pequeño. Plata pura. La piedra en el centro era una obsidiana redonda, tan pulida que Harry pudo ver su reflejo en ella. El interior del aro tenía inscripciones diminutas, apenas visibles. Hadrian lo miró con esa sonrisa suave que reservaba solo para Harry.

“Este es tuyo,” dijo mientras le extendía el anillo. “Entrégaselo a Draco.”

Harry lo sostuvo con recelo. Su primera reacción fue decir algo sarcástico, cualquier tontería para romper ese momento que de pronto se sentía... ritualístico. Pero el salón los rodeaba como si el aire mismo estuviera observando. Y Draco lo miraba con los ojos tan brillantes que Harry se sintió obligado a dar el paso.

Harry sostuvo el anillo entre sus dedos por unos segundos más de lo necesario. El peso no era considerable, pero sí lo era el brillo. Una joya redonda, con grabados intrincados que parecían reflejar luces que ni siquiera estaban ahí. El aro tenía una piedra de un gris opalescente, rodeada por un fino entramado dorado que se bifurcaba en filigranas. Era hermoso, aunque, para Harry, también ridículamente exagerado.

Miró de reojo a Hadrian, que lo observaba con una paciencia tensa. Harry alzó una ceja, pero no dijo nada. En lugar de eso, caminó hasta donde Draco lo esperaba.

Draco estaba quieto, la espalda recta, los hombros tensos. A sus espaldas, Lucius y Narcissa parecían estatuas de mármol. Ambos lucían satisfechos, pero también cuidadosamente contenidos. Como si temieran que un solo gesto arruinara la coreografía.

Harry se detuvo frente a Draco y alzó el anillo con naturalidad, como si no estuviera participando en algo que no comprendía del todo.

“Bueno, dame la mano, Malfoy”, murmuró con tono burlón, aunque sin malicia.

Draco estiró la mano, elegante, casi ceremonial. Su palma era pequeña, sus dedos largos. Harry bajó la vista y, por puro impulso, tomó la mano contraria: la izquierda. Sus dedos ya se movían, dispuestos a colocar el anillo en el dedo índice... hasta que Draco frunció el ceño, giró su muñeca con brusquedad y colocó él mismo el dedo correcto frente a Harry. La derecha. El dedo anular de la mano derecha.

La mirada que le dirigió lo habría congelado a cualquiera. Molesta fría. Draco apretó la mandíbula y alzó la barbilla como si estuviera diciendo: No te hagas el tonto, Potter.

Harry entrecerró los ojos, una ceja alzada, pero no dijo nada. En su pecho, algo vibró, molesto. No era tanto por la actitud de Draco, sino por la confusión creciente que lo rodeaba todo. ¿Por qué era tan importante qué dedo era?

Colocó el anillo con lentitud. Cuando terminó, Draco bajó la mano despacio, sin apartar la vista de Harry.

Un murmullo de aprobación se alzó entre los presentes. Algunos aplaudieron suavemente, otros sonrieron con aire enternecido. Narcissa, sin embargo, miraba a Harry como si esperara algo. Como si él debiera... reaccionar. Decir algo.

Pero Harry no dijo nada cuando sintió que alguien más se acercaba, y Lucius Malfoy abrió otra caja, esta con terciopelo azul. En su interior, un anillo gemelo reposaba.

Draco lo tomó y sin vacilar lo deslizó en el dedo de Harry, era casi idéntico al de Draco, salvo por el color de la piedra, un verde oscuro que parecía cambiar a azul según cómo le diera la luz. Lo giró lentamente sobre su dedo, sintiendo cómo la superficie pulida contrastaba con la piel sensible de su mano. No era un juguete. No era parte de una tradición decorativa.

Era... algo más.

Pero ¿qué?

A su lado, Hadrian colocó una mano firme sobre su hombro. Harry alzó la vista y lo miró de reojo. El gesto fue breve, casi paternal, como si quisiera decirle que todo iba bien.

“Estás haciendo un excelente trabajo”, dijo Hadrian con suavidad.

Harry no respondió. Porque no sabía qué estaba haciendo. Ni por qué.

Los aplausos se intensificaron de pronto y la música volvió a sonar en algún lugar del jardín. Con un leve destello mágico, varios elfos aparecieron y colocaron dos amplios sillones tapizados en seda oscura justo en el centro de la alfombra. Ambos estaban uno al lado del otro. Los respaldos eran altos, con costuras doradas en los bordes y grabados familiares en las patas. Claramente, no eran muebles improvisados.

Hadrian le indicó con un gesto que se sentara. Draco, sin esperar, tomó asiento primero, y Harry lo siguió, dejándose caer con un leve suspiro.

La sensación de hundirse en el sillón era cómoda, pero también opresiva. Como si al sentarse ahí... aceptara algo que aún no lograba ver por completo.

Lucius y Narcissa se colocaron tras Draco. Hadrian, tras Harry.

Los invitados empezaron a formar una fila. Cada uno con paquetes envueltos en papeles brillantes, con lazos, con cajas decoradas. Una mujer de rostro severo se inclinó y les entregó un libro encuadernado en cuero rojo.

“Una edición familiar de las memorias de Ignatia Wildsmith. Que la sabiduría antigua guíe sus pasos,” dijo con voz ceremonial.

Harry sonrió. No sabía por qué sonreía, solo lo hacía. Estaba aprendiendo rápido a sonreír cuando debía. Draco lo hacía con elegancia, como si ya hubiera pasado por esto mil veces.

El siguiente fue un anciano de barba rala.

“Una rama de mirto encantado. Símbolo de la fertilidad y la unión.”

Harry sintió que su estómago se torcía. ¿Fertilidad? ¿Unión?

Siguieron más personas. Elfos les ofrecían dulces, piezas pequeñas de oro, reliquias familiares, cajas con joyas, varitas antiguas, pequeños pergaminos con encantamientos escritos a mano.

Todos entregaban los regalos a ambos. No solo a Draco. A Harry también para gran sorpresa suya.

Una pareja de ancianos que se presentaron como primos de los Lestrange. Después, un matrimonio de apellido Avery. Más tarde, una mujer de apellido Rosier de mediana edad que besó la frente de Draco y luego hizo lo mismo con Harry, dejándole en las manos una pequeña caja adornada con magia que olía a jazmín.

Y así, uno tras otro. Cada obsequio parecía cuidadosamente elegido, con doble propósito: uno para Draco, otro para él.

“Por la unión de dos casas tan distinguidas”, decía una señora al entregarles una copa antigua de obsidiana.

“Para los jóvenes comprometidos”, añadió otra mientras les ofrecía un relicario con gemas encantadas.

Fue en ese momento que el corazón de Harry se encogió un poco.

Comprometidos.

Y entonces, como si alguien hubiera tirado de un hilo invisible, escuchó la voz de Hadrian.

“Hablaré con el pandit cuando lleguemos a India. Aún faltan algunos años, pero es bueno tenerlo claro desde ahora.”

Lucius asintió. “A los quince, como dicta la tradición.”

Harry sintió como si alguien le hubiera arrojado un balde de agua helada en la espalda.

Pandit. Tradición. A los quince. ¿Qué…?

Giró la cabeza hacia Draco, que abría uno de los regalos con dedos elegantes, sin quitar la sonrisa medida de su rostro. El rubor seguía presente en sus mejillas, y por un segundo, Harry notó cómo bajaba la vista hacia el anillo que ahora llevaba puesto. Lo tocó brevemente, como si fuera una extensión de su cuerpo. Como si estuviera... feliz.

Harry tragó saliva.

Sus ojos se alzaron y, más allá del gentío, entre los elfos que iban y venían, vio por fin a Dev.

Estaba junto a Remus. El rostro del menor era sereno, pero algo apagado. Vestía una kurta de seda clara, que lo hacía parecer salido de algún cuento oriental, con bordados dorados en las mangas. Pero no estaba sonriendo. No como solía hacerlo cuando se encontraban con la mirada.

Y no lo miraba.

Harry quiso levantarse, llamarlo, decirle algo. Pero Hadrian apoyó una mano firme sobre su hombro, impidiéndole moverse. No con fuerza. Solo con la misma seguridad con la que alguien te detiene en medio de una carretera sin darte explicaciones.

“Falta poco”, murmuró Hadrian junto a su oído. “Solo un poco más.”

Sus ojos volvieron a posarse en el anillo. Luego en el de Draco.

Las piezas comenzaron a encajar. Una tras otra.

El collar ceremonial. Los anillos. Los regalos dobles. Las bendiciones. Los aplausos. El asiento compartido. Las palabras de Hadrian. Las miradas cómplices de todos. La expectativa de Narcissa.

La palabra que hasta ese momento se le había escapado empezó a emerger con claridad cruel en su mente: compromiso.

Su garganta se cerró. No dijo nada. Solo apretó las manos sobre sus piernas e intentó mantener la sonrisa.

Porque todos los miraban.

Porque Dev estaba ahí.

Y porque, por alguna razón que no entendía, algo en su pecho dolía más de lo que debería doler.

Chapter 31: Enero

Summary:

No fue un beso largo. Tampoco fue exactamente inocente. Era un beso limpio, preciso, pero cargado de intención. Una conexión que no buscaba ternura, sino definición. Harry no cerró los ojos. Y aunque Blaise sí lo hizo al principio, al abrirlos se encontró con los ojos verdes más directos y seguros que había visto en su vida.

Cuando se separaron, ninguno dijo nada durante un momento.
Blaise fue el primero en hablar. “No deberíamos haber hecho eso.”

“No.”

“Pero me alegro de que lo hicieras.”

Harry bajó la mirada solo un instante, luego suspiró.

Notes:

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Chapter Text

Si no fuera por el anillo que llevaba en el dedo anular, Harry podría haber olvidado, aunque fuera por un momento, que estaba comprometido. Comprometido con Draco Malfoy. Y lo peor no era el hecho en sí, ni siquiera la opulencia absurda con la que se había sellado aquel compromiso, sino el que nadie —absolutamente nadie— hubiera creído necesario decírselo. Tenía once años, no once días. Y aun así, se había enterado justo en medio de la fiesta, mientras sostenía una copa vieja y rara, en pleno centro del salón, vestido como una especie de príncipe encantador, con Hadrian sonriendo como si todo estuviera saliendo perfecto.

Miró el anillo. La gema esmeralda parecía aún más brillante bajo la luz de la mañana, reflejando un verde líquido y profundo, como si tuviera vida propia. Apretó los dedos contra la palma. A veces le daban ganas de arrancárselo. O de tirárselo a la cara a Hadrian. O de perderlo, accidentalmente, en el fondo de un lago. Pero luego recordaba lo que Hadrian le dijo en voz baja antes de que se marchara a dormir esa noche:

“Antes de Navidad verás a Padfoot.”

Y entonces no hacía nada.

La fiesta de compromiso ya parecía un recuerdo lejano, pero las celebraciones no se habían detenido del todo. No hubo una fiesta formal al tercer día, pero nadie había dormido. Los invitados se marcharon con lentitud, como si no quisieran que terminara aún, y cuando por fin la última capa desapareció por la puerta, los Malfoy se quedaron. Harry no preguntó por qué. No tenía fuerzas para fingir interés.

El salón más pequeño fue preparado con rapidez para una tradición que Hadrian llamó la Quema del Tronco. Harry no la conocía, pero supo que consistía en encender un gran trozo de madera con un fuego convocado por ambos prometidos. Draco y él.

“Hay que encenderlo juntos.” explicó Hadrian, que los observaba desde la distancia como un director de teatro. “Usen sus varitas. Toquen el tronco al mismo tiempo. Digan Incendio Unionis.”

Harry miró a Draco. Este no lo miró a él. Sacaron sus varitas al mismo tiempo, sin acordarlo.

“Uno… dos… tres,” murmuró Harry.

“Incendio Unionis,” dijeron ambos al unísono.

El fuego brotó sin chispa, líquido, como si emergiera del centro del tronco. Las llamas eran doradas, verdes, y algo más. Algo denso.

Draco fue el primero en hablar, con la vista clavada en las brasas: “¿Te obligaron?

Harry no respondió al instante. Luego, sin mirar tampoco: “¿A ti no?”

Un silencio.

“No pensé que te repudiaría tanto,” dijo Draco.

“Yo tampoco.”

“Entonces… ¿por qué lo hiciste?”

Harry pensó en Sirius. En la promesa. En Dev. En todo.

“Porque no tenía elección.”

“Eso es mentira.” Draco lo miró por fin. “Siempre tienes elección, Potter.”

Harry lo sostuvo con la mirada.

“No cuando te chantajean con la única persona que te importa.”

Draco frunció el ceño.

“¿Estás satisfecho?“ preguntó Harry, sin levantarse.

“Apenas estamos empezando,” respondió Draco.

Harry odiaba ese maldito tronco. Odiaba cómo crujía y chispeaba como si supiera que se alimentaba de algo más que madera. Odiaba cómo la llama parecía reconocer su magia. Odiaba cómo la mirada de Hadrian lo seguía todo el tiempo, como si esperara que Harry hiciera algo malo. Y más que todo, odiaba el silencio.

Porque Draco no le volvió a hablar.

Y él no sabía qué decirle tampoco.

Así que permanecieron callados. Sentados frente al fuego que ambos habían encendido. Escuchando a los adultos conversar, como si todo fuera perfectamente normal, como si un niño no acabara de comprometerse con otro niño frente a más de trescientas personas.

Dev estuvo presente al principio, acurrucado al lado de Remus, pero luego ambos se fueron. Harry notó cómo los padres de Draco los miraban. Esa especie de desprecio pulido que usaban los ricos cuando no querían ensuciarse las manos. Harry apretó los dientes y pensó en echarlos de su casa. Pero no lo hizo. Hadrian lo miró de reojo, y el mensaje fue claro. No arruines esto.

Así que fingió ser un adorno más. Uno caro. Uno vestido con seda y gemas y cosas que no entendía.

A la mañana siguiente, cuando ya todo había terminado y Harry se preparaba para subir a su habitación, Hadrian se acercó a él. La voz fue apenas un susurro, pero tan firme que se le quedó grabada como fuego bajo la piel:

“Antes de que regreses al colegio verás a Padfoot.”

Y entonces no lloró. No gritó. No se quejó. Solo asintió.

Al sexto día, decoraron el árbol de Navidad. Hadrian hizo traer uno gigantesco, de más de tres metros de alto, cubierto de nieve que no se derretía y que olía ligeramente a eucalipto y canela. Harry no participó mucho. No tenía humor, ni energía, ni ganas. Pero se quedó mirando desde un sillón mientras Dev sonreía por primera vez en días. El niño revoloteaba alrededor del árbol, colgando adornos como si la Navidad fuera un invento nuevo y maravilloso.

Harry sonrió.

Dev, sin querer, dejó escapar algo cuando hablaba con Remus. Dijo que jamás había tenido un árbol de Navidad antes.

Y entonces Harry dejó de sonreír.

No volvió a ver a Dev durante dos días. Y Remus, durante esos mismos dos días, parecía cargado de una furia silenciosa que lo hacía caminar con el cuerpo rígido, como si cada palabra que dijera fuera un esfuerzo.

Harry lo notó.

Intuía que Hadrian se había enterado de lo que dijo Dev. Y lo había castigado. Dev no tenía la mirada viva cuando volvió. Sus ojos celestes se sentían vacíos, su voz temblaba un poco cuando Hadrian pasaba cerca, y aunque Dev se esforzaba por parecer animado, su risa tenía bordes rotos.

Al octavo día, nadie cantó villancicos. La música flotó desde algún rincón encantado de la casa, pero nadie la siguió. Remus parecía demasiado molesto. Caminaba como si cada paso lo enfureciera. Como si estuviera buscando a alguien a quien culpar.

Harry miraba todo en silencio. Estaba allí, sí. Pero no del todo. Era como si su cuerpo hubiera aprendido a moverse sin él.

Al décimo día, Dev ya estaba mejor. Sonreía otra vez. Y aunque su sonrisa no era tan brillante como antes, al menos estaba allí. Juntos, él y Harry prepararon pequeños obsequios para todos los elfos de la casa. Tuvieron cuidado de no darles ninguna prenda. Hadrian lo había advertido con claridad.

“No queremos liberarlos por error.”

Harry no vio a Hadrian ni a Remus ese día. Y aunque Dev y él ya habían abierto sus propios regalos días antes, Harry seguía esperando algo. Algo más.

Padfoot. Dijiste que vería a Padfoot.

Era lo único que lo sostenía.

Esa promesa.

Un ancla en medio del fuego, el hielo, el silencio.

Y mientras se sentaba bajo el árbol esa noche, viendo cómo Dev le ofrecía un trozo de turrón a un elfo que se sonrojaba de la emoción, Harry se tocó el anillo otra vez. Ese maldito anillo.

La esmeralda brillaba con una luz propia. Como si le recordara constantemente que ahora pertenecía a algo más grande. A una tradición. A una historia que no pidió.

Sus dedos lo acariciaron sin pensar, como si intentaran leer algún secreto en su superficie.

Y sin embargo, por más que intentaba enfadarse de verdad, por más que su interior quisiera rebelarse, había una parte de él —una diminuta, imperdonable parte— que recordaba el modo en que Draco lo había mirado justo cuando le puso el anillo. Esa manera casi sorprendida de observarlo, como si no esperara que Harry llegara hasta allí, hasta ese punto.

Como si, en el fondo, no creyera que Harry lo elegiría.

Y eso lo confundía aún más.

Porque él no había elegido nada.

¿O sí?

Cerró los ojos, y sin darse cuenta, murmuró en voz baja: “Padfoot… ¿cuándo vas a llegar?”

Pero el árbol no respondió. Solo el leve crujido del fuego en la chimenea. Y el parpadeo de luces mágicas sobre las ramas altas.

La duodécima noche llegó envuelta en luces cálidas y copos de nieve cayendo lentos, perezosos, sobre los ventanales de la mansión. Había música flotando en el aire, dulce y grave, un murmullo de risas y copas, de pasos suaves sobre alfombras gruesas. Era la última fiesta del invierno, y gracias a Merlín —o quizá a la estrategia silenciosa de Hadrian—, Harry no estuvo obligado a pasar cada maldito segundo junto a Draco. Por primera vez desde que había iniciado las vacaciones de invierno Harry pudo relajarse. Divertirse. Sentirse un niño de once años otra vez.

El alivio fue tan profundo que casi se le notó en los hombros. Estaban menos tensos, su andar más suelto, su risa más genuina. Esa noche fue distinta desde el principio, porque Dev se mantuvo cerca y Harry pudo presentarlo al fin con todos sus amigos.

“Él es Dev,” anunció Harry con orgullo mientras empujaba suavemente al niño hacia el grupo reunido cerca de la chimenea del salón donde se realizaba la última fiesta, donde las llamas crepitaban como si quisieran ser parte de la conversación. “Y Dev, estos son mis amigos: Blaise Zabini, Pansy Parkinson, Daphne Greengrass, Theodore Nott, Vincent Crabbe y Gregory Goyle.”

Dev asintió con educación, apretando tímidamente las manos que se le ofrecían, pero sin perder esa mirada serena y un poco cansada que tanto lo diferenciaba de otros niños. Era más pequeño, sí, pero se notaba que observaba el mundo con un tipo distinto de atención.

“Nott,” dijo Harry en voz más baja, ladeando la cabeza hacia él con un gesto burlón, “intenta no babear.”

“¡No estoy babeando!” replicó Theodore con las mejillas rojas, aunque sus ojos brillaban al mirar a Dev.

Blaise soltó una carcajada discreta y Pansy murmuró: “Esto va a terminar en desastre.”

Lo curioso fue que Dev no pareció notarlo o, peor aún, no pareció importarle. Porque a los pocos minutos, cuando la hermana menor de Daphne se acercó —una niña con trenzas y la nariz manchada ligeramente con pecas—, Dev dirigió hacia ella una sonrisa que Harry no había visto antes. Una mezcla entre admiración tímida y curiosidad sincera. Bastó eso para que Theo pareciera tragar piedras.

Daphne lo notó, por supuesto. “¿Ya ves lo que pasa por no moverte rápido?” susurró con sorna.

Pero esa fue solo una parte de la noche. El resto se llenó de juegos sutiles entre las columnas del gran salón, pequeñas persecuciones bajo los tapices flotantes, y bromas que saltaban de boca en boca como fuegos artificiales. Incluso Harry —acostumbrado a la tensión constante— se permitió bajar la guardia. Era fácil hacerlo con Dev, que aunque callado, tenía ese efecto tranquilizador. A su lado, todo parecía menos urgente.

Hasta que Pansy, siempre tan perspicaz, arruinó la paz con un simple comentario.

“Es lindo ver cómo te olvidas de tu prometido por unas horas.”

Harry parpadeó. “¿Perdón?”

Blaise sonrió con sorna. “Draco. Ya sabes. Tu adorado esposo.”

“No es mi esposo.”

“Claro, aún no,” dijo Daphne con voz melosa. “Pero lo será.”

Harry se cruzó de brazos, fulminándolos con la mirada. “No es nada. Fue un intercambio de regalos y ya.”

“¿Ah, sí?” intervino Greg con su tono arrastrado. “Porque vi el anillo. Bastante elegante para ser un 'nada'.”

“No lo escogí yo,” masculló Harry, pero la seguridad en su tono empezó a resquebrajarse.

Dev, que hasta entonces había estado en silencio, alzó la mirada hacia él con una pequeña línea de preocupación en la frente. “¿Es verdad que estás comprometido con ese niño?”

Harry no supo qué responder. La verdad era que no lo había comprendido del todo hasta hace poco. Había sido una escena tan cuidadosamente orquestada, con Hadrian hablando de tradiciones y luces y joyas con significado. Un anillo. Un collar. El gesto de entregarlos frente a todos. Y él, que había asumido que solo era una especie de acto simbólico, un juego social entre familias importantes, empezó a entender que no era nada de eso.

Los adultos sabían. Hadrian lo sabía. Draco, por supuesto, también lo sabía.

El recuerdo lo golpeó de pronto: la forma en que Draco había alzado su mano cuando Harry, distraído, había intentado ponerle el anillo en el dedo incorrecto. Esa pequeña mirada de fastidio, esa ceja alzada como si estuviera ofendido porque Harry no supiera algo tan obvio. Harry había contenido las ganas de lanzarle el anillo a la cara. Pero lo había hecho. Se lo había puesto. Como si de verdad… como si de verdad fueran a casarse.

Y ahora lo miraban todos. Dev, con sus ojos abiertos y su boca apenas entreabierta. Pansy, con una sonrisa que era todo menos amable. Theo, que parecía más aliviado que indignado, probablemente porque eso significaba que Dev no era “territorio Potter”.

Harry suspiró y desvió la mirada hacia la ventana más cercana. La nieve seguía cayendo, más intensa ahora, como si quisiera enterrar todo bajo su silencio blanco.

“No importa,” murmuró. “No significa nada.”

Pero incluso él supo que estaba mintiendo.

Esa noche, ya en su habitación, después de despedirse de todos y fingir que no le afectaba, Harry se acurrucó en su cama con uno de los libros que había tomado de la biblioteca de los Peverell. No era un libro de hechizos ni una biografía histórica. Era una novela de romance con una portada empolvada y letras doradas que decían “El Lazo Imposible”.

Pasó las páginas sin pensar demasiado, solo queriendo que su mente se distrajera de todo lo que sentía: la incomodidad, la confusión, la sensación de que nadie le había preguntado si él quería comprometerse con Malfoy. Que lo habían decidido por él. Como siempre hacían los adultos.

Pero entonces leyó una frase y se quedó quieto.

“A veces, los lazos que parecen menos deseados son los que estaban escritos con más fuerza en la sangre. Porque no los elige uno… te eligen a ti.”

Se quedó mirando esa línea por mucho tiempo. Luego cerró el libro y apoyó la cabeza contra la almohada. En su dedo, el anillo brillaba con un leve resplandor verde, como si supiera que lo estaban observando.

Harry apretó los ojos.

No significaba nada.

Y sin embargo…

Lo sentía como si significara todo.

El primero de enero había amanecido con un cielo despejado, como si el universo quisiera darle a Harry un día en calma, una pequeña tregua antes de que las vacaciones terminaran. Y él realmente lo había creído. Mientras se vestía, con la luz tenue colándose por la ventana, pensaba que ese día, al fin, sería para disfrutar. Nada de compromisos, nada de rituales, nada de fastidiosos estudios de historia de las casas mágicas. Solo él y Dev, corriendo por el jardín, quizás explorando los rincones más secretos de la propiedad o simplemente burlándose de todo y todos hasta caer rendidos de la risa.

Se sentía extrañamente ligero esa mañana. Como si, por primera vez en semanas, no tuviera que mirar de reojo el anillo en su dedo para recordar que, al parecer, estaba comprometido con Draco.

Pero la ilusión no le duró mucho.

En cuanto bajó al comedor, lo supo. Lo sintió.

Había algo raro en el aire, denso y callado. De esos silencios que no son cómodos ni acogedores, sino que parecen envolver la habitación con una tensión tan sutil que solo los más atentos podían notar. Y Harry siempre notaba.

Remus estaba sentado a la cabecera, el tenedor entre los dedos, girando sobre sí mismo una salchicha con más atención de la que merecía. La mirada baja, el gesto ausente, la espalda recta pero no firme… nervioso. Dev, a su lado, picaba su tostada sin entusiasmo, como si estuviera pensando demasiado en algo o esperando a que algo sucediera. Y Hadrian… Hadrian no comía. Tenía desplegados dos pergaminos al mismo tiempo, y sus ojos los recorrían como si quisiera absorber cada palabra de golpe. Su ceño estaba fruncido, pero no parecía molesto, sino… concentrado. Decidido. Como si estuviera cerrando piezas de un rompecabezas muy complejo.

Harry se detuvo por un segundo en la entrada, la mano aún apoyada en el marco de la puerta. Su instinto se disparó.

Este día no va a ser divertido, pensó, arrugando levemente la nariz antes de tomar asiento junto a Hadrian, frente a Dev. Se dejó caer con el aire de quien no espera nada bueno y se sirvió jugo de calabaza con más fuerza de la necesaria. El vaso vibró al tocar la mesa.

Hadrian no levantó la vista de sus pergaminos cuando habló.

“Esta tarde iremos a la celebración de Año Nuevo en la casa Longbottom.”

Harry parpadeó. Tragó el jugo y se limpió la boca con el dorso de la mano sin cuidado.

“La casa… ¿qué?”

“La casa Longbottom” repitió Hadrian sin inmutarse, pasando al segundo pergamino como si no acabara de arruinarle el día. “Te sonará. Uno de los chicos de Gryffindor de tu año pertenece a esa familia.”

Harry torció la boca, se recostó contra el respaldo de su silla con los brazos cruzados y miró el techo con una exagerada expresión de fastidio.

“¿Es el que parece que se va a desmayar cada vez que alguien levanta la voz? ¿Neville o algo así?” murmuró con aburrimiento. “Genial. Nada dice diversión como una fiesta con la familia de un chico que tiembla cuando lo saludas.”

Dev dejó escapar una risita ahogada y Remus le lanzó una mirada que decía compórtate, aunque sin demasiado peso. Estaba claro que su mente estaba en otra parte.

Harry bajó la vista hacia su plato, pero no lo tocó. Tenía la sensación de que Hadrian aún no había terminado, y no se equivocó.

“No estaré aquí para ayudar a ninguno de los dos a prepararse” continuó el mayor, sin darles espacio a que respondieran. “Tampoco el señor Lupin. Tenemos que atender un asunto en el Ministerio esta mañana, y no sabemos si estaremos de regreso a tiempo. Es posible que tengan que ir solos.”

Eso sí que captó la atención de Harry.

Levantó la cabeza de golpe y miró a Hadrian como si acabara de decirle que podía lanzar hechizos sin supervisión por el resto del mes. Dev, a su lado, lo miraba con idéntico asombro.

“¿Solos?” repitió Harry, y esta vez no pudo evitar que un destello de emoción se le escapara en la voz.

Hadrian asintió. Finalmente, alzó la vista hacia ellos.

Pero no se emocionen demasiado. No es una carta blanca para hacer lo que quieran. Irán con los elfos, que se asegurarán de que lleguen bien. Y antes de que preguntes” añadió, mirando a Harry con una ceja levantada, “sí, pueden vestirse como quieran. Sin exagerar.”

Harry apretó los labios para no sonreír como un idiota. Se inclinó hacia Dev con lentitud, como si fuera parte de una conspiración silenciosa.

“Lo dijo en voz alta. Lo escuchaste, ¿verdad? Podemos vestirnos como queramos.”

Dev asintió con solemnidad, los ojos más abiertos de lo normal.

“Sin exagerar” recitó en un susurro reverente, como si acabaran de recibir una misión secreta.

Hadrian resopló, pero ya había vuelto a los pergaminos. Su atención estaba dividida, claramente más preocupado por lo que quiera que fuera ese asunto en el Ministerio que por el atuendo de dos niños de once y ocho años.

Pero Harry no dejó pasar el detalle.

Hadrian no era de dejar cosas sueltas. No sin motivo. Y mucho menos de confiar en que Harry y Dev no harían alguna estupidez si se les dejaba solos. Eso solo significaba una cosa: fuera lo que fuera lo que harían él y Remus, era importante. Lo suficiente para que Hadrian no pudiera estar encima de ellos. Lo suficiente para darle a Harry lo que siempre buscaba, aunque no lo dijera en voz alta: autonomía.

Se removió en su silla, sintiendo algo parecido al orgullo. Tal vez Hadrian no lo decía, pero confiaba en él. Al menos lo suficiente como para dejarlo ir solo a una fiesta, sin supervisión directa, sin advertencias eternas, sin una lista de instrucciones que seguir.

Y Dev… bueno, Dev tenía una sonrisa casi infantil, como si le hubieran prometido que esa tarde él podía elegir lo que se pondría sin que Hadrian criticara el largo de sus mangas o el color de sus calcetines. Era raro verlo así, tranquilo pero emocionado, casi… libre.

“¿Y qué se supone que haremos en esa fiesta?” preguntó Harry finalmente, sirviéndose una segunda ración de jugo con desdén. “¿Jugar a ver quién tiene más tías locas o qué?”

Remus, aún distraído, respondió casi en automático. “Convivir. Ser amables. No insultar a nadie.”

Harry sonrió con lentitud. “No puedo prometer nada.”

Y aunque lo dijo con sorna, el ambiente en la mesa se suavizó apenas un poco. Fue casi imperceptible, pero Harry lo notó. Aun con el silencio persistente, la tensión que dominaba la habitación se desplazó un poco hacia el fondo, como si su sarcasmo hubiera conseguido perforar el peso de lo no dicho.

Lo que fuera que Hadrian y Remus estaban a punto de hacer, era importante. Peligroso, tal vez. Misterioso, seguro.

Y Harry, aunque no sabía exactamente qué, lo sentía en la piel.

Pero por ahora, tenía que pensar en qué iba a ponerse para la fiesta. Porque si Hadrian le había dado libertad, iba a usarla bien. Y si de paso podía impresionar a cierta serpiente que apenas lo miraba desde la otra punta del salón, mejor.

El eco de los pasos sobre el mármol del recibidor resonaba con una gravedad que contrastaba con la alegría contenida que Harry sentía explotando dentro del pecho. Estaba de pie junto a Dev, ambos observando cómo Hadrian y Remus se colocaban sus capas y recogían los últimos pergaminos, documentos que parecían pesar más de lo que mostraban a simple vista. Remus seguía con el ceño tenso, distraído y con los dedos tamborileando contra la empuñadura de su varita sin siquiera darse cuenta. Se movía de un lado a otro como si algo lo empujara a salir ya, como si quedarse un minuto más pudiera hacer que se arrepintiera.

Hadrian, en cambio, parecía más compuesto, pero sus ojos no dejaban de examinar a los niños con una mezcla de desconfianza y resignación. Algo en ellos —en sus sonrisas amplias, en cómo Dev se balanceaba sobre los talones o en la manera en que Harry ocultaba la emoción bajo un aire casi insolente de superioridad— le decía que no todo iba a salir según lo planeado.

“Si alguno de los dos rompe algo, hace una tontería o termina volando sobre el tejado, será mejor que lo dejen todo como estaba antes de que regresemos” murmuró Hadrian mientras se abrochaba el último broche de su capa.

Harry levantó una ceja y respondió con una voz suave, cargada de fingida inocencia.

“Hadrian, por favor. ¿Romper algo? Yo jamás haría eso.”

Dev intentó contener una sonrisa, pero falló miserablemente. Hadrian simplemente le lanzó una mirada afilada que parecía advertirle que sabía exactamente de lo que Harry era capaz. Remus, alzando los ojos al cielo, se acercó para acariciar el cabello de Dev con la mano.

“Coman bien. No discutan. Y por favor, Harry, no lo convenzas de volar por encima del invernadero otra vez.”

Harry puso los ojos en blanco. “Eso fue hace décadas. ¿Cuándo van a superarlo?”

“Cuando deje de ser probable que lo repitas” replicó Hadrian con frialdad, entregándole a Suzu una lista escrita con letras apretadas que contenía instrucciones para el almuerzo, las batas de baño, los horarios y hasta el peinado de Dev.

Pero antes de que alguno pudiera añadir algo más, Harry aplaudió dos veces, teatral, y dio un paso al frente.

“Bueno, bueno. Ya se están tardando demasiado. ¡Vamos, señores! El ministerio no los va a esperar eternamente.”

Remus parpadeó, claramente sorprendido por el tono. Hadrian entrecerró los ojos.

“¿Quieres que nos vayamos rápido, Harry?”

Harry sonrió como un demonio pequeño. “¿Yo? Jamás. Pero si no se apuran, alguien podría aburrirse tanto que termine explorando la bodega de pociones otra vez.”

Hadrian frunció los labios, pero no dijo nada. Con un último vistazo severo, abrió la puerta. Un viento frío se coló por el umbral, revolviendo los rizos de Dev. Remus se inclinó para besar su frente. Hadrian simplemente se detuvo un segundo frente a Harry, evaluándolo.

Harry le sostuvo la mirada sin vacilar, con las manos en los bolsillos y la cabeza ligeramente ladeada. Su sonrisa era de pura inocencia envenenada.

“Cuídense. Volveremos antes del atardecer.”

“Claro, claro” dijo Harry, dando un paso atrás.

Y cuando la puerta se cerró con un clic firme… el mundo se transformó.

“¡AAAAAAAHHHHH!” chilló Harry, girando sobre sí mismo, levantando los brazos al cielo con una mezcla de triunfo y energía contenida durante semanas. “¡Estamos solos, Dev! ¡S-O-L-O-S!”

Dev retrocedió un paso, entre divertido y asustado por la explosión súbita de emoción de su amigo. Harry no perdió el tiempo. Lo agarró por la muñeca y lo arrastró consigo hacia el pasillo, riendo a carcajadas mientras saltaba de emoción con cada paso.

“¡Vamos, vamos! Dev, no pongas esa cara. Esto es HISTÓRICO. Hadrian nunca nos deja solos así. Esto es libertad, es independencia, es— ¡una oportunidad para hacer locuras!”

Dev intentó contener la risa, pero acabó dejándose arrastrar. Aunque su versión de emoción era más calmada, sus ojos brillaban con algo nuevo. Ligereza. Emoción auténtica.

“¿Y qué vamos a hacer primero?” preguntó, curioso.

Harry se detuvo de golpe, como si el mundo entero le acabara de presentar una infinidad de posibilidades. Luego, una sonrisa lenta y peligrosa se dibujó en su rostro.

“Volaremos.”

Dev abrió los ojos, alarmado. “No sé…”

“Vamos, Dev. Volar no es tan complicado. Y tú ya lo haces mejor que el año pasado.”

“Eso fue hace unos meses y Hadrian dijo que—”

“Hadrian no está. ¿Y cuándo volverás a tener a tu mejor amigo solo para ti?” replicó Harry, dándole un codazo. “Anda, no vas a dejarme volar solo, ¿cierto?”

Con una pequeña risa nerviosa, Dev cedió. “Bueno… pero solo un poco. Nada de acrobacias raras.”

“Prometido.”

No lo era.

Suzu, que los observaba con mirada escéptica desde la entrada, recibió la orden de traer dos escobas. Aunque visiblemente inquieta, la elfina obedeció sin chistar, desapareciendo con un leve crujido de magia para volver segundos después con las escobas en brazos.

“¡Gracias, Suzu!” gritó Harry mientras salía disparado hacia el jardín, con la capa ondeando detrás de él y Dev corriendo a sus talones.

El aire invernal les golpeó las mejillas con un frescor delicioso. El cielo estaba limpio, de un azul pálido y suave, y el césped crujía bajo sus botas. Era perfecto. Harry montó su escoba con una facilidad arrogante y empujó los pies contra el suelo, elevándose como si el cielo le perteneciera. El viento le despeinó el cabello y le arrancó una carcajada que se perdió en el aire.

“¡Vamos, Dev! ¡Súbete ya!”

Dev lo hizo, con cuidado. Sus pies no se alejaron más de unos centímetros del suelo, pero su sonrisa hablaba de victoria. Durante un rato, Harry voló en círculos lentos cerca de él, dándole consejos, asegurándose de que el niño se sintiera seguro. Luego, Dev lo miró y, con una media sonrisa, dijo:

“Ve tú. Quiero verte hacer tus locuras.”

Harry no necesitaba más.

Como si hubiera estado esperando la orden, se disparó hacia el cielo. Giró, descendió, subió otra vez, hizo una voltereta que casi lo lanza al suelo y se impulsó con tal fuerza que un par de elfos gritaron su nombre con pánico.

“¡Joven amo! ¡Por favor! ¡Descienda! ¡Va a matarse!”

Pero Harry solo reía, los ojos brillando con una adrenalina pura, el alma abierta a ese momento de cielo. Solo cuando Dev gritó su nombre, Harry frenó en el aire, jadeando por el esfuerzo, con el corazón golpeando como un tambor.

Voló hacia él con más calma.

“¿Ya te cansaste de verme volar?”

Dev asintió con la cara seria. “Me vas a matar del susto.”

Harry bajó riendo. Al tocar el suelo, su estómago gruñó con fuerza.

“Parece que alguien quiere almorzar.”

Dev ya se había sentado en una silla elegante bajo una pérgola, rodeado de una bandeja con frutas, quesos y panecillos. Estiró la mano con delicadeza, tomando una uva y masticándola con tanta elegancia que parecía un retrato vivo de Hadrian en miniatura.

Harry lo miró, escandalizado.

“¿Quién te crees? ¿Un príncipe del sur de Francia? Mírate. Te falta el trono y un pavo real al lado.”

Dev le sacó la lengua sin perder la compostura. Harry soltó una carcajada y se dejó caer a su lado, tomando un puñado de panecillos antes de arrastrarlo de nuevo hacia la mansión.

“Vamos. Vamos a almorzar antes de que Suzu nos haga comer puros vegetales como castigo.”

Y mientras entraban, la casa ya se sentía diferente. Viva. Ligera. Y libre.

Por ahora, todo estaba en su lugar. Y Harry, por primera vez en mucho tiempo, también lo estaba.

La mansión estaba envuelta en esa calma cálida de las primeras horas de la tarde, donde el sol apenas entraba por los ventanales altos y los pasillos parecían más largos de lo habitual. Harry y Dev caminaban entre ecos de risas y el leve crujir de sus zapatos contra el mármol fresco. La luz dorada se filtraba por los vitrales de colores, tiñendo el suelo con patrones que parecían encantados, y por un momento Harry deseó que ese instante no se terminara nunca. Era uno de esos días en los que todo parecía ir bien. Uno de esos escasos momentos en los que el mundo no pesaba sobre sus hombros.

Ya dentro del comedor, la temperatura cambió. Más fresca, perfumada con hierbas dulces y una pizca de canela, como si la propia Suzu hubiera encantado el ambiente para que todo invitara al descanso. El comedor estaba dispuesto con perfección impecable. Mantelería blanca con bordes dorados, copas altas de cristal esmerilado y vajilla tan brillante que uno podía ver su reflejo en cada plato. En el centro de la mesa flotaba una ornamentación mágica de pétalos suspendidos en el aire, girando con lentitud, desprendiendo un aroma leve a jazmín.

Dev ya se había instalado antes que él, cómo no. Sentado con la espalda recta, el cabello peinado con precisión casi molesta, sostenía el tenedor con tal delicadeza que Harry lo observó con media ceja alzada antes de soltar un bufido de risa.

“No me sorprende que la servilleta se doblara sola cuando te sentaste,” dijo mientras tomaba asiento a frente suyo. “A este paso, el mantel va a empezar a inclinarse para no ensuciarte.”

Dev sonrió sin levantar la vista, luego se llevó con lentitud una pequeña porción de ensalada a la boca, masticando con la serenidad de quien sabe que tiene toda la atención del universo. “Hadrian dice que la elegancia empieza por los modales. Tú podrías intentarlo alguna vez.”

“Yo soy naturalmente encantador. No necesito fingirlo.” Harry le lanzó una sonrisa exagerada, tomando sin cuidado un panecillo y mordiéndolo ruidosamente. “Además, ¿modales para qué? Si igual terminaré comiendo más rápido que tú y aún así me pedirán que me comporte.”

Dev puso los ojos en blanco, pero sus mejillas se curvaron apenas. Esa complicidad, ese ir y venir de pullas y bromas, se sentía tan fácil entre ellos que el almuerzo más que una obligación, fue una escena constante de risas. Comían, sí, pero interrumpidos por comentarios mordaces de Harry, respuestas afiladas de Dev y momentos en los que la risa les hacía olvidarse de masticar.

Suzu no tardó en aparecer, como si tuviera un radar mágico para detectar conversaciones poco productivas.

“Se les recuerda a los jóvenes amos,” dijo mientras posaba sus manos en las caderas y les dirigía una mirada severa, “que el amo Hadrian no quiere que nadie toque los aperitivos durante la celebración. Así que si no acaban el almuerzo, se quedarán con hambre y con el estómago haciendo ruidos vergonzosos frente a todos los invitados.”

Dev frunció el ceño con solemnidad cómica. Harry resopló.

“¿Nos estás amenazando con hambre socialmente humillante?” murmuró con fingido horror. “Eres peor que el profesor Snape.”

“Coman,” dijo Suzu con una sonrisa dulce que no dejaba lugar a réplicas. “Todo.”

Y lo hicieron. En parte por miedo a Suzu. En parte porque ambos sabían que, una vez comenzara la fiesta, estarían demasiado ocupados entre saludos, bailes, y evitar a adultos extraños como para recordar lo que era masticar con calma.

Harry lo notó entonces. Mientras él tomaba las cosas con las manos o usaba el cuchillo con torpeza disimulada, Dev era otra historia. Manejaba los cubiertos con la misma precisión que Hadrian. Sabía cómo cortar, cómo llevarse el tenedor a la boca sin parecer ansioso ni lento. Y todo, sin siquiera pensarlo. Era como si se hubiera transformado por completo sin que Harry se diera cuenta.

Ese no es el mismo Dev que escupía los guisantes el primer día que llegó, pensó con una mezcla de orgullo y algo más indefinido que no supo colocar.

En cuanto terminaron, ni bien bajaron los cubiertos, tres elfos aparecieron con un suave pop, haciendo que las sillas se deslizaran hacia atrás por sí solas. Los niños fueron arrastrados suavemente fuera del comedor como si fueran príncipes de un cuento, lo cual le pareció gracioso a Harry hasta que los separaron.

“La habitación del joven amo Dev está en el ala este, en el tercer nivel,” explicó Suzu antes de desaparecer con él, dejando a Harry con dos elfos más, sus trajes listos, y la promesa de un baño de princesa.

El baño, en efecto, fue una mezcla entre relajante y agotador. Agua templada con aceites, jabones perfumados que olían a rosa, jazmín y algo que Harry sospechaba era mango. Suzu no dejó que los elfos se detuvieran hasta que su piel quedó tan suave que resbalaba entre las toallas.

“¿Quieres que parezca una flor?” protestó entre risas mientras uno de los elfos le enjuagaba el cabello. “Voy a oler más a jardín que a niño.”

“El amo Hadrian pidió que todos estén impecables,” dijo Suzu antes de desaparecer momentáneamente, sin responderle directamente.

Ya seco, con la bata envuelta, Harry se sentó frente al espejo mientras los elfos comenzaban a mostrarle una opción tras otra de ropa: túnicas, conjuntos tradicionales, prendas bordadas con hilos dorados, y hasta una chaqueta de seda que tenía pequeños cristales en los bordes.

“No túnicas,” dijo de inmediato. “Las odio. Me hacen ver como si fuera un globo decorado para una boda.”

Los elfos se miraron, aterrados. Uno de ellos se encogió detrás del perchero como si temiera fallar.

“No me hagan ponerme eso,” insistió Harry señalando una túnica naranja con dorado. “¿Qué sigue? ¿Pantalones con campanas? Estoy bien con algo de hilo dorado. Pero no quiero parecer un mueble y si me ponen demasiado gel en el cabello, juro que me lanzo por la ventana.”

Los elfos comenzaron a temblar, pero siguieron intentando. Pronto apareció un conjunto que Harry aprobó: pantalones ajustados color vino tinto con bordados sutiles, una camisa blanca de lino suave con cuello mao, y una chaqueta corta con detalles dorados en el borde.

“Eso. Al fin algo que no parece salido de una película antigua,” dijo satisfecho, mientras se dejaba ayudar a vestir.

Cuando Suzu regresó, traía en brazos la caja de joyas. Sus ojeras eran más marcadas y su atuendo estaba torcido. Harry la miró de reojo mientras se colocaba los zapatos.

“Dev no te lo ha hecho fácil, ¿cierto?” preguntó, divertido.

Suzu cerró los ojos un segundo antes de asentir con resignación. “El joven amo tiene más opiniones que un ministro.”

Abrió la caja y Harry se inclinó, admirando los collares, brazaletes y anillos. Por un segundo, dudó. Miró el anillo con la esmeralda en su dedo anular. La piedra brillaba con esa luz interna que parecía responder a su cuerpo, como si supiera que le pertenecía. Pensó en quitárselo.

Los elfos comenzaron a sollozar al ver su mano acercarse al anillo.

“No. No. ¡Por favor no, amo Harry!”

“No queremos que se rompa el hechizo de unión. ¡El señor Hadrian dijo que no debe tocarse!”

Harry suspiró, alzando las manos en rendición. “Está bien. Está bien. No me lo quito. Respiren.”

Eligió entonces unos pendientes pequeños, apenas visibles entre su cabello, y una cadena sencilla que no compitiera con el anillo. Todo discreto. Todo armonioso. Y cuando Suzu se fue de nuevo, dejándolo solo para verificar el estado de Dev, Harry pensó que al menos le quedaban unos minutos de paz.

Error.

Uno de los elfos llamó a otros tres. Y luego a dos más. Porque ahora venía el verdadero infierno: peinar a Harry Potter.

Su cabello, ya largo y rebelde, parecía resistirse a toda lógica y encanto. Cuando lo peinaban de un lado, se levantaba del otro. Cuando le ponían una gota de gel, se esponjaba. Uno intentó alisarlo con magia y casi se queda sin cejas.

“No quiero parecer una mala imitación de Malfoy,” murmuró Harry mientras los elfos debatían estrategias como si prepararan una operación militar. “Solo déjenlo natural. Un poco ordenado. No brillante. No tieso. No como si tuviera pegamento en la cabeza.”

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Harry estaba seguro de que Hadrian lo iba a castigar. No lo sospechaba. Lo sabía.

Mientras paseaba por el sendero de grava que atravesaba el jardín de los Longbottom, sus zapatos brillantes crujían sobre las piedrecillas, y la idea le daba vueltas en la cabeza como un encantamiento mal lanzado. La brisa olía a lavanda, a menta recién podada y a escándalo inminente.

¿Qué se enteraría Hadrian primero? ¿De lo de los Weasley? ¿De la pelea con Draco? ¿O de lo que le dije a la anciana Longbottom?

Harry tragó saliva. Sabía que debía haberse contenido, pero no lo había hecho. Y no porque fuera un mocoso respondón. Al menos, no solo por eso. Fue esa mirada desdeñosa de la señora Augusta cuando regañó al Dev que intentó dar su opinión sobre política mágica. Como si su edad le quitara valor. Como si hablar fuera privilegio de las arrugas y no del cerebro.

“En mis tiempos, los niños no interrumpían conversaciones de adultos”, había dicho con voz rígida y aire altivo, levantando la nariz como si oliera estiércol.

Harry, que estaba justo detrás, no pudo evitarlo.

“Claro, porque en sus tiempos solo hablaban por medio de gruñidos.”

Lo había dicho con su mejor tono inocente, esa voz suave que usaba cuando sabía que estaba provocando. No se rio por la expresión horrorizada de la señora Longbottom, sino por la que hizo Narcissa Malfoy al lado de ella, como si quisiera desaparecer a Harry con un Avada Kedavra silencioso.

Ahora tenía dos enemigos más. Genial. Estás cavando tu propia tumba social, Potter. Pero eso no lo molestaba. Lo que lo tenía con los nervios al borde era que Hadrian ya debía haber llegado, y Harry sabía que no iba a felicitarlo precisamente por sus dotes cómicas.

Había intentado evitarlo toda la tarde, manteniéndose entre arbustos decorativos y cerca de las fuentes más alejadas del jardín. Pero cuando levantó la cabeza y lo vio cruzando el arco de hiedra que daba a la entrada principal, supo que no tenía salvación. Hadrian lo había encontrado. Otra vez.

No importaba cuánta gente hubiera. No importaban las luces flotantes, ni la música encantada que salía de una lira antigua, ni los adultos con copas de hidromiel riendo sobre cosas irrelevantes. Hadrian siempre lo encontraba. Sus miradas se cruzaron a la distancia como un hechizo Accio invisible.

Y para colmo, los Malfoy se veían felices de verlo.

Lucius lo saludó con una inclinación elegante y una sonrisa comedida. Narcissa incluso bajó ligeramente la cabeza y le ofreció su mano para que Hadrian la besara. Lo hizo como si fueran amigos de toda la vida. ¿Qué demonios pasa aquí?

Harry entrecerró los ojos, intentando leer los labios de Hadrian desde lejos. No pudo, pero sí notó que el hombre sonreía. ¿Feliz? ¿Está feliz? ¿Después de lo que hice? Eso solo podía significar dos cosas. Una, que aún no se enteraba. Dos, que estaba planeando un castigo tan elaborado que requería calma previa.

Intentó desaparecer por el seto más cercano, pero justo entonces sintió una mano en su hombro.

“Deberías saludar como un heredero civilizado”, dijo Draco a su lado, con voz baja y tono molesto. Llevaba un atuendo impoluto color crema y el cabello más peinado de lo habitual, pero sus ojos seguían igual de irritantes.

Harry giró un poco para mirarlo. “Lo hice. Les dije ‘hola’ a todos los Weasley. Uno por uno. Hasta al que huele a estiércol de dragón, como bien nos hiciste recordar a todos.”

Draco frunció el ceño. “¡El señor Peverell dijo que te alejaras de ellos!”

“Y no me acerque a ellos”, murmuró Harry, cruzándose de brazos. “Ellos se acercaron primero y no debiste decirles basura mágica cuando me respondieron. ¿Qué clase de persona se burla de alguien que viene a una fiesta de otra persona?”

Draco lo miró como si fuera un bicho que no supiera que es un bicho. “Una persona con criterio. No tienen por qué venir a fiestas si no pueden ni vestirse decentemente.”

“Qué gracioso. Yo pensaba que las fiestas eran para celebrar, no para competir en desfiles de moda.”

Draco estaba por responder cuando alguien los llamó cerca del templete. Era Lucius.

Harry sintió cómo su estómago se revolvía. Había olvidado que habría un discurso.

La voz de Augusta Longbottom ya retumbaba sobre el templete cuando Harry y Draco llegaron al pie de la escalinata principal. Había una multitud reunida frente a ella, todos elegantemente vestidos, atentos, expectantes… o pretendiendo estarlo. La vieja dama hablaba con el porte propio de quien está convencida de que su presencia es un regalo. Su tono era sereno, cargado de esa pomposidad aristocrática que lograba envolver palabras simples como “agradecimiento” o “esperanza” en capas y capas de lenguaje florido.

Pero Harry no estaba escuchando.

No realmente.

Cada palabra que salía de la boca de la señora Longbottom quedaba eclipsada por la persistente voz de Draco a su lado. El rubio hablaba sin mover los labios, como si fuera un ventrílocuo entrenado por los mismos demonios de la crítica social. Su voz era apenas un susurro, pero el veneno en sus palabras era suficiente para envenenar todo el aire alrededor de ellos.

“¿Viste el sombrero de Molly Weasley? Parece que ha cazado un gnomo y lo ha pegado con pegamento en su cabeza.”

Harry no respondió.

“Y Ronald... lleva los zapatos de su padre. Se le ve en los cordones. De seguro no han comprado ropa en generaciones.”

Resopló.

“Y ni hablemos de cómo se van a atiborrar en la cena. La última vez que vi a alguien comer así, fue un troll en un circo romano.”

Harry cerró los ojos un instante, contando hasta cinco, luego hasta ocho. Sabía que si hablaba, explotaría. Draco no estaba diciendo nada que Harry no hubiera escuchado antes, pero esta vez… esta vez algo dentro de él se removía de forma diferente. Quizás era la forma en que Draco parecía disfrutarlo. Como si burlarse de los demás lo hiciera sentir mejor. Más valioso. Más digno.

¿Y qué ganas con eso, Malfoy? ¿A quién estás tratando de impresionar?

Cuando Augusta Longbottom terminó de hablar, con un exagerado agradecimiento a la “gloriosa bendición de la magia” y los “sagrados vínculos entre nuestras casas”, todos comenzaron a aplaudir. Harry aplaudió también, aunque sin entusiasmo. Su aplauso fue más bien un acto reflejo, casi molesto. Y en cuanto la ovación comenzó a apagarse, se giró con brusquedad y se alejó del lugar, ignorando cómo Draco siseaba su nombre detrás de él.

“Harry.”

Nada.

“Harry, vuelve aquí. No he terminado de hablar.”

Harry ni volteó. Solo caminó más rápido, bajando por el camino de piedra del jardín iluminado por las farolas flotantes. En el cielo, los primeros fuegos artificiales de colores suaves chispeaban en forma de constelaciones. Había música de fondo, suave y elegante. Y voces. Muchas voces.

Y una de ellas, inconfundible, lo llamó mientras pasaba por una fuente en forma de delfín encantado.

“Harry.”

Era Hadrian.

Estaba parado cerca del extremo de la pista, elegantemente vestido, con una copa en la mano y los ojos brillando con la misma magia antigua que siempre lo rodeaba. Harry lo miró solo un segundo. No fue una mirada fría, pero tampoco cálida. Simplemente lo miró… y lo ignoró.

No tenía ganas de hablar con él. No con la probabilidad de ser regañado ante tantos ojos.

En vez de eso, caminó hacia un rincón donde se encontraba Blaise, de pie junto a una mujer que parecía haber salido de una pintura renacentista. Llevaba un vestido de celeste color pastel con bordes en plateado, joyas discretas pero evidentemente caras, y una expresión serena que no ocultaba su inteligencia.

Harry no vaciló. Se acercó con una sonrisa elegante, saludó a la mujer con la seguridad de quien sabe exactamente lo que está haciendo, y sin apartar la vista de ella, se inclinó apenas y besó la mejilla de Blaise.

El gesto, inesperado, hizo que Blaise abriera los ojos un poco más de lo habitual, aunque enseguida recuperó la compostura. Sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa de diversión contenida, pero sus ojos brillaron. Harry notó el cambio. Lo disfrutó.

Luego, tomó la mano de Lady Zabini con delicadeza y la besó también, mirándola con un deje de picardía que no era del todo inapropiado, pero sí suficiente para causar una leve carcajada en la mujer.

“Señora Zabini. Es un honor finalmente conocerla.”

“Y el honor es mío, señor Potter. Qué modales tan encantadores tienes.”

Harry se quedó hablando con ella un par de minutos. Le preguntó por su opinión sobre la decoración, por sus viajes recientes, por el vino que sostenía. La conversación fue ligera, pero medida. Suficiente para que todos los que los rodeaban los observaran de reojo. Incluyendo, por supuesto, a Hadrian… y a Draco.

Después de un momento, Harry ladeó el rostro y dijo con amabilidad:

“¿Me permite robar a su hijo por un momento? Prometo devolvérselo intacto.”

Lady Zabini rió levemente y asintió. Blaise no dijo nada, pero parecía al borde de la euforia contenida. Cuando ambos se alejaron caminando por el sendero de piedra del jardín, entre luces doradas y faroles mágicos flotantes, Blaise no tardó en hablar.

“Nos están mirando.”

Harry sonrió sin voltear. “Lo sé.”

“Draco no parece muy feliz. Tu tío tampoco. Y el señor Malfoy... bueno, Lucius te mira como si te hubiera descubierto robando una reliquia familiar.”

“No me importa.”

“¿Y eso?” Blaise alzó una ceja, divertido.

Harry lo miró de reojo. “Hadrian es el que está interesado en los Malfoy. No yo.”

Blaise parpadeó. Por un instante, pareció que iba a preguntar algo más, pero se contuvo. Simplemente lo siguió en silencio mientras se adentraban hacia los límites del jardín, donde los rosales se movían suavemente con el viento encantado, como si fueran pequeños guardianes con vida propia. Se detuvieron junto a una verja de hierro, oculta tras una hiedra espesa.

Entonces Harry lo miró, directo a los ojos.

Y lo besó.

No fue un beso largo. Tampoco fue exactamente inocente. Era un beso limpio, preciso, pero cargado de intención. Una conexión que no buscaba ternura, sino definición. Harry no cerró los ojos. Y aunque Blaise sí lo hizo al principio, al abrirlos se encontró con los ojos verdes más directos y seguros que había visto en su vida.

Cuando se separaron, ninguno dijo nada durante un momento.

Blaise fue el primero en hablar. “No deberíamos haber hecho eso.”

“No.”

“Pero me alegro de que lo hicieras.”

Harry bajó la mirada solo un instante, luego suspiró.

Al regresar con el resto de los invitados, las luces ya se habían encendido del todo y el jardín brillaba con destellos plateados y dorados. Las copas de champaña flotaban en charolas encantadas. Las mesas estaban servidas. La fiesta estaba en su punto más alto.

Harry sintió las miradas antes de verlas.

La de Hadrian, furiosa pero silenciosa.

La de Draco, una mezcla entre enfado y algo parecido al desconcierto.

La de Lucius, inquisitiva y calculadora.

La de Narcissa… simplemente curiosa.

Y mientras Blaise caminaba con aire triunfante, sin molestarse en ocultar su sonrisa satisfecha, Harry se deslizó entre los invitados hasta encontrar a Dev, que estaba conversando con Theo cerca de los rosales encantados.

Dev le sonrió en cuanto lo vio. Theo también.

Y Harry, sin decir una palabra, se unió a ellos.

Notes:

Breve recordatorio que esto es un Harry/Draco pero será algo lento.

Chapter 32: No quiero ser la presa ni el cazador

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Harry sabía que estaba en problemas desde el momento en que Hadrian lo llamó sin levantar la voz.

No hubo gritos. No hubo amenazas. Solo una mirada fría, distante, acompañada por un seco “suban”, mientras abría la puerta trasera del auto y les indicaba tanto a Dev como a él que entraran. Harry ya había empezado a imaginar todo lo que vendría después. Los regaños, los castigos, incluso alguna advertencia sobre lo decepcionante que resultaba para la familia que hubiera actuado de forma tan… infantil. Porque lo sabía, lo sentía: le había girado la cara a Malfoy frente a todos. Se negó a despedirse, ignoró esa mirada helada que Draco le lanzó. No pudo devolverle ni una palabra. Y lo peor: sí se había despedido de Blaise. Le sonrió, incluso. Blaise le tocó el hombro con una confianza que a Draco le pertenecía, y Harry no se detuvo a pensarlo.

Eso dolió. Lo sabía porque lo vio. Porque el gesto de Draco, el de sus cejas crispándose y los labios apretados, no se lo imaginó. Estaba molesto, herido. Y Hadrian, seguramente, lo había notado.

Pero Hadrian no dijo nada.

Ni una palabra.

No lo miró. Ni una sola vez. Toda su atención estaba centrada en Dev.

“¿Por qué te acercaste al hijo de Nott?” preguntó Hadrian mientras mantenía la vista fija en la ventana, su tono impecable, sin emoción. “¿Qué hacías con él?”

Dev se removió en el asiento, los dedos crispados sobre la tela del pantalón. Tenía la voz temblorosa.

“No... no soy su amigo. Solo me habló un momento. Fue él quien vino.”

“¿Y tú por qué no te alejaste?”

“Pensé que era educado quedarme…” murmuró Dev, sin convicción.

Hadrian no pareció satisfecho. Sus nudillos estaban tensos sobre el asiento. La voz que usó entonces era más baja, pero tenía filo.

“¿Y por qué crees que su padre se me acercó? ¿De qué crees que hablamos?”

“No sé…” Dev lo miró por la ventana. Estaba claramente aterrado. “No sé, lo juro. Yo no… yo no quiero estar cerca suyo. No quiero… No quiero ser amigo de Theodore Nott.”

“¿Puedes prometerlo?”

Dev tragó saliva.

“Lo prometo. No voy a hablarle nunca más. Ni a mirarlo. Te lo juro… papá.”

A Harry le ardió el estómago al escuchar eso. Porque Hadrian ni siquiera había alzado la voz, y aún así, Dev estaba más nervioso que nunca. Y él… él seguía sin recibir una sola palabra. Sin un reproche. Sin una señal de que Hadrian siquiera recordaba lo que había hecho durante la fiesta.

Para cuando llegaron a la mansión, la tensión era tan espesa que se sentía como una telaraña fría envolviendo sus hombros.

Pensó que los dejarían ir a sus habitaciones.

Pero Hadrian giró con firmeza en dirección al salón principal.

Y los hizo entrar.

Harry se detuvo en seco cuando sus ojos se encontraron con el hombre que estaba ahí dentro. Alto, delgado, con el cabello negro revuelto cayéndole por los lados del rostro, más largo de lo común, y una chaqueta que le colgaba como si no le perteneciera. La ropa no era fea, pero sí más sencilla, como si se la hubieran prestado de último minuto. Harry parpadeó.

Ese hombre no era un extraño, pero tampoco era alguien a quien pudiera ubicar.

Parecía estar a punto de decir algo, pero no podía, como si las palabras se le quedaran atoradas en la garganta.

Harry lo miró con desconfianza. El hombre también lo miraba, con ojos gris oscuro casi negro brillando bajo la luz, como si no pudiera creer lo que estaba viendo. Como si fuera un sueño. Y no uno agradable, sino uno demasiado íntimo y doloroso.

Harry frunció el ceño.

La incomodidad se estiraba por toda la sala como una sombra.

Remus estaba de pie cerca de la chimenea, nervioso, con las manos entrelazadas. Mordía ligeramente su labio inferior, como si no supiera si intervenir o esperar. Y Hadrian, por el contrario, parecía satisfecho. Casi orgulloso. Como si todo hubiera salido según lo planeado.

Fue entonces que habló, con tono cortante.

“Harry, deja de quedarte ahí como un idiota y saluda a tu padrino.”

El silencio posterior se sintió como un trueno.

Harry lo miró. Primero a Hadrian, luego al hombre que seguía de pie, temblando, con las manos a los lados.

“Ese no es Padfoot,” dijo con sequedad.

Y lo dijo sin pensar. Lo dijo porque estaba confundido, porque no tenía sentido. Porque Padfoot era otra cosa. Era calor, era brazos fuertes, era la risa ronca que había escuchado en sus recuerdos, era un perro enorme corriendo en la nieve, era…

Y ese hombre…

Ese hombre parecía deshecho por dentro.

Lo vio. Vio cómo su expresión cambiaba. Cómo el brillo en sus ojos se convertía en algo húmedo, turbio, como si las palabras de Harry lo hubieran golpeado con más fuerza de la que nadie allí esperaba. Incluso Hadrian pareció desconcertado por un instante. Remus bajó la cabeza.

Pero el hombre no lloró. Se mantuvo en pie. Apretó los labios. Dio un paso hacia adelante, como si necesitara decir algo.

“Harry…” susurró.

Y Harry sintió que el corazón le temblaba.

Porque ahora sí. Esa voz.

Era apenas un susurro, sí. Pero algo en ella… algo en ella vibró en sus huesos. Lo sintió como se siente una promesa enterrada, algo antiguo y roto y, aun así, verdadero. Harry retrocedió un paso. No lo entendía.

“No puede ser,” murmuró.

Sirius, si ese hombre realmente era Sirius, tragó saliva y alzó una mano, temblorosa. La bajó enseguida.

“Me gustaría… poder explicarte.”

Cuando Sirius dio un paso hacia él, Harry retrocedió dos. No fue una reacción pensada, ni una decisión consciente. Fue su cuerpo reaccionando al miedo instintivo, a la extrañeza profunda que ese hombre le provocaba. Al vacío que crecía en su pecho con cada segundo que pasaba mirándolo.

Sirius —si de verdad lo era— se detuvo, como si el retroceso de Harry lo hubiera herido físicamente. El brillo en sus ojos oscuros pareció apagarse aún más, como si acabaran de aplastarle algo frágil y vital dentro. Sus hombros, ya caídos, se hundieron un poco más. Su postura, aunque erguida, parecía frágil, como si estuviera sostenida por pura voluntad. Y ahora… parecía más pequeño. Más roto.

Harry tragó saliva con dificultad, sintiendo el aire pesado en sus pulmones. Estaba asustado. Pero no del hombre frente a él, no exactamente. Tenía miedo de lo que significaba. De que algo dentro de él —algo profundo, caliente, sólido— estuviera empezando a desmoronarse.

Sus ojos buscaron desesperadamente a los demás en la habitación.

Hadrian lo observaba con calma. Su expresión era serena, casi estoica, pero en su mirada había una chispa tenue de confusión, y por debajo… tristeza. Una tristeza profunda, espesa, como la que se esconde tras un velo que sólo los muy cercanos saben reconocer. No decía nada. No se movía. Solo estaba ahí, como si esperara a que Harry entendiera algo por sí mismo.

Remus estaba junto a la chimenea. No decía una palabra. Sus manos estaban entrelazadas con fuerza y sus labios apretados. Se le notaba incómodo, nervioso. No dejaba de mirar a Sirius con preocupación, pero tampoco se atrevía a dar un paso. El silencio de Remus era denso.

Y Dev…

Dev ni siquiera levantaba la mirada. Estaba junto a Hadrian, casi escondido detrás de él, con la cabeza gacha y las manos apretadas contra su camisa. Parecía querer desaparecer.

Harry sintió que el estómago se le revolvía.

Era como si todos supieran algo que él no. Como si el mundo estuviera girando en una dirección que no podía seguir.

Y sin esperar más, sin escuchar la voz de Remus que apenas comenzaba a pronunciar su nombre, Harry giró sobre sus talones y corrió.

No pensó a dónde iba. Solo corrió. Sus pies golpeaban con fuerza los escalones mientras subía por la gran escalera de mármol de la mansión. Sus manos resbalaron al girar el pomo de su habitación, y cuando por fin lo logró, cerró la puerta con un golpe seco y se dejó caer de rodillas en la alfombra.

El aire le faltaba. Las lágrimas comenzaron a brotar incluso antes de que pudiera comprenderlas.

Se arrastró hasta la cama y se dejó caer en ella, boca abajo, hundiendo el rostro en la almohada.

Y lloró.

Lloró con rabia, con confusión, con ese dolor punzante que le apretaba el pecho y le hacía doler el cuello, la cabeza, los brazos. Lloró porque ese hombre… ese hombre no era Padfoot. No podía serlo. No era el Padfoot que vivía en sus recuerdos, en los relatos de Hadrian, en las historias que escuchó a oscuras en sus primeros años. Padfoot era fuerza, era carcajadas roncas, era una figura cálida que cargaba a un niño en hombros y hacía muecas tontas para hacerlo reír.

Ese hombre era solo… un extraño. Delgaducho, roto. Asustado.

Y Harry no quería eso. No lo aceptaba. No podía aceptarlo.

En algún momento, entre sollozos y respiraciones entrecortadas, sintió unos dedos suaves hundirse en su cabello.

Al principio se sobresaltó. Pero enseguida reconoció la presencia. La calidez. El olor. La seguridad.

Se giró sin dudarlo, y se acurrucó contra el pecho de Hadrian, dejando que los brazos firmes lo envolvieran. Hadrian no dijo nada al principio. Solo lo sostuvo. Lo arrullo ligeramente, como hacía cuando tenía pesadillas de niño. Sus dedos se deslizaban por su cabello con ternura, peinando los rizos con paciencia.

“Estoy aquí,” susurró con voz baja, calmada.

Harry sollozó más fuerte, apretando el rostro contra la camisa blanca. El corazón le latía con fuerza, y cada vez que respiraba, un nuevo sollozo le subía por la garganta.

“No es Padfoot,” susurró con desesperación. “No es él…”

Hadrian bajó la cabeza y le besó la coronilla, sus labios tibios y temblorosos.

“Sí lo es,” dijo suavemente. “Es Sirius. Pero ha cambiado.”

Harry lo miró con los ojos llenos de lágrimas.

“¿Dónde estuvo?” preguntó en un susurro ahogado.

“Ya te lo dije, Harry,” respondió Hadrian con voz grave. “Estuvo en Azkaban. Encerrado. Solo. Por muchos años.”

El silencio que siguió fue como una losa pesada.

Harry bajó la mirada.

“¿Por qué salió?” preguntó de nuevo. “¿Por qué ahora?”

Hadrian lo sostuvo con más fuerza. Lo acunó más cerca de su pecho, como si necesitara protegerlo del mundo entero.

“Porque te lo prometí,” murmuró. “Porque te prometí que volvería. Que estaría contigo.”

Harry cerró los ojos con fuerza y dejó que las lágrimas siguieran cayendo.

“Pensé que no cumplirías esa promesa,” dijo apenas audible.

Hadrian tembló. “Yo siempre cumplo mis promesas contigo.”

Harry suspiró. Y entonces, con la voz aún rota, con el pecho dolido y el corazón hecho trizas, murmuró:

“No es Padfoot…”

Hadrian lo sostuvo más fuerte aún, como si su abrazo pudiera sellar todo lo roto en su interior.

“No,” susurró contra su cabello. “No lo es o al menos no del todo. Sirius ha cambiado. Y eso significa que las cosas también cambiarán.”

Harry lo miró con los ojos rojos e hinchados. “¿Qué quieres decir?”

Hadrian se separó solo un poco. Lo suficiente para que sus ojos se encontraran. Y Harry se quedó sin aliento.

Los ojos de Hadrian, siempre tan sólidos, tan brillantes, ahora estaban llenos de un dolor que nunca antes había visto. Un miedo silencioso. Una desesperación que parecía venir de un sitio muy profundo.

“Sirius va a querer separarnos,” dijo con voz baja, como si pronunciarlo fuera un castigo.

Harry lo miró, confundido. “No…”

“Sí,” insistió Hadrian con suavidad. “Él cree que tú deberías vivir con él. Cree que puede darte lo que necesitas. Que deberías dejar esta casa. Dejarme a mí. Dejar a Dev…”

Harry negó con fuerza, sintiendo el miedo crecer dentro de su pecho. “No quiero…”

“Va a llevarte lejos, Harry,” continuó Hadrian. “Muy lejos. Y nunca volverás a vernos. Él va a reclamar tu custodia, y como es tu padrino legal, no habrá nada que podamos hacer.”

Las palabras lo desgarraron.

“No, no quiero eso,” sollozó. “No quiero irme. No quiero estar con él.”

“Shh,” Hadrian lo acunó. “Te juro que haré lo que sea por mantenerte aquí, conmigo. Pero necesito que tú también lo quieras. Que me elijas.”

Harry lloraba, desesperado.

“No quiero a Sirius,” gritó entre sollozos. “¡No lo quiero! ¡Te quiero a ti!”

Y solo entonces, solo en ese momento, Hadrian dejó de hablar. Lo sostuvo en silencio, y cuando Harry sintió algo tibio caer en su mejilla, se dio cuenta de que Hadrian también lloraba.

“Entonces te quedarás conmigo,” susurró él. “Siempre.”

Harry se aferró a su pecho. “Siempre.”

La oscuridad de la habitación era densa, envolvente, como una manta pesada que no dejaba espacio para el aire ni para los pensamientos. Harry despertó con el corazón latiendo rápido, agitado, como si algo lo hubiera sacado del sueño con una urgencia invisible. Parpadeó un par de veces, adaptándose a la negrura apenas iluminada por la luna que se colaba entre las cortinas. Su respiración era tranquila aún, pero la inquietud crecía conforme su mirada se acostumbraba a la penumbra. Fue entonces cuando lo notó.

Ojos. Dos grandes ojos celestes, abiertos de par en par, lo observaban desde el borde de su cama.

Harry se incorporó de golpe, el pecho subiendo y bajando con brusquedad. Iba a hablar, pero una mano pequeña, tibia, temblorosa, se posó sobre su boca.

"Shh", susurró Dev con una voz que no parecía suya, baja, temblorosa, como si el más mínimo sonido pudiera romper algo irremediablemente frágil. "No puede saber que estoy aquí."

Harry frunció el ceño, confundido, desorientado, todavía sacudido por el sobresalto. Intentó hablar, pero Dev negó con la cabeza rápidamente y presionó más su mano contra sus labios antes de soltarla con cuidado.

"¿De qué estás hablando?" murmuró Harry, sin alzar la voz.

Dev se acercó más, tan cerca que Harry pudo sentir su aliento tibio. Estaba arrodillado sobre la alfombra, vestido aún con su pijama arrugado, con los rizos negros enmarañados por el sueño y los nervios. Pero sus ojos… Sus ojos estaban alerta, llenos de miedo.

"Tienes que irte", dijo casi en un hilo de voz. "Tienes que aceptar irte con Remus… y con el otro."

Harry lo miró como si acabara de escuchar la cosa más absurda del mundo. Aún con el corazón acelerado, la incredulidad lo llenó de un calor incómodo.

"¿Qué? ¿De qué estás hablando ahora? No voy a irme a ningún lado."

"Sí, sí tienes que hacerlo", insistió Dev, la voz casi un lamento. "Tienes que irte ahora, mientras puedas. Tienes que dejar esta casa."

Harry se apartó un poco, frunciendo el entrecejo. El cuerpo entero le vibraba con una mezcla de confusión, incredulidad y un enfado naciente. Dev había irrumpido en su habitación en mitad de la noche solo para decirle eso. Eso tan estúpido.

"No voy a irme. Esta es mi casa", replicó, ya con más fuerza en el susurro. "Y tú no puedes decirme qué hacer."

"¡No entiendes!" respondió Dev, con un brillo de angustia en los ojos que parecía suplicar más que discutir. Miró nerviosamente a la puerta y luego al balcón, como si esperara que algo—alguien—entrara por allí en cualquier momento. "Tienes que irte ahora… antes de que sea tarde."

Harry lo observó en silencio por un segundo que se sintió eterno. Se sentía extraño. Vulnerable. Y, sobre todo, profundamente irritado.

"No me digas qué hacer", siseó, apartándose de él. "¿Qué te pasa? ¿Te volviste loco? ¿Esto es porque Hadrian me quiere más a mí, o qué?"

Dev se congeló.

Los ojos celestes se agrandaron de golpe, como si las palabras de Harry lo hubieran abofeteado. Durante un instante no dijo nada, solo lo miró como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar. Harry, sin embargo, no se detuvo.

"¿Es eso? ¿Quieres que me vaya para quedarte tú con él? ¿Es por eso que estás aquí, colándote como un ladrón en mitad de la noche? Pues adivina qué, Dev… yo llegué primero. Hadrian me quiso a mí primero. Así que no me voy a ir a ningún lado. Te guste o no."

La cara de Dev cambió. Se tensó. Sus labios se apretaron y sus manitas se cerraron en puños sobre sus muslos. Parecía estar temblando de la rabia contenida. A Harry le recordó a sí mismo cuando alguien decía algo que no le gustaba en clase.

"Eres un idiota", murmuró Dev. "Un idiota arrogante."

Y entonces su expresión cambió de nuevo. De furia a miedo. El cuerpo entero de Dev pareció encogerse al oír un sonido, un leve crujido del otro lado de la puerta. Miró hacia allá, como un animal asustado atrapado en una jaula.

"Dev", susurró Harry con nerviosismo. "¿Qué pasa?"

Pero Dev ya no le respondió.

Se puso de pie con movimientos apresurados, casi torpes, y salió corriendo hacia la puerta sin volver a mirarlo. Harry lo siguió con la mirada, desconcertado, sin entender qué acababa de pasar. Se quedó ahí, sentado en la cama, en el silencio que Dev había dejado tras de sí.

Por unos segundos, solo respiró.

El pecho le dolía.

Estaba molesto. Muy molesto. Lo que Dev había dicho… lo que insinuaba. Como si Hadrian fuera algo que se podía perder. Como si él, Harry, no supiera elegir lo mejor para sí mismo.

Con un suspiro, se levantó de la cama con fastidio, arrastrando los pies por la alfombra, murmurando por lo bajo.

"Ni siquiera sabe explicarse… Y luego quiere que le hagan caso. Qué estúpido."

Llegó hasta la puerta con la intención de poner el seguro. Si Dev pensaba volver a irrumpir en su cuarto con ideas raras, al menos no iba a poder hacerlo tan fácilmente. Pero entonces, justo cuando su mano se posó sobre la manija, escuchó algo.

Un sonido leve, como un golpe sordo. Como si algo, o alguien, hubiera caído.

Se quedó quieto, con los dedos inmóviles, el rostro en tensión. No escuchó nada más. Un silencio espeso que se estiraba por todo el pasillo.

Frunció el ceño.

"Seguro tiró algo. O se tropezó, como siempre", murmuró para sí.

Una parte de él sintió una punzada de duda. Pero la desechó. Era tarde. Estaba cansado. Y estaba molesto. Si Dev quería jugar a aparecer en habitaciones ajenas en medio de la noche y luego correr por los pasillos como si lo persiguiera un basilisco, pues que se atuviera a las consecuencias. Hadrian seguro lo regañaría. Se lo merecía. Por molestoso, por dramático, por… por decirle esas cosas tan feas.

Giró el seguro con un clic, se volvió a su cama y se dejó caer sobre las sábanas arrugadas. Cerró los ojos con fuerza, tratando de calmarse, de dormir otra vez, pero las palabras de Dev rondaban su mente como un zumbido molesto.

Tienes que irte ahora. Antes de que sea tarde.

Harry apretó los dientes. No. No me voy a ir. Hadrian me quiere. Esta es mi casa. Dev no entiende nada. Hadrian es bueno.

Y con ese pensamiento abrazado al pecho como una manta cálida, se obligó a cerrar los ojos, aferrándose a la certeza de que todo estaba bien.

De que él estaba bien.

Y de que Hadrian, su Hadrian, nunca le haría daño.

Harry no había dormido bien. El amanecer había llegado mucho antes de lo que esperaba, con esa luz dorada que se colaba por los bordes pesados de las cortinas, pintando la habitación de tonos cálidos que no lograban disipar el nudo en su estómago. Estaba sentado en la cama, con las rodillas abrazadas al pecho y la vista perdida en la alfombra. El silencio lo rodeaba. Un silencio apenas roto por el leve crujido del suelo cuando Suzu entró sin hacer ruido, como cada mañana.

Ella se acercó con su andar sereno, su pequeña figura envuelta en el uniforme impecable de los elfos domésticos de la casa. No dijo nada al principio. Solo se colocó frente a él y le extendió la ropa que debía ponerse.

Harry no se movió.

Suzu lo miró en silencio, y sin esperar que él hiciera nada, comenzó a ayudarlo a vestir. Tenía manos suaves, firmes, cuidadosas. Le acomodó la camiseta sobre los hombros, alisó las mangas, le ajustó el cuello sin una palabra. Como si supiera que Harry no quería hablar.

Y era cierto.

No tenía ganas.

Mañana volvería a Hogwarts, pero hoy… hoy aún estaba en casa. Aún estaba en ese lugar extraño, cálido, lleno de silencios densos, de conversaciones inacabadas, de miradas cargadas de algo que no comprendía del todo. Aún estaba aquí, y eso significaba que podía verlo. Que Sirius podía estar cerca.

Solo pensarlo lo hizo fruncir el ceño. El miedo no era como el que sentía cuando Vernon se acercaba con una sonrisa en la cara y una correa escondida en el puño. No. Era otro tipo de miedo. Uno que le nacía en el pecho, que lo hacía encogerse sin que se diera cuenta, que lo paralizaba y le susurraba que no, que mejor no saliera, que mejor esperara.

Así que no salió.

Ni al comedor. Ni al pasillo. Ni a la sala.

Se quedó allí, en la habitación, quieto. Como si con eso pudiera hacer que el día pasara más rápido.

El tiempo se estiró.

Y entonces la puerta se abrió.

El corazón de Harry dio un vuelco, pero se relajó apenas vio a Hadrian entrar. La figura de Hadrian se recortaba contra la luz del pasillo, con su cabello negro ligeramente despeinado, los ojos oscuros algo apagados, la camisa algo arrugada en los bordes. Se veía cansado. Pero no triste. No como anoche, cuando Harry lo había visto llorar. Si no lo hubiera presenciado, no lo sabría. Hadrian siempre parecía fuerte. Invencible.

Y, aun así, había llorado.

“¿Por qué no bajaste a desayunar?” preguntó Hadrian con suavidad, cerrando la puerta tras de sí.

Harry apartó la mirada, algo avergonzado, y encogió los hombros.

“No quería ver a Sirius.”

La respuesta colgó en el aire, cruda y pequeña, como una herida expuesta.

Hadrian no dijo nada al principio. Caminó hasta él, se sentó a su lado en la cama y, sin pedir permiso, comenzó a peinarle el cabello con los dedos. Aunque los elfos ya lo habían hecho, aunque estaba todo en su lugar, Hadrian siempre encontraba algún mechón rebelde. Tal vez no lo hacía por necesidad. Tal vez solo lo hacía porque quería tocarlo, porque necesitaba estar cerca.

“No te preocupes”, dijo finalmente con un tono bajo, reconfortante. “Ya se fue.”

Harry se tensó, girando el rostro hacia él, la confusión escrita en cada línea de su cara.

“¿Se fue?”

Hadrian asintió, sin dejar de peinarlo con lentitud.

“Sí. Tenía que hacerlo. No está bien, ni física ni mentalmente. Tiene que ir al hospital, a ver médicos, ordenar algunas cosas en su vida antes de poder tomar decisiones importantes.”

Harry bajó la mirada. Se sintió extrañamente vacío. Como si esperara… algo más. Una despedida, tal vez. O una disculpa.

“¿Y si vuelve?”

“Por ahora no lo hará”, dijo Hadrian con firmeza, aunque su voz seguía siendo suave. “Y cuando lo haga, si lo hace, tú ya decidirás si quieres verlo o no. Pero ahora estás aquí, y estás seguro.”

Los dedos de Hadrian se deslizaron por su cabello como una promesa, como una red invisible que lo sostenía cuando sentía que podía romperse.

Harry cerró los ojos por un momento, respirando el aroma sutil de la camisa de Hadrian. Le olía a café y a pergamino, a algo que no sabía describir, pero que le resultaba profundamente tranquilizador.

“¿Tienes hambre?” preguntó Hadrian después de un momento de silencio.

Harry negó con la cabeza.

“No quería bajar”, repitió en voz baja.

Hadrian sonrió.

“¿Qué te parece si desayunamos en el jardín?”

Harry levantó la mirada con sorpresa. La idea le provocó una chispa de emoción.

“¿En serio?”

“En serio.”

No tardaron mucho en salir. El aire de la mañana estaba fresco, y el jardín se extendía amplio y colorido, con los primeros rayos del sol iluminando las flores que bordeaban los senderos. El aroma del césped húmedo y de las plantas llenaba el ambiente, y el canto suave de unos pájaros lejanos parecía envolverlo todo en una calma imposible.

Una mesa ya estaba dispuesta en el solario, protegida por una pérgola cubierta de enredaderas. Y sobre ella… Harry casi no pudo contener su alegría. Panqueques con miel, frutas frescas, jugo de calabaza, salchichas, huevos, bollos de calabaza y hasta tarta de melaza.

“¡Guau!”

Se sentó de inmediato, sin esperar a nadie, y comenzó a servirse con rapidez, llenando su plato sin delicadeza. Se le iluminaron los ojos como si cada cosa que comiera fuera un regalo inesperado. Hadrian, en cambio, se sentó con calma frente a él, tomando su taza de café sin prisa, hojeando unos pergaminos que uno de los elfos le entregaba ocasionalmente.

Harry masticaba con entusiasmo, la boca llena, hablando entre bocados.

“No puedo creer que hicieran panqueques rellenos de chocolate, y tarta, y… ¿esto es tocino ahumado? Hadrian, esto es mucho mejor que Hogwarts.”

Hadrian no lo regañó por su forma de comer. Solo alzó una ceja con diversión.

“Si explotas, no pienso limpiar los restos.”

“¿Y Dev?” preguntó de repente, con la boca medio llena de fruta.

Hadrian no apartó la vista del pergamino que estaba leyendo.

“Está castigado.”

“¿Por qué?”

“Por molestar a Remus y Sirius anoche”, respondió sin levantar la voz.

Harry bajó un poco su tenedor, recordando lo ocurrido. El miedo en los ojos de Dev, sus palabras apresuradas, la desesperación con la que intentó convencerlo de que se fuera.

“También vino a mi habitación”, confesó sin mirar a Hadrian. “Entró en la noche… Me dijo que me fuera. Que me fuera con Sirius y Remus.”

Hadrian levantó la mirada al fin. Sus ojos se posaron en él con intensidad, pero su voz no cambió.

“¿Y que más paso?”

Harry se encogió de hombros. “Me moleste. Dijo cosas muy feas, Hadrian… no entiendo por qué.”

Hadrian suspiró, dejando el pergamino a un lado.

“Entonces su castigo se ampliará. Él no tiene ningún derecho a decirte esas cosas. Ni a actuar así.”

Pero Harry ya no prestaba atención. Había vuelto a centrarse en su plato, ignorando el nudo extraño en su pecho.

Harry estaba terminando de devorar su segunda porción de panqueques cuando notó lo tranquilo que se veía Hadrian. Había algo en su silencio, en la forma en que hojeaba los pergaminos como si nada en el mundo pudiera molestarlo, que le irritaba un poco. No por enojo, sino porque ese tipo de serenidad solo podía significar que él estaba completamente seguro de algo que Harry no entendía del todo.

Y eso le incomodaba. Mucho.

Masticó con más fuerza, como si pudiera triturar su malestar junto con la fruta en su boca. Luego tragó, limpió sus labios con el dorso de la mano —sabía que Hadrian frunciría el ceño si lo miraba, y eso lo hacía sonreír por dentro— y alzó la voz con esa mezcla de sarcasmo y descaro que siempre usaba cuando estaba nervioso.

“¿Por qué no me lo dijiste?”

Hadrian no alzó la vista del pergamino. No aún. Solo giró levemente la cabeza, pero su mirada seguía pegada al papel. Harry se irritó más.

“¿Lo del compromiso?” insistió, y alzó la mano izquierda, la que tenía ese ridículo anillo con una esmeralda que brillaba bajo la luz matinal. “¿Por qué me comprometiste con Draco?”

El silencio que siguió fue espeso, tenso. Los elfos que estaban cerca se detuvieron un momento como si sintieran el cambio de atmósfera. Hadrian levantó una mano sin mirar, un gesto sutil pero autoritario, y los elfos, obedientes, tomaron los documentos y se alejaron sin hacer ruido.

Solo entonces Hadrian se recostó en su silla, entrelazó los dedos sobre la mesa y lo miró.

Lo miró de verdad.

Sus ojos no estaban fríos, pero tampoco eran amables. Eran… calculadores. Profundos. Casi vacíos. Como si en lugar de ver a Harry estuviera viendo una idea de Harry. Una proyección.

“Porque es lo que debe ser,” dijo al fin, con una voz tan tranquila que Harry se estremeció sin querer. “Draco es perfecto. Es hermoso, inteligente, valiente. Tiene todo lo que necesitas.”

Harry frunció la nariz, con la expresión de quien huele leche agria.

“El Draco del que hablas es el tuyo,” murmuró, bajando la mano con el anillo. “El que vive en tu cabeza, Hadrian. No es el mismo Draco malcriado y arrogante con el que tengo que compartir habitación en Slytherin.”

Hadrian no se alteró. De hecho, sonrió. Una sonrisa apenas curvada, como si supiera algo que Harry jamás comprendería.

“Draco apenas es un niño,” dijo con suavidad. “Pero con el tiempo crecerá. Y cuando lo haga, será perfecto para ti. Un hombre admirable. Irreprochable. El mejor de todos.”

Harry ladeó la cabeza, entornando los ojos con sospecha.

“Lo dudo mucho.”

La sonrisa desapareció. Hadrian se inclinó hacia la mesa, tomó una uva de una de las bandejas y la giró entre sus dedos con aire distraído.

“¿Cuál es tu verdadera pregunta, Harry?”

El chico no respondió de inmediato. Lo observó con recelo, tratando de descifrar esa expresión impenetrable en el rostro de Hadrian. Luego, como si reuniera coraje, se irguió y habló con firmeza.

“¿Por qué me comprometiste con él?”

Hadrian no respondió de inmediato. Siguió jugando con la uva, sin levantar la vista.

“Porque así debe ser.” La frase cayó con el peso de una sentencia. “El destino de ustedes está entrelazado desde antes de que nacieran,” continuó, con la voz aún suave pero cargada de una certeza que rayaba en lo fanático. “Draco siempre te pertenecerá. Y tú siempre le pertenecerás a él.”

Harry abrió la boca, pero no dijo nada al principio. Era como si las palabras se le hubieran quedado atrapadas entre la garganta y el pecho. Una parte de él quería gritar, otra… otra solo quería que Hadrian lo mirara de nuevo como antes.

“No quiero pertenecerle a nadie,” murmuró al fin, apenas audible.

Y entonces Hadrian lo miró.

Fue un cambio inmediato, casi violento. La calidez se esfumó de su rostro, reemplazada por algo más duro, más oscuro. Sus ojos brillaban de una forma que hacía que Harry se encogiera un poco en su asiento.

Hadrian se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre la mesa, con el rostro más cerca del suyo.

“No puedes decir eso,” susurró con una firmeza escalofriante. “Porque Harry Potter nació solo para amar a Draco Malfoy.”

Harry sintió cómo el corazón le daba un brinco extraño. “No,” murmuró, obstinado. “No lo amo. No lo haré.”

Hadrian sonrió otra vez, pero ya no era una sonrisa amable. Era algo distinto. Algo que dolía ver.

“Pronto lo harás.”

No sonaba como una predicción. Sonaba como una promesa. O peor: una amenaza.

Harry tragó saliva, tratando de mantenerse firme, pero su voz tembló un poco cuando habló de nuevo.

“No quiero eso. No quiero seguir haciendo esto.”

Hadrian parpadeó lentamente, y en ese gesto había algo de cansancio, algo teatral. Tomó aire, se recostó en la silla y soltó las palabras con una tranquilidad que no encajaba con el filo que llevaban dentro.

“¿Por qué eres así conmigo, Harry? ¿Por qué eres tan ingrato? Te he dado todo. Te protegí. Te cuidé. Te amé más que nadie. ¿Y tú no puedes hacer una sola cosa por mí?” Harry se quedó callado. Las palabras de Hadrian eran como golpes invisibles. “He hecho todo por ti,” continuó, alzando la voz poco a poco. “Te saqué de esa casa. De esa alacena inmunda donde dormías como el animal más infeliz. Te di una cama. Un hogar. Alguien que te mira y te llama por tu nombre con orgullo. Te di un amigo, te di una familia. ¿Y ahora… ahora quieres renunciar a todo solo porque no quieres hacer una sola cosa?”

Hadrian se levantó bruscamente, y su silla chirrió contra el suelo. Harry dio un respingo.

“¿Es que quieres regresar con los Dursley?” rugió. “¿Quieres volver a vivir como un bicho raro? ¿A que te llamen monstruo? A que te escondan, a que te golpeen por abrir la boca.”

El pecho de Harry subía y bajaba con rapidez. Tenía los dedos apretados contra el borde de la mesa.

“Hadrian, yo…”

“¡Dime, Harry!” gritó, y el eco de su voz retumbó en el jardín. “¿Todo lo que hice no vale nada? ¿Mi amor, mi cuidado, todo lo que renuncié por ti? ¿Eso no importa?”

Harry bajó la cabeza. El nudo en su garganta era tan espeso que le costaba respirar.

“No,” susurró. “No quiero volver ahí…”

Hadrian lo miró con dureza. “Entonces acepta tu destino. Acepta a Draco. Acepta lo que eres.”

Harry asintió lentamente, aunque cada fibra de su cuerpo gritara en contra. Pero tenía miedo. Miedo de que Hadrian cumpliera su amenaza.

No puedo volver allí. No puedo volver a esa casa. A esa vida.

Hadrian lo miró un segundo más, como si evaluara su respuesta. Luego, con desdén, se giró para marcharse.

“Qué decepción eres,” murmuró al alejarse. “Un niño tonto e inútil. Como siempre dijeron tus tíos que eras.”

Notes:

Agregue una nueva etiqueta, aunque es mas complejo la situación…

A algunos por no decir a la mayoría no les ha gustado el que Harry se este comportando un poco “mal” pero es un tema mucho mas complejo, si bien al inicio de la historia se ha mostrado como existió un dualismo entre el alma de Hadrian y el de Harry siendo este muy pequeño haciendo que la historia tome un giro diferente por ejemplo, el que Harry no sienta el maltrato de los Dursley como en el canon ya que Hadrian fue quien tomó el papel protector para Harry provocando que el menor no sienta mucho esa negligencia con la que creció rodeado, pero también eso le impidió el tener su libre albedrio ya que Hadrian siempre ha estado ahí para suprimir todo. Harry tiene dificultades para tener relaciones de amistad o románticas lo cual se esta mostrando ahora con su compromiso con Draco, no siente que tiene un propósito en la vida más allá de ser todo lo que Hadrian le diga, lo cual lo hará tomar acciones y decisiones que no solo van a llevarlo al punto de sentir que el seguir con vida no tiene sentido si no que lo harán aceptar cosas que no quiere.

Chapter 33: De regreso a clases

Summary:

Ojo de loca no se equivoca y Draco ya sospecha algo aunque no tenga pruebas suficientes.

Chapter Text

El tren avanzaba con lentitud entre campos blanquecinos que se extendían más allá de lo que podía ver, pero Harry no se molestó en mirar por la ventana. Estaba sentado con la espalda recta, el uniforme perfectamente acomodado, el rostro sin una sola arruga de duda, y aun así, cada rincón de su cuerpo se sentía extraño. Como si todo lo que estaba en su lugar ya no le perteneciera del todo.

Sus dedos se deslizaban distraídamente por el borde del sobre cerrado que Sirius le había enviado. No lo había abierto todavía. No sabía por qué. Tal vez porque Sirius le escribió como si él fuera a decidir quedarse en su casa en cualquier momento, como si todo fuera una aventura fascinante y no una condena en pausa. O tal vez porque cualquier cosa que proviniera del mundo adulto le parecía ahora un eco lejano, opaco, deslucido. Especialmente después de esta última semana. Especialmente después de Hadrian.

No está enfadado, se repetía Harry por tercera vez, dejando que su pulgar trazara el contorno del sello sin romperlo. Solo está ocupado. Concentrado. O cansado. O simplemente… así es como es él cuando algo no le gusta y no quiere decirlo en voz alta. Y sin embargo, no importaba cuánto ensayara esas excusas en su cabeza, el silencio con el que Hadrian lo había atravesado como si fuera invisible seguía pesando con la misma intensidad que una maldición bien lanzada.

El desayuno había sido silencioso. No frío. Ni siquiera hostil. Solo… vacío. Harry había dicho las palabras adecuadas, hecho lo que se esperaba de él, mantenido la compostura frente a los elfos que servían la comida, y sin embargo, Hadrian ni siquiera había levantado la vista del té. Ni una mirada, ni una corrección, ni siquiera ese gesto casi imperceptible de aprobación que siempre dejaba caer cuando Harry era el niño perfecto que había moldeado con tanto esmero.

Fue al subir a su habitación, mientras ajustaba el último botón de su camisa frente al espejo, que escuchó la voz desde el pasillo. No un adiós, no un consejo útil, ni siquiera un recordatorio afectuoso. Solo una frase seca, lanzada al aire como quien deja caer una advertencia sin intención de dar explicaciones.

“No busques el Espejo de Oesed. Si lo encuentras, no lo mires.”

Harry se había girado con rapidez, todavía sujetando un pañuelo doblado con cuidado, pero Hadrian ya estaba caminando de nuevo, su figura deslizándose por el corredor con esa manera suya de desaparecer incluso estando presente.

Quiso llamarlo. Preguntarle qué era ese espejo, por qué no debía mirarlo, si estaba en peligro, si eso significaba que había secretos que aún no le eran confiables. Pero al salir de la habitación, el pasillo estaba vacío. Hadrian no volvió. Fue un elfo quien lo escoltó hasta la estación.

Remus sí lo había abrazado, una de esas despedidas suaves que parecía contener más de lo que decía. Harry se permitió devolverle el gesto, incluso sonreírle cuando el hombre le pidió permiso para escribirle cartas.

“Claro que puedes escribirme.”

Sabía que lo haría. Sabía también que probablemente no recibiría muchas cartas este año. Dev no se había despedido, y aunque no lo culpaba —seguía castigado—, algo se había roto silenciosamente en esa ausencia. Como si todos a su alrededor hubieran decidido dejar de mirarlo justo cuando más quería que lo hicieran.

Ahora estaba en el tren, rodeado de risas y murmullos. El compartimiento estaba lleno. Blaise, sentado a su lado, le hablaba animadamente sobre lo aburrido que habían sido sus vacaciones, aunque nadie parecía estarle prestando atención excepto Harry, que asentía con la cabeza de vez en cuando, demasiado absorto para responder con palabras.

Del otro lado, Draco reía junto a Pansy y Daphne, su perfil perfectamente encuadrado por la ventana. Su cabello rubio recogía la luz como si la atrajera, y su risa tenía ese tono despreocupado que solo usaba cuando se sentía en control. Tracey se inclinaba para ver mejor su mano, donde el anillo opalescente parecía vibrar con una especie de fulgor propio. Millicent también estaba ahí, cruzada de brazos, asintiendo a cada comentario como si estuviera archivando la información en una libreta invisible.

Draco no tardó en fijarse en que Harry estaba callado. Lo observó unos segundos, con esos ojos afilados como cuchillas bajo la elegancia de su postura, y sin una palabra, se estiró para tomar el brazo de Harry. No hubo resistencia. Harry lo dejó hacer. Tal vez porque no le importaba, o tal vez porque estaba demasiado cansado para protestar.

“¿Ven? Hasta los grabados son iguales” dijo Draco con un tono que parecía orgulloso y ligeramente desafiante al mismo tiempo. “Miren cómo brillan cuando los acercas. Magia de sangre, probablemente. Algo muy antiguo.”

Pansy lanzó un suspiro, casi dramático. “Es que son perfectos. Parecen hechos uno para el otro.”

Harry levantó la mano para observar su anillo. El verde de la gema centelleaba como si supiera que estaba siendo admirado. No dijo nada. No tenía que hacerlo. Sabía lo que estaban insinuando, y se dejó envolver por la escena sin entregar más de lo necesario.

Draco sonrió satisfecho. “Y tú, Potter, deberías estar un poco más entusiasmado. Estás comprometido conmigo, después de todo, no todos pueden decir que tienen un futuro ya escrito.”

Harry arqueó una ceja. “¿Y por qué crees que no me entusiasma? Estoy extasiado. Solo que mi rostro no lo muestra porque soy increíblemente sofisticado.”

Hubo risas. Incluso Theo, que parecía más interesado en la ventana, soltó una sonrisa leve. Blaise se inclinó para murmurarle algo, y Goyle y Crabbe comenzaban una nueva conversación que incluía apuestas sobre qué profesor perdería primero la paciencia con los Gryffindors.

Pero Harry, en el fondo, seguía dándole vueltas a las palabras de Hadrian. El Espejo de Oesed. ¿Qué podía ser tan importante para que lo mencionara en ese tono? ¿Tan peligroso como para prohibírselo sin siquiera explicarle por qué?

Volvió a mirar a Draco, quien todavía sostenía su mano como si quisiera grabarse la imagen. Y, por un segundo, se preguntó si Draco también estaba fingiendo algo. Si esa seguridad en su rostro era tan performativa como la suya.

“¿Puedo recuperar mi brazo ahora?” preguntó con calma.

“No hasta que reconozcas que el anillo te queda perfecto.”

Harry soltó una pequeña risa sin alegría. “El anillo me queda perfecto. Felicitaciones a tus ancestros. El compromiso fue un éxito.”

Draco lo soltó entonces, pero no sin antes lanzar una mirada fugaz, más grave de lo que sus palabras dejaban ver.

La risa aguda de Pansy todavía flotaba en el aire cuando Harry se dio cuenta de que ya no podía respirar bien. La risa no era para él. No lo incluía. Era sobre él. Sobre lo que supuestamente era suyo, suyo y de Draco. Sobre algo que no había elegido.

“¿Y si la boda es en primavera?” preguntaba Daphne mientras sujetaba su varita como si se la imaginara ya decorando la ceremonia. “Podríamos hacerla en los jardines de los Greengrass. Mi madre conoce un florista que hace maravillas con peonías encantadas.”

Pansy se rio por lo bajo. “¿Y qué si es después del quinto año? ¿Habrá tiempo para luna de miel o eso también será decidido por el señor Peverell y los Malfoy?”

“Espero que haya pastel” dijo Greg entre risas, y Vicent añadió algo sobre dragones de azúcar para la mesa de dulces.

Blaise, con esa expresión lánguida y burlona que tanto irritaba a Draco, se giró hacia Harry y sonrió como si estuvieran compartiendo una broma en voz baja. “Tus suegros deben estar realmente seguros de que te casarás, Harry. Quiero decir, ¿quién entrega un anillo familiar sin estar convencido del éxito?”

Harry no contestó. No lo miró. Solo sintió el cosquilleo agudo de la irritación subiendo por su columna como una chispa que buscaba prender fuego en algún rincón de su control.

Tracey volvió a preguntar si usarían túnicas de gala tradicionales o si innovarían con moda hindú. Millicent había empezado a divagar en voz baja sobre menús y postres, y mientras todos reían, comentaban, especulaban, Harry solo podía sentir que la presión en su pecho se expandía con la fuerza imparable de una tormenta que nadie más veía.

Y Theo. Theo estaba en silencio. Sentado junto a la ventana, mirando sin mirar. Su perfil quedaba casi recortado contra el paisaje y por un momento Harry sintió que lo entendía. O al menos, que compartían ese silencio.

Entonces lo hizo.

Se puso de pie con una sonrisa tan perfectamente vacía que todos callaron al instante, casi por instinto. Una sonrisa tensa, estirada, construida con la misma precisión con la que uno levanta un muro.

“Millicent” dijo con voz clara, educada, casi encantadora. “¿Podrías dejarme pasar? Me muero por estirar las piernas.”

Ella parpadeó, apartándose casi sin pensar, y Harry salió al pasillo sin mirar atrás. No esperó la respuesta de Draco. No escuchó lo que Blaise murmuró detrás de él. Solo caminó. O corrió. No lo sabía del todo. El tren parecía más largo que nunca y cada puerta que atravesaba, cada ventana, cada voz le parecía lejana, como si no perteneciera a ese lugar. Como si estuviera atrapado en un teatro donde todos conocían el guión excepto él.

Encontró el baño y cerró la puerta con un golpe sordo. El sonido fue un alivio, casi físico. Se apoyó en el lavabo, bajó la cabeza y abrió el grifo, dejando que el agua corriera unos segundos antes de mojarse el rostro con brusquedad. No era refrescante. Era como lanzarse cubos de silencio encima. Como si el frío pudiera apagar el ardor que sentía en el pecho. La camisa se manchó, claro. El cuello se arrugó. Su cabello, que había estado peinado con ese esmero que Hadrian exigía, ahora goteaba en mechones desordenados. Pero a Harry no le importó.

No le importaba la imagen. No hoy. No ahora.

La puerta del baño se abrió sin aviso.

Draco.

Por supuesto.

No parecía sorprendido de verlo allí. No parecía cansado de seguirlo. Pero sí estaba molesto. No con furia. Con esa especie de exasperación elegante que solo Draco podía tener, como si fuera un adulto atrapado en un cuerpo joven que ya estaba harto del mundo.

“¿Qué fue eso?” preguntó, cruzando los brazos.

Harry no respondió.

Draco lo observó con más fuerza, como si intentara atravesar sus silencios.

“¿Estás molesto porque hablaban de la boda?” su tono era seco, pero no cruel. “No puedes esperar que finjamos que no existe. Porque existe, Harry. El compromiso es real. Estás actuando como si todo esto fuera una especie de chiste.”

Harry se giró lentamente hacia él. El agua seguía corriendo.

“¿Y qué si lo es?” preguntó, con esa sonrisa cargada de veneno que era tan suya. “Tal vez sí lo es. Una broma. Una gigantesca broma a costa mía. No lo decidí. No lo pedí. Y sin embargo todos esperan que me siente con una sonrisa a planear decoraciones y menús.”

Draco frunció el ceño. “No es solo sobre ti. Esto también me involucra. Estoy aquí, Harry. Estoy intentando que funcione.”

Harry bufó. “¿Funcione qué? ¿Una mentira decorada con gemas y títulos?”

“¡No es una mentira!” la voz de Draco se alzó, más aguda que nunca, más dolida de lo que quería mostrar. “Es una alianza. Es importante. Es algo que nuestras familias valoran.”

“¿Y yo qué? ¿Yo no tengo derecho a decidir si valoro o no ser parte de eso?”

Draco lo miró, confundido por la intensidad de su voz, por la furia que no había anticipado.

“Te comportas como si esto fuera un castigo” murmuró. “Como si te estuviera obligando a algo.”

Harry rió, bajo y oscuro. “¿Y no lo estás? ¿No lo están todos? ¿Crees que el anillo en mi mano significa que te pertenezco? ¿Que tengo que escucharte, sonreír, comportarme? ¿Es eso lo que quieres, Malfoy?”

Draco dio un paso hacia él, los ojos brillando de algo que parecía más dolor que rabia. “Solo quiero que me hables. Que no huyas. Que dejes de hacer esto más difícil de lo que ya es.”

“¿Difícil para quién?” Harry lo miró de frente, sus palabras cargadas de todo lo que había estado acumulando. “¿Para ti, que te criaron para esto? ¿Que lo deseabas? ¿O para mí, que no tengo idea de qué se supone que debo sentir?”

Y entonces lo hizo. Alzó su mano con el anillo, lo mostró con desprecio. Luego tomó la muñeca de Draco, levantando su brazo para juntar ambos anillos. La piel del rubio temblaba. El contacto de Harry era firme.

Esto” dijo en voz baja, pero cargada de acero. “Esto solo significa para mí que no tuve elección. No eres mío y yo no soy tuyo. Solo somos parte de una historia que no escribimos. Solo somos un maldito compromiso. Eso es todo. Solo una maldita farsa.”

Draco no dijo nada. Su rostro estaba pálido. Su boca ligeramente entreabierta. Como si las palabras de Harry lo hubieran golpeado en un lugar donde no sabía que se podía sangrar.

“¿Y si nunca te amo? ¿Has pensando eso en esa cabecita tuya?” murmuró Harry. “¿Y si nunca aprendo siquiera a intentarlo? Porque no lo hare, jamás amaría a alguien con el que me obligan a soportar.”

Harry bajó la mano lentamente.

El anillo pesaba más que nunca. Como si cada palabra que acababa de decir se hubiera fundido en el metal, como si el desprecio que acababa de escupir se quedara allí para siempre, marcando su dedo como una herida que no sangraba, pero que ardía desde dentro.

Draco no respondió.

No hubo gritos, no hubo negación, no hubo rabia. Solo silencio. Uno que se estiraba entre ambos como un velo frío, espeso, que parecía envolverlo todo, tragarse incluso el sonido del agua corriendo aún en el grifo. La boca de Draco seguía entreabierta, y sus ojos, tan grises, ya no brillaban. Ya no ardían de orgullo, ni de indignación, ni siquiera de frustración.

Estaban quietos.

Era la primera vez que Harry lo veía así. Quieto por dentro. Como si algo se hubiera apagado.

Y fue ahí, en ese instante suspendido entre la rabia y el vacío, que Harry supo que había ido demasiado lejos.

Lo supo, aunque aún no lo sentía.

No me importa, se dijo con la mandíbula tensa, negándose a dejar que la culpa entrara por alguna grieta. No me importa si lo herí. No es real. Nada de esto es real. Él lo sabe. Solo estamos fingiendo…

Pero las palabras que había pronunciado ya no podían recogerse. Lo había dicho. No te amo. No lo haré. Esto es una farsa. Y aunque lo había dicho con toda la intención de herir, de marcar distancia, de levantar un muro, algo en él… tembló.

No de arrepentimiento. Aún no.

Era más bien la incomodidad de saber que había cruzado una línea invisible. Una línea que no sabía que existía hasta que vio cómo Draco bajaba la mirada como si algo se hubiera roto dentro de él.

Eran solo niños, eso repetiría muchas veces en el futuro. Solo éramos niños. Pero ni siquiera a los once años se es completamente inmune al daño. A la humillación. Al rechazo.

Draco no levantó la vista.

Y Harry no dijo nada más.

Solo lo miró, con una mezcla de rabia aún activa y una punzada de algo que no supo nombrar, algo que se le instaló en el pecho como un pequeño cristal clavado bajo la piel.

Pasó a su lado sin rozarlo.

Draco ni siquiera se movió.

Harry rodeó su figura, sus pasos sonaron huecos contra el suelo y antes de abrir la puerta se permitió un último vistazo.

Draco seguía ahí, frente al espejo, pero ya no lo miraba a él. Ni siquiera parecía mirarse a sí mismo. Estaba simplemente… detenido. Como si no supiera qué hacer ahora que las palabras habían sido dichas.

Harry salió sin mirar atrás.

Y tampoco cerró la puerta.

Más tarde, cuando el tren ya se había detenido y el Gran Comedor se llenaba del bullicio del regreso a clases, Harry esperó—no lo reconocería ni aunque lo interrogasen con veritaserum—esperó ver a Draco entrar. Escudriñó entre las túnicas negras, entre los cabellos rubios que se agitaban al paso de los alumnos, pero no lo vio.

No se sentó a su lado en la mesa.

No lo miró desde la otra punta del salón.

Draco no apareció.

Y eso, por alguna razón, lo dejó inquieto.

No culpable aún. Solo… irritado. Como si algo estuviera fuera de lugar y no supiera cómo arreglarlo.

Después de la cena, cuando ya se encontraba en las habitaciones de Slytherin, Harry dejó su baúl junto a su cama, se deshizo de la túnica con movimientos mecánicos y miró alrededor.

Draco ya estaba allí.

Sentado en su lado de la habitación, con la espalda recta y las manos sobre las rodillas. Estaba peinado, limpio, y con su pijama ya puesto. Y, sin embargo, parecía como si no hubiera llegado hace solo unos minutos, sino como si llevara horas sentado así, con los ojos clavados en la pared frente a él, sin hacer nada más que existir en silencio.

No levantó la vista cuando Harry entró.

No dijo nada.

Y esa fue la primera noche que no intercambiaron palabra alguna antes de dormir.

Harry se recostó en su cama, con la varita aún bajo la almohada, y miró el dosel oscuro por largos minutos, escuchando cómo el silencio crecía entre ellos. Un silencio nuevo. Duro. No el que se tiene con un desconocido, sino el que se construye cuando se han dicho cosas que no se pueden borrar.

Draco no va a olvidarlo, pensó. No va a olvidar cómo lo miré. Ni cómo le hablé. Ni cómo le dije que no lo amaría nunca.

Y tenía razón.

Draco no lo olvidaría.

Pasarían los años, muchas cosas cambiarían, y Harry lo intentaría. Intentaría borrar con gestos lo que había dicho con palabras. Intentaría reconstruir puentes donde una vez había escupido fuego. Pero Draco siempre recordaría esa conversación en el baño del tren. Recordaría el tono exacto de voz. La forma en que Harry alzó su mano con el anillo como si llevarlo fuera una maldición. La manera en que tomó su muñeca y la levantó como si fueran dos piezas de un contrato que se odiaban mutuamente.

Recordaría todo.

Porque así era Draco.

Nunca olvidaba una herida.

Y Harry…

Harry sí olvidaría algunas cosas. La mayoría. Su mente borraría los detalles, suavizaría los bordes, minimizaría su culpa con los años. Pero siempre quedaría una espina, una sombra que lo perseguiría en ciertos silencios. En ciertas miradas. En la forma en que Draco a veces callaba cuando Harry hablaba demasiado. O en la forma en que su prometido se alejaba exactamente medio paso cuando no estaba seguro de si ya era amado o no.

Y fue ahí, en esa primera noche, cuando el arrepentimiento empezó a tomar forma.

Todavía no era claro. Todavía no era consciente.

Pero era real. Tanto como el anillo que aún pesaba en su dedo.

La mañana siguiente amaneció con un aire espeso y denso dentro del dormitorio de los Slytherin. No era precisamente un aire frío o húmedo, sino uno cargado de silencios, de miradas esquivas, de palabras que no se dijeron la noche anterior y de un tipo de tensión que solo los niños podían sostener sin comprender del todo. Los primeros rayos de luz apenas se colaban a través del agua verdosa del lago que cubría la ventana alta y redonda. Ya había movimiento. Draco fue el primero en levantarse, tal como lo era casi siempre, pero esta vez no hizo ni el más mínimo esfuerzo por mirar hacia la litera donde dormía Harry. Se puso el uniforme con rapidez, movimientos precisos, el rostro inexpresivo, y salió de la habitación con la espalda recta y las manos dentro de los bolsillos de la túnica como si todo en él estuviera en completo orden. Como si su mundo no se hubiese roto la tarde anterior.

Vicent y Gregory se apresuraron a seguirlo, intercambiando una mirada rápida entre ellos antes de trotar detrás de Draco, como dos perros fieles que no sabían bien lo que ocurría, pero sabían que tenían que estar allí. Theo, por otro lado, dudó. Tenía un calcetín en la mano y el otro puesto, mirando a la puerta abierta y luego a Harry, todavía sentado en el borde de su cama, los codos sobre las rodillas, la cabeza gacha y la mirada clavada en el suelo como si pensara demasiado. Theo parecía a punto de hablar, pero fue la mirada firme de Blaise, un leve gesto con la cabeza, lo que lo obligó a moverse. Terminó de vestirse en silencio y salió del cuarto sin decir nada.

La puerta quedó abierta, y el ruido de pasos desapareció en la distancia de las mazmorras.

Harry no se movió al instante. Había despertado al sentir que Draco se alistaba, había fingido dormir cuando el rubio pasó a su lado sin siquiera mirar su cama. No supo qué fue más incómodo: el silencio o esa completa ausencia de reacción. El aire en su pecho se sentía inmóvil, como si llevara demasiado tiempo aguantando la respiración.

Miró alrededor sin saber por qué, y solo entonces notó que Naga no estaba. Ni en el baúl. Ni debajo de la cama. Ni siquiera escondida entre los pliegues de su túnica como solía hacer cuando quería sentirse cerca de él. No había ni un indicio de la serpiente. El espacio que antes ocupaba, ese rincón que tenía un pequeño hueco en el suelo donde a veces se deslizaba, estaba vacío.

Claro. Tú también me estás ignorando. La voz de Naga ya no llenaba su mente como antes. No la sentía, no la escuchaba. Y lo que más le dolía era que tampoco la entendía.

¿También tú, Naga? ¿Tan grave fue todo?

Se puso en pie, lentamente, buscando su túnica con desgano, intentando no mirar a Blaise, quien todavía seguía allí, vistiéndose con calma, peinándose frente al espejo encantado con una naturalidad irritante. Harry sabía que lo estaba esperando. Blaise no era sutil, ni pretendía serlo. Cuando el resto despertó, él había fijado su mirada en Harry con una intensidad que no se molestó en disimular, incluso si Draco todavía estaba dentro de la habitación.

Harry fingió no notarlo. Fingió que no le importaba. Aunque en realidad, sí le importaba.

Mucho.

Pero no por Blaise, sino por Draco. Porque no quería que Hadrian se enterara. Porque sabía que algo tan insignificante como un malentendido podía escalar hasta convertirse en un castigo que no solo dolería… sino que haría daño de verdad.

Se puso la túnica con un suspiro, se acomodó la bufanda de Slytherin al cuello, y caminó hacia la puerta, ignorando por completo el modo en que Blaise lo siguió con la mirada.

Mientras caminaban por la sala común de Slytherin, Blaise aceleró el paso y se puso a su lado.

“Harry, espera un momento”

Harry entrecerró los ojos sin detenerse. “No ahora”

“Pero—”

“No. Ahora no.”

Su tono fue seco, pero no frío. Más bien… incómodo. Como si temiera que alguien pudiera escuchar lo que sea que Blaise quisiera decirle. Y no se equivocaba. Varios chicos seguían saliendo de la sala común, y aunque ninguno prestaba demasiada atención a lo que pasaba, Harry sabía que si alguno escuchaba lo mínimo, lo comentarían.

Cuando por fin salió al pasillo que conectaba con las escaleras principales, su vista fue directa hacia Draco. El rubio caminaba unos pasos adelante junto a Theo, Vincent y Greg. Su cabello parecía más brillante bajo la luz de las antorchas, y su porte tan elegante como siempre. Sin embargo, cuando Harry lo llamó, solo giró el rostro ligeramente.

“Draco”

Draco se detuvo un segundo. No por él, sino por cortesía. Ni siquiera dijo nada. Solo alzó una ceja.

“Sobre lo de ayer—”

“No importa” La respuesta fue rápida. Demasiado controlada.

Harry frunció el ceño. “Claro que importa. Te—”

“No. No importa, Potter.”

Su voz fue baja, educada. Pero tan desinteresada que dolía más que cualquier insulto.

Y sin decir más, siguió caminando.

Harry lo alcanzó sin pensarlo dos veces, colocándose a su lado, ignorando por completo las miradas.

“Al menos déjame llevar tu bolso”

Draco lo miró de reojo, sin detenerse. “¿Mi bolso?”

“Sí. Para las clases. Puedo cargarlo por ti. No pesa nada”

“Estoy perfectamente capacitado para cargar mi propio bolso”

Harry sonrió, sarcástico. “No lo dudo, Su Alteza. Pero déjame al menos ganarme un poco de perdón. Ya sabes… en nombre de la paz”

Draco no respondió. Solo dejó que Harry tomara el bolso de su hombro. Fue un gesto mínimo, pero suficiente para que Harry sintiera una diminuta chispa de esperanza.

Las chicas que pasaban por el corredor se quedaron mirando la escena. Algunas rieron en voz baja. Una suspiró abiertamente.

“¿Viste eso?” murmuró una. “Potter le cargó el bolso a Malfoy”

“¿Quién diría que es tan considerado?”

“Eso es porque están comprometidos”

“¿De verdad lo están?”

“Sí, lo escuché de una prima en Ravenclaw. Es por una tradición mágica. Sangre pura y todo eso”

Harry intentó no prestar atención, pero escucharlo lo hizo apretar el agarre sobre el bolso de Draco.

Draco, en cambio, parecía ajeno a todo. O fingía estarlo. Su rostro era el de alguien sereno, hasta indiferente. La media sonrisa que le lanzó a Harry fue tan educada, tan perfectamente contenida, que Harry supo que esa era su manera de decir estoy molesto, pero no te lo voy a decir en voz alta.

Detrás de ellos, Blaise aún intentaba acercarse.

“Harry, de verdad, necesito hablar contigo”

Harry no giró el rostro. “¿Estás seguro de que es buena idea? Porque siento que hoy todos me quieren matar”

Theo se adelantó un poco, metiendo las manos en los bolsillos con un gesto incómodo. Su expresión era tensa. Miró a Draco. Luego a Blaise. Luego a Harry. No dijo nada. Solo se mordió el labio y suspiró.

Vincent y Gregory, mientras tanto, intercambiaban miradas nerviosas. No sabían exactamente lo que había pasado, pero sabían que Harry había hecho algo.

Y Harry lo sabía también. Sabía que la había cagado. Y aunque su actitud se mantenía un poco burlona, un poco altiva, como si todo le importara menos de lo que en verdad le importaba… por dentro, se sentía agitado.

El Gran Comedor bullía con el acostumbrado murmullo de platos flotantes, risas y voces adolescentes que llenaban el aire como una niebla tibia y espesa. Las primeras luces del día se colaban por los vitrales encantados, pintando la piedra del castillo con tonos dorados y lavanda.

Se sentaron todos en la mesa de Slytherin. Algunos de los alumnos que estaban cerca los observaron con curiosidad, pero fingieron que no. Harry fingió que no le importaba.

Draco sirvió su plato con elegancia. Desayunaba como si fuera un ritual sagrado, con precisión y silencio. No dijo ni una palabra. Y Harry, que ya había aprendido algo en todo esto, no se ofendió. No aún.

Se acercó un poco y comentó: “Tu cabello se ve más suave esta mañana. ¿Usaste algo diferente?”

Draco ni parpadeó.

Harry insistió: “Podrías decirme qué poción usas para eso. Me vendría bien. ¿O es magia antigua y secreta de los Malfoy? ¿Debo hacer un juramento de sangre para que me la compartas?”

“Sé que fui un idiota”, acercándose más a Draco. “Pero lo estoy arreglando. Ahora mismo. Palabra por palabra.”

Blaise levantó una ceja. Draco tomó un sorbo de zumo de naranja sin responder.

Fue entonces cuando Blaise, tras una pausa incómoda, murmuró: “Oye, Harry… ¿Te acuerdas lo que paso?”

Theo, que había estado en silencio mientras untaba mantequilla sobre una tostada, se inclinó ligeramente hacia Blaise. Su voz fue un susurro seco, casi molesto.

“Déjalo, Zabini. Estás arruinando todo.”

La tensión en la mesa se volvió densa, apenas sostenida por los cubiertos y los murmullos que continuaban alrededor. Blaise le lanzó una mirada afilada, ladeando la cabeza con irritación.

“¿Ah, sí? ¿Y tú qué sabes de lo que arruino o no arruino?”

“Lo suficiente como para reconocer cuando estás actuando como un Gryffindor necesitado.”

“¡¿Perdón?!”

Daphne, que hasta ese momento había estado tranquilamente partiendo un panecillo, alzó la voz con un suspiro resignado: “¿Podrían no comportarse como unos Gryffindors? Están en público.”

El silencio cayó sobre la mesa. Theo resopló, Blaise frunció el ceño, y Draco comió con calma, como si no escuchara absolutamente nada. Harry tragó una sonrisa.

En la primera clase del día Harry se sentó deliberadamente al lado de Draco, aunque Pansy lo miró como si hubiera invadido territorio privado. El ambiente era denso, lleno del aroma a menta y polvo de hueso de sirena, pero Harry solo tenía ojos para Draco. Se sentaron juntos, porque así estaban asignados desde un inicio. Harry trató de contenerse al principio, serio, enfocado, midiendo las raíces de diente de león con precisión.

Pero luego lo vio —el brillo del cabello de Draco bajo la luz, la forma elegante con la que agitaba la varita sobre su caldero— y no pudo evitarlo.

“Eres como un elfo doméstico, pero con clase. Todo lo haces perfecto.”

Draco giró la cabeza lentamente. “¿Me estás comparando con un elfo doméstico?”

Harry se encogió de hombros con una sonrisa. “Un elfo con ojos de estrella. No es tan insultante.”

Draco lo ignoró con la dignidad de un príncipe. No se ruborizó. No bajó la mirada. Nada.

Esto va a tomar tiempo, pensó Harry. Pero no le importaba.

La segunda clase fue encantamientos con los Ravenclaw. Harry odiaba no ser el compañero de mesa de Draco. No entendía porque era Theo el que se sentaba con Draco. Pero antes de que Theo se sentara, Harry decidió cambiar de asiento.

“¿No prefieres sentarte con Blaise?” preguntó con un tono dulcemente venenoso Pansy al notar el cambio.

“Estoy bien aquí, gracias” respondió Harry con una sonrisa brillante, que dirigió directamente a Draco. “Quiero aprender con el mejor. Y bueno… Draco es el mejor.”

Draco ni siquiera parpadeó.

Durante un ejercicio, cuando les pidieron calcular el numero posibles de combinaciones de dos varitas con núcleos mágicos desiguales, Harry se inclinó hacia Draco.

“Creo que nuestras varitas se llevarían bien. Tal vez no tanto como nosotros, pero podríamos intentarlo.”

Draco se tensó. Su cuello se volvió lentamente hacia él.

Harry sonrió y añadió en voz baja: “Y si eso no funciona, siempre puedes golpearme con la tuya. Me lo merezco.”

Algunos Ravenclaw escucharon. Una niña de cabello trenzado soltó una risita. Otro, de lentes gruesos, murmuró: “¿Están saliendo?”

“Si”, respondió otro, “eso ya lleva tiempo.”

Harry se echó hacia atrás, satisfecho.

Draco estaba ruborizado. Pero no por halago.

“Eres insoportable”, murmuró, bajando la mirada a su pergamino.

“Y tú eres hermoso cuando estás irritado.”

Draco apretó los labios. Pero no respondió. No lo apartó. No se alejó.

Durante el almuerzo. Harry logro sentarse otra vez junto a Draco, habló alto de más, sonrió demasiado, hizo comentarios que sabían a azúcar derretida. Draco terminó por mirarlo con una mezcla entre exasperación y leve diversión.

“¿Vas a estar así todo el día?”

Harry se encogió de hombros con falsa inocencia. “¿Así cómo?”

“Como si fueras un bufón.”

“¿Eso significa que te estoy haciendo sonreír por dentro y no lo quieres admitir?”

Draco entrecerró los ojos, pero no dijo más. No se apartó. No lo ignoró. Ya no.

La última clase del día, Defensa Contra las Artes Oscuras, se desarrollaba en un aula de techos altos, columnas oscuras y una luz tenue que caía a través de los ventanales como si la misma materia de la asignatura se filtrara por las piedras. El profesor Quirrell caminaba con lentitud entre los pupitres, su turbante violeta envuelto con esmero, su voz temblorosa apenas más alta que un susurro, aunque cada tanto se perdía en algún tartamudeo o balbuceo que hacía a varios estudiantes rodar los ojos o esconder una risa bajo la manga.

Harry no prestaba atención a la lección. No del todo.

Su mirada, aguda y ligeramente aburrida, se deslizaba hacia el frente, donde Weasley intentaba responder una pregunta que Quirrell apenas había logrado formular entre titubeos. El muchacho pelirrojo, con las mejillas rojas a juego con el cabello, apretaba la pluma con fuerza y gesticulaba torpemente mientras tartamudeaba algo sobre trolls y cóndores tibetanos. O toneles tibetanos. Algo así. Harry ni siquiera intentó comprender. Se limitó a apoyar un codo sobre el pupitre y susurrar, con un tono lo suficientemente bajo para que solo Draco lo oyera:

“Si lo de hoy fuera un examen de estupidez, Weasley ya habría aprobado con honores.”

Draco soltó una risa rápida. Una de verdad. No fue una mueca arrogante ni una sonrisa forzada, sino una risa breve, pura, como la que se escapa cuando uno no puede evitarlo. Fue la segunda vez en toda la clase. Harry se sintió satisfecho, y aunque no lo mostraría con gestos exagerados, una pequeña curvatura en sus labios traicionó su orgullo. Eso cuenta como progreso, se dijo.

Pero el murmullo no pasó desapercibido.

La voz del profesor Quirrell se interrumpió. El silencio en el aula fue inmediato. Algunos Gryffindors se giraron con curiosidad. Weasley, que aún intentaba encontrar la diferencia entre un duende de Cornualles y una salamandra, parpadeó confundido. Y Quirrell… Quirrell lo miró.

La mirada no fue titubeante. Ni nerviosa. Ni torpe.

Fue directa.

Firme.

Fría.

Harry se irguió al instante, sorprendido. Durante todo el tiempo en Hogwarts Harry había visto al profesor como una sombra temblorosa que apenas lograba ordenar sus pensamientos antes de cada clase. Pero ahora… ahora lo miraba como si supiera exactamente lo que Harry había dicho. Como si no necesitara escucharlo. Como si ya lo supiera desde antes de que él lo pronunciara.

“Señor Potter” dijo Quirrell, con un tono que no contenía ni un solo temblor. “Usted se ha ganado una detención.”

Harry parpadeó. “¿Una detención? ¿Por qué?”

Quirrell sonrió. Pero no fue una sonrisa amable. Ni siquiera fue una sonrisa. “Por no saber cuándo quedarse callado.”

Draco giró bruscamente hacia el profesor, el ceño fruncido, los labios apretados. En sus ojos había una expresión que Harry no había visto antes. No en Draco. No con esa intensidad.

Molestia pura.

“Eso no es justo” murmuró el rubio, aunque no alzó la voz. Sus palabras estaban dirigidas al pupitre, pero su rabia era visible. Apretó la varita con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

Harry, en cambio, mantenía la compostura. Había recibido castigos peores. Mucho peores. Pero había algo en la forma en que Quirrell lo miraba que lo inquietaba. Como si lo hubiera desafiado sin palabras. Como si quisiera provocarlo… o advertirle. Y eso le molestó.

Más que el castigo.

Más que la injusticia.

Era la mirada.

Esa condenada mirada.

Harry giró el rostro para buscar algo de consuelo en Draco, quizá una burla suave, un gesto de “está bien”, incluso una queja más sonora. Pero antes de que pudiera decir nada… lo sintió.

Un roce cálido en la mejilla. Ligero. Rápido.

Un beso.

Harry se quedó inmóvil. Sus ojos se abrieron apenas más de lo normal y su cuerpo se tensó como si hubiera recibido un golpe en lugar de un gesto de afecto. Se giró de inmediato para mirar a Draco, pero el rubio no lo miraba a él.

Draco miraba a Quirrell.

Y lo hacía como si no tuviera once años. Como si tuviera siglos. Como si su mirada pudiera desafiar a un monstruo.

“Draco…” susurró Harry, incapaz de contener su sorpresa.

Draco no respondió. Mantuvo los ojos fijos en el profesor. No había ira. No había miedo. Solo una serenidad gélida, como si estuviera provocándolo. Como si le dijera con los ojos te vi. No me asustas. No puedes tocarlo.

Y Quirrell… ya no parecía nervioso.

Ni un solo tic.

Ni un solo titubeo.

Solo silencio. Y una expresión neutra, vacía, inhumana.

La tensión se rompió con la campana que anunció el final de la clase. Los alumnos se levantaron de sus asientos, recogiendo sus cosas entre risas y suspiros cansados. Algunos comentaban la detención de Harry con asombro. Otros hablaban del beso que Draco le había dado. No todos lo habían visto, pero bastó con que Brown lo mencionara para que el rumor se expandiera.

“¿Draco Malfoy besó a Potter?”

“¡En la mejilla, muy cerca a la boca delante del profesor!”

“¡Lo vi! Justo después de que lo castigaran.”

“¡Qué valiente!”

“¡Qué raro!”

“¡Qué tierno!”

Harry recogió sus cosas sin prisa. Su mente aún estaba atrapada en la mirada de Quirrell. En el beso de Draco. En esa sensación de estar caminando sobre hielo fino sin saber si se quebraría.

Caminaron juntos hasta el comedor.

No dijeron mucho en el trayecto.

Draco parecía más sereno, más cómodo en su piel. Harry, por su parte, sentía que algo se le revolvía por dentro. No era malestar. No del todo. Era otra cosa. Algo que no podía nombrar.

Y entonces, mientras el bullicio llenaba el Gran Comedor y las velas flotaban sobre sus cabezas, Draco se detuvo justo antes de sentarse.

Lo miró de frente.

Los ojos grises eran una tormenta en calma.

“Te perdono” dijo, sin rodeos. “Pero no lo voy a olvidar.”

Harry lo miró, sintiendo una punzada de algo que no se parecía al arrepentimiento, sino a un deseo incontrolable de reparar. De hacer algo bien. Algo solo para él.

Sin decir nada más, tomó la mano de Draco y, delante de todo Hogwarts, la besó con una reverencia teatral que hizo que varias bocas se abrieran al unísono.

“Entonces te juro que jamás volveré a portarme como un idiota” dijo con claridad. “Y que te trataré como solo tú mereces ser tratado.”

Hubo carcajadas nerviosas. Sonrojos. Cuchicheos. Ojos rodando con fastidio.

Pero Harry solo vio a Draco. A sus mejillas rosadas. A sus labios apretados, tratando de contener una sonrisa. A sus ojos grises convertidos en estrellas.

El castigo con el profesor Quirrell jamás se llevó a cabo. Al menos, no como Harry lo había entendido cuando salió del Gran Comedor, aún con el sabor del pudín de cereza en la boca y la promesa aún viva en sus labios cuando besó la mano de Draco frente a todo el colegio. No recordaba haber desobedecido ni haber tomado un desvío. Había caminado por los pasillos como siempre lo hacía, con los pasos ligeros, la túnica rozando el suelo, el corazón latiéndole rápido por la mezcla de culpa y ese orgullo testarudo que no lo abandonaba ni en sus peores días.

Y sin embargo… ahí estaba.

Frente a una puerta que jamás había visto antes. Una puerta entreabierta, con la madera envejecida, mordida por el tiempo, como si llevara décadas olvidada por todos excepto por él. Ni siquiera podía explicar cómo había llegado. No lo recordaba. Solo recordaba caminar, doblar un par de esquinas, y de pronto estar allí. Ante esa puerta que parecía haberlo estado esperando desde antes que él supiera que necesitaba cruzarla.

Entró y el salón estaba bañado por una luz grisácea que parecía no venir de ninguna parte en particular, como si la misma piedra de las paredes transpirara una bruma suave y fría. Las bancas estaban amontonadas al fondo, las paredes cubiertas de estanterías vacías, y en medio de todo, como una herida en la realidad, como una grieta demasiado brillante para no doler… estaba el espejo.

Era alto. Inmenso. Sus bordes dorados y tallados con símbolos que Harry no lograba descifrar. Las patas se anclaban al suelo con una fuerza que no parecía natural, como si se alimentara del lugar. Encima, cubriéndolo a medias, descansaba una capa vieja, plateada, de textura suave y delgada. Y colgando de uno de los bordes, como una tarjeta de cumpleaños perdida en el tiempo, había una nota escrita a mano.

“Para Harry, un regalo de Navidad atrasado. Perteneció a tu padre.”

Harry sintió cómo la sangre se le detenía por un segundo. Su garganta se cerró.

Su padre.

El corazón le dio un vuelco torpe. Se acercó. Dudó. Cada paso parecía costarle un poco más. No por miedo, sino por algo más profundo. Una especie de reverencia. De duda sagrada.

Una parte de él le suplicaba que tomara la capa y se fuera. Que no mirara. Que saliera de ese lugar antes de que fuera demasiado tarde. Pero otra parte… otra parte más oscura, más primitiva, le rogaba que se acercara al espejo. Que lo mirara. Que lo tocara si era necesario.

Solo un vistazo.

“No tengo que hacer esto” murmuró para sí mismo, mirando la capa con cierta desconfianza. “Puedo tomar la capa y salir. Nadie sabrá que estuve aquí.”

Y sin embargo, sus pies no se movieron.

El espejo parecía llamarlo. No con palabras, sino con algo mucho más visceral. Como una necesidad que nacía desde el fondo de su estómago. Un deseo primario que se enroscaba con sus pensamientos, envolviéndolos hasta que parecían ajenos. Estaba a punto de estirar la mano cuando el primer dolor punzante le atravesó la frente.

Un pinchazo seco. Luego otro. Como si algo dentro de su cabeza se estuviera rebelando. Cerró los ojos, se los presionó con los dedos.

No tengo que mirar. No tengo que mirar. Puedo irme…

Pero ya estaba estirando la mano. La capa cayó con un suave susurro, deslizándose hasta rozar el suelo. Harry la dobló con cuidado, más por reflejo que por decisión consciente, y la colocó en el bolsillo de su túnica. Entonces, finalmente, alzó la vista.

Su reflejo lo miró desde el otro lado del cristal con la misma intensidad. Pero solo por un segundo.

Porque justo cuando la imagen comenzaba a temblar, justo cuando el reflejo de Harry comenzaba a distorsionarse en algo más, una sombra se disparó detrás de él.

Una figura alargada, veloz, serpenteante.

Harry se giró bruscamente, con el corazón encogido en el pecho, y entonces la vio.

“Naga.”

La mamba negra más grande de lo que recordaba, más tensa, más viva, se estrelló contra el espejo con una violencia que lo paralizó. El golpe fue sordo. El cuerpo de Naga se arqueó, se sacudió, y volvió a lanzarse con un siseo agudo, desesperado, como si algo dentro de ella supiera que debía destruir ese objeto a toda costa.

“Naga, ¿qué estás haciendo?” gritó Harry, corriendo hacia ella. “¡Detente! Vas a lastimarte—”

Pero Naga no paró.

Golpe tras golpe, su cuerpo azotaba el cristal que no mostraba ni una grieta. Sus escamas relucían bajo la luz difusa, sus ojos llenos de una rabia que Harry nunca había visto antes. Era una furia sagrada. Dolorosa. Como si el espejo fuera el origen de todo mal. Como si lo odiara.

“Naga, por favor. ¿Qué te pasa?” Harry se arrodilló, intentó tomarla por la mitad del cuerpo, pero ya no era tan ligera como antes. Había crecido. Estaba más fuerte. Y se retorcía con una energía salvaje, como si el deber que la guiaba fuera más fuerte incluso que el dolor.

Ella siseó.

Un sonido grave, lleno de frustración. De advertencia.

Harry sintió el miedo como un nudo caliente en la garganta.

“¿Por qué lo atacas?” preguntó, con la voz quebrada. “¿Qué tiene ese espejo que te hace actuar así?”

Y entonces, de algún modo, lo comprendió.

Naga estaba cumpliendo una orden. Una muy precisa. Una que venía de alguien más. De Hadrian.

Harry tragó saliva, tratando de mantener el equilibrio mientras la serpiente seguía forcejeando contra él. Era difícil sostenerla. Su cuerpo vibraba de ira. Pero el pensamiento se formó con claridad en su cabeza.

Hadrian la envió para protegerme.

“¿Él te dijo que no me dejara mirarlo?” susurró, apenas audible. “¿Ese era su orden? ¿No venir aquí… y alejarme del espejo?”

Naga no respondió. Pero dejó de moverse por un instante. Solo uno.

Y eso bastó.

Harry la rodeó con ambos brazos, sujetándola con cuidado, alejándola finalmente del cristal. Su respiración era entrecortada. El corazón le latía como un tambor en la garganta.

No sabía qué era el espejo. No sabía por qué estaba ahí. No sabía por qué había una capa, ni por qué había sentido la necesidad de mirar.

Solo sabía que Naga… lo odiaba. Que lo había atacado sin dudarlo.

Y si algo había aprendido desde que Hadrian obtuvo a la mamba… era que Naga nunca actuaba sin razón.

Se levantó con esfuerzo, aún sosteniéndola, y caminó hacia la puerta del aula, sin mirar atrás. La capa seguía dentro de su bolsillo. Naga no se movía, pero sus ojos estaban clavados en el espejo como si aún quisiera saltar sobre él. Como si aún lo sintiera vivo. Amenazante.

Harry no dijo nada más. Ni una palabra. Solo salió del salón, cerrando la puerta detrás de él con un crujido suave.

Y cuando se fue, el espejo volvió a brillar.

Como si lo esperara.

Como si supiera… que él volvería.

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Durante el resto de enero, Harry intentó evitar el espejo como si fuera una trampa de basilisco, como si con solo mirarlo se jugara algo más profundo que su reflejo. No quería volver a esa aula. No quería volver a sentir la desesperación de Naga, ni esa necesidad que le retorcía las entrañas cuando sus ojos se deslizaban por el cristal. Pero el espejo parecía tener voluntad propia. Una personalidad sutil y maliciosa que se deslizaba en los márgenes de su realidad. Cada vez que caminaba a solas por los pasillos, cada vez que se permitía doblar una esquina sin compañía o empujaba una puerta mal cerrada, el espejo estaba ahí.

Nunca en el mismo sitio.

A veces en el aula de Encantamientos vacía del tercer piso. A veces tras una cortina polvorienta en un cuarto de escobas que juraría no había estado allí el día anterior. Una vez incluso apareció entre las estanterías de la biblioteca restringida, detrás de una hilera de grimorios encuadernados en cuero reseco. Como si el castillo mismo se empeñara en colocar ese maldito espejo frente a él. Como si el espejo lo llamara.

Harry había dejado de preguntarse cómo era posible. Hogwarts tenía sus propios misterios, eso ya lo sabía. Pero esto… esto era diferente.

Lo más desconcertante fue que Quirrell nunca preguntó por su castigo incumplido. Ni una palabra. Ni una mirada. Como si el castigo hubiera sido borrado del tiempo. Y sin embargo, Harry no lo olvidaba. No podía. Especialmente porque cada vez que el profesor pasaba cerca de él en clase, sentía la misma sensación: como si Quirrell lo oliera. Como si lo midiera desde lejos. Como si supiera algo que Harry aún no podía comprender. A Draco parecía molestarle también. Lo notaba cuando lo veía fruncir el ceño con una tensión helada cada vez que Quirrell pasaba detrás de ellos. Como si sus instintos estuvieran afilados como cuchillas.

Y por si no fuera suficiente tener a un espejo acosador, un profesor con mirada de cuchillo y una serpiente que ahora lo vigilaba incluso mientras dormía, estaba también el asunto de Blaise.

Blaise, que se había convertido en una molestia constante.

Una presencia que Harry no podía sacudirse, que lo perseguía con palabras afiladas, con miradas demasiado largas, con silencios que se volvían insoportables. Cada día parecía más desesperado por hablar con él a solas. Cada día encontraba una excusa más ridícula para acercarse, interrumpir, quedarse más de lo necesario. Y cada vez que lo hacía… Draco lo miraba.

No era una mirada triste. Ni siquiera dolida.

Era ira.

Pura y contenida. Una furia helada que a veces se disfrazaba de indiferencia, pero que otras veces ardía en los ojos grises como si fuera capaz de reducirlo todo a cenizas.

Harry no sabía cómo arreglarlo.

Draco aún no olvidaba lo del tren. Y, honestamente, Harry tampoco. Lo había traicionado. No en palabras. No en acciones directas. Pero sí en algo más fundamental. En el corazón.

Porque sí, había besado a Blaise. Y lo había hecho con el anillo de compromiso aún en su dedo, frío y apretado como si le recordara con cada latido que no debía. Que no podía. Que era traición, aunque nadie más lo supiera.

Había sido en el jardín de los Longbottom, una tarde tonta y llena de tensión, cuando Blaise se acercó demasiado y dijo algo que hizo reír a Harry por primera vez en todo el día. Una broma. Un roce de manos. Una chispa. Y luego el beso.

Un beso suave. Apenas un roce. Pero suficiente.

Suficiente para que Harry despertara la mañana siguiente con culpa en la garganta y el peso insoportable de saber que, si Draco lo descubría, no lo perdonaría. No de verdad. No importaba cuántas veces lo besara en el dorso de la mano frente a todo el colegio. No importaba cuántas promesas hiciera.

Draco jamás aceptaría ser el segundo.

Y para colmo, Draco no solo estaba manejando todo esto con la gracia de una víbora educada. También estaba exprimiendo su situación con una habilidad que habría hecho llorar de orgullo a Lucius Malfoy. Porque claro, no era todos los días que un niño de once años llegaba a Hogwarts ya comprometido, y menos aún portando un anillo del linaje Peverell.

Una joya redonda, con grabados que atrapaban la luz como si tuvieran vida propia. La piedra central tenía un gris opalescente que parecía contener tormentas diminutas. Rodeándola, un entramado dorado finísimo que se bifurcaba como raíces o venas, abrazando la piedra con una delicadeza casi brutal. Y Draco lo llevaba como si hubiera nacido con él en el dedo.

Con una elegancia natural. Con una posesión inquebrantable. Como si fuera suyo. Como si siempre lo hubiera sido.

Cuando caminaba por los pasillos, la gente lo miraba. Cuando hablaba, lo escuchaban. Cuando se sentaba en clase, nadie osaba interrumpirlo. Era, por decirlo sin tapujos, la serpiente más deslumbrante del colegio. Y lo sabía.

Lo disfrutaba.

Pero no con arrogancia.

Lo hacía con precisión. Como una cobra danzando entre curiosos. Y cuando Harry estaba cerca, esa danza se volvía una amenaza. Una provocación. Como si Draco dijera sin palabras: Mírame. Recuerda que soy tuyo. Y recuerda lo que hiciste.

“¿Vas a decirme qué quiere Blaise ahora?” le espetó una mañana entre clases, con la voz tan dulce como una daga envuelta en terciopelo.

Harry suspiró. “Probablemente enseñarme a conjugar insultos en italiano.”

“No le hace falta,” respondió Draco sin mirarlo, abriendo su libro de Encantamientos con una elegancia irritante. “Tienes un dialecto de traición bastante fluido.”

Harry se mordió la lengua. No respondió. No porque no tuviera respuestas, sino porque todas eran débiles. Falsas.

Y si algo no quería darle a Draco… eran excusas.

Cada vez que Blaise se acercaba, Draco lo veía.

Y cada vez que Draco lo miraba así, Harry sentía que el espejo lo llamaba de nuevo.

¿Qué vería Draco si se parara frente a ese espejo? se preguntó una tarde, mientras fingía leer en la biblioteca. ¿Vería venganza? ¿Dolor? ¿Vería… a mí, besando a alguien más?

No quería saberlo.

No quería saber nada.

Pero la culpa se arrastraba por dentro como una serpiente muda. Como Naga. Que ahora dormía a los pies de su cama, como si tuviera la misión de recordarle cada noche lo que debía y no debía hacer.

Una noche, finalmente, le escribió a Hadrian. Le habló del espejo. Le habló de la capa. No del beso. No de Draco. Solo del objeto brillante y cruel que lo seguía por el castillo como una sombra hambrienta.

La respuesta llegó dos días después.

Escueta. Fría. Práctica.

“Conserva la capa. Guárdala bien. Sí, fue de tu padre.”

Nada más.

Nada sobre el espejo. Nada sobre si debía o no acercarse. Nada sobre por qué Naga lo odiaba tanto.

Nada sobre por qué lo veía en todas partes.

Y esa fue la señal más clara para Harry de que estaba solo en esto.

Completamente solo.

Y si el espejo seguía apareciendo, lo destruiría él mismo.

Aunque se rompiera en el intento.

Chapter 34: El espejo de Oesed

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El día era, en una palabra, perfecto.

Después de semanas grises, el sol finalmente había regresado a Hogwarts. No con el calor exacto de primavera, pero sí con una luminosidad suave que hacía brillar el lago como un charco de espejos rotos y derretía la nieve acumulada en los bordes de las ventanas. El césped, todavía húmedo, parecía respirar después del largo encierro del invierno. Y el castillo entero se había volcado hacia los exteriores: estudiantes riendo, corriendo, arrojando pelotas encantadas, conversando bajo los árboles.

Todos menos Harry.

Y Draco.

Por alguna razón maldita que Harry no recordaba haber aceptado del todo, él estaba atrapado en la biblioteca con su prometido —según Pansy, su dulce prometido, como había chillado en la mañana con tanto entusiasmo que los cuadros de la sala común se removieron incómodos en sus marcos—. Aparentemente, Draco no podía estudiar solo. Y, como era lógico, Harry debía acompañarlo, porque, al parecer, eso era lo que hacía un prometido decente.

Así que allí estaba. Sentado frente a una montaña de libros de Pociones, con una pluma sin tinta y su aburrimiento en niveles casi letales.

Claro que si Draco no se viera tan bien con la luz de la ventana marcando sus facciones, o si su voz no fuera tan deliciosa cuando murmuraba condescendencias sobre los ingredientes de una poción, Harry tal vez se habría lanzado por la ventana. O al menos fingido un desmayo.

Pero no lo hizo.

En vez de eso, se quejó.

Solo eso. Un comentario bajo, más murmullo que confesión, algo entre dientes mientras empujaba con fastidio su deber hacia un lado y se recostaba en el respaldo de la silla.

“Ese espejo raro me está acosando,” dijo.

Draco no levantó la vista del libro. “¿Qué espejo raro?”

“El que aparece donde no debería. Alto, dorado, viejo, tiene inscripciones feas arriba. Creo que intenta seducirme.”

Draco alzó una ceja y cerró el libro con lentitud, como si acabara de escuchar a un niño anunciar que las galletas le hablaban.

“¿Espejo dorado… con inscripciones?”

“Ajá.”

“¿Y por qué apenas estás diciendo esto?”

Harry se encogió de hombros.

“No me pareció importante hasta que me di cuenta de que lo estoy viendo más que a ti.”  El golpe del libro en su brazo fue inmediato y sonoro. “¡Oye!”

“No me compares con un espejo,” dijo Draco con la voz fría.

“No los compare, solo insinué que eres menos acaparador que un espejo.”

“Potter…”

“¡Está bien, está bien! No lo volveré a decir.” Harry frotó su brazo, pero se rió. “¿Entonces sabes qué es ese espejo?”

Draco hizo un ruido de fastidio con la lengua, como si la sola ignorancia de Harry le doliera en el alma.

“Podría ser el espejo de Oesed, pero por tus vagas descripciones no estoy del todo seguro. Es también conocido por ser llamado Deseo al revés. Viene de un manuscrito antiguo recuperado de las catacumbas mágicas de…”

Harry fingió bostezar.

Draco lo fulminó con la mirada. “Ese espejo,” continuó con dramatismo contenido, “muestra el deseo más profundo del corazón. No lo que deseas ahora, sino lo que más te consume.”

Harry parpadeó. “¿Y por qué demonios alguien querría eso?”

Draco ladeó la cabeza. “Porque la mayoría de la gente no sabe lo que quiere, Potter. O se miente a sí misma. El espejo no.”

Eso sí logró callarlo por un segundo. Harry apartó la mirada hacia la ventana, observando cómo un grupo de Hufflepuffs jugaban a tirarse nieve fangosa. Uno de ellos se cayó y se manchó entero. El resto se rió. Sonaban felices.

“¿Tú lo viste alguna vez?” preguntó de pronto, sin mirarlo.

“No,” respondió Draco con simpleza. “Pero mi abuelo lo hizo. Una vez. Mi padre dijo que no volvió a ser el mismo.”

Harry se tensó, interesado. Pero Draco ya se había levantado.

“Ven. Vamos a buscarlo.”

Harry se giró hacia él, desconcertado. “¿Qué?”

“Quiero ver qué ves tú. No porque me importe,” dijo mientras alisaba su túnica, “sino porque si es ridículo me burlaré de ti hasta séptimo año.”

“¡Es un plan terrible!”

“¿Te estás negando?”

Harry gruñó y se levantó. “Está bien. Pero si me vuelvo loco es tu culpa.”

“Lo eres desde que te conocí.”

Buscar el espejo había parecido una buena idea en un principio. O, bueno, una idea menos mala que seguir haciendo deberes de Pociones sabiendo que el profesor Snape los escupiría con tinta roja como si su único propósito vital fuera convertir a Harry en un fracaso académico.

Además, el día estaba demasiado bonito para quedarse encerrado en la biblioteca con Draco. Incluso si Draco leía como si fuera una maldita competencia, como si memorizar cada línea de “El arte de las Pociones Volátiles” fuera la única forma válida de existir. Así que cuando Draco, con esa elegancia fría que sólo él poseía, cerró el libro con un clack seco y dijo “Vamos a buscar ese espejo ahora mismo”, Harry solo se encogió de hombros… y lo siguió.

No porque quisiera.

Sino porque prefería caminar con Draco que quedarse mirando a Granger que —aparentemente— también había decidido hacer de la biblioteca su nuevo hogar. Desde que lo del troll la puso en el mapa social, andaba más erguida, más dispuesta a corregir a quien respirara cerca. Harry no tenía tiempo para eso.

Así que caminó.

Y cuando notó que el cabello tupido de la niña se deslizaba entre los pasillos, unos pasos más atrás de ellos, no dijo nada. No porque quisiera que nos siguiera, pensó Harry, sino porque si Draco se da cuenta, se olvidará del espejo y la va a destripar verbalmente como si fuera un sapo en clase de Pociones…

Las escaleras de Hogwarts parecían tener humor propio ese día. Cada vez que giraban un corredor o subían un tramo de piedra, el castillo se reordenaba como un rompecabezas vivo. Las armaduras observaban en silencio. Los tapices no se movían. Las paredes estaban quietas, expectantes. Como si supieran que ellos estaban buscando algo que no deberían encontrar.

“¿Y si ya no está?” preguntó Harry al tercer piso. Ya llevaba media hora dando vueltas, y su estómago empezaba a rugir como si tuviera su propia opinión del asunto.

“Entonces lo buscaremos,” respondió Draco sin siquiera mirar atrás. “No dijiste que aparece donde quiere.”

“Sí,” murmuró Harry, apoyando una mano en la baranda. “Como tú cuando no te llaman.”

“Insultos básicos, Potter. Puedes hacerlo mejor.”

Harry sonrió un poco, pero estaba nervioso. El espejo no era solo un objeto brillante en un aula vacía. Era un problema. Un imán para algo dentro de él que Hadrian no quería que despertara. Y si Hadrian decía que algo estaba prohibido… no era por diversión.

La voz de Hadrian había sido clara la ultima vez que se vieron:

No lo mires, Harry. No importa cuánto te tiente. No lo busques.

Pero ahí estaba él. Buscándolo.

La tercera vez que pasaron por el mismo conjunto de gárgolas, Draco se detuvo.

“Estamos yendo en círculos.”

Harry se tensó. “Yo no—”

“Claro que sí,” interrumpió Draco. “Ese tapiz tiene una mancha en forma de dragón. Lo vimos hace diez minutos. ¿Qué estás haciendo?”

“Nada.”

“¿Nada?” repitió Draco, los ojos afilados. “Nos estás alejando. Estás dando vueltas a propósito.”

Harry apretó los labios. “Solo creo que ya deberíamos ir al almuerzo. Estamos perdiendo el tiempo.”

“Estás evitando encontrarlo,” dijo Draco, cruzándose de brazos. “¿Por qué?”

Harry dudó.

Y luego suspiró.

“Hadrian me lo prohibió.”

Por un momento, pensó que eso bastaría.

Draco adoraba a Hadrian. Lo admiraba. Lo respetaba. Tenía una mini-obsesión con él, para ser honestos. Si Hadrian decía que algo estaba prohibido, Draco Malfoy debería retroceder de inmediato.

Pero no.

La expresión del rubio se tornó distinta. Más decidida.

“¿Tu tío no quiere que lo veas?”

“No.”

“¿Y eso no te parece… aún más sospechoso?”

Harry retrocedió un paso. “Draco…”

“¿Qué podría ver uno en ese espejo que el señor Peverell no quiera que sepas?” preguntó Draco, y había algo oscuro y casi desafiante en su voz. “Ahora tengo más motivos para encontrarlo.”

Harry cerró los ojos.

Perfecto.

Cuando chocaron con Granger, fue como si el castillo se burlara de ellos.

Hermione soltó un chillido leve, tropezando hacia atrás con un montón de libros. Sus mejillas estaban rojas. Su voz intentó sonar firme.

“No deberían estar aquí.”

Draco la miró como si acabara de oler algo podrido.

“No deberías seguirnos como una sabuesa inútil. ¿No tienes amigos con los que molestar? Oh, espera, no tienes.”

“Estoy haciendo mi propia investigación,” replicó Hermione, con la espalda recta.

“¿Acaso esa investigación incluye acechar pasillos detrás de mi prometido y del mío?” dijo Draco con una sonrisa venenosa.

Harry aprovechó la distracción. Una puerta entreabierta al lado. Apenas una rendija de oscuridad. Pero él sintió el hormigueo.

La puerta crujió con ese sonido que solo los lugares prohibidos sabían hacer, como si el mismo castillo respirara en advertencia. Harry tragó saliva mientras empujaba apenas el marco, dejando entrar un haz de luz al aula vacía. El polvo flotaba en el aire como motas suspendidas en un tiempo detenido, y en medio del aula, tal como lo recordaba, el espejo lo esperaba.

Inmenso. Majestuoso. Peligroso.

El marco dorado brillaba como si hubiera sido pulido con estrellas, y la inscripción tallada en el arco superior ardía con una luz propia que no venía del sol ni de las antorchas del pasillo.

Harry parpadeó. Dio un paso atrás.

“¿Eso es?” preguntó Draco con un tono de triunfo que no supo contener. Asomó la cabeza detrás de Harry, los ojos abiertos y llenos de ambición. “Por Merlín… sí que es feo.”

“Draco, no entres,” murmuró Harry, con una urgencia que no disimuló.

Pero Draco ya había empujado la puerta con el hombro, ignorando la súplica. El mismo Draco que jamás obedecía, sobre todo si le decían que algo era peligroso.

“Solo vamos a mirar, ¿no?” dijo con una sonrisa altiva. “No va a matarnos. Además, no sería justo que Granger lo vea primero que yo.”

“¿Qué?” Harry giró, justo a tiempo para ver a Hermione cruzando la puerta con la espalda recta y el rostro curioso. “¿Tú qué haces aquí?”

“No soy estúpida,” replicó Hermione sin molestarse en disimular. “Llevo siguiéndolos desde la biblioteca. Si creen que pueden investigar artefactos oscuros sin supervisión adulta, están muy equivocados.”

“¿Supervisión adulta?” bufó Draco. “¿Tú? La que llora cuando los profesores no le responden una pregunta. A duras penas puedes supervisar tus rizos, Granger.”

Hermione frunció los labios, dispuesta a soltar una réplica letal, pero sus ojos ya estaban atrapados por el espejo.

Harry lo notó al instante. Era como si una fuerza invisible la hubiera tirado del cuello hacia él. Dio un paso adelante, completamente embelesada. Sus labios se entreabrieron. Se quedó muy quieta.

Draco se adelantó también, indignado. “¡Ni de broma vas tú primero!”

Pero Harry lo sujetó del brazo antes de que pudiera pasar. “No. No, Draco. No lo mires.”

Draco se giró hacia él, los ojos encendidos de rabia. “¿Por qué demonios no? Tú ya lo viste, ¿o no? ¿Y ahora me lo vas a prohibir?”

“Te estoy protegiendo, idiota,” espetó Harry entre dientes.

“Oh, por favor.” Draco chasqueó la lengua, e hizo un movimiento para soltarse. “No seas tan dramático, Potter.”

“Es en serio. No deberías mirarlo.” La voz de Harry bajó de tono, pero no perdió su firmeza. “No sabes lo que hace.”

“Por supuesto que lo sé,” respondió Draco, con ese aire arrogante que tanto le gustaba usar cuando se sentía amenazado. “Es el espejo de Oesed. Muestra lo que uno más desea. ¿Y qué? ¿Vas a explotar si lo miro?”

Harry no contestó. Solo lo sostuvo con más fuerza.

Draco intentó avanzar de nuevo.

“¡No!” Harry lo sostuvo con ambas manos ahora. “No. ¡Draco!”

“¡¿Por qué no puedo verlo?! ¡No puedo permitir que ella lo vea antes que yo!”

“¡No se trata de eso!”

“¿Entonces de qué demonios se trata?”

Harry no supo cómo responder. Porque ni él mismo sabía por qué exactamente no debía ver ese espejo. Solo sabía que Hadrian lo había prohibido. Solo sabía que Naga había intentado destruirlo. Solo sabía que cada vez que pasaba cerca de él, sentía como si su cabeza se llenara de niebla, como si todo su cuerpo gritara huye, huye ahora.

“Es peligroso. Eso es todo lo que necesitas saber.”

“¿Y si no quiero saber solo eso? ¿Y si quiero verlo igual?” Draco se soltó con brusquedad. “¿O ahora tú decides lo que es bueno para mí?”

“Hadrian me dijo que no lo mirara.”

El silencio fue brutal.

Draco se detuvo. Lo miró. El tono con el que Harry había pronunciado esas palabras no era una orden, ni un regaño. Era una súplica.

Por un momento Harry creyó que eso bastaría. Que, como siempre, el nombre de Hadrian bastaría para calmar a Draco.

Pero no.

Los ojos grises brillaron con una chispa diferente.

“¿Y qué si Hadrian no quiere que lo veas?” preguntó Draco con una sonrisa que no era amable. “¿Eso significa que yo tampoco puedo?”

“¡Draco, por Dios! ¡Él dijo que era peligroso!”

“Entonces más razón para mirarlo. Quiero saber por qué es tan peligroso.”

Harry sintió el peso de una frustración demasiado grande para su edad. Sus manos se cerraron en puños. ¿Por qué todo tiene que ser siempre así contigo?

Y entonces lo dijo. Con voz firme. Con rabia contenida. “Bien. Míralo todo lo que quieras. Pero luego no me vengas a buscar cuando esté con Blaise.”

Draco se congeló. “¿Qué?”

“Lo que escuchaste.” Harry dio un paso atrás, separándose. “Tal vez tenga más sentido pasar tiempo con alguien que al menos me escucha cuando le digo cuidado. Tal vez prefiera eso. Así que mira el cochino espejo. ¿Quieres verlo antes que Granger? Adelante.”

El rostro de Draco pasó por varias emociones en segundos. Ira. Sorpresa. Dolor.

Luego bajó los hombros. Cruzó los brazos.

“¿Blaise, eh?”

Harry no respondió.

Draco soltó un bufido de fastidio. “Olvídalo. No quiero ver nada. Ya se me fueron las ganas.”

Y se giró, dándole la espalda al espejo.

Cuando Harry salió por fin del aula, con la mandíbula tensa y el corazón latiendo con fuerza contenida, el aire del pasillo le pareció más frío que antes.

Draco bufó a su lado, girando la muñeca con visible fastidio. “No puedo creer que me mencionaras a Blaise solo para fastidiarme.”

“Pues funcionó,” respondió Harry sin molestarse en mirarlo. “Y gracias a eso no hiciste ninguna estupidez frente al espejo.”

Draco se giró hacia él con el ceño fruncido, pero su enojo se diluyó cuando Hermione salió también del aula. La niña apenas respiraba, como si el aire del interior aún la mantuviera atrapada. Su mirada era confusa, absorta, como si acabara de despertar de un sueño del que no recordaba nada. Harry no la miró por mucho tiempo. No le hacía falta saber lo que ella había visto. No le interesaba.

Draco caminó unos pasos por el pasillo, refunfuñando en voz baja.

“Si ese espejo es tan peligroso como dices, entonces no deberían dejarlo por ahí como si fuera un perchero. Podrías toparte con él por accidente e irte directo a la locura sin darte cuenta.”

“¿Crees que no lo he pensado?” replicó Harry. “Aparece donde quiere. Me ha seguido por todo el castillo.”

Hermione, que caminaba detrás de ellos, habló por primera vez. Su voz era baja, quebradiza. “No creo que el espejo tenga voluntad. Creo que alguien lo está moviendo.”

Harry detuvo el paso. Su mirada encontró la de la niña. Por un segundo, ninguno habló. Y luego, como si se entendieran sin querer, ambos apartaron la vista al mismo tiempo.

“No importa,” dijo Harry finalmente. “Ya lo encontramos. No pienso volver.”

Draco chasqueó la lengua. “Claro que volverás. Es evidente que te está tentando.”

Harry no respondió. Porque no necesitaba hacerlo. Ya bastante tenía con la presión constante en su pecho, con la sensación de que algo invisible lo empujaba a regresar, a mirar, a ceder. No, no necesitaba que Draco lo hiciera peor.

Giraron por el corredor que daba a una escalera estrecha que conectaba con el ala oeste del segundo piso. El sol se colaba por una de las ventanas altas, tiñendo las piedras con un tono miel que no parecía real. Y por un momento, solo un momento, Harry pensó en lo fácil que sería dejar de pensar. Dejar de sentir. Solo caminar, solo…

Un ruido de pasos apresurados lo sacó del pensamiento.

“¡Cuidado!” exclamó una voz que Harry reconoció de inmediato como la de Longbottom.

Harry giró la cabeza justo a tiempo para ver dos figuras subiendo las escaleras. Longbottom, con la túnica desalineada, jadeaba por el esfuerzo. A su lado, Weasley subía con el rostro congestionado por la carrera.

Hermione se detuvo de golpe. Draco también.

Harry suspiró.

“Justo lo que me faltaba.”

Neville levantó la vista, sorprendido de verlos allí. “¡Oh! Los estábamos buscando…”

Weasley no lo dejó terminar. “¿¡Qué hacen aquí!?”

La acusación en su tono fue como un disparo. Harry ni siquiera intentó ocultar su desdén. “¿Perdona?”

Weasley lo señaló con un dedo. “Sabemos que están tramando algo. Desde la fiesta en casa de Neville se han estado comportando raro. Y tú—” giró hacia Hermione “—¿por qué ibas con ellos?”

Hermione abrió la boca, pero las palabras no salieron.

Harry dio un paso hacia él, sin perder su expresión altiva. “¿Y qué si está con nosotros, Weasley? ¿Acaso necesitas permiso para tener amigos que no huelan a corral?”

Weasley enrojeció. “¡Tú no eres su amigo! ¡Solo la manipulas!”

“Y tú eres un experto en relaciones humanas, ¿no?” Harry ladeó la cabeza. “¿O solo en los celos patéticos?”

Fue entonces cuando todo ocurrió muy rápido.

Ron dio un paso adelante, furioso. Draco también, pero más por reflejo que por otra cosa. Y en el caos, Neville intentó interponerse.

Pero tropezó.

Su codo golpeó a Ron, que perdió el equilibrio y, con un grito ahogado, resbaló hacia atrás, chocando con el pasamanos.

Harry reaccionó en el acto. Sin pensar, se lanzó hacia adelante y agarró a Weasley por el brazo justo antes de que este se precipitara escaleras abajo.

“¡Te tengo!” gritó, aunque no sabía cuánto podría sostenerlo.

Ron era más pesado de lo que parecía, y su tirón arrastró a Harry medio cuerpo sobre el borde. El dolor en sus brazos fue inmediato. Hermione chilló y se lanzó para sujetar la otra mano de Ron, mientras Draco, pálido como un fantasma, se acercaba a Harry con una mezcla de terror y asco.

“¡Te vas a caer!” gritó Draco.

“¡Ayúdame, idiota!” rugió Harry.

Draco extendió la mano, y aunque todo su cuerpo temblaba, sujetó a Harry por la espalda de la túnica. El esfuerzo era brutal, pero no dejó de apretar los dientes. Incluso cuando un susurro de dolor se escapó de su garganta. Harry lo oyó.

Neville, recobrando el control, se colocó junto a Hermione y los tres, como una cuerda humana, lograron alzar a Ron justo a tiempo.

Con un estrépito, todos cayeron al suelo, jadeando, torpes, enredados.

Ron chilló. “¡Mi mano!”

Harry giró hacia él. El brazo de Ron colgaba en un ángulo poco natural. La muñeca ya comenzaba a hincharse.

Hermione soltó un gemido ahogado.

Neville palideció.

Draco se incorporó lentamente, sacudiéndose la túnica con expresión de repulsión.

“¡Esto es asqueroso! ¡Voy a tener que cambiarme!”

Harry lo miró de reojo, luego fijó la vista en Ron. El niño lloraba, pero no con lágrimas. No todavía. Lloraba con la boca abierta, como si el dolor no pudiera salir de una sola vez.

“Vamos,” dijo Harry. “A la enfermería.”

“¡Estoy bien!” gruñó Ron.

Harry le apretó el costado con los dedos. Ron chilló.

“¡Te voy a romper la otra si sigues hablando!” masculló Harry.

Ron se calló al instante.

Draco esbozó una sonrisa de satisfacción.

Neville y Hermione ayudaron a levantarlo. Harry se colocó al lado opuesto de Ron para estabilizarlo. Cuando Draco quiso protestar, Harry le tomó la mano y la apretó.

“También vamos por ti, princesa. No engañas a nadie con esa pose.”

Draco, que había estado a punto de quejarse, se quedó mudo.

Y así, cinco niños cruzaron el pasillo en dirección a la enfermería, tambaleándose entre el orgullo y el dolor, los secretos y las preguntas.

Nadie mencionó el espejo. Pero en la oscuridad del aula cerrada, una serpiente siseaba suavemente. Su cuerpo enroscado frente al cristal. Golpeando el suelo con la cola. Como si supiera que el peligro aún no había comenzado.

La enfermería olía a limpieza y pociones. Una mezcla extraña, ligeramente mentolada y con un deje dulce, como si las camas mismas tuvieran memoria del jarabe de huesos rotos y de elixires calmantes. En cuanto cruzaron la puerta, Madam Pomfrey alzó la vista desde su escritorio y su ceño se frunció como si ya supiera que traían problemas.

“¿Qué ha pasado ahora?”

Harry abrió la boca para explicarse, pero Draco se adelantó. Literalmente. Dio un paso al frente y gimió tan escandalosamente que si no lo conocieran parecería un grito de guerra. Su rostro se contrajo como si acabara de recibir una maldición, y se agarró el costado como si sus órganos estuvieran colapsando.

“Ay, me duele. Mi cadera. Creo que está rota. O dislocada. Quizá incluso fracturada. No sé. Pero definitivamente algo no está bien.”

Harry lo miró sin moverse. Ni siquiera parpadeó. Solo giró los ojos al cielo con una exasperación que nacía de lo más hondo de su alma.

“Dramático.”

Draco le lanzó una mirada ofendida por encima del hombro. “¿Dramático? Acabo de ser aplastado por el peso de un Gryffindor sobre alimentado. No sabes lo que eso hace en la columna de un niño en pleno desarrollo.”

“Por favor,” murmuró Harry. “Solo quieres que suelte a Weasley.”

“No quiero que te contamines, es diferente.”

Madam Pomfrey se acercó de inmediato a revisar a Ron, ignorando el berrinche de Draco con la habilidad de una sanadora que había tratado a generaciones enteras de Black, Malfoy y Weasley antes de que ellos nacieran.

Ron, por su parte, se revolvía en la camilla como si se preparara para una batalla épica. Su muñeca, envuelta en una venda mágica, pulsaba con un brillo verdoso. Y eso no impedía que contara lo sucedido con la efusividad de quien ha combatido dragones.

“¡Y entonces estaba colgando ahí, a punto de caerme, y Potter me agarra justo a tiempo! ¡Y Hermione también! ¡Y Neville nos ayudó! ¡Y luego todos nos caímos como fichas!”

Hermione cerró los ojos con fuerza, claramente al borde del colapso emocional. Neville, de pie a su lado, simplemente miraba el suelo como si deseara que lo tragara.

Harry se inclinó para hablar con Madam Pomfrey mientras señalaba a Draco con la cabeza.

“Él también necesita ayuda. Cayó sobre su lado derecho y se ha estado quejando sin parar.”

“No es que me queje,” corrigió Draco con altivez desde la camilla contigua. “Simplemente tengo un umbral de dolor más honesto que el tuyo.”

Madam Pomfrey sacudió la cabeza y sacó un frasco que burbujeaba con lentitud.

“Quítate la camisa, señor Malfoy.”

Draco se quedó congelado.

Harry no pudo evitar reírse por lo bajo. “¿Qué pasa, princesa? ¿Te da pena mostrar el torso delante de mí?”

Draco lo fulminó con los ojos. “No todos nacimos para exhibirnos como tú, Potter.”

“Tranquilo, no te voy a lanzar corazones desde aquí. Solo hazlo de una vez o Pomfrey lo hará por ti.”

“Prefiero eso a que tú me mires.”

“Pues yo ya te vi en calzoncillos cuando te cambiabas,” replicó Harry, arqueando una ceja. “Así que tarde.”

Draco se puso de un rojo furioso, pero al final obedeció, dándole la espalda con toda la dignidad que pudo reunir mientras se desabotonaba con torpeza.

Harry no se quedó para ver el resto. Se alejó hasta la camilla donde Ron seguía contando la historia por tercera vez. Neville ya estaba apoyado contra la pared, cruzado de brazos, y Hermione tenía la cara metida entre las manos.

“¿En serio?” preguntó Harry, cruzando los brazos. “¿Héroe caído y renacido como semidios en solo diez minutos?”

Ron le dedicó una mirada cargada de sospecha.

“¿Y tú por qué estás tan tranquilo? ¡Casi me matas!”

Harry levantó una ceja. “¿Perdón? Yo te salvé, Weasley. Si fuera por mí, estarías hecho puré en el primer piso.”

“¡Mentira!”

Hermione por fin levantó la cabeza.

“Basta los dos,” dijo con el tono de voz de quien ya estaba harta. “Nadie murió. Nadie está muriendo. Estamos en la enfermería, todo está bien.”

Neville asintió en silencio, como si su alma necesitara confirmarlo en voz alta.

En ese momento, Madam Pomfrey corrió la cortina de la camilla de Draco. Draco tenía el rostro aún sonrojado y se abrochaba la camisa con manos demasiado rápidas. Harry no perdió el momento.

“Vamos, princesa. Ya te hicieron tu chequeo de pureza.”

Draco lo miró como si lo fuera a asesinar con una pluma. “Estás muerto.”

“Solo si logras alcanzarme.”

“Te juro que…”

Madam Pomfrey interrumpió con una mirada cortante. “Los cinco, no hubo pelea, ¿verdad?”

“No,” dijeron los tres que no estaban heridos en perfecta sincronía.

“¿Y no habrá pelea cuando salgan de aquí?”

“Por supuesto que no,” dijo Harry, justo cuando Draco murmuraba “depende.”

Ron los fulminó con la mirada. “¡Él empezó!”

“¿¡Yo!?” chilló Draco.

Madam Pomfrey alzó una ceja que podría haber detenido una guerra.

Harry se puso entre ellos y levantó ambas manos. “Ya está. Basta. Ya prometimos. Nadie se golpeará, nadie se insultará. No más drama.”

“Habla por ti,” murmuró Draco.

“Lo hago. Siempre lo hago.”

Una vez que los cinco estuvieron fuera, el aire del pasillo pareció más liviano. Pero solo por un segundo.

“¡Potter!” llamó Neville antes de que pudiera arrastrar a Draco.

Harry se giró. Neville parecía nervioso, pero decidido. “La profesora McGonagall te estaba buscando.”

“¿Otra vez?” suspiró Harry. “¿Qué hice ahora?”

“Y… el profesor Quirrell busca a Malfoy,” añadió Neville.

Harry iba a agradecerle, pero Draco ya abría la boca para soltar un improperio que probablemente terminaría en la genealogía de Neville.

Harry le tapó la boca con una mano. “Gracias, Longbottom. De verdad. Eres útil.”

Neville asintió, aliviado.

Harry soltó a Draco, que rugió apenas tuvo la boca libre. “¡No me vuelvas a hacer eso!”

“Claro, claro. Quédate calladito y te doy una galleta después.”

Apenas caminaron unos pasos cuando oyeron la voz de Ron detrás de ellos. No era un murmullo. Era, por supuesto, una declaración a todo volumen.

“¡Vamos, Hermione! ¡Tienes que venir a ver lo que tiene Hagrid en su cabaña! ¡Te vas a quedar con la boca abierta!”

Draco se giró, divertido. Pero Harry lo agarró del brazo.

“No,” le dijo. “No vas a escuchar.”

“Pero…”

“No.”

“Harry…”

Harry lo miró.

Draco lo fulminó con la mirada.

Y justo entonces, Harry se estiró, lo jaló hacia sí y le estampó un beso en los labios. No completo. No del todo. Pero sí uno que tuvo los pulgares de Harry cubriendo parcialmente la boca del rubio.

Draco se quedó rígido.

Y luego estalló en un rojo nuclear.

Harry ya había salido corriendo.

“¡Harry James Potter Peverell te juro por Salazar que te voy a matar!”

La risa de Harry resonó por todo el pasillo mientras Draco lo perseguía con un chillido entre indignado y avergonzado.

Las llamas de la chimenea de la sala común de Slytherin crepitaban con suavidad, lanzando reflejos cálidos sobre las piedras verdes y oscuras del salón. Era la hora en la que los estudiantes de primero empezaban a bostezar, a cerrar los libros de texto con los dedos aún manchados de tinta y a esperar que los prefectos los mandaran a dormir. El murmullo habitual bajaba de volumen como un río que se seca con lentitud. Pero Harry no estaba relajado. No podía. Porque Draco, a su izquierda, tenía esa expresión peligrosa. Esa mezcla de determinación testaruda y ofensa silenciosa que solo significaba una cosa: no había olvidado nada. Especialmente no el espejo.

Harry lo supo apenas vio cómo Draco tamborileaba con los dedos sobre el reposabrazos del sofá. Tenía el ceño fruncido, la mirada perdida hacia el fuego. Pero cada cierto tiempo giraba la cabeza como si esperara que Harry hablara. Como si lo desafiara a detenerlo antes de siquiera intentarlo.

Harry no dijo nada. Pero alzó la barbilla, estiró el cuello y dejó que sus ojos se cruzaran un segundo con los de Blaise, que estaba sentado justo al frente. Blaise lo miraba con una intensidad molesta, como si esperara que Harry se rindiera y se acercara a él a tener esa dichosa conversación que Blaise había intentado iniciar toda la semana. El solo cruce de miradas bastó para que Draco se removiera en su sitio. Gruñó por lo bajo, pero no dijo nada. Harry apenas ocultó una sonrisa. Funcionaba cada vez. Como si Blaise fuera un botón secreto para controlar a Draco. Un botón celoso, molesto, y muy útil.

Pero claro, si Harry hubiera sabido que Draco lo iba a despertar en plena noche, que iba a correr las cortinas de su cama y a colarse como una serpiente rubia e insistente solo para sacarlo del calor de sus sábanas, entonces quizás habría buscado otra estrategia.

Porque ahí estaban, en plena noche, caminando por los pasillos fríos de Hogwarts. Draco estaba abrigado hasta las orejas con la capa. La que Harry había encontrado cubierta sobre el espejo, con la tarjeta que decía que había sido de su padre. Claro que no la había sacado del baúl. Draco lo había hecho. Y no para devolvérsela con respeto, no. Lo hizo para cubrirse. Para no pasar frío. Y para arrastrar a Harry por el castillo como si eso fuera lo más natural del mundo.

Draco caminaba a su lado, con el rostro apenas iluminado por la tenue luz de la luna colándose por las ventanas altas. El rubor en sus mejillas era tan evidente que incluso en la penumbra resaltaba. Harry no estaba seguro si era por el frío o por otra cosa. Pero cuando se detenían —porque Draco insistía en susurrar posibles ubicaciones del espejo o posibles maneras en las que su reflejo iba a verse superior al de cualquier otro— Harry notaba algo más. Draco temblaba. Un poco. Apenas. Pero lo hacía. Y en esos momentos, cuando Draco chocaba con él sin razón, cuando fingía que era el pasillo el que estaba torcido, Harry pensaba que quizá el rubio le temía a la oscuridad.

Pero toda la medianoche se desvió a otra dirección cuando, desde una esquina, vieron pasar a tres figuras conocidas. Harry los reconoció por el andar torpe de Longbottom, el volumen innecesario de Weasley y el cabello inconfundible de Granger.

Draco los vio también. Y se detuvo.

“¿Qué… qué demonios hacen ellos a esta hora fuera del castillo?” susurró con incredulidad.

Harry ya sabía lo que iba a pasar. Se estiró para sujetar a Draco del brazo.

“No, no, no. No es asunto nuestro. Volvamos.”

Pero Draco ya tenía esa sonrisa torcida. Esa de cuando se le ocurría una travesura o una venganza. “¿Y si están haciendo algo ilegal? ¿Y si es algo importante? ¿Y si Granger encontró la manera de arruinar la biblioteca y necesitamos detenerla?”

Harry gruñó. “Draco…”

Pero no sirvió de nada. El rubio lo jaló del brazo con fuerza, y de pronto ambos estaban caminando en la dirección opuesta, detrás de los tres Gryffindor, aún bajo la capa, aunque Draco parecía haberse olvidado por completo del espejo, del frío y del sentido común.

Los pasillos se hacían más húmedos mientras bajaban. Harry escuchaba las voces de Weasley y Granger discutiendo algo, y a Longbottom intentando interponerse en medio como un amortiguador humano. Pero era difícil no hacer ruido. La madera crujía, y las sombras parecían susurrar. Harry sentía cómo la tensión aumentaba en su pecho.

“Esto es ridículo,” murmuró. “Van a ver a Hagrid. Seguro. Eso fue lo que dijo Weasley. ¿Quieres seguirlos hasta la cabaña solo para ver si tienen galletas o qué?”

“¿Y si no son galletas? ¿Y si tienen algo prohibido? ¿Y si tienen un bicho peligroso?” Draco se detuvo en seco. “¿Tú sabes lo que eso significaría?”

“¿Que vas a escribirle a tu padre llorando por justicia?” preguntó Harry con los ojos entrecerrados.

Draco lo fulminó con la mirada, pero antes de que pudiera responder, el crujido de una puerta al otro extremo del corredor los obligó a callarse. Los tres Gryffindor habían salido al exterior.

Harry dio un paso atrás. “Ya los vimos. Ya está. Volvamos.”

Draco no se movió. “Podríamos espiarlos un rato más…”

“No. Draco, tengo frío. Y tengo sueño. Y mañana tenemos clases. Y además, no puedes ir a acusarlos si tú también estás fuera de la cama.”

Draco giró la cabeza, como si estuviera considerando eso.

Harry cruzó los brazos. “¿Y qué fue del espejo? ¿No era que lo querías ver más que nada?”

Draco dudó. Miró hacia la oscuridad del bosque y luego a Harry. “Eso era antes de que ellos decidieran romper las reglas antes que nosotros.”

“Draco…” Harry se acercó, puso los dedos en el pecho del rubio. “Mira, si regresamos ahora, pasare todo el mes a tu lado. Todo el mes. Lo juro por Salazar.”

Draco entrecerró los ojos. “¿Y Blaise?”

“¿Blaise? ¿Quién es ese?”

El rubio bufó, pero al final, asintió. “Muy bien. Pero si Granger termina criando una mantícora en la torre de Gryffindor, será tu culpa.”

Harry puso los ojos en blanco y lo empujó suavemente para volver sobre sus pasos. “Claro, claro. Todo es mi culpa. Por eso estás enamorado de mí.”

“¡No lo estoy!”

Harry giró a Draco del brazo, con más firmeza de la necesaria, y comenzó a arrastrarlo de regreso por el pasillo iluminado apenas por las antorchas. El eco de sus pasos amortiguados por la piedra era lo único que los acompañaba… hasta que un sonido, lejano y agudo, atravesó el silencio. Un grito.

Infantil.

Breve.

Y tan real que el corazón de Harry dio un vuelco.

Draco se detuvo en seco. Harry también. Durante un segundo se miraron, sin necesidad de palabras. Harry ya estaba negando con la cabeza antes de que el rubio siquiera abriera la boca, pero era inútil.

“No,” dijo Harry.

“Solo vamos a mirar,” replicó Draco, con ese brillo ansioso en los ojos que siempre era peligroso. “Un segundo. Puede que estén en problemas.”

“Ese es su maldito problema,” escupió Harry en voz baja, girando los ojos con hastío. “Y el mío es un prometido con complejo de detective.”

Draco resopló.

“¿Prefieres volver con Zabini?” dijo con voz ácida, jalando a Harry por la muñeca.

“Sí, al menos él sabe cuándo dormirse.”

“No se notó eso cuando te seguía como un cachorrito con rabia en la sala común.”

Harry no respondió. Porque tenía razón. Pero no le iba a dar el gusto.

Cuando salieron al exterior, la brisa nocturna les pegó de frente. El aire estaba frío, pero no tanto como para justificar el temblor que sentía Harry recorriendo el brazo de Draco. Lo estaba jalando con fuerza. Como si sus piernas fueran más rápidas de lo que su orgullo le permitía admitir.

El campo estaba silencioso, pero a lo lejos, hacia donde se alzaba la cabaña de Hagrid, se veían sombras en movimiento y se escuchaban pasos torpes.

Draco apretó la mandíbula. “¿Qué clase de idiotas salen a esta hora a visitar a un semigigante?”

“¿Y qué clase de idiotas los siguen?” respondió Harry, levantando una ceja con sarcasmo.

“¿Idiotas comprometidos contigo?”

“Touché.”

Harry suspiró, dejando de resistirse. Ya estaban aquí. Ya era tarde. Ya Draco tenía esa mirada de desafío que significaba que haría lo que quería, con él o sin él. Y Harry lo conocía demasiado como para dejarlo ir solo.

Avanzaron a paso rápido pero silencioso, acercándose por un costado de la cabaña. Podían escuchar el sonido inconfundible de Neville balbuceando, entrecortado por los nervios. Cada palabra que salía de su boca parecía estar a punto de colapsar de miedo.

Draco lo imitó en un susurro exagerado, tan bajo que solo Harry lo oyó. “Ay no, ay no, ay no, vamos a morir, ay no…”

Harry apenas logró reprimir una risa. Pero luego, cuando vio a Draco alzarse de puntillas para mirar por la ventana, negó con la cabeza.

“No vas a llegar así,” murmuró.

“Entonces levántame.”

“¿Qué?”

“Levántame, Potter. ¿O necesitas un mapa para entenderlo?”

“Eres insufrible.”

“Y tú eres lento. Vamos.”

Harry bufó por lo bajo, pero se colocó detrás de él. Rodeó su cintura, sintiendo cuán estrecho y frágil era Draco por debajo de la pijama, y lo levantó con un pequeño impulso. El rubio chilló en un susurro apenas audible.

“No me toques tanto.”

“¿Quieres ver o no?”

“¡Sí!”

“Entonces silencio.”

Harry mantenía el equilibrio con cuidado. Draco no era exactamente pesado, pero tampoco era tan ligero como aparentaba. Más que peso, tenía huesos. Costillas. Un montón. Y las sentía todas en sus manos.

Draco se quedó mirando por la ventana varios segundos. No dijo nada. No se movió. Solo observó.

Harry miró al cielo. A las ramas de los árboles del bosque prohibido. A la sombra de la luna sobre el césped. Y luego, por aburrimiento, bajó la vista y notó algo curioso.

Sus pies no estaban.

Parpadeó.

Agachó ligeramente la cabeza

Sus pies seguían sin estar.

La capa se había deslizado al suelo.

Su respiración se detuvo un segundo. Se inclinó y movió un borde con el pie semi invisible. Su zapato desapareció bajo ella.

“Oh, por Dios…”

“¡Nos vieron!” Harry levantó la vista justo a tiempo para que Draco le jalara el cabello. “¡Harry, nos vieron, idiota!”

Harry soltó al rubio, que cayó al suelo con un quejido amortiguado. Se inclinó sobre la capa, maravillado, tirando un poco más de ella. Observó sus manos desvanecerse al igual que sus pies.

“¿Esto es una capa de invisibilidad?”

“¡¿Qué importa eso ahora?!” chilló Draco en susurros mientras se ponía de pie. “¡Corre!”

Harry no discutió.

Corrieron de regreso al castillo, con Draco aún sujetando la mano de Harry. La puerta de la cabaña de Hagrid se abrió detrás de ellos, y los gritos de Weasley llegaron hasta sus oídos:

“¡¡Malfoy, rata peliteñida, sal de ahí!!”

“¿Rata peliteñida?” murmuró Harry con diversión.

“¡Voy a matarlo!” gruñó Draco sin detenerse.

Ya cerca de las puertas del castillo, Harry lo detuvo en seco. Draco bufó, pero Harry lo cubrió por completo con la capa. El mundo pareció disolverse un poco a su alrededor, volviéndolos sombras del aire. Draco se quedó quieto. Luego susurró:

“Me estas pisando.”

“No digas nada,” murmuró Harry. “Al menos por cinco segundos.”

Avanzaron con más cuidado ahora, casi flotando por el pasillo hacia las mazmorras. El eco de pasos se escuchaba desde el otro lado del corredor, y justo cuando giraban la última esquina, una figura emergió de las sombras.

Snape.

El profesor caminaba con paso rápido y ceño fruncido, murmurando para sí con irritación.

“Idiotas tartamudos… perro baboso… como si no tuviera ya suficientes imbéciles que educar…”

Harry y Draco no respiraron hasta que desapareció tras la puerta de su habitación privada.

Draco aún tenía la mano de Harry aferrada como si su vida dependiera de ello.

Entraron a la sala común tras murmurar la contraseña. El fuego crepitaba débilmente en la chimenea y la mayoría de los alumnos ya estaban en sus dormitorios.

Subieron a su habitación y Harry no le dio a Draco ni la oportunidad de sentarse. Le abrió las cortinas de su cama, lo tomó por los hombros y lo empujó con firmeza hasta hacerlo caer sobre el colchón.

Draco chilló. “¡Podrías ser más delicado!”

“¿Delicado?” dijo Harry, alzando una ceja. “Después de todo lo que me hiciste hacer hoy.”

“Salvamos un secreto importante del castillo.”

“No. Seguiste a tres Gryffindors y casi nos matan.”

Draco cruzó los brazos y se metió bajo las mantas con lentitud. Aún así no se callaba.

“Fue emocionante.”

“Fue idiota.”

“Fue divertido.”

Harry se acercó tanto a su cara que Draco se quedó inmóvil.

“Si no te duermes pronto, voy a hacer algo tan loco que no solo te va a dar vergüenza a ti… les va a dar vergüenza a tus hijos. Y a los hijos de tus hijos. Y a los hijos de los hijos de nuestros hijos.”

El rubio abrió la boca… y la cerró sin emitir un sonido. Su rostro estalló en rojo. Harry sonrió encantado.

Cerró las cortinas sin darle otra palabra y cruzó al otro lado de la habitación. Al pasar junto a la cama de Blaise, notó que una pequeña rendija entre las cortinas dejaba ver un rostro en sombras. La mirada fija. El ceño fruncido. Los labios apretados.

Harry lo ignoró. No quería lidiar con él. No ahora. No esa noche. No cuando aún sentía el corazón latiendo rápido por todo lo vivido.

Se metió a su cama, tiró la capa al pie de la cama y se acomodó entre las mantas.

Solo entonces, en la oscuridad, se permitió sonreír.

Notes:

No puedo creer que un mes pasara tan rápido... 🥺

Chapter 35: Sospechas, verdades y amistades

Chapter Text

Desde que el sol se coló por las vidrieras y las sombras de la mañana se extendieron sobre el comedor, Harry supo que algo no iba bien.

No por la conversación cruzada entre alumnos, ni por la voz estridente de un grupo de segundo año que discutía sobre la dificultad del encantamiento de flotación, ni siquiera por la manera en que Blaise, desde su lugar habitual en la mesa de Slytherin, lo miraba cada tres minutos como si intentara leerle la mente.

Fue por Draco.

Por la forma en que su prometido —con el mentón en alto, el peinado inalterable y una sonrisa afilada— no dejaba de mirar hacia la mesa de Gryffindor. Más concretamente, hacia Ronald Weasley.

Y si la sonrisa de Draco podía ser socarrona y altiva en circunstancias normales, esta vez tenía algo peor. Tenía intención.

Harry dejó caer la cuchara dentro de su plato de avena tibia y se inclinó hacia él.

“¿Qué estás tramando?” murmuró con voz baja, lo suficiente para que solo él lo escuchara.

Draco no lo miró.

“¿Yo?” dijo, con fingida inocencia. “Nada.”

“No me tomes por idiota, Draco.”

Draco entonces lo miró, directamente a los ojos, con esa mirada que solo usaba cuando estaba decidiendo cuánto molestar a Harry.

“Solo estoy apreciando lo idiota que es Weasley estando sentado ahí sin venir a golpearme.”

Al otro lado del gran comedor, Weasley enrojecía poco a poco, como si escuchara cada palabra aunque no pudiera hacerlo. Harry notó el modo en que sus dedos apretaban el tenedor, cómo su pie golpeaba el suelo, y cómo Hermione le decía algo que probablemente era no vale la pena o ni lo pienses. Y por la forma en que Neville miraba el plato como si deseara volverse invisible, no cabía duda: la tensión era palpable.

Genial. Un drama más.

Harry se masajeó el puente de la nariz con los dedos y estuvo a punto de soltar un suspiro, cuando algo aún más desestabilizador sucedió. Una lechuza, elegante, de color grisáceo y con manchas más oscuras en las alas, descendió frente a él. Traía una carta. Un sobre algo arrugado. El sello estaba intacto.

Era una lechuza Peverell por el emblema que traiga alrededor del cuello.

Harry la tomó con manos inquietas. La abrió con cuidado, pero sin detenerse. La letra temblorosa del tutor de Dev llenaba las primeras líneas.

“Querido Harry, siento no haber escrito antes. He estado enfermo. Solo ahora empiezo a recuperarme.”

Harry tragó saliva, su pulso acelerándose mientras leía el resto.

“El motivo principal de esta carta es preguntarte si te gustaría salir de Hogwarts este fin de semana para ver a Sirius. Sus doctores han dicho que está más estable. El director aceptaría la salida, si tú estás de acuerdo. Quizás, si no te molesta, también podríamos vernos tú y yo.”

Harry bajó la carta con lentitud. Sintió que algo se agitaba dentro de él, algo entre confusión y rechazo. Dudó. Dudó muchísimo. ¿Ver a Sirius? ¿En persona? ¿Cara a cara? ¿Y con Remus ahí, mirándolo como si aún fuera un niño al que pudieran convencer?

Y justo cuando pensó que su respuesta estaba a punto de inclinarse hacia el “sí”, una sombra cruzó el techo. Silenciosa. Blanca. Perfecta.

Hedwig descendió como una reina, y Harry ya sabía que el sobre en su pata no iba a ser un bálsamo. Hedwig no venía con buenas noticias cuando llevaba ese brillo de urgencia en los ojos.

El collar de diamantes que adornaba su cuello reflejaba el sol. La elegancia de esa ave contrastaba con la frialdad de la carta que le traía.

El sobre era negro. La letra impecable sin lugar a dudas era de Hadrian.

"Dev está enfermo. Muy enfermo. Ha sido necesario llevarlo a la India para un tratamiento. Solo allí podrían estabilizarlo. No tenemos fecha de retorno.

Sirius Black ha iniciado formalmente el proceso para obtener tu tutela. Pienso que mantenerme al margen será de gran ayuda para que confirmes tu decisión de quedarme conmigo o elegirlo a él. Espero volver a verte a nuestro regreso, de no ser así lamento mucho no haberte abrazado más fuerte la última vez, siempre serás mi niño Harry.

Hadrian."

Harry sintió cómo el aire le raspaba la garganta. Sus dedos temblaron apenas. Sus ojos no se humedecieron —no todavía—, pero se encontraba en la clase de herbología y se estaba convirtiendo en una pesadilla de sonidos apagados, tierra seca entre sus uñas y la constante necesidad de tragar saliva como si el nudo de su garganta fuera físico.

Se saltó el almuerzo para ir a su habitación, con la cortina corrida de su cama, se dejó caer entre las almohadas. Apoyó el pergamino sobre su rodilla y tomó la pluma.

“Estimado, Señor Lupin, espero que estés mejor. Dev también. No quiero ver a Sirius. No quiero que Sirius tenga mi tutela. Por favor, intenta convencerlo de que pare. Yo ya tengo familia. No quiero ni necesito otra.”

Fue todo lo que pudo decirle. Lo firmó sin más. Sin despedidas, sin cariño. Solo verdad.

La carta a Hadrian fue distinta.

Le pidió que lo mantuviera informado sobre la salud de Dev. Le suplicó que no se alejara. Que no lo dejara solo con Sirius. Que no lo castigara por haber desobedecido —porque sí, había desobedecido—. También, entre líneas temblorosas, le contó sobre el espejo. Sobre haber luchado para no ver su reflejo. Sobre la atracción imposible que sentía por ese objeto.

Cuando terminó, la tinta estaba corrida en algunas partes.

Naga apareció entonces, arrastrándose en silencio, como si el dolor del niño le llamara.

Harry no tuvo que decir nada. La serpiente lo rodeó, acariciando su espalda con su cuerpo frío y pesado. Se enroscó a su cintura, a su pecho, se pegó a su cuello.

No dijo una sola palabra.

No hacía falta.

Llevarla hasta la lechucería fue una tortura. No por el miedo. No por el sigilo. Sino por el simple hecho de que Naga no era precisamente una criatura liviana. Su cuerpo serpenteaba con fuerza, apretando a ratos. Harry tenía que detenerse cada cierto tramo para respirar, reajustarla o ignorar sus quejidos internos.

Cuando llegaron a la torre, el olor a paja, excremento seco y plumas lo golpeó de inmediato. Las lechuzas se agitaron. Varias graznaron. Una incluso lanzó un chillido agudo cuando Naga alzó la cabeza y olfateó el aire con su lengua bífida.

Contrólate,” murmuró Harry por lo bajo, sintiendo cómo Naga parecía relamerse de forma casi teatral.

Las aves retrocedieron. Hedwig, sin embargo, no. Bajó volando desde su alto pedestal, con elegancia y majestuosidad.

Naga se acercó demasiado.

Harry extendió el brazo para interceptarla, pero no llegó a tiempo.

La lengua de la serpiente rozó el aire frente a Hedwig. Esta le lanzó un trino ofendido, como si acabaran de insultarla en siete idiomas.

“Te lo mereces,” susurró Harry, medio riendo.

Ató ambas cartas a la pata de Hedwig, con movimientos cuidadosos. La lechuza lo miró casi con lastima, y levantó vuelo.

Harry permanecía junto a la ventana más alta, observando cómo Hedwig desaparecía en el horizonte con las dos cartas que acababa de enviar. No se movió de inmediato. Solo quedó allí, mirando, como si su vista pudiera seguirla más allá de lo visible.

El peso fresco y sólido sobre sus hombros se desplazó con un leve roce contra su cuello. Naga levantó la cabeza, dejando que su lengua bífida se asomara en el aire frío. El siseo que siguió fue tan suave que parecía parte del viento, pero Harry lo reconoció de inmediato, sintiéndolo más en su mente que en sus oídos.

"Cría, tu corazón está agitado. Lo escucho en tu sangre."

Harry bajó un poco la mirada hacia ella, con una mezcla de cansancio y alegría mal disimulada. "No es nada, Naga."

"Es algo." Su tono era seco, absoluto. "Intentas ocultármelo, como si pudiera dejar de sentir lo que siente mi cría. ¿Por qué?"

Harry suspiró. "Porque no quiero que empieces con tus advertencias."

La mamba negra inclinó su cabeza, evaluándolo con esos ojos oscuros e inmóviles. "Si no me lo dices, lo descubriré sola."

"Siempre tan confiada," murmuró Harry, girando la cabeza apenas para esquivar la lengua que volvió a rozarle la mejilla.

Naga se acomodó más firmemente sobre sus hombros, como si quisiera aferrarse a él. "El mayor me confió a su cría. Es mi deber cuidarte. Y a la mascota también."

Harry frunció el ceño. "Dev no es una mascota. Es mi amigo."

"Es pequeño, débil, y necesita que lo protejas," replicó Naga con esa calma impasible que a veces resultaba más irritante que un grito. "Eso es una mascota."

Harry le lanzó una mirada reprobatoria. "No voy a discutir eso contigo."

"Claro que no. Perderías." La serpiente se desplazó levemente por su cuello, ajustando su agarre como si quisiera recordarle que estaba allí.

Él aprovechó el momento para tantear otro asunto. "Últimamente no te veo mucho. ¿Dónde te metes?"

"No es asunto para tu preocupación."

"Todo lo que tenga que ver contigo es asunto mío."

Hubo un silencio prolongado antes de que Naga respondiera. "Uno de tus compañeros huele a muerte."

Harry se enderezó, intrigado. "¿Quién?"

"Si supieras, lo mirarías distinto. No diré." Su tono no admitía negociación.

Harry apretó la mandíbula. "Increíblemente útil, como siempre."

La serpiente ignoró la ironía y continuó: " Debes ir a los que huelen a bosque y exigir alimento."

"Los elfos domésticos," dijo Harry con una mueca.

"Sí. O, si lo deseas, puedo cazar para ti."

"Ni lo sueñes."

Naga soltó un siseo breve que, en ella, era una risa. Se acomodó de nuevo, pero esta vez Harry movió los hombros con cierta incomodidad.

"Pesas más cada vez que te veo," comentó.

Ella, sin ofenderse, se deslizó hacia la baranda de piedra y comenzó a avanzar reptando, su cuerpo oscuro brillando con la luz tenue. "No me quejaría si fuera tú. Un depredador sobre tus hombros ahuyenta a muchos peligros."

"Lo sé," murmuró Harry. "¿Qué ha sido lo último que cazaste?"

"Animales del bosque. Suficientes para mantenerme fuerte."

Harry hizo una mueca, imaginando conejos y aves cayendo bajo sus colmillos. "Pobres criaturas."

"Comida," corrigió Naga sin emoción.

El chico decidió cambiar de tema. "¿Qué visitas tanto cuando no estás conmigo?"

"Las habitaciones de los humanos. Las de tu hogar, las de los otros."

"¿Y las de los profesores?"

"No. Protegidas. Malas defensas para mí."

Harry la observó con más atención. "¿Malas cómo?"

"Dos de ellos huelen a serpiente."

Eso hizo que un escalofrío le recorriera la espalda. "¿A serpiente? ¿Como tú?"

"Uno me provoca frío. El otro, enojo."

"¿Por qué enojo?"

Naga elevó un poco la cabeza, como si calibrara si decirlo o no. "Porque uno ha contaminado a la pareja de mi cría."

Harry parpadeó, confuso. "¿Draco?"

Ella no respondió. Se limitó a seguir avanzando hasta encontrar un pequeño hueco en la pared. Antes de entrar, siseó con irritación: "Olores extraños. Humanos tontos. Ratas gordas." Y desapareció en la oscuridad.

Harry quedó inmóvil unos segundos. El peso de sus palabras lo dejó inquieto, aunque no entendía del todo a qué se refería. No ahora. No voy a obsesionarme con esto ahora.

Harry subió los escalones del castillo con paso lento, aún masticando el último bocado del emparedado que un elfo doméstico, demasiado servicial, le había preparado minutos antes. No pudo evitar pensar en Suzu y en los demás elfos de la mansión Peverell; la forma en que siempre parecían adivinar lo que quería antes incluso de que lo pidiera. Aquí no era lo mismo. Aquí todo era más frío, más mecánico. Y aunque Hogwarts tenía su propio encanto, había momentos como este en que la distancia con su hogar le pesaba más de lo que quería admitir.

El recuerdo de la cocina de la mansión, de las tazas humeantes de té, del olor a pan recién hecho, le atravesó fugazmente el pecho. Si Suzu estuviera aquí, me habría seguido hasta la lechucería solo para asegurarse de que no me congelara. El pensamiento le arrancó una media sonrisa.

Apretó el paso cruzando el estrecho puente que conectaba la torre con el patio cubierto de nieve. Una ráfaga helada lo golpeó de lleno antes de alcanzar las puertas del tercer piso del castillo. Dentro, el aire estaba más templado, con ese aroma a pergamino y piedra húmeda que parecía flotar en los pasillos. Sacudió la nieve de sus botas y emprendió el camino hacia su próxima clase, consciente de que ya iba tarde pero sin demasiada urgencia. Ser puntual nunca había estado entre sus prioridades cuando no quería estar en un lugar.

Empujó la puerta con calma y se detuvo un segundo en el umbral. La mayoría de los alumnos ya estaban sentados. Al frente, Quirrell alzó la vista de sus apuntes, los labios moviéndose apenas en un tartamudeo que parecía atrapado entre sus dientes.

"Puede… puede pasar, señor P-Potter", dijo el profesor, con su tono tembloroso, pero sus ojos lo siguieron con más atención de la que Harry hubiera querido.

"Gracias, profesor", respondió Harry con una sonrisa que podía interpretarse como cortesía… o burla. A estas alturas, ni él mismo estaba seguro.

Caminó por entre las filas hasta el único asiento libre, junto a Longbottom. El chico lo miró con sobresalto, como si Harry fuera una criatura peligrosa que había aparecido sin previo aviso.

"Hola, Longbottom", saludó Harry, dejándose caer en la silla.

"Hola…" murmuró Neville, acomodándose el cuello de la túnica.

"¿Por qué siempre está libre tu asiento?", preguntó Harry sin bajar demasiado la voz.

Neville se encogió de hombros, mirando hacia su pluma. "No lo sé."

Harry arqueó una ceja, pero no insistió. Ya tenía la atención de otro: Draco lo observaba desde el otro lado de la sala como si Harry acabara de cometer una ofensa personal. Harry le devolvió la mirada con calma y, como si quisiera empeorarlo, le guiñó un ojo con una sonrisa descarada. El rubio frunció los labios, se irguió y volvió a sus notas con un movimiento demasiado teatral como para ser casual.

Blaise, sentado unas filas detrás de Draco, giró la cabeza lo justo para seguir la escena. Harry sintió esa mirada como un alfiler clavándosele en la nuca, pero no le dio importancia.

La clase avanzó al ritmo pausado de Quirrell, que tartamudeaba con cada explicación de encantamientos defensivos. Algunos estudiantes aprovechaban para charlar en voz baja o adelantar deberes de otras asignaturas. Granger, como siempre, escribía sin parar, ajena a todo. Weasley parecía más interesado en hacer dibujos en su pergamino que en escuchar. Vicent y Gregory cuchicheaban algo mientras se repartían un paquete de pastillas de menta.

Harry, sin embargo, tenía otra distracción. Desde su asiento, observaba a Draco con atención. El rubio aparentaba indiferencia, pero tomaba notas de forma meticulosa. Su ceño se fruncía cada vez que alguien elevaba demasiado la voz. Sus labios se apretaban cuando intentaba concentrarse en lo que Quirrell escribía en la pizarra. Había una línea suave entre sus cejas cuando se concentraba. Harry apoyó la cabeza entre sus brazos cruzados sobre la mesa buscando un ángulo cómodo para mirarlo. Draco, finalmente, lo sintió. No levantó la cabeza de inmediato, pero el color subió a sus mejillas. Con una parsimonia estudiada, tomó su pergamino, escribió algo en una esquina y lo levantó lo suficiente para que Harry pudiera leerlo: Deja de mirarme.

Harry soltó una risa baja, que hizo que Neville lo mirara de reojo sin entender. Cuando Harry volvió a alzar la vista, Quirrell lo observaba desde el frente con una mezcla de curiosidad y advertencia.

"¿Algo gracioso, señor Potter?", preguntó el profesor.

"Solo aprecio la clase, profesor", respondió Harry, con un tono que parecía inocente pero no lo era. Un par de risas contenidas sonaron entre las filas.

Draco le dio una media sonrisa antes de girarse al frente, pero el leve rubor en sus mejillas lo delató. Harry continuó con su juego, dejándose ver en cada mirada, disfrutando de cómo el rubio se removía en su asiento.

Cuando Quirrell pidió que practicaran un encantamiento básico por parejas, Blaise se levantó de inmediato y se acercó a Harry. "¿Te importa si…?"

"Sí", interrumpió Harry con calma. "Ya tengo pareja."

"¿Ah, sí? ¿Quién?", replicó Blaise, aunque la respuesta era obvia.

"Malfoy", dijo Harry, sin apartar la vista de Draco.

Blaise torció una sonrisa forzada y se apartó, volviendo a su sitio. Pansy, que había estado escuchando, rodó los ojos y murmuró algo que sonó como "patético".

El ejercicio se desarrolló entre risas, varitas agitándose y un par de chispas perdidas que hicieron que algunos se encogieran para no salir chamuscados. Harry fingió mostrar interés en lo que sea que estaba haciendo Longbottom, pero cada vez que Draco pronunciaba el encantamiento, Harry lo miraba. Draco, ya desesperado, dejó caer la varita sobre la mesa y susurró algo que Harry no alcanzó a oír, pero que por el gesto de sus labios debía ser un insulto.

Cuando la campana anunció el final de la clase, todos empezaron a guardar sus cosas. Harry se dio cuenta de que Neville lo estaba mirando de nuevo, como si hubiera sido testigo de algo privado. Y no era el único: varios alumnos intercambiaban miradas y sonrisas de complicidad. Incluso Quirrell, que había estado al frente, parecía más pendiente de él y de Draco que de la clase.

En cuanto salieron del aula, los Slytherin se agruparon alrededor de Harry. Theo se movió para que Draco quedara justo a su lado, y Harry bajó la vista a la mano del rubio, al anillo que parecía atrapar la luz. Al alzar la mirada, encontró la de Blaise, primero cargada de molestia, luego adornada con una sonrisa lenta. Harry le devolvió la sonrisa casi por instinto, pero se le borró en el acto cuando Draco lo miró con una mezcla de curiosidad y desaprobación.

No dijo nada, pero le dio un golpe suave con la esquina de su bolso. Harry arqueó una ceja y se inclinó hacia él.

"¿Eso ha sido un aviso?", murmuró.

"Eso ha sido una advertencia", replicó Draco con suavidad, pero con esa firmeza que usaba cuando no quería que quedara duda de que hablaba en serio.

Harry sonrió, divertido. "Eres tan posesivo…"

Draco se encogió de hombros como si no quisiera confirmarlo ni negarlo, pero la forma en que aceleró el paso para ponerse ligeramente por delante lo delató. Harry no tuvo tiempo de reflexionar sobre eso, porque de pronto sintió cómo Draco se desviaba hacia un pasillo lateral, agarrando un pliegue de su túnica para arrastrarlo consigo.

Harry no puso resistencia. Estaba tan acostumbrado a que Draco decidiera cambiar de dirección sin previo aviso que ni se molestó en preguntar. Esta vez ni siquiera se despidió del resto. Pansy fue la única que levantó la voz para recordarle a Draco, con un gesto coqueto, que esa noche era su “noche semanal” con ella. Si Harry no hubiera estado presente aquella noche del compromiso, podría haberse preguntado si entre Draco y Pansy había algo más que amistad. Después de todo, en todo el castillo nadie parecía pasar más tiempo con Draco que ella… a excepción de Harry, claro.

El rubio lo condujo sin pausa hasta llegar cerca de la biblioteca. Harry no tardó en comprender el motivo: tres figuras con corbatas escarlatas estaban entrando. Weasley, Granger y Longbottom. Por supuesto, pensó Harry, reprimiendo un suspiro. Si Draco había decidido seguirlos, era evidente que no se iba a conformar con mirar desde lejos.

Se deslizaron entre las estanterías, el rubio siempre con un objetivo claro. Harry, en cambio, se distrajo leyendo al pasar los títulos de los lomos de los libros que tenían más cerca. Draco, inclinado hacia adelante, espiaba por un pequeño hueco entre dos volúmenes gruesos, observando atentamente a los tres Gryffindor que se habían sentado en una mesa apartada.

Harry escuchaba fragmentos de su conversación. Algo sobre una carta para “Charlie” y sobre que todo sería el sábado a medianoche. Nada de eso le resultaba particularmente emocionante. Si tuviera algo mejor que hacer… Pero ahí estaba, más por inercia y para acompañar a Draco que por verdadero interés en verlos meterse en problemas.

Draco, absorto, no notó al principio que Harry se había acercado por detrás. El moreno, con una sonrisa traviesa, se inclinó y le sopló suavemente bajo la oreja. Draco soltó un chillido bajo y se giró bruscamente, los ojos brillando de molestia… aunque el rubor que inundó sus mejillas lo traicionó al instante al notar lo cerca que tenía a Harry, que lo miraba con una risa contenida en los ojos.

“¿Qué demonios haces?”, susurró Draco, sin atreverse a alzar demasiado la voz.

“Nada…”, respondió Harry, con fingida inocencia, ladeando la cabeza. “Solo pensé que necesitabas un poco de… emoción.”

Draco estaba a punto de replicar cuando un sonido de pasos los interrumpió. Weasley y Granger aparecieron por el pasillo lateral de estanterías, probablemente alertados por el chillido de Draco. Se quedaron congelados al verlos. El rubor subió rápido a sus rostros, pero el que habló primero fue Weasley, con un tono que mezclaba mortificación y desdén.

“¿Qué… qué están haciendo aquí?”

Por el rubor intenso en el rostro de Draco, Harry supo que tampoco quería ser visto en esa situación. Es tan fácil de avergonzar…, pensó, y se contuvo para no soltar una carcajada. En lugar de responder, simplemente rodeó la cintura de Draco y, sin previo aviso, lo levantó un poco del suelo para apartarse de ellos.

“¡Harry!”, siseó Draco, con voz aguda, intentando librarse del agarre.

Los dos Gryffindor se pusieron más rojos ante la escena, y Harry no desaprovechó la oportunidad de girarse hacia la mesa donde Longbottom seguía sentado. Le dedicó una sonrisa cargada de sorna. Sin embargo, lo que vio en la expresión del chico lo hizo fruncir el ceño: Neville no estaba sonrojado ni avergonzado. Parecía… nervioso. Incluso un poco molesto.

Genial…, pensó Harry. Seguro que sabe lo del beso en el jardín con Blaise. Esa posibilidad lo incomodó lo suficiente como para que decidiera apresurarse a sacar a Draco de allí cuanto antes.

Una vez fuera de la biblioteca, Draco se soltó bruscamente y lo miró con el ceño fruncido. “No vuelvas a hacer eso en público”, le siseó, con esa indignación elegante que dominaba tan bien.

Harry apenas lo escuchaba. Su cabeza ya trabajaba en posibles maneras de asegurarse de que Longbottom mantuviera la boca cerrada. Si hablaba… sería un problema serio.

Draco continuaba con su regaño, enumerando todo lo que Harry no debía hacer y cómo su comportamiento podía “arruinar su imagen”. Harry soltó un suspiro largo y cansado, dejando que la voz del rubio se convirtiera en un murmullo distante. Draco, ofendido, se cruzó de brazos, pero no tuvo tiempo de reaccionar cuando Harry, con un gesto repentino, se dejó caer suavemente contra su torso, apoyando la frente sobre él.

El corazón de Draco, perceptible incluso a través de la tela de la túnica, latía rápido. No lo empujó. Ni siquiera se movió.

Harry sonrió para sí. “¿Ves? No es tan terrible que esté cerca…”

Draco no respondió, pero sus manos, vacilantes, se elevaron para rozarle el cabello en un gesto breve, casi involuntario. Harry se separó un poco, lo justo para mirarlo a los ojos. Luego, sin darle tiempo a reaccionar, se inclinó y le dio un beso fugaz en el mentón.

Draco soltó otro chillido ahogado, llevándose la mano al rostro. “¡Harry!”

“Tranquilo”, respondió el moreno con una sonrisa insolente, tomándole la mano para guiarlo hacia las escaleras que descendían a las mazmorras. “Vamos. Antes de que Weasley recupere el valor para seguirnos.”

Draco todavía tenía las mejillas encendidas cuando cruzaron el arco de piedra hacia el pasillo subterráneo. El eco de sus pasos resonaba entre las paredes húmedas, y el aire denso de las mazmorras se sentía más frío que de costumbre. Harry, sin embargo, no estaba pensando en la temperatura. Estaba calculando, con el cinismo de alguien que ya anticipa un dolor de cabeza, cuánto trabajo tendría esa noche: mantener a Draco contento, asegurarse de que Longbottom no dijera ni una palabra inconveniente y evitar que Blaise intentara buscarle conversación… o algo más.

Pero Draco, aparentemente, no tenía intención de quedarse callado. Apenas se adentraron en los pasillos, el rubor en sus mejillas se fue disipando, y su expresión recuperó esa compostura arrogante tan suya.

“Harry”, comenzó, con voz firme y un aire de seriedad que habría intimidado a cualquiera que no lo conociera, “tenemos que hablar de tu comportamiento. Sobre todo ahora que estamos comprometidos.”

Harry giró los ojos hacia él, pero no interrumpió. Draco siguió caminando a su lado, balanceando con suavidad las manos entrelazadas de ambos como si aquel gesto no le restara autoridad a sus palabras.

“Lo que pasó en la biblioteca… y antes… y lo de esa noche… todo eso queda en evidencia. Y no puedes dar a la gente excusas para cuestionar nuestro compromiso. Tenemos que mantener cierta imagen, Harry. Ser… impecables.”

Harry arqueó una ceja. “¿Impecables? Draco, tenemos once años. Apenas si nos dejan salir del castillo sin permiso, y tú quieres que nos comportemos como una pareja de ministros en una gala.”

Draco lo miró con paciencia fingida. “Precisamente. La gente observa. La gente comenta. Y si vamos a mantener esto, no podemos darles armas para murmurar… al menos, no en nuestra contra.”

Harry dejó escapar una pequeña risa. “Suena como si fuéramos la comidilla del castillo.”

“Lo somos”, replicó Draco sin dudar. “¿Acaso no lo has notado? Medio Slytherin ya está comprometido. No somos los únicos… pero sí los más jóvenes. Y eso significa que cada paso que demos será mirado con lupa.”

Harry no dijo nada más, dejando que Draco continuara con su lista de reglas no escritas, observaciones y expectativas. Así siguieron hasta que llegaron a la entrada de la sala común, donde Draco, todavía hablando, empujó a un par de niñas para entrar.

La sala estaba animada. Algunos estudiaban cerca de la chimenea, otros charlaban en pequeños grupos. Harry no tardó en notar la mirada fija de Blaise: decidida, calculadora. No era simple curiosidad. Era el tipo de mirada que significaba que algo iba a pasar, sí o sí.

Daphne y Tracey cuchicheaban en un rincón, cubriéndose la boca para disimular sus risas. Harry captó fragmentos: “dama de flores” y “la boda del siglo”. No necesitaba más para saber que hablaban de él y Draco.

Harry se inclinó hacia el rubio, sonriendo como si le dijera algo trivial. “Voy a dejar tu bolso y el mío en la habitación. Vuelvo en un momento.”

Draco lo miró con un destello de satisfacción. “Qué considerado”, dijo, acomodándose en un sillón.

Harry aprovechó y, como despedida, inclinó la cabeza para rozar el mentón del rubio con un beso fugaz. Pansy, que estaba cerca, masculló un “qué asco” entre dientes, lo suficientemente alto como para que ambos lo oyeran. Harry solo sonrió de lado y se encaminó hacia las escaleras.

En la habitación, dejó el bolso de Draco cuidadosamente sobre su baúl y arrojó su propia mochila sobre su cama sin mucha ceremonia. Estaba a punto de darse la vuelta para regresar a la sala común cuando escuchó el clic de la puerta cerrándose. Giró lentamente… y ahí estaba Blaise, apoyado contra la puerta, brazos cruzados, expresión dura.

Harry suspiró. “¿En serio?”

Blaise no se movió. “Tenemos que hablar.”

“¿Y no podía ser en otro momento?”, preguntó Harry con cansancio.

“No. No después de lo que vi hoy.” Blaise avanzó, acortando la distancia entre ellos. “Ni después de lo que pasó entre nosotros.”

Harry lo miró con frialdad. “¿Esto es por lo del jardín?”

“Es por todo”, replicó Blaise, su voz subiendo apenas un poco. “Por cómo me has estado usando. Por cómo actúas como si no hubiera pasado nada. Y ahora, para colmo, me ignoras delante de todos mientras te paseas con él.”

Harry entrecerró los ojos. “Draco es mi prometido.”

“¿Y yo qué era para ti, Harry? ¿Un pasatiempo? ¿Un juego?”

Harry se rio, sin humor. “Llámalo como quieras. Pero si piensas que voy a arriesgar lo que tengo con Draco por… esto, estás muy equivocado.”

Blaise apretó los puños. “Puedo contarlo. A todos. Que tú y yo—”

“Hazlo”, lo interrumpió Harry con una sonrisa burlona. “Seguro todos estarán encantados de saber que los Zabini no solo tienen reputación de asesinos, sino que además se dedican a meterse en compromisos para embaucar.”

El rostro de Blaise se tensó. “No te atrevas—”

“Ya lo hice”, cortó Harry, dando un paso hacia él. “¿Crees que me asusta lo que puedas decir? No soy yo el que tiene que preocuparse por su apellido aquí.”

Blaise, cada vez más alterado, dejó caer la fachada de heredero impecable y mostró algo más crudo: un niño asustado, confundido, incapaz de definir qué lugar ocupaba en la vida de Harry.

“No tienes derecho…”, murmuró Blaise, la voz quebrándose. “No tienes derecho a jugar así conmigo.”

“No voy a permitir que tú —ni nadie más— arruine mi compromiso con Draco”, replicó Harry, con un filo en la voz que no dejaba lugar a dudas. “Y créeme, Blaise… no eres el primero. No serás el último. Pero ninguno de ustedes vale lo suficiente como para hacerme perder lo que realmente importa.”

Las lágrimas de Blaise aparecieron, brillando de impotencia. “Me usaste... Todo este tiempo…”

Harry lo miró sin pestañear. “Nunca te hice promesas. Nunca te di nada más de lo que quise darte. Y si pensaste que eras diferente… fue tu error.”

Blaise tragó saliva, temblando. “Eres un imbécil.”

Harry sonrió, sin calidez. “No. Solo soy honesto. Y te haré un favor diciéndote esto: no eres material para pareja. Eres demasiado… necesitado. Demasiado desesperado por cariño. Y la gente como tú… nunca es tomada en serio.”

Blaise retrocedió un paso, como si las palabras hubieran sido un golpe físico. El silencio en la habitación era denso, apenas roto por su respiración agitada. Harry, con calma, recogió su bufanda del borde de la cama y la pasó alrededor de su cuello.

“Será mejor que vuelvas a la sala común”, dijo finalmente, abriendo la puerta. “O alguien podría empezar a preguntarse qué hacíamos aquí tanto tiempo.”

Harry sostuvo la puerta abierta solo un instante antes de salir, pero la voz de Blaise, ya recuperada de ese tono tembloroso que había mostrado minutos antes, lo detuvo en seco.

“No estés tan seguro de que Draco te perdonará por lo que has hecho.”

Harry giró lentamente, todavía con la mano en la puerta. La sonrisa que le dedicó no tuvo ni una pizca de calidez, pero sí algo peor: una mezcla de pena fingida y burla apenas velada.

“Blaise, Blaise…” dijo con suavidad, como si le hablara a un niño que no entiende una lección sencilla. “No te precipites con las amenazas.” Eso bastó para que los ojos de Blaise se oscurecieran. Dio un paso hacia él, abriendo la boca para replicar, pero Harry lo cortó de inmediato. “Ten cuidado con qué mentiras decides divulgar. Si estás tan convencido de que te van a creer, más te vale estar igual de seguro de que no vas a perderlo todo en el proceso.”

Blaise frunció el ceño, desconcertado. “¿Qué demonios se supone que significa eso?”

Harry apartó la vista un segundo, asomándose al pasillo para asegurarse de que no hubiera nadie. Cuando confirmó que estaban solos, volvió a clavar la mirada en él.

“Significa que tu madre sigue visitando a Hadrian. Y que ambos sabemos perfectamente por qué lo hace.” Su voz se volvió más fría, cada palabra pronunciada con cuidado. “Si no quieres arruinar eso, mantén la boca cerrada.”

La furia e impotencia en el rostro de Blaise eran tan claras que Harry casi pudo saborearlas. Sus labios temblaron, como si estuviera al borde de gritarle algo, pero lo que salió fue un susurro roto.

“¿Draco… besa mejor que yo?”

Harry ni siquiera respondió. Porque, al mirar al pasillo, vio algo que le heló la sangre.

Draco estaba allí, apoyado contra la pared, la cabeza inclinada hacia un lado, una mano cubriéndole la sien. Su postura seguía siendo elegante —era Draco, al fin y al cabo—, pero había algo en su semblante que no encajaba. Los labios tensos, la respiración un poco más rápida de lo normal. Y lo más preocupante: ni un solo sonido de queja, como si estuviera haciendo un esfuerzo enorme por mantener la fachada de perfección.

Harry se movió sin pensarlo. Dejó atrás a Blaise y se plantó frente al rubio.

“¿Draco? ¿Qué te pasa?”

“No es nada”, murmuró Draco, aunque su voz estaba más baja y áspera de lo habitual. “Solo… un dolor de cabeza.”

Harry frunció el ceño. “Eso no parece un simple dolor de cabeza. Vamos a ver al profesor Snape.”

“No.” Draco lo dijo con la misma firmeza con la que se negaría a llevar un jersey de segunda mano. “No pienso ir con Snape.”

“Entonces a la enfermería.”

“No.” Esta vez fue casi un suspiro.

Harry apretó la mandíbula. El impulso de discutir era fuerte, pero al ver lo pálido que estaba Draco lo cambió por algo más suave. “Vale… entonces al menos vamos a la habitación para que descanses.”

El rubio asintió, cerrando los ojos un segundo. Harry lo tomó con cuidado por los hombros, guiándolo hacia la puerta de la habitación. No hizo ni el más mínimo gesto hacia Blaise cuando pasaron a su lado, aunque notó, sin querer, el salto que dio el moreno al verlos. Blaise estaba limpiándose la humedad de las mejillas con disimulo, pero la envidia en su mirada era demasiado obvia.

Harry llevó a Draco directo a su cama. Le ayudó a sentarse, quitó la túnica que llevaba encima y, con movimientos rápidos pero atentos, le acomodó las mantas. Luego fue al baño a por un vaso de agua.

Cuando volvió, Blaise seguía allí, sentado en el borde de su cama como si no supiera adónde ir. Observaba cada gesto de Harry con una mezcla de resentimiento y algo que parecía… tristeza.

Harry lo ignoró.

Se inclinó hacia Draco, bajando la voz. “Aquí tienes.” Lo ayudó a tomar el vaso, vigilando que no se derramara nada. Cuando terminó, le apartó con suavidad los mechones húmedos que se le habían pegado a la frente.

Blaise desvió la vista, como si aquel nivel de cuidado fuera demasiado para seguir mirándolo.

Harry cerró las cortinas de la cama para aislar a Draco de la luz y, sobre todo, de cualquier presencia no deseada. Con cuidado se sentó junto a él.

“¿Quieres que llame a un elfo para que te traiga algo? ¿O que—?”

Draco alzó la mano, tocando los labios de Harry con sus dedos. “Shh…” Sus ojos estaban ligeramente inyectados en rojo, y su mueca de dolor no dejaba lugar a dudas de que no estaba fingiendo.

En voz baja, apenas un hilo audible, dijo: “¿Ya solucionaste… tu asunto con Zabini?”

Harry tomó los dedos de Draco y los besó, primero en las yemas, luego en el dorso. Después, sin soltarlo, subió hasta la muñeca y dejó un beso allí también. “No te preocupes por eso.”

Draco no dijo nada, pero su boca hizo un gesto breve, como si estuviera a punto de preguntar más. Harry aprovechó para acomodarle mejor el flequillo y acomodar la almohada.

“Bebe otro poco”, le dijo, acercándole el vaso de nuevo.

Draco obedeció, aunque despacio, y Harry le limpió los labios con el pulgar. Los ojos grises del rubio lo miraban, cansados pero atentos.

Harry le sonrió con suavidad. “Así está mejor.”

Se inclinó un poco y le besó la frente. Iba a apartarse, pero sintió que Draco le sujetaba la muñeca.

“Harry…” su voz era un susurro tembloroso. “Vi algo…”

Harry se inclinó de nuevo, acercándose lo suficiente para escuchar sin que nadie más pudiera oír. “¿Qué viste?”

Draco tragó saliva. Durante unos segundos, abrió la boca y volvió a cerrarla, como si las palabras se le atascaran en la garganta. La vulnerabilidad en su rostro lo hacía parecer más joven todavía.

Finalmente, habló.

“Vi… a mi abuelo.” Respiró hondo, y sus manos apretaron la manta. “Vi a mi abuelo… intentando lastimarte.”

Harry sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Se quedó quieto, procesando lo que acababa de oír. No era una frase dicha al azar. Draco lo decía con miedo genuino, y eso le preocupaba más que cualquier dolor de cabeza.

Pero no insistió. No todavía.

En vez de eso, le apretó la mano y le dijo, en un tono firme pero tranquilo: “No dejaré que nadie me toque, Draco. Ni tu abuelo, ni nadie.”

Draco cerró los ojos, aferrándose a esa promesa como si fuera una manta más.

Harry se había prometido que no iba a intervenir. Que iba a quedarse en su cama, en silencio, fingiendo que no escuchaba nada. Que no le importaba que Pansy hubiera invadido la cama de Draco como si fuera la suya, esparciendo frascos, pociones, toallitas y tarros con etiquetas brillantes como si fuera una mini tienda de cosméticos. Que no le molestaba la voz de Pansy comentando cada detalle del cutis de Draco, ni el olor dulzón que llenaba el dormitorio.

Pero le estaba costando. Mucho.

El motivo de su autocontrol no era precisamente Pansy, sino Draco. Draco estaba recostado contra el cabecero de su cama, con la espalda muy recta y un cojín mullido detrás, soportando que Pansy le aplicara una mascarilla color verde pálido en la cara. No parecía quejarse —Draco jamás se quejaba cuando podía demostrar que era mejor que los demás en algo—, pero Harry sabía que había estado mal hacía un rato. Todavía recordaba el peso de Draco contra él, el calor en su frente, el dolor en su voz. Y por eso no podía ignorarlo, aunque Pansy fuera… bueno, Pansy.

“De verdad, tu piel ya es perfecta”, comentó Harry en voz alta, sin pensarlo, desde su cama. Lo dijo con ese tono suyo que mezclaba honestidad y burla, porque era cierto, pero no se lo iba a regalar sin ironía.

Pansy le lanzó una mirada asesina. “Cállate, Potter. Claramente no tienes idea de nada. Esto no es solo para que se vea bien ahora, es para mantenerlo perfecto siempre. ¿O es que quieres que tu prometido empiece a parecerse a… no sé… un Hufflepuff descuidado?”

Harry arqueó una ceja. “No sabía que había arrugas que aparecían a los once años.”

“No son arrugas, es mantenimiento”, dijo ella con un aire de superioridad tan exagerado que Harry casi la aplaude.

Theo, desde su cama, también tenía la cara cubierta por una mascarilla, una especie de lodo oscuro que olía a menta y hierbas.

“Si no te cuidas la piel, Theodore, nadie aceptará comprometerte con sus hijos o hijas”, había dicho Pansy antes, muy ufana. Luego había añadido, mirando a Harry: “Tú deberías escucharme también. Imagínate si Draco pierde interés porque tu piel es horrible.”

Harry había puesto los ojos en blanco y no respondió. Estaba demasiado ocupado ignorando el hecho de que Theo todavía parecía tener un interés persistente en Dev. Algo que a Harry le parecía una completa pérdida de tiempo, pero que no tenía intención de discutir ahora.

Intentó concentrarse en cualquier otra cosa. Escuchar la lejana conversación en la sala común. Contar cuántas grietas tenía el techo de piedra. Pero cada tanto, su mirada volvía a Draco. Y cada vez que lo hacía, veía lo mismo: las pestañas rubias de Draco bajando lentamente, como si el peso del día lo empujara a cerrarlos.

Al final, no pudo más.

Se levantó de su cama y cruzó el dormitorio, ignorando el ceño fruncido de Pansy cuando se acercó. “¿Vienes a arruinarme el trabajo o vas a sentarte y callarte?”

Harry se dejó caer al lado de Draco en la cama, muy cerca, lo suficiente como para sentir el calor que desprendía el rubio. “Solo voy a estar aquí”, dijo. Y después, con una sonrisa ladeada, añadió: “Aunque si Draco quiere, pueden usarme como modelo… no pienso quejarme.”

Pansy entrecerró los ojos, pero sonrió de forma calculadora. “Perfecto. Un lienzo en blanco.”

Harry arqueó una ceja. “¿Me acabas de llamar ignorante?”

“Sí. Ahora no te muevas.”

Draco abrió los ojos lo justo para mirarlo de reojo, y Harry aprovechó para sonreírle con esa sonrisa suya que mezclaba afecto y descaro. “Solo para que sepas… estoy haciendo esto porque quiero estar contigo, no porque crea que necesito una máscara mágica.”

Draco, a pesar de la mascarilla que le cubría la cara, dejó escapar una pequeña risa. “Lo sé.”

Harry sintió una chispa de alivio. Ese “lo sé” era suficiente para justificar cualquier humillación estética que estuviera a punto de sufrir.

Pansy le colocó una diadema de tela para apartarle el cabello. “No te rías. Si te ríes, se te arrugará la frente y el tratamiento no funcionará bien.”

Harry puso los ojos en blanco. “A este paso solo llegare a los veinte y no a los cuarenta.”

“Por eso mismo, para que no llegues a los cuarenta pareciendo un trasgo.”

La primera capa fue fría, un gel espeso con olor a eucalipto. Harry hizo una mueca. “¿Es normal que esto se sienta como lodo de pantano?”

“Es un barro revitalizante de las islas Feroe”, recitó Pansy como si leyera de un catálogo. “Magos y brujas de sangre pura lo han usado durante siglos para mantener una piel impecable.”

Harry giró la cabeza hacia Draco, que estaba observando la escena con diversión evidente en los ojos. “Tu amiga quiere convertirme en una reliquia histórica.”

“Solo está asegurándose de que sigas siendo digno de mí”, dijo Draco, con ese tono arrogante que, a estas alturas, Harry encontraba más reconfortante que molesto.

“Claro”, murmuró Harry, y dejó que Pansy siguiera embadurnándolo.

Lo siguiente fue una crema que olía a lavanda y limón, aplicada con un pincel suave. Después, Pansy pronunció un par de palabras y la mezcla se iluminó tenuemente antes de asentarse en su piel. Harry parpadeó. “Eso… ¿era un hechizo?”

“Obvio. Sellado de ingredientes.”

Harry resopló. “Sellado de ingredientes… eso suena a receta de cocina.”

Draco sonrió sin abrir los ojos. “Tú eres el único que se toma esto como si fuera un castigo.”

“Porque lo es.”

El resto de la sesión fue un desfile de olores y texturas que Harry no intentó identificar. Pansy y Draco conversaban sobre cosas triviales —la próxima excursión a Hogsmeade que ellos no podían hacer, el nuevo sombrero que la madre de Pansy le había enviado— y Harry solo intervenía de vez en cuando, más para escuchar la voz de Draco que por interés real en el tema.

Cuando Pansy se levantó para ir a enjuagarse la mascarilla, Harry aprovechó para inclinarse hacia Draco y susurrar: “¿Te sientes mejor?”

Draco abrió un ojo. “Un poco.”

“Bien”, dijo Harry, y sin pensarlo mucho, le acomodó el cojín detrás de la espalda. “Si no fuera por ti, ya me habría escapado de aquí hace media hora.”

Draco sonrió. “Mentiroso.”

“No. Bueno… un poco.”

Cuando Pansy volvió, los miró a ambos y frunció el ceño. “Dejen de hablar como si estuvieran solos en el mundo. No lo están.”

Harry no contestó. Pero su mano, descansando entre las sábanas, rozó la de Draco. Y Draco, con la naturalidad de alguien que no necesitaba presumirlo, entrelazó sus dedos con los suyos.

Los días que siguieron fueron lentos y, al mismo tiempo, extrañamente tensos para Harry. No podía dejar de escuchar, una y otra vez, las palabras que Draco le había dicho aquella noche. No era común verlo tan alterado. Draco era muchas cosas: arrogante, quisquilloso, incluso teatral… pero nunca miedoso. Y sin embargo, aquella vez, el miedo había estado ahí. No podía fingir que lo había imaginado.

Así que Harry, sin darse cuenta, empezó a cambiar su rutina. No era un cambio drástico, pero sí calculado: caminaba más pendiente de quién se acercaba, observaba los pasillos antes de girar, y se aseguraba de que Draco estuviera siempre dentro de su campo de visión. No era muy difícil, porque Draco, de manera nada casual, iba a donde fuera que Harry iba. Y aunque él no lo admitiera, eso le gustaba.

A Pansy, en cambio, le sacaba de quicio.

“¿Es que no puedes ir ni al baño sin arrastrar a Potter contigo?” le soltó una tarde mientras se acomodaba un mechón de pelo perfectamente liso.

Draco levantó la barbilla con aire ofendido. “No es que lo arrastre, Pansy. Es que vamos juntos.”

“Como si eso lo hiciera menos bárbaro”, murmuró ella, lanzándole a Harry una mirada cargada de desaprobación. “No soporto lo animal que es. Y lo peor es que no sabe nada, absolutamente nada, de lo que es importante.”

Harry, que estaba a menos de un metro, alzó una ceja. “Ilumíname, Parkinson. ¿Qué es exactamente eso tan importante que no sé?”

“Por ejemplo”, respondió ella con teatralidad, “la diferencia entre un gloss y un bálsamo labial.”

Harry fingió pensarlo durante un segundo. “El gloss es más pegajoso.”

Pansy resopló. “Eres imposible.”

Y tal vez —solo tal vez— su odio había crecido aún más desde el incidente del neceser.

Harry todavía recordaba con gusto la sensación de verlo volar en arco hacia el Lago Negro, directo a las aguas tranquilas donde el calamar gigante nadaba con pereza. No había sido un acto premeditado; simplemente había ocurrido. Y cuando el calamar lo tomó con uno de sus tentáculos y lo examinó con curiosidad, Harry sonrió satisfecho. Hasta la fecha, la criatura no se lo devolvía, y él dudaba que lo hiciera.

Draco sí lo había regañado por eso. Y bastante. Pero en cuanto Harry explicó que no iba a permitir que Pansy, “una niña tonta”, le dijera que sus labios no eran bonitos, el rubio había bajado la guardia y, para su sorpresa, dejado de ayudar a Pansy en sus intentos por recuperar el neceser.

Theo, por otro lado, era otro asunto. Tal vez el único que podía considerarse su amigo real, además de Draco. No era tan dramático como Pansy, pero Harry estaba seguro de que el interés persistente de Theo por Dev era algo que nunca terminaría de entender. En cualquier caso, Theo no hacía demasiadas preguntas. Y ahora que Blaise lo evitaba como si tuviera una enfermedad contagiosa, Harry apreciaba más esa lealtad silenciosa.

El distanciamiento con Blaise había sido evidente, pero nadie del grupo lo mencionaba. No directamente. Tal vez porque sabían que entre Harry y Draco ahora no cabía nadie más. Y Draco… bueno, Draco estaba encantado. Porque si Harry le dedicaba todo su tiempo, él sabía perfectamente cómo aprovecharlo.

En la última clase de Pociones, por ejemplo, Draco había pasado buena parte de la hora provocando a Weasley. El pelirrojo, con la mano todavía vendada, no era precisamente rápido, y cada vez que intentaba defenderse —o que Granger se metía para hacerlo por él—, Draco tenía una táctica infalible: giraba a Harry y lo usaba de escudo. Literalmente.

“Te odio”, murmuró Harry en un momento en que Draco lo empujó hacia adelante, dejándolo frente a la línea de fuego verbal de Weasley.

“Cállate y sonríe, Potter”, susurró Draco con diversión mal disimulada.

No era una estrategia perfecta, pero funcionaba. Harry aguantaba los comentarios, y Draco salía ileso. Weasley se ponía rojo, Granger fruncía el ceño, y el profesor Snape… bueno, Snape miraba todo con su habitual mezcla de desprecio y paciencia limitada.

La situación se tensó cuando Draco, en un momento de oportunismo, dejó caer algo —Harry no vio qué— en el caldero de los Gryffindor. La mezcla reaccionó de inmediato, soltando un burbujeo espeso y un olor ácido. Weasley intentó detenerlo, pero el líquido ya estaba subiendo. Harry, viendo que la espuma iba a derramarse, hizo lo único que podía: empujó a Draco fuera del alcance y se apartó él mismo.

Se golpeó el codo contra el borde de una mesa en el proceso, un dolor agudo que le recorrió todo el brazo.

Draco, por supuesto, ni se manchó.

El caldero volcó con un plop sonoro, y el contenido chisporroteó sobre la mesa y el suelo. Snape estuvo allí en menos de cinco segundos, su túnica ondeando como si tuviera vida propia.

“Sr. Weasley. Srta. Granger”, dijo con voz fría, “diez puntos menos para Gryffindor y una detención cada uno. Por causar disturbios, arruinar material y… dañar el mobiliario del aula.”

Weasley abrió la boca para protestar, pero Snape lo fulminó con la mirada. Ni una sola palabra para Harry, que todavía frotaba su codo, ni para Draco, que lo miraba con aire inocente.

Cuando salieron del aula, Weasley aún refunfuñaba. Draco iba a su lado, erguido como si llevara una corona invisible, y Harry lo alcanzó con paso rápido.

“Eres un cobarde”, le dijo en voz baja.

“Soy inteligente”, corrigió Draco, mirando hacia adelante con una ligera sonrisa. “Y tú eres útil.”

Harry bufó. “Me usaste de escudo humano.”

“Y funcionó, ¿no?”

No podía negarlo.

Mientras caminaban hacia la sala común, Draco hizo un gesto con la cabeza hacia Pansy, que conversaba con Theo unos metros más adelante. “Por cierto… no vuelvas a tirar cosas de Pansy al lago. Me metes en problemas.”

Harry sonrió de forma inocente. “No prometo nada.”

Claro que ni Harry ni Draco se libraron de la venganza de Weasley. Y, pensándolo bien, Harry debió haberlo visto venir desde kilómetros de distancia. No era que él fuera adivino, pero considerando lo descaradamente obvio que estaba siendo Draco con sus ganas de meter en problemas a los dos Gryffindors, aquello era cuestión de tiempo. Weasley no era brillante, pero era persistente, y cuando alguien persistente se proponía fastidiarte, lo hacía.

A Harry, particularmente, Granger no le desagradaba. No eran amigos, ni mucho menos, pero había ocasiones —muy contadas— en las que la encontraba soportable, incluso agradable. Claro, eso siempre y cuando no llevara un libro en la mano ni estuvieran cerca de un aula, porque ahí su verborrea académica se volvía peligrosa para la salud mental de cualquiera. Pero ahora… ahora era distinto.

La vio en el patio, justo cuando el viento jugaba cruelmente con las hojas sueltas de lo que había sido un cuaderno perfectamente ordenado. Ella intentaba atraparlas, corriendo de un lado a otro con un gesto de desesperación que a Harry le resultó dolorosamente familiar.

Sabía lo que era eso. Sabía lo que se sentía ver todas tus notas, tu trabajo y tu esfuerzo escaparse al aire, amenazando con perderse para siempre.

Así que, sin pensarlo mucho, se acercó.

“Te ayudaré”, dijo simplemente, lanzándose a atrapar un par de hojas que flotaban hacia la hierba.

Hermione, con el cabello aún más alborotado que de costumbre por la brisa, levantó la vista con una mezcla de sorpresa y alivio. “Gracias. No pensé que...”

Harry se encogió de hombros mientras doblaba las hojas rescatadas para que no volvieran a volar. “Te sorprenderías de lo que puedo hacer cuando no estoy siendo un imbécil.”

Ella rió, casi sin querer. “¿Eso lo dices tú o lo dicen todos sus seguidores?”

“Ambos”, replicó él con una media sonrisa.

Pronto estaban los dos en plena labor de rescate. Entre agacharse, correr tras papeles y reírse cada vez que el viento se burlaba de ellos, la tensión inicial desapareció. Harry se permitió incluso un comentario sarcástico cuando un par de hojas se enredaron en una rama.

“Creo que tu cuaderno quiere independizarse.”

Hermione le devolvió una sonrisa genuina. “Pues que se busque un trabajo y pague sus propios gastos, porque no pienso seguirle el juego.”

Fue ahí donde empezó, casi sin darse cuenta, una conversación más fluida de lo que cualquiera de los dos habría esperado.

No hablaron de magia, ni de deberes, ni de profesores. Hablaron… de otras cosas. Cosas que Harry no solía compartir con nadie. Mencionaron programas infantiles que ambos habían visto antes de entrar a Hogwarts, canciones muggles que reconocían de inmediato, hasta chismes absurdos de celebridades que no tendrían la menor relevancia en el mundo mágico.

Y lo más curioso: descubrieron que compartían enemigos domésticos.

“Lavender Brown”, dijo Hermione con un suspiro dramático, “tiene el pelo más falso que una moneda de chocolate de imitación. No me preguntes cómo lo sé, pero lo sé.”

Harry arqueó una ceja. “¿Y Pansy Parkinson? Juro que si la escucho otra vez decir que un príncipe extranjero está enamorado de ella, voy a… bueno, probablemente a decirle algo muy cruel.”

Hermione se echó a reír. “El único príncipe que podría interesarse en ella sería, como mucho, el primo lejano de Crabbe. Que, según he oído, es mitad troll.”

La carcajada que escapó de Harry fue demasiado fuerte para pasar desapercibida. Acabó apoyando la mano en el hombro de Hermione para no perder el equilibrio. Ella, a su vez, se agarró de él para no caerse mientras reían sin parar.

Fue así como Theo los encontró.

Harry no había esperado que fuera Theo. Si le hubieran preguntado, habría apostado que sería Draco, furioso y listo para arrastrarlo del brazo, o Weasley, con cara de “te pillé”. Pero no. Theo estaba ahí, respirando agitado, con la túnica ligeramente desordenada, y con esa expresión entre advertencia y resignación que Harry ya había aprendido a leer.

“¿Qué pasa?” preguntó Harry, aún con una sonrisa residual.

Theo se inclinó hacia él, bajando la voz. “Se peleó con Weasley.”

Harry parpadeó. “¿Quién?”

“¿Quién crees? Draco”, replicó Theo con un deje de impaciencia. “Y para que lo sepas… Longbottom está en la enfermería. Fue el único herido.”

El peso de las palabras cayó rápido. Harry soltó el hombro de Hermione y se incorporó, serio. Ella recogía apresuradamente las últimas hojas, probablemente entendiendo que la conversación había terminado.

“Gracias por la ayuda, Potter”, dijo ella, sin perder la cortesía.

“Ve a la enfermería”, sugirió él, asintiendo hacia el castillo. “Seguro que tus amigos te necesitan.”

“Y tú… bueno, supongo que tienes a alguien más que necesita verte.”

Harry asintió, y sin más, se giró para seguir a Theo.

Mientras caminaban a paso rápido por el patio, Theo no pudo evitar añadir: “Por cierto… Draco sí te vio. Ahí. Con esa.”

Harry cerró los ojos un segundo. Perfecto. Esto va a ser una guerra.

La imagen de Draco esperándolo en la oficina de Snape, con esa mezcla explosiva de orgullo herido y furia contenida, era suficiente para que le doliera la cabeza.

Y lo peor era que, por primera vez en mucho tiempo, no se arrepentía del todo de lo que había hecho. Porque Hermione… Hermione había sido agradable. Realmente agradable. Y eso, viniendo de un Gryffindor, era casi un milagro.

Chapter 36: Castigo compartido

Notes:

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Chapter Text

Harry siempre diría —y lo repetiría tantas veces que se volvería leyenda familiar— que aquella noche fue un momento histórico. No porque estuviera particularmente orgulloso, sino porque era la clase de historia que uno cuenta a los nietos para hacerlos reír. Y, sobre todo, porque jamás olvidaría que fue Draco, siendo Draco Malfoy, quien consiguió que él y el propio Draco terminaran ayudando a los tres Gryffindors más… Gryffindors de la historia.

Y todo empezó con una pregunta que Harry no pudo evitar.

“Explícame de nuevo por qué estamos aquí”, murmuró, ajustándose la capa sobre los hombros mientras seguía a Draco por el pasillo iluminado por la luz tenue de las antorchas.

Draco ni lo miró, pero su tono fue tan afilado como un cuchillo de plata. “Porque es jueves. Y son las doce. Y porque yo lo digo.”

Harry lo observó de reojo. “Eso no explica nada.”

“Claro que sí. Es jueves por la noche, Potter. Medianoche.” Draco lo miró de soslayo, como si eso fuera suficiente para responder todas las preguntas.

Harry parpadeó. “¿Y?”

Draco soltó un suspiro de profunda paciencia, del tipo que uno tendría con un niño pequeño. “Y no es como si te estuviera llevando a hacer algo… inapropiado. Como esas parejas que usan la torre de astronomía como si fuera… bueno, como si fuera una posada.”

Harry fingió una mueca de horror exagerada. “Qué imagen más desagradable me acabas de dar, gracias.”

“Cierra la boca, Potter.” Draco le dio un leve golpe en el brazo, avanzando con paso rápido.

La torre de astronomía estaba muy lejos de las mazmorras, y Harry ya empezaba a preguntarse qué diablos se suponía que harían ahí arriba. No es que Draco fuera el tipo de chico que se metía en problemas por puro gusto… o bueno, sí lo era. Pero aquello le parecía raro incluso para él. Y todo se volvió más raro aún cuando, al subir un tramo de escalera, se toparon con dos figuras encorvadas que cargaban algo pesado.

Harry parpadeó dos veces.

Oh, vaya.

No eran dos figuras cualesquiera. Eran Weasley y Granger. Y no llevaban cualquier cosa: entre ambos sostenían una jaula considerablemente grande, y dentro… Harry lo vio brillar bajo la luz de la luna filtrándose por las ventanas altas… había un dragón bebé.

No era que Harry supiera mucho sobre dragones, pero tenía ojos. Y lo que veía encogido ahí dentro, respirando de forma lenta y profunda, envuelto en un calor sofocante, era exactamente eso.

No tuvo tiempo de procesar del todo antes de que Draco, en un movimiento tan propio de él que Harry estuvo tentado de aplaudir, abandonara la sombra del pasadizo y se plantara delante de los dos Gryffindors.

“¿Se puede saber qué demonios creen que están haciendo?”, preguntó, con esa voz fría y aristocrática que usaba cuando estaba a punto de dar una conferencia de moralidad.

Weasley resopló, haciendo un esfuerzo visible por no soltar la jaula. “Malfoy, no empieces.”

“Empiezo y termino, Weasley. Porque lo que están haciendo es completamente irresponsable. Un dragón, por Merlín. ¿Acaso quieren matarlo? Está dormido, pero no significa que no esté incómodo.”

Granger, que parecía debatirse entre seguir subiendo o detenerse a responder, apretó los labios. “No lo estamos maltratando. Estamos llevándolo a un lugar seguro.”

Draco arqueó una ceja con teatralidad. “¿Un lugar seguro? Claro. La torre de astronomía, lugar idóneo para animales peligrosos.”

Harry, mientras tanto, se limitaba a mirar de uno a otro, debatiéndose entre interceder o dejar que Draco hiciera lo suyo. No duró mucho esa indecisión porque, en un giro tan irónico como inevitable, Draco terminó… ayudando.

Bueno, “ayudando” era un decir.

En realidad, lo que hizo fue delegar.

“Potter, carga tú”, dijo, con total naturalidad, señalando la jaula.

Harry lo miró como si acabara de pedirle que se arrojara por la ventana. “¿Perdón?”

“No voy a arriesgarme a romperme una uña. Vamos, que no pesa tanto.” Draco ya estaba apartándose un poco, dándole espacio.

Harry resopló, pero finalmente se colocó en el costado que antes llevaba Granger. La jaula estaba más pesada de lo que parecía, y el calor que emanaba el dragón dormido le subía por los brazos.

El resto del camino hasta la cima de la torre fue incómodo. No porque el dragón se moviera —seguía durmiendo—, sino por la tensión silenciosa entre todos. Draco iba delante, erguido, comentando en voz baja cosas sobre “la falta de sentido común en algunas casas”, pero curiosamente no se alejaba demasiado.

Cuando por fin llegaron a la cima, colocaron la jaula en el centro y se acomodaron para esperar. Harry dejó escapar un suspiro de alivio al soltar el peso, estirando los hombros.

“Mi hermano va a venir en cualquier momento”, dijo Weasley, con un brillo de orgullo en los ojos. “Charlie. Trabaja con dragones en Rumanía. Es de los mejores domadores que hay.”

Para sorpresa de Harry, Draco no hizo un comentario sarcástico. Al contrario: pareció interesado. “¿De veras? Supongo que no es un trabajo para cualquiera. No debe ser fácil enfrentarse a criaturas así.”

Harry lo observó de reojo. Draco estaba genuinamente impresionado.

Weasley asintió, inflándose como un gallo. “No, no lo es. Charlie dice que hay que tener mucho coraje… y buen manejo de escobas, claro.”

La conversación derivó en un debate inesperado sobre el género del dragón. Weasley insistía en que era macho; Draco aseguraba que era hembra. La discusión subió un poco de tono hasta que Harry, que había permanecido en silencio hasta entonces, decidió interrumpir.

“Deberían dejar de pelear por eso y, no sé… fijarse en que tenemos compañía.”

“¿Qué compañía?” preguntó Granger, girándose.

Harry señaló hacia el cielo nocturno. “Tres magos en escobas. Vienen rápido.”

Los otros tres tardaron unos segundos en verlos, pero cuando lo hicieron, el silencio cayó como un telón. Weasley, a regañadientes, le dedicó a Harry una media sonrisa.

“Buena vista, Potter. Y si vuelas tan bien como dicen, el próximo año tienes asegurado un puesto en el equipo de Slytherin.”

Draco lo fulminó con la mirada. No era solo celos… era como si pensara que Harry había planeado aquel comentario para coquetear con Weasley.

Harry suspiró internamente. ¿Por qué piensa que todo el mundo coquetea conmigo?

No tuvo tiempo de preguntárselo más, porque los tres magos ya estaban descendiendo, y lo más curioso de todo fue que, cuando tocaron tierra, el primero en recibir un saludo… fue Draco.

El rubio, muy digno, se sonrojó apenas, inclinando la cabeza. Y Harry, desde su sitio, no pudo evitar pensar que sí, que esa noche iba a ser recordada para siempre.

Para cuando fue obvio quién era Charlie Weasley, y más aún, para cuando quedó claro que no tenían la más mínima prisa en irse, Harry empezó a preguntarse si los Gryffindors estaban mal de la cabeza o si era una característica genética solo en Weasley.

Porque era evidente que todo aquello era ilegal. No solo “un poco contra las reglas” ilegal, no. Ilegal al punto de que si algún profesor o, peor aún, el Ministerio, se enteraba, no solo los estudiantes estarían metidos en problemas: el Weasley mayor perdería su trabajo en menos tiempo del que tarda un Snitch en desaparecer de la vista.

Pero nadie parecía preocupado por eso. Al contrario.

Charlie había descendido de su escoba con esa calma y esa confianza que solo tienen los que saben exactamente lo que están haciendo. Se apartó un mechón de pelo cobrizo pegado a la frente, sonrió con una calidez que parecía derretir el aire helado y empezó a conversar… con Draco.

Claro. Por supuesto. ¿Por qué no?

Harry se cruzó de brazos y retrocedió un poco, dejando que la escena se desarrollara. Mientras los dos amigos de Charlie se agachaban a asegurar la jaula —cadenas encantadas, cierres reforzados, un par de hechizos susurrados para calmar al dragón que ya se removía inquieto—, Draco se dedicó, con toda la gracia y el descaro posible para un niño de once años, a entablar conversación con el domador de dragones como si fueran dos viejos conocidos.

“Debe de ser un trabajo fascinante”, decía Draco, inclinando apenas la cabeza, dejando que su cabello rubio cayese de manera estratégica sobre la frente. “No cualquiera tiene el valor de trabajar con criaturas tan peligrosas. Aunque, claro… imagino que a usted le resultará fácil.”

Charlie soltó una carcajada breve. “No diría que fácil. Pero me gusta. Y es… emocionante.”

Harry estaba seguro de que eso último lo había dicho con toda la inocencia del mundo, pero en la cabeza de Draco esas palabras se habían envuelto en cintas doradas y arcos brillantes.

“Oh, emocionante. Sí, puedo imaginarlo.” Draco sonrió apenas, y Harry, desde su posición, juraría que incluso su tono de voz había bajado un poco, como si imitara la calma segura de Charlie.

Fue en ese instante cuando Harry se preguntó, con toda seriedad, si Charlie Weasley era el primer gran flechazo de Draco Malfoy. El despertar de algo que Draco, por supuesto, negaría a gritos si se lo insinuaban, pero que Harry estaba seguro de que en ese momento le había dado en toda la cara.

Y mientras tanto, él, Harry, estaba teniendo que morderse el interior de la mejilla para no reírse de la expresión de horror puro que cubría el rostro de Weasley. Porque ver a su hermano mayor intercambiando sonrisas con Draco debía de estar rompiendo algún tipo de ley natural en la mente del pelirrojo.

Claro que, por un segundo, Harry sintió una incomodidad extraña. No sabía por qué. No era que le importara. No era que… bueno, era él quien llevaba el anillo Malfoy en la mano izquierda, y justo en ese momento la piedra verde atrapó un reflejo de la luna, recordándole su existencia.

Charlie y Draco siguieron conversando unos minutos más, con Draco preguntando sobre Rumanía, sobre cuántos dragones entrenaba, sobre si alguno le había dejado cicatrices y Charlie respondiendo con historias breves, sencillas, pero con suficiente contenido como para mantener al rubio fascinado.

Harry no se había dado cuenta de que sus dedos estaban rígidos por el frío hasta que los amigos de Charlie levantaron la jaula y se la llevaron hacia el borde de la torre. En ese momento, Charlie le dio a Draco una palmada amistosa en el hombro y sonrió de nuevo, antes de girarse hacia su escoba.

“Fue un placer conocerte, Draco.”

Draco sonrió con esa mezcla de timidez y orgullo que Harry rara vez veía. “Igualmente. Tal vez nos volvamos a ver… en alguna ocasión.”

Charlie montó su escoba y, en cuestión de segundos, se perdió en la oscuridad.

El viento frío volvió a ser dueño de la torre.

Harry, que llevaba rato sin sentir los dedos, tiró de la capa alrededor de sus hombros y miró de reojo a Granger. El cabello de la chica estaba totalmente enloquecido por el viento, y parecía que cada mechón tenía voluntad propia. Weasley, en cambio, no dejaba de lanzar miradas entre su hermano ya lejano y Draco, como si aún intentara comprender lo que acababa de pasar.

Draco soltó un suspiro profundo. Harry no supo si era porque el domador de dragones ya se había ido o porque, finalmente, el frío lo estaba alcanzando.

“No te voy a dar mi capa”, dijo Harry, antes de que pudiera abrir la boca. “Después de la sonrisa que le regalaste a Charlie, no la mereces.”

Draco le dio una mirada de medio lado, pero no dijo nada.

Weasley hizo un sonido extraño, como si quisiera intervenir pero no estuviera seguro de por dónde empezar. Al final, Granger fue la que habló.

“Creo que deberíamos volver. Es tarde… y no creo que Filch esté muy lejos.”

Harry asintió con alivio. “Por fin alguien sensata.”

La bajada de la torre fue un contraste absoluto con la emoción y la tensión de los últimos minutos. El aire frío les cortaba las mejillas y el eco de sus pasos se deslizaba por las paredes de piedra. Harry calculó mentalmente que debía ser cerca de la una de la madrugada; lo supo porque sus párpados comenzaban a pesar, aunque todavía no sentía un verdadero cansancio. Draco, a su lado, parecía perfectamente compuesto, hasta que sin previo aviso usó el hombro de Harry como apoyo para no tropezar en un peldaño irregular.

Harry no dijo nada. Ni siquiera se burló. Solo ajustó el paso y aceptó el peso ajeno como algo que le resultaba natural, instintivo. Como si fuera normal que Draco se apoyara en mí, pensó, sorprendido de lo automático que había sido. El diablillo verde en su cabeza —ese que le había estado susurrando toda la bajada sobre la sonrisita que Draco le dedicó a Charlie Weasley— se desvaneció, borrado por la tibia certeza de que Draco confiaba en él para sostenerlo.

Estaban llegando al tramo donde cada par tomaría rumbos distintos cuando un ruido acelerado rompió la calma: pasos rápidos, erráticos, acompañados de una respiración agitada.

La figura de Longbottom apareció al final del pasillo, corriendo como si su vida dependiera de ello. Llevaba puesto un pijama tan mullido y ridículamente esponjoso que Harry se quedó un segundo paralizado, sin saber si reír o preguntarle si estaba bien. Draco, por supuesto, eligió reír.

Pero la risa se apagó de golpe cuando Neville llegó a su altura y, sin dejar de correr, soltó entre jadeos:

“Filch… ya… lo sabe… está… detrás de mí…”

No hizo falta más explicación. Como si invocara la desgracia, un maullido agudo y furioso resonó por el pasillo, rebotando contra la piedra. La señora Norris estaba cerca, demasiado cerca. Y tras ella, el tintineo inconfundible del manojo de llaves de Filch, cada vez más próximo.

Harry no dudó. Apretó la mano de Draco, lo empujó para que comenzara a correr y él mismo se lanzó hacia adelante. En dos zancadas ya había adelantado a Neville. Hermione y Ron corrían detrás, con el ritmo desordenado de quien intenta huir y pensar a la vez.

Si alguien les preguntara años después quién había tomado el liderazgo esa noche, todos dirían sin titubear que Hermione. Era lógico: era la sensata, la que siempre tenía un plan. Pero la verdad —esa que ninguno admitiría en voz alta— era que el verdadero líder había sido Draco.

No por ser el más fuerte, ni el más rápido, ni siquiera el más hábil con la varita. Draco lideraba porque, en momentos como este, conseguía calmar al grupo. Y ahora lo demostró.

“¡Por aquí!” susurró con fuerza, tirando de Harry hacia un recodo estrecho. El resto, como si fuera la cosa más natural, lo siguió.

Se apiñaron contra la pared, conteniendo la respiración. El corazón de Harry golpeaba contra sus costillas como si quisiera escapar. Hermione apretaba los labios, Ron intentaba cubrir a Neville con su cuerpo para que su pijama no llamara la atención, y Draco… Draco mantenía la barbilla alta, el ceño fruncido, como si quisiera desafiar al mismísimo Filch a que los encontrara.

Pero no hubo milagro que los salvara. La luz de la linterna del celador se deslizó por el suelo hasta iluminar sus pies. Y allí estaba él, con su gata Norris mirándolos como si fueran la peor ofensa que había visto en su vida.

Filch sonrió con esa sonrisa torcida y cruel. “Bueno, bueno… ¿y qué tenemos aquí?”

Los llevó en silencio hasta la profesora McGonagall. Cada paso en esa caminata era un golpe seco en el estómago de Harry; no por el miedo a ser castigado, sino por la certeza de que Draco encontraría la forma de culpar a todos menos a él. Y así fue.

Cuando la profesora les pidió explicaciones, nadie habló. Ni una palabra sobre el dragón, ni una mención de por qué estaban fuera de sus camas, ni del papel que Neville había jugado yendo a buscar a la profesora en primer lugar para advertirle que Draco planeaba que Ron y Hermione fueran expulsados.

Hermione no acusó a Ron. Ron no acusó a Hermione. Neville, contra todo pronóstico, no acusó a Draco. Harry, desde luego, no lo haría nunca. Draco, en cambio, sí intentó culpar a todos… excepto a Harry.

La profesora lo miró con cansancio. “Señor Malfoy, su costumbre de señalar culpables ya no tiene gracia.”

Draco frunció los labios, pero no respondió.

El veredicto llegó rápido: los Gryffindor perdían más de cien puntos y recibirían un castigo que sería decidido en conjunto con el profesor Snape. Harry observó el leve gesto de satisfacción en los labios del rubio; era obvio que la pérdida de puntos no afectaba en nada a Slytherin.

McGonagall los escoltó personalmente de regreso. Primero dejó a los Gryffindor en su torre —Weasley mascullaba maldiciones, Granger mantenía la cabeza alta con dignidad, Longbottom parecía resignado— y luego se giró hacia Harry y Draco.

La caminata hasta las mazmorras estuvo acompañada por el silencio tenso de un profesor Snape que los esperaba en la entrada, con los brazos cruzados.

“Me gustaría pensar que esta es la última vez que tendré que arrastrar a dos de mis alumnos a estas horas de la noche desde un lugar donde no deberían estar”, dijo con un tono tan gélido que Harry casi prefirió la furia directa de McGonagall.

Draco se enderezó, como si estuviera a punto de dar un discurso de defensa, pero Snape levantó la mano para cortarlo.

“Les daré un consejo: si van a romper las reglas, aprendan a no ser atrapados.”

Harry habría sonreído de no ser porque Snape, en el siguiente segundo, dejó caer la bomba. “Por supuesto, eso no los exime del castigo. Recibirán otro además del que la profesora McGonagall y yo decidamos juntos. Y créanme… no les gustará.”

Cuando por fin fueron liberados, Draco soltó un largo suspiro. Harry lo miró de reojo; estaba cansado, sí, pero también satisfecho. Y yo que pensaba que lo peor de esta noche había sido el dragón, se dijo.

No lo sabía entonces, pero aquella noche no sería fácil de olvidar.

Harry se despertó con una extraña sensación de vacío, como si alguien le hubiera arrancado de golpe de un sueño que no recordaba. El techo de piedra sobre su cama lo miraba de vuelta con indiferencia, frío y gris. Por unos segundos, todavía medio dormido, se dejó arrullar por el silencio de la habitación… hasta que, sin previo aviso, todos esos asuntos que había logrado apartar de su mente en los últimos días volvieron a atropellarlo con la fuerza de un tren. Sirius. Su supuesta tutela. La enfermedad de Dev. Naga. Y las palabras de Draco, dichas en un susurro febril, sobre su abuelo intentando lastimarlo.

La maraña de pensamientos lo dejó helado. No fue nada bonito ni agradable recordarlo todo de golpe. Se frotó el rostro con ambas manos, como si pudiera borrarse la preocupación, y se obligó a levantarse. Ya era tarde. La habitación estaba bañada por una luz grisácea que se colaba desde la mazmorra superior: la señal inequívoca de que se habían quedado dormidos más de lo debido.

Draco estaba de pie, frente a su baúl, con cara de pocos amigos. Y hablando. Mucho.

“No puedo creer que haya dormido tan poco. Esto es indignante. ¿Sabes lo que hace dormir menos de ocho horas en el cutis? Y encima…” su tono se transformó en algo más satisfecho, “…encima Gryffindor perdió doscientos puntos.”

Harry bostezó, enarcando una ceja. “No veo la relación.”

“La relación, Potter, es que vale la pena perder horas de sueño si el resultado es ver la cara de Weasley cuando Snape lo redujo a polvo. Bueno, no literalmente, aunque habría sido agradable.”

Harry dejó escapar una risa nasal y se fue a buscar su túnica. Sabía que si se quedaba demasiado tiempo oyéndolo, Draco haría que llegaran tarde a la primera clase.

El tema de los puntos estaba en boca de todos. Snape había encontrado a la rata de Weasley —Scabbers, según se enteraría Harry más tarde— dentro de los armarios personales de pociones, royendo y robando ingredientes caros. La sola idea de una rata masticando raíz de asfódelo hacía que hasta el más neutral de Slytherin pusiera cara de asco. Nadie protestó cuando el profesor le quitó a Gryffindor los puntos suficientes para dejarlos con un saldo negativo de doscientos.

El problema fue que la noticia prendió una especie de fiesta macabra en la sala común. La rata no solo fue expulsada de la despensa… sino que pasó de mano en mano como si fuera una pelota improvisada. Harry observó, cruzado de brazos, cómo un grupo de chicos se la lanzaban de un lado a otro con risas crueles. Dudaba que el animal fuera a ser el mismo después de eso.

Cuando finalmente rodó hasta sus pies, Harry se limitó a apartarse con una mueca y siguió caminando. No era fan de las ratas. Mucho menos de las que olían a Weasley.

El desayuno en el gran comedor estuvo marcado por las quejas en voz alta de varias chicas de Slytherin, que aseguraban que la rata había estado robándoles cosas. Harry dudaba de la veracidad del asunto, pero el rumor caló rápido y, para cuando salieron de la mesa, toda la casa parecía estar de acuerdo en que el animal era una amenaza pública. Draco, curiosamente, se mantenía en silencio. Estaba demasiado ocupado bostezando y repasándose el cabello con la mano en un gesto nervioso.

La primera clase compartida con los Gryffindor del día era un caldo de cultivo para el desastre. Bastó que entraran al aula para que Weasley, rojo hasta las orejas, se acercara como una bala.

“¡Devuélveme a Scabbers!” escupió, con la mandíbula tensa.

Harry parpadeó. “¿Qué?”

“No te hagas el tonto. ¡Sé que la tienen ustedes!”

Harry ni siquiera tuvo tiempo de formular una respuesta. Blaise, que hasta entonces había permanecido en silencio en su pupitre, se giró y, sin mediar palabra, murmuró una maldición. Weasley retrocedió un paso con un grito ahogado, sujetándose la mano.

“¿Pero qué demonios…?”

Harry se giró hacia Blaise, sorprendido. Recién en ese momento reparó en lo tenso que había estado todo el día, en cómo evitaba su mirada, y en el brillo iracundo de sus ojos. Sintió un leve cosquilleo de curiosidad, pero lo dejó pasar. No era momento para indagar.

A su lado, Draco soltó un bufido.

“No vale la pena, Zabini. No desperdicies energía en gente que no sabe ni afeitarse”, dijo con esa voz fría que reservaba para los Gryffindor.

Harry lo miró de reojo. El rubio tenía el cabello menos rígido de lo normal. No era gran cosa, apenas unas ondas suaves en los mechones más cercanos a la frente, pero era suficiente para romper la perfección de su peinado habitual.

“¿Tu cabello es…?” Harry estiró la mano, dispuesto a tocarlo, pero Draco lo fulminó con la mirada.

“Ni lo pienses.”

Harry se encogió de hombros, sonriendo. “Me gusta más así.”

El puchero que le devolvió Draco fue tan ofendido que Harry no pudo contener una carcajada.

Ese fue el error.

En un movimiento rápido, Draco tomó las bufandas de ambos y le dio un latigazo en el brazo.

“¡Auch! ¿Qué fue eso?”

“Eso fue por burlarte de mi desgracia capilar, Potter.”

La carcajada de Harry fue instantánea. El profesor Quirrell, que ya estaba bastante superado con el murmullo general, alzó la voz.

“Señor Potter… menos tres puntos para Slytherin.”

Harry arqueó una ceja, divertido. “Tres puntos bien gastados.”

Pero Draco no compartía la diversión. El rubio lo miró como si acabara de firmar su sentencia de muerte.

“¿Acabas de hacernos perder puntos?” preguntó con voz baja pero afilada.

“No, acabo de hacer que me quiten puntos. Tú sigues inmaculado… por ahora.”

El “por ahora” fue suficiente para que Draco resoplara y volviera la vista al frente, mascullando algo sobre la injusticia del mundo.

No duró mucho. Apenas unos minutos después, en un descuido, le dio otro golpe con las bufandas. Esta vez, el profesor Quirrell lo vio.

“Señor Malfoy, menos un punto.”

El silencio que siguió fue tan denso que hasta los Gryffindor dejaron de moverse para observar. Draco lo miró, los ojos abiertos como platos.

“Me… ¿me quitó un punto?”

Harry no pudo evitarlo. Sonrió.

Harry ya casi había olvidado que tenían un castigo pendiente con los tres Gryffindor. Había pasado tanto en los últimos días que eso se había ido al fondo de su memoria, cubierto por pensamientos más inmediatos, como dormir hasta el domingo. Después de la última clase de encantamientos, cuando la puerta del aula se abrió y la marea de alumnos salió, Harry pensaba únicamente en que su cama lo esperaba con las cortinas cerradas y el silencio bendito de las mazmorras.

Pero entonces pasó.

La vio antes de que ocurriera: una chica de Ravenclaw, que se abría paso entre la multitud con una sonrisa nerviosa y algo arrugado en la mano. No parecía tener claro cómo acercarse, pero lo intentaba. Harry, medio distraído y medio curioso, vio cómo se paraba a unos pasos, lo suficientemente cerca para que el grupo de Slytherin se tensara como si ella estuviera cruzando una línea invisible.

Nadie dijo nada, pero la barrera invisible estaba ahí.

Ella levantó un poco la mano, con lo que parecía ser una nota doblada, y Harry alzó una ceja. Antes de que pudiera preguntar nada, la nota… se incendió. Literalmente.

El fuego brotó con un chasquido tan repentino que la chica soltó un grito ahogado y la dejó caer, retrocediendo con los ojos abiertos de miedo. En un segundo, dio media vuelta y salió corriendo pasillo abajo, perdiéndose entre el resto de alumnos que iban hacia el comedor.

Harry se quedó mirándola, parpadeando. “Vale… eso fue nuevo.”

Pansy estalló en carcajadas junto con Daphne y Tracey, cubriéndose la boca con las manos pero sin molestarse en disimular la diversión. “¡Oh, por Salazar! ¡Viste su cara!”

Draco, en cambio, lo miraba como si acabara de descubrirlo en plena traición. Sus ojos grises se clavaron en él con esa mezcla de enfado y superioridad que usaba cada vez que pensaba que Harry había hecho algo indebido.

Harry arqueó una ceja. “No sé qué crees que pasó, pero no fui yo quien le prendió fuego a nada.”

Blaise, por su parte, parecía listo para atravesarlo con la mirada. Sus labios estaban apretados y su ceño fruncido era una sombra oscura sobre sus ojos. No dijo nada, pero su expresión bastaba para que Harry se preguntara, por un instante, si hoy sería el día en que Zabini finalmente lo asesinara en un pasillo.

Theo, que iba detrás, levantó las manos en un gesto teatral. “¿Alguien me avisa cuando esto vuelva a ser normal? Porque me lo estoy perdiendo.”

El resto del trayecto fue silencioso. Draco caminaba medio metro por delante, rígido como si llevara un hielo clavado en la espalda. Blaise estaba tan callado que el silencio se volvía más incómodo que cualquier insulto. Harry decidió no preguntar nada. Si algo había aprendido, era que a veces el silencio era el campo minado más seguro.

Cuando por fin llegó a la habitación, lo único que quería era dejarse caer en la cama y olvidarse de todos. Cerró las cortinas y se acomodó, dejando que el murmullo lejano de la habitación quedara amortiguado por la tela. Pero su paz duró poco.

Desde el otro lado de la habitación, la voz de Draco flotó hacia él. No estaba hablando con Blaise, sino con Theo, en ese tono que usaba cuando creía que Harry no estaba escuchando.

“No entiendo cómo lo hace. No es normal. Cada vez que parpadea, alguien más intenta acercársele. Como si tuviera un séquito de admiradores esperándolo en cada esquina.”

Harry sonrió para sí, ladeando la cabeza contra la almohada.

Theo soltó una risa baja. “Lo dices como si fuera su culpa.”

“Por supuesto que es su culpa. No hace nada para evitarlo. Ni siquiera se da cuenta. ¿Tú crees que eso es normal?”

Harry apenas escuchó la respuesta porque la voz de Blaise cortó el aire como un látigo: “Pueden callarse y dormir. Algunos intentamos no morir de aburrimiento aquí.”

Ese fue el último sonido que oyó antes de quedarse dormido.

La mañana siguiente fue un déjà vu incómodo. Bajaban por el hall principal cuando la misma chica de Ravenclaw apareció al otro extremo, mirándolos con una mezcla extraña de determinación y… pánico. Harry apenas frunció el ceño antes de que ella se pusiera pálida como la tiza y girara sobre sus talones para alejarse a toda prisa, casi tropezando con un par de Hufflepuffs que entraban al comedor.

Harry la siguió con la mirada. “Creo que me odia.”

“No,” respondió Daphne con una sonrisa apenas contenida, “se llama Cho Chang. Y no, no te odia. Quería darte algo ayer.”

“¿Algo como qué? ¿Una maldición en papel?”

Daphne negó con la cabeza, divertida. “Una invitación. Para una fiesta que su familia hará en verano. Por alguna razón sus padres no lograron hacérsela llegar al señor Peverell, y ella estaba encargada de dártela en persona. Supongo que… no salió muy bien.”

Harry apartó la mirada. No quería pensar demasiado en eso. Hadrian no le había respondido aún su carta. No había recibido noticias de nadie en semanas. Y febrero estaba a punto de terminar.

Ni siquiera la nota que apareció junto a su plato en la cena —informándole que al día siguiente, a las once, tenían que presentarse para cumplir su castigo con la profesora McGonagall— logró apartar del todo ese pensamiento.

La nota ardió en sus manos antes de que pudiera guardarla. Harry soltó un improperio y sacudió los dedos.

Fue entonces cuando notó que Draco lo miraba, los labios fruncidos. “¿Quién era?”

Harry lo miró, confundido. “¿Quién era qué?”

“La carta. ¿De quién era?”

Harry parpadeó. “De McGonagall. Profesora de Hogwarts. ¿Te suena de algo?”

Draco no pareció convencido, hasta que Tracey le enseñó su propia nota, idéntica a la de Harry, pero sin marcas de quemadura. “Es verdad, Malfoy. No todo gira en torno a tu prometido siendo infiel.”

Draco dejó de fruncir el ceño, aunque no por mucho. Pansy se inclinó hacia él con una sonrisita venenosa. “Se puede ser infiel hasta en sueños, ¿sabes?”

Harry soltó un gemido, dejándose caer hacia atrás en la silla. “Genial. Me esperan años de celos oníricos. Maravilloso.”

Daphne rió, y hasta Theo escondió una sonrisa. Draco, en cambio, se limitó a tomar un sorbo de su zumo con un gesto que, para Harry, era la promesa silenciosa de que aquello no se había acabado. Ni de lejos.

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Harry se estaba congelando. No era una exageración; el frío se le colaba hasta los huesos, mordiéndole las manos y las orejas, y todo porque Draco se había negado a ponerse una capa. Según él, la suya no combinaba con el uniforme de castigo —como si existiera tal cosa— y “no pensaba arruinar su imagen por una excursión forzada en mitad de la noche”.

Harry, en un arrebato que todavía no entendía si era de estupidez, afecto o puro instinto, se había quitado la suya para ponérsela encima. No porque Draco se lo pidiera, claro; si esperaba eso, moriría de pulmonía antes. Simplemente se la echó sobre los hombros con un gruñido y un “cállate y póntela antes de que me dé dolor de cabeza escuchando tus quejas”.

Así estaban, los dos en el vestíbulo, esperando a los tres Gryffindor que se estaban tardando una eternidad en bajar. Filch, mientras tanto, parecía encantado con la oportunidad de torturar verbalmente a Draco.

“Podría hacerles limpiar la mazmorra de las ratas con sus propias manos”, dijo, relamiéndose como si ya los viera encogidos de asco.

Draco, que había empezado con el ceño fruncido, se puso aún más rígido.

“Podría dejarlos colgados del techo del Gran Comedor toda la noche, para que todos los vean a la mañana siguiente”, continuó el conserje, disfrutando cada palabra.

Harry rodó los ojos. “Podría dejar de hablar y esperar a que lleguen los otros, así nos congelamos todos juntos.”

Filch lo fulminó con la mirada, pero Harry apenas parpadeó. No creía posible ninguno de esos castigos. Primero, porque el padre de Draco estaba en la junta escolar; segundo, porque los Malfoy y los Potter-Peverell eran nombres que pesaban demasiado; y tercero, porque ya había visto a Naga, su mamba negra, deslizándose cerca entre las sombras. Si el conserje intentaba algo más que hablar, Naga se encargaría de él antes de que pudiera pronunciar “castigo”.

Finalmente, los Gryffindor aparecieron. Weasley con la expresión de quien va a la guillotina, Granger con la barbilla alta como si fuera a un examen, y Longbottom… bueno, Longbottom parecía que iba a llorar o a desmayarse, no estaba claro cuál.

Filch no perdió tiempo en ponerlos en fila y abrir la puerta del castillo. Harry apenas pudo evitar la mueca. Estaban saliendo. De noche.

Y ahí estaba Hagrid, esperando con una gran ballesta en las manos, un carcaj de flechas colgado a la espalda y un perro enorme a su lado. El hombre, que parecía inmune al frío, sonrió en cuanto los vio.

“¡Ah, Harry! ¡Buenas noches, muchacho!”

Harry sintió un latigazo de incomodidad. Apenas había hablado con Hagrid desde que llegó a Hogwarts. Y sin embargo, ahí estaba el guardabosques, saludándolo con la calidez de un viejo amigo. Se sintió ingrato. Le voy a visitar más seguido a partir de mañana, se prometió.

El perro, que Granger saludó con un “Hola, Fang” y una caricia, parecía bonachón… hasta que ladró en dirección a Draco. El rubio dio un respingo, apretando más la capa contra sí.

“Mejor que ese perro se mantenga lejos”, murmuró Draco entre dientes.

Harry frunció el ceño. “Es un perro, Draco. Respira.”

Draco le lanzó una mirada que decía claramente no entiendes nada.

Filch, satisfecho de dejarlos en manos de Hagrid, se marchó con una sonrisilla cruel. Y Harry, por un instante, sintió que la noche podía mejorar.

Claro que no.

“El castigo será en el bosque”, anunció Hagrid, como si dijera vamos a dar un agradable paseo por el jardín.

“¿Perdón?”, exclamó Draco, con un tono que podría haber congelado el lago.

Hagrid no parecía afectado. “Tenemos un unicornio herido. He encontrado rastros de sangre en varios lugares y hay que seguirlos hasta encontrarlo.”

Harry torció el gesto. Encontrar a un animal herido en plena noche no sonaba mal en teoría… hasta que pensabas que eso implicaba adentrarse en un bosque lleno de criaturas que podían devorarte.

Draco, por su parte, se pegó instintivamente a su espalda, las manos aferrándole los hombros como si Harry fuera un escudo humano.

“Tranquilo, no voy a dejar que el unicornio te coma”, murmuró Harry, divertido.

“No son los unicornios lo que me preocupa”, replicó Draco, la voz algo temblorosa.

En el límite del bosque, Hagrid alzó el farol y señaló un rastro plateado en el suelo. Era sangre. Brillaba como mercurio bajo la luz.

“Esto es lo que vamos a seguir. El rastro es reciente.”

A Harry se le encogió un poco el estómago. Neville ya parecía listo para darse la vuelta. Antes de entrar, Hagrid comenzó a organizar grupos.

Draco fue el primero en decidir: “Voy con Harry.” Sin titubeos.

El perro, como si hubiera entendido, se acercó a ellos.

“Genial”, dijo Draco con amargura. “Ahora tengo dos bestias siguiéndome.”

“Fang es un cobarde”, les aseguró Hagrid con una risa breve.

“Estupendo. Un perro que huye. Eso me tranquiliza muchísimo”, murmuró Draco.

Neville, que parecía que iba a protestar, se acabó uniendo a ellos cuando Hagrid aclaró que Fang no contaba como acompañante válido.

Así, el trío —o cuarteto, contando al perro— tomó uno de los senderos que se adentraban en la negrura del bosque.

El aire allí dentro era diferente: más frío, más denso, cargado de un silencio espeso que sólo se rompía por el crujir de las hojas bajo los pies y el ocasional resoplido de Fang. La luz del farol de Hagrid se desvanecía rápidamente detrás de ellos, y Harry podía sentir cómo Draco se pegaba más a su costado con cada paso.

“Si me rompo un tobillo, te culpo a ti”, dijo Draco en voz baja.

“Claro. Lo añadiré a mi lista de crímenes contra ti”, respondió Harry.

Neville tragó saliva y miró alrededor. “¿Qué… qué pasa si encontramos algo más que el unicornio?”

“Entonces”, dijo Harry con una sonrisa seca, “gritas más alto que Draco.”

“¡No grito!”, protestó el rubio, aunque apretó un poco más el agarre en su brazo.

El bosque parecía tragárselos poco a poco. La luz del farol apenas alcanzaba para marcar un pequeño círculo alrededor de ellos, y más allá, todo era negrura y ramas retorcidas que parecían querer atraparles si se descuidaban. Cada paso hacía crujir hojas secas o ramas caídas, y ese sonido, repetido y constante, se mezclaba con el latido apresurado que Harry podía sentir —literalmente— a través del brazo que Draco mantenía aferrado como si fuera su salvavidas personal.

Neville caminaba al otro lado, intentando mantener la compostura pero mirando por encima del hombro cada pocos segundos, como si esperara que algo saltara sobre ellos en cualquier momento. Fang, lejos de transmitir seguridad, olisqueaba el suelo y, de vez en cuando, se paraba a mirar en dirección al bosque… para luego girar la cabeza hacia otro lado como si decidiera que mejor no saber.

El aire estaba húmedo y frío. Cada soplo de viento movía las ramas altas y producía un murmullo inquietante. Draco se tensaba ante cada sonido.

“Eso ha sido un pájaro”, murmuró Harry después de un crujido a su izquierda.

“Los pájaros no vuelan de noche en un bosque lleno de cosas que pueden comérselos”, replicó Draco en voz baja, con los dedos apretando más fuerte el brazo de Harry.

Harry reprimió una sonrisa. “Bueno, tal vez sea un pájaro suicida.”

Neville tragó saliva audiblemente. “Podría… podría ser un murciélago”, ofreció, aunque sonó más a pregunta que a afirmación.

Draco suspiró con exageración. “Perfecto. Sangre, murciélagos… ¿qué sigue? ¿Hombres lobo?”

Si supieras… pensó Harry, pero no dijo nada.

Entonces ocurrió. Una sombra se deslizó rápida entre los árboles, a la derecha de donde estaban. Fue un movimiento fugaz, pero lo bastante nítido como para que Draco soltara un chillido agudo que rebotó entre los troncos y Neville diera un respingo tan fuerte que casi pierde el farol.

Neville, recordando la instrucción de Hagrid, levantó la varita temblorosa y gritó: “¡Periculum!”

Unas chispas rojas brillantes salieron disparadas hacia el cielo, iluminando por un instante las ramas altas.

“¡Nos han visto! ¡Harry, te han dado! ¡Te han dado!”, gritó Draco, girando a Harry como si buscara la herida mortal.

Harry parpadeó, confundido. “¿Qué?”

Neville lo sacudió por los hombros. “¡No te duermas! ¡Tienes que mantenerte despierto!”

“Pero si estoy despierto”, dijo Harry, incrédulo, mirando cómo ambos parecían al borde de un colapso nervioso.

Draco lo zarandeó otra vez. “¡Te vi! ¡La sombra te tocó! ¡Era algo grande y horrible y—!”

Pero Harry ya había reconocido lo que había visto. Entre las sombras, dos ojos redondos, oscuros y familiares le habían observado con una chispa maliciosa antes de desaparecer. Y, justo después, el siseo satisfecho de Naga deslizándose entre la hojarasca.

Harry suspiró. “No era nada. Era Naga.”

Neville lo miró como si estuviera loco. “¿Naga? ¿Qué es Naga?”

Harry se encogió de hombros. “Una amiga.”

Draco abrió la boca para protestar pero fue interrumpido por el sonido de ramas partiéndose a su espalda. Se giraron y vieron una figura enorme avanzar hacia ellos con paso rápido, una ballesta lista en las manos.

“¿Qué ha pasado?”, tronó la voz grave del guardabosques. “Vi las chispas. ¿Están todos bien?”

Harry abrió la boca para responder, pero Draco lo hizo primero: “¡Han herido a Harry! ¡Una sombra lo atacó! ¡Se movía rápido y—!”

Harry rodó los ojos. “No me ha pasado nada.”

Neville aún respiraba agitadamente, como si hubiera corrido un maratón.

Hagrid observó a los tres, primero con sospecha y luego con cierto alivio. “No veo nada peligroso aquí. Pero Neville, chico, tienes mala cara. Te vendrás conmigo. Malfoy, Harry, sigan el rastro por este lado.”

Neville parecía demasiado feliz de dejarles, incluso si eso significaba quedarse con Hagrid. Draco, por el contrario, se irguió en cuanto Neville se alejó.

“No grite”, dijo con seriedad, como si no hubiera chillado él mismo hacía apenas un minuto.

Harry le sonrió ladeado. “Claro, Su Señoría Valiente.”

Draco resopló y reanudó la marcha, esta vez soltando el brazo de Harry pero caminando lo bastante cerca como para que los hombros se rozaran.

El bosque, sin la presencia de Neville, se sentía aún más silencioso. Y más oscuro. El farol en la mano de Harry parecía un pequeño punto de luz tragado por una negrura infinita.

Caminaron así durante lo que Harry calculó sería cerca de una hora. El rastro plateado en el suelo se hacía más denso. Ya no eran gotas aisladas: en algunos puntos, la sangre se acumulaba en charcos brillantes como espejos líquidos.

Harry notó que Draco miraba el suelo con el ceño fruncido. “Está peor de lo que pensaba.”

“Sí”, admitió Harry. “Pero no hemos oído nada. Ningún ruido de dolor… nada.”

Draco asintió, pero su mano, que volvía a sujetarle del codo, se tensó un poco.

El silencio era extraño. No había cantos de insectos ni el crujir de animales pequeños moviéndose entre la maleza. Nada. Solo sus pasos, el golpeteo leve del farol y el crujir ocasional de una rama lejana.

Harry miró alrededor. No había rastro de Naga desde hacía media hora. Ni un siseo, ni un destello de escamas. Eso podía significar dos cosas: o se había aburrido y había ido a asustar a otra presa… o el lugar en el que estaban no era seguro ni para ella.

“¿Por qué te has quedado quieto?”, preguntó Draco, deteniéndose también.

Harry giró la cabeza lentamente, intentando escuchar algo más allá de su propia respiración. “Porque no oigo nada. Y eso no me gusta.”

Draco tragó saliva. “Tampoco yo.”

Y ahí, en ese instante suspendido, la negrura del bosque se sintió más cerrada, más densa… como si algo invisible les rodeara y estuviera esperando que dieran el siguiente paso.

El claro apareció ante ellos de forma repentina, como si el bosque hubiera decidido abrirles un espacio para revelar su secreto más oscuro. La luz de la luna bañaba el lugar en un resplandor frío y pálido, resaltando cada hoja, cada hebra de hierba cubierta de rocío. Pero lo que realmente atrapó la mirada de Harry no fue la belleza del claro, sino la figura que yacía en el centro.

El unicornio, una criatura que Harry solo había visto en ilustraciones de libros o desde muy lejos en clase de los chicos mayores de Cuidado de Criaturas Mágicas, estaba tendido de lado. Su pelaje blanco relucía como plata líquida, aunque grandes manchas de sangre plateada interrumpían la pureza de su brillo. Su respiración era trabajosa, el pecho subiendo y bajando con un ritmo irregular. Cada jadeo parecía arrancarle un poco más de vida.

Y junto a él… algo se movía.

Harry entrecerró los ojos, tratando de enfocar. Bajo la luz tenue, distinguió una figura encorvada, cubierta por una capa tan oscura que parecía absorber la luz. La capucha escondía su rostro por completo, pero lo que hacía resultaba imposible de malinterpretar: sus manos —largas, pálidas, huesudas— se aferraban al costado del unicornio. Y la cabeza estaba inclinada hacia la herida.

No. No solo inclinada. Bebía.

Un escalofrío helado recorrió la espina dorsal de Harry, como si alguien hubiera derramado agua helada por dentro de su camisa. Su estómago se revolvió, un nudo pesado y asfixiante formándose en su garganta. Por un instante no pudo moverse. Ni siquiera pudo parpadear.

Fang emitió un gruñido bajo y quedó petrificado en su lugar con el pelo erizado. Draco, pegado al costado de Harry, lo apretó con tanta fuerza que le clavó los dedos en el brazo. Podía sentir la respiración agitada del rubio contra su oreja, rápida, superficial… casi un jadeo.

Harry dio un paso instintivo hacia delante, interponiéndose entre Draco y aquella cosa. El crujido de una rama bajo su bota sonó como un disparo en la quietud del claro.

La figura se detuvo.

Luego, lentamente, levantó la cabeza.

Bajo la sombra de la capucha, Harry sintió —más que vio— la mirada que se clavaba en él. No era una mirada humana. Había algo frío, depredador, que le atravesó hasta el hueso.

Un solo pensamiento cruzó su mente: No vamos a salir vivos de aquí.

La figura no avanzó, pero se incorporó un poco más, como un depredador que evalúa si vale la pena lanzarse sobre su presa.

Draco se movió detrás de Harry, su voz apenas un murmullo cargado de tensión. "Vámonos."

Harry no apartó los ojos de aquella cosa. "Si damos la espalda, nos seguirá."

"No lo hará", dijo Draco, y esta vez su tono era diferente. Seguro. Convincente. Como si supiera algo que Harry no.

El moreno retrocedió un paso, arrastrando a Draco con él. La figura inclinó levemente la cabeza y dio un paso hacia adelante.

"No", dijo Draco.

La palabra fue un golpe seco en el aire. Autoritaria y sorprendentemente firme. Harry sintió cómo se le erizaba la piel; jamás había oído a Draco sonar así. Y lo más extraño fue que la figura… se detuvo.

Harry giró la cabeza un instante hacia el unicornio. El animal se movió débilmente, un temblor casi imperceptible. Estaba vivo. Y eso bastó para que Harry se negara a irse sin hacer nada.

Draco le apretó el brazo. "Harry, vamos."

"No pienso dejarlo", dijo él sin apartar la vista del animal.

"¡Harry!" La voz de Draco se quebró entre miedo y rabia. "¡Nos vamos ya!"

Harry tragó saliva, sin decidirse. Entonces Draco, temblando pero con el mentón alto, dio un paso hacia la figura encapuchada.

"¡Lárgate! ¡Déjalo en paz! ¡Vete!"

Por un momento, todo quedó suspendido. Y luego, lentamente, la figura se encorvó otra vez, giró sobre sí misma y desapareció entre las sombras, fundiéndose con la negrura del bosque.

El silencio que siguió fue tan profundo que Harry pudo escuchar su propio corazón golpeándole el pecho. Draco no se movió. Fang tampoco.

Harry soltó un largo suspiro y se arrodilló junto al unicornio. "Está muy débil… Draco, tenemos que avisar a Hagrid."

Sacó su varita y lanzó al cielo las chispas rojas que el guardabosques les había indicado. El resplandor iluminó las copas de los árboles antes de desvanecerse.

Draco permanecía de pie, inmóvil, mirando el punto donde la figura había desaparecido. Harry, al notarlo distante, le preguntó:

"¿Qué demonios fue eso? ¿Quién era?"

El rubio no respondió.

"Draco", insistió Harry, con una mezcla de preocupación y exasperación. "Dime algo."

Draco bajó la mirada hacia el unicornio, los labios apretados. Cuando finalmente levantó los ojos hacia Harry, estaban vidriosos, a punto de romperse. Su voz salió baja, frágil.

"No me preguntes eso. Por favor. No lo hagas."

Harry se detuvo en seco. Verlo así, tan vulnerable, tan… roto, le golpeó más fuerte que cualquier respuesta.

Antes de que pudiera replicar, el sonido de cascos golpeando el suelo llegó desde la espesura. Era un galope rápido, decidido. Fang emitió un gruñido y retrocedió un paso.

El primero en aparecer fue un centauro de pelaje claro y cabello dorado que parecía brillar bajo la luz de la luna. Se detuvo al verlos, su mirada fija en Harry.

"Eres Harry Potter", dijo sin un atisbo de duda.

Harry asintió. "Sí. ¿Y tú eres?"

"Firenze." Su mirada se endureció al posarse en Draco. No fue abierta hostilidad, pero sí un rechazo claro, como si la sola presencia del rubio fuera algo incómodo.

Harry lo notó al instante. Y también notó cómo Draco bajaba la mirada, el mentón hundiéndose apenas en el cuello de su túnica. No era vergüenza… era otra cosa. Algo que parecía mucho más pesado.

Antes de que Harry pudiera preguntar nada, el sonido de más cascos rompió el momento. Dos figuras más emergieron del bosque: el primero, de pelaje castaño oscuro y rostro adusto; el segundo, más joven, de un tono rojizo profundo. Sus pasos resonaban firmes, casi desafiantes.

Bane y Ronan, así los presentó Firenze sin apartar la vista de ellos.

Pero el gesto en sus rostros fue todo menos cordial.

“¿Qué hace él aquí?”, preguntó Bane, y aunque no pronunció el nombre de Draco, todos sabían a quién se refería.

Ronan frunció el ceño, su voz baja pero cargada de desaprobación. “No debería estar en este lugar. No… con lo que corre por el bosque.”

Harry sintió que algo en su pecho se tensaba. No entendía de qué hablaban, pero sí entendía perfectamente que estaban apuntando a Draco como si fuera culpable de algo. Y eso, después de lo que habían pasado esa noche, le resultaba insoportable.

Draco se mantenía inmóvil, el cuerpo rígido, como si quisiera pasar desapercibido y al mismo tiempo supiera que era imposible. Sus manos, sin embargo, apretaban con fuerza la manga de Harry, como si aferrarse a él le sirviera para mantenerse en pie.

Harry dio un paso hacia delante, la mandíbula apretada. “Si tienen algo que decir, díganlo claro.”

Los centauros intercambiaron una mirada fugaz, esa clase de comunicación silenciosa que no necesita palabras. Fue Ronan quien habló, pero lo hizo en un tono críptico que a Harry le resultó frustrante.

“Las estrellas lo advirtieron. El cruce de Júpiter con Marte señala el ascenso de sombras… y la llegada de un hijo marcado por Plutón.”

Harry parpadeó, incrédulo. “¿Qué se supone que significa eso?”

Bane clavó en él una mirada fría. “Significa que no todos los potrillos traen buena fortuna. Algunos nacen para guiar a la luz… y otros para abrir las puertas de lo que jamás debió despertar.”

Draco tensó los hombros, y Harry sintió un impulso casi instintivo de ponerse delante de él.  “No voy a dejar que insinúen que Draco tiene algo que ver con… con lo que sea que esté pasando aquí.”

“¿Ah, no?” Bane dio un paso adelante. “¿Y quién crees que acompaña a la criatura que bebió de la sangre de un unicornio? ¿Quién crees que camina por el bosque sin que la oscuridad lo toque?”

Harry apretó los dientes. “Nosotros apenas vimos esa cosa. Y si no nos atacó fue porque estábamos juntos. Eso no hace a Draco culpable.”

Pero incluso mientras hablaba, notó que Draco evitaba mirar a nadie, como si el peso de esas palabras le cayera directamente encima.

El silencio fue roto por Firenze, que se acercó un paso y se dirigió a Harry con voz grave. “¿Sabes por qué está prohibido beber la sangre de un unicornio, Harry Potter?”

Harry negó con la cabeza. “No.”

Firenze sostuvo su mirada, como evaluándolo. “Porque es un acto contra la naturaleza misma. El unicornio es una criatura pura, inocente. Matarlo para beber su sangre es sellar una condena. Obtienes media vida… pero es una vida maldita, medio viva, medio muerta. Aquel que lo hace se convierte en algo que ya no es hombre… y no es bestia. Vive, pero con un precio eterno.”

Mientras Firenze hablaba, Bane se acercó lentamente al unicornio herido. Harry sintió un tirón en su túnica; Draco lo estaba apartando sutilmente hacia atrás, alejándolo de la escena.

“¿Qué haces?” preguntó Harry en voz baja.

Draco evitó responder, pero sus dedos se aferraron con más fuerza a la tela.

En ese momento, Ronan se colocó delante de Harry, bloqueándole la vista. Un instante después, el claro se llenó de un silencio más pesado… y supo, sin verlo, que Bane había acabado con la agonía del unicornio.

Harry tragó saliva, incómodo, sin apartar la mirada de Firenze. “¿Y quién haría algo así? ¿Quién tomaría sangre de unicornio sabiendo que es… una maldición?”

Firenze no respondió de inmediato. Su mirada se desvió —sin disimulo— hacia Draco. “Alguien que no tiene otra elección. Alguien que teme más a la muerte que a vivir maldito.”

Harry sintió que algo en su estómago se encogía. Pero antes de que pudiera decir nada, Draco habló por primera vez desde que llegaron los centauros.

“La piedra filosofal.”

Harry parpadeó, confundido. “¿La qué?”

Draco lo miró de reojo, como si le costara pronunciarlo otra vez. “La piedra. Otorga inmortalidad… y convierte cualquier metal en oro. Si alguien la tuviera… no necesitaría sangre de unicornio. Pero si no la tiene…”

Harry tardó unos segundos en atar cabos. Recordaba vagamente haber oído historias sobre la piedra, cuentos de magia antigua que Hadrian había mencionado alguna vez como curiosidad. Pero aquello no sonaba a cuento. No en la forma en que Draco lo decía.

Firenze bajó la voz, su tono casi conspirador. “Está en el castillo.”

Harry lo miró fijamente. “¿Cómo… cómo lo sabes?”

El centauro no contestó. Pero Bane y Ronan reaccionaron como si esas palabras fueran una blasfemia. Sus cuerpos se tensaron, y dieron un paso hacia ellos. No hacia Harry. Hacia Draco.

Harry sintió cómo su corazón le golpeaba el pecho. “¡Ey! ¿Qué demonios hacen?”

“No todos las estrellas brillan”, murmuró Bane, la voz tan baja que sonó como un rugido contenido.

“Basta.” La voz de Firenze retumbó con autoridad. “Son potrillos. Inocentes.”

“Inocentes…” repitió Ronan con desdén. “Dices eso… pero sabes tan bien como yo que este no lo es.”

Harry se interpuso sin pensarlo. “Si quieren hacerle algo, tendrán que pasar sobre mí.”

Bane lo miró, evaluando si hablaba en serio. Y Harry, con once años, no sabía si podría enfrentarse a un centauro… pero no pensaba retroceder.

La tensión en el aire creció tanto que incluso Fang emitió un ladrido inseguro. Los músculos de los centauros se tensaron, y por un segundo Harry pensó que iban a lanzarse.

Fue entonces cuando una voz grave resonó desde el borde del claro.

“¿Qué pasa aquí?”

Hagrid apareció, su enorme silueta recortándose contra la luz de la luna. Caminaba rápido, la ballesta colgada en el hombro y el ceño fruncido.

Su mirada recorrió la escena y se detuvo en Harry y Draco, ambos pegados uno al otro, con los centauros demasiado cerca. La expresión de Hagrid cambió; no había que ser muy listo para darse cuenta de que algo grave acababa de suceder.

Notes:

No se si abandonaron de leer el fic o la trama es aburrida 😩 Yo si quería terminarla 💔

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