Chapter 1: Aegon Targaryen I
Summary:
Aegon Targaryen.
Un nombre por el que no rogó. Un nombre que no le recordaba a los difuntos. Un nombre que valía algo, que se pronunció con reverencia y respeto, que tenía un significado poderoso y memorable para acompañarlo.
El nombre de un rey.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Unos aman muy poco, otros demasiado,
algunos venden, y otros compran;
unos dan muerte con muchas lágrimas
y otros sin un suspiro:
pero aunque todos los hombres matan lo que aman,
no todos deben morir por ello.
the ballad of reading gaol, oscar wilde.
Aegon despertó con la respiración entrecortada, el pecho subiendo y bajando en una danza errática, como si acabara de emerger de un lago helado. Su corazón latía con violencia, un tambor de guerra golpeando dentro de su pequeño cuerpo de niño de cuatro años. Algo estaba mal. Algo estaba muy, muy mal.
La habitación que lo rodeaba era extraña y conocida al mismo tiempo. Cortinas de un rojo oscuro, bordadas con dragones dorados que parecían moverse con la brisa de la madrugada. El aroma de la cera derretida y de la madera añeja, el crujido de la chimenea avivando sombras en los muros de piedra. Todo era demasiado claro, demasiado tangible, demasiado real. Y, sin embargo, él no era él.
(Meng Yao. Él era Meng-
No, no, ya no Meng. Desechó Meng. Tomó el Jin. Hizo suyo el Jin-)
El nombre atravesó su mente como un cuchillo hundiéndose en carne tierna. Era uno, era otro. Era, era y era.
Era un cadáver enterrado vivo.
La náusea le revolvió el estómago, un torbellino de vértigo y asco que lo hizo temblar. Su mente, sus pensamientos, su historia... todo lo que era, todo lo que había hecho, todo lo que había sido, estaba aquí. No como un sueño difuso ni como un eco lejano, sino como una marca de hierro candente estampada en su alma.
El horror lo atrapó con dedos invisibles, helados y despiadados.
Había muerto. Ya recordaba.
Lo habían matado.
El filo del abanico de Nie Huaisang, su figura de hermano pequeño, que lo había seguido con ojos risueños y traviesos hace solo unos años atrás. Ahora, sus ojos estaban llenos de odio mientras se escondía detrás de Lan Xichen, con el veneno corrosivo en su garganta y un plan tan bien calculado que tomó años de su vida llevarlo a cabo. Oh, y que tonto habia sido Jin Guangyao. Que tonto, que vergonzoso, justo debajo de su propia nariz.
Incluso ahora, recordaba con claridad la mirada de Nie Huaisang. Unos ojos claros e infantiles que antes le habían provocado cariño y una necesidad de mimar, una indulgencia poco usual para mantener esa alegre sonrisa un poco más. Todo porque el heredero Nie era... Era adorable. Era lindo en sus travesuras, en sus quejas agudas y su llamativa forma de ser. Había invocado su lado maternal con solo parpadear un par de veces, y ahora que lo recordaba, Jin Guangyao anhelaba arrancarle los ojos del cráneo con sus dientes.
Nie Huaisang había cumplido una venganza fraguada durante una década. No podía evitar sonreír con ira al pensar en ello; su dulce didi convertido en ese monstruo astuto y calculador, un reflejo del hombre que mató a su hermano, ¡que humillante debe haber sido!
Ah, que orgulloso estaba. Que furioso, también.
(Que exhausto, que aliviado. Las mentiras acumuladas, el engaño constante, la paranoia latente; todo se lo estaba comiendo vivo. No podía vivir, no con todo lo que había hecho. Pero tampoco habría elegido morir, no después de haber dado tanto.
Al final, no importaba. Alguien más había elegido por él).
Jin Guangyao no había sido un buen hombre, sabía eso demasiado bien. Tal vez habría tenido la oportunidad de serlo si su madre no hubiera muerto de la forma en que lo hizo, si su padre no hubiera sido un hombre tan podrido, si lo hubieran tratado... Solo decente. Solo decencia básica bastaba. Pero su historial lo había manchado a los ojos de los demás y fue condenado por eso.
Por encima de todo, Meng Yao quería ser algo. Quería ser reconocido. Quería fuerza para poder defenderse a sí mismo. Quería poder para no ser aplastado bajo la bota de alguien nunca más. Quería más. Lo quería con un hambre insaciable e imparable, y lo sacrificó todo en consecuencia.
Había sido astuto, había sido brillante, había sido un político hábil y cuidadoso, un líder de secta firme y respetable... pero no había sido un buen hombre.
Nie Mingjue fue un antes y un después. Su salvación en su momento, su condena más adelante. El resentimiento que lo consumió, que lo devoró desde su tumba, que lo arrastró a un infierno donde no hubo descanso, solo odio. Un infierno donde su propia existencia se convirtió en un grito eterno de dolor, resentimiento y culpa.
El pecho de Aegon se contrajo.
No era justo. No era justo. No lo era.
Jin Guangyao había hecho lo que tenía que hacer. En su mundo, la bondad era un lujo para los tontos. Un hombre pequeño, un núcleo de qi débil, el hijo de una prostituta, el bastardo de un líder de secta, un hombre sin linaje ni herencia, ¿cómo podía sobrevivir si no era con sangre y mentiras? Había ascendido desde la nada, se había elevado sobre todos ellos. Y lo odiaban por ello.
Vio el rostro de Qin Su en su memoria siempre perfecta. Los ojos rotos de la mujer que quería llegar a amar pero nunca pudo, no sabiendo lo que sabía. Recordaba con claridad el temblor de sus labios cuando supo la verdad que tanto su esposo como su madre le ocultaron. La forma en que su corazón se había roto, porque Jin Guangyao la había hundido en un agujero insalvable junto a él.
Recordaba a A-Song-
El hijo que nunca debió nacer.
Un dolor punzante le perforó el cráneo, una presión abrumadora que lo dejó sin aliento. La culpa era un veneno que se filtraba en sus huesos, corroyéndolo desde adentro. Había hecho cosas que nunca podrían ser redimidas, había cometido pecados que ni el tiempo podría borrar. Pero ahora...
Ahora tenía otra oportunidad.
(Lo era, lo era. Podía ser libre de sus pecados pasados, libre de los males que había cometido. Todo olvidado, excepto para él mismo. Pero estaba bien. Lo fue).
Aegon Targaryen era un príncipe. El hijo de un rey. Un heredero varón.
Finalmente fue bendecido.
Ya no era un bastardo sentenciado a arrastrarse en la sombra de otros hombres, destinado a sonreír con ingenuidad y halagar sus pobres egos. No era Meng Yao, nacido para ser desechado, ni Jin Guangyao, vacío y conspirador. No.
Nació en cuna de oro, en la cima de este reino. En su sangre existía un linaje de fuego y dragones, de reyes conquistadores y reyes conciliadores. No más debilidad arraigada; sino poder al alcance de la mano. Y Jin Guangyao siempre tomaba más de lo que podía devolver.
Poder.
La palabra encendió algo en su interior, una chispa que comenzó a arder con una intensidad inhumana. Esta vez, no repetiría los errores de su vida pasada. No sería un hombre pequeño tratando de sobrevivir en un mundo que quería aplastarlo.
Con resolución, se prometió a sí mismo que sería él quien aplastara, quien reinaría.
Su respiración se calmó, su mente se enfocó. El temblor de sus manos cesó. No importaba que su alma estuviera sucia, no importaba que su pasado estuviera manchado de sangre. Esta era su segunda oportunidad.
Una risa baja y quebrada escapó de su garganta infantil.
Aegon Targaryen.
Un nombre por el que no rogó. Un nombre que no le recordaba a los difuntos. Un nombre que valía algo, que se pronunció con reverencia y respeto, que tenía un significado poderoso y memorable para acompañarlo.
El nombre de un rey.
Sí.
Ese nombre sonaba mucho mejor.
Había visto la capital de la secta Lanling Jin desde los balcones más altos de la Torre de la Carpa Dorada. Había visto montañas enteras rendirse ante su sombra, cúpulas doradas inclinadas en reverencia a su poder. Un bullicio de serpientes en cuerpos humanos, donde la luz del sol se derrama a raudales sobre las estructuras imponentes, haciendo que los brillos de metal y seda centelleen como estrellas en la noche. Un hogar, a pesar de todo.
Había visto Gusu, el Descanso de las Nubes, en toda su inaudita belleza. Los pórticos de madera, adornados con delicadas tallas, custodios de secretos olvidados. Sus jardines, cuidadosamente diseñados, un reflejo del deseo de alcanzar la perfección: cada hoja y cada piedra han sido dispuestas con un propósito, como si la naturaleza misma colaborara en una obra de arte divino. Era un lugar bello, una sinfonía de serenidad y tradición, hermoso e inalcanzable, como el propio Lan Xichen.
Había vivido en el Reino Inmundo, en la secta Qinghe Nie, rodeado de paisajes llenos de montañas cubiertas de niebla, donde las nubes se deslizan como fantasmas entre los picos. Había vivido en la calidez de la firmeza de Nie Mingjue, siempre noble y justo, pero no con él, no más, nunca más. Despertaba con alivio cada mañana al darse cuenta de que estaba a salvo con este clan, con esta gente, hasta que le quitaron eso. Se hizo un hogar en forma de la sonrisa de Nie Huaisang y la aprobación de Nie Mingjue y los silencios acalorados bajo el cielo nocturno mientras compartía su vida con Nie-zhongzhu, su da-ge, su hermano jurado, su primer-
(Su guia, su salvador. El hombre que trenzó su cabello con paciencia y tímido afecto, una promesa silenciosa de guardarle siempre un lugar entre los suyos. El hombre que lo llamó hijo de puta, con ira y decepción, ciego en temperamento como siempre habia sido, y lo pateó por las escaleras, casi matándolo. No fue la última vez que lo intentó.
El hombre cuya cabeza había guardado en una caja de hierro, un secreto que solo uno debía saber).
Y sin embargo, no podría quitarle mérito a la Fortaleza Roja.
Las piedras de la fortaleza eran de un rojo oscuro, como si cada ladrillo estuviera teñido de sangre seca. Eran viejas, fuertes, impregnadas del peso de poderosos monarcas. Eran, en esencia, lo que él había anhelado.
La piedra no mentía. No traicionaba. No prometía. No se rompía bajo la carga de su propia historia.
Pero los hombres sí. Los reyes, sobre todo.
Y ahí estaba Viserys, su padre en esta vida.
Su figura, recortada contra la luz tenue del sol de la tarde, no era la de un hombre invencible. No era la de un conquistador ni la de un estratega consumado. Era la de un hombre de placeres, desgastado, atrapado en el juego de un trono que ya no gobernaba por completo. Un hombre que prefería sentarse a beber y festejar en vez de mejorar a su reino y cuidar de su gente.
Un hombre que prefería encerrarse a jugar con sus posesiones antes que moverse en círculos políticos importantes, ganándose a sus vasallos, haciéndose un nombre, recibiendo el merecido respeto de los demás.
Aegon lo miró, evaluándolo, y no se sorprendió al encontrarlo deficiente.
Su cuerpo era robusto, como alguien que se ofrecía fácilmente a la dicha de la comida en exceso. Su ropa era opulenta, pero su postura la desmentía. Había algo en la manera en que Viserys dejaba caer los hombros, en la forma en que sus dedos tamborileaban contra el brazo de su silla con un cansancio que no se atrevía a admitir en voz alta.
Sí. Este era un hombre que podía ser derrocado.
No, nisiquiera necesitaría hacerlo. A este ritmo, Viserys Targaryen moriría por su propia cuenta.
—Ven aquí, hijo mío.
Las palabras fueron suaves, carentes de la autoridad que deberían poseer.
Aegon obedeció, porque el niño de cuatro años que era ahora debía hacerlo. Debía demostrar que podía ser respetuoso, filial. No significaba que realmente lo fuera.
En su interior, no se arrodillaba ante nadie. No ante Viserys. No ante los dioses.
Solo ante ella.
Meng Shi.
Ella, que lo había cargado en brazos en noches frías, murmurándole historias sobre cultivadores heroicos que ascendían al pináculo del poder. Ella, que había trabajado hasta el agotamiento solo para traerle pequeños libros de cultivo baratos, plagados de información errónea, pero entregados con la mayor de las esperanzas.
Ella, que había sido la única persona que lo amó incondicionalmente en su vida pasada.
Y él… él no pudo salvarla.
Se deshizo en la miseria de su enfermedad, en un mundo que la miró con desprecio, en una historia que nunca le concedió un final feliz.
Había matado a muchas personas en su vida pasada. Muchos sin nombre. Muchos con nombres, personas que le habían escupido en la espalda y en la cara. Varios líderes de secta. Un hermano jurado. Un padre, hermanos, su único hijo. Pero solo una muerte lo persiguió incansablemente, casi con ternura, casi con cuidado, hasta este nuevo renacimiento.
Y no era la suya propia.
Aegon dejó escapar una lenta exhalación. Ahora no era el momento para pensar en ella.
—Tu madre dice que te esfuerzas en tus estudios —la voz de Viserys sonaba distraída, un poco torpe, como si esto fuera solo una formalidad que debía cumplir.
("Estudia mucho, A-Yao, mi bebé", susurraba Meng Shi con esperanza, con desespero. "Tu padre estará muy orgulloso de tí cuando vea tu rápido progreso, tan orgulloso como yo".
Lo juro, A-Niang, había prometido silenciosamente, con todo el celo y la determinación de un niño ingenuo, a pesar de todo lo ya vivido. Te lo juro, haré que mi padre me reconozca, que te de un lugar a su lado. Lo haré, lo haré-)
Aegon se humedeció los labios, eligiendo sus palabras con cuidado. —Leo todo lo que me dan, padre.
Era cierto. A diferencia de su vida pasada, no tuvo que persuadir y conquistar para obtener un simple vistazo a los libros imposibles de alcanzar para chicos como él, aunque solo un vistazo faltaba, con su memoria perfecta.
Ahora poseía libre acceso a la vasta cantidad de información, una capacidad que Jin Guangyao no había tenido hasta que la tomó. Pero a Aegon solo le bastaba con pedirlo y se lo daban.
Los maestros en este mundo eran muy indulgentes con él, alegremente dispuestos a enseñarle todo lo que pudieran al estudioso príncipe, el hijo del Rey, y, oh, la princesa Rhaenyra no estaba tan interesada en aprender como usted, mi príncipe, y no me agradezca, joven Aegon, es un placer para mí poder enseñarle.
Aegon lo aprovechó al máximo. Todo conocimiento era un arma, y él afilaba cada herramienta que poseía con paciencia y esmero.
(Asi fue como se enteró de que él no era el heredero, sino Rhaenyra.
"¿Por qué?", había preguntado, con la inocencia de un niño curioso y no irritado. "Usted mencionó, maestre, que en la ley andala", respiró suavemente, repitiendo palabra por palabra aprendida. "El hijo legítimo mayor hereda seguido por los descendientes de ese hijo. Una hija puede heredar si no tiene hermanos legítimos vivos, y esos hermanos no tienen herederos. Un hermano menor hereda solo si su hermano mayor murió sin ningún descendiente. Un tío hereda solo si el Señor no tiene herederos vivos. Los hijos del señor tienen prioridad sobre sus hijas, los descendientes de los hijos sobre las hijas del señor, las hijas y sus líneas se priorizan sobre sus tíos, los hermanos del señor".
El maestre se detuvo, por un momento, con una expresión combinada de sorpresa y fascinación. "Es así, mi príncipe", aceptó de inmediato, pero vaciló cuando pareció recordar el tema del que hablaban. "Sin embargo, el rey es capaz de modificar la ley de primogenitura según sus deseos. Estoy seguro de que ya hemos hablado de que la razón por la que los reyes pueden legitimar bastardos nacidos fuera del matrimonio, en un caso muy especial donde el Lord no tenga herederos legítimos vivos, es porque los Dioses ejercen su poder a través del rey y le otorgan las bendiciones necesarias para llevar a cabo la tarea..."
Aegon esperó pacientemente a que el hombre terminara su balbuceo inútil para llegar al tema de verdadero interés.
"...En el caso de su padre, mi príncipe...", no parecía muy contento por el tema, pero tampoco dispuesto a contradecir al rey. "El rey Viserys ha nombrado heredera a la princesa Rhaenyra para recordarles a los reinos que una hija viene antes que un tio, como bien sabrás". Mostró una sonrisa a medias, incómoda. "Estoy seguro de que el rey pronto modificará la sucesión, joven Aegon, ahora que tiene un hijo varón. La situación de la princesa Rhaenyra fue un caso especial y breve". Pareció tratar de consolarlo con sus palabras.
Aegon no se sentía consolado).
Aegon tenía cuatro años, casi cinco, y la sucesión aún no había cambiado. Controló su expresión atronadora cuando pensó en ello. Una de las razones posibles podrían ser que Viserys simplemente dio por asegurado que ahora que tiene un hijo varón, todos sabrían que es su heredero.
Después de todo, Viserys solo ascendió al Trono de Hierro porque él es un hombre y Rhaenys una mujer. Debía ser lógico que el rey consolidara la ley que promovió su reinado, manteniendo la primogenitura según los andalos.
(Aegon sabía, presentía en sus huesos, que esa no era la razón por la que todavía no era llamado príncipe heredero frente a todos, como merecía.
No importaba, de todas formas. El ascenso de Aegon como rey podría ser lento y difícil, lleno de baches y enemigos, e incluso una posible guerra civil entre reinos divididos y dragones danzantes, pero será. Se hará. Sucederá.
Jin Guangyao siempre consiguió lo que quiso, sin importar el costo. Aegon Targaryen no será diferente).
Viserys asintió con un gesto vago, como si la respuesta de Aegon le bastara.
No había expectativas en él. No había exigencias ni estándares que debiera alcanzar. Su expresión era la de un hombre que estaba contento de finalmente poder demostrar que, si, soy un hombre, miren cuantos hijos tengo, y eso decía mucho.
No había orgullo, solo una especie de satisfacción por haber cumplido su deber, por haber ampliado su linaje.
Y eso le dijo todo lo que necesitaba saber.
(Aegon, a los ojos de su padre, no era importante. No era necesario.
Aegon se preguntó, al principio, por qué Viserys había tenido hijos, si no se preocupaba por ellos. Si no buscaba enseñarles a ser grandes, a ser poderosos, a ser amados y adorados. Pero la respuesta era muy simple, al igual que la pequeña mente de Viserys.
Un rey necesita legado, ¿no? Y eso fue todo).
Había aprendido en su vida anterior que el poder no era algo que se otorgaba con la buena voluntad de otros. Era algo que se arrebataba, que se tomaba con astucia y palabras bonitas, con un beso suave cubierto de veneno, con una puñalada por la espalda y Wen Ruohan mirándolo fijamente, cruelmente, con una risa maliciosa atrapada para siempre en su garganta.
El poder era Nie Mingjue escuchando sus aportes por encima del resto. El poder era Nie Mingjue defendiéndolo y tomándolo bajo su cuidado. El poder era Lan Xichen mirándolo con cariño, un toque suave en la parte baja de su espalda. El poder era oír un "A-Yao, mi querido muchacho", y ser amado ciegamente. El poder era Jin Guangshan otorgándole el nombre Jin, y a cambio, recompensó a su padre sacrificándolo como a un perro. Como el hombre merecía.
A Jin Guangyao le gustaba tener seguros. Necesitaba tenerlos, para sobrevivir. Se dejó usar y maltratar para mantener esos seguros, para seguir siendo querido y apreciado por aquellos que podían protegerlo. Se convirtió en otra persona, en una más amable y compasiva, a los ojos de los demás. Se hizo una máscara inamovible, luchó en una guerra, sintió lo que era estar al límite dia tras día, y salió victorioso.
Hasta que no.
Esta nueva vida no le quitó esa necesidad.
Aegon Targaryen nació en cuna de oro, con el comienzo de una corona de fuego en la cabeza. No tiene que rogar por conocimiento ni engatusar para tener protección, para sentirse seguro. Pero aún le gusta hacer contingencias, le gusta tener algo inexpugnable, algo que sea indudablemente suyo.
Le gustaría poder sentirse a salvo, a pesar de que sabe de que nunca lo estará, en ninguna vida. La ambición es una cadena irrompible alrededor de sus pies, alrededor de su cuello, y es lo más parecido a un hogar que tiene, después de tanto.
Un seguro, piensa Aegon, anhelando como siempre lo ha hecho; y sus ojos se dirigen a su hermana Helaena, de solo dos años. Una niña bonita de cabello pálido, cejas apenas visibles y una sonrisa gomosa, tierna en toda su extrañeza. Una parte de él se suaviza considerablemente, porque su hermana parece tan buena, tan pura, que quiere poder ser un buen hermano por primera vez en su vida.
Quiere mimar a esta hermana suya, llenarla de amor y cariño, de cuidado y afecto. Quiere verla crecer como una niña alegre y una jovencita confiada y capaz. Quiere que le sonría todos los días y lo ame.
(Quiere saber si puede amarla a cambio).
Pasar tiempo con Helaena no es difícil. Aegon se toma un descanso de sus estudios, meditaciones y ligeros ejercicios matutinos, para dirigirse a la guardería donde está su hermana menor. Le dan un pase rápido y Aegon se entretiene sentando a Helaena en su regazo, con mucho cuidado, y la mayoría del tiempo solo lee y habla para hacerla dormir. Es fácil hacer que Helaena se duerma, es una niña tranquila y dócil. Dulce. Nunca rechaza su toque ni se queja de él, aunque Aegon siempre sabe cuando su hermana no quiere ser sostenida. Parece, casi, un don.
El resto del tiempo, Aegon puede llevarla a los jardines, aunque es Alicent quien la carga en brazos. (Aegon no piensa en su madre, en esta madre. Todavía no). En esos momentos, es cuando Helaena más se alborota. No se pone caprichosa, pero se emociona mucho tratando de agarrar el pasto o los pequeños insectos en él. Aegon ha tenido que quitarle más de una vez un objeto (o ser) extraño de la boca. Se divierte con eso más que sentirse exasperado.
(Le recuerda un poco, solo un poco, a A-Ling).
El bebé Aemond, reflexiona, es un caso aparte. Un niño caprichoso y difícil de distraer, que revolea sus juguetes, incluso los de madera que no debería poder tirar con sus pequeños bracitos débiles. Aegon está seguro de que Aemond será un gran guerrero cuando crezca, si sigue entrenando sus pequeños músculos infantiles de esa manera.
Helaena es dulce y callada, pero Aemond, piensa, Aemond es un niño enojado. Como si simplemente naciera de esa manera, enojado con el mundo, dispuesto a quemarlo si pudiera. Su pequeño ceño está fruncido de manera graciosa, y sus balbuceos infantiles suenan como las quejas de un viejo. Jin Guangyao piensa que así debe haber sido Nie Mingjue de niño. Aegon aparta ese pensamiento de su cabeza inmediatamente después, lo sepulta y lo deja morir.
Lo que tiene Aemond, sin embargo, es que es un niño inteligente. En su mayoría sigue estando enojado, pero sigue demostrando inteligencia. La primera vez que lo vio, Aegon no lo descartó como un extraño engaño de la mente, como su madre, sino que investigó y confirmó.
Aemond entendía las cosas mucho más rápido que los niños de su edad; apretaba los labios y se concentraba en lo que oía, como si buscara entenderlo, y lo lograra, poco a poco. Aegon estaba fascinado con ello. Dejó de tratar a Aemond como a un niño desde entonces, dándole el tratamiento que le daría a un igual; principalmente porque Aemond parecía molesto cuando Aegon le hablaba con la misma suavidad que le daba a Helaena.
Que niño mimado, piensa con exasperación cariñosa respecto a su hermano, pero no se queja de ello. Después de todo, tener un hermano mentalmente desarrollado antes que sus pares le hace suspirar de alivio. Cree que puede llegar a amar a sus hermanos, pero que los adultos lo traten como a un niño, y tener que interactuar con niños más pequeños que él, es una verdadera tortura. Si Aemond no fuera Aemond, Aegon probablemente ya estaría volviéndose loco. (Peor de lo que ya estaba).
Es Aemond quien le hace reflexionar sobre los hermanos.
—Madre —empieza inocentemente, en medio de un almuerzo familiar—, ¿cuando tendré otro hermanito?
Alicent (no piensa en ella, en lo que ella es, en lo que ella representa; no lo hace) se congela en su lugar. Viserys levanta la vista de su plato, con migajas en el bigote desaliñado, mostrando indicios de interés en la conversación por primera vez en el día.
Aegon resiste el impulso de lanzarle la copa a la cabeza y clavarle un tenedor en la garganta robusta que tiene. En cambio, sonríe con alegría, un niño desconsiderado que no lo sabe mejor.
—Tuviste un nuevo hermano hace poco, Aegon —lo regaña Alicent, pero su defensa es débil, porque está pálida.
Se nota que no quiere volver a tener hijos, no tan pronto. No con Viserys, un viejo que debe buscar su propio placer y dejar olvidado el de su esposa. Aegon no la culpa por ello, pero tampoco le importa.
Necesita más hermanos, preferiblemente de edad no tan lejana. Aemond nació hace once lunas, como dicen los lugareños, así que Aegon piensa distantemente que Alicent estará bien.
—No seas dura, querida esposa —Viserys sonríe y es amable, lo que lo hace aún más repulsivo—, si Aegon quiere tener más hermanos, yo no me opongo —sus ojos se desvían brevemente hacia un lado, nostálgicos—. Mi madre quería darle a mi padre más hijos que la Buena Reina Alysanne al Rey Jaehaerys —murmura como un viejo perdido y tonto—. Tal vez Daemon sería más responsable y menos impulsivo si nuestra madre hubiera tenido éxito.
Alicent parece resignarse a su destino, comenzando a limpiar los restos de comida en el rostro de Viserys como si el hombre fuera su padre senil y no su esposo senil. Aegon tiene ganas de reír, pero solo para ocultar lo mucho que quiere meter a Viserys Targaryen en un agujero profundo y dejarlo pudrirse vivo.
Aegon parpadea cuando algo golpea su cara. Sube la mano y se limpia los restos de comida del rostro, exasperado. No tiene que voltear para saber que fue Aemond, ese pequeño demonio suyo, el causante.
Aemond le frunce el ceño desde su lugar y Aegon mira sus ojos terriblemente inteligentes con la misma naturalidad de siempre. Le da una hermosa sonrisa inocente a su hermano pequeño y esa sonrisa se ensancha cuando Aemond resopla audiblemente con ira en respuesta.
Si quieres proteger a tu madre de nuestro repulsivo padre, entonces crece rápido y hazte fuerte, piensa casi con rencor, pero no lo es, es algo entre la diversión maliciosa y el interés oscuro. Si quieres protegerla de mí...
Solo tienes que pedirlo.
Horas más tarde, mientras Aemond se duerme en su regazo, Aegon observa con aprecio la cara limpia, sin estrés y relajada de su pequeño hermano malhumorado. Sin querer, Aegon se duerme sosteniendo a Aemond. Se despierta sobresaltado, solo media hora después, por una sensación húmeda y desagradable en su pecho. Bajando la mirada, se encuentra con Aemond, de menos de un año de edad, sonriendo maliciosamente como solo un niño endemoniado puede hacerlo.
El engendro rabioso al que llama hermano acaba de vomitar en su pecho.
Aegon resopla, incrédulo, y entrega a Aemond a las doncellas, harto por el día. Mientras se va a asear y se quita el mal olor del vomito, se detiene a pensar que, tal vez, lidiar con solo Aemond por ahora no sería tan malo. Helaena no da ningún problema, pero Aemond ciertamente es un pequeño ser de lo profundo de los Siete Infiernos que da el triple de problemas.
Para su propio horror, se da cuenta de que en realidad está empezando a amarlo.
Un año después, Alicent Hightower está en cama de parto y nace Daeron Targaryen, un bebé robusto de cabello castaño rojizo con un mechón pálido en el frente, ojos morados oscuros y un grito fuerte. El nuevo hermano de Aegon aúlla con ira y rencor al mundo que lo recibe, y Aegon cierra los ojos, resignado, mientras carga en brazos al niño que pidió.
(Quiere más soldados para su guerra. Quiere hermanos a los que amar. Ambos hechos están estrechamente relacionados y eso no está mal. Simplemente es.
Aegon lo hace funcionar).
El poder es Aegon Targaryen amando y criando a sus hermanos como un hermano, un padre y una madre. El poder es preocuparse por la felicidad de su dulce Helaena, su malhumorado Aemond y su temperamental Daeron. El poder es reclamar un dragón de bronce con una sonrisa sangrienta, llevar a volar a sus hermanos y ser libre, imponente e inalcanzable, por primera vez en dos vidas.
El poder es tomar un Trono de Hierro y coronarse con gloria, amor, deber y sangre.
Notes:
aegon es un pequeño monstruo manipulador que recibe su karma en forma de sus problemáticos hermanos menores y el universo se equilibra.
además, nadie podrá quitarme la idea de la cabeza de que meng yao es maternal. el tipo fue amado por su madre y fue el único amor saludable que se le quedó grabado; asi que, ¿por qué no?
(además, nunca he leido modao zushi en mi vida. si hay algún error de información en este capitulo, me avisan, por favor.
lo más gracioso es que tampoco me terminé naruto. ni los comics de red hood.
solo soy una chica que ama a medias a personajes trágicos moralmente grises).
Chapter 2: Aemond Targaryen I
Summary:
Aemond cree que se está volviendo loco. Más loco de lo que ya se siente.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
unos matan su amor cuando son jóvenes,
y otros cuando son viejos;
unos lo ahogan con manos de lujuria,
otros con manos de oro;
el más piadoso usa un cuchillo,
pues así el muerto se enfría antes.
the ballad of reading gaol, oscar wilde.
Aemond tiene ocho años y sabe que la ira es constante, nadando bajo su piel, tratando de salir fuera de ella como olas chocando contra la arena. Hierve y hierve, lento, profundo y terrible. Hierve y hierve, sin razón, sin causa, no exenta de consecuencias.
Hay algo en él que es más monstruo que humano, a veces piensa en ello. Está escrito en la forma de los ojos de su madre, redondeados en horror, sus manos apretando sus delicados dedos con impotencia. Está escrito en la decepción silenciosa de Helaena, su dulce hermana, su mirada pasando a través de él, a algo lejano e incompleto. Está escrito en como Daeron arremete contra él, como si sintiera a nivel primordial lo profundamente perturbado que está Aemond, como si quisiera instigarlo a que explote y el fuego resultante los lleve a todos a la horca.
Todas esas situaciones le han hecho confirmarse a sí mismo lo que ya sabe: ha nacido enojado, furioso, con ganas de destruirlo todo, y no sabe por qué.
Pero la decepción de Aegon, piensa, debe ser la peor de todas.
Su hermano mayor siempre ha sido terriblemente paciente con él, incluso cuando Aemond golpea, grita y muerde, sin verdadera provocación o razón. Aegon nunca le devuelve el grito o el golpe, sino que lo apretuja entre sus brazos hasta que obliga a su rabia a descender, dejándolo sin aire, dejándolo tranquilo. O se sienta silenciosamente en la misma habitación, dándole a Aemond el espacio que necesita hasta que termine de desquitarse con los objetos a su alrededor. Aegon simplemente está, se queda, ahí.
A Aemond le parece curioso que Aegon no se decepcione como el resto de su familia, sino que lo haga en raras ocasiones, cuando el comportamiento de Aemond realmente sobrepasa el nivel de sus ataques habituales. En esos momentos-
Aemond no puede soportarlo. Su hermano es-
Aegon es amable, es agradable, es paciente. Nació como el príncipe perfecto, una imagen inamovible de fuerza, templanza y carisma. Es fácil pensar que alguien así nunca podría ser desagradable con sus hermanos, a quienes demuestra tanto en público como en privado que los ama, tierna y suavemente. Y con eso, no se equivocan, no exactamente.
Aegon nunca es malo. Nunca es violento, fuera del entrenamiento. Tampoco es visiblemente cruel. Él es...
Es constante en la vida de Aemond, el único ancla decidido e inflexible con el que siempre puede contar, aparte de la ira, en sus raros momentos de calma y sus muchos momentos de alterada inquietud. En las pocas ocasiones en las que su hermano pierde toda paciencia con él, cuando se decepciona, lo que de por sí ya es bastante dificil de lograr-
Aegon deja de ser constante.
Es más que cruel. Es insoportable, una picazón insaciable bajo su piel. Es una necesidad de abrir su pecho y mostrarle a Aegon lo que le hace a su corazón, la forma en que se rompe completamente sin su presencia, sin siquiera una mirada en su dirección. Es sufrir la agonía de su ausencia, dándose cuenta que lo que tuvo hasta que no.
Es darse cuenta de que, a pesar de que antagoniza a Aegon con ganas, lo necesita como a una extremidad para sobrevivir. Como un segundo corazón en su pecho, latiendo a la par del suyo. Porque, sin Aegon ahí para entender, comprender y quedarse, a pesar de todas sus fallas, ¿qué le queda a Aemond?
Helaena es Helaena, dulce, paciente y suave. Ella lo amará como nadie más puede, lo tratará con cuidado y afecto, pero... Pero ella es Helaena. Su hermana a la que necesita proteger y cuidar. Su hermana, a la que lastima cada vez que estalla en una rabia sin sentido. Su dulce hermana, que se tapa los oídos y cierra los ojos con fuerza mientras Aemond rompe y grita hasta dejar su garganta en carne viva.
Helaena es Helaena, y Aemond la ama, profunda y terriblemente. Mataría y moriría por ella en un chasquido si así lo quisiera.
Pero Aegon es Aegon y nadie podría reemplazar el hueco en su pecho con la forma faltante de Aegon.
Es por eso que el último error de Aemond es uno que ahora está pagando caro. Donde las consecuencias son intangibles pero dolorosas, resonando a través de él con una crudeza inexplicable. El tipo de error que, con recordarlo, siente que una mueca de incomodidad y dolor se le forma en todo el rostro.
Otra de las cuestiones a tratar es que a Aegon no le basta una disculpa, por supuesto que no. Aemond lleva disculpándose días, en los almuerzos, las cenas, con regalos y acciones, y nunca bastan. La expresión de Aegon podrá decir que todo está bien, con ese rostro tranquilo y su suave sonrisa, pero estará incorrecto en los bordes. Aemond conoce a su hermano.
Y solo hay una forma de disculparse bien, una sola forma en que Aegon aceptará sus disculpas, y es una forma que Aemond odia. Porque no hay nada peor que una conversación sobre emociones y sentimientos, y sobre lo mucho que Aemond siente y se odia a sí mismo. Sin embargo, Aegon nunca lo perdonará a menos que lo haga, y Aemond prefiere revelar su alma antes que soportar un segundo más del silencio de la ausencia de su hermano.
Sabiendo lo que Aegon prefiere, Aemond organiza la reunión con antelación. Es uno de los pocos momentos en los que está tan preocupado por ganarse el perdón de Aegon que no tiene tiempo para enojarse; o, si algún sirviente o doncella lo interrumpe en un mal momento, se ganará la más brutal muestra de ira provocada por frustración. Alicent puede dar fe de ello.
Primero vienen las formalidades, saludos y palabras llenas de cortesía sin verdadero sentido, pero Aemond las hace de todos modos. Aegon no se mueve, como esperaba. Luego vienen los obsequios, y Aegon los recibe con una sonrisa plácida y ojos vacíos. Y entonces, viene lo peor.
Aemond trata de mantenerse tranquilo, realmente lo hace. Trata de decir que se arrepiente profundamente de haber avergonzado a Aegon de esa forma, que no volverá a hacerlo, que no estaba pensando, que simplemente estaba furioso, como siempre lo está...
Los ojos de Aegon, raramente lejanos y fríos, siempre hacen que Aemond se quiebre.
—Hay algo mal en mí —se atraganta con sus palabras, sintiendo la bilis en su lengua, sintiéndose no como un niño, sino como algo viejo y podrido por dentro. Los ojos le escocían de forma terrible, pero no se comparaba al nudo imbatible en su pecho—. No sé por qué soy así. No lo sé. No quiero ser así, hermano. Te lo juro. No quiero ser... No quiero ser un monstruo...
—No lo eres y no lo serás —Aegon no sonaba enojado, nunca lo hacía; pero sí sonaba severo, firme.
Por primera vez en días, Aemond vio algo en los ojos de su hermano. No le hizo sentirse mejor. Nunca lo hizo en estas situaciones.
—No quiero que vuelvas a pensar así de tí mismo —Aegon continuó—. No eres un monstruo, y no hay nada malo en tí. Eres... Eres más dragón que humano, hermanito, y no hay nada de malo en eso.
Aemond quería creerle. Realmente lo quería, pero, ¿cómo podría?
—¿Cuando te he mentido, Aemond? —había preguntado Aegon al ver su reticencia, casi con un tono de advertencia, casi como una amenaza.
A pesar de repasar en su cabeza todas las charlas que recordaba haber tenido con su hermano, debía admitir que Aegon nunca le había mentido. Oh, Aegon mentía. Aemond no podía decir cómo lo sabía, pero sabe que así fue. Sin embargo, Aegon nunca le mintió a él. Esquivar la verdad o poner una expresión falsa, claro.
Mentir con palabras...
—Nunca —le respondió con los dientes apretados, la ira haciéndose un hogar en su pecho como siempre ha sido.
Aegon le sonríe; es apacible y hermoso, como el resto de él. —Y no empezaré a mentirte ahora, bǎobèi —lo tranquilizó de a poco, como solo su hermano podía hacerlo—. Si algún dia te conviertes en un monstruo, ten por seguro que te lo diré —fueron sus siguientes palabras—. ¿Pero tú, Aemond? No lo eres. Eres un niño lleno de ira, y eso no te hace malo. Eres el bebé que cargué en mis brazos en cada oportunidad que tuve, el niño que empezó a seguirme desde que pudiste empezar a caminar, y nunca podrás ser un monstruo. No lo permitiré.
—¿Cómo? —le preguntó devuelta, casi desesperado, casi resignado, con poco de ese niño mencionado en él—. ¿Cómo lo sabes?
La mirada de Aegon, por un instante, le pareció extraña, pero luego volvió a la normalidad, más tranquila que antes.
—Los monstruos son seres crueles —le respondió—. Lastiman y hieren a quienes aman, incluso cuando han pensado en las consecuencias dos, tres, o cien veces. Se ven a sí mismos como criaturas que merecen más de lo que tienen y no poseen cuidado hacia las personas que los rodean mientras buscan terriblemente en su ambición. Mentirán con una sonrisa en la cara y guardarán secretos para mantenerse a sí mismos a salvo. Engañarán a los inocentes y los amables, dañarán al que ya ha sido dañado y cometerán nuevas faltas hacia aquellos que nada malo les han hecho. Se vengarán porque creen que deben, porque eso los hará sentir mejor. No pensarán demasiado en las crueldades que han hecho o el terrible dolor que han provocado, porque a los monstruos no les importa esas cuestiones humanas.
La voz de Aegon era tranquila, afable, sin una sola sílaba tartamudeada o algún musculo facial tenso. Pero sus ojos-
—Dime, Aemond, ¿has hecho alguna de esas cosas?
Aemond sabía que no. En el fondo, sabía que no. No recordaba haber hecho nada de lo que Aegon enumeró, nada de lo que pudiera atribuirse.
Y sin embargo- Y sin embargo-
—Te lastimé —le dijo, en cambio. Siempre lo hago. Siempre te lastimo, los lastimo a todos.
—Te dejé lastimarme y fue un accidente —dice Aegon, con breve exasperación en su tono—. Y lo hiciste sin pensarlo, sin quererlo realmente —lo miró a los ojos, el tono de lila más cálido—. Si hubieras sabido que podrías lastimarme, ¿habrías lanzado esa copa?
Aemond contestó sin pensar. —No —con vehemencia, con ardor, en los ojos y en el corazón.
—¿Me habrías gritado frente a la corte? ¿Habrías jurado que me odiabas y que me quieres muerto?
—¡No!
—Entonces no eres un monstruo —contestó con simpleza Aegon—, eres un dragón. Y debes aprender a controlarte, como te enseñé. Dime, ¿has estado meditando todas las noches?
Aemond no le va a decir a su hermano que estaba ocupado haciendo, literalmente, lo contrario a la meditación. Pero tampoco va a mentir, no cuando Aegon lo mira con esos ojos tolerantes y comprensivos. —...No —admitió finalmente, secándose disimuladamente las lágrimas de los ojos.
—Entonces ven —su hermano lo llamó con un gesto suave y elegante, comenzando a moverse—. Iremos a mis aposentos a meditar. Espero que no tengas ninguna tarea pendiente por el resto del día.
El pecho de Aemond empezó a llenarse lentamente de esperanza. —No —dijo rápidamente, aunque si hubiera tenido algo más que hacer, tampoco habría importado.
La sonrisa complaciente de Aegon le dice que lo sabe. Aemond siente que su rostro se sonroja, de vergüenza e ira, y se contiene de tragar sus emociones hasta expulsarlas en la meditación. Camina hacia su hermano, que lo espera pacientemente, y se dirigen juntos a los aposentos de Aegon.
Si la mano de Aegon se dirige hacia el cabello lacio de su hermano menor, guiando su cabeza hasta apoyarla contra su hombro, y Aemond se relaja en respuesta, ninguno de los dos lo menciona.
Aemond tiene nueve años y sabe que la ira es constante, palpable en cada latido de su pecho y tan continua como cada respiración que toma. A veces, siente que es demasiada ira para su pequeño cuerpo, y por eso estalla tanto contra todo y todos, porque no puede mantenerla adentro y contenerla. A veces, piensa que él mismo es el error, el que está mal; pero sus hermanos nunca le dejan mantener ese pensamiento en mente por mucho tiempo.
La mejor manera de liberar su ira siempre ha sido, y siempre será, el entrenamiento. Cuando finalmente su madre le dio permiso para entrenar con espadas, luego de sentarse por años a observar con anhelo y envidia a Aegon en los patios de entrenamiento, fue el más bendito dia de su vida. Estuvo de buen humor durante una semana luego de eso, aunque ciertamente no duró tanto como le gustaría.
Lo mejor de todo debió haber sido esto: Aemond es bueno en el entrenamiento. Es bueno con la espada de madera y la de acero, pero es aún más bueno en el combate cuerpo a cuerpo. No debe existir nada más emocionante que luchar con los puños desnudos, para él. Tiene su propia magia, su propio sentido lógico. O tal vez simplemente es, y no hay una gran explicación detrás. A Aemond no le importa particularmente.
Lo siguiente mejor es que Aemond es increiblemente talentoso en esto, tal vez mejor que el mismo Aegon.
Es una emoción infantil la que le recorre la espalda cuando puede luchar contra Aegon a niveles parejos, como si fueran iguales, a pesar de que Aegon es cuatro años mayor y posee más experiencia. Pero Aemond parece haber heredado la constitución de su tio Daemon, porque se está estirando hacia arriba rápidamente, creciendo como una mala hierba. Algún día será más alto que Aegon, lo sabe, y ese dia será glorioso.
—¡Príncipe Aemond!
Aemond parpadea, y es todo el tiempo que tiene antes de que un golpe contundente le haga voltear el rostro hacia un lado con un crujido repugnante. El dolor se expande desde su mandíbula hasta su pómulo, ardiente y punzante. Aprieta los dientes, sintiendo la visión nublada por una creciente rabia, mientras saborea el hierro en su boca.
No necesita voltear para saber quién pudo atreverse a golpearlo de esa forma.
—Uy —Daeron se aleja un par de metros de Aemond, sonando sorprendido y un poco arrepentido, el pequeño actor descarado—. Vaya, eso se ve feo...
—¡Príncipe Daeron! —Ser Criston Cole mira con el ceño fruncido desaprobador al menor de los hijos de Alicent, sin verdadera sorpresa—. Discúlpese con su hermano. No fue honorable atacarlo de esa forma.
Aemond observa fijamente, con la cabeza hirviente, como Daeron se ofende.
—¡Pero, Ser Criston, Aemond estaba distraído! —se queja con un puchero, el niño petulante—. ¿Cómo es eso mi culpa? ¡Él debería disculparse conmigo por distraerse en medio de nuestra batalla!
—Tú, odioso mocoso sinvergüenza... —Aemond se levanta, con un gruñido en todo su rostro. Las manos le tiemblan a los costados por todo el autocontrol que ejerce sobre sí mismo para no abalanzarse sobre Daeron y estrangularlo.
Daeron, que lo mira de arriba a abajo, y sonríe, presumido y con un brillo traviesamente cruel en los ojos. —Ja, ¿ya estás despierto, Aemmy? —canturrea dulcemente, parpadeando con hermosos ojos morados, la imagen de un principito encantador—. Eso te enseñará a no ignorarme, querido hermano.
Aemond agarra su espada de madera —ha pedido acero innumerables veces para luchar contra Daeron, pero por alguna razón no se lo dan— y se abalanza.
Daeron lo recibe con una risa estruendosa y un rostro brillante, y se mueve. Es rápido, veloz en sus pies, fuerte en brazos y piernas, agudo en sus ojos. Un prodigio como ningún otro, un guerrero nato como pocos en la historia. Es el mayor oponente y la mayor fuente de ira de Aemond, a pesar de ser dos años menor, y lo ama tanto como lo detesta.
Golpes rápidos y estocadas despiadadas van y vienen, a velocidades superiores de las que niños de siete y nueve años deberían lograr. La gente se arremolina a su alrededor, como normalmente lo hacen, para observar el intercambio de golpes entre los dos hijos menores del Rey. Golpes físicos y golpes verbales, a los que todos ya están acostumbrados.
La nariz de Daeron sangra a chorros cuando Aemond le da un codazo particularmente astuto y brutal. La expresión agradable habitual del niño dorado de Aegon se quiebra en un chasquido, deformando su simpático rostro en algo salvaje, feo y vengativo, todo gruñidos e insultos cada vez más bárbaros saliendo de su boca. Aemond se ríe, su sangre cantando, cuando Daeron tira la maldita espada de madera al suelo con ira y ofrece sus puños como próximos oponentes.
La sonrisa de Aemond es desagradable mientras deja su espada a un lado. Los ojos determinados y letales de Daeron lo miran con un ansia terrible, como si quisieran destrozarlo de adentro hacia afuera de la manera más insoportable posible. Aemond se deleita en ello, porque Daeron puede ser mejor, tener más talento, con la espada...
Pero Aemond triunfa en el combate cuerpo a cuerpo.
Daeron avanza primero y su postura es la de alguien sin miedo al dolor o a las represalias, tan elegante como un rabioso perro callejero puede llegar a ser. Aemond no sabe de dónde aprendió Daeron sus movimientos, pero se entretiene tratando de esquivar la mayoría y defenderse del resto como puede. Una pequeña letanía de golpes destinados a hacer doler con fuerza aterrizan en su cuerpo, para disgusto de Aemond, pero se envalentona de su ira tortuosa para devolver las heridas con el doble de fiereza.
El contrataque de Aemond no es lindo para nadie que lo vea. Los espectadores hacen muecas de dolor mientras Daeron, el dulce príncipe de siete años, es golpeado hasta el cansancio sin ninguna piedad. Hay sangre en el blanco de sus ojos, sangre en su nariz y su boca, pero Daeron aún se atreve a ofrecer una débil sonrisa presumida.
—¿Es todo lo que tienes, hermano? —masculla el menor de ambos, escupiendo un sangriento diente de leche al suelo. Daeron da una amplia sonrisa sanguinaria, con un hueco faltante entre sus dientes, acercándose para susurrar al oído de Aemond—. Ver esa habilidad y técnica tan desastrosa tuya hace que me preocupe por la seguridad de nuestro hermano en el futuro. Ah, pobre Aegon si debe conformarse con un protector como tú. Por suerte me tiene a mí, el mejor guerrero por mucho...
Aemond no lo piensa dos veces antes de cabecear a su hermano con tanta fuerza que los ojos de Daeron se ponen en blanco, un desmayo instantáneo, y cae de espaldas con un estrepitoso impacto. La gente a su alrededor se mira entre sí antes de comenzar a aplaudir con entusiasmo, algunos con más emoción que otros.
La mirada del segundo hijo varón del Rey se dirige a su hermano menor en el suelo, dejándose respirar con más normalidad ahora que su ira yace en silencio. Con una señal de su brazo llama al escudo jurado de su madre, y Ser Criston se acerca para recoger suavemente a Daeron entre sus brazos, observando con desaprobación las múltiples heridas en ambos príncipes.
—Hay que llevarlo con el maestre, Ser —le ordena Aemond con una extraña calma, relajado por ahora.
Ser Criston abre la boca, probablemente para regañar a Aemond por su extrema violencia innecesaria, pero Aemond le devuelve la mirada con ojos claros y despejados, con la mente en silencio. El Guardia Real cierra la boca sin emitir sonido y su semblante adquiere un borde resignado, como si contara sus pocas victorias por ahora y se conformara con ellas.
Aemond sigue en silencio a Ser Criston, reflexionando con cuidado.
A veces, piensa que Daeron es algo que odia y necesita, en un pequeño recipiente insoportable, carismático y revoltoso. Aegon es su lugar seguro, su refugio, más que solo un hermano mayor, simplemente más. Pero Daeron, piensa, Daeron es a quien más necesita cuando esa ansia de violencia está ardiendo en su interior y todo quiere consumirlo, todo quiere destruir. Daeron es quien le hace sentir que el amor es esta cosa deformada de molestia y rencor, impulsos violentos y el deseo consumidor de provocar tanto dolor que quede una marca permanente.
No es nada parecido al suave afecto y cuidado que siente por Helaena, a la calma que viene con oir su voz leyendo un libro o recitando un poema. Tampoco se parece a la necesidad urgente que tiene de incitar a Aegon, solo para causarle alguna reacción y ser notado por él, ser observado con esos ojos inmutables y sentir-
Ah, ahí estás. Lo que siente por Aegon es parecido a tratar de abrirse paso a través de la belleza para desplegar la carne y tratar de ver lo que hay debajo, devorando todo lo que encuentre a su paso, pieza por pieza.
Aemond arde en violencia por Daeron, arde en dulzura por Helaena, arde en exigencia por Aegon. Arde y arde y arde. Siempre necesita más de ellos y Aemond nunca ha sido tímido en lo que quiere; él toma.
Sus hermanos siempre lo dejan quedarse con lo que toma, y siempre ofrecen más, como si se lo mereciera. El pecho de Aemond es un lio de emociones complejas cuando piensa en ello, cuando piensa en lo complicada que es su ira, lo mucho que quiere quemar el mundo entero, y que la única razón por la que no lo hace es porque sus hermanos están ahí y son parte de él, parte del mundo.
Quiere muchas cosas. Quiere poco, quiere tanto.
Él no quiere descubrir lo que sería existir en un mundo sin sus hermanos.
Con una mueca desdeñosa, Aemond decide ir a buscar a Aegon. Por la insolencia de Daeron en el patio de entrenamiento, iba a dejar que el mocoso irritante se despertara solamente con el maestre y su madre como compañía. Pero, por la amabilidad de su corazón, elige darle a Daeron una buena noticia hoy. Aegon es un hermano que se preocupa y cuida de la mejor manera, y Daeron estará contento de despertar bajo el mimo de Aegon. Aemond no admitirá en voz alta que ser cuidado por Aegon debe ser una de las mejores experiencias de la vida, pero aún puede dar fe de ello silenciosamente.
Daeron ciertamente no se lo merece, pero Aemond tampoco merece muchas cosas. Solo por hoy, Aemond demostrará que también puede ser un buen hermano.
La paz, por supuesto, no dura.
Aemond cree que se está volviendo loco. Más loco de lo que ya se siente.
Sucede de forma gradual, con fragmentos dispersos que no tienen un orden preciso ni poseen forma completa. Comienza con el porte dorado de Aegon, su expresión abiertamente afectuosa, superponiéndose a la figura familiar de un hombre rubio, al que nunca ha conocido en su vida; y sin embargo, sabe que solía ser poderoso, firme y gentil con los suyos. Como Aegon.
Con Viserys no siente nada, nada parecido al apego o a la nostalgia, y lo prefiere así. Con Alicent, casi puede sentirlo. Algo parecido a la culpa, al rencor, al regodeo, al "yo gané" y "no puedes deshacerte de mí". Sabía que era responsable de las miradas desconfiadas de su madre en su dirección, terriblemente decepcionada después de haber tratado de corregir el mal comportamiento de Aemond en innumerables ocasiones y con cero resultados positivos. Sabía que su madre no merecía el dolor que Aemond le causaba, todos los problemas que él le traía, y aún así-
A veces, cuando Aemond la miraba, no podía verla. Se sentía distanciado de ella, desapegado. Era la horrible sensación de ser cortado con algo que parecía hermoso pero dolía. De ser el receptor de ojos fríos que solo veían lo peor de él, que siempre buscaban algún defecto para desentrañar y exponer al mundo. Se sentía pequeño bajo su mirada y nadie debería poder hacerlo sentir pequeño nunca más.
(A veces, Aemond quiere tomar a Alicent entre sus manos y verla desvanecerse de la existencia entre sus dedos, para descubrir si finalmente obtiene las respuestas que busca.
A veces, Aemond veía morir una figura femenina en sus sueños y sentía que era su culpa. A veces, esa figura tiene el rostro de su madre).
Cuando el brillo malicioso y burlón en los ojos de Daeron se superponen a los de un niño desconocido, con pelo plateado y ojos oscuros, Aemond experimenta una sensación de vacío tan fuerte que finalmente reconoce lo terrible en todo esto.
Pero todo llega a un punto culminante con Helaena.
La locura en su pecho y en su cabeza se expande con la sonrisa amable de Helaena superponiéndose con la de otra chica de marcas moradas en el rostro. Se siente cálido, dolorido y terriblemente aliviado cuando sucede. Ver a Helaena, ser testigo de sus tímidas expresiones y su gentileza sin igual, se siente como volver a casa. Como haber luchado y luchado por algo tanto, tanto tiempo y con tanto sacrificio, para finalmente sostener ese idealizado sueño entre sus manos. Es maravilloso. Es devastador. Ese tipo de alivio es terrible en toda su hermosa agonía, porque Aemond casi siente-
Siente los ojos húmedos y la necesidad inexplicable de decir: perdón, perdóname, estás aquí, finalmente estás aquí, no vuelvas a irte, déjame protegerte, déjame protegerte.
(Hay algo terriblemente inquietante en la urgencia obsesiva dentro de él que crece y crece, preocupado por la seguridad de Helaena, peocupado por cada mirada fuera de la familia que ella recibe, preocupado por mantener su sonrisa y su alegría con cada dia que pasa.
Él solo quiere, necesita desesperadamente, mantenerla a salvo.
Es terriblemente inquietante y no es solo Aemond el que lo piensa, el que lo siente. Su corazón se apretuja dolorosamente cuando Helaena se distancia de él, queriendo pasar tiempo sin su presencia ahí para agobiarla, prefiriendo estar lejos de su fijación sobreprotectora. Su cabeza palpita y duele cuando ella lo mira con algo parecido a la cautela, al miedo, como si hubiera visto cada uno de sus peores defectos y supiera perfectamente de lo que es, de lo que será, capaz).
La situación llega a tal extremo que es Aegon quien lo acorrala, como nunca antes ha hecho, y le exige con ojos duros que se explique.
Aemond no puede explicarlo.
—Solo quiero protegerla —insiste, furia y miedo bajo su carne humana.
—No —niega Aegon—, no es solo eso. Tú también quieres protegerme y no lo llevas a este punto.
—Es diferente —dice Aemond, y está tan ensimismado en la aterradora situación que nisiquiera niega que quiere proteger a su hermano mayor—. Eres mayor que yo-
—Helaena también es mayor que tú —Aegon lo interrumpe con hielo en su tono.
—¡Ella es frágil! —explota, sin poder contener su furia ni un segundo más. Se abalanza contra su hermano y sus manos se aferran a la tela alrededor de su cuello, acercándolo sin cuidado hacia él—. ¡Ella no puede protegerse sola, cómo tú y cómo yo! Necesita que la cuide, que la cuidemos —se corrige rápidamente y un brillo extraño aparece en los ojos de Aegon—, porque no puede sola. Sabes como es, no lo niegues. Helaena es diferente. Necesita otros cuidados y atenciones. Necesita constante ayuda. Es frágil. No nació como una princesa normal...
Aemond se detiene abruptamente cuando los ojos de Aegon brillan en algo brevemente cruel, como nunca antes lo habían hecho en su dirección. Suelta a su hermano mayor como si el toque lo quemara, sin apartar la mirada aunque su corazón se acelera como un colibrí en una horrible mezcla de rabia y miedo.
El miedo está ganando.
La mirada de Aegon se desvía de él y se dirigen brevemente a algo detrás de Aemond. Se paraliza, sin saber si debe darse la vuelta cuando Aegon se ve tan distinto. La expresión de su hermano mayor se enfría aún más, y Aemond no pone a prueba sus límites; él voltea.
Ahí esta Helaena. Hermosa, tranquila y frágil, sosteniendo con fuerza un libro contra su pecho. Sus ojos lilas los miran a ambos, pero se centran especialmente en Aemond, con incredulidad y dolor escritos en ellos. Su expresión siempre es abierta e inocente, pero esta vez parece cerrarse como nunca antes. Sus ojos pierden ligeramente su brillo y sus labios se afinan.
El corazón de Aemond se hunde hasta sus pies y todo se detiene.
—No necesito tu protección.
La voz de Helaena es suave y melodiosa, tímida. Siempre lo ha sido. Pero esta vez-
Los ojos de Helaena ya no lo están viendo. Se voltea, como si Aemond no mereciera su tiempo. Como si no mereciera protegerla.
—No te quiero cerca —su tono es tranquilo, encubriendo los matices de dolor que quieren escaparse por las grietas—, hasta que vuelvas a la normalidad. Recobra el sentido, Aemond. Esperaré tu disculpa y tus explicaciones.
Helaena se va, dejando el corazón hecho trizas de Aemond detrás de ella.
Aemond no puede dejar que Rin
—Recobra el sentido, ha dicho —el brazo de Aegon rodea su hombro y se inclina para susurrarle al oído con tono apacible—. Querido hermano, ¿qué ha provocado esta obsesión en tí?
Aemond no responde. Hay un hueco en su pecho. Se siente vacío.
—¿Viste algo? ¿Alguien ha jurado dañar a nuestra hermana? —Aegon indaga suavemente, con dulzura.
Aemond levanta solo un poco la cabeza y Aegon obtiene las respuestas en sus ojos.
—No, ya los habrías acabado —Aegon sonríe y ya no es dulce, ya no es suave—. ¿Estás enamorado de nuestra hermana, Aemond? —pregunta con ligereza; sus ojos muestran una cosa completamente distinta.
Aemond frunce el ceño ante la pregunta, sintiéndose un poco asqueado por la perspectiva. Aegon sonríe, más sincero, ante su reacción, y lo acerca más a él.
—Parece que no —Aegon sigue sonando ligero pero ya no se siente demasiado falso—, pero algo te molesta, hermano.
La frente de Aegon toca la de Aemond con un roce suave, cariñoso, y Aemond cierra los ojos para evitar que caigan las lágrimas. Abre la boca para hablar y la vuelve a cerrar con un chasquido. Hay un nudo en su garganta que le oprime hasta el corazón.
Los ojos de Aegon se parecen a los de Helaena y Aemond no puede soportar verlos. No puede soportar saber que dañó, lastimó, a su amada hermana una vez más. No puede soportar el hecho de que nunca mejora, nunca cambia, sino que está empeorando. Se está volviendo loco. Está alejando a una de sus personas más queridas.
—Puedes contar conmigo siempre —las palabras de Aegon suenan sinceras con una minúscula timidez que Aemond casi se pierde—. Tal vez no estés listo para hablar hoy o mañana, pero estaré aquí, esperando lo que necesites expresar.
Aemond abre los ojos de golpe y lo mira. Aegon ofrece una sonrisa ligeramente culpable en respuesta.
—Lamento haberme involucrado como lo hice, pero no me gustó ver cómo la dañabas lentamente. Era mejor que sea una herida rápida para ambos —Aemond no se sorprende que Aegon realmente crea en sus propias palabras. Tampoco se sorprende por empezar a creerlas también—. Ahora debes resolver lo que te aqueja tanto, bǎobèi —su mirada se suaviza en algo más triste—. Necesitas hallar tu ancla y volver a nosotros.
Aemond respira y las lágrimas caen. Aegon besa sus lágrimas y lo sostiene mientras llora con ira, con rabia, con dolor. Aemond llora como se enoja: fuerte, ruidoso, explosivo y brutal. Llora tanto porque siente tanto, todo el tiempo. Está cansado. Quiere descansar. Quiere ser mejor. Quiere disculparse con Helaena y sentir que merece el perdón. Quiere poder enojarse con Aegon más tiempo. Quiere recibir una sonrisa traviesa de Daeron y sentir los impactos de sus pequeños pero dolorosos puños. Quiere poder mirar a Alicent y sentir que ya no está mirando a-
Aemond es egoísta, lo sabe. La ira se aferra a él como siempre lo ha hecho. La ira es la sangre bombeando en su corazón y esparciéndose por su cuerpo. Es esa necesidad que nunca cede, que le ruega que destruya todo a su paso. La ira es su compañera de vida, la otra mitad de su alma. La ira es constante.
(Él sabe, tentativamente, que el amor también lo es).
Aemond tiene diez años y recuerda.
Notes:
¿cómo se sienten respecto a aemond? ¿daeron? ¿helaena? ¿aegon?
aegon se sale con la suya por ahora pero no para siempre !!!volví a ignorar mis trabajos pendientes de biomecánica para escribir esto. si no comentan sobre lo que les pareció el capítulo con un análisis, me deprimiré y nunca terminaré este trabajo. (broma). (pero no tan broma).
este capítulo es... eh. honestamente se escribió solo. mi mente corría y corría y las ideas simplemente nacieron. lo corregiría y lo editaría para hacerlo mejor, darle un mejor desarrollo y trama, pero escribo esto por gusto y lo comparto por gusto. asi que se quedará así, seguramente.
fragmento eliminado porque no entraba en ninguna parte:
(Que Aegon sea honesto y se preocupe de verdad no borra que sea un imbécil manipulador, piensa Aemond con ira, con resignación, con suavidad. A pesar de sí mismo, respetaba y admiraba a su hermano por eso).
siguiente capítulo: Uchiha Obito I.

Darkstar009 on Chapter 1 Wed 26 Mar 2025 04:26AM UTC
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