Chapter Text
¡Maldición!...¡Maldición!¡Maldición!¡Maldito sea el Padre y el Guerrero!¡Malditos sean los siete malditos dioses de la maldita estrella de siete puntas! - sollozó encolerizada la muchacha. Lágrimas de rabia y de dolor se deslizaban por su rostro. Apenas ayer se había enterado de la muerte del príncipe Daemon en aquel miserable pueblucho entre las montañas.
El príncipe pícaro había tenido razón. Ocultar un dragón entre las despobladas elevaciones y cumbres de las Tierras del Valle no era una tarea muy complicada. El hecho de haber encontrado una caverna capaz de contener el tamaño de su dragón también ayudaba. Su apariencia común y poco llamativa que le permitía pasar fácilmente por una viajera cuando se mezclaba con la población local y desaparecer antes de que hicieran preguntas importantes como: ¿Qué hacía viajando una mujer sola? Una vez más agradeció haber nacido con el pelo negro y los ojos marrones en vez de los hermosos rasgos valyrios que su madre esperaba. Con todo esto y su piel cetrina nadie pensaría que por sus venas corría la Sangre del Dragón.
Durante la Cosecha de Semillas se le había permitido participar, aunque la mayoría no creía realmente que un dragón se doblegaría bajo su yugo. Fue el príncipe Jacaerys el que clamó que la Sangre del Dragón podía correr tan fuerte por sus venas como por las de cualquiera y fue el mismo príncipe el primero en sonreírle orgulloso cuando ella logró alzar vuelo con el Ladrón de Ovejas.
Pero prefería no pensar en eso y empañar uno de sus mejores recuerdos con el dolor de la pérdida del bienamado heredero. Era la pérdida de otro príncipe, tan admirado como vilipendiado, lo que la traía aquí.
Apenas se enteró del feroz combate y legendaria batalla contra Aemond el Matasangre decidió volver al Ojo de los Dioses. Atravesó en plena noche la Bahía de los Cangrejos y utilizó el camuflaje natural de su dragón para esconderlo entre los arbustos y matorrales que abundan tanto en las Tierras de los Ríos. Podrían llamar feo a el Ladrón de Ovejas pero que no se diga que el color barro no lo ayudaba a esconderse bien.
Ahora, preguntará dónde preguntará a los aldeanos de la rivera del lago, la respuesta era la misma. Tanto Aemond como Vaghar se habían hundido en lo profundo de las aguas, Caraxes había logrado llegar a la orilla para luego fallecer. Pero del cuerpo del rey consorte no se sabía nada.
Tuvo que contenerse para no ponerse a berrear como una niña. Conocía al príncipe Daemon hacía menos de un año pero le había hecho falta toda una vida. Cuando logró domar a su bestia la mayoría lució sorprendidos. El príncipe Daemon le envió una mirada diferente. Como si viera algo que los demás no. Ella había tratado de mantenerse alejada de él. No importa cuánto soñará con el encuentro, era mejor dejar los sueños en paz para que no se rompan. Poco sabía ella que los hombres como Daemon Targaryen no era de los hombres que se limitarían a ignorar y olvidar ¿Y eso hacía donde los llevó?
El rey consorte la llevó junto a él a Poza de la Doncella. Le enseñó a vestirse, a sentarse y a cepillarse el pelo como una dama. Le regaló un espejo de plata y un peine fino. Ortiga lo estudiaba recelosamente. Siempre era sospechoso cuando un hombre trataba así a una mujer joven. Pero eso no lo detuvo. Daemon le habló de sus hijos, los que tuvo con la reina, los que tuvo con su segunda esposa e incluso de los que no llevaban su sangre. Le habló de sus hijas, de la calmada Rhaena y la feroz Baela que tanto se parecía a él. Y la miro con ojos que se lamentaban de muchas cosas y le dijo:
Cuando ganemos esta guerra tu también llevarás mi apellido.
No se dijo nada más. Ortiga sabía que él sabía y se aferró desesperadamente a él. Cada mañana y cada tarde Daemon la llevaba a volar en sus dragones y le enseñaba todo lo que sabía sobre ellos. Le hablaba sobre la vieja Valyria, sobre los Señores del Dragón, sobre los Targaryen y sus tradiciones. Ella lo escuchó con ojos soñadores. Con un miedo inextinguible a que se esfumará la ilusión.
Más pronto que tarde llegaron las letras que marcaban la terminación de todos los deseos que Ortiga había albergado en lo profundo de su corazón, aquellos que escondía para que no los conociera nadie. Vio como la carta le robaba la felicidad del rostro al príncipe Canalla y dudosa preguntó que decía la nota:"palabras de una reina, obra de una puta". Los pecados de Daemon llamaban a su puerta. Venían a cobrar el precio de sus errores que eran demasiados.
He confiado en la persona equivocada y esta se ha dado vuelta para traicionarme. Perdóname niña pero se acabó el juego. - los latidos de Ortiga se detuvieron por una respiración - Mañana temprano partirás. Busca refugio entre las montañas del Valle de Arryn. Yo me enfrentaré a mi sobrino solo. Si sobrevivo iré por ti. Reconocerías a Caraxes en cualquier lugar. Si no lo hago... pues ya he vivido suficiente. Al menos eliminaré la mayor amenaza para los míos. Y también pagará por la vida de Luke - su voz pareció quebrarse al final.
No diga eso. - respondió veloz - Podemos derrotarlo juntos. La experiencia que me falta la compensará el tamaño de mi dragón y...
¡Niña! - interrumpió - Vaghar es la reina de las bestias. La montura de la mismísima reina Visenya. Una muerte segura para la mayoría. Ya he perdido demasiados hijos en esta guerra - alzó su rostro afligido para besar su frente -, no perderé a otro, no importa cuán recién la halla conocido.
Ortiga lloró, rogó, amenazó, pero el hombre al que nunca pudo llamar padre no cedió. Temprano en la mañana la ayudó a ensillar su dragón y la despidió. El grito del Anfíptero Sangriento cuando ella ascendió a los cielos con el Ladrón de Ovejas con el rostro nublado por el llanto fue tan fuerte que hizo añicos todas las ventanas del castillo y pareció rebanar algo dentro de su pecho. Ambos sabían que esto era una despedida.
Lo había conocido por menos de seis lunas y ya lo había perdido para siempre y por alguna razón el hecho de que no hubiera un cuerpo para despedir lw quemaba el alma. Todos los Targaryen desde la Maldición habían ardido en puras siguiendo las costumbres Valyrias, encendidas por los mismos dragones.
Somos la sangre del dragón - dijo él -, tiene sentido que ellos nos den nuestro último adiós.
Ortiga se había prometido que le daría un funeral digno. Tal vez no tenía el derecho de ser llamada su hija pero sería su bestia quien convirtiera sus restos en cenizas. Ahora, ese deseo parecía cada vez más difícil de cumplir. No importa cuánto recorriera las orillas del Ojo de los Dioses o cuanto preguntará a los lugareños. El cadáver del príncipe Canalla no aparecía.
Tal vez sea mejor así - susurró la voz en su cabeza -, mejor recordarlo como era en vida. Un guerrero hábil y atrevido, apuesto aún a sus 50 años, de pelo plateado y ojos violetas. Un hombre que la miraba con suavidad y orgullo. Mejor así que encontrar un cuerpo hinchado y comido por gusanos.
Pero ella no podía rendirse todavía. Una parte de ella se aferraba a la esperanza cada ve más insignificante de que estuviera vivo. ¿Qué le quedaban sino sueños? El deseo de pertenecer era algo con lo que había crecido. Estúpido y tonto para una niña de las calles. Su propia madre la odiaba. No tenía los cabellos plateados con los que tal vez le hubiera podido reclamar algo a su padre ni tenía la belleza Valyria para ser vendida a un burdel. Una niña fea y hambrienta, que soñaba con historias de princesas montando dragones de la otra supuesta mitad de su familia, mientras moría de inanición en una pequeña choza junto a su abuela. Había visto volar los dragones desde lejos. Los había admirado. Había soñado en cruzar el cielo montada en uno a la vez que juraba que no sería como su madre. Ladrona sí, porque el hambre te empuja a hacer cosas horribles, pero nunca puta, jamás puta.
Los sueños tontos de los niños mueren, pero estos se aferraron a ella tanto como ella se aferró a sobrevivir. Cuando estalló la guerra y la Reina Negra llamó a las Semillas sus sueños despertaron con un rugido atronador. Era su oportunidad, el cielo estaba a su alcance. Y cuando se acercó a el Ladrón de Ovejas lo sintió. Una llamada en sus venas. Estaba destinado a ser su montura. Feo como ella, desconfiado y receloso como ella. Tuvo que mostrarle que no le haría daño, por estúpido que parezca, que podía confiar en ella en vez de acercarse a él con miedo o exigir obediencia. Supo el instante preciso en el que se forjó el vínculo. No fue solo montarlo y que obedeciera, lo sintió en su alma. El fuego, el hambre, la incertidumbre ante su situación, la alegría de extender las alas y surcar el aire. Y entonces un príncipe Targaryen puso sus ojos en ella. Cuando en otra ocasión habría pasado desapercibida. Un rostro común entre personas comunes. Montar un dragón cambiaba la perspectiva.
Cuando estuvieron a solas él la miro a los ojos y la llamó hija. Le prometió que tendría su nombre y le comenzó a enseñar todo lo que él creía que debía saber. Ortiga abrazó la idea con todas sus fuerzas. Pensó que veces los sueños sí se hacen realidad. Luego, de un plumazo y una carta, se empezó a resquebrajar el sueño.
Miró hacia el maldito lago en el que diez veces más maldito Aemond le había destrozado el futuro de una familia. Y vio allí, entre las aguas revueltas, la Isla de Rostros. Todos sabían de ella, embrujada o sagrada, era menos evitarla. Y también podía ser la última opción de Ortiga de encontrar a su padre.
El vuelo de su dragón cerró rápidamente la distancia. El viento estaba quieto y al posarse en tierra todo estaba en silencio. Respiró profundamente antes de avanzar cautelosamente. Aquí existía la orden de hombres que realizó un pacto con los Niños, o eso decía la leyenda. Pero solo veía árboles a su alrededor. Blancos, de hojas rojas y rostro perturbador tallado en ellos. Juró ver un destello de algo verde que avanzaba en la distancia.
¡Espera! - gritó y comenzó a correr antes de que desapareciera.
Ramas y arbustos parecieron interponerse en su camino. Cuando llegó al lugar solo encontró las raíces retorcidas de un gigantesco arciano. Comenzó a rodear lo solo para detenerse. Justo frente a ella estaba un montón de tierra apilada de la que sobresalía levemente un listón de tela roja. La locura la consumió. Se lanzó al suelo y comenzó a escarbar con sus manos desnudas. Piedras y raíces lendesgarraron los dedos. Nada la detuvo. Necesitaba ver si estaba ahí.
No supo cuánto tiempo escarbó infructuosamente la tierra, lo suficiente para estar dentro de un hoyo con solo un trapo desgarrado y húmedo y su propia sangre mezclada entre la tierra y las raíces.
¡Dejame regresar! - gritó al vacío - ¡Déjame volver a antes de que las cosas no tuvieran solución!
Volver antes, antes de que los tíos asesinaran a sus sobrinos, antes de la guerra y el fuego y de que danzaran los dragones.
Déjame salvarlo - murmuró ya sin fuerzas solo para de pronto sentirse observada. Ante ella el rostro del arciano se encontraba llorando, lágrimas rojas caían por su corteza y Ortiga se llenó de aprehensión. ¿Qué estaba haciendo acá? El aire se sintió pesado. La sensación de ser vigilada aumentó y el sentido de que se enfrentaba a algo diferente, algo viejo.
Tengo que salir de aquí - masculló. ¿Pero dónde? Luego recordó, su padre tenía más hijos. Una hija legítima se hallaba sola en Rocadragon. Había escuchado que las cosas no iban bien en Desembarco para la reina Rhaenyra. Puede ser que Baela no le creyera, quien querría a una huérfana marrón y bastarda de hermana. Pero su dragon haría la diferencia. Y tal vez, solo tal vez, pudiera proteger la débil conexión que le quedaba con su padre.
Cuando se encaminó a el Ladrón de Ovejas se dio cuenta de algo extraño. Ni un solo ruido interrumpía la Isla de Rostros. Nada, ni el graznido de los conocidos cuervos que poblaban la Isla. Se quedó quieta en espera de un peligro o depredador. Nada, luego un trino de su dragón y comenzó a caminar hacia él. El sonido de la lluvia sobre el agua comenzó tan pronto como alcanzó su montura. Un vistazo a la noche estrellada la hizo fruncir el ceño. Ni una nube. Solo pudo sacudir extrañada la cabeza.
Tomando la dirección hacia el este, el Ladrón de Ovejas pareció entender que regresaban al hogar y apresuró el vuelo. La luna llena iluminaba los campos lo que le facilitaba la visión. En otra ocasión dudaría en cruzar la bahía del Aguas Negras en plena oscuridad pero el inusitado fulgor le dio confianza. Fue un grave error.
La tormenta salió de la nada. Rayos y truenos convirtieron un vuelo tranquilo en una cacofonía de luz y color.
Esto no puede ser normal - pensó -, en un momento no hay nada y luego una tormenta de mil demonios.
Los vientos arremetían con fuerza. La lluvia la empapaba. Pero su principal preocupación eran los relámpagos y encontrar la condenada isla entre tanta oscuridad. De pronto lo vio, o no. Entre los destellos que rompían las olas se apreciaba una negra quietud. Solo podía ser tierra. El Ladrón de Ovejas no necesitaba indicaciones. Ya fuera el instinto de supervivencia o el conocimiento de la seguridad que ofrecían las cavernas de Rocadragon, su dragón descendió hasta posarse en una caverna. La Isla alojada en pleno Gaznate se sentía como seguridad y vivir aquí a lo largo de un siglo le reforzó esto en la mente de su bestia, razonó Ortiga. Empapada y con frío decidió despojarse de la ropa húmeda y acurrucarse contra el calor de su montura. No era lo más aconsejable pero no tenía ni las fuerzas ni las ganas para descender al castillo. Mañana lo haría, después de todo, un par de horas no harían ninguna diferencia.